El Último Vuelo del Electra

Un viaje maldito, un misterio y un avión de medio siglo harán que el mundo de Dana se ponga patas arriba

I

El lugar era un edificio achaparrado con grandes ventanales, en medio de una zona pantanosa, en lo más profundo de los Everglades. Seguramente  el tríptico informativo mostraría un gran sol y la fina arena de los cayos y no se incluirían ni los mosquitos, ni los caimanes, ni los cuidadores escasos y superocupados.

La atmósfera dentro del geriátrico era todavía más opresiva y húmeda que en el exterior. Dana sintió como su cuerpo empezaba a sudar casi inmediatamente y no pudo evitar fruncir la nariz al ser asaltada por el intenso olor que reinaba en el lugar,  que identificó como una mezcla de desinfectante y corrupción.

Se acercó a la recepción y preguntó por el señor Martin. La secretaria se limpió sus gafas de concha y le dijo que Teddy le estaba esperando en la sala de juegos, la tercera puerta a la izquierda.

El pasillo era una gran galería con unos hermosos ventanales. Los internos descansaban en sillas que curiosamente, en su mayoría, estaban orientadas hacia dentro, como si a nadie le interesara ver el exuberante paisaje que dominaba el exterior.

Camino de la sala de juegos, Dana se arrepintió de haberse puesto la minifalda y la blusa semitransparente con el sujetador oscuro. Todos los ojos estaban fijos en ella. Las mujeres le miraban con una mezcla de censura y envidia, mientras que los hombres babeaban sin apartar los ojos de sus pechos y su culo.

Respiró hondo y entró en la sala. Era grande, rectangular y estaba ocupada por varias mesas para jugar a los naipes y una enorme y gastada mesa de billar. Al principió pensó que no había nadie, pero  tras echar un vistazo a su alrededor vio  un hombre alto y extremadamente delgado sentado en un raído sofá de skay. Su aspecto, a pesar de la sencilla bata, era el de un hombre distinguido, sentado muy recto, fumando una pipa y leyendo una revista con aspecto absorto.

—En estos tiempos hasta los héroes usan hombreras. —dijo el hombre tirando la revista en una pequeña mesita —Buenas tardes. La señorita Dana Pinkerton, supongo.

—En efecto, hablamos por teléfono el otro día. —dijo Dana echando un vistazo a Mel Gibson en un fotograma de Mad Max III.

El señor Martin se levantó y le tendió una mano delgada y nudosa, pero increíblemente suave. Sus ojos grises la observaron con expresión ceñuda bajo unas cejas extremadamente pobladas hasta que finalmente le invitó a sentarse frente a él, antes de que la situación se volviese incómoda.

—Me habló de una investigación que está llevando a cabo.

—En efecto señor Martin, soy periodista, trabajo para el Times y estoy investigando una historia en la que usted se vio envuelto.

—Debió de ser hace mucho tiempo. No recuerdo haber hecho algo lo suficientemente interesante para llamar la atención de un periodista al menos en treinta años.

—En realidad fue hace casi cincuenta. —dijo Dana tocándose el pelo rubio nerviosamente—Quería hacerle unas preguntas sobre su etapa como asistente del Secretario de  Estado Cordell Hull. Concretamente en 1937.

El gesto del hombre se volvió más serio y por primera vez separó la pipa de su labios pensativo.

—De eso hace mucho tiempo, hija. Yo acababa de salir de Annapolis y entré al servicio  de Cordell por casualidad. Buscaba a alguien con mi perfil, un graduado con honores y de buena familia. Alguien en quién se pudiese confiar y hubiese vivido un tiempo en Japón. Mi padre había sido representante de  una empresa naviera en Yokohama y vivimos allí hasta que cumplí los trece años.  Un viejo amigo de mi familia me presentó, Cordell vio algo en mí y me acogió bajo su protección. Fue una época interesante. Estuve a su servicio hasta que estalló la guerra y me alisté en la marina.

—Eso es lo que tenía entendido, señor Martin. —dijo Dana cruzando las piernas— Hay quién dice que usted participó en las primeras operaciones encubiertas contra los japoneses antes de la guerra.

—¿Ah? ¿Sí? ¿Qué clase de operaciones? —preguntó el anciano dando una chupada a su pipa.

—Esa clase de operaciones en las que nadie reconoce haber participado. Concretamente  ayudando  a los chinos, ya sabe, conseguir suministros esenciales, adiestramiento de oficiales, incluso se llegó a hablar de que se dedicó a reclutar pilotos para el escuadrón de voluntarios de los Tigres Voladores*.

El hombre se quedó quieto y sonrió con un gesto soñador, pero no afirmó ni negó nada. Dana era consciente de que  era la única persona viva que podía confirmar sus sospechas. Así que intentó parecer lo más respetuosa posible al preguntarle.

—Se que lo que le voy a preguntar probablemente es material confidencial, pero teniendo en cuenta que los hechos ocurrieron hace casi cincuenta años y ya no queda nadie vivo que pueda sentirse perjudicado, quizás pueda hablarme de ella. —dijo Dana poniendo una fotografía de Amelia Earhart saludando a un hombre alto y delgado con unos penetrantes ojos grises y unas cejas pobladas, encima de la cara de Mel Gibson.

El hombre cogió la fotografía con manos temblorosas. En la cara del anciano se reflejó una profunda emoción mezclada con una mirada de pesar. Dana esperó pacientemente mientras el hombre observaba la fotografía donde se le veía departiendo amigablemente con la mujer delante del Lookheed Electra plateado. Suspiró un instante y luego la dejó de nuevo sobre la mesa.

—¿Dónde la encontró? —dijo Martin tras un carraspeo.

—En los archivos del periódico. Mi marido y mi cuñada van a hacer un viaje alrededor del mundo, emulando el fallido viaje de Amelia y estaba buscando fotografías para documentarme y hacer un reportaje. En cualquier otra circunstancia  hubiese pasado desapercibida, pero un antiguo compañero de la universidad estudiaba historia e hizo un ensayo sobre los Tigres Voladores. Su nombre salía repetidamente en sus investigaciones, aunque siempre en forma de rumores que no era capaz de confirmar. Cuando leí su nombre por detrás de la foto, lo recordé automáticamente y empecé a investigar un poco más a fondo el viaje de Amelia y sobre todo las confusas circunstancias de su desaparición y su posterior intento de  rescate.

—Ya veo. Una simple coincidencia. —replicó el anciano lacónico.

—¿Entonces, me ayudará? —Preguntó Dana inclinándose expectante.

—Lo haré. Amelia merece al menos ese reconocimiento. —dijo el hombre tras meditarlo un momento mientras golpeaba su pipa contra el cenicero para vaciarla.

Con parsimonia, el hombre se preparó una nueva pipa, la cargó, la encendió y dio dos largas caladas con aire pensativo:

—En realidad no hay mucho que contar. La situación en Extremo Oriente se estaba poniendo realmente fea y el Departamento de Estado sospechaba que los japoneses tenían planes para expandirse por todo el Pacífico. A principios de 1937 tuvimos un par de informes de avistamientos de submarinos japoneses en una zona a medio camino entre Australia y Hawai. En una reunión de urgencia, a finales de febrero, con la cúpula militar, se llegó a la conclusión de que los japoneses estaban situando bases de escucha en apartados atolones con el objetivo de interceptar las comunicaciones con  Australia y aislar la isla de Estados Unidos cuando la guerra estallase.

—Aquel mes  buscamos por todo el Pacífico, —continuó Martin—  siempre de incógnito, aprovechando cualquier oportunidad que se presentaba para inspeccionar el área donde sospechábamos que se podían situar esas bases. Así que, cuando Amelia presentó su proyecto, nos acercamos a ella y le preguntamos si podía desviarse un poco de la ruta prevista para fotografiar el archipiélago de Tarawa camino de la Isla Howland. A cambio, contribuimos a su empresa con una generosa donación.

—¿Llegó a conocerla bien?

—Solo nos vimos una vez, pero era la mujer más intrépida y segura de sí misma que había visto hasta ese momento. Era muy difícil no entusiasmarse con sus proyectos.

—¿Sabe qué fue lo que le ocurrió? —preguntó Dana esperando conseguir una pista.

—Supongo que sé lo mismo que usted. El primer intento, en marzo, fue fallido debido a un accidente y finalmente salió  a mediados de mayo de Florida. El viaje fue bastante bien y el veintinueve de junio estaba en Nueva Guinea. Le esperaba la etapa más larga y peligrosa. Yo llegué allí con un pequeño equipo que instaló una cámara en el morro, la vi algo cansada pero exultante, con la línea de meta  a la vista . El dos de julio partió con los tanques a tope y desapareció en el horizonte, no la volvimos a ver. Los hombres destacados en Itasca, encargados de seguir su trayecto, mantener el contacto por radio y recibirla en la isla Howland, perdieron el contacto cuando enfilaba rumbo a la isla. Horas después, les llegaron unas frases confusas que no llegaron a entender. Una voz rara hablaba de tanques vacios, pero no especificaba su posición.

—Y fue entonces cuando empezó la búsqueda... —intervino la periodista.

—En efecto —dijo el anciano haciendo un par de anillos de humo— Por la información recibida,  pensamos que había caído en los alrededores de la isla Howland. El presidente Roosevelt en persona ordenó una búsqueda que costó cuatro millones de la época. Movilizamos todos los recursos disponibles, casi convencidos de que los japoneses la habían derribado y además aprovechamos para barrer  varios decenas de atolones más al sur de Tarawa en busca de la base de escucha japonesa. No encontramos ni una cosa ni la otra. Creo que el presidente Roosevelt  se arrepintió el resto de su vida y se sentía responsable de la muerte de Amelia.

—Sé que estoy internándome en un terreno resbaladizo y que hay un montón de gente especulando sobre que pudo pasar. Pero al contrario que todos esos charlatanes y conspiranoicos usted estuvo allí. ¿Tiene alguna teoría de lo que pudo pasar?

—Bien, —dijo el hombre despegando la pipa de sus labios e inclinándose  hacia Dana— Hay una cosa que siempre me quedará en la conciencia. La noche anterior a su partida, echando un vistazo a las cartas, le enseñé una pequeña isla que me parecía muy prometedora. Pequeña, sin islas habitadas cercanas y en el lugar adecuado. Había intentado convencer al presidente varias veces para que enviase a alguien allí, pero según los asesores era demasiado pequeña para mantener a un destacamento japonés. Estaba a seiscientos kilómetros al sur de Howland, un poco apartada de su ruta, pero seguía dándome la impresión de que tenía razón con respecto a ella. Lo discutimos y haciendo cálculos con el combustible, llegamos a la conclusión de que era posible llegar, pero Amelia se quedaría sin reserva por si había algún problema y no encontraba la isla Howland a la primera.

—¿Y?

—Hay que recordar que en aquella época los instrumentos de navegación no eran tan precisos como ahora y encontrar una isla en medio del océano a la primera era una muestra de gran habilidad. Así que finalmente le dije que era demasiado arriesgado, que se limitase a tomar las fotos en Tarawa y aterrizase en Howland. Ella asintió, pero vi ese brillo en los ojos, el mismo que vi muchas veces después, durante la guerra, cuando desafiaba a hacer algo especialmente arriesgado a alguno de mis hombres.

—¿Quiere decir que quizás pudo dirigirse a esa isla y perderse en las inmediaciones? —preguntó Dana emocionada con la nueva pista.

—Es una posibilidad, sí.

—¿Y me puede decir qué isla era esa? —dijo Dana sacando un mapa de su bolso y extendiéndolo sobre la mesa.

—Veo que ha venido preparada. —replicó Martin examinando el mapa y golpeando finalmente un pequeño punto en el medio del Pacifico con sus  uñas inmaculadas— Aquí está, la Isla Gardner.

Dana cogió un bolígrafo del bolso y rodeó el atolón con un círculo excitada. Quizás no fuese como su aventurera cuñada, pero a lo mejor esa pista les llevaba a un descubrimiento sensacional y podría ganarse al fin su respeto.

—¿Llegaron a explorar la isla?

—La verdad es que no. Poco después Japón entró en guerra con China. El foco de atención se desplazó a China y nuestros recursos eran limitados. Luego, estalló la guerra y los japoneses tomaron Tarawa con lo que ya no era necesario buscar una base japonesa, sabíamos exactamente donde se encontraba, así que olvidé el asunto de la Isla Gardner hasta hoy.

Charlaron unos minutos más, pero Dana no consiguió nada más de valor. Estaba buscando una excusa para despedirse cuando una enfermera entró en la sala con aire ligeramente enfadado.

—Ah, está aquí, señor Martin. Le he estado buscando por todo el edificio. ¿No  estará escondiéndose de mí para fumar ese asqueroso tabaco?

—Nunca he huido de nadie en toda mi vida, señorita y no voy a empezar a hacerlo ahora. —respondió el hombre malhumorado, mientras se levantaba del sofá dando un par de profundas caladas a su pipa— Y si hubiese preguntado en recepción ya haría rato que estaríamos jugando a los médicos.

—Lo siento señora, —dijo la enfermera a Dana— pero me temo que tengo que llevarme al señor Martin, es la hora del Sintrom y hoy toca revisión de la dosis. Me temo que tendrá que venir otro día.

—¡Oh! No se preocupe. Ya casi habíamos terminado. —dijo Dana levantándose y alisándose la minifalda— Muchas gracias, señor Martin. Quiero que sepa que si Amelia se perdió allí la encontraremos. Tiene mi palabra.

—Mucha suerte, hija y tengan mucho cuidado. Esa parte del Pacífico sigue siendo un lugar inhóspito.

Se sentía tan feliz que no le cabía el corazón en el pecho. Sin pensar en lo que hacía se acercó al anciano y poniéndose de puntillas se abrazó a él y estampó dos besos en sus mejillas. Salió de la sala casi flotando, dejando al hombre observando cómo se iba con una sonrisa soñadora en sus descarnados labios.

—Vamos Doctor Amor. Ahora tiene consulta conmigo. —oyó decir  a la enfermera mientras desaparecía en el pasillo.

Fuera, el sol se estaba poniendo, pero el calor y la humedad seguían siendo aplastantes. El aire acondicionado del coche de alquiler necesitaba una recarga y tardó un buen rato en hacer el interior del vehículo soportable, pero a Dana le daba igual. Estaba realmente emocionada con su hallazgo. No pensaba decirle  nada a su marido,  llegaría a Port Moresby con una sorpresa bajo el brazo.

La verdad es que la culpa la tenía toda su cuñada. Su marido y ella habían sido dos hermanos inseparables. Aventureros por naturaleza, practicaban todo tipo de deportes extremos y su economía, más que saneada, les permitía practicarlos casi todo el año. Había conocido a Larry precisamente cubriendo una de sus extravagantes aventuras y el flechazo había sido instantáneo, pero June no estaba tan impresionada.

June era la antítesis de Dana. Morena, alta y esbelta como un junco. Tenía el pelo negro, brillante y ensortijado y lo llevaba siempre  corto.  Se movía con la gracilidad de una pantera y era una piloto brillante, hasta el punto de haber quedado subcampeona del mundo de la Red Bull Air Race un par de veces. Cuando Larry las presentó, June a duras penas pudo  contener un resoplido y una mirada de desprecio y se limitó a saludarla fríamente.

A partir de ese momento Dana se había limitado a llevarse con ella, sin intentar hacerla su amiga, consciente de que sería inútil y hasta contraproducente y tratando de interponerse lo menos posible en la relación que existía entre los dos  hermanos.

Con el tiempo, la cosa se fue suavizando hasta que su relación llegó a ser soportable. El día de la boda incluso accedió a ser su dama de honor y hasta sonrió dos o tres veces durante la ceremonia.

Un día, un par de meses después, June irrumpió en su casa con una sonrisa que no le cabía en la cara, había conseguido un Lockheed l-10 Electra en una subasta. Ante la mirada atónita de Dana los dos hermanos se pusieron a dar saltos como locos y no pararon hasta que ella preguntó por qué era tan importante.

Esta vez June no se cortó y resopló impaciente, mientras su marido le explicaba que el sueño de su vida era emular y completar el vuelo de Amelia Earhart alrededor del mundo con un aparato igual al suyo.

Durante los siguientes meses, todos sus esfuerzos y recursos se volcaron en la búsqueda de dinero y patrocinadores para adaptar el avión y hacerlo lo más parecido posible al NR16020**. Dana intentó involucrarse e incluso consiguió que el periódico participara en la aventura con una estimable cantidad de dinero a cambio de una serie de entrevistas, pero June, como siempre, se las arreglaba para excluirla.

Una noche en la que Dana había tomado un par de copas de más,  le echó en cara su actitud y June, en vez de enfadarse, se rio y la desafió a acompañarles. Dana no se lo pensó y a pesar de que no podía acompañarlos en un viaje de más de un mes de duración les prometió que les esperaría en Nueva Guinea para acompañarles en las dos etapas más arriesgadas del viaje.

Al día siguiente, con la cabeza latiéndole dolorosamente,  Dana cogió el teléfono para poner una disculpa y renunciar al desafío, pero justo en ese momento recordó la sonrisa despectiva de June y se dijo a si misma que si alguna vez quería ganarse el respeto de su cuñada, debería demostrarle que no se rendiría ante nada.

Ahora se dirigía al aeropuerto que le llevaría a otro aeropuerto y que acabaría en el aeropuerto de Port Moresby solo unas horas después de que llegasen su marido y su cuñada en aquel trasto de más de medio siglo.

Durante todos esos días se había estado repitiendo que, a pesar de ser casi el mismo avión, el sistema de navegación era mucho más avanzado y los motores habían sido revisados a conciencia haciendo que la aventura fuese mucho más segura que en 1937.

Cuando subió al Boeing en el que haría la primera etapa de su viaje a Nueva Guinea no pudo evitar un leve escalofrío. Un viaje maldito, un misterio y un avión de medio siglo, todo se unía para llenar su mente de malos presagios.

II

June observaba desde el borde de la pista como el avión se dirigía a la pequeña terminal tras un aterrizaje no demasiado accidentado. Larry se había quedado en el hotel aduciendo que tenía que hacer algunos cálculos de última hora antes de salir dentro de dos días, pero ella sabía de sobra que lo que quería era que se quedasen a solas para que se conociesen y lograsen llevarse un poco mejor.

Al contrario de lo que pensaba, su cuñada no se había arrepentido y salía del bimotor, con aire decidido, al calor y la humedad de Port Moresby. En los segundos que tardó en llegar hasta ella, su blusa blanca y su minifalda se habían pegado a su cuerpo por efecto de la altísima humedad revelando  un cuerpo generoso en curvas, que junto con su melena larga y rubia, sus ojos grandes y azules y la nariz pequeña y un poco chata le habían inspirado el mote de cerdita Peggy desde el primer momento en que la había conocido.

June aun no entendía que coños había visto Larry en aquella mosquita muerta. Comprendía que era una mujer hermosa y tenía un cuerpo  soberbio, con esos tetones y ese culo grandes y prietos, pero por lo demás no tenían nada en común. La chica era un ratón de biblioteca y se movía con torpeza en cualquier sitio que no fuese la gran manzana, siempre encaramada a aquellos tacones kilométricos.

La joven se acercó y saludó a June con su habitual efusividad, haciéndole todo tipo de preguntas sobre su viaje que ella contestaba con monosílabos, cansada tras un mes pilotando aquel precioso pero nada cómodo avión y la guio hasta un ruinoso taxi.

El trayecto fue de apenas quince minutos por una carretera llena de baches. Mientras charlaban de cosas intrascendentes, observó el gesto cansado de su cuñada. Solo llegar hasta aquel apartado lugar, una de las ciudades más peligrosas del planeta, era una odisea y aun así, la joven, sudorosa y despeinada, intentaba mantener una sonrisa permanente en esos labios gruesos y rojos.

Todo rastro de cansancio y tensión desapareció cuando entró en el bar del hotel, donde Larry les estaba esperando con una gigantesca cerveza pegada a sus labios.

La cerdita se lanzó sobre su marido y saltó sobre él abrazándole y pegando su cuerpo contra el de él. La expresión de Larry no dejó lugar a dudas, estaba más caliente que un burro. Resignada, June pidió una cerveza consciente de que no tardaría mucho en quedarse más sola que la una.

Después de un largo y húmedo beso que llamó la atención de todos los parroquianos, los dos tortolitos se separaron y Larry le contó un par de anécdotas que  hicieron a la joven reírse hasta casi perder el aliento. Dana les contó que también tenía una sorpresa para ellos, pero cuando los dos hermanos le preguntaron en qué consistía, ella respondió cogiendo a Larry por el cinturón y llevándoselo a la habitación.

June resopló y le dio un nuevo trago a la cerveza. Odiaba a la cerdita Peggy, no podía evitarlo. Hasta que ella había aparecido, Larry y ella habían sido inseparables. Después de casarse, su hermano le había prometido que todo seguiría igual, y lo parecía, pero había una diferencia. Tenía que reconocer que envidiaba la complicidad que Larry tenía con su mujer, ella también deseaba tener alguien con quien compartir todos sus anhelos y experiencias, pero no había muchos hombres capaces de enamorarse de una mujer dura e independiente como ella.

Miró a su alrededor y fijó los ojos en los parroquianos sin soltar la cerveza, haciendo que finalmente todos apartasen la vista. Satisfecha y a la vez un poco triste apuró su cerveza y se dirigió al gimnasio del establecimiento para hacer unas pesas.


Hacia un mes que no le veía y en cuanto sus ojos se cruzaron notó como mojaba sus bragas. Dana se lanzó sobre su marido y lo abrazó, besando su boca y metiéndole la lengua hasta la campanilla. Inmediatamente sintió el pecho musculoso de su marido y el sabor a cerveza fresca de su boca.

Excitada como estaba, se hubiese llevado a su  marido a la habitación en ese mismo momento, pero por respeto a su cuñada, charló durante un rato con ellos, escuchando un par de divertidas anécdotas que le contó Larry, hasta que no pudo contenerse más y se lo llevó a rastras hasta la habitación.

Los treinta y dos grados que había fuera del hotel no eran muchos más de los que había dentro y  el ventilador del techo solo hacía que remover el  aire pesado y caliente, pero nada de eso les importaba. Larry la desnudó con precipitación y en cuestión de segundos estaba lamiendo y mordisqueando su cuerpo pegajoso y brillante de sudor. Los labios de su esposo exploraban su cuerpo con ansia, queriendo recuperar el tiempo perdido en aquel viaje, cerrándose en torno a su cuello lamiendo sus pechos y sus pezones, provocando en ella gemidos descontrolados.

En pocos segundos estaba apremiando a Larry para que la penetrara. Él no se hizo de rogar y casi se le escaparon unas lágrimas de satisfacción al sentirlo de nuevo dentro de ella. Por fin volvía a sentirse completa. Los empujones de su marido fueron rápidos y profundos y estaba tan excitado que  en un par de minutos se había derramado en su interior.

Larry sonrió un poco cohibido, pero Dana le acarició y con suavidad le empujó hasta tumbarlo de espaldas. Sabía perfectamente lo que tenía que hacer. Inclinándose sobre él, cogió su polla con las manos y empezó a acariciarla, recorriendo toda su longitud con sus afiladas uñas y besando el glande hasta que el miembro de Larry estuvo de nuevo duro y enhiesto. Mirándole a los ojos se lo metió en la boca y lo chupó con energía sintiéndolo palpitar en su boca.

Con premeditada lentitud se sacó la polla de la boca y comenzó a avanzar sobre ella con su cuerpo, dejando que sus pechos grandes, con los pezones erizados por el deseo, golpeasen su pene haciendo a su marido resoplar de nuevo dominado por el deseo. Contoneando su cuerpo siguió avanzando hasta que tuvo el sexo a la altura de su polla.

Larry hizo el amago de cogerse la polla para penetrarla de nuevo, pero ella se lo impidió entrelazando sus manos con las de él. Con una sonrisa maliciosa, empezó a rozar su polla con los rizos dorados que cubrían su pubis volviendo a su marido loco de deseo. Dana tampoco podía contenerse por mucho tiempo, así que en pocos segundos se vio saltando y frotando su sexo contra la polla de Larry hasta que no pudo más y se la metió de un solo golpe.

Sentía como su cuerpo se retorcía fuera de su control asaltada por el placer que le producía la polla de de su hombre. Cuando volvió  a la realidad estaba saltando sobre el miembro de Larry, hincando sus uñas en su velludo torso  y gimiendo y jadeando con su cuerpo bañado en sudor.

Las manos de Larry se cerraron sobre sus pechos, estrujándolos fuerte hasta hacerla gritar. Dana sentía como su placer iba creciendo, obligándola ha moverse cada vez más rápido y más profundo hasta que el orgasmo estalló paralizándola y amenazando con desintegrarla.

Su esposo aun se movía dentro de ella y cogiéndola por la cintura, la puso a gatas sobre la cama y la penetró de nuevo. El placer de tener a su marido dentro se unió al de sentir su cuerpo sobre ella, cubriéndola con su calor y sus abrazos y haciendo que su peso le recordase que aquello no era un sueño. Sus cuerpos pegajosos de sudor emitían ruidos de succión a medida que él se separaba y se dejaba caer sobre ella, llenándola con su miembro. Su esposo se agarró a ella, hincando los dedos en su culo y aceleró sus acometidas haciendo que se confundiesen unas con las otras hasta que finalmente  eyaculó en su interior. Su coño, estimulado por el denso calor de la leche de Larry, vibró y estalló en un nuevo y espectacular orgasmo que le hizo caer desmadejada sobre las sábanas húmedas y calientes.

III

Resultó que lo que ella creía una noticia sensacional, fue acogida con frialdad y escepticismo por los dos hermanos. Al día siguiente, después de haberse pasado toda la noche follando con su marido como una gata en celo, se había reunido con ellos en la habitación de June y les contó la historia de el señor Martin mientras les mostraba el mapa.

Y lo más duro era que en parte tenían razón. No estaba de acuerdo en que aquella historia fuera fruto de los delirios de la mente de un viejo decrépito, atestado de medicamentos y esclerosado por los años pasados en un aburrido geriátrico, pero tenía que reconocer que en caso de que la historia de Martin fuese cierta, lo más seguro es que si realmente Amelia desapareció en las inmediaciones de la isla Gardner, las posibilidades de que pudiesen encontrar algún resto reconocible del Electra o de Amelia, después de cincuenta años, eran infinitesimales.

El bajón fue terrible y tuvo que recurrir a toda su fuerza de voluntad para no llorar, frustrada por haberse mostrado tan estúpida. Estaba a punto de darse la vuelta y dirigirse corriendo a la habitación cuando June le sorprendió acercándose y abrazándole. La envolvió en sus brazos con suavidad y Dana se dejó arrullar sorprendida. Hasta ese momento su relación había sido tan distante que no se había dado cuenta de lo alta que era June y ahora sentía su barbilla  apoyada contra la parte superior de su cabeza.

Unos instantes después su marido se les unió haciendo que se sintiese por primera vez miembro de aquella familia.

—¡Qué demonios! —dijo Larry apretando el abrazo hasta que las dos mujeres se sintieron sin aire— Tenemos combustible de sobra. Por lo menos podemos acercarnos para echar un vistazo.

Los tres asintieron sin deshacer el abrazo y en ese momento Dana se dio cuenta que finalmente gruesas lagrimas recorrían sus mejillas, aunque no eran de tristeza y frustración.

El resto de la mañana hicieron los preparativos para salir al día siguiente. June sugirió que debían cambiar el plan de vuelo, pero Larry se opuso a cualquier modificación. Sabía que les costarían dos días de súplicas y sobornos alterar la ruta y  como el origen y el destino del vuelo eran los mismos, nadie se daría cuenta. Su hermana refunfuñó un rato, pero finalmente reconoció que era lo mejor que podían hacer si querían salir en la fecha prevista.


A las cinco de la tarde casi habían terminado y solo quedaba por hacer un pequeño vuelo de prueba para cerciorarse de que todo iba bien en el Electra. De nuevo, Larry prefirió quedarse en la cantina del hotel bebiendo cerveza bien fría, así que June decidió invitar a Dana a ir con ella.

Llegaron al aeropuerto y ayudó a Dana a subir al avión mientras ella se quedaba fuera a hacer las comprobaciones de rutina antes del vuelo. Mientras repasaba con sus manos los resplandecientes remaches del Electra sonreía sorprendida de su propia reacción aquella mañana. Al final Larry tenía razón y la cerdita Peggy (no estaba dispuesta a renunciar al mote) se había ganado su aprecio. No podía ser nada fácil para ella salir de la civilización para vivir aquella aventura y la joven no solo se había presentado allí, tal como había prometido, si no que había tenido el entusiasmo y la iniciativa suficiente como para influir en sus planes.

Reconocía que las posibilidades de encontrar una pista eran casi nulas, pero la iniciativa de Dana la había enternecido y por fin había entendido lo que había visto su hermano en ella.  No creía que la relación entre ellas llegase nunca a compararse con la que tenía con su hermano, pero ahora sabía que podrían llegar a ser buenas amigas. —la vida siempre termina sorprendiéndote —pensó June mientras subía a la aeronave y se ponía a los mandos.

Tras unos segundos los motores del avión comenzaron a ronronear. Cuando el sonido se volvió uniforme, June aceleró con suavidad y se dirigió a la pista de despegue a la vez que hablaba por radio con la torre de control. Con seguridad enfiló la pista y aceleró al máximo los motores. El viejo avión comenzó a carretear, aumentando poco a poco la velocidad hasta que a los tres cuartos de pista el tren de aterrizaje se despegó del suelo.

En quince minutos sobrevolaban la isla. June inclinó ligeramente el aparato para que su cuñada pudiera  ver la dorada luz del ocaso acariciando y tiñendo de rojo las aguas del Océano Índico. Dana, desde el asiento del copiloto, no decía nada, pero su cara reflejaba lo  sobrecogida que estaba por el espectáculo.

Con una sonrisa malvada, cortó el gas y subió el morro haciendo que el avión se suspendiera un instante en el aire antes de  zambullirse en un pronunciado picado. Los estómagos de ambas se subieron hasta sus gargantas. Dana gritó sorprendida y le miró espantada, pero al ver la cara de diversión de June, se relajó y disfrutó de una elegante serie de toneles y guiñadas hábilmente encadenados.

Tras unos minutos en los que ambas, entre risas y gritos, comprobaron que el avión funcionaba perfectamente, June estabilizó el avión y miró a Dana.

—Adelante, toma los mandos.

—¿Yo? —preguntó su cuñada sorprendida.

—No veo a nadie más por aquí. —respondió divertida— No es tan difícil, coge el volante con firmeza y gíralo suavemente.

El avión se inclinó suavemente y June apartó las manos del suyo para que Dana terminase ella sola la maniobra. Mientras le daba indicaciones para rectificar el rumbo, observó como los ojos azules de la reportera brillaban de emoción. Tras veinte minutos, con el sol a punto de desaparecer en el horizonte, tomó de nuevo los mandos y aterrizó en el aeropuerto.

—¡Vaya! —dijo Larry ya un poco achispado cuando entraron en la cantina— No me lo puedo creer. Le has dejado los mandos de tu avión.

—Ha sido estupendo. —dijo su esposa dando pequeños saltitos sin poder controlar su emoción— Creo que este viaje va  a ser una experiencia estupenda.

Dana se acercó a la barra a pedir dos cervezas heladas mientras los dos hermanos se guiñaban los ojos y Larry le daba las gracias a June con un gesto.

Era noche cerrada. Los dos tortolitos seguían trasegando cervezas y poniéndose ojitos. Así que June  apuró la suya de un trago y subió a su habitación. El día siguiente sería largo y ella especialmente necesitaba estar bien descansada.

Los gandules de los empleados del hotel ni siquiera se habían molestado en hacer la cama. Se inclinó y tiró de las sabanas para alisarlas.  El tejido de la ropa de cama era algodón de pésima calidad. Mientras se  desnudaba y se tumbaba sobre las ásperas, se imaginó a su hermano encima de Dana hincándole la polla hasta lo más profundo de su ser, arrasándola de placer. Una ligera punzada de envidia la asaltó. ¿Por qué no era capaz de encontrar ningún hombre como su hermano?

Todos los hombres que había conocido en su vida o eran gilipollas o eran unos degenerados. Se revolvió en la cama nerviosa y sus manos tropezaron con sus pechos. Un ligero escalofrío recorrió su cuerpo. Sus pechos no eran  muy grandes, pero eran redondos y firmes y bastaba una sola caricia para que tanto el pezón como la oscura areola se inflamasen aumentando de tamaño. Cerró los ojos y se los acarició y se los pellizcó suavemente imaginando que era un hombre el que lo hacia...

... la oscuridad era total. Apenas podía ver la silueta que se movía a los pies de la cama. Intentó gritar, pero las palabras se quedaban atascadas en su garganta. El desconocido le acarició los muslos. June quería resistirse, pero una fuerza invisible le obligaba a abrir sus piernas exponiendo su pubis a la vista del intruso. Unos dedos fríos y largos avanzaron por el interior de sus muslos y juguetearon con el  vello que cubría su sexo. Intentó cerrar las piernas y protegerse, pero su cuerpo no respondía. A pesar de la oscuridad estaba segura de que el desconocido sonreía. Los dedos apartaron el suave y oscuro vello rizado y separaron los labios de su vulva descubriendo su clítoris. Un ligero roce hizo que todo su cuerpo se combase de placer.

El hombre rio. Una sonrisa ronca, lúgubre y vagamente familiar. June se estremeció e intentó infructuosamente resistirse.

¡No! ¡No! ¡No! —pensó la aviadora cuando el desconocido se inclinó sobre ella.

Los labios se cerraron en torno a su sexo con violencia. Se mordió el labio y arañó las sábanas para no gritar mientras su cuerpo reaccionaba con un intenso placer a cada lametón y cada chupada. El hombre introdujo la lengua en su coño a la vez que le acsriciaba el botón del placer. June tembló, todo su cuerpo hormigueaba y el placer la recorrió de un extremo a otro paralizándola. Las manos se desplazaban por su piel desde los muslos hacia el tronco hasta cerrarse entorno a sus pechos.

El desconocido sacó la lengua de su interior. Un largo hilo de espesos flujos proveniente de sus entrañas colgó de ella unos instantes. Era curioso, podía ver el hilo transparente producto de su excitación, pero no podía ver la cara de su asaltante. El desconocido  recogió los flujos y los usó para lubricase los dedos antes de penetrarla con ellos.

Tres dedos entraron en su vagina curvados hacia arriba buscando su punto G, ella cerró los ojos avergonzada por el placer que sentía y sin poder evitarlo le indicó que lo acaba de encontrar con un largo gemido. Una nueva risa lúgubre y los dedos comenzaron a explorarla con violencia concentrando sus caricias en su punto más sensible. El placer le hizo perder el control. June gritó, gimió y retorció su cuerpo moreno y elástico, se acarició los pechos y el cuello unos instantes más. Estaba  a punto de correrse. Extasiada agarró la cabeza del intruso y la acercó hacia su cara deseando besarla, cuando la tuvo a la altura de su cara abrió los ojos y...

June se despertó con un grito, el sudor corría por su espalda mientras trataba de borrar de su mente la cara sonriente de su hermano. Intentó despejarse y apartar el sudor que bañaba su cara. Fue entonces cuando se dio cuenta que tenía las manos en su entrepierna. Las sacó empapadas y pegajosas. Miró el despertador, eran apenas las tres de la madrugada. Su hermano y su cuñada hacían en amor en la habitación de al lado.

Respiró hondo y se tapó los oídos con la almohada, aun así no pudo volver a dormir hasta que los dos esposos  hubieron acabado.

IV

El despegue no fue tan sencillo ese día. Con los tanques de combustible atiborrados de gasolina y los tres a bordo, el viejo Electra necesitó la casi totalidad de los dos kilómetros de la pista para alzar el vuelo. Finalmente June tiró de los mandos y el avión fue tomando altura poco a poco hasta dejar, primero Port Moresby y luego la isla de Nueva Guinea, tras ellos.

Un par de horas de vuelo después, Dana empezó a pensar que aquella aventura no iba a ser tan emocionante como creía, el monótono zumbido y las vibraciones  de los motores  embotaban sus sentidos y el inacabable Océano Pacifico había hecho que mirar por la ventanilla dejase de ser entretenido en poco más de treinta minutos.

A pesar de todo, procuraba parecer ilusionada y hacia todo tipo de preguntas sobre el avión y el viaje. Lo que más gracia le hizo fue la mezcla de instrumentos antiguos y modernos con los que estaba equipada la cabina del avión para hacer más segura la navegación. No podía evitar comparar la antigua radio de lámparas original al lado de la compacta Sony de transistores que estaba justo encima.

June llevaba los mandos casi todo el tiempo y manejaba  la radio mientras que su hermano se ocupaba de la navegación, tomando datos como la velocidad del aire la presión atmosférica y otros, indicándole a la aviadora las correcciones que debía realizar para mantener el rumbo.

Cuando se cansaba de observar, Dana daba saltitos en el avión y hacia estiramientos para combatir el frío que se colaba por las rendijas de la gruesa cazadora de cuero que le había regalado Larry, a juego con la suya, una cazadora de aviador de la segunda guerra mundial auténtica que había comprado especialmente para el viaje.

Tras diez horas de vuelo preparó unos sándwiches y los llevó a la cabina.

—¿Cómo va todo chicos? ¿Por dónde vamos? —preguntó la reportera mientras repartía los bocadillos.

—Muy bien, cariño, ahora mismo estamos a unos mil ochocientos kilómetros de la isla Gardner y unos dos mil cuatrocientos de la isla Howland. —respondió Larry.

—¿Eso significa que vamos a pasarnos otro mediodía dentro de este molinillo de café? ¿Habrá combustible suficiente?

—No te preocupes. Nos quedan unas siete horas de viaje y según mis cálculos tenemos combustible para otras diez.

—Y lo mejor es que pararemos en Howland solo lo necesario para volver a llenar los tanques y partiremos para Hawái. —intervino June con una sonrisa maléfica.

—Eso quiere decir...

—Que te vas a pasar  treinta horas casi seguidas dentro de este trasto. —dijo su cuñada soltando una carcajada.

—Eso no me lo dijisteis cuando me desafiasteis a que os acompañase. —dijo Dana medio en broma medio en serio— Si lo llego  a saber me hubiese ido a Honolulu a esperaros tomando el sol y cociéndome a base de daiquiris.

Los pilotos rieron y le tomaron el pelo a la neoyorkina, diciéndole lo mucho que se iba a divertir en su media hora de paseo en tacones por la isla Howland.

Dana aceptó las bromas con deportividad y se fue a por un termo de café que compartieron en la cabina. El ronroneo de los motores se estaba volviendo hipnótico y como no tenía nada que hacer decidió tumbarse un rato en un colchón que los hermanos habían colocado en la sección de cola, entre dos enormes tanques auxiliares de combustible.

Fue Larry el que le despertó seis horas después diciéndole que la isla Gardner estaba ya a la vista.

Dana se acercó a la cabina para ver a través del parabrisas un pequeño punto oscuro destacando a más de cuarenta kilómetros en la inmensidad azul del Océano Pacífico.

—Ahí la tienes, Noriti.

—¿Noriti? —preguntó Dana extrañada.

—Es el nombre que le dan los habitantes del archipiélago de las Kiribati a la isla Gardner.

—Bueno, se llame como se llame, vamos a echar un vistazo. —dijo su hermana inclinando el morro y enfilando hacia la isla sin poder reprimir su entusiasmo a pesar de las casi nulas posibilidades de dar con una pista de Amelia o su Electra.

June redujo la velocidad y fue descendiendo paulatinamente hasta los doscientos pies haciendo que el momento de llegar a la isla se alargase. La tensión fue creciendo entre los aventureros a medida que se acercaban a la isla. Los dos hermanos agarraban los mandos con fuerza haciendo que los nudillos se volviesen blancos y exploraban el agua buscando cualquier sombra o pista en el agua. No podían evitarlo, estaban todos emocionados. De repente, una nube de humo negro estalló  veinte metros delante de ellos y a su izquierda.

—¿Qué demonios? —dijo June sorprendida tirando del timón.

En un instante el espacio que les rodeaba se volvió un infierno. Pequeñas nubecillas negras estallaban alrededor del avión enviándoles metralla que repiqueteaba contra el fino aluminio del fuselaje.

June tiró instintivamente de los mandos intentando girar ciento ochenta grados y alejarse lo antes posible de las explosiones. El Electra deceleró y se ladeó y June se dio cuenta tarde de su error. Antes de que pudiese rectificar tres impactos directos sonaron a su derecha e hicieron estremecer la aeronave.

Dana estaba al borde de la histeria. No sabía qué demonios pasaba. Lo único que sabía es que el motor derecho estaba en llamas. Solo la calma con la que afrontaban los dos hermanos la situación impidieron que perdiese el control.

Con una exclamación Dana apuntó al ala derecha. En ella se veían tres agujeros del tamaño de puños, uno de ellos en el motor de estribor. Grandes lenguas de fuego salían de los escapes amenazando la integridad del aparato. Larry, desde el asiento del copiloto activo los extintores y las llamas fueron inmediatamente sustituidas por una densa nube de humo negro.

Durante los siguientes segundos, los pilotos comprobaron el estado del aparato. El fuego antiaéreo había cesado, pero esa era la única buena noticia.

—Con el avión en este estado no llegaremos muy lejos. —dijo Larry— Tenemos que aterrizar cuanto antes.

—Pues esa isla es el único lugar en quinientos kilómetros a la redonda. —dijo June — Agarraos creo que el aterrizaje va a ser bastante movido.

A continuación June apagó completamente el motor de estribor mientras ponía el de babor a máxima potencia. Manteniendo el avión a duras penas nivelado, trazó un amplio círculo en torno a  la isla, buscando el lugar más apropiado para aterrizar y de paso deshaciéndose de todo el combustible que pudo para intentar minimizar el riesgo de un incendio durante el aterrizaje.

Tratando de no pensar en la posibilidad de que los desconocidos abriesen fuego de nuevo, enfiló la playa bajando los flaps y disminuyendo la velocidad hasta casi entrar en pérdida. Poco a poco la pequeña lengua de arena se hizo cada vez grande a medida que se acercaban. Cuando estaban a menos de veinte metros del suelo, June estuvo a punto de bajar el tren de aterrizaje, pero pensó que en aquella arena blanda sería más un obstáculo que una ayuda y finalmente optó por aterrizar de panza.

Con todos los músculos tensos por el esfuerzo fue acercando el avión al suelo hasta que estuvo a menos de veinte pies. Fue entonces cuando lo dejó caer casi de golpe. Todo el avión se estremeció con el impacto, pero continuó de una pieza y comenzó a resbalar por la arena dando pequeños tumbos cuando topaba con las pequeñas irregularidades de la playa.

Las hélices del motor restante se doblaron al chocar contra el suelo. Larry apagó inmediatamente el motor y observó con atención como June manejaba con habilidad el timón mientras la nave resbalaba perdiendo velocidad poco a poco.

Parecía que todo iba a salir bien cuando una roca, salida de la nada, se interpuso en su camino. June no pudo esquivarla y el Electra chocó contra ella y pegó un salto. El impacto fue demasiado para su maltrecha ala derecha que se desgajó limpiamente del fuselaje. Afortunadamente la velocidad había disminuido bastante porque tras unos segundos de lucha con el timón, June perdió finalmente el control y haciendo un trompo la nave se estrelló de lado contra un par de palmeras que había en la orilla de la playa.


El ruido de los motores le despertó. Afortunadamente estaba cerca del antiaéreo y tras una corta carrera, le quitó la funda, se colocó en posición y amartilló el arma. Gracias a sus constantes cuidados el Tipe 98 estaba como el primer día que el almirante Yamamoto lo puso personalmente bajo su responsabilidad. Kay Unemaro había sido elegido para aquella misión por el mismo almirante entre varios miles de aspirantes, tras un brutal entrenamiento. Había recibido órdenes escritas en persona por el mismísimo emperador y las había cumplido con la eficacia que se esperaba de él.

Ahora tenía una nueva oportunidad de servir al emperador. Aguzó la vista y esperó pacientemente a que el avión se pusiese a tiro. Poco a poco fue recopilando más información. Era un bimotor americano, el ruido de los motores era inconfundible. Durante un segundo había albergado la esperanza de que hubiesen venido a por él, se sentía viejo y cansado, pero tras un segundo de desesperación, la férrea disciplina que le había ayudado a sobrevivir en ese infierno inhóspito, le ayudó  a recuperarse y le incitó a observar  aquel objeto atentamente con sus binoculares.

Cuando estaba a tan solo un par de kilómetros distinguió perfectamente la silueta del avión y la sorpresa le dejó casi petrificado. Era prácticamente el mismo que había derribado hacia casi cincuenta años, hasta tenía el mismo color plateado, tan llamativo y fácil de enfilar con la mira.

Apuntó hacia el aparato y abrió fuego. Al contrario que el piloto del otro avión, que se pegó al suelo acelerando e intentando atravesar la isla lo más rápido posible para hacer más difícil su puntería, este perdió velocidad e inclinó  el avión bruscamente, intentando girar ciento ochenta grados y mostrándole la panza entera para que hiciese blanco.

Mientras Kay apretaba el gatillo recordó como el otro avión hacía medio siglo había pasado como una flecha a su lado  y solo por pura suerte, con  uno de sus disparos, le había arrancado uno de los estabilizadores de la cola. El piloto intentó nivelar el avión, pero estaba demasiado cerca del suelo y rozó la arena con la punta del ala derecha haciendo que picara de morro sobre la laguna,  capotando varias veces a gran velocidad y desintegrándose en el agua.

En esta ocasión fue más fácil y tras los primeros disparos corrigió ligeramente el alza y alcanzó al avión. Dos impactos en el ala y uno en el motor hicieron que todo el ala derecha desapareciese en pocos segundos oculta bajo un intenso humo negro.


Con una sonrisa de satisfacción vio como el avión cambiaba de nuevo de rumbo y trazaba un amplio arco en torno a su isla. Al fracasar la maniobra de evasión, el piloto optaba por la única alternativa posible y enfilaba de nuevo hacia la isla. Su única posibilidad de sobrevivir era aterrizar en la playa antes de que el bimotor se partiera en dos.

Kay se relajó y observó las evoluciones del bimotor con la mano en el gatillo, pero sin la intención de disparar para ahorrar sus preciosas municiones, seguro de que terminaría por estrellarse.

Pero se equivocó. Con una maestría que contradecía la torpe maniobra anterior, el piloto estabilizó el avión y sin abrir el tren de aterrizaje se posó con suavidad en la arena. A pesar de la pericia del aviador el ala derecha estaba tan mal que solo aguantó unos trescientos cincuenta metros antes de desprenderse con el motor  averiado  mientras el resto del avión resbalaba y giraba sobre sí mismo hasta chocar finalmente de lado contra un par de enormes palmeras.

Kay soltó un juramento, cogió su ametralladora Nambu y salió corriendo en dirección al avión estrellado.


June era una artista. De no ser por la pérdida del ala podía haber salido del avión sin despeinarse siquiera. Afortunadamente cuando toparon con las palmeras iban ya a muy poca velocidad y el único daño que habían sufrido era un pequeño corte en la frente de Larry.

Salieron del avión aun medio mareados por el choque y deslumbrados por el sol, de manera que cuando vieron a aquel hombre menudo, con un fino bigote y unas gafas redondas, vestido con el uniforme de teniente del ejército japonés, creyeron que estaban viendo visiones.

Larry fue el primero en reaccionar y se acercó a él gritando indignado:

—¿Pero qué demonios crees que estás haciendo? —dijo Larry a grito pelado— Ha estado a punto de matarnos.

—¡Alto! ¡De rodillas! ¡Son prisioneros de su Majestad el Emperador del Japón! —dijo el hombre levantando una fea ametralladora.

—¡Maldito estúpido! La guerra termino hace cuarenta años. ¿Está loco?

Larry no fue consciente del peligro que corría. Se irguió aun más, soltando maldiciones e intentó correr hacia el soldado, pero una ráfaga atravesó su pecho y lo paró en seco.

El tiempo se detuvo en ese instante y las dos mujeres observaron como Larry caía y su sangre  era absorbida por la arena. Dana fue la primera que corrió hacia su marido gritando de angustia. Cuando  llegó a su lado Larry apenas se movía. Lo cogió en los brazos presionando la herida que tenía en el pecho mientras su marido intentaba hablar consiguiendo únicamente escupir cuajarones de sangre espumosa por la boca.

June llegó a continuación. Sus palabras y sus gritos se unieron a los de Dana hasta que una voz autoritaria les interrumpió.

—¡Vamos! ¡De rodillas! —gritó él japonés pinchándolas con el cañón de la ametralladora.

June se levantó como una flecha e intentó golpear al soldado, pero este, a pesar de su edad, la esquivó con facilidad y la golpeó en el estómago con la culata de la ametralladora.


Era increíble. Como se atrevían esos barbaros a humillarle enviando mujeres a hacer las tareas de los hombres. No había ningún honor en matar a una mujer aunque fuese un enemigo. Al hombre le había proporcionado una muerte digna, pero que coños iba a hacer con aquellas dos mujeres. Maldiciendo su suerte cogió a la joven delgada y semiinconsciente sobre un  hombro y colgándose la ametralladora del otro, cogió a la otra por su abundante melena rubia y tiró de ella para separarla del hombre que ya estaba muerto.

La joven intentó abrazarse al cadáver desesperada, pero Unemaro, a pesar de ser casi un anciano, era más fuerte y la arrastró, separándola del Larry, obligándola a ponerse de pie a base de fuertes tirones de su pelo y alejándolas del cuerpo agonizante.

V

Dana despertó en un lugar oscuro y húmedo. El suelo era duro y áspero. Intentó moverse para adoptar una postura más cómoda pero las ligaduras se lo impedían, tenía las manos atadas a la espalda. Intentó recordar cómo había llegado allí, pero a partir del accidente y la muerte de su marido, todo se había vuelto nebuloso. Recordaba vagamente como aquel japonés loco, tras dispararles, las había arrastrado por la arena del atolón. Recordaba el dolor de su cuero cabelludo, que no era nada comparado con el desgarrador dolor que sentía por la pérdida del amor de su vida, recordaba la enorme ametralladora golpeando suavemente la espalda del soldado y recordaba a su cuñada colgando inerme del hombro.

June, ¿Dónde estaba? Intentó aguzar la vista, pero la oscuridad era tan densa que no podía ver nada a su alrededor. Contuvo la respiración y escuchó con detenimiento. Tras unos segundos oyó una respiración suave y acompasada. Dana intentó incorporarse. Se puso de rodillas y al intentar ponerse de pie golpeó el techo de aquel lugar con la cabeza. Agachada se arrastró como pudo en dirección al sonido, intentando no perder el equilibrio, hasta que estuvo al lado de su cuñada y se dejó caer.

La llamó y la sacudió suavemente hasta que estuvo totalmente despierta.

—June, ¿Estás bien? —preguntó Dana preocupada.

—Sí, —respondió su cuñada con voz temblorosa— me duele el estómago por el golpe, pero creo que sobreviviré. —¿Dónde estamos?

—No tengo ni idea, parece una especie de almacén de hormigón.

Un silencio se impuso entre ellas hasta que Dana no pudo aguantar más y explotó:

—Lo siento, es todo culpa mía.  —dijo rompiendo a llorar.

—No, no es culpa tuya Dana. —replicó June— Nadie podía esperar que hubiese todavía soldados japoneses que no se hubiesen enterado de que la segunda guerra mundial terminó hace cuarenta años.

—Pero yo os traje aquí...

—No, fue el destino y una pista sólida los que nos trajeron aquí. Al final el viejo resultó estar en lo cierto. —dijo June  tristemente.

A pesar de lo que pudiese decir su cuñada, no podía dejar de sentirse culpable. Su marido se había ido y ya no volvería. Jamás se lo perdonaría, siempre se arrepentiría de haberse involucrado en la aventura de los dos hermanos.

June sintió su dolor y se pegó a ella en un torpe remedo de abrazo. Dana dejó que el cuerpo esbelto y cálido de su cuñada la envolviese y rompió a llorar de nuevo suavemente, dejando que las lágrimas corriesen libremente por sus mejillas.

No hubo más palabras. Las dos mujeres se quedaron tumbadas, muy juntas, en la húmeda oscuridad y lloraron hasta que se quedaron dormidas de nuevo.

El sonido de unas bisagras oxidadas y la luz del sol las sorprendió en la misma postura.

—¡Vamos! ¡Fuera! —dijo el soldado japonés con tono cortante.

Salieron a la luz del día como pudieron, sudorosas y deslumbradas por la intensa luz tropical. Intentaron ponerse de pie, pero el teniente Unemaro se lo impidió golpeándoles tras las rodillas con una fusta. Cayeron de bruces sobre el áspero suero coralino del atolón intentando ahogar un quejido de dolor.

Al sentir la tenue brisa proveniente del océano se dieron cuenta de que el hombre les había quitado casi toda la ropa hasta dejarlas en bragas y sujetador. La lencería de June era deportiva, oscura y discreta, pero el estilo de Dana era mucho más sofisticado y tanto el sujetador como las bragas tenían abundantes transparencias y solo los bordados tapaban sus zonas más íntimas. Al verse en esa situación Dana intentó taparse sin darse cuenta que aun tenía las manos atadas a la espalda.

—Nombre y número de serie. —ladró el hombre cuando se puso frente a ellas.

—¿Qué coño...?

La frase fue interrumpida por un fustazo del soldado en la cara de June. Un fino hilo de sangre apareció en el pómulo de la joven y el dolor le obligó a recurrir a toda su fuerza de voluntad para no gritar.

—¡Jódete cara de limón! ¡Por si no te habías enterado, la guerra terminó hace cuarenta años! —dijo Dana intentando desviar la atención del japonés de su machacada cuñada.

El hombre reaccionó inmediatamente  y  le dio una patada a Dana que le obligó a caer de lado sin aliento. June aprovechó ese momento de despiste para incorporarse y cargar con el hombro contra el hombre.

Unemaro no lo esperaba y estuvo a punto de caer, pero finalmente recuperó el equilibrio y le dio un codazo en el omóplato  derribándola. June se retorció intentando volver a incorporarse, pero con un ligero golpe de su bota la obligó a permanecer en el suelo.

—¡Nombre y número de serie! —repitió el soldado sin inmutarse.

—No somos soldados. —dijo Dana intentando acercarse a su cuñada para ver como se encontraba.

—Entonces son espías, no tienen ningún derecho. Me contarán todo lo que saben y luego las fusilaré.

Dana no podía creer lo que estaba oyendo. Aquello tenía que ser una maldita pesadilla. Tenía que haber una forma de hacer entrar en razón a aquel maldito imbécil. Volvió a arrodillarse, miró a los ojos a aquel hombre e intentando parecer lo más sincera posible, empezó a  hablar.

—Mire, señor...

—Teniente Unemaro, Kay Unemaro, de la Marina Imperial Japonesa.

—De acuerdo teniente. Sé que lo que le digo es difícil de digerir, pero ninguno de nosotros es o ha sido en ningún momento de nuestra vida soldado o espía al servicio de ningún gobierno. La guerra terminó hace más de cuarenta años, el Imperio Japonés se rindió a los Estados Unidos el quince de agosto de mil novecientos cuarenta y cinco.

—Imposible, el Imperio Japonés jamás se rendiría ante unos estúpidos gaijin. El emperador sabe perfectamente que todos los japoneses daríamos nuestra vida con orgullo antes de rendirnos. Nuestro orgullo como nación quedaría deshonrado, jamás volveríamos a levantar la cabeza.

—Pues es la pura verdad. —dijo Dana intentando parecer lo más sincera posible.

—¿Ah? ¿Sí? ¿Y cómo se supone que consiguieron hacer que nos rindiésemos? ¿Invadieron Japón? ¿Capturaron a su majestad el emperador?

—No, lanzamos un par de bombas que destruyeron dos de vuestras ciudades por completo.

Kay se quedó sorprendido. Durante un segundo había dudado. Llevaba cuarenta años sin contactar con ninguno de sus superiores y no sabía nada del transcurso de la guerra desde la gloriosa defensa de la isla de Guadalcanal. Aunque la rendición le parecía imposible, quizás se lo hubiese creído si la chica no hubiese inventado esa burda patraña. Una sola bomba destruir una ciudad entera.... Esa mujer creía que era tonto.

—¿De veras crees que voy a tragarme ese cuento? —dijo el teniente Unemaro— Es imposible destruir una ciudad con una sola bomba.

De repente Dana se dio cuenta de que no debía haberle dicho eso. Intentó buscar una forma de explicarle a alguien que no había vivido en la era nuclear el inmenso poder del átomo.

—Verá, se que parece...

—No se preocupen, tarde o temprano me dirán la verdad. Tengo todo el tiempo del mundo para haceros hablar y conseguiré que me digáis todo lo que sabéis.

—Por favor... Solo tiene que conectar la emisora y preguntar a cualquier radioaficionado...

—Imposible, hace años que no está operativa. —replicó el teniente soltándoles las ligaduras y alejándose.

Dana se incorporó inmediatamente y se inclinó sobre June. Estaba aturdida y dolorida, pero afortunadamente no tenía nada roto. Le ayudó a levantarse y cargando con ella como pudo le acompaño hasta la sombra de una palmera. Allí sentadas observaron la pequeña figura del soldado japonés alejándose de ellas.

Unemaro se alejó meditabundo. Hasta aquel día jamás se había planteado que la guerra pudiese haber terminado y se hubiesen olvidado de él. Pensándolo detenidamente no era imposible. Su misión era ultrasecreta. No supo su contenido hasta que desembarcó en la isla y abrió el sobre que el mismo Yamamoto en persona le había entregado.

Aun lo recordaba como  si fuera ayer. Aquel  enero de mil novecientos treinta y siete desembarcó del submarino de abastecimiento y tomó posesión de la isla. En ella los esclavos chinos  habían construido una pequeña estación de radio y un bunker subterráneo con todo lo necesario para una larga estancia y para mantener la existencia de la base en secreto a toda costa. Su primera tarea fue hacer desaparecer sus cuerpos.

Su misión era interceptar las trasmisiones que se producían entre los Estados Unidos y Australia y entregarlas al submarino de abastecimiento que  llegaba una vez cada tres semanas. Tenía terminantemente prohibido emitir ninguna trasmisión salvo en caso de emergencia. Solo el capitán y el navegante del submarino, el almirante Yamamoto y su Majestad el Emperador Hirohito en persona sabían exactamente dónde estaba y cuál era su misión.  Durante toda su estancia en el atolón los dos únicos avistamientos del enemigo habían sido los dos aviones que había derribado, el primero  apenas medio año después de haberse instalado y el segundo ahora.

El submarino siguió llegando puntualmente hasta que a principios de mil novecientos cuarenta y dos dejó de presentarse. Solo había usado una vez antes el emisor para radiar un mensaje de socorro con un pañuelo delante del micrófono y simular que el avión que había derribado en 1937 tenía problemas de navegación y se estaba quedado sin combustible. Acuciado por la necesidad uso el transmisor  por segunda vez  y envió la palabra clave para advertir del problema. Tardaron dos meses más,  pero un nuevo submarino le trajo nuevos pertrechos y durante unos meses más la estación siguió activa, pero en mil novecientos cuarenta y tres el contacto  se interrumpió definitivamente. El equipo de radio se estropeaba con facilidad en aquel clima y pronto se le acabaron los repuestos dejando la estación inactiva.

Volvió a enviar varias veces la clave pidiendo ayuda sin recibir respuesta. Finalmente el transmisor también se estropeó y ya ni siquiera pudo emitir. Al principio se desesperó, luego se concentró en lo que creyó que era su misión secundaria, defender la isla a cualquier precio.

Y ahora venían esas dos sucias gaijin e intentaban liarle con una burda mentira. Controlando las ganas que tenía de volver y cortarle la cabeza a esas mujeres entró en su bunker y se sentó a meditar.

VI

El sol empezaba a ocultarse en el  horizonte, lo que  junto con la brisa que se había levantado del mar, revivió ligeramente el ánimo de las mujeres.

June se había recuperado casi totalmente, aunque estaba dolorida y lucía dos espantosos verdugones en su piel morena. Pero su ánimo estaba por los suelos. Los acontecimientos la habían golpeado aun más fuerte que a Dana. Sospechaba que se sentía culpable porque aquel viejo la había derribado con facilidad y no había sabido detener a su hermano.

—Bueno, no sé tú, pero yo me muero de hambre. —dijo Dana incorporándose y sacudiéndose la arena—Voy a ver si queda algo de comida dentro del avión.  Tú quédate  aquí.

Apretó ligeramente el hombro de su cuñada y se dirigió a un pequeño montículo que había playa abajo para ver si podía hacerse una idea de dónde estaba el Electra. Lo descubrió "aparcado" contra las palmeras unos doscientos metros a la izquierda. Con una sonrisa echó a andar y llegó en apenas un minuto. Entró rápidamente, incapaz de contener el rugido de sus tripas hambrientas, pero aquel diablo se les había adelantado y se había llevado todo lo que no estaba atornillado; hasta el colchón en el que había descansado había desaparecido.

Un ruido tras ella la sobresaltó y se dio la vuelta con el puño en alto.

—Veo que no ha dejado nada. —dijo June inspeccionando el interior del aparato— Veamos si hizo lo mismo en la cabina.

La cabina había sido inspeccionada. June trasteó con los botones de la radio, sin ningún resultado. Estaba muerta. Los indicadores de la batería estaban a cero. Los golpeó sin conseguir que la aguja se moviese.

—Mierda, creo que no vamos a poder pedir ayuda. —dijo Dana sin poder ocultar su desilusión.

June le guiñó un ojo y sentándose en el asiento del copiloto rebuscó bajo él hasta que encontró lo que buscaba. Una pequeña pistola automática de color negro brillaba peligrosa como una serpiente en las manos de la mujer.

—Vamos a matar a ese hijoputa. —dijo June amartillando el arma.

Estaba a punto de salir con el arma del avión cuando Dana la detuvo.

—Piénsalo bien. Yo tengo tantas ganas de matar ese cabrón como tú, pero no es el momento. Estamos débiles y hambrientas y ese hombre es un soldado adiestrado. Hay que esperar la oportunidad adecuada.

—Es solo un viejo y te garantizo que de esta noche no pasa. Mató a mi hermano y ahora le voy a hacer pagar por cada gota de sangre de Larry que ha derramado. —replicó su cuñada liberándose de un tirón.

Dana no pudo hacer otra cosa que seguirla deseando que aquello no terminase en un desastre e intentando convencerla de que lo pensara mejor hasta que June le obligó a callar con un gesto.

El sol ya se había ocultado en el horizonte y apenas se veía a más de diez metros de distancia en aquella densa oscuridad tropical. El campamento del soldado estaba tan bien camuflado que tuvieron que dar algo más de una vuelta entera al atolón antes de tropezar literalmente con el búnker.

Era una construcción baja de hormigón situada bajo tres cocoteros, similar al lugar dónde las habían encerrado por primera vez, pero más amplio. La antena de la radio se elevaba casi treinta metros, Estaba adosada a uno de los troncos y desaparecía entre las hojas de las palmeras.

Una luz salía por un estrecho ventanuco. Dana intentó detener a su amiga una última vez sin conseguirlo y entró tras ella procurando no hacer ningún ruido.

Entraron en un pasillo tenuemente iluminado. Dejaron tres puertas atrás hasta que llegaron a una bajo la que se adivinaba una raya de luz. Con un gesto rápido June abrió la puerta y empuñó la pistola en dirección a la figura que estaba sentada en el suelo, cenando.

Kya no dio ninguna muestra de sorpresa. Llevaba un kimono de seda blanca y estaba cenando algo que parecía sushi.

—¿Has venido a matarme? —preguntó el teniente cogiendo un pequeño trozo de pescado con los palillos con la precisión de un cirujano y llevándoselo a la boca— Porque yo que tú me lo pensaría mejor.

—¡Mataste a mi hermano, japo de mierda y ahora voy a matarte yo a ti! —dijo apuntando al soldado.

—¿Y luego qué? ¿Lo has pensado bien? ¿Cómo pensáis sobrevivir en esta isla?

Unemaro continuó comiendo, impasible, como si la joven que estaba frente a él no estuviese apuntándole con un arma, dispuesta a volarle la tapa de los sesos. Observando con detenimiento como la determinación de la joven americana se iba diluyendo en un mar de dudas.

—¿Sabes qué es lo que se siente cuando te mueres de hambre poco a poco? Los retortijones, la debilidad constante, las ulceras y los insectos comiéndote vivo sin que puedas hacer nada por evitarlo. Yo estoy preparado para morir para mayor gloria del Ejército Imperial, ¿Y vosotras?

El hombre se levantó lentamente y se acercó sin dejar de mirarla tras aquellas gafas redondas hasta ponerse frente a June. Con suavidad le quitó el arma, la descargó, la posó con delicadeza al lado del sushi y luego, con un movimiento rapidísimo, le dio un fuerte bofetón a June  que le hizo tambalearse y caer al suelo.

—Creo que necesitáis una lección, que sepáis quién es el que manda aquí.

Horrorizada Dana observó como el hombre se quitaba el kimono y los calzones. June intentó levantarse, pero Unemaro la cogió por el sujetador y se lo arrancó  a la vez que estampaba su cuerpo contra la pared de hormigón.

La joven gritó consciente por primera vez de las intenciones del soldado. El teniente agarró los pechos de June y los mordió con fuerza. La angustia y las lágrimas de June fueron demasiado. Dana sabía por lo que su cuñada estaba pasando, estaba segura que aquello la destrozaría por dentro y sin pensarlo se acerco al soldado.

—¡Eh! ¡Tú! ¡Mono amarillo! ¿De veras te vas a conformar con ese fideo pudiendo degustar un buen filete? —dijo Dana quitándose el sujetador y amasándose los pesados pechos.

Unemaro se volvió, sorprendido por primera vez en aquella noche y Dana pudo sentir aquellos ojillos avariciosos centrados en sus  pechos.

—¡Vamos hijo puta! Enséñame de lo que eres capaz de hacer con ese micropene de mierda.

El japonés se lanzó sobre ella y cogiéndola por el cuello le obligó a arrodillarse metiéndole la polla en la boca.

—¡Puaj! Sabe ha tripas de pescado. —dijo ella separándose un instante.

June no podía creer lo que veía. No podía evitar su admiración ante la forma en la que le había salvado Dana y la actitud desafiante con la que se enfrentaba a  su violador, conservando su dignidad a pesar de que el soldado penetraba su boca con dureza.

Unemaro mantenía agarrado el pelo de la joven intentando taparle la boca a Dana con su polla,  pero Dana conseguía separarse para respirar e insultar al hombre.

Dana había tenido una infancia y adolescencia borrascosas en lo más profundo de Hell´s Kitchen, todo aquello podía haberla matado, pero solo la había hecho más fuerte, todas esas malas experiencias hacían que aquel viejo fuese una especie de desagradable pasatiempo.

—Siempre la has tenido así de pequeña o ha sido a consecuencia de matarte a pajas durante cuarenta años.

El hombre gruñó y la tumbó sobre el suelo  quitándole las bragas a tirones. Dana estaba muerta de miedo, pero no estaba dispuesta a admitirlo, no pensaba darle a aquel hombre ninguna satisfacción. El soldado abrió sus piernas, se tendió sobre ella y le penetró. La polla dura y caliente entró bruscamente haciéndole daño en su coño seco y contraído por el asco. Recurriendo a toda su fuerza de voluntad se limitó a seguir insultándole mientras intentaba mantener el cuerpo lo más relajado posible sin emitir ningún gemido o grito intentando parecer un pescado muerto.

El peso de aquel cuerpo blando y sudoroso y aquella boca cruel chupando y lamiendo sus pezones la repugnaba tanto como tener una polla que no era la de Larry dentro de ella. Al recordarle casi no pudo contener las lágrimas y para evitarlo concentró todo su ser en despreciar al hombre que la estaba violando.

—¿Dime la verdad, a cuantos pescados te has follado estos años? ¿Cuántos atunes has sodomizado para apagar tu sed? ¿O el submarino te traía cada poco una gallina para que la reventases a polvos?

Unemaro no contestó y la dio la vuelta poniéndola a cuatro patas y volviendo a penetrarla con golpes secos y rápidos.

—¿Es esta la costumbre en Japón? ¿Vuestras mujeres son tan feas que preferís verles el culo antes que la cara?

Paralizada por el horror de la escena, June vio como el hombre cogía a Dana por el cuello y apretaba con fuerza para hacerla callar sin dejar de penetrarla. Los reproches de Dana se convirtieron en broncos carraspeos mientras el hombre la follaba salvajemente haciendo que todo el cuerpo de la joven temblase.

Por fin, el hombre, a punto de correrse, apartó las manos del cuello de Dana, sacó la polla de su coño  y dándole la vuelta eyaculó sobre su cara.

Dana que aun boqueaba en busca de aire, recibió la repugnante lluvia. El semen salpicó sus mejillas y sus ojos y cayó dentro de su boca produciéndole una arcada.

Impasible, el hombre recogió su kimono y el arma de June y abandonó la sala.

June se quedó mirando como Dana se arrodillaba y escupía el semen que se había colado en su boca.

Había observado impotente y  aterrorizada mientras aquella mujer la había defendido interponiéndose entre ese animal y ella. No pudo evitar pensar lo confundida que había estado con su cuñada. Jamás hubiese pensado que una mujer de aspecto tan frágil se hubiese comportado ante tamaña agresión con esa entereza.

—¿Te encuentras bien? —dijo June acercándose.

—No te preocupes, escuece un poco pero sobreviviré. Ese jodido patán no sabe tratar a una mujer. —dijo Dana con voz ronca, acercándose a la mesa y cogiendo uno de los trozos de pescado con los dedos— Aprovecha y come algo.

Durante los siguientes minutos solo se oyó el ruido de masticación mientras las dos mujeres devoraban todo el pescado con avidez. Cuando terminaron, Dana se levantó y cogiendo a June, la sacó del búnker y la llevó de vuelta al avión.

—Tenemos que hacer planes. —dijo Dana sentándose en una de las alas del aparato.

—¿Planes para qué?

—Para salir de aquí.

—¿Cómo? —preguntó June— Ese hombre esta tan seguro de que no podemos escapar de esta isla que no se molesta en encerrarnos. Ni siquiera él puede salir de aquí.

—Tampoco lo ha intentado. Tenemos que convencerle de que la guerra ha terminado. Eso es lo principal. Aun no sé cómo. Si pudiésemos hacérselo comprender, quizás podría haber una manera de salir de aquí si los tres colaboramos.

—No lo entiendo. Ese hombre te ha violado. Yo solo querría matarlo. Y tú estás pensando en colaborar con él.

—Créeme, yo también le odio con todas mis fuerzas. Pero él tiene razón. Sin su ayuda no conseguiremos sobrevivir y menos salir de esta jodida isla. —dijo Dana acariciándose el cuello magullado.

—¿Y cómo piensas hacerlo? —preguntó June intrigada.

—Aun no lo sé. Lo que está claro es que ese hombre cree que aun está en guerra. Se ha aislado de la realidad como medio de supervivencia. Lo único que se me ocurre es recurrir a su honor.  —dijo Dana abrazando a su cuñada y disponiéndose a dormir bajo las estrellas.

VII

Unemaro estaba inquieto. Creía que el tiempo y el hambre le ayudaría a descubrir la mentira de aquellas mujeres, pero llevaba varios días interrogándolas y sus respuestas habían traído más interrogantes que soluciones. Cuando les había preguntado por qué habían venido a su isla ellas respondieron que habían venido tras la pista de otro avión similar al suyo, evidentemente,  el que había derribado hacia cincuenta años. Cuando les preguntó que tenía ese avión de especial le contaron una historia sobre una gran aviadora de la época y una misión de espionaje. Era de locos, resultaba que el primer avión tenía una misión militar y el segundo, exactamente igual, no. Le preguntaron si sabía algo del avión pero el teniente estaba seguro de que solo intentaban desviar su atención y no les contó nada. Siguió con los interrogatorios, incluso lo intentó con la amenaza del dolor físico, pero no había conseguido que cambiasen su historia. También las había interrogado por separado para buscar fallos o contradicciones, pero tenían  tan bien estudiada su cobertura que en ningún momento consiguió que se salieran del guion.

La rubia era especialmente belicosa. La había violado y en vez de llorar y suplicar se había dedicado a insultarle de una manera tan grosera que le descolocó y le costó un gran esfuerzo de concentración llegar hasta el final. Había pensado en aislarlas una de la otra, pero ya no era un jovencito y sus casi setenta años no le permitía realizar demasiados esfuerzos. Incluso había optado por dejarlas sueltas para que intentasen buscar un poco de comida y no tener que cargar el solo con la responsabilidad de alimentar a los tres.

Se acercó al borde de la laguna y lanzó la caña de pescar. La pesca le relajaba y le ayudaba a pensar. Mientras observaba la punta de la caña esperando que algún pececillo picase en el cebo, intentaba imaginar lo que sería pasar el resto de sus días con esas gaijin entrometidas e impertinentes.

Las dos mujeres le miraban con enfado y mantenían la distancia. Solo se acercaban cuando el hambre las impulsaba y era entonces cuando intentaba interrogarlas. Las sesiones terminaban invariable con gritos y amenazas. Finalmente las dejaba marchar consciente de que tenía todo el tiempo del mundo para que le dijesen la verdad.

Algo tocó el anzuelo y la punta de la caña vibró por un instante, pero enseguida se quedó quieta, en otra circunstancia se hubiese mantenido imperturbable, pero en esa ocasión soltó un gruñido de impaciencia y recogió el sedal volviendo a lanzarlo un poco más a la derecha.

Malditas mujeres, todo lo tenían que complicar...


Le vieron volver de la laguna con un par de peces no demasiado grandes. Sabían que la mayor parte se la comería él y que ellas solo recibirían lo suficiente para mantenerse, así que se pasaban casi todo el día buscando algo para completar la parca dieta. A pesar de ello solo conseguían algún coco y unas pocas almejas o algún cangrejo con lo que tenían que recurrir a aquel cabrón para no morirse de hambre y era entonces cuando aprovechaba para interrogarlas. Los interrogatorios eran duros, pero en vez de usar la violencia jugaba más con el desprecio, consciente de que nadie iba a sacarlas de allí.

Todavía no comprendían como  aquel hombre podía pensar en que la guerra pudiese durar más de cincuenta años. Quizás la  estricta disciplina japonesa, unida al largo aislamiento y la edad avanzada del hombre, hubiesen provocado una cierta evasión de la realidad, necesaria por otra parte para poder sobrevivir en un ambiente tan hostil. Cada vez tenían más claro que sería muy difícil devolver a aquel jodido fanático a la realidad.

Aquella noche no fue diferente. El teniente se empleó a fondo, las insultó y les tiró la comida obligándolas a que la  recogiesen del suelo, las interrogó sobre lo que había pasado tras la guerra. Quería que continuaran con las mentiras hasta que se saliesen del guion preestablecido y se contradijesen:

—A ver si lo he entendido. —dijo Unemaro— Me decís que ahora hay aviones a como los llamáis... a reacción, capaces de llevar quinientos pasajeros con sus equipajes a mil kilómetros por hora atravesando océanos sin escala y que los americanos habéis llegado a la luna y sin embargo vosotras venís hasta aquí con un avión igualito al que derribé hace cincuenta años...

—¿Cómo? —le interrumpió June—¿Derribaste el avión de Amelia? ¿Dónde cayó? ¿Hubo supervivientes?

—Silencio, perra. —dijo Kay cabreado por el desliz—Aquí las preguntas las hago yo. Tenía órdenes. Nadie podía saber que esta isla estaba habitada y lo derribé. Se deshizo en mil pedazos en la laguna. No sé quién lo pilotaba ni me importa.

—Cerdo, no tienes sentimientos. —le dijo la rubia con una voz fría como el hielo.

—Y vosotras sois unas putas mentirosas. —replicó el soldado haciéndoles señas de que debían abandonar el búnker.

VIII

Cada día que pasaba entendían un poco más a aquel hombre y la admiración y respeto que sentían por su determinación había crecido  notablemente. Después de la primera semana de hambre, interrogatorios y soledad, los días estaban empezando a fundirse unos con los otros y los pasaban en una especie de estado de semiinconsciencia del que cada vez les resultaba más difícil salir. La ausencia de esperanzas de que alguien se acercase para rescatarlas al haberse desviado tanto de la ruta  no ayudaba.

Solo la tumba superficial de Larry, que ellas mismas habían excavado con sus manos desnudas a pocos metros de la puerta del avión siniestrado, las sacaba de aquel estado. Las dos amigas aprovechaban esos momentos de lucidez para buscar una manera de devolver  a ese hombre a la realidad y ambas sabían que debía ser pronto.

Estaba claro que  tenían que reducir a ese hombre, y creían saber cómo convencerle de que no le estaban mintiendo. Pero  a  pesar de que el teniente Unemaro tenía alrededor de setenta años, su estado de forma era excelente y era un soldado adiestrado en varias clases de artes marciales. Además mantenía las armas fuera de su alcance. Jamás las llevaba encima, consciente de que no las necesitaba para reducirlas y las mantenía ocultas, presumiblemente bajo llave.

La única alternativa que les quedaba era que una le distrajera y otra aprovechara para noquearle con lo primero que tuviese a mano. Dana intentó seducirle de nuevo un par de veces, pero sospechaba que la vez anterior le había dejado sin ganas de volver a tomarla. Incluso June había hecho de tripas corazón y se había acercado al japo, pero este se había mostrado despectivo y no había desperdiciado ni siquiera una mirada en ella.

Desesperadas, decidieron jugarse el todo por el todo y le vigilaron  día y noche esperando una oportunidad. El éxito del plan se basaba en que el soldado tenía que creer en que las había encontrado por casualidad y lo siguieron en sus quehaceres diarios. Pronto descubrieron que lo metódico de sus costumbres era probablemente lo que había mantenido un residuo de cordura. Todas las mañanas se levantaba con el sol, salía de su búnker y realizaba una larga serie de ejercicios y katas de artes marciales, primero desarmado y luego con una katana. A continuación se daba un largo baño en la laguna y luego se retiraba a su bunker para pasar las horas más tórridas del día y no salía hasta ya avanzada la tarde. Era cuando cogía una caña de pescar y buscaba un lugar adecuado en la laguna para pescar y recoger algo de marisco.

Cada cierto tiempo cambiaba el lugar dónde echaba la caña y escondidas entre la maleza observaron como uno de sus lugares favoritos era un promontorio que daba a la laguna  y que tenía unas excelentes vistas sobre gran parte de la costa y especialmente de una pequeña y recogida cala a poco más de doscientos metros y que solo era visible desde allí.

Durante los siguientes días le siguieron hasta que por fin volvió a ese lugar. No tenían tiempo que perder así que pusieron en marcha su plan.

Entraron en la playa persiguiéndose y riendo con el pelo suelto y solamente vestidas con unas braguitas. Finalmente June atrapó a Dana y la tiró en el suelo. Ambas rieron recurriendo a toda su fuerza de voluntad para no girar la cabeza hacia el promontorio y se besaron. La verdad es que no sabían cómo se iban a sentir exactamente. Pero la estancia en aquel infierno y la pérdida de Larry las había unido más que nunca y el beso les pareció mucho más natural de lo que habían esperado.

Dana se separó juguetona y se levantó mientras June se quedaba tumbada sobre la arena con las manos por encima de su cabeza y una sonrisa que hacia aun más seductores aquellos preciosos labios. La figura esbelta y la piel color miel de June hacían que Dana sintiese que estaba en presencia de un bello felino.

Con un gesto perezoso bajo las manos y se acaricio los pechos. Dana los observó y los comparó con los suyos. Eran más pequeños y perfectamente esféricos con  pezones y areolas pequeños y oscuros. Se inclinó y colocándose sobre ella dejó que sus pechos pesados y pálidos los golpeasen. Los pezones de ambas entraron en contacto erizándose inmediatamente y trasmitiéndole una cálida sensación de placer.

La mano de June se separó de su pecho y asió y sopesó el de Dana, siguió sus venas azules con la punta de los dedos hasta llegar a sus pezones. Los acarició y pellizcó suavemente hasta que Dana soltó  un largo suspiro y restregó su pubis contra el muslo de su cuñada. La sensación fue totalmente distinta a la que había experimentado con el soldado japonés encima de ella. En cuestión de segundos se había olvidado de los planes y frotaba sus húmedas braguitas contra los muslos del June con movimientos lentos y amplios.

June percibió con claridad la excitación que estaba haciendo presa en el cuerpo de su amiga y pronto se dio cuenta que su cuerpo estaba reaccionando también. Con un movimiento suave y fluido apartó las manos de los pechos de Dana y rodeando su torso con los brazos acarició su espalda y hundió los dedos en su espesa melena rubia.

Con un ligero tirón acercó la boca de Dana a sus labios y la besó de nuevo. Dana respondió con suavidad sacando la punta de la lengua e introduciéndola en su boca entreabierta. Los dientes de June se cerraron sobre ella con suavidad y  la atraparon juguetones justo antes de abrir la boca e introducir profundamente su lengua en la boca de Dana. De repente todo se descontroló, los besos se hicieron profundos y ansiosos, ambas se saborearon la una a la otra. Las manos de Dana se escurrieron por los costados de June hasta acabar bajo su braguita mientras June jugaba y tironeaba la melena de Dana sin dejar de besarla ansiosamente.

June empezó a gemir suavemente al sentir los dedos de su cuñada acariciando su sexo y explorando su húmedo interior. Tras unos segundos Dana deshizo el beso y con sus labios comenzó a repasar el cuerpo de June chupando, lamiendo y mordisqueando sus axilas, sus pezones y su ombligo hasta llegar a su pubis.

Cuando su amiga le quitó las braguitas y envolvió los labios de su vulva con la boca, una sensación inédita recorrió el cuerpo de June. Nunca había sido una mujer muy interesada por el sexo, sus relaciones habían sido siempre escasas, fugaces y ligeramente insatisfactorias, pero la sabia lengua y los hábiles dedos de Dana  estaban despertando sensaciones que nunca había experimentado. Sentía como si todas su ingles burbujearan e irradiaran un intenso placer por todo su cuerpo.

Sin apenas darse cuenta de lo que hacía abrió sus piernas y dejó que Dana la explorase mientras jugaba con su melena rubia. Los gemidos se transformaron en gritos y el placer le recorría el cuerpo haciendo que los espasmos atenazasen su cuerpo desde la cabeza hasta la punta de los pies.

Haciendo un supremo esfuerzo por controlarse apartó a Dana y la tumbó sobre la ardiente arena. Sentándose a su lado acarició su cuerpo. Sus manos eran más torpes, pero notó que Dana respondía. Su respiración se hizo más rápida y superficial y los gemidos de Dana, más fuertes y desinhibidos espantaron a un par de alcatraces que descansaban en una palmera.

Con precaución June pasó las piernas a ambos lados de la cabeza de Dana dejando su coño a la altura de su boca mientras enterraba la cara en su entrepierna. Fue como si el placer recorriese sus cuerpos en un circulo infinito. Electrizándolas y desbordándolas. Sus cuerpos sufrían violentos espasmos mientras sus sexos expelían seductores jugos que ambas paladeaban golosamente. Rodaron por la playa sin despegarse, la arena se colaba en sus bocas y se pegaba a sus cuerpos sudorosos, colándose en todos su pliegues, pero nada importó cuando sus cuerpos se agarrotaron casi a la vez recorridos por un violento orgasmo.

Cuando finalmente June abrió los ojos vio a Unemaro de pie frente a ellas. Ocultando su cara de satisfacción, se tumbó boca arriba, con las piernas abiertas hacia el soldado para que este pudiese ver como los jugos del orgasmo resbalaban fuera de su coño haciendo un surco en la arena que cubría su piel.

Unemaro se había acercado al oír los gemidos y ver como las dos mujeres hacían el amor en la pequeña cala. Sin saber muy bien porque, la curiosidad había podido con él y se había dirigido a la playa para ver a las dos mujeres haciendo el sesenta y nueve hasta que un fuerte orgasmo las dejó exhaustas.

La morena se dio cuenta de su presencia y dejando a su amante tumbada y jadeante, se giró hacia él y separó las piernas para exponer el coño chorreante a la vista de Unemaro que lo miraba hipnotizado.

En ese momento todo ocurrió tan rápido que no tuvo ninguna oportunidad, June le lanzó un puñado de arena a los ojos cegándole y levantándose rápidamente le dio una patada en los huevos con toda sus fuerzas obligándole a doblarse con el intenso dolor mientras  Dana se levantaba como una flecha y cogiendo un trozo de madera que habían escondido entre la arena,  le arreaba con todas sus fuerzas en la sien dejándole inconsciente inmediatamente.


Cuando despertó era él el que estaba atado de pies y manos en el bunker. La primera sensación fue el dolor de cabeza, la segunda fue la impotencia y el profundo deshonor que suponía que dos estúpidas putas Gaijin se las hubiesen arreglado para engatusarle y noquearle.

Profundamente avergonzado continuó con los ojos cerrados intentando negar la realidad. Pero era imposible, solo era un viejo necio que se había dejado engañar y ahora pagaría el precio de su estupidez.

IX

Ahora que lo tenían reducido no sabían qué hacer con él. Se limitaba a estar sentado sobre el suelo, quieto como una estatua y silencioso como una piedra. Lo habían probado todo y no habían conseguido nada.

Se les acababa el tiempo y lo sabían y lo peor era que él también  lo sabía.  Ni las amenazas, ni la privación de agua y comida hicieron ninguna mella en el soldado.

Estaban a punto de rendirse cuando June dijo que tenía una idea y dejó a Dana vigilándole. Volvió de madrugada con un paquete que dejó al lado de la puerta y se sentó frente al Teniente Unemaro.

—Teniente, vamos a dejarnos de tonterías. Ambos sabemos que estamos en un punto muerto. Así que le voy a decir lo que vamos a hacer. Voy a liberarte a cambio de que hagas una sola cosa por nosotras.

El hombre arqueó las cejas por toda respuesta. Algo era algo.

—Sé que no nos crees, —continuó armándose de paciencia— pero ahora no tenemos por qué mentirte. Es verdad que la guerra ha terminado. Te soltaremos y todo lo sucedido quedará entre nosotros, solo te exigimos que conectes con alguien por radio y le hagas unas preguntas para que te convenzas de que te hemos estado contando la verdad.

—No importa. —dijo el japonés con voz ausente— Ya no tengo honor y que vosotras mintáis para protegerme no hace que esta mancha desaparezca. Además aunque quisiese, no tengo forma de comunicarme con el exterior. La única forma de hacerlo sería la radio pero no funciona y hace decenios que no tengo repuestos.

—Si hubiese una manera, ¿Prometerías escuchar y pedir ayuda para salir de aquí?

El teniente estaba confundido. Estaba dispuesto a morir de hambre y sed, o de un tiro en la nuca, pero no entendía por qué aquellas mujeres insistían en su mentira hasta el punto de prometerle dejarlo en libertad a cambio de una simple promesa.

—Y si conocéis la manera  de comunicaros con el exterior, ¿Por qué no lo hacéis vosotras mismas?

—Porque no podemos hacerlo nosotras solas. —dijo June abriendo el paquete y mostrándole la radio que había extraído del Electra.

Unemaro no pudo creer lo estúpido que había sido, ¿Cómo demonios no se le había ocurrido antes a él? Ahora que tenía la forma de comunicarse con sus superiores estaba inmovilizado. Impotente ante los caprichos de dos mujeres.

—¿Qué respondes? —preguntó Dana impaciente.

Unemaro se mantuvo en un hosco silencio.

—Está bien, te lo vamos a poner un poco más fácil. —dijo June— Te dejaremos que intentes contactar con tus superiores para que veas que decimos la verdad. La única condición es que hables en inglés para que podamos entender lo que dices.

El teniente no podía negarse. Su deber estaba por encima de su honor, cuarenta años era demasiado tiempo para mantenerse aislado  sin intentar contactar con sus superiores. Así que sin otra alternativa optó por rendirse y asentir.

—¿Lo prometes por el honor del Emperador?

—Lo prometo. —dijo Unemaro escupiendo cada palabra con una rabia que les hizo a las mujeres temblar de miedo— Pero si resulta que me habéis mentido os mataré como a las perras sarnosas que sois.

June no se lo pensó dos veces. Sabía que aquel juramento ataba a aquel hombre y la devoción que sentía por su emperador le obligaría a cumplir con su promesa. El soldado se frotó las muñecas sin decir nada y tras devolverle la circulación a sus manos cogió el paquete y se internó en un estrecho pasadizo que había disimulado tras una bandera japonesa en el otro extremo de la habitación.

La vieja radio del avión funcionaba perfectamente, así que el teniente solo tuvo que conectar unos cables y poner en marcha el generador. El vetusto cacharro emitió un reconfortante zumbido y el dial se iluminó.

Unemaro escogió la frecuencia establecida y emitió la palabra clave. No hubo respuesta. Cambió a la frecuencia de emergencia y una voz que no reconoció la clave   le dijo que aquella era una frecuencia restringida y que debía abandonarla de inmediato.

Recordando su promesa El teniente Unemaro respiró hondo y agarrando el micrófono con fuerza comenzó a hablar en inglés:

—Soy el teniente Kay Unemaro, del tercer batallón de ingenieros del regimiento Aoba. número de identificación  07492E-47-3. Exijo hablar con quién esté al mando.

—Pero...

—Está bien, deme su nombre y su número de identificación y ya arreglaré esto con sus superiores...

—No creo que sea necesario teniente, enseguida le pongo con mi capitán.

Se oyeron unos ruidos y un agudo pitido antes de que una voz ronca y autoritaria les interpelase:

—Aquí el capitán Aoyama ¿Quién demonios me despierta a estas horas de la madrugada?

—Teniente Kay Unemaro, señor, en misión especial para el emperador en la isla Gardner.

—¿La isla Gardner? ¿Dónde puñetas esta ese cochino lugar?

Se oyeron unos susurros y crujido de papeles del otro lado del micrófono y lo siguiente que oyeron fueron las palabras del capitán teñidas de asombro.

—Me está tomando el pelo, hijo. —dijo el capitán sin saber que estaba hablando con un septuagenario— Desde que perdimos la guerra, el ejército japonés no tiene permitido  tener un solo soldado fuera de su país, ni siquiera en misiones para la O.N.U.

Las palabras del capitán cayeron como una losa encogiendo el corazón de Unemaro. Era cierto que Japón había perdido la guerra. Y él había perdido media vida en una isla perdida en medio del Pacífico.

—¿La O.N.U.? —preguntó el teniente automáticamente sumido en la confusión.

—¿Qué? ¿Cómo coño no sabe lo que es la O.N.U.? —preguntó el capitán.

La situación se estaba volviendo surrealista. Ninguno de los interlocutores entendía nada de lo que estaba diciendo el otro, así que fue Dana se adelantó y tomó con decisión el micrófono.

—Hola, me llamo Dana Pinkerton, soy reportera del Times...

—Señorita, le ruego que abandone esta frecuencia...

—... y estaba sobrevolando la isla Gardner cuando el teniente Unemaro, ignorante de que la  guerra había terminado, nos ha derribado cumpliendo órdenes recibidas hace casi cincuenta años. —continuó Dana antes de que el hombre pudiera cerrar la conexión— Al parecer se quedó incomunicado debido al avance aliado y no ha tenido noticias de sus superiores en todo este tiempo.

—Joder ¿Me está diciendo que el teniente Unemaro no se ha rendido aun y que ha derribado un avión americano?

—¡No! ¡Le estoy diciendo que avise a sus superiores y a la embajada americana y que hagan algo para sacarnos de aquí de una puñetera vez!

X

Pasaron la noche en el búnker. Los nervios y las promesas del hombre que estaba al otro lado de la radio hicieron que las expectativas le impidiesen dormir, así que cuando Unemaro pasó silenciosamente a su lado, Dana lo oyó.

La curiosidad y la ausencia de sueño la animaron a seguirlo para ver qué era lo que iba a hacer. Cuando salió tras él, el amanecer ya se empezaba a adivinar en el horizonte. Vio a Unemaro unos metros más adelante, vestido con un lujoso kimono y con una pequeña espada en una de las manos.

Dana tuvo un mal presentimiento y se mantuvo lo más cerca posible del soldado. El hombre se acercó a la playa y se sentó sobre la arena con la espada a su lado. Con extrema lentitud sacó un pañuelo con el sol naciente y unos ideogramas que no comprendió y se envolvió la mano derecha con él antes de coger el pequeño sable mientras los primeros rayos de sol asomaban por el azul y uniforme horizonte del océano.

—¡Teniente, no lo haga, por favor! —exclamó Dana adelantándose.

—¡Váyase! No es asunto suyo. Me he deshonrado. Todos estos años de sacrificio han perdido todo su sentido. La muerte es la única salida para recuperar mi honor. —replicó Unemaro con el rostro rígido.

—Se equivoca, Kay. Al contrario, ha cumplido con su deber más allá de lo esperado.

—Y a usted que más le da. Después de todo yo maté a su marido. Y la violé.

—Lo sé. —respondió Dana sin poder contener las lágrimas— Pero entiendo que nada de eso hubiese ocurrido si no le hubiesen abandonado en este lugar. Sé que da miedo volver a la civilización después de tantos años, pero se lo debe a su familia, se lo debe a la historia y me lo debe a mí.

La mano de Unemaro se cerró en torno a la empuñadura del tanto***. La hoja tembló y brilló a la luz del amanecer, parecía envuelta en llamas.

—Por favor, cumpla las órdenes del emperador y ríndase. —dijo Dana de la forma más autoritaria posible.

Aquello pareció acabar con la resistencia del hombre y el tanto cayó de sus manos mientras el hombre se doblaba y gemía en silencio. Dana no pudo evitarlo y se acercó para abrazarle y consolarle.

Un día y medio después el estruendo de un motor les sacó de sus pensamientos. Esta vez el hidroavión no fue recibido por salvas de artillería antiaérea y después de dar una pasada se posó majestuosamente en las tranquilas aguas de la laguna interior.

Dana y June se abrazaron y se besaron extasiadas al ver la pequeña aeronave acercándose a la playa, era una sensación agridulce. Por fin terminaba aquel infierno y habían descubierto el misterio de la desaparición de Amelia Earhart, pero Larry no estaba allí para compartir el triunfo y nunca volvería acompañarlas su sonrisa traviesa, ni sus brazos fuertes y protectores...

Epílogo

... Y listo, había terminado el libro con sus aventuras en un tiempo record. En seis meses prácticamente no había hecho otra cosa que escribir en su ordenador. Le estaba echando un vistazo a las fotos que había seleccionado para acompañar el texto cuando June se acercó por detrás y la rodeó por los hombros.

Juntas vieron la foto del Electra, con Amelia y el señor Martin charlando amigablemente en primer plano, una foto aérea de la Isla Gardner, el segundo Electra justo antes de partir de Port Moresby, varias fotos del  rescate de los restos del avión de Amelia y un par de fotos del Teniente Unemaro; una, la que le hicieron en el momento de su ingreso en el Ejército Imperial  y otra vestido con un kimono ceremonial, recibiendo de manos  del mismísimo emperador Hiroito,  la orden del servicio distinguido ante la mirada orgullosa de una anciana y un hombre de mediana edad.

—¿Crees que es justo que reciba esa medalla después de lo que nos ha hecho? —preguntó June tras observar la foto.

—Se que lo que hizo es un crimen de guerra, pero cincuenta años aislado en una isla del tamaño de una nuez, en total soledad me parece castigo suficiente. Puedo entender que en su estado no pensase con claridad. Perdono, pero no olvido y sé que él tampoco lo olvidará.

—Yo no sé si algún día podré. —dijo June cogiendo la última foto. Era la tumba de Larry, una sencilla cruz de coral blanco, en un alejado atolón, en medio del Océano Pacifico.

Con los ojos velados por las lágrimas, Dana se estiró y echó la cabeza hacia atrás, June acercó sus labios y la besó suavemente mientras sus manos se deslizaban por los jugosos pechos de Dana acariciándolos y estrujándolos con fuerza.

La periodista giró la silla y se levantó abrazándose al esbelto cuerpo de June, empujándolo por todo el piso hasta tumbarle sobre la cama. Las luces de Central Park se colaban por la ventana manteniendo la habitación en la penumbra. Dana se tumbó sobre June frotando su cuerpo contra el de ella, expresando su profundo amor y deseo por aquella mujer hermosa e intrépida con caricias y besos suaves y pausados.

June no podía esperar más, aquel cuerpo la volvía loca. Así que se aprovechó de su fuerza, volteó a su amante y le arrancó el camisón con precipitación chupando violentamente aquellos pechos grandes y pesados hasta que todo el cuerpo de Dana comenzó a retorcerse.

Con una sonrisa maliciosa se apartó y desnudándose a su vez buscó en el cajón y sacó un consolador doble.

—¡Purpura! Mi color favorito. —dijo Dana justo antes de que June se lo metiese en la boca.

Ambas chuparon y lubricaron abundantemente el dildo antes de que June la penetrase con él y luego se introdujese en su coño el otro extremo. Empezaron a moverse con suavidad mirándose a los ojos, cada una desde su extremo del consolador, parando ocasionalmente para besarse, acariciar sus pechos o pellizcar suavemente sus pezones. June fue la primera en empezar a gemir y a retorcerse con más intensidad y las manos de Dana se acercaron a su sexo y acariciaron su pubis y su vulva con suavidad haciendo aun más intenso el placer de su amante.

Tras unos segundos Dana se separó y cogiendo el consolador con la mano empezó a penetrarla cada vez más rápido a la vez que besaba el cuello y los preciosos pechos de June que no aguantó mucho más y se corrió con un grito estrangulado.

Con su coño aun chorreando los flujos del orgasmo, June tumbó a Dana y abriendo sus piernas le comió el sexo. Moviendo la lengua como si fuese una alocada mariposa libó los jugos que salían del coño de Dana consiguiendo excitarla hasta que intensos relámpagos de placer recorrieron su cuerpo atenazándola. Aun estremecidas se abrazaron desnudas sin  dejar de  tener la sensación de que de nuevo Larry se había apartado para que ellas pudiesen estar juntas...

FIN

*Apodo del primer grupo de aviadores voluntarios reclutado en secreto por el presidente Roosevelt para pelear contra los japoneses en China.

**Matrícula del avión de Amelia.

***Pequeño sable con un filo de unos treinta centímetros. Arma usada habitualmente para realizar el ritual del Seppuku.