El viaje (2)

La prueba fue demasiado dura y cruel moralmente y no la quise superar. No a cualquier precio.

Subimos al vehículo, era tarde, pero… ¡qué importaba!, a nadie teníamos que dar explicaciones, ni siquiera a nosotros mismos.

Yo me preguntaba cómo nos verían los demás transeúntes con esa cara de débiles mentales que llevábamos, y esa sonrisa sardónica que no nos abandonaba ni en el caso de un traspié.

Nos dirigíamos a mi casa, ese mismo trayecto lo había hecho en multitud de ocasiones, pero esa noche… era diferente.

Le hice una pregunta, Le pregunté: ¿Le gusta su sumisa o se la imaginaba de otra manera?, como contestación colocó su cara delante de la mía, dándome un beso deliciosamente posesivo y preguntándome luego si eso contestaba a la pregunta.

Me asusté un poco, casi me hizo perder la estabilidad del vehículo, incluso pude haber dado un golpe de volante.

No podía ser de otro modo, sucedió lo inevitable: ¡me equivoqué de dirección!, y tras dar innumerables vueltas debido a los nervios que atenazaban mi garganta y todo mi cuerpo, fuimos a dar directamente contra las aduanas del puerto.

Ya reíamos, porque de nada servía intentar cambiar el sentido una y otra vez, cuando a Él se le ocurrió la feliz idea de coger el navegador e indicarle la dirección de mi localidad.

Casi me supo mal, lo estaba pasando verdaderamente bien con tanta contrariedad.

Pero cuando vimos el indicador de nuestra provincia, en grandes letras azules dijimos los dos al unísono: “-¡por fin!-“.

Tras varios kilómetros de carretera y otra provincia diferente, salimos de la autopista, pagué el peaje, y después de pasar por la general y la comarcal, al fin mi casa, nuestra casa.

Durante el viaje él me iba acariciando el cuello, me rozaba los muslos, se acercaba a mí, yo le decía:- es muy dulce, Amo-, mientras Él me contestaba que tiempo habría para ser duro, que ese no era el momento.

Me tenía seducida, me sentía suya.

Llegamos a casa, me pidió que me desnudase, le acompañase a mi dormitorio y le enseñase mis juguetes.

Hacía algo de fresco, me permitió ponerme algo ligero por encima, y me puse un camisón.

Extendí sobre la cama los enseres que contenía el arcón repleto de artilugios eróticos y material sado.

En él había un poco de todo (consoladores, fustas, gatos, collares, pinzas, cuerdas, etc.).

Empezó a investigar mis útiles y a ponerles falta a casi todos (éste no estaba convenientemente limpio, éste tampoco, me miraba con cara de inquisidor y con un cierto asco en su rostro). Sin embargo mis “cosas” siempre estaban en perfectas condiciones y bien limpias.

Me preguntó por el collar que solía utilizar para mis conversaciones con él y le señalé uno rojo.

Me dijo: -arrodíllate y levántate el pelo-, e hice lo que me ordenaba. Me colocó el collar rojo en el cuello y me dejó así arrodillada, delante de su bragueta.

Me dijo: -mira a ver si me puedes bajar la cremallera con los dientes-. Lo intenté una y otra vez, con los dientes, con la lengua, pero era imposible, estaba demasiado ajustada por la erección que tenía.

Me dijo que utilizase las manos y así lo hice; utilicé los dedos para bajarle la cremallera,  soltarle el cinturón y bajarle con cuidado los pantalones. Él me cogió la cabeza y restregó mi cara por su calzoncillo (estaba caliente y olía a hombre). Me dijo que se los bajase con cuidado, y emergió su enorme pene erecto.

Yo le miré a sus ojos y con un gesto supe lo que tenía que hacer.

Empecé a lamerle con cuidado, con mimo, con cariño. Me gustaba Su pene. Era delicioso estar succionando aquel objeto de mi devoción. Babeaba. Él en pie, yo arrodillada lamiendo, lamiendo y chupando, cuando de repente me dijo: -cuidado, los dientes-. Me dio una ligera bofetada y me dijo que le volviese a vestir. Así lo hice, no sin un gesto de extrañeza y contrariedad, pero le obedecí.

¡Ahora enséñame el resto de la casa! -me dijo-.

Le fui enseñando una a una las habitaciones de la casa, el comedor, la cocina, los baños y los dormitorios.

Al llegar al baño, un gesto de desaprobación hizo que frunciese el ceño y ladease la cabeza una y otra vez.

Me condujo a mi habitación y me dijo que iba a ir enseguida a limpiar el baño (el baño estaba limpio, impecable, pero al tener falta de una reforma parecía descuidado).

Me dispuse a limpiarlo, cuando me ordenó que le diese acceso al ordenador, que tenía que resolver unos asuntos.

Se lo di, le conduje al comedor para que estuviese más cómodo, le abrí los accesos, y le dejé allí mientras disponía lo necesario para proceder a la limpieza del baño.

Limpié los azulejos con lejía y productos de olor, recogí los altillos del mueble-espejo y los coloqué en una cestita que puse sobre el armario del baño. Recoloqué los botes que había en los bordes de la bañera en sus lugares correspondientes, y volví a pasar limpiador sobre los sanitarios.

Una vez bien limpio todo, fregué el suelo con agua y limpiador, secándolo bien, comprobando que todo estuviese en su lugar y recolocando toallas limpias en su toallero.

Pensaba durante todo el proceso que mi Amo-dulce se había convertido en un Amo-cabrón y lo que quería era humillarme, cuando a mí las humillaciones no me seducían lo más mínimo.

Me lavé la cara, las axilas y noté que necesitaba orinar de nuevo, le pedí permiso a Mi Amo y me lo concedió, limpiándome posteriormente con cuidado, tal y como era mi tónica habitual, y más al estar cerca de Mi Amo, por si deseaba usarme en cualquier momento.

Volví a comprobar que estuviese todo en perfecto estado de revista y avisé a Mi Amo.

Él cerró el portátil, inspeccionó el trabajo y me dijo: -vámonos a dormir ya, esclava-.

Hizo que le volviese a desnudar sin quitarle el calzoncillo, eligió lado de la cama, y se metió. Yo me metí desnuda a orden suya.

Su proximidad, el olor que desprendía, su calidez, hicieron que me sintiese llena, llena de cariño, sin temor y con mis ilusiones cubiertas.

Le deseaba, se lo había dicho en multitud de ocasiones antes de conocernos, pero en ese momento sí era tangible, sí era real.

Me dormí apoyando mi cabeza en su pecho, oyendo su respiración y rozando el vello de su piel con mis mejillas. Me sentía en el paraíso.

Desperté temprano, Él estaba dormido y me preparé un café, tomé una taza. Me lavé la cara y me aseé un poco. Empecé a preparar un zumo de naranja natural para cuando Él despertase, así como el pan para las tostadas. Bajé del armario la tostadora, que no solía utilizar habitualmente e hice una primera pasada para comprobar su funcionamiento. Funcionaba correctamente.

Él me llamó, me dijo que si tenía apetito que desayunase en la entrada del dormitorio, bajo el dintel de la puerta, y de rodillas. Así lo hice, preparé la tostada con aceite y sal, el café, me serví el zumo de naranja y lo llevé a la habitación. Me lo tomé a la entrada de la habitación, de rodillas, tal como Él me había indicado.

Mientras recogía la cocina, Él se vistió y se dispuso a salir de casa para hacer algo de deporte, ataviado con ropa ligera para tal efecto. Me dijo que me pusiese el camisón. Yo llevaba todavía el collar, que no me había quitado en toda la noche.

Antes de salir de casa, me indicó que limpiase el comedor, que terminase de recoger la cocina y airease el dormitorio.

Hice lo que me ordenó y nada más terminar, vino Él. Venía cansado y sudado de la carrera, y me dijo: -esclava, báñame-.

Le ayudé a desvestirse, a quitarse el calzado, a doblar sus calcetines, que los requería de una manera especial y le seguí al baño.

Allí me iba diciendo los pasos a seguir, la forma en la que quería que le bañase, la cantidad de champú, la cantidad y el tipo de enjuagues, la presión y la temperatura del agua. El jabón para utilizar en su cuerpo. La fuerza y dirección del lavado, los primeros pasos y los sucesivos. El tipo de secado, por dónde empezar y por dónde seguir. Todo.

Me sentía torpe, y más cuando pensaba en la próxima vez, en si me acordaría de todo.

Quería ser perfecta para Él, pero estaba muy lejos de comprender, de la perfección.

Pensaba en mi pobre Amo, en su dedicación a mí, en los desvelos que le daría, en si sería capaz, pensaba en tantas cosas, que a veces, sin que Él se diese cuenta, se me nublaban los ojos de lágrimas. Quería ser digna de Él.

Le veía tan arriba, que una mirada suya parecía capaz de hacer temblar los pilares del cielo.

Le sequé tal y como me decía, desde mi posición de sumisa, desde mi posición de su esclava, desde abajo, pero también me incorporaba para hacerlo más efectivo, para hacerlo rápido y que no pasase frío.

Me cogió la cabeza y la atrajo hacia su entrepierna, diciéndome: -chúpala-.

Sabía a jabón, era desagradable sentir el jabón en la boca y se lo dije. Me dijo entonces que se la enjuagase correctamente, que después volvería a chupársela. Y así fue. Se la volví a lamer, y ésta vez con mucho deleite, estando perfectamente limpia. Disfrutó mucho, no tardó en tener su orgasmo e inundarme de su semen, esta vez por todo el cuerpo.

No me permitió acercarme a Él para seguir tocándole, rozándole, o acariciándole. Sólo deseaba que anduviese de rodillas, que le lamiese los pies, que le suplicase favores.

Yo no entendía su cambio de actitud. Yo era la misma persona. Él parecía otro. Empecé a sospechar sobre un transtorno bipolar de su personalidad. Empezó a hablarme de las excelencias de otras sumisas, de mis defectos como tal, y lo que en un principio prometía como un fin de semana de ensueño fue transformándose en una auténtica pesadilla.

Me habló de nuevo de un personaje especial, de su director espiritual, me hablaba de él a todas horas como si fuese la persona a la que debía contarle todos sus actos para ser o no reprendido. Tales comentarios me hicieron sumir en un mar de dudas. Él me dijo que me quería poner a prueba, pero la prueba fue demasiado dura y cruel moralmente, y no la quise superar. No a cualquier precio.

El resto del día dejamos de comportarnos como Amo/sumisa y mantuvimos conversaciones intrascendentes, fuimos a comer y dimos un hermoso paseo por los alrededores de la población.

Habíamos quedado dos días antes en que yo le acompañaría el domingo a su domicilio, pero decidí que lo mejor para los dos era que Él se fuese solo, en el tren. Así que le acompañé hasta la estación, y sin esperar su convoy me alejé con tristeza.

Anoche decidí dejarle definitivamente. No nos volveríamos a ver más.

Le dije que me dejase marchar, y me respondió en lugar de “buenas noches esclava”, simplemente un remarcado: -“pues…muy buenas noches”-. A sabiendas de que la omisión de la palabra significaba el desamparo y el desahucio.

No siempre todas las historias tienen un final feliz, pero mientras tenga fuerzas para vivirlas, podré darme por satisfecha.