El vecinito

El hijo del herrero se había convertido en todo un hércules cuando lo descubrí podando la palmera con sus shorts sobre los ojos chispeantes de mi esposa.

EL VECINITO

Mi mujer y yo llevábamos más de un mes sin hacer el amor. Y era por mi culpa. Estaba lánguido y apático y, simplemente, no me apetecía.

Un día llegué una hora antes que de costumbre y quise sorprenderla. Me acerqué por detrás de la casa para pillarla en la cocina donde supuse que estaría. Pero, antes de doblar la esquina, oí la voz varonil y profunda de un hombre que decía:

-Esta palmera no la han podado nunca, ¿verdad?

Me asomé, extrañado, y pude ver al hijo del vecino subido a una larga escalera, cortando las hojas muertas de nuestra palmera, y, al pie de la escalera, sujetándola, estaba mi mujer, mirando hacia el podador.

Me llamó la atención el chaval. Había crecido mucho y se había convertido en todo un machote. Tenía un cuerpo muy musculoso; toda su infancia ayudando en la herrería de su padre le había hecho su efecto. No llevaba camiseta y, bajo un sudor brillante, se le veían los pectorales cubiertos de un fino vello negro. Sólo vestía unos vaqueros rotos y cortados a la altura de las ingles, muy provocativos.

Mi mujer llevaba una de sus batas de andar por casa, con amplio escote que dejaba al aire su jugoso canalillo y parte de las mollas de sus grandes tetas. El vecino miraba hacia mi mujer y observé un brillo delator en su mirada: no cabía duda de que le miraba las tetas.

Mi impulso fue presentarme y cortar la situación, pero cierta curiosidad morbosa me hizo permanecer escondido y alerta. Me acerqué un poco más, amparado tras la enorme dama de noche. Desde allí podía ver con claridad las piernas fuertes del chaval, muy velludas para su edad, y con muslos anchos como los de un futbolista. Hablaba con mi mujer mientras cortaba la hojarasca, y ella no le quitaba ojo. ¿Qué miraría con tanto afán? Aguzando la vista, descubrí el motivo de su fija mirada.

Por un pernil del corto pantalón le asomaba un largo, peludo y gordísimo huevo. Desde luego, debía admitir que aquel huevo al aire era como para quedarse embobado. Y la muy perra de mi mujer, creyéndose sola en la casa, lo miraba extasiada en vez de apartar la mirada como haría cualquier mujer decente.

El vecino detuvo un momento su tarea y, entre jadeos, fijó su mirada en el generoso escote que tenía debajo y dijo:

-Esto está más duro de lo que parece. Y se rascó el huevo saliente con todo descaro. Noté que mi mujer se ponía roja pues, justo al lado del testículo glorioso, empezaba a asomar una redondez brillante y sonrosada como una ciruela... ¡le asomaba también el glande!

Pero qué cara más dura la del vecino... ¡empalmarse delante de mi mujer! Claro que, creyéndose los dos solos, no sé si yo no habría hecho lo mismo en semejante situación.

En mí luchaban dos fuertes sentimientos: el de los celos y, debo admitir, una gran excitación no sentida hasta entonces que me mantenía allí agazapado con el aliento entrecortado. Aquella verga enorme y gorda que se notaba claramente tras la tela del vaquero me producía una atracción insospechada y, después de un mes de abstinencia, mi pene empezaba por fin a empalmarse.

El tío sudaba y resoplaba como un condenado y empezó a descender los peldaños de las escaleras. Al bajar, el pernil se le abría cada vez más, mostrando aquel ingente aparato. Mi mujer no dejaba de mirarlo. Cuando estuvo en tierra firme se plantó delante de mi esposa, jadeando aún por el esfuerzo, serrucho en mano. Ella dijo:

-¿Quieres una cervecita fresquita? Y su voz sonó temblorosa, como llena de culpabilidad.

Entraron por la puerta de la cocina y ella cerró tras de sí. Yo me quedé en la calle, preguntándome qué pasaría a continuación.

Di la vuelta a la casa y me asomé con cuidado por la ventana del salón. Allí no estaban, pero en seguida los vi venir por el pasillo. Ella iba delante, meneando las caderas, y detrás él, mirándole el culo, con su enorme bulto saliéndole del pantalón. No tenían vergüenza, pero me daba igual. Desde mi escondite me toqué la polla que me empujaba el pantalón.

Se sentaron uno frente al otro; no sé de qué hablarían, pero él se tocaba el aparato con una mano mientras con la otra bebía cerveza. Y se puso de pie. Se acercó a ella, poniéndole el paquete a la altura de la cara y le pasó la mano por la mejilla.

Entonces –no lo podía creer- ella le agarró el mástil morcillón y se introdujo el glande en la boca. Él suspiraba y miraba al techo. Luego se la sacó de la boca y, con un rápido gesto, se desabotonó el short. No llevaba slip, claro, y se los quitó en un segundo. Tenía un cuerpo atlético y perfecto, como un tarzán, pero cubierto de pelo como un gorila. Ahora su polla se erguía como un chorizo de cantimpalo. Agarró la mano de ella y la levantó, y ambos desaparecieron por el pasillo. No me cabía duda de que iban al dormitorio. Allí no podía espiarlos, y mi estado necesitaba de más estímulo.

Dejé pasar un minuto y, sin pensármelo dos veces, introduje mi llave en la cerradura y abrí la puerta sin el menor ruido. Me quité los zapatos y me acerqué como un gato al dormitorio. La puerta estaba entornada. Desde allí vi un cuadro que me estremeció.

Frente a mí se presentaba el peludo culo hermoso del vecino, abierto de par en par y, bajo él, la boca de mi mujer que le pasaba la lengua por el orificio como una serpiente mojada. La cabeza de él se hundía entre las piernas de mi esposa, y ambos se agitaban como epilépticos. Aquel culo esplendoroso, abierto de par en par, me causó un temblor en todo el cuerpo, y mi glande empezó a derramar el brillante líquido que precede a una gran eyaculación.

Con cuidado, me saqué el pene de su prisión y empecé a masajeármelo con lentitud, tapando y destapando el capullo con suavidad. Debía aguantar la respiración para no ser descubierto.

En ese momento ambos se incorporaron. Él la puso a cuatro patas con la cabeza hacia la puerta, donde yo me hallaba, y vi cómo de un golpe seco se la insertó en el chocho como un perro. Aquel pollón –muy superior al mío en todos los sentidos- hacía que mi mujer se relamiera los labios, poniendo los ojos en blanco. Y yo, lejos de sentir dolor o celos, me retorcía de gusto detrás de la puerta. Tanto estaba disfrutando, que se me dobló un tobillo y, ¡zas!, caí hacia delante sobre la hoja entornada de la puerta la cual, con fuerte estrépito, quedó plenamente abierta como si fuera el telón que inicia el acto final de la tragedia. ¿Tendría un final feliz?

Y allí estábamos los tres. Mi mujer como una perra empalada viva, el vecino en pelotas con cara de gusto, y yo, de pie con la polla tiesa.

Por un momento se hizo un silencio sepulcral. Ellos quedaron inmóviles, con cara de quien no puede contener el orgasmo. Yo, frente a ellos, con el pene enhiesto en la mano.

Creí que debía ser yo el que rompiera aquel silencio. Y dije:

-Por favor, no os corteis, no pasa nada, continuad.

Pero ella quiso zafarse, muerta de vergüenza. Entonces él se lo impidió, cogiéndola por los hombros y clavándole el miembro hasta los cojones.

Yo me acerqué a la boca de mi mujer y se la metí todo lo que pude. Ella se volvió como loca y me la absorbía con rapidez, y pude adivinar que se estaba corriendo. Pero el vecino seguía empujando y me clavó los ojos mientras se le dibujaba una media sonrisa.

Mi esposa siempre disfrutaba de dos o más orgasmos seguidos, y seguía moviendo el culo sobre el descomunal miembro de aquel semental. Gritaba como nunca yo la había oído antes.

Se la saqué de la boca porque, aunque me sentía a punto de explotar, no deseaba acabar tan pronto con aquella situación maravillosa. Me coloqué detrás del follador para observar aquellas nalgas poderosas, velludas, que se agitaban como flanes tras cada embestida. Tanto me gustaba verlas que, sin darme cuenta, alargué una mano y acaricié una de ellas.

Él se volvió, me miró sonriente por un momento y continuó su trabajo de metesaca. Yo tampoco me corté y, llevado como de un éxtasis, apreté aquellas dos masas carnosas, las sopesé, las exprimí y, luego, acercando mi cara, comencé a besarlas. Me volví como loco. Olían a sudor y a otra cosa más fuerte y picante, un olor a sexo puro que me embargaba.

Con ambas manos entreabrí aquellos dos volúmenes y descubrí un orificio apretado y rodeado de pelos negros, un ojete perfecto que me dispuse a saborear. Lo acaricié con mi lengua y al momento él soltó un gemido profundo.

-¡Oh, sí! –decía, y su culo se apretó contra mi cara, a la vez que por delante su verga se hundía en la gruta mojada de mi esposa.

Tuve que dejar de tocarme el miembro pues, de seguir haciéndolo me hubiese corrido en el acto, y aún quería más emociones.

Los separé a los dos, tan bruscamente que el coño de ella quedó abierto como un pozo negro. Me quité los pantalones, observando lo bien hecho que estaba aquel hombre, cómo bajo su pérgola tiesa colgaban dos huevazos como dos brevas maduras. Entonces tomé yo el lugar que él tenía y penetré a mi mujer, mostrando mi culo entreabierto al lujurioso invitado. Y ni corto ni perezoso empezó a pasarme un dedo por la raja, parándose en el agujero que, por entonces, estaba tan lubricado como un pozo de aceite.

Lentamente me introdujo un dedo y, con mi propio movimiento, se me clavó hasta el anillo –un sello de oro grandísimo. Aquello me trastornó y dupliqué las embestidas contra las compuertas de mi esposa, la cual gritaba cada vez más fuerte. Y el muchacho, que se había quedado a medias, colocó su níspero a las puertas de mi ano, que goteaba de placer, y yo mismo, con mi retroceso, me lo tragué hasta la mitad. Él suspiró de gusto. Notaba aquel instrumento ardiente invadiéndome las entrañas. Pero eso no era nada.

De un golpe brutal, me agarró de la cintura y se clavó entre mis nalgas, golpeándolas con sus dos cojones, que eran tan enormes que me azotaron como látigos.

Así estuvimos unos minutos; yo metiendo y sacando en la vulva candente de mi esposa, mientras que con cada sacada, la herramienta gigantesca del vecino se me clavaba en lo más hondo de mi ser. Los tres gemíamos embargados de locura.

-¡Me corro! –dijo ella.

-¡Y yo! –dijo él. Y al notar aquel calor, como de lava ardiente, eyaculé intensamente con fuerza insospechada en el interior de mi mujer, quien gritaba y se movía hacia delante y hacia atrás. Luego, quedamos los tres inmóviles, exhaustos; nadie se atrevió a decir palabra.

Pero nos separamos y, con prisa vergonzosa, los tres nos vestimos. Sin tan siquiera un suspiro, él se dirigió a la puerta y sólo dijo:

-Adiós. Y se marchó.

Mi mujer y yo nos quedamos mirándonos con cara de placer. Ella bajó los ojos. Yo le cogí la barbilla y la besé en los labios. Ambos habíamos descubierto que aún podíamos conocernos mejor.

-Habrá que terminar esa palmera -dije yo.