El Vampiro

Ana ha vivido toda su vida bajo la sombra de un vampiro, incapaz de pensar en otra cosa durante mucho tiempo. Lo peor que podría pasarle, que un vampiro de verdad apareciese...

Viene a verme desde hace tres dias. Siempre viene de noche, por supuesto. Es feo, sucio, y apesta a cloaca, a cementerios. Es una de las criaturas más grotescas de la Tierra, y probablemente, la más anti natural de todas. Y cada noche, se planta delante de mi ventana y entra, sabiendo ya que soy suya, y yo me levanto y me desvisto por completo, exhibiéndome, sintiéndome una especie de fulana barata, mezclándose en mi el miedo, los remordimientos, el asco y, por encima de todo, un enorme deseo. Por eso vale la pena.

Supongo que tarde o temprano, el vampiro me matará. Es lo que hacen los vampiros, ¿no? Una noche de estas se me beberá la vida, y no haré nada por impedirlo. Morirme realmente no me preocupa. Estar muerta sería ahora una tranquilidad deseada. Lo que me preocuparía es levantarme después de muerta... ya saben. Eso. Es lo que realmente me asusta. No morir, sino no morirme.

Es algo que yo no entendía cuando soñaba con vampiros, hace ya tantos años, en una infancia a la que ahora me encantaría regresar. No me podía imaginar la sensualidad que irradian. No me podía imaginar el placer de dos dientes roídos y amarillentos penetrando en mi piel. Si me lo hubiera imaginado aunque fuera por un segundo, creo que no estaría donde estoy ahora. Habría quemado todos aquellos tebeos de vampiros, y las fotos y los dibujos, más o menos a los 15 años. Antes de que fuera demasiado tarde. Hubiera podido llevar una vida normal.

De chiquitita vi una película de vampiros por la tele, una en la que salía David Bowie. Tenía yo 7 años, todo lo más. La extraña sexualidad a flor de pielde aquellos vampiros aristocráticos era nueva para una niña que no concebía todavía esos mundos. Pero fue bastante para atraparme. La palabra era "vampiro" y con 10 años yo ya había visto gran parte de las películas más famosas: la de Bela Lugosi, un conde Drácula demasiado polvoriento, pero cuyos ojos eran lo bastante ardientes; las de Christopher Lee, cuya salvaje sexualidad no escondía, y a mi me ponía muy bestia. Con 13 años había visto Drácula de Francis Ford Coppola. Una noche que jamás me podría olvidar. En la escena en que Keanu Reeves era atacado por las vampiras, me cambió la vida. Ellas, unas mujeres voluptuosas, de grandes pechos y bocas generosas, compartiendo a aquel hombre, amándolo, sin duda, dandole gusto, porque al muchacho muy incómodo no se le veía... y matándole, si, eso también. Esa mezcla de seducción y muerte me era desconocida. Mi padre se las ingenió para cambiar de canal cuando se sintió incómodo, pero yo ya había visto más que suficiente. Aquella noche me masturbé por primera vez. No sabía cómo, apenas rumores que había escuchado a muchachas mayores, sobre ciertas zonas del cuerpo y lo que sucedía al tocarlas... pero aquella noche debí encontrarlas todas a la vez. En mi cabeza solo había sitio para aquellas mujeres, mordiendo, bebiendo, chupando. Mi mente juvenil multiplicó y añadió rápidamente erotismo a la escena. Mientras masturbaba mi vagina, algo torpemente, pero con una intensidad desbordante, en mi cabeza tenía la clara sensación de que aquellas mujeres estaban en la cama conmigo. Sentía, a la vez, frío y calor. El frío de la muerte, el calor de la fiebre. Y aquel primer orgasmo inolvidable, cálido, casi eléctrico, haciéndome llorar, haciéndome gemir. Los grititos ocultados tras la almohada. Mi cara enterrada en la almohada. Mis dientes, rasgándola, mordiéndola... estaba sola en mi cuarto. Fuera se oían pocos ruidos, era ya muy tarde. En aquellos momentos, sentía que la noche me pertenecía. Yo podía, muy bien, ser una vampira.

Las cosas cambiaron mucho para mi después de aquella noche, dejé de ser una niña. Creo que mis padres lo notaron, fue un cambio demasiado importante para no notarlo. Adquirí un cierto erotismo adolescente, algo sin duda precoz. Era excitante. Veía todas las películas de vampiros que podía. Leía los libros, los relatos, todo. De día, cultivaba una apariencia un tanto extraña, excéntrica. Intentaba convencer a mis amigas de que yo no era cómo ellas, sino algo muy distinto, muy especial. Y de noche... ¡ah, la noche! Era mía. Mis mejores momentos. Seguí explorando mi cuerpo con un entusiasmo absoluto. Me corría todas las noches, a veces, más de una vez. Pero no era el sexo en si lo que me atraía. Sabía que los chicos tenían polla, aunque nunca había visto ninguna, pero no era eso lo que me excitaba. Eran los dientes. Compré una almohada para la cama, dura y larga, y en las noches solía ponerla encima de mi, presionando su parte superior contra mi cuello, y su parte inferior contra mi sexo, imaginando que aquello no era un inerte trozo de tela lleno de plumas, sino un no-muerto, una espectral criatura que había acudido a seducirme, a hacerme suya. Al final, desde luego, solo era una fantasía. Yo acababa masturbándome, furiosa, y como un ritual, al correrme siempre mordía la almohada. Mi madre decía que yo la debía morder en sueños. ¡Sueños! ¿Que sabría ella?

Las noches en que mis padres salían de casa eran las mejores. Solían ser los viernes, noches en que ellos iban a cenar con algunos amigos, y yo me quedaba en casa, pretextando que hacían una película que quería ver, que estaba cansada, o cuando fui más mayor, que tenía que estudiar. Pero lo que hacía era buscar nuevas formas de placer. Compré la cinta del Drácula de Coppola, y debí destrozarla, de tanto pasar las mismas escenas eróticas mientras me masturbaba. Siempre intentaba programarlo para correrme justo cuando la vampira mordía a Keanu Reeves en su polla. Cuando lo conseguía me quedaba tirada en el suelo del salón, sobre una manta, sudando y sonriendo. Aquellas sonrisas ya eran adultas, la sonrisa de la satisfacción sexual absoluta, y la sonrisa del secreto. Si no lo conseguía, y me corría antes o después, tenía la sensación de chasco, de haber sido estafada. Esas noches, yo solía introducirme debajo de mi cama y dormitar allí, intentando imaginarme que era un ataúd, mi ataúd. Claro que no me atrevía a quedarme dormida, por temor a que mis padres me encontrasen así. Eran mis secretos, y ellos no debían descubrirlos. Y yo sería vampira algún día, cuando fuese lo bastante mayor. No había la menor duda.

Con quince años ya había descubierto un excelente objeto con el que masturbarme, el cepillo para el pelo de mi madre. El mango tenía una forma exquisita y perfecta de colmillo. Muchas noches lo embadurnaba en jabón y me lo metía en el coño, despacio, para no hacerme daño al principio, deprisa después, porque se supone que cuando te muerde un vampiro tiene que doler un poco, ¿no? Con la llegada de Internet descubrí que había películas porno de vampiros. Me las descargué todas, y me masturbaba viéndolas en mi cuarto. Me apasionaban especialmente las escenas de vampiras lesbianas. El porno normal no me interesaba para nada, como tampoco me interesaba el sexo normal. Me desvirgué a los 16 años, con un chico de mi clase, cuyo nombre ni siquiera recuerdo. Era alto, rubio, un poco estúpido. Se enfundó su polla en un condón y me la metió. No sentí el menor placer en todo el rato, le dejé hacer. No tuve orgasmo, aunque él si. ¿Aquello era el sexo con gente? Que se lo quedaran. Una noche sola en casa se daba más placer que aquello.

Sin embargo, con el paso de los años fui cogiendo paciencia con los chicos. A los 18 tuve mi primer novio, Alfonso. Era un chico moreno, esmirriado, con cara muy latina. Me ponía cachonda, tocándome en su coche. Había algo de la seducción del vampiro en aquellos magreos furtivos, en aquellos besos que le dejaban la boca enrojecidísima, en aquellas primeras masturbaciones. Sin embargo, lo que más me gustaba era chupársela a Alfonso. El pobre debió pensar que le había tocaso la lotería, ennoviándose con una guarra, pero la verdad, mis motivos eran muy distintos a los sexuales que podían pensarse. Me gustaba chupársela porque me imaginaba como una vampira succionando sangre. Incluso cuando se corría, me tragaba su semen si conseguía imaginarme que era sangre, aunque las primeras veces me dio bastante asco. También me gustaba que él me comiera el coño a mi, me daba la misma sensación, solo que siendo yo la "víctima" en aquel caso. Y sé que mis gemidos, y la forma en que yo me tocaba las tetas mientras me lo comía, lo ponían cachondísimo. Lo tenía totalmente a mi disposición, a Alfonso. Fue la primera vez que sentí la sensación de que dominaba a otro ser humano. Lo controlaba.

Casi nunca follábamos normalmente, No me gustaba para nada aquello, me parecía sucio y poco elegante. Aunque Alfonso sabía muy bien qué hacer para ponerme cachonda: darme mordisquitos en el cuello, o en los muslos. No creo que él supiera porqué yo me ponía así cuando lo hacía... pero si lo hacía, yo me plegaba a sus deseos. Incluso una noche dejé que me la metiera por el culo, aunque ya lo habíamos hablado antes y yo le había dicho que no quería saber nada de aquello. De todas formas, como novio nunca fue muy satisfactorio... pero fue una prueba de lo que yo podía hacer con la gente. Rompí con él cuando apenas llevábamos un año, cansada como estaba de tener siempre lo mismo cada fin de semana: paja los viernes, mamada los sábados por la tarde, polvo los domingos. Era tan rutinario... en aquel entonces, tuve la idea de que todo era culpa de Alfonso y de lo mucho que me aburría en la cama. Y como no me gustaba demasiado que me metieran la polla, tomé la decisión de comerme a una chica, a ver qué tal. Así fue como conocí a Silvia.

---CONTINUARA...