El Último Vuelo del Electra: Cap 7 y 8
Dana y June intentan organizarse para sobrevivir mientras el teniente japonés las acosa sin descanso.
7
El día siguiente amaneció oscuro. Las nubes, pesadas y plomizas parecían rozar el suelo con su panza y proporcionaban un triste ambiente para aquella penosa tarea. No fue difícil elegir el lugar, en aquel anillo arenoso batido por las aguas del Océano Pacífico no había ningún lugar que destacase, así que decidieron cavar al pie de las palmeras, a la sombra de los restos del Electra.
Usando un par de trozos de aluminio que se habían desprendido del avión cavaron en la arena un hoyo de un poco más de un metro de profundidad. El esfuerzo les llevó casi toda la mañana y cuando terminaron estaban sedientas, hambrientas y sudorosas.
Se acercaron al cuerpo inerte y ya hinchado por la corrupción, después de haber estado yaciendo al sol tropical durante día y medio. Con las lágrimas corriendo incontenibles por las mejillas, besaron por última vez el cuerpo y arrastraron a Larry por la arena hasta depositarlo con la mayor delicadeza posible en el interior de la fosa.
Siempre que se piensa en una isla tropical, vergeles cuajados de flores asaltan nuestras mentes, pero en aquel infierno verde no pudieron encontrar ninguna que acompañase al cuerpo de su marido y hermano en su último viaje.
Con gesto cansino, cubrieron el cuerpo con arena y conchas y utilizaron restos del avión para hacer una tosca cruz con la que señalar la tumba.
En ese momento comenzó a llover con fuerza. Mientras rezaban en silencio, el agua resbalaba por sus cuerpos limpiándolos de sudor y restos de sal. Cuando terminaron, las mujeres se abrazaron durante un largo rato, intentado infundirse ánimos mutuamente.
June estaba agotada y deprimida, pero Dana no la dejó sumirse en sus oscuros pensamientos y la puso en seguida en movimiento. Según ella había mucho que hacer. Lo primero que hicieron fue recoger todos los restos de chatarra que fuesen adecuados para recuperar el agua que en esos momento caía con fuerza. Tras apagar la sed que quemaba sus gargantas le dijo a June que los pocos litros que estaban recogiendo apenas servirían para aguantar un par de días y no podían confiar en que el japonés no utilizase la sed como medio de coerción.
June se concentró en el problema y rápidamente se acordó de los depósitos auxiliares del avión. Tenían una capacidad de unos mil litros y habían sido diseñados para ser ligeros con lo que si conseguían sacarlos del Electra no les sería muy difícil transportarlos y manipularlos.
Dana entró en el cabina en busca de la caja de herramientas y sacó lo que necesitaba. Uno de los depósitos estaba mediado, pero el otro estaba vacío. Con la ayuda de unos alicates y un destornillador, consiguieron quitar las fijaciones y sacaron el depósito de fibra del avión. En medio del chaparrón lo arrastraron hasta la orilla y lavaron el interior con agua de mar hasta que dejó de apestar a gasolina. Tras enjuagarlo con el poco agua de lluvia que habían conseguido almacenar abrieron un enorme boquete en la parte superior.
Colocaron en depósito en el nacimiento de una de las alas y pusieron trozos de chapa entorno a la boca para recoger la máxima cantidad posible del líquido elemento. Afortunadamente el chaparrón duro toda la tarde y cuando paró de llover habían conseguido agua para varios días. Al menos por el momento, no dependerían de ese cabrón para apagar su sed.
Poco después, llegó Unemaro. Observó con atención su invento y por un momento temieron que aquel mono amarillo lo destrozara, pero se limitó a observarlo con gesto impasible antes de comenzar de nuevo el interrogatorio.
—Nombre y número de serie. —rugió.
Agarrando a June por la muñeca para contenerla y evitar que hiciese una tontería Dana le respondió que no eran combatientes y que la guerra había terminado.
El teniente la miró intentando descubrir un gesto que delatase la mentira sin conseguirlo.
—No mientas, sucia ramera. —dijo abofeteándola.
La cabeza se giró por efecto del golpe y Dana sintió como le ardía la mejilla. A pesar del dolor y el aturdimiento, acertó a apretar con más fuerza aun la muñeca de su cuñada para evitar que se dejase llevar por un impulso. June le cogió la mano y se la estrecho para darle entender que había comprendido la señal.
—Así que no sois combatientes, —dijo Unemaro tirando la cazadora de Larry con el emblema de los tigres voladores— ¿Sabéis lo que quieren decir estos caracteres chinos que hay cosidos al forro?
El teniente no les dejó replicar y comenzó a traducir con voz áspera:
—Soy soldado americano, si me encuentras, me llevas a un lugar seguro y me ayudas a volver a mi base, el gobierno de los Estados Unidos te recompensará generosamente...*
Las mujeres escucharon la traducción conscientes de que aquella prenda no hacía sino afianzar a aquel cabrón en sus veleidades. Intentaron hacerle entender que aquello era solo una pieza de coleccionista, pero fue inútil. El teniente se limitaba a ignorarlas mientras repetía con tono monocorde y aquel inglés apolillado las mismas preguntas una y otra vez: Nombre y número de serie. Unidad a la que pertenecían. Misión que tenían encomendada...
Tras un par de horas de interrogatorio, las nubes se abrieron y el sol comenzó a brillar con fuerza haciendo que el calor y la humedad reinantes fuesen demasiado hasta para el estoico oficial.
—Sé que me estáis mintiendo. Puedo leerlo en vuestros ojos. Supongo que el hambre os ayudará a ser más comunicativas. —dijo el japonés escupiendo a los pies de las mujeres y dirigiéndose a la fresca oscuridad de su bunker.
Las mujeres suspiraron aliviadas sin pensar en los retortijones que habían provocado las palabras del soldado. Hacía casi un día que no habían probado bocado. Tenían que pensar en cómo conseguir algo de comida.
Unemaro estaba inquieto. Creía que la sed y el hambre le ayudaría a descubrir la mentira de aquellas mujeres, pero sus respuestas habían traído más interrogantes que soluciones y al contrario de lo que esperaba, se estaban empezando a organizar para conseguir sustento.
No reaccionaban como Kai suponía que debía hacerlo una mujer. Antes de unirse a la marina imperial Unemaro había formado parte del ejército de ocupación en Manchuria. Gracias a su facilidad con los idiomas, había acompañado al Capitán Nagaoka como intérprete en muchas redadas buscando insurgentes y las mejores fuentes eran las mujeres.
Recordaba con toda claridad cómo se apelotonaban aterrorizadas en una esquina de aquellas cochambrosas cabañas, gimoteando y suplicando piedad, respondiendo mansamente a todas sus preguntas.
Lo primero que hacían era llevarse a los hombres y a los niños fuera. El Capitán Nagaoka disfrutaba especialmente viendo como aquellas pequeñas alimañas se sobresaltaban cada vez que un disparo acababa con alguno de los que esperaban fuera de la cabaña de rodillas y con las manos a la espalda, disfrutando de la incertidumbre de las mujeres, pudiendo casi palpar su angustia, pensando si sería su marido o su hijo el que acababa de morir . Aquellos disparos eran el pistoletazo de salida para una orgia de sangre y sexo. Los reclutas se lanzaban sobre las mujeres golpeándolas y violándolas hasta convertirlas en despojos sin que ellas hiciesen nada por defenderse.
La información que obtenían era importante, pero aun más lo era el sometimiento de la población por el terror. Un japonés podía pasear por cualquier barrio de Manchukuo con la seguridad de que ninguno de aquellos bárbaros osaría levantar una mano contra él.
Sin embargo aquellas dos mujeres eran distintas. A pesar de haber matado a su oficial, una vez pasado el shock inicial, se habían recuperado y no había logrado amedrentarlas. La rubia era especialmente belicosa. La había violado y en vez de llorar y suplicar se había dedicado a insultarle, de una manera tan grosera, que le descolocó y le costó un gran esfuerzo de concentración llegar hasta el final. Había pensado en aislarlas una de la otra, la morena parecía más débil, pero ya no era un jovencito y sus sesenta y seis años no le permitían realizar demasiados esfuerzos. Incluso había optado por dejarlas sueltas para que intentasen buscar un poco de comida y no tener que cargar el solo con la responsabilidad de alimentar a los tres, pronto la isla les parecería una prisión.
8
Como todos los días, aprovechó el frescor de la mañana y se acercó al borde de la laguna, sentándose en un pequeño promontorio y lanzando la caña de pescar al agua. La pesca le relajaba y le ayudaba a pensar. Mientras observaba la punta de la caña, esperando que algún pececillo picase en el cebo, intentaba imaginar lo que sería pasar el resto de sus días con aquellas gaijin entrometidas e impertinentes.
Desde allí, el único lugar con la suficiente altura para dominar la laguna interior en su totalidad, vio como las dos jóvenes se acercaban a la orilla unos cientos de metros a su izquierda. Ellas no parecieron darse cuenta de que estaba allí y las observó extender un bulto sobre la arena. Cuando terminaron Kai reconoció un trozo de paracaídas de unos cinco o seis metros de longitud con trozos de metal en uno de sus lados más largo. A continuación las vio discutir un rato antes de ponerse de acuerdo y desplazarse por la playa para encontrar un lugar adecuado.
Finalmente llegaron a un lugar donde la orilla hacía un estrecho entrante, casi al otro lado de la laguna y se metieron en el agua. Cuando llegaron a la boca de la estrecha ensenada y tras esperar un rato, la rubia comenzó a separarse llevando un extremo de la improvisada red consigo. Cuando tuvieron la seda totalmente extendida, comenzaron a dirigirse lentamente hacia la orilla.
La primera vez algo debió salir mal, porque enseguida la rubia pegó un grito de frustración y volvió al lado de su amiga. Tras hablar un momento y abrazarse un instante lo intentaron de nuevo. Esta vez fue la morena la que se separó con movimientos más ágiles. En cuanto tuvo la seda extendida hizo una seña a la rubia y comenzaron avanzar, más rápido esta vez y ante la sorpresa del soldado vio como sacaban un par de peces no muy grandes. Tras reír y aplaudir un rato, las jóvenes repitieron el gesto varias veces.
La mayoría de sus intentos solían ser estériles, pero en tres ocasiones tuvieron éxito y consiguieron alrededor de media docena de peces de distintos tamaños y colores.
Unemaro, mientras tanto, también había pescado lo suficiente para él, pero dejó los peces colgando de una palmera cercana y se acercó a las mujeres, que charlando y sonriendo se dirigían a los restos del avión.
En cuanto lo vieron, las mujeres dejaron de sonreír. Unemaro, satisfecho, se acercó a ellas y obligándolas a arrodillarse les quitó todos los pescados salvo un par de ellos.
—¡Cabrón! Eso no es justo. Devuélvenos los peces... son nuestros.
Esta vez fue Dana la que recibió un bofetón. Que le hizo caer sobre la arena.
—¡Silencio! Esta isla y todo lo que contiene pertenecen al Imperio Japonés y tengo permiso del emperador para administrarla como quiera. —escupió el teniente— Deberíais darme las gracias por permitir que os quedéis con esos dos.
Las mujeres le miraron con odio, pero no replicaron. June no pudo aguantar más y se lanzó sobre él. Unemaro la estaba esperando y con un par de movimientos de aikido la tiró al suelo y le puso la rodilla sobre el pecho sin apartar la mirada de Dana para evitar que intentase sorprenderla.
Con la joven indefensa bajo su cuerpo, se le pasó por la cabeza violarla. Aquella mujer no tenía un cuerpo tan explosivo, pero era igualmente hermoso a su manera, más esbelto y elegante. La miró fijamente y estaba a punto de tumbarse sobre ella cuando la joven con los ojos desafiantes le animó a mover aquella lombriz anémica a la que llamaba pene y toda la excitación desapareció. Cabreado, la levantó cogiéndola por el pelo y la lanzó con todas sus fuerzas contra Dana que aun seguía de rodillas sin decir nada.
—Nombre y número de serie. —repitió Unemaro acercándose de nuevo a las mujeres.
—Y dale. —dijo Dana sin poder evitar expresar su exasperación— No somos militares. La guerra terminó hace mucho tiempo. ¿Cuántas veces tenemos que decírtelo para que te entre en esa cabeza de limón?
—Bueno, pues si eso cierto no tendréis ningún inconveniente en contarme por qué estáis aquí. —replicó Unemaro pensando que eso bastaría para hacerlas recitar su nombre y número de serie.
—Yo soy Dana y ella es June y el hombre que mataste, mi marido, era Larry.
—Vale, Dana. Y si no sois espías, ¿Qué demonios habéis venido a hacer aquí?
—Larry y June se dedican a los deportes de aventura y querían emular el viaje de una pionera de la aviación y yo estaba para acompañarles y documentar el viaje para el New York Times.
El japonés soltó un resoplido sin creerse nada de lo que estaba diciendo la mujer, pero la dejó continuar.
—¿Te suena el nombre de Amelia Earhart? —preguntó la joven.
—No. —respondió él a pesar de que le sonaba vagamente.
—Bueno, pues fue la primera mujer en atravesar el Océano Atlántico en avión, entre otros records. En el verano de 1937 se embarcó junto con un operador de radio en un viaje alrededor del mundo en un bimotor como ese, —continuó la joven señalando los restos del Electra— un Lockheed E 10 Electra plateado. En su penúltima etapa, que le llevaría de Port Moresby a Honolulu, desapareció camino de su punto de reabastecimiento en la isla Howland.
—¿Y se puede saber por qué debería haber terminado aquí? Si no me equivoco esta isla esta varios cientos de kilómetros alejada de la ruta más corta entre Nueva Guinea y la isla Howland. —preguntó Unemaro sin reconocer haber visto aquel avión.
—Aquí es donde la historia se pone interesante. —respondió Dana conteniendo a duras penas su entusiasmo— Por lo que he podido averiguar, cabe la posibilidad de que Amelia se desviase de su ruta para reconocer esta isla por orden de cierto funcionario del gobierno que sospechaba que pudiese haber en esta isla un asentamiento japonés.
—O sea, que era una espía.
—Sí, bueno, no. Era una aventurera, pero aprovechó la ocasión de poder servir a su país. El caso es que Amelia desapareció sin dejar rastro. La verdad era que el combustible que podía llevar la aeronave era muy justo para desviarse tanto de la ruta oficial, con lo que hasta el funcionario que se lo propuso lo descartó por ser demasiado arriesgado. Como la misión obviamente era secreta, nada se supo hasta que di con la historia por casualidad y decidimos echar un vistazo a la isla para ver si encontrábamos algún rastro del Electra.
—Y lo hicieron por su cuenta y sin ayuda del gobierno. —replicó Unemaro con ironía— Una historia muy bonita, pero igual de creíble que lo de su bomba que destruye ciudades. ¡Díganme de una vez, nombre y número de serie!
Era de locos, resultaba que el primer avión tenía una misión militar y el segundo, exactamente igual, no. Unemaro estaba seguro de que lo único que querían era sonsacarle información sobre el avión que había derribado y de paso desviar su atención e intentar conseguir que traicionase la confianza que el mismísimo Emperador había puesto en él. Esas gaijin no entendían que antes se haría el seppuku.
—No se preocupen, tarde o temprano me dirán la verdad, tenemos todo el tiempo del mundo y esta isla no hay mucho más que hacer. —dijo el teniente alejándose con sus peces.
Dana no pudo evitar un grito de frustración ante la tozudez que mostraba aquel cabrón. No había creído nada de lo que le había dicho y tampoco había reconocido haber visto el avión de Amelia, aunque creía haber reconocido una leve reacción cuando describió el Electra.
*Los pilotos americanos que volaban sobre suelo chino llevaban cosido al forro de su chaqueta una leyenda en chino en la que ofrecia una recompensa si ayudaba al piloto americano a escapar y volver a sus lineas.
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Un saludo y espero que disfrutéis de ella.