El Verano

Un frio verano.

El Verano

Yo me llamo Teodoro. A diferencia de otros lugares, aquí durante todo el verano, llueve. He sabido de otros lugares donde suele suceder lo mismo, pero aquí, el verano se parece mucho más al frío invierno navideño que al caluroso verano boreal o a la humedad de los parajes selváticos. Aun así las vacaciones de verano que para muchos son tediosas y lóbregas, encerrados dentro del prefabricado confort de sus casas, las paso en las azoteas y las calles.

Todos los años las lluvias suelen anunciarse a fin de año con las migración de forma sufrida por algunos insectos que colorean primero con tonos pálidos e imperceptibles todo el paisaje quizá para mantenerse desapercibidos y a buen recaudo de predadores, y semanas más tarde dan en todos los parques la impresión de un otoño raro pues los capullos vacíos van cayendo a tierra como si fueran hojas secas. Yo también me encierro en mi propio capullo las primeras semanas preparando mis incursiones entre las callejas empedradas y resbalosas debido al agua de lluvia. Al comenzar el año la ciudad ya es un desierto solo visitado de vez en cuando por las amas de casa saliendo a aprovisionarse y por arriesgados mendigos y vendedores ambulantes. De las amas de casa no tengo mucho para contarles. Todas siempre andan muy de prisa y muy preocupadas, nunca tienen tiempo para conversar a no ser por teléfono y cuando las saludas o voltean groseras el rostro o, todavía más groseras si se puede, se hacen las desentendidas.

Los ambulantes en general todo el año son una raza rarísima. Se cuelan anónimamente en todo sitio como si fuesen vecinos cualesquiera sin ninguna señal que los pueda distinguir del resto de mortales. Es más, algún otro a obtenido de la manera más dudosa un trabajito módico en cierto lugar y lo ostenta como su gran triunfo. Comen, duermen y se emborrachan en lugares tan comunes hasta el punto de ser sospechosos. Su verdadero arte es vender. Agujas, colecciones de hilos, herramientas y enseres de ferretería, pasadores para todo tipo de calzado, golosinas, plásticos, ropa de primera segunda y tercera. En fin, todo lo que puedas imaginar, alguno de ellos lo puede conseguir. Durante nuestros rarísimos veranos estos misántropos se pelean por apostarse a buen recaudo de la lluvia en las puertas de iglesias y centros comerciales, debajo de los escasos aleros o en carpas de plástico improvisadas para dejar resbalar a la lluvia por sus cuerpos y salen a vender por las calles anunciándose con un ropaje de lo más barroco y con el sonido de sus monedas guardadas en algún cofrecito a modo de sonaja. Nunca demuestres mucho interés por alguna mercancía porque terminarás porque terminarás pagando cinco o seis veces el valor real o te perseguirán varias cuadras hasta que compres o en todo caso seas vapuleado con lo más obsceno de su lenguaje porque eres un miserable.

Ah, casi lo olvido. Los mendigos. Una población de lo más agradecida y hospitalaria, llena de bendiciones en sus labios dependiendo del tamaño de la moneda que tengas. Miento. No todos somos así. Lucho por ejemplo no mendiga, pero siempre le llueven monedas. Camina encorvado con un cigarro entre lo dedos a punto de acabarse. Una vez lo vi con un cigarrillo casi integro. Lo partió en dos para no perder status. Habla por los codos, por los poros, por los intersticios de las manos. Conversa con todos, con el taxista estacionado en su paradero para tomar alguna carrera, con el panadero, el bizcochero de la uuuuuu ubérrima, el tendero y el librero. Este último a veces nos bota a patadas cansado de que lo importunemos.

Yo también sé ser librero. Saco de mi escaso tesoro unos cuantos libros y los tiendo en la esquina de la plaza sobre periódicos nuevos para no estropearlos. Las hojas de los periódicos de ediciones pasadas llenas de ácaros los libros. Claro, esto es cuando no hay lluvia. En temporada de lluvia prefiero caminar por la ciudad, buscando vendedores potenciales. Todos tienen en casa algún trasto viejo, lleno de óxido y de recuerdos. Aquí la gente es muy apegada a su pasado personal como en ninguna otra parte. He llegado a pensar mucho sobre ese trato fetiche de las cosas viejas. Almacenan en los rincones de sus casas, debajo de las gradas, en los pequeños intersticios y en las anegadas azoteas criaturas amorfas e inservibles llenadas al mejor estilo de los bucaneros con marcas y señas de un lenguaje colosal. Dicen no darse cuenta de cuan bonito era ese macetero o lo útil de esa otra lavadora si la arreglaran y la pintaran un poquito. Eso dicen. La verdad es que sólo quieren subir unos soles el precio.

  • Señora, entienda. Nadie le va a dar más de unas monedas por ese fregadero todo roto.

  • ¿Ud. cree? Si esta tan bien conservado. Me lo regaló mi marido que en paz descanse cuando cumplimos cinco años de casados.

Me pregunto donde lavaba antes la señora. Cinco años para conseguir un lavabo. Aunque con el juego de ollas de primer aniversario, la licuadora del segundo y las demás chucherías, debió tener una buena dote la señora.

  • Le doy por todo esto cinco billetes.

  • ¡Nada más? ¿Y todo el resto?

  • Eso es basura, señora. Más trabajo voy a tener para deshacerme de todo eso. A mi me queda lejos el botadero.

Hace una mueca de desilusión y fastidio. Quizá pensaba hacer el mercado vendiendo sus trastos viejos, o vivir hasta que salga la resolución para poder cobrar la pensión de su marido. Mi prima Soledad trabaja de asistenta social. Ella me contó como estas pobres señoras hacen de todo para poder sobrevivir a la burocracia encargada de entrampar los pagos estatales. La estrategia es según parece dejarlas un tiempo sin dinero para ver como se las arreglan y si sobreviven. La mayoría para desgracia del estado, tiene la casa llena de recuerdos y baratijas y las van vendiendo poco a poco para poder sobrevivir. Otras, por supuesto, se ponen a trabajar en una u otra cosa. La mayoría en trabajos informales porque cuando el estado las pesca en algún trabajo les reduce los beneficios recibidos por parte del occiso.

  • Esta bien señora. Tome esto más.

  • Gracias joven.

  • Sabe? Ud. me cayó bien. Solo por eso le voy a enseñar un secreto.

  • ¿Sí?

  • Sí. Mire. ¿Ve este perchero? Mírelo bien. Un alambre graciosamente doblado. Ahora dóblelo así, asá. Una vuelta más. Mmm. Ya. Tarán. Tiene un bonito adorno de mesa. Ahora lo puede vender a alguna amiga o conocida como toda una obra de arte. Tenga. Tome. Se lo regalo.

  • Gracias joven.

  • No, no. Nada de besos. Déjeme le digo. Ya bueno, está bien. Solo un besito.

  • Perdone, joven. Es que me emocione mucho.

  • No tiene porque disculparse.

  • No quiere tomarse una tazita de café. No tengo mucha azúcar pero el agua está recién hervida y el café es de anteayer nomás.

  • No señora. Gracias pero se me esta haciendo tarde y tengo que irme ya o sino no llego hasta mi casa.

Estas excusas son mentiras y se me nota por todos sitios. Nunca he podido ser un buen mentiroso. La miro bien. A pesar de sus cincuenta años no aparenta más de cuarenta. Subir y bajar los tres pisos de su casa la mantienen joven. Parece no haber tenido hijos, los cachivaches lo confirman. Me siento mal por despreciarle la tazita de café. Con el frío de este verano en particular me caería muy bien. Aunque sé que es una trampa, me gustaría arriesgarme. Luego podría tener una cena gratis y hasta un techo fuera de rutina esta noche. Un cuerpo cálido a pesar del otoño después de tanto tiempo. Pero no. Soy un profesional como todos los de mi ramo y debo amarrarme bien el pantalón a mitad del culo para parecer menos caballero de lo que en realidad soy. Es medio de un largo silencio le digo otra vez, no. Cargo con una parte de los trastos, los más valiosos para mí y me voy sin voltear atrás. Adivino que me debe de estar siguiendo con la mirada desde el zaguán de su casa mientras doblo la esquina. Tengo a veces ganas de regresar. De abrazarlas con mi muñón izquierdo mientras con mi mano investigo más allá de su talle. Ha pasado tanto tiempo.

Si fumo todavía, después de tanto años, no es porque me sobre el tiempo y el dinero como a Lucho. A él solo le sobra el tiempo, pero eso ya es mucho. Si fumo es porque me dan lástima esas pobres señoras que se aprovisionan para el frío verano como hormigas ciegas mientras nosotros nos pasamos los dos meses de sol que hay en estos lares rascándonos la panza y coqueteando con la ingenuidad de jovencitas disfrazados de doctores, profesores o empresarios llenos de carros y colonia. Por otra parte, si fumo es por hacerle compañía los lunes a Lucho y visitar al viejo librero de la calle Ahumada, revolviendo sus estantes y robando alguna colección de bolsillo para acrecentar mi pequeño tesoro heredado de Rebeca y de su esposo junto con esta casa donde me encierro todos los fines de año a transformarme ajando mis camisas y pantalones, enmugreciendo mi barba y mis cabellos, descuidando mis uñas y mi aliento hasta volverlo todo verde y pastoso como el pantano escondido en medio del bosque en los cerros del sur, más allá de los arenales.

En las noches de todo el año duermo, no mucho, se hace lo humanamente posible. En la madrugada, cuando ya no puedo cazar otra vez el sueño, fabrico con lo que puedo complicadas obras de arte para venderlos como adornos para la casa en la esquina de Revolución y Santa Fé entre lluvia y lluvia.