El Último Vuelo del Electra: Cap 5 y 6
Comienza el infierno para nuestras protagonistas.
5
Dana despertó en un lugar oscuro y húmedo. El suelo era áspero. Intentó moverse para adoptar una postura más cómoda, pero las ligaduras se lo impedían, tenía las manos atadas a la espalda. Intentó recordar cómo había llegado hasta allí, pero a partir del accidente y la muerte de su marido, todo se había vuelto nebuloso. Recordaba vagamente como aquel japonés loco, tras dispararles, las había arrastrado por la arena del atolón. Recordaba el dolor de su cuero cabelludo, que no era nada comparado con el desgarrador dolor que sentía por la pérdida del amor de su vida, recordaba la enorme ametralladora golpeando suavemente la espalda del soldado y recordaba a su cuñada colgando inerme del hombro del japonés.
June, ¿Dónde estaba? Intentó aguzar la vista, pero la oscuridad era tan densa que no podía ver nada a su alrededor. Contuvo la respiración y escuchó con detenimiento. Tras unos segundos oyó una respiración suave y acompasada. Dana intentó incorporarse. Se puso de rodillas y al intentar ponerse en pie golpeó el techo de aquel lugar con la cabeza. Agachada, se arrastró como pudo en dirección al sonido, intentando no perder el equilibrio, hasta que estuvo al lado de su cuñada y se dejó caer.
La llamó y la sacudió suavemente hasta que estuvo totalmente despierta.
—June, ¿Estás bien? —preguntó Dana preocupada.
—Sí, —respondió su cuñada con voz temblorosa— me duele el estómago por el golpe, pero creo que sobreviviré. —¿Dónde estamos?
—No tengo ni idea, parece una especie de búnker de hormigón.
Un silencio se impuso entre ellas hasta que Dana no pudo aguantar más y explotó:
—Lo siento, es todo culpa mía. —dijo rompiendo a llorar.
—No, no es culpa tuya Dana. —replicó June— Nadie podía esperar que hubiese todavía soldados japoneses que no se hubiesen enterado de que la Segunda Guerra Mundial terminó hace cuarenta años.
—Pero yo os traje aquí...
—No, fue el destino y una pista sólida los que nos trajeron aquí. Al final puede que el viejo esté en lo cierto. —dijo June tristemente.
A pesar de lo que pudiese decir su cuñada, no podía dejar de sentirse culpable. Su marido se había ido y ya no volvería. Jamás se lo perdonaría, siempre se arrepentiría de haberse involucrado en la aventura de los dos hermanos.
June sintió su dolor y se pegó a ella en un torpe remedo de abrazo. Dana dejó que el cuerpo esbelto y cálido de su cuñada la envolviese y rompió a llorar de nuevo suavemente, dejando que las lágrimas corriesen libremente por sus mejillas.
No hubo más palabras. Las dos mujeres se quedaron tumbadas, muy juntas, en la húmeda oscuridad y lloraron hasta que se quedaron dormidas de nuevo.
El sonido de unas bisagras oxidadas y la luz del sol las sorprendió en la misma postura.
—¡Vamos! ¡Fuera! —dijo el soldado japonés con tono cortante.
Salieron a la luz del día como pudieron, sudorosas, con las manos cubiertas de sangre y deslumbradas por la intensa luz tropical. Intentaron ponerse de pie, pero el teniente Unemaro se lo impidió golpeándoles tras las rodillas con una fusta. Cayeron de bruces sobre el áspero suero coralino del atolón, intentando ahogar un quejido de dolor.
Al sentir la tenue brisa proveniente del océano, se dieron cuenta de que el hombre les había quitado casi toda la ropa hasta dejarlas en bragas y sujetador. La lencería de June era deportiva, oscura y discreta, pero el estilo de Dana era mucho más sofisticado y tanto el sujetador como las bragas tenían abundantes transparencias y solo los bordados tapaban sus zonas más íntimas. Al verse en esa situación, Dana intentó taparse sin darse cuenta que aun tenía las manos atadas a la espalda.
—Nombre y número de serie. —ladró el hombre cuando se puso frente a ellas.
—¿Qué coño...?—preguntó June desorientada.
La frase fue interrumpida por un fustazo del soldado en la cara de June. Un fino hilo de sangre apareció en el pómulo de la joven y el dolor le obligó a recurrir a toda su fuerza de voluntad para no gritar.
—¡Jódete cara de limón! ¡Por si no te habías enterado, la guerra terminó hace cuarenta años! —exclamó Dana intentando desviar la atención del japonés de su machacada cuñada.
El hombre reaccionó inmediatamente y le dio una patada a Dana que le obligó a caer de lado sin aliento. June aprovechó ese momento de despiste para incorporarse y cargar con el hombro contra el hombre.
Unemaro no lo esperaba y estuvo a punto de caer, pero finalmente recuperó el equilibrio y le dio un codazo en el omóplato derribándola. June se retorció intentando volver a incorporarse, pero con un ligero golpe de su bota la obligó a permanecer en el suelo.
—¡Nombre y número de serie! —repitió el soldado sin inmutarse.
—No somos soldados. —dijo Dana intentando acercarse a su cuñada para ver como se encontraba.
—Entonces son espías, no tienen ningún derecho. Me contarán todo lo que saben y luego las fusilaré.
Dana no podía creer lo que estaba oyendo. Aquello tenía que ser una maldita pesadilla. Tenía que haber una forma de hacer entrar en razón a aquel maldito imbécil. Volvió a arrodillarse, miró a los ojos a aquel hombre e intentando parecer lo más sincera posible, empezó a hablar.
—Mire, señor...
—Teniente Unemaro, Kai Unemaro, de la Marina Imperial Japonesa.
—De acuerdo teniente. Sé que lo que le digo es difícil de digerir, pero ninguno de nosotros es o ha sido en ningún momento de nuestra vida soldado o espía al servicio de ningún gobierno. La guerra terminó hace más de cuarenta años, el Imperio Japonés se rindió a los Estados Unidos el quince de agosto de mil novecientos cuarenta y cinco.
—Imposible, el Imperio Japonés jamás se rendiría ante unos estúpidos gaijin. El emperador sabe perfectamente que todos los japoneses daríamos nuestra vida con orgullo antes de rendirnos. Nuestro orgullo como nación quedaría deshonrado, jamás volveríamos a levantar la cabeza. —replicó el hombre furioso con un inglés correcto pero anticuado y un acento cortante.
—Pues es la pura verdad. —dijo Dana intentando parecer lo más sincera posible.
—¿Ah? ¿Sí? ¿Y cómo se supone que consiguieron hacer que nos rindiésemos? ¿Invadieron Japón? ¿Capturaron a su majestad el emperador?
—No, lanzamos un par de bombas que destruyeron dos de vuestras ciudades por completo. —respondió Dana sabiendo inmediatamente que no debía haber sido tan sincera.
Kai se quedó sorprendido. Durante un segundo había dudado. Llevaba más de cuarenta años sin contactar con ninguno de sus superiores y no sabía nada del transcurso de la guerra desde la gloriosa defensa de la isla de Guadalcanal. Aunque la rendición le parecía imposible, quizás se lo hubiese creído si la chica no hubiese inventado esa burda patraña. ¡Una sola bomba destruir una ciudad entera! Esa mujer creía que era tonto.
—¿De veras crees que voy a tragarme ese cuento? —dijo el teniente Unemaro— Es imposible destruir una ciudad con una sola bomba.
Dana se vio sus sospechas confirmadas. Un poder tan enorme en una solas arma era más de lo que la mente de aquel hombre podía digerir. Consciente de que era una misión imposible intentó buscar una forma de explicarle a un hombre que no había vivido en la era nuclear el inmenso poder del átomo.
—Verá, sé que parece...
—No se preocupen, tarde o temprano me dirán la verdad. Tengo todo el tiempo del mundo para haceros hablar y conseguiré que me digáis todo lo que sabéis.
—Por favor... Solo tiene que conectar la emisora y preguntar a cualquier radioaficionado...
—Imposible, hace años que no está operativa. —replicó el teniente soltándoles las ligaduras y alejándose.
Dana se incorporó inmediatamente y se inclinó sobre June. Estaba aturdida y dolorida, pero afortunadamente no tenía nada roto. Le ayudó a levantarse y cargando con ella como pudo le acompaño hasta la sombra de una palmera. Allí sentadas, observaron la pequeña figura del soldado japonés alejándose de ellas.
Unemaro se alejó meditabundo. Hasta aquel día jamás se había planteado que la guerra pudiese haber terminado y se hubiesen olvidado de él. Pensándolo detenidamente no era imposible. Su misión era ultrasecreta. No supo su contenido hasta que desembarcó en la isla y abrió el sobre que el mismo Yamamoto en persona le había entregado.
Aun lo recordaba como si fuera ayer. Aquel enero de mil novecientos treinta y siete desembarcó del submarino de abastecimiento y tomó posesión de la isla. En ella los esclavos coreanos habían construido una pequeña estación de radio y un par de búnkeres subterráneos con todo lo necesario para una larga estancia y para mantener la existencia de la base en secreto a toda costa. Su primera tarea fue hacer desaparecer sus cuerpos.
Su misión era interceptar las trasmisiones que se radiaban entre los Estados Unidos y Australia y entregarlas al submarino de abastecimiento que llegaba una vez cada tres semanas. Tenía terminantemente prohibido emitir ninguna trasmisión salvo en caso de emergencia. Solo el capitán y el navegante del submarino, el almirante Yamamoto y su Majestad el emperador Hirohito en persona, sabían exactamente dónde estaba y cuál era su misión. Durante toda su estancia en el atolón los dos únicos avistamientos del enemigo habían sido los dos aviones que había derribado, el primero apenas medio año después de haberse instalado y el segundo ahora.
El submarino siguió llegando puntualmente hasta que a principios de mil novecientos cuarenta y dos dejó de presentarse. Solo había usado una vez antes el emisor para radiar un mensaje de socorro con un pañuelo delante del micrófono y simular que el avión que había derribado en 1937 tenía problemas de navegación y se estaba quedado sin combustible. Acuciado por la necesidad, usó el transmisor por segunda vez y envió la palabra clave para advertir del problema. Tardaron dos meses más, pero un nuevo submarino le trajo nuevos pertrechos y durante unos meses más la estación siguió activa, pero en mil novecientos cuarenta y tres el contacto se interrumpió definitivamente. El equipo de radio se estropeaba con facilidad en aquel clima y pronto se le acabaron los repuestos dejando la estación inactiva.
Volvió a enviar varias veces la clave pidiendo ayuda sin recibir respuesta. Finalmente el transmisor también se estropeó y ya ni siquiera pudo emitir. Al principio se desesperó, luego se concentró en lo que creyó que era su misión secundaria, defender la isla a cualquier precio.
Y ahora venían esas dos sucias gaijin, intentando liarle con burdas mentiras. Controlando las ganas que tenía de volver y cortarle la cabeza a esas mujeres, entró en su búnker y se sentó a meditar.
6
El sol empezaba a ocultarse en el horizonte, lo que junto con la brisa que se había levantado del mar, revivió ligeramente el ánimo de las mujeres.
June se había recuperado casi totalmente, aunque estaba dolorida y lucía dos espantosos verdugones en su piel morena. Pero su ánimo estaba por los suelos. Los acontecimientos la habían golpeado aun más fuerte que a Dana. Sospechaba que se sentía culpable porque aquel viejo la había derribado con facilidad y no había sabido detener a su hermano.
—Bueno, no sé tú, pero yo me muero de hambre. —dijo Dana incorporándose y sacudiéndose la arena—Voy a ver si queda algo de comida dentro del avión. Tú quédate aquí.
Apretó ligeramente el hombro de su cuñada y se dirigió a un pequeño montículo que había playa abajo para ver si podía hacerse una idea de dónde estaba el Electra. Lo descubrió "aparcado" contra las palmeras unos doscientos metros a la izquierda. Con una sonrisa echó a andar y llegó en apenas un minuto. Entró rápidamente, incapaz de contener el rugido de sus tripas hambrientas, pero aquel diablo se les había adelantado y se había llevado todo lo que no estaba atornillado; hasta el colchón en el que había descansado había desaparecido.
Un ruido tras ella la sobresaltó y se dio la vuelta con el puño en alto.
—Veo que no ha dejado nada. —dijo June inspeccionando el interior del aparato— Veamos si hizo lo mismo en la cabina.
La cabina había sido inspeccionada. June trasteó con los botones de la radio, sin ningún resultado. Estaba muerta. Los indicadores de la batería estaban a cero. Los golpeó sin conseguir que la aguja se moviese.
—Mierda, creo que no vamos a poder pedir ayuda. —dijo Dana sin poder ocultar su desilusión.
June le guiñó un ojo y sentándose en el asiento del copiloto rebuscó bajo él hasta que encontró lo que buscaba. Una pequeño maletín con un surtido de herramientas y una pistola de bengalas de color naranja. June cogió la pistola y la sopeso. No era una pistola de verdad pero a corta distancia podía ser tan efectiva como una Beretta.
—Vamos a matar a ese hijoputa. —dijo June amartillando el arma.
Estaba a punto de salir del avión cuando Dana la detuvo.
—Piénsalo bien. Yo tengo tantas ganas de matar ese cabrón como tú, pero no es el momento. Estamos débiles y hambrientas. No pensamos con claridad y ese hombre es un soldado adiestrado. Hay que esperar la oportunidad adecuada.
—Es solo un viejo y te garantizo que de esta noche no pasa. Mató a mi hermano y ahora le voy a hacer pagar por cada gota de sangre de Larry que ha derramado. —replicó su cuñada liberándose de un tirón.
Dana no pudo hacer otra cosa que seguirla, deseando que aquello no terminase en un desastre e intentando convencerla de que lo pensara mejor, hasta que June le obligó a callar con un gesto.
El sol ya se había ocultado en el horizonte y apenas se veía a más de diez metros de distancia en aquella densa oscuridad tropical. El campamento del soldado estaba tan bien camuflado que tuvieron que recorrer la playa tres veces antes de tropezar literalmente con el búnker.
Era una construcción baja de hormigón, situada bajo tres cocoteros, similar al lugar dónde las habían encerrado por primera vez, pero más amplia. La antena de la radio se elevaba casi treinta metros, Estaba adosada a uno de los troncos y desaparecía entre las hojas de las palmeras.
Una luz salía por un estrecho ventanuco. Dana intentó detener a su amiga una última vez sin conseguirlo y entró tras ella, procurando no hacer ningún ruido.
El pasillo estaba tenuemente iluminado. Dejaron tres puertas atrás hasta que llegaron a una bajo la que se adivinaba una raya de luz. Con un gesto rápido, June abrió la puerta y empuñó la pistola en dirección a la figura que estaba sentada en el suelo, cenando.
Kai no dio ninguna muestra de sorpresa. Llevaba un kimono de seda blanca y estaba cenando algo que parecía sushi.
—¿Has venido a matarme? —preguntó el teniente cogiendo un pequeño trozo de pescado con los palillos con la precisión de un cirujano y llevándoselo a la boca— Porque yo que tú me lo pensaría mejor.
—¡Mataste a mi hermano, japo de mierda y ahora voy a matarte yo a ti! —dijo apuntando al soldado.
—¿Y luego qué? ¿Lo has pensado bien? ¿Cómo pensáis sobrevivir en esta isla?
Unemaro continuó comiendo, impasible, como si la joven que estaba frente a él no estuviese apuntándole con un arma, dispuesta a sustituir su sonrisa desdeñosa por un agujero humeante y observando con detenimiento como la determinación de la joven americana se iba diluyendo en un mar de dudas.
—¿Sabes qué es lo que se siente cuando te mueres de hambre poco a poco? Los retortijones, la debilidad constante, las ulceras y los insectos comiéndote vivo sin que puedas hacer nada por evitarlo. Yo estoy preparado para morir para mayor gloria de la Marina Imperial, ¿Y vosotras?
El hombre se levantó lentamente y se acercó sin dejar de mirarla tras aquellas gafas redondas hasta ponerse frente a June. Con suavidad le quitó el arma, la descargó, la posó con delicadeza al lado del sushi y luego, con un movimiento rapidísimo, le dio un fuerte bofetón que le hizo tambalearse y caer al suelo.
—Creo que necesitáis una lección, que sepáis quién es el que manda aquí.
Horrorizada Dana observó como el hombre se quitaba el kimono y los calzones. June intentó levantarse, pero Unemaro la cogió por el sujetador y se lo arrancó a la vez que estampaba su cuerpo contra la pared de hormigón.
La joven gritó consciente por primera vez de las intenciones del soldado. El teniente agarró los pechos de June y los mordió con fuerza. La angustia y las lágrimas de June fueron demasiado. Dana imaginaba por lo que su cuñada estaba pasando. Por las conversaciones que había tenido con su marido sabía que June, a pesar de que intentaba disimularlo con sus modales agresivos, se sentía bastante vulnerable en la presencia de hombres, hasta el punto de que Larry no estaba seguro de si alguna vez había compartido lecho con alguno. De lo que si estaba segura es que aquello la destrozaría por dentro y sin pensarlo se acercó al soldado.
—¡Eh! ¡Tú! ¡Mono amarillo! ¿De veras te vas a conformar con ese fideo pudiendo degustar un buen filete? —dijo Dana quitándose el sujetador y amasándose los pesados pechos.
Unemaro se volvió, sorprendido por primera vez en aquella noche y Dana pudo sentir aquellos ojillos avariciosos centrados en sus pechos.
—¡Vamos, hijo puta! Enséñame de lo que eres capaz de hacer con ese micropene de mierda.
El japonés se lanzó sobre ella y cogiéndola por el cuello le obligó a arrodillarse metiéndole la polla en la boca.
—¡Puaj! Sabe a tripas de pescado. —dijo ella separándose un instante.
June no podía creer lo que veía. No podía evitar admirarse ante la forma en la que le había salvado Dana y la actitud desafiante con la que se enfrentaba a su violador, conservando su dignidad a pesar de que el soldado penetraba su boca con dureza.
Unemaro mantenía agarrado el pelo de la joven intentando tapar la boca de Dana con su polla, pero Dana conseguía separarse para respirar e insultar al hombre.
Dana había tenido una infancia y adolescencia borrascosas en lo más profundo de Hell´s Kitchen, todo aquello podía haberla matado, pero solo la había hecho más fuerte, todas esas malas experiencias hacían que aquel viejo fuese una especie de desagradable pasatiempo.
—¿Siempre la has tenido así de pequeña o ha sido a consecuencia de matarte a pajas durante cuarenta años?
El hombre gruñó y la tumbó sobre el suelo quitándole las bragas a tirones. Dana estaba muerta de miedo, pero no estaba dispuesta a admitirlo, no pensaba darle a aquel hombre ninguna satisfacción. El soldado abrió sus piernas, se tendió sobre ella y le penetró. La polla dura y caliente entró bruscamente haciéndole daño en su coño seco y contraído por el asco. Recurriendo a toda su fuerza de voluntad, se limitó a seguir insultándole mientras intentaba mantener el cuerpo lo más relajado posible, sin emitir ningún gemido o grito, intentando parecer un pescado muerto.
El peso de aquel cuerpo blando y sudoroso y aquella boca cruel chupando y lamiendo sus pezones la repugnaba tanto como tener una polla que no era la de Larry dentro de ella. Al recordarle casi no pudo contener las lágrimas y para evitarlo concentró todo su ser en despreciar al hombre que la estaba violando.
—¿Dime la verdad, a cuantos pescados te has follado estos años? ¿Cuántos atunes has sodomizado para apagar tu sed? ¿O el submarino te traía cada poco una gallina para que la reventases a polvos?
Unemaro no contestó y la dio la vuelta poniéndola a cuatro patas, penetrándola de nuevo con golpes secos y rápidos.
—¿Es esta la costumbre en Japón? ¿Vuestras mujeres son tan feas que preferís verles el culo antes que la cara?
Paralizada por el horror de la escena, June vio como el hombre cogía a Dana por el cuello y apretaba con fuerza para hacerla callar sin dejar de penetrarla. Los reproches de Dana se convirtieron en broncos carraspeos mientras el hombre la follaba salvajemente haciendo que todo el cuerpo de la joven temblase.
Por fin, el teniente, a punto de correrse, apartó las manos del cuello de Dana, sacó la polla de su coño y dándole la vuelta eyaculó sobre su cara.
Dana que aun boqueaba en busca de aire, recibió la repugnante lluvia. El semen salpicó sus mejillas y sus ojos y cayó dentro de su boca produciéndole una arcada.
Impasible, el hombre recogió su kimono y el arma de June y abandonó la sala.
June se quedó mirando como Dana se arrodillaba y escupía el semen que se había colado en su boca.
Había observado impotente y aterrorizada mientras aquella mujer la había defendido interponiéndose entre aquel animal y ella. No pudo evitar pensar lo confundida que había estado con su cuñada. Jamás hubiese pensado que una mujer de aspecto tan frágil se hubiese comportado ante tamaña agresión con esa entereza.
—¿Te encuentras bien? —dijo June acercándose.
—No te preocupes, escuece un poco pero sobreviviré. Ese jodido patán no sabe tratar a una mujer. —dijo Dana con voz ronca, acercándose a la mesa y cogiendo uno de los trozos de pescado con los dedos— Aprovecha y come algo.
Durante los siguientes minutos solo se oyó el ruido de masticación mientras las dos mujeres devoraban todo el pescado con avidez. Cuando terminaron, Dana se levantó, recogió los restos de su ropa interior y cogiendo a June por la mano, la sacó del búnker.
June se dejó llevar hasta la orilla de la laguna y ambas entraron en el agua. Estaba deliciosamente tibia y serena haciendo que la luna se reflejase en el agua como en un espejo. Dana cerró los ojos y se sumergió por completo, emitiendo un suspiro de alivio. June se quedó cerca de la orilla, observando cómo emergía su cuñada del agua como una sirena, brillando líquida a la luz de la luna.
Dana, de espaldas a ella se dedicó a frotarse el cuerpo con energía mientras ella aprovechaba para observar aquel cuerpo maravillosamente dotado sin poder evitar sentir admiración.
Su cuñada terminó de escurrir su melena y se volvió hacía la orilla. June apartó la vista azorada y la siguió de nuevo hasta los restos del Electra.
—Lo siento mucho. —dijo June— Nada de esto hubiese ocurrido, si no hubiese sido por mi estupidez.
—Vamos, June. —replicó Dana cogiendo a su cuñada por los hombros— Como tú dijiste antes, el único culpable es ese cabrón amarillo. Lo hubiese hecho ahora, mañana, dentro de una semana o un mes, pero habría acabado haciéndolo. El ejército japonés animaba a sus hombres a hacer esas cosas como táctica para aterrorizar a la población de los países conquistados.
June calló y se abrazó a su amiga, ahora Dana era la única familia que le quedaba, y estaban solas en el mundo. Tras un instante que parecía eterno, Dana se apartó y miró a June a los ojos.
—Lo siento. —dijo June de nuevo con los ojos anegados en lágrimas.
—No te preocupes ya pasó. —replicó Dana— Pero hay que aprender de los errores. No podemos hacer las cosas irreflexivamente. Ese cabrón tenía la situación bajo control, incluso cuando le estabas apuntando con la pistola. Eso no puede volver a ocurrir, la próxima vez tenemos que tener un plan preciso.
—¿Un plan para qué? —preguntó June sumida en el desaliento.
—Para salir de aquí.
—¿Cómo? —preguntó June— Ese hombre está tan seguro de que no podemos escapar de esta isla que no se molesta en encerrarnos. Ni siquiera él puede salir de aquí.
—Tampoco lo ha intentado. Tenemos que convencerle de que la guerra ha terminado. Eso es lo principal. Aun no sé cómo. Si pudiésemos hacérselo comprender, quizás podría haber una manera de salir de aquí trabajando juntos.
—No lo entiendo. Ese hombre te ha violado. Yo solo querría matarlo. Y tú estás pensando en colaborar con él.
—Créeme, yo también le odio con todas mis fuerzas. Pero él tiene razón. Sin su ayuda no conseguiremos sobrevivir y menos salir de esta jodida isla. —dijo Dana acariciándose el cuello magullado.
—¿Y cómo piensas hacerlo? —preguntó June intrigada.
—Aun no lo sé. Lo que está claro es que ese hombre cree que aun está en guerra. Se ha aislado de la realidad como medio de supervivencia. Lo único que se me ocurre es recurrir a su honor. Pero para eso ya habrá tiempo, ahora intenta dormir, mañana tenemos una triste tarea por delante. —dijo Dana dando un fugaz beso en los labios a su cuñada y disponiéndose a dormir bajo las estrellas.