El viajante
Un hombre sumido en la vorágine del consumismo busca como llenar su profundo vacío... "aumentaba el mover de mis caderas haciendo que mi ojete se ajustara a las formas del falo que dejaba entrar y salir de mí a voluntad, contoneando mis nalgas en un movimiento circular con cada profunda penetración"
Armand acariciaba con una mano mi entrepierna, y con la otra mi espalda hasta llegar a mi cuello. Dejé caer hacia atrás mi cabeza que descansaba completamente sobre la palma acogedora de la mano de aquel hombre, y mi cuello quedaba por completo expuesto al roce de sus labios, que se limitaban a unas caricias que no llegaban a ser besos. Nunca un hombre había despertado en mí tales emociones, y jamás pensé que podría soportarlas. En un arrebato lo abracé para forzar un beso, ese que tanto deseaba, pero él se escabulló incomprensiblemente de entre mis brazos y fui a dar al suelo provocando la carcajada general de todos cuantos estaban esa noche en la posada, y yo, que absurdamente había creído que nadie nos prestaba atención. Volví a sentarme y busqué a Armand con la mirada. Lo encontré sonriente a un lado de una puerta al fondo del salón. De un salto y a los tumbos por la embriaguez, me abrí paso entre los campesinos que olían a sudor, pero un sudor como jamás sentí, un sudor cuyo aroma me emborrachaba más que la cerveza, ¿y es que tanto había bebido? No lo recordaba siquiera...
Armand salió por aquella puerta del fondo, y yo tras él. Miré a todos lados, mas no lo hallaba, vi al hombre moverse a campo traviesa. Lo seguí. Comenzaba a llover mientras yo gritaba desesperado su nombre. Los pajonales me cerraban el paso acrecentando mi incertidumbre. Caía y volvía a caer, pero al levantarme lo veía escabullirse. Una vez más, mi cara y el suelo ya fangoso se encontraron, la lluvia se hacía más fuerte y los truenos y relámpagos surcaban el cielo encapotado. Logré ponerme en pié. Miré sin ver nada. El cielo se iluminó con una serie de rayos estruendosos recortando la silueta de una casona cercana. En ella vi entrar a Armand...
Usted se preguntará cómo llegué a esa situación, pues le diré, y piense lo que quiera...
Iba en viaje de trabajo, como siempre. El trayecto en esa carretera es solitario, como lo son la mayoría de los viajes por caminos rurales de España. Pero andar en un coche moderno como el mío es sumamente confortable, mas solo con mirar a los lados, puedo ver campesinos con vestimentas propias de antaño tras arados a tracción animal, y me siento transportado a otras épocas lejanas en el tiempo donde todo se mueve con la fuerza de la sangre. Las casas construidas en piedra con sus tejados colorados, acentúan la ilusión. Pero regresar al interior de mi Hispano Suiza modelo 1932, recién salido de fábrica, con todos sus adelantos tecnológicos, me devuelve a la realidad de esta vida moderna.
Recorro los pequeños pueblos perdidos en la geografía española, vendiendo artefactos electrodomésticos (hoy, es la novedosa aspiradora la protagonista absoluta) que las señoras pueblerinas, con pretensiones de no serlo, me quitan de las manos por no ser menos que las señoras de ciudad y por alejarse de esa vida casi medieval que denota la rutina campesina que les resulta demasiado cercana.
Así es mi vida, andando y desandando caminos para llenar las casas del hombre medio, el que sigue la corriente de este siglo XX, donde no hay crisis capaz de detener la vorágine consumista, que podrá tambalearse, aquietarse, pero nunca detenerse ni caer. Lleno la casa del hombre medio, decía, con artilugios de comprobable inutilidad, pero que su deseo burgués torna necesidad. Y es justamente allí donde está mi oportunidad y la tomo, de eso parece tratarse el asunto, oportunidades aprovechadas.
Los párpados me pesaban ya, el pueblo al que me dirigía debía aparecer luego de la próxima curva, pero de tan esperada ésta nunca llegaba y la noche era próxima, solo aparecían las visiones de campesinos, bueyes, arados, casas de piedra y tejas, que invariablemente se han repetido desde la edad media. Una tormenta oscura comenzaba a cubrir con su manto el cielo que anochecía. Por fin a la vera del camino pude divisar una posada, al menos pasaría la noche a cubierto y buscaría el condenado pueblo al día siguiente. El tendido eléctrico generalmente no llegaba aún hasta aquellos rincones lejanos, por lo que si durante el día me asaltaban las visiones del medioevo, ahora, sin el menor atisbo de una lámpara de tungsteno, me sentía inmerso en ellas. El lugar estaba repleto. Parecían estar todos los campesinos en harapos que había visto a lo largo de la jornada. La luz de los candiles y los músicos tocando antiguas sonatas, me hacían hundir aún más en la sensación de tiempo desplazado. Me ubiqué cerca de la ventana, ver mi Hispano Suiza desde allí, me devolvía al contacto con realidad. Pedí me dieran a beber mientras esperaba la cena. La cerveza corría como agua que trae el río y pronto me sentí alegremente inmerso en la escena que se montaba: música, cantos, risas y cerveza, mucha cerveza.
Pronto un hombre se acercó a mi mesa. Si bien todos parecían llegados de un tiempo pasado, éste era el que más. No vestía ropas de trabajo como todos, vestía a la moda francesa de hace al menos dos siglos. ¿Estaré en alguna mascarada sin saberlo? ¿Alguna tradición popular? -me preguntaba a mí mismo sin poder acertar una respuesta-
Me llamo Armand -dijo el hombre y se sentó a mi lado-
Manuel, mucho gusto -respondí sin poder ocultar la gracia que me hacían su vestir y sus maneras-
Estás muy alegre Manuel...
Sí, parece que lo estoy -dije en medio de una sonora carcajada-
Siempre se puede estar más alegre aún, o más triste, eso depende -sentenció el extraño posando una mano sobre mi pierna-
A nadie parecía importarle la desfachatez ni el desatino de este hombre que osaba tocarme y hablarme al oído como si intentase seducirme. Tampoco yo di importancia al asunto y lo dejaba hacer entre sorbos de cerveza y risas. Armand se acercaba y me susurraba cosas demasiado impertinentes, cosas que por casi no llegar a oír, pedía me repitiese, y él lo hacía complacido agregando siempre alguna palabra más. Su mano se acercaba a mi entrepierna y la risa no me dejaba actuar. Acarició sobre el pantalón mi polla que comenzaba a ponerse tiesa. Su boca se acercaba a la mía, y me sorprendí intentando robarle un beso, pero él se apartó sonriente.
- Nada de eso aún Manuel... No por ahora...
Cuando estuve en pié, ante el portal de la casona iluminada por múltiples relámpagos, empapado, lleno del barro que las sucesivas caídas me habían dado, y con frío, solo podía pensar en la alegría de encontrar a Armand.
Llamé a la puerta clamando su nombre. Un joven con vestimentas demasiado pasadas de moda, pero con un estilo y maneras muy refinadas, atendió a mi llamado. Balbucí palabras inconexas que incluían a Armand, la tormenta, el Hispano Suiza, la posada y nuevamente Armand, que seguramente volvían incomprensible mi alocución porque el joven nada dijo, solo sonrió y me condujo ante la chimenea en que ardía un fuego reconfortante. Otro joven se aproximó con una manta que puso sobre mis hombros mientras un tercero me traía una bebida caliente. Quien antes me abriera la puerta indicó con un ademán que me sentara en un taburete y comenzó por quitarme el calzado y secar mis pies con delicadeza, los otros dos fueron quitando mis ropas húmedas y secando cada centímetro de mi piel con tierna dedicación. Quedé sobre el taburete desnudo ante las llamas, cubierto solo por la espalda con la manta apoyada en mis hombros. Los tres jóvenes se sentaron en torno a mí mirándome casi embelesados. Sus miradas sonrientes recorrían mi cuerpo provocando un sentir recientemente descubierto con Armand, que por cierto no había visto aún, y por quien no había vuelto a preguntar. Terminé la bebida y uno de mis acompañantes, que supe luego se llamaba Andrés, comenzó a acariciar mis pies y a besarlos, mientras los demás, Carlos y José, quitaron de mí la manta y besaron mis manos reiterada y dulcemente, luego lamieron cada uno de mis dedos e introduciéndolos en sus bocas los llenaron de tibia humedad. Mis pensamientos se disparaban y nuevamente, los dejaba hacer. Andrés separó mis piernas y se sentó entre ellas quedando ante mi falo enhiesto, lo colmó de pequeños besos y lo acarició con su lengua, lamió mis cojones y llenó su boca con ellos. Carlos y José retiraron con cuidado las ropas de Andrés sin que este debiera interrumpir su labor, luego se desvistieron entre ellos. La situación era extraña, me senté directamente sobre la alfombra ante el hogar, José se ubicó tras de mí pudiendo yo apoyar mi espalda en su torso poblado de vellos oscuros, y a la vez, sentir su polla dura contra mí mientras él acariciaba mi pecho. Carlos tomó mi verga con su boca y la ensalivó para luego ayudar a Andrés a montarse en ella. En momentos en que esta orgía se desarrollaba, otros hombres se paseaban, entraban y salían de la estancia, completamente satisfechos de la escena pero sin detenerse en ella, esto, lejos de perturbarme, no hacía más que excitarme aportando mayor morbo a la situación. Andrés cabalgaba salvajemente sobre mi pica llevándome a extremos que nunca antes había vivido, Carlos lubricaba ojete y pija con ríos de saliva que su lengua viciosa otorgaba al acompañar el entrar y salir de mi polla en el apretado culo de Andrés, y José sostenía mi espalda contra su pecho a la vez que me besaba profundamente a cada momento, el sentir su verga dura tras de mí, me hacía desearla irremediablemente. Andrés se retiró de mí y Carlos preparó con su boca y su saliva abundante la verga de José que enorme y surcada por venas se elevaba apetecible. Los jóvenes me ayudaron a ubicar mi ojete inexperto sobre el glande húmedo de José que posó sus manos en mis caderas guiando el ensarte. Por el propio peso de mi cuerpo, la polla descomunal fue abriéndose camino en mi interior provocando oleadas de pacer incontenible. Cuando hube tomado conciencia de estar completamente ensartado a tope, sintiendo mis nalgas sobre la pelvis velluda de José, miré en un rincón de la estancia en que casi a oscuras se veía a Armand sentado en un sillón con su polla dura entre las manos viendo cuanto sucedía. Sentí que debía dedicarle el mejor de los espectáculos y comencé movimientos lentos y sensuales sobre el mástil viril sin apartar la mirada de Armand. La tremenda pija perforaba mi interior, pero solo placer me producía, extasiado me encontraba sabiéndome poseído por este joven de aires antiguos, con la delicadeza de un príncipe y la fuerza y el pecho de un toro bravo. Miraba a Armad mientras aumentaba el mover de mis caderas haciendo que mi ojete se ajustara a las formas del falo que dejaba entrar y salir de mí a voluntad, contoneando mis nalgas en un movimiento circular con cada nueva y profunda penetración. Sintiéndome una perra, y al mismo tiempo muy macho, aceleré el ritmo, y al ver que Armand se venía desbordando sus manos de blanco y espeso semen, comencé a eyacular con erráticos trallazos que terminaban en mí, Andrés, Carlos o el suelo. Erupciones ardientes llenaron también mis entrañas. Nos tendimos, sudorosos y empapados de nuestros propios jugos, sobre la alfombra al calor del hogar. No sé cuanto duró nuestro acto de sexo y pasión, pero pareció tan extenso como una vida, una formidable vida. Armand abandonó el sillón y desapareció por una puerta al extremo de la sala. Afuera aún llovía a mares. Me dormí profundamente entre el abrazo juvenil de mis tres compañeros.
La tibieza del sol matinal entrando por una ventana algo pequeña, me despertó. Desconocí la cama y la habitación en que me encontraba, como habitualmente me sucedía estando de viaje. Tenía la polla dura como cada mañana. Palpé mi ojete pensando que encontraría el vacío de un hueco enorme, pero estaba tan apretado como siempre. Salí del cuarto y una serie de corredores me llevaron a la recepción. La luz de tungsteno de múltiples bombillas eléctricas brillaba sobre mí, las miré extrañado.
¿Hay electricidad? -pregunté con incredulidad a pesar de estar viéndolo con mis propios ojos-
Sí, una cuadrilla de mantenimiento reparó la avería apenas pasada la tormenta -respondió un señor de pobladas cejas tras el mostrador-
Creí que en estos parajes no había electricidad...
¡Pues no sé por qué coño siempre llegan los señoritos de ciudad creyendo que vivimos en la edad de piedra! ¡Joder, también aquí estamos en 1932!
Pagué la cuenta extrañado, no lograba discernir entre sueño y realidad. Pero a las claras recordaba la borrachera... No había demasiado por debatir en mi conciencia.
Retomé el camino en mi coche. A unos escasos cientos de metros pude ver, no lejos de la carretera, la vieja casona. No era más que una ruina. Pensé en detenerme, pero la urgencia por recuperar el tiempo perdido me hizo continuar. Pronto hallé la curva y el pueblo. Vendí cuanto pude y proseguí con la ruta prevista.
Tras volver a la ciudad, mis noches se vieron plagadas de sueños en los que buscaba a Armand, y mis días se volvieron una sucesión de ansiedades que el médico dictaminó eran enfermedad de los nervios recomendando descanso. Cómo descansar si debía vender, cómo descansar si no hacía más que recorrer los caminos intentando volver a encontrar la casona o al menos la posada pretendiendo una respuesta y éstos la negaban eternamente. Los caminos andados no permitían mi descanso, y la respuesta nunca hallada no dejaba lugar al abandono de la búsqueda, solo acrecentaba la premura por ella.
El tiempo fue pasando y con él, poco a poco, me fui acostumbrando a mi desesperación, a mis ansiedades, a mi vacío. Seguía buscando pero ya sin esperanzas.
Una tarde, en que ya casi anochecía, sobre la carretera desolada el cielo se encapotaba en una tormenta amenazante. Kilómetro a kilómetro los nubarrones se hacían más espesos y oscuros. Los relámpagos iluminaban cielo y tierra con furor. Las nubes desprendieron una torrencial lluvia, y, a un lado del camino pude distinguir la débil iluminación de una posada, mas continué la marcha unos cientos de metros hasta divisar la casona que esplendorosa se erguía entre los rayos y truenos. Descendí del coche y corrí hasta el portal. Llamé y abrieron. Pregunté por Armand.
- Acaba de salir -respondió desde un rincón de la sala Andrés- Pasa, te quitaremos la humedad.
Me sentí por fin en casa, con deseos de descansar. Una vez seco me tumbé para una siesta que me pareció de años durmiendo. Desperté oyendo el errático movimiento del péndulo de un reloj, y luego golpes en la puerta y un hombre que gritaba desde fuera palabras inconexas. Quise saber que hora era, pero la esfera del reloj marcaba una tiempo indescifrable, creí que aún soñaba. Alguien abrió la puerta al que llamaba, un joven vestido de manera extraña y con un calzado por demás colorido. Fue recibido amablemente y conducido ante el fuego de la chimenea mientras éste deliraba intentando explicar algo sobre un "móvil sin cobertura", cosa nadie entendió ni hacía falta, solo le sonreían. Trajeron manta y bebida caliente, lo desvistieron y secaron. Un hombre se sentó a mi lado, le pregunté por Armand.
Jamás volvió -respondió-. Si no lo hace, y éste joven vuelve por su propia voluntad, como tú lo has hecho, quizás yo, que soy el siguiente tras Armand, pueda trasponer.
¿Trasponer? ¿Trasponer qué?
Los confines de la casa... Ir más allá de estas paredes.
Salté del sillón en que descansaba y corrí hacia la puerta de entrada, al abrirla no veía el Hispano Suiza, ni los pajonales, tampoco charcos lodosos, menos aún suelo sosteniendo la casa, solo lluvia iluminada por relámpagos incesantes. Lo supe entonces, ya no abandonaría la casa, el mundo conocido por mí seguramente ahora no existía. Y la sonería del reloj tocó la incontable hora de la eternidad.
JAVIER.
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