El vecino de la puerta dieciséis

Donde sigo enseñando mis cositas a quien las quiera mirar... ahora con permiso de mi novio.

El vecino de la puerta dieciséis

Este es mi quinto relato. Voy tomando confianza y cada vez me resulta más fácil contaros mis cosas. Seguís enviándome e-mails. Ya pasan de doscientos. No puedo contestarlos todos. Necesitaría el día entero y yo estudio, escribo, tengo pareja –hoy os hablaré de Antonio-, salgo por ahí, voy a bailar, juego tenis, hago excursiones…Es imposible contestaros. Solo he respondido a tres e-mails porque me hicieron gracia y picaron mi curiosidad. Incluso he salido con quien escribió uno de los tres – le enseñé todo lo que quiso ver, le dejé que me toqueteara un poco e incluso le toqueteé yo-, pero esa historia os la contaré otro día. En cuanto a los demás, daos aquí por contestados. Y, si me permitís un comentario, os diré que muchos de vosotros no sabéis tratar a las chicas. ¿Cómo se os ocurre decir –y habéis sido lo menos cien- eso de "Me ha gustado tu relato. Mándame una foto tuya y, si es desnuda, mejor"? Pero chicos… ¡Una tiene su corazoncito y no es esclava de nadie! ¿Alguien me ha enviado una foto suya, desnudo o vestido? ¿Por qué tengo que hacerlo yo? ¿Porque sois hombres? ¡Espabilad, que estamos en el siglo XXI! Las chicas, aparte de tener tetas y coño, también tenemos sesos y los utilizamos, aunque haya quien piense que no. O esos otros e-mails que dicen "No sé quién, te invita a usar el Messenger…" ¿Y tengo que hacerlo porque sí, sin que me hayáis escrito una sola palabra? ¡Por favor! Putita, contesta, que el señor se ha dignado incluirte en sus contactos… Esa no es forma. A las chicas nos gusta que nos mimen, que nos digan cosas bonitas, que nos regalen los oídos. Que nos hagáis reír. Ya nos hacéis llorar bastante luego.

Me he alargado y además de la peor forma: poniendo faltas y buenas a los demás. Asunto acabado. Vamos al relato:

Salgo con Antonio. Sigo viviendo con mis padres, pero paso el tiempo en el apartamento que Antonio comparte con su amigo Enrique. Me enrollé con Antonio porque tenemos los mismos gustos. Sabe de cine antiguo. Un día comentábamos, en el bar de la Facultad, esa película de Marilyn Monroe en que ella se planta encima de una corriente de aire que sale de un sótano, que le levanta la falda y le refresca los bajos. Antonio comentó que aquella escena, que tuvo que repetirse un montón de veces en las calles de Nueva York con gran contento de los mirones, impulso a Arthur Miller, que era el marido de Marilyn, a divorciarse. Al tipo se le comieron los celos. No aguantó que tanta gente mirara con hambre el trasero de su chica.

Oí a Antonio sin escucharle demasiado hasta que aseguró que Arthur Miller era un verdadero gilipollas, ya que no hay sensación más excitante que comprobar como la Humanidad entera desea darle un buen repaso a tu pareja. Se me encendieron lucecitas de colores. Quienes habéis leído relatos míos, ya sabéis de qué pie cojeo. Si no los habéis leído, os informo de inmediato: me encanta que me miren los tíos, exhibirme, encelarlos. Me pone a mil.

Ahuequé el escote para ofrecer a Antonio una vista panorámica de mis pechos, pezones incluidos, y le pregunté como quien no quiere la cosa:"¿A ti te gustaría que miraran a tu chica?". "Disfrutaría si lo hicieran" aseguró él sin perderse detalle de mis tetitas.

A los cuatro días justos éramos pareja. Antonio es el chico que me conviene. Le vuelve loco que el personal se desoje mirándome. Ni hecho de encargo. Contar con él me ofrece nuevas y excitantes posibilidades. Y las he –las hemos- aprovechado. Vaya que sí.

No creáis que no lo puse a prueba. Fue con Enrique, su compañero de piso. El mismo día en que me lo presentó, estábamos los tres en la salita de su apartamento y yo me senté frente a Enrique y, como al descuido, abrí las piernas. Llevaba la falda por encima de las rodillas. Soy experta en exhibirme y lo hice a conciencia, por más que disimulara mi intención. Enrique se puso a tartamudear. No podía apartar la mirada de mis braguitas blancas –me gusta llevarlas blancas, así destacan más-. Miré a Antonio. Parecía no haberse dado cuenta de nada. Abrí los muslos más y sonreí a mi chico. Ahora sí se percató de la jugada. Se pasó la lengua por los labios y se puso a hablar y hablar mirando a Enrique, y Enrique me miraba a mí –si mirarme a mí es mirar mis braguitas-, y yo miraba a Antonio, y era como si corriera electricidad entre los tres, como si saltaran chispas entre nosotros. Estuvimos así un buen rato. Me sentía mojada, incluso pensé que Enrique se daría cuenta de que tenía las braguitas empapadas. La idea me excitó todavía más. Empecé a removerme en el silloncito, cuidando, eso sí, de no juntar las piernas ni un milímetro. Fue Antonio el primero que se rindió. No pudo soportar la excitación. Se puso en pie y, sin decir palabra, me estiró del brazo, me arrastró a su dormitorio, me quitó las braguitas y me la metió hasta el fondo. Cosa de poco tiempo, porque se corrió en un plisplás. Yo seguía caliente. "¿Te parece que ahora le enseñe a Enrique el coño sin braguitas ni nada?"."Ya estás tardando". Chicos así me interesan. Si no existiera habría que inventarlos.

Me lavé un poco y guardé las braguitas en el bolso. Me senté frente a Enrique que fingía leer. Vísceras y menudillos emprendían aventuradas excursiones por los caminillos de mi cuerpo. Sentía el estómago en la garganta, el corazón en las sienes y los pulmones no sé donde, porque no podía respirar. Abrí las piernas, le hice un gesto a mi chico y aguardé a que la mirada de Enrique se me metiera en la vagina. Desilusión. No lo hizo. Miró, pero solo un poco. Ni siquiera tartamudeó. A poco comprendí. Soy morena y tengo el negro el vello del pubis. El negro no destacaba bajo la falda. Decidí enmendar el yerro.

Ya en casa de mis padres, me hice con un espejo, una jofaina con agua, unas tijeras, jabón de espuma y una maquinilla de afeitar. Me quité la falda –las braguitas no había llegado a ponérmelas-, me senté en el borde de la cama frente a la ventana y - tris tras- empecé a cortarme los pelillos del monte de Venus. A poco olfateé –esas cosas se huelen- al vecino de la puerta dieciséis que, como de costumbre, me espiaba mientras se masturbaba creyendo que yo no me daba cuenta de que estaba mirándome. Llevo años poniéndolo a mil. Me he acostumbrado a él. Si no me mirara, me faltaría algo. Me abrí de patas y seguí a lo mío. Me enjaboné el chochito –y hay que reconocer que me dio un gusto muy mayor- y comencé a rasurarme. Afeitarse ahí produce una extraña sensación. Es como volver a ser niña. Una deja de tener coño y vuelve a tener patatita, que es como lo llamaba mi tata cuando me bañaba. Tenía la zona del pubis como la nieve. Ahora sí que destacaría bajo la falda aunque hubiera poca luz. Acabé la faena y empecé a tocarme. Y entonces, por primera vez en cinco años, el vecino de la puerta dieciséis se dejó ver. Apartó la cortina y se dejó ver con su cosa en la mano, dale que te pego. Fue un momento de cristal. Seguí a lo mío –calentona que soy- y él, gordo, viejo, patético, con cincuenta y tantos años a cuestas, siguió a los suyo, seis metros de patio de luces entre los dos, acomodando ambos el ritmo de la masturbación, yo casi descoyuntándome los muslos porque quería enseñárselo todo, él demostrando que no le hacía falta la viagra teniéndome a mi en la ventana de enfrente, los dos llevados y traídos por el ritmo frenético de nuestra manos ocupadas en el lugar más sensible y receptivo del propio cuerpo. Mentiría si dijera que nos corrimos a la vez. Él lo hizo antes, pero yo no tardé demasiado. Cuando acabó la cosa, él, sin decir palabra, abandonó la ventana. Yo hice lo propio. Llevé los trastos de afeitar al cuarto de baño y fui donde mis padres a ver la tele un rato. No sé como papá y mamá no me notaron la cara de gusto.

Al día siguiente salí de casa para ir a la Facultad y cuando iba a tomar el ascensor, apareció el vecino. "Ay, Nieves, que esto se complica" me dije. Entró conmigo en la cabina y empezó a balbucear que estaba loco por mí y que no podía dormir pensando en mi cuerpo serrano. Le dejé hablar, pero cuando quiso tocarme le dije que de eso nada, que estaba dispuesta a gritar y a armar un escándalo. Puso una cara de tanta pena que pulsé el botón de parada, me desabroché la camisa, le enseñé los pechos y luego volví a darle marcha al ascensor. No sabéis como disfruto por ser tan puta como soy. Veintipoquitos años llevando del pico a un cincuentón. De poco me corro, sin tocarme ni nada.

Le conté mi aventura a Antonio, claro. El, entonces, dio una vuelta más de tuerca. "¿Masturbarías a tu vecino?" No supe que contestarle. Ni siquiera me lo había planteado. "Me gustaría que lo hicieras y yo os miraría". Muy fuerte ¿no? Me quedé en blanco. Luego, al pensarlo más despacio, la puta que hay en mí me susurró al oído: "¿Y por qué no?".

Masturbé al vecino dos días después, aprovechando que su mujer había salido y mis padres también. Antonio se apostó en mi cuarto que, por una vez, iba a convertirse de objeto de observación en observatorio. Yo pasé a la vivienda dieciséis –algo le había adelantado por la mañana, cuando coincidimos de nuevo en el ascensor y yo volví a abrirme la camisa- y pasamos al despacho de frente a mi habitación, patio de luces en medio. Expuse al vecino las condiciones: Nada de tocarme. Mirarme sí, pero si me ponía la mano encima armaría el escándalo. Dijo que sí a todo. Me abrí la camisa –no he entendido nunca por qué tienen tanto éxito los pechos que no dejan de ser montoncitos de grasa- y le abarqué el paquete por sobre los pantalones. ¡Ole mi chico calvo y cincuentón! Iba bien provisto el tío. Bajé las cremallera de la bragueta y saqué un pollón grande y gordo veteado de venas. "¿Has soñado muchas noches con esto, verdad?" ronroneé. El ni podía hablar, solo asintió en silencio. "Pues aquí me tienes, mironcete". Le fui dando al manubrio y no sé qué me calentaba más, si tener una polla en la mano –que, cuando se tiene al alcance esa hermosura, una olvida si su dueño es joven o viejo- o saber que Antonio estaba mirando y disfrutando de lo que veía. "Sácale gusto que esto no se va volver a repetir" advertí a mi vecino. El cerró los ojos, pero volvió a abrirlos de inmediato para mirarme los pezones que, sin tocarlos ni nada, crecían y se ponían duros a la carrera. No es que haya hecho muchas pajas a los tíos en esta vida, pero no sé, para esas cosas una nace enseñada. Basta con asir con suave firmeza el tronco caliente y palpitante e irle dando marcha arriba y abajo, ahora te veo la cabeza coloradota, ahora no te la veo, ahora te la vuelvo a ver, y Antonio que estaría a lo suyo y nosotros a lo nuestro y los tres formando grupo por más que estuviéramos separados. Muy fuerte ¿no?

Cuando el vecino empezó a gemir, aceleré el ritmo y noté como la polla se iba hinchando e hinchando y se hacía casi el doble antes de tener un último como espasmo y llenarme de leche la falda, que hay que ver el calentón que llevaba el vecino, que se salió como un puchero cuando el agua rompe a hervir. No perdí el tiempo. Me despedí cortésmente, volví a mi casa y aun tuve tiempo de darle una buena chupada a Antonio y de correrme yo, que el tambor también es tropa, como decía mi padre.

Una verdadera gozada, os lo juro. Y lo mejor del caso es que Enrique todavía no me había visto el coñito afeitado. Eso os lo contaré el próximo día, como también os contaré como me fue con mi lector favorito, ese que, como mucho de vosotros, me envió un e-mail, solo que con él salí y me entró también entre las piernas con el permiso de Antonio, claro está, que yo soy chica fiel donde las haya. ¿Prometéis leerme cuando siga con mi historia? Gracias, chicos. Sois sensacionales.