El VI Mandamiento

Cuando abría los ojos, veía mi rostro reflejado en el cristal del vagón y me sostenía la mirada a mí misma. En el reflejo de mi rostro pude ver mi excitación en mis propios ojos, mis gestos más incontrolables, aquellos que no puedes controlar y que delatan tu placer.

Deje atrás el fresco del granito y el mármol de la recepción, fuera en la calle, el contraste del aire caliente de una mañana en la que aún no hacía el calor sofocante del verano profundo, pero ya anunciaba un día de altas temperaturas. La ventaja de vivir en una ciudad costera y tener el mar a pocos metros del centro de trabajo, me permitía disfrutar de vez en cuando de una ligera brisa marina que en los días como hoy suavizaba la sensación de calor, tanto el de la calle como el mío interno, por qué negarlo, iba cachonda. La escena de la biblioteca había trastocado mis planes, mis pezones estaban duros como piedras y la sensación de humedad entre mis piernas me indicaban que aquel no era el día propicio para bucear entre papeles e historias de la reconversión industrial.

En la calle, los sonidos de la ciudad me devolvieron poco a poco la lucidez y la percepción de lo que me rodeaba, aun así mi mente seguía jugando conmigo, la cordura me traicionaba y las escenas de la biblioteca se repetían una y otra vez en mi cabeza, escenas que me cosquilleaban todo el cuerpo y me impedían pensar de forma clara, por lo que me senté en uno de los bancos del parque a observar la coreografía de transeúntes y automóviles interpretando escenas de la vida urbana de cualquier ciudad española.

Aquella era una de las calles más caóticas de una ciudad que de por sí ya lo es, coches en doble fila y furgonetas de reparto entorpeciendo el tráfico, gente entrando y saliendo de los pequeños comercios y cafeterías, todo ello entre dos centros universitarios y naves industriales que eran los últimos restos de una industria pesquera, que en tiempos había sido uno de los motores de la ciudad.

Mientras observaba aquel caos, me percaté de que aquella calle donde había pasado prácticamente los últimos veinte años de mi vida, no había cambiado mucho, ni siquiera la gente; las señoras seguían pareciendo señoras, lo señores parecían señores, y los jóvenes, solo habían cambiado en su forma de vestir, en mi época, en los 80, prácticamente todo valía a la hora de vestir, un día llevábamos hombreras soñando en ser como Melanie Griffith en Armas de mujer y al día siguiente una chupa de cuero, medias y minifalda a lo de Debbie Harry, eso se había perdido, hoy en día, la forma de vestir se marcaba a golpe de Instagram, dejando de ser algo aspiracional o rebelde para convertirse algo puramente estético. Quizás los jóvenes sean más inteligentes que nuestra generación, al fin y al cabo, Melanie se tuvo que follar a Harrison Ford para triunfar, eso sin tener en cuenta que, en la vida real, posiblemente hubiese tenido que hacérselo con el viejo millonario.

Varios grupos de estudiantes charlaban delante de la puerta de la Escuela mientras apuraban sus cigarros, podía oír como debatían de los últimos acontecimientos políticos. Un sentimiento de culpa cruzó por mi mente, la conversación de aquellos chicos me recordó el motivo por el que había venido, avanzar en el estudio en el que llevaba más de dos años trabajando. Poco me duró, seguramente mi estudio no iba a cambiar el mundo que no estaba dispuesto a cambiar, así que un día más de retraso no tendría más consecuencia que algún remordimiento y sentimiento de autoculpabilidad dentro de unos días.

  • ¿Dónde estás?

  • Tomando un vinillo con Rocío.

Bea siempre contestaba al instante mis mensajes, era la más ociosa de todas y siempre estaba dispuesta a salir de casa cuando la llamaba.

  • ¿Donde siempre?

Tres emojis de copas completaban un ¿te vienes? que acabó por convencerme que aquel día no estaba hecho para perderse entre viejos documentos, así que me levanté y me dirigí hacía el coche.

La caravana de coches avanzaba a paso lento por la avenida de Beiramar, una de las principales arterias de la ciudad que bordea el puerto pesquero con sus imponentes barcos de pesca y una de las pocas rectas llanas de la ciudad. Aunque me gustaba el profundo olor a salitre que venía del puerto, el sol empezaba a apretar más y el calor se iba apoderando de mi viejo coche, así que subí las ventanillas y puse el aire acondicionado justo cuando el primer semáforo cambiaba a rojo. Una ligera corriente de aire frio rebotó en mis mejillas mientras me miraba en el espejo retrovisor, mis ojos negros tenía un brillo especial, desprendían una mezcla entre excitación a la vez que cierto toque de vergüenza y culpabilidad.

La sensación de calor iba en aumento, empezaba a sentir como alguna gota de sudor bajaba por mi espalda, así que subí y regulé el aire acondicionado, en seguida una corriente de aire frío envolvió mis tobillos, al sentir aquella placentera sensación de frescor, me recliné en el asiento esperando que el semáforo volviese a ponerse en verde.

El zumbido del móvil avisándome de que un mensaje había llegado, me distrajo de mis pensamientos.

  • Como tardes mucho, te hare responsable del puntillo de vino que me estoy cogiendo.

Acompañando al mensaje una foto de dos copas de un fresco vino dorado, en la mesa de la terraza, acompañadas de un “QUE CALOR”.

Conocía a Bea hacía más de 35 años, éramos amigas desde el colegio con todo lo que ese tiempo de amistad supone alegrías, tristezas, confesiones. Juntas vivimos nuestros primeros enamoramientos y roturas matrimoniales, aun así, no estaba muy segura de contarle la aventura que acaba acababa de vivir, no tenía ganas de que me tomase por una mirona.

Curiosamente, había sido Bea la que primera que me habló de la masturbación, una tarde de verano cuando teníamos 14 años, entre asustada y curiosa, me contó que había sentido algo extraño la noche anterior cuando se tocaba y no sabía por qué, pero cuando lo hacía le gustaba, no teníamos claro ni el concepto del placer, y afortunadamente tampoco el del pecado, aquello fue algo natural.

Los rayos de sol brillaban con intensidad sobre el rojo capó del coche que tenía delante, claramente el calor al otro lado de la ventanilla empezaba a ser sofocante, por las aceras los transeúntes aprovechaban cualquier sombra, pocas ya que casi todas las construcciones eran naves industriales rectangulares y compactas sin apenas salientes que produjeran la más mínima sombra.

Mientras contemplaba el reflejo de los rayos del sol de mediodía en las carrocerías de los coches, note el aire frío en mis pies colándose por mis zapatos y llegando a mis tobillos. Instintivamente giré dos puntos más la ruedecilla del aire acondicionado, al momento, la corriente se hizo más potente, sentí como subía desde mis tobillos para seguir después por mis piernas hasta llegar al interior de mis muslos, aquella primera ráfaga de aire frío me provocó un repentino escalofrío y me erizó los pelos de la nuca.

Según dicen el frío y la libido no parecen llevarse muy bien, pero aquel aire gélido al llegar al fondo de mis muslos, y a la aún húmeda tela de mis bragas, hizo que esta se pegase a mis labios vaginales. Por un momento cerré los ojos para sentirlo mejor, el aire frío contrastaba con el calor que desprendía el tapizado del coche sobre mi espalda y en mi trasero, dejándome llevar por aquella sensación, abrí las piernas de la tal forma que mis muslos formaron un cañón que guiaba la corriente directamente hacia mi sexo y se colaba entre los minúsculos agujeros de la tela y entre mis muslos para terminar en mi cintura.

Mi cerebro respondía a ese juego de contrastes, haciendo que sintiese calor en vez de frío cada vez que subía la intensidad y la corriente acariciaba mi sexo, cuando eso pasaba cerraba los ojos buscando prolongar al máximo aquella sensación. Mi melena entre mi nuca y el reposa cabezas se humedecía cada vez más, a la vez que mis pezones como por propia iniciativa buscaban el roce contra el encaje de mi sostén. Una furtiva gota de sudor comenzó un descenso zigzagueante por mí espalda, por momentos intentaba visualizar su recorrido como frenaba y aceleraba colándose entre las vértebras de mi columna, sintiendo como se deslizaba hasta llegar a la zona lumbar donde aceleró su descenso para finalmente colarse entre un hueco entre mi cintura y el vestido.

Sin pensarlo volví a abrir ligeramente las piernas, para sentir de nuevo el gélido aire subiendo por mis piernas y llegando al interior de mis muslos. Mi mano jugaba con la rueda de la intensidad del aire, alternando una suave brisa con intensas ráfagas que provocaban que mi piel se me erizara a su paso, a su vez la ligera de la tela de la falda de mi vestido acariciaba con su vuelo mis piernas, era una sensación extraña, aquel aire frío estaba calentándome más de lo que ya estaba, y por un momento deseé que aquel semáforo no cambiase de color.

Con 19 años descubrí la masturbación sin tocarme, y como todo lo importante en esta vida, fue de casualidad, en aquella época los domingos a última hora de la tarde tomaba el tren que me llevaba a Santiago, la ciudad donde estudiaba, y también todos los domingos, Fernando mi futuro exmarido y yo aprovechábamos hasta el último minuto en la estación de tren para magrearnos, en una época en que no existía Whatsapp ni redes sociales una semana podía ser una eternidad. Era invierno, Fernando llevaba una de aquellas cazadoras de aviador Chevignon de piel envejecida y de cintura alta, por un momento volví a sentir el clásico cuello de borrego de aquellas cazadoras acariciando mi mejilla, y sus manos intentando colarse por mi cintura para llegar a mi sujetador, el muy cabrón tenía una especial habilidad para conseguirlo, pero sobre todo lo que me volvía loca, era la delicadeza de sus dedos sobre mis adolescentes pezones, cuando me tocaban eran capaces de hacer que me rindiese sin importarme lo más mínimo que nos viesen, aun así el pitido anunciando la inminente salida del tren me hizo reaccionar, así que saque su brazo de mi pecho, y mientras le besaba, apreté con fuerza su miembro con mi mano despidiéndome con un “nos vemos el viernes”.

El tren estaba casi vacío, en mi vagón apenas iban unas diez personas casi todos estudiantes como yo y alguno con aspecto de funcionario que posiblemente trabajase en Santiago. Era de esos trenes sin compartimentos con asientos movibles, formando grupos de 4 o dos personas. Al sentarme, mis pezones aún estaban duros, tan duros que notaba el roce de la tela de mi camisa sobre ellos entre el encaje del sujetador. Las puertas del vagón se cerraron y poco a poco empezó su lento movimiento de arranque, empezando su recorrido y dejando atrás los últimos edificios de la ciudad para dejar paso a la costa entrecortada de la Ría visible durante gran parte del trayecto.

Cuando el tren empezó a coger velocidad el suave balanceo se hizo constante, siempre fui de sueño fácil, así que ese balanceo siempre conseguía que cerrase los ojos y comenzase un placentero sueño hasta llegar a mí destino. Después de varios años viajes había descubierto cual era, para mí, la mejor postura para dormir en aquellos incómodos asientos, me ponía de lado y juntando las piernas formaba una ese con mi cuerpo cuando dejábamos atrás los últimos tramos de la costa mis los ojos empezaban a cerrarse.

Pero aquel día estaba especialmente excitada, y mis pezones con cada imprevisto movimiento del tren, rozaban la tela de la camisa y los sentía cada vez más duros. Estaba incómoda, pero a la vez tremendamente excitada, cada vez esperaba con más impaciencia algún movimiento del tren que me permitiese sentir de nuevo aquel roce brusco y suave a la vez.

Primero lentamente y después con más intensidad oía como las primeras gotas de lluvia rebotaban en la ventana del tren, sin abrir los ojos me acurruqué aún más en mi asiento. Al hacerlo la costura de mis flamantes Levis blancos se me pegó a la vulva, y sentí como un escalofrío subía desde mi entrepierna por mi espalda hasta llegas a mi nuca, sin pensarlo repetí la acción otra vez: ese leve pero intenso placer recorrió mí cuerpo.

Abrí los ojos, por el reflejo del cristal pude ver que el resto de los pasajeros de aquel vagón estaba cada cual a lo suyo: unos repasando apuntes, otros leyendo un libro, dos filas de asientos por delante de mí una chica con ropas y peinado a lo Siouxsie and the Banshees movía su cabeza al ritmo de lo que parecia el Dear Prudence de la misma Siouxie y que salía de sus walkmans. Así que volví a apretar mis piernas, esta vez más consciente repitiéndolo una y otra vez, notando como la tela de mis vaqueros se ceñía cada vez más a mi sexo y como mis braguitas cada vez más húmedas se iban introduciendo cada vez más entre mis labios vaginales.

Cruce una de mis piernas sobre la otra de tal forma que su peso ejerció más presión sobre mi entrepierna y tensó todavía más las costuras. Con mucho cuidado comencé a deslizarme hacia delante y atrás sobre el asiento, notaba como la presión de mis braguitas iba abriendo poco a poco mi vagina y el roce de las irregularidades del encaje empezaban a hacer más sensible la zona, a su vez la costura del vaquero presionaba ligeramente mi clítoris. Aquello era una sensación completamente nueva para mí, las sensaciones no eran las mismas que cuando me acariciaba con mis dedos en la oscuridad de mi cuarto, era un placer más suave, lento, pero no por ello menos excitante-

Fui acompasando mis movimientos a los balanceos del tren, movía mi pelvis sobre el asiento dibujando las curvas y las rectas de las vías, a veces, cuando abría los ojos, veía mi rostro reflejado en el cristal del vagón y me sostenía la mirada a mí misma. En el reflejo de mi rostro pude ver mi excitación en mis propios ojos, mis gestos más incontrolables, aquellos que no puedes controlar y que delatan tu placer.

En una de esas ocasiones, el tren entró con velocidad en una curva muy cerrada, el vagón se balanceo con mayor intensidad su bruscos movimientos hizo que la tela de mi pantalón se tensará aún más ejerciendo mayor presión y roce sobre mi vulva, cada balanceo era un espasmo de placer hasta llegar al final de la curva y con el último balanceo del tren buscando su equilibrio en la recta llegue al orgasmo entre breves pero intensas descargas de placer arqueando ligeramente mi cuerpo con mucho disimulo.

Hoy me sentía un poco como aquel domingo, incómoda, pero a la vez tremendamente excitada mientras la caravana de coches seguía su lento avance. Una vez más puse el aire acondicionado a la máxima potencia, pero esta vez lo dirigí hacia mi rostro, dejando que aquella corriente de aire casi helado me ayudase a salir del sugerente estado de excitación en que había caído.

En el coche de al lado un tipo vestido con una camisa blanca y una corbata de color azul ceñida hasta la nuez, gesticulaba y movía los brazos mientras hablaba por el móvil intuí que su nivel de enfado por el atasco estaba al nivel de mi calentura, estaba claro que no se lo había pasado tan bien como yo. Pero su desgracia no acabó ahí, cuando la caravana de coches llego a la lonja una gaviota le dejo un recuerdo en su deslumbrante carrocería. No pude reprimir una carcajada y pensar que el VI mandamiento nos obliga a respetar nuestros cuerpos y qué mejor forma de respetarlos que disfrutar de ellos, de lo contrario Dios hubiese apuntado hacia mí.

Continuará

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