El Vampiro Psíquico
Cada verso es un infierno, cada palabra es una lengua de fuego, las llamas del infierno arden ferozmente... ¡y purifican!
Apenas había cumplido los quince años y ya había intentado suicidarse más veces de las que podía contar con los dedos. No obstante, Santiago suponía que en el fondo el chico no quería morirse. Es decir: había métodos mucho más efectivos y rápidos que el meterse un par de pastillitas en la boca, cerrar los ojos, y esperar abrirlos el día del juicio final, cuando personas como ellos serían condenados a perecer en el infierno eternamente por desobedecer las leyes de Dios más que las de la naturaleza. Y no es que eso fuera a importarle demasiado.
Ariel era todo un enigma y Santiago sólo podía compararlo con las ecuaciones logarítmicas que tenía que resolver en las clases de matemáticas. Eran difíciles, intrincadas, atractivas e indescifrables. Nunca pasaban desapercibidas aunque lo desearan. Algunos las amaban, otros, las detestaban con todo el corazón. Pero para todos resultaban complicadas y hasta los más hábiles en el laberíntico arte de las ciencias exactas estaban felices de deshacerse de ellas.
Ariel le preocupaba. Santiago sabía que sus padres no querían internarlo en una clínica psiquiátrica y odió a Gustavo el día que, subrepticiamente, escribió en un papelito «para que metan al poseído en el loquero» cuando la profesora de catequesis les pidió que hicieran sus intenciones para que las leyeran en la misa. Ese día, como muchos otros, Ariel estaba ausente y no pudo escuchar las risas de sus compañeros de clase cuando la chica que leía los papelitos comprendió que aquella petición era algo mucho peor que una broma. Por un fatídico instante Santiago temió que el odioso ruego de Gustavo se hiciese realidad... pero entonces recordó que estaban en la iglesia y que nada de eso tenía sentido.
Todos sabían que Ariel sufría de enfermedades mentales, pero no que hubiese intentado matarse. Santiago, al ser el mejor amigo de Gustavo, podía estar al tanto de las noticias con respecto al «poseído». Ariel tenía quince años, varios intentos de suicidio encima, muchas visiones en los ojos, varios trastornos en la cabeza y un piercing en el ombligo.
«No le basta con hacerse el que ve duendecitos cogiendo arriba del piano... ahora se quiere hacer trolo», había dicho Gustavo, furioso, después de que su madre saliera de la casa de la mano con el «poseído», rumbo al local de tatoo y body piercing. Santiago había otorgado esa rabieta a que los padres le habían negado la petición de agujerearse la ceja. Gustavo se había humillado, había limpiado su habitación de toda la mugre y la pornografía de la que antes tanto se había enorgullecido, había jurado por todos los dioses posibles que no volvería a fumar marihuana... pero nada. Los padres permanecieron bajo aquella negativa absoluta. ¡Y ahora dejaban que a Ariel le pusieran un aro en la panza, un lugar donde ningún hombre en su sano juicio heterosexual elegiría que le pusieran uno...!
Bueno, en aquel entonces a Santiago le importaba muy poco que Ariel quisiera agujerearse el ombligo o agujerearse lo que fuera, eso era cierto. Pero la imagen del rubio adolescente de trece años levantándose la remerita para mostrar, muy feliz y orgulloso, la piedra azul que brillaba ahí, rodeada por un sendero de pelusitas muy claras, coronando, muy vanidoso, ese hueco de pálida y tibia carne... esa imagen había quedado sujetada en sus pupilas con unos clavos muy parecidas a las que llevaba Cristo en sus muñecas en la foto de la habitación de Ariel...
-¿Te dolió? -le preguntó Santiago. El rubio, Ariel, o simplemente «el poseído», había soltado la remera y Santiago había tenido que apartar la mirada obligatoriamente.
-Me mareé un poquito.
Entonces Gustavo le había tironeado del piercing y Ariel había gritado. Santiago parpadeó, y Ariel ya se había encerrado en su dormitorio y lloraba como una magdalena.
-Ari, ¿me abrís? -Santiago se quedó mudo, jamás lo había llamado «Ari».
-¡No! -gritó Ariel, desde allí adentro. Santiago intentó girar el picaporte, pero la puerta estaba con llave.
-Dejálo, che... vamos a jugar a la play -interrumpió Gustavo-. Me compré el Devil May Cry edición especial, podés jugar con Dante y con Vergil...
-¡Boludo! ¿Cómo le vas a tirar del piercing? ¿Sos pelotudo o qué carajo tenés?
-Daale, Santi, dejálo...
-¡Dejálo las pelotas! -replicó Santiago-. ¡Ariel, abríme la puerta!
Entonces una cabecita muy pálida y muy rubia se había asomado por el resquicio de la puerta y los ojos habían mirado con creciente furia y dolor.
-¿Estás bien? -susurró Santiago. La cabecita se meneó hacia los lados. «Más o menos», dijeron los ojos. La boca permaneció muda-. ¿Me dejás pasar? -la cabeza dijo que sí, pero los ojos dijeron que no estaban seguros. La boca no dijo nada y Santiago decidió hacerle caso a la cabeza. Entró al dormitorio y cerró la puerta y escuchó la voz de Gustavo diciendo «pelotudos».
Fue cuando Ariel se sentó sobre la cama cuando Santiago se dio cuenta de que se había sacado la remera. Era muy delgado, como bien lo dibujaban las prendas un poco ajustadas que solía llevar y a Santiago le sorprendió la palidez y la evidente carencia de vello excepto alrededor del ombligo, dónde sólo había unas meras hebras muy cortas y muy doradas. No tenía el abdomen formado como los chicos de los videos que Santiago solía bajarse del Ares, pero igualmente se le antojó un cuerpo bastante deseable, por su tierna belleza y su incuestionable inmadurez.
-¿Te duele? -le preguntó, frunciendo el ceño, mirando hacia el piercing, y por un momento no supo si lo que miraba era el piercing o los ojos de Ariel, confundiéndose los destellos del brillante de la joya con las lágrimas que aún le inundaban el rostro.
-Un poco...
Santiago se sentó a su lado en la cama y cayó en la cuenta de que nunca había estado en la habitación de Ariel. Se sentía como violando un santuario privado. Ariel tenía una computadora que Santiago identificó como la que estaba en el cuarto de Gustavo hacía poco más de un año. No tenía impresora, pero sí un escáner y Santiago recordó aquel día ya lejano en que, para quedar bien con la mamá de los chicos, le había preguntado cómo estaba Ariel. «Bien; dibujando», había sido la escueta respuesta. Ariel tenía una estantería llena de libros y Santiago pudo identificar una biblia sobre la mesita de luz. Entonces vio las demás cosas que había sobre la mesita de luz y no sólo allí, sino en el escritorio, en la mesa de la pc, en los estantes... había velas, blancas y negras, imágenes religiosas, cruces invertidas y... Santiago pudo estar seguro de que eso que estaba en la repisa más alta era un cáliz. Él sabía que Ariel tenía gustos algo raros en cuanto a la música (podía pasarse horas escuchando los compacts truchados de unos pianistas de nombres impronunciables), pero nunca se había imaginado que el chico tuviese tal gusto por lo oculto y lo oscuro. Ese descubrimiento le emocionó:
-¿Qué sabés de eso? -le preguntó, señalándole una reproducción casera del símbolo de Baphomet hecho con marcador negro sobre una hoja de computadora.
-Se usa en rituales satanistas, ¿por?
-Por nada. Curiosidad. No sabía que te gustaran estas cosas -Ariel se encogió de hombros.
-¿A vos también...?
-Un poquito.
-¿Vos lo viste, no? -dijo Ariel, agachando la cabeza-. Yo no le hice nada a mi hermano y él se la agarró conmigo porque a él no le quieren dar la plata para hacerse el piercing...
-Sí... bueno, si te lo ponés a pensar tiene un poco de lógica que esté caliente. Pero eso no justifica lo que te hizo.
Después de un par de minutos de tímido e incómodo silencio, Santiago se levantó de la cama.
-Gracias -le dijeron la boca y los ojos de Ariel. El rubio tenía algo en la mano, una velita blanca en forma de rosa, y se la estaba ofreciendo. Santiago la tomó-. Por preocuparte por mí -Santiago se acercó a él y, sin pensarlo (porque si lo hubiera pensado tal vez no lo habría hecho), le dio un beso en la mejilla y le dijo al oído-: me gusta como te queda el piercing.
Después de aquel día, que Santiago solía relacionar como el comienzo de algo que no sabía identificar como un sueño o una pesadilla, se habían sucedido, como quien no quiere la cosa, pequeños hechos que bien podían ser calificados como raros o extraños. A veces Santiago iba a la casa de los hermanos para estudiar o jugar partidos de Mortal Kombat Armageddon. Ariel no participaba de los juegos, pero se quedaba sentado prudentemente alejado de ambos muchachos, sólo contemplando con atención.
-¿Querés jugar, Ari? -le dijo Santiago la primera vez que el rubio se había tirado en el sofá del living.
-No, gracias, Santi. Estoy mirando.
Santiago no solía jugar al Mortal Kombat excepcionalmente bien, pero acostumbraba ganarle a Gustavo las primeras partidas. Esa noche no ganó ni una y no supo a ciencia cierta si la culpa era suya o de Ariel, que se había quedado dormido en el sofá. Su remera se había ido desplazando lentamente hacia un costado y al final de la tarde el piercing brillaba, descubierto, reflejando las luces del televisor.
Cuando Santiago entró en el CBC (de la carrera de medicina veterinaria: biología, química y física) Ariel le había preguntado si le seguía gustando el Mortal Kombat.
-¿Por qué? -replicó Santiago, sonriéndole. Ariel se había terminado su vaso de jugo de un sólo sorbo, se encogió de hombros y respondió:
-Por nada -entonces salió de la cocina y se encerró en su cuarto. Gustavo no había llegado del gimnasio. A Santiago le bastaban los entrenamientos de tae-kwon-do y fútbol, por lo que al gimnasio sólo iba una vez por semana y sólo para hacer máquinas. Ariel ya tenía quince años y seguía teniendo cuerpo de niño. Estaba más alto y un poco bronceado por el sol de Córdoba y se había cambiado el sencillo piercing de la bolita por una flor de loto. A Gustavo, que ya tenía su aro en la ceja, le había importado un comino.
Santiago se acercó al dormitorio y se sorprendió al ver que no estaba con llave. Lo interpretó como una invitación, al modo de Ariel. Giró el picaporte. El chico estaba acostado en la cama, dándole la espalda. Un triángulo de piel desnuda se asomaba entre las mechas rubias que ya le acariciaban los hombros. Santiago se acercó y se sentó, sin decir nada.
-No me mostraste el piercing.
-Ya lo viste: es el mismo que tenía la chica de la heladería, pero en celeste.
-¿No querés que lo vea...? -preguntó Santiago, dándole un apretón en la cadera. Ariel se giró sobre la cama y lo miró a los ojos por unos breves instantes. Le sonrió. Santiago le devolvió la sonrisa y le acercó la mano al vientre. Lo acarició así, por encima de la remera y al ver que Ariel no se oponía se atrevió a levantársela él mismo. Era negra con inscripciones rojas y tenía el escote en forma de v. El aro resplandecía casi tanto como los ojos de Ariel. Era de un color turquesa muy profundo y estaba formado por un brillante grande, en el centro, y diminutas piedritas repartidas por los pétalos. Santiago lo recorrió con el pulgar con delicadeza y vio algo que antes no había visto: una cicatriz chiquita, apenas un óvalo donde la piel era más lisa y más suave, como la de las vacunas de la BCG.
-Es un lunar que me operaron cuando tenía once -explicó el rubio, y esa voz a Santiago le llegó muy lejana, como si le estuviese hablando desde el otro lado de un tubo de cartulina.
-Ah...
-Y ésta es la de la apendicitis -susurró, deslizando apenas el elástico del bóxer y lo único a lo que Santiago le prestó atención fue a los vellos castaños que se escabullían bajo la tela.
-Me gustás mucho, ¿sabías? -y eso fue lo único que le dijo. Se inclinó y le dio un beso muy suave, sólo apoyando los labios. Ariel no le respondió y cuando Santiago abrió los ojos se encontró con dos brillantes azules que le miraban, atentos-. Perdón -farfulló, apartándose. Entonces Ariel soltó una risita aguda y le tiró del brazo, tomándolo por sorpresa. Santiago se cayó encima suyo y Ariel lo rodeó con los brazos. Se quedaron así varios instantes, sólo aguardando a que el otro diera el próximo paso. Le recorrió con los dedos las cicatrices del abdomen, tal vez acariciándolas, tal vez para arrancarlas de ese cuerpo y metérselas en la boca y saborearlas con la lengua.
-No sabía que tuvieras tanta fuerza.
-Lo mantengo en secreto.
-¿Te gustan los chicos...?
-Otro de mis secretos.
Santiago se sentó a horcajadas sobre él y se lanzó a su cuello, y Ariel se lo ofreció gustoso, ahora cerrando los ojos. Abrió la boca y devoró esa piel suave y encontró el tumultuoso latir del corazón justo en un recoveco muy cálido y muy tierno. Jugó a morderlo y Ariel se estremeció y a Santiago le costó darse cuenta de que eso que paseaba su espalda bajo la camisa eran las manos de Ariel, húmedas y calientes. Un escalofrío le subió por el espinazo cuando un dedo se atrevió a recorrerlo en toda su longitud.
-Te mentí, Santi... -murmuró Ariel, con una voz que fingía muy bien la pena-. Mi hermano no va a venir hasta tarde. Salió con Mayra.
-Entonces, apurémonos.
-Mngh... ¿por?
-Conozco a Mayra; cuando se de cuenta de que tu hermano se la quiere llevar al telo en la primera cita, lo va a mandar a la mierda en silla de ruedas.
-Uhhh... -Ariel se escabulló por entre sus brazos y se bajó de la cama. Muy despacio, como si fuese en una película en cámara lenta, fue sacando de los cajones de la cómoda un encendedor, y varias velas negras. Un aroma muy dulce y a la vez penetrante le llegó a la nariz a Santiago y vio que Ariel había prendido varias barritas de incienso. Cuando encendió las velas y apagó la luz, la habitación quedó iluminada sólo por un resplandor muy tenue y las sombras bailoteaban en las paredes, a la par de las temblorosas llamas. Ariel se paró junto a la cama y se quitó la remera. Su pecho quedó transformado en una criatura nocturna de oro-. Pobre Gustavo... mirá lo que son las cosas. Yo voy a tener polvo y él no -Santiago, preso del asombro por las palabras, tardó en darse cuenta de que lo que Ariel miraba era la foto de su hermano que estaba sobre la mesita de luz. Era una fotografía de la primera comunión-. Gustavo el santo, Gustavo el mártir... ¿le prendo fuego? -dijo Ariel, divertido, acercando la foto a la vela más cercana. Se arrepintió a medio camino y dejó la fotografía en su lugar. Santiago se rió en voz baja y le tironeó de la hebilla del cinturón que sujetaba sus jeans, para acercarlo hacia él.
-¿Por qué no le prendemos fuego a la cama? -propuso. Ariel soltó una carcajada y le echó los brazos al cuello.
Todo lo que sucedió luego Santiago podría recordarlo más con sus sentidos que con lo que eran proverbialmente los recuerdos en su mente. Por eso había encendido el incienso y las velas. Cada vez que oliera el sándalo podría sentirse de nuevo junto a Santiago, arriba de Santiago, abajo de Santiago y con Santiago. Cada vez que viera la llama de las velas y las sombras trémulas podría recordarlo, sentirse transportado otra vez hacia aquella noche que él mismo había planeado con pocos escrúpulos en la cabeza y muchos deseos en el corazón.
-Quiero que dejes de intentar suicidarte -le había dicho Santiago, antes de empezar a embestirle-. Te juro que si llegas a morirte, yo... te voy a buscar a donde sea y te voy a violar hasta que te mueras de nuevo -Ariel tenía los ojos cerrados y apenas oía lo que Santiago le decía-. Ari, de verdad te lo digo, miráme... no vuelvas a hacer eso. No me hagás sufrir más pensando que la próxima vez que te llame me va a contestar tu vieja diciendo que te moriste por una sobredosis de risperidona...
Ariel había sacudido la cabeza, afirmativamente y Santiago se había inclinado, le había besado rudamente en la boca y había comenzado a hacerle el amor.
-Quiero que vayamos a bailar -le pidió Santiago, después-. Quiero que empieces a salir y que no estés todo el tiempo encerrado acá.
-Pedís muchas cosas... -musitó Ariel, cansado y somnoliento-. Para salir por ahí ya tenés a mi hermano -Santiago abrió los ojos como platos.
-¿Qué?! -exclamó, quizás en voz más alta de lo que hubiera deseado. No lo podía creer. Quería sacudirlo y que todas esas visiones salieran de su cuerpo como fuegos artificiales. Oh, sí, le resultaría fácil someterlo a una buena sesión educativa de cómo comportarse frente a las personas que lo querían.
-¿Me vas a pegar, Santi? -sonrió el rubio, con una sonrisita.
-¿Pero qué carajo estás pensando? ¿Que te quiero sólo para coger? -Ariel le respondió con otra pregunta:
-¿Por qué te preocupás tanto por mí? -Santiago sabía la respuesta, pero era hombre y para él decirlo frente a ese chico que parecía no tener sentimientos le resultaba casi degradante.
-La verdad no sé. Supongo que es porque debo quererte -ya estaba. Lo había dicho.
-¿Me tenés lástima?
-¡No es lástima! ¡No sé qué mierda es, Ariel! ¡Sólo sé que no quiero que te mueras y que quiero que estés bien! -se sentó sobre la cama y le dio la espalda, y secó con las manos las lágrimas que no sabía si eran de rabia o de tristeza. Probablemente ambas-. La puta que te parió... -entonces sintió que unos brazos muy delgados y muy suaves le rodeaban la cintura y que una boca tibia le besaba allí, en el tatuaje del símbolo de Baphomet que tenía en el cuello desde hacía dos semanas.
-Te preocupaste por mí sin que yo te lo pidiera. Te acercaste a mí. Yo te provoqué y vos me hiciste caso... ¿sabés qué soy? Soy tu vampiro psíquico.
-No me digas que hiciste un ritual de sexo.
-Jajaja, no. No necesité ningún ritual. Los vampiros psíquicos sabemos cómo manipular a la personas -Santiago sabía que estaba bromeando. Pero también sabía que todos los seres humanos tenían un poquito de vampiros psíquicos. Ariel era un claro ejemplo.
-Si todos los vampiros psíquicos están tan buenos como vos... no me molestaría que me chuparan la sangre hasta dejarme vacío como un chicle.
-Mnghh, ¿sólo la sangre? Qué aburrido... -Ariel se levantó de la cama y Santiago pudo ver las gotitas de semen que le brillaban entre los muslos. Levantó la mirada. Ariel sostenía la foto de su hermano Gustavo y la contemplaba sin ninguna expresión en particular. La acercó a la agonizante llama de la última vela.
-¿Y Santi? ¿Qué decís? ¿Le prendo fuego?