El Último Servicio de la Agente Yolanda

La protagonista de "Prisioneras..." vuelve a infiltrarse como esclava, en la que será su última misión. Esta vez para tratar de encontrar a Bea, la hija de Begoña. Sí, la "madre coraje" de "Desnuda y Desesperada"; las dos historias se cruzan...

EL ÚLTIMO SERVICIO DE LA AGENTE YOLANDA

Por Alcagrx

I

Aunque ya había pasado un año desde su regreso de Somaliland, y las cicatrices de los latigazos habían tenido tiempo de sobra para desaparecer de su piel, Yolanda conservaba un recuerdo imborrable de su aventura africana: la marca al fuego en su pubis, una O mayúscula con dos fustas cruzadas. Por supuesto ya cicatrizada por completo, pero de un tamaño tal que la obligaba a usar bañador completo en la playa; pues, si usaba un dos piezas, la braguita tenía que ser lo bastante alta como para alcanzar casi hasta su ombligo. Ya que la marca hacía unos cinco centímetros de alto, por lo menos, y empezaba otros tantos más arriba, y a la derecha, del final de sus labios mayores; así que, al final, optó por los bañadores de una pieza: era dificilísimo encontrar bikinis con la braga tan alta, y los que le enseñaron parecían de los años cincuenta.

Lo ideal, claro, hubiese sido quitársela; una compañera del gimnasio al que acudía, después de vérsela accidentalmente -pese a que Yolanda trataba de llevar, siempre, una toalla encima al ir y venir de las duchas- le explicó que con cirugía estética era posible borrarla. La chica, al parecer, trabajaba en una clínica dedicada a eso, pero cuando le dijo el precio Yolanda alucinó; y, por supuesto, cuando preguntó al comisario si el CNP se haría cargo del coste del tratamiento, al ser una herida sufrida en acto de servicio, se encontró con una negativa tan desolada como firme. Eso sí, a María y a ella les dieron una bonita  medalla a cada una, unos días de permiso y un destino más cómodo; pero, de dinero, ni un céntimo. Como le dijo el comisario, con una sonrisa triste, “Mujer, si no hay dinero para renovar los zetas, y alguno tiene ya hechos un millón de kilómetros, anda que van a destinar diez mil euros a hacerle la estética a una agente de la escala básica… Y perdone, no es mi intención ofenderla; nadie lo merecería más que usted, además. Pero no hay más cera que la que arde” .

Así que, al final, se quedó con la marca; lo cierto era que, una vez bien cicatrizada, no le dolía, y sus -escasísimos, eso sí- compañeros ocasionales de cama alucinaban con ella. Y, por supuesto, con la historia que la acompañaba. Pero, por lo general, procuraba no explicársela a nadie; en la Comisaría de Alcobendas, donde la habían destinado al regresar de su aventura en África, el único que sabía su historia era el jefe. O al menos eso creía, pues ella no se lo había contado a nadie; con que el comisario lo supiera tenía bastante, pues era garantía de ser bien tratada: una mesa de despacho, como si fuese toda una inspectora, y nada de patear las calles, o hacer puerta. Aunque su tarea fuese algo tan aburrido como tramitar las quejas de los ciudadanos; pero, al menos, parapetada tras su mesa no pasaba frio ni calor, no se mojaba cuando llovía y, sobre todo, no corría peligro alguno. Y ninguno de los otros agentes se quejaba de sus “privilegios”; primero, porque los había ordenado el comisario, y también porque había algo que Yolanda sí exhibía, tanto como podía: su medalla. A la que, expresamente, revestía de un aura de misterio; cuando un compañero le preguntaba porqué se la habían dado, sonreía y decía “Es materia reservada, chaval; lo siento, pero no puedo hablar sobre misiones confidenciales” .

Pero todo cambió el día en que la inspectora Morales, con una sonrisa amable, le pidió que la acompañase a su despacho. Una vez las dos allí, y con la puerta bien cerrada, la inspectora le soltó sin más trámite “¿Le apetece irse a otra “misión confidencial”, agente?” que le heló la sangre; Yolanda no llegó a contestar nada, y la otra siguió hablándole: “Tranquila, que ha sido el comisario quien me ha contado sus aventuras; la felicito, por cierto. Y ya le adelanto que lo que voy a contarle es confidencial, pero esta vez lo digo en serio; si quiere usted colaborar conmigo, perfecto, y en caso contrario no pasa nada. Imagino por lo que debieron de pasar usted y su compañera, y entiendo perfectamente que no desee exponerse a repetirlo. Así que, si no se atreve, por mi parte no le haré ni el más mínimo reproche; de hecho, he de confesarle que mi primera opción fue María, pero prefiero que la cosa no salga de aquí. Y ella está, por si no lo sabe, en la Comisaría de Barajas; un excelente destino, por cierto” .

Pasada su sorpresa inicial, lo que la inspectora le decía estaba logrando que Yolanda se enfadase, y mucho; pues, por un lado, la otra daba por hecho que ella era una cobarde, y por el otro, le estaba sugiriendo que María era más valiente, mejor profesional… o ambas cosas a la vez. Así que, con su natural impulsividad, saltó como un resorte: “¡Oiga, Morales, que para ovarios lo míos! Y conste que María es una estupenda profesional, pero a mí solo me gana en fuerza física. Dígame qué necesita, y déjese de monsergas…” . La inspectora sonrió, mirándola con la misma cara con la que un gato mira al ratón que se va a zampar, y continuó con su discurso: “¿Ha oído hablar del asunto Manuel Gómez? El tío ese que colabora con una banda del Este, dedicada a la trata… Si, en efecto, lo de la madre aquella que se cree agente secreto, y que se va metiendo en líos. Begoña se llama; su hija Beatriz es una de las víctimas. Iré derecha al grano: Interpol me dice que tienen pistas sobre dónde pueda estar la niña, y necesitan a alguien que vaya a comprobarlo” .

Yolanda empezaba a darse cuenta del lío en el que se iba a meter, pero su natural atrevimiento le impedía echarse atrás; y era algo que debería haber hecho al instante, pues la siguiente información que le dio la inspectora dejaba muy claro lo que podía sucederle: “Creemos que está recluida en el harén de un jeque árabe, uno de los centenares de miembros de la familia real saudí; y tenemos el modo de colar allí a una agente. Sobre todo, si es una chica que lleva la marca de la Organización en el vientre; es algo inconfundible, imposible de falsificar. Y todos, en el mundo de la trata, saben que la Organización perdió a docenas de chicas en el asalto a la mina; así que sería relativamente fácil venderla al jeque, como si fuese otra más de las esclavas que Hoekstra se llevó de allí. Sí, sabemos perfectamente quién fue autor del ataque; María lo identificó. De hecho, Hoekstra ya ha vendido a alguna de las otras chicas que se quedó; precisamente, las vende a través del tratante que la ofrecería a usted al jeque, si es que acepta el trabajo. A ése lo tenemos bien agarrado; o nos ayuda, o cae con toda la Organización. Y no, no vamos a hacer nada contra Hoekstra, ni nosotros ni Interpol; ya sabe lo que se dice, los enemigos de mis enemigos son mis amigos…” .

Al momento, a Yolanda se le ocurrió una pregunta: “¿Para qué necesitan infiltrar a una agente? Si saben que la chica está allí, manden a Hoekstra a por ella…” . La sonrisa de la inspectora se ensanchó más; estaba claro que Yolanda entraba al trapo: “Necesitamos estar seguros; Interpol no puede “mandar” a un mercenario, como usted comprenderá. La rescatarían fuerzas especiales de la OTAN; y, para mandarlas contra un príncipe saudí, los políticos necesitan estar seguros de que encontrarán lo que buscan. Sin duda el país es una dictadura machista, brutal y repugnante, pero siguen siendo los que dirigen la OPEC… Ya me entiende. Si usted acepta, sería vendida al jeque, y él la ingresaría en su harén; esta vez no harían falta transmisores ocultos, siempre detectables. Unos días después, el mismo traficante que la vendiese regresaría para hablar con usted, pretextando cualquier excusa; y luego nos transmitiría lo que usted le contase. Una vez confirmásemos que Bea está allí, podríamos lanzar el ataque y rescatarlas a las dos; ante el escándalo mundial que su esclavitud supondría, es fácil imaginar cómo reaccionarían las autoridades saudíes. El jeque sufriría un “accidente”, eso seguro, pero el comercio de petróleo no se vería afectado” .

Pese a que notaba un creciente, e incontrolable, temblor en sus piernas y brazos, lo último que “la Pedroche” se permitiría sería parecer cobarde; así que no le quedaba más remedio que aceptar, aunque en el último segundo se le ocurrió una idea: “Dígale al jefe que a mí no me asusta ni la Organización, ni un jequecillo de esos; por más harén que tenga. ¡Vaya atraso, por cierto! Esa gente sigue en la Edad Media… Eso sí, acepto pero con una condición: cuando regrese, quiero que me paguen la estética. Y lo quiero por escrito, ¿eh?” . La inspectora le aseguró que no sería un problema, pues “Comparado con el coste de toda la operación, eso es una gota de agua; y supongo que le da igual que pague Interpol, ¿no?” . Las dos rieron, en el caso de Yolanda más para aliviar la tensión que por otro motivo; pero cuando, ya de pie, iba a salir del despacho, le vino a la cabeza un pensamiento que de inmediato verbalizó: “Oiga, ¿y si allí no está la tal Beatriz? Vendrán igual a por mí, ¿no?” . Sin dejar de reírse, la inspectora Morales le contestó “No, qué va, se quedará usted en el harén del jeque… Es broma, mujer, claro que la sacaremos de allí; lo que pasa es que, si no está la chica, posiblemente será más fácil, y más discreto. El mismo que la habrá vendido la recomprará; por ejemplo, tras hablar con usted le dirá al jeque que tiene alguna enfermedad, y se la volverá al llevar -previo pago- ofreciendo sus excusas por el mal servicio” .

II

El vuelo hasta Dubai, pese a durar poco más de siete horas, se le hizo a Yolanda muy largo. Primero, porque lo de pagarle la operación de estética no llegó nunca al papel; no pasó de una promesa del comisario, y en términos bastante vagos: “No se preocupe, que sacaremos el dinero de algún lado” . Y, sobre todo, porque cada vez se daba más cuenta de lo tonta que llegaba a ser; tras haber escapado, por los pelos, a una vida de esclavitud sexual, se ofrecía voluntaria… para hacer de esclava. Por más que la inspectora le asegurara que la cosa sería muy breve, y que no pasaría en el harén del jeque más de tres o cuatro días, como mucho una semana; si se miraba las manos, o las rodillas, notaba perfectamente un ligero temblor, que no la había abandonado desde que Morales le dijo que la iban a vender a un jeque. Y que, desde luego, no era de frío; aunque iba muy veraniega, con un vestido camisero -largo hasta debajo de las rodillas, claro; iba a un país musulmán- y sandalias, en el avión hacía calor. Será, pensó, que nos están preparando para el clima de allí.

Superados los trámites de llegada, para los que, muy previsora, se puso un pañuelo cubriendo parcialmente su media melena, salió al hall de llegadas; donde un árabe vestido al modo tradicional la esperaba, llevando un cartel con su nombre. Como Yolanda no llevaba más equipaje que su bolso, el hombre se limitó a indicarle que le siguiera; cuando salieron al exterior, el calor le dio una auténtica bofetada: como mínimo estarían a cuarenta y cinco grados, y el aire, irrespirable, tenía además un color parduzco. “Tormenta de arena, ayer” le dijo el hombre, en inglés y con una mínima sonrisa, mientras le abría la puerta del vehículo; en el cual la llevó, en menos de media hora, hasta el aparcamiento de un rascacielos en el centro. Donde se detuvieron frente a los ascensores; el hombre le dijo solo “Piso 54, Mahmood Trading” , otra vez en inglés. Al apearse del vehículo, Yolanda notó que la temperatura había cambiado a mejor; y, en el ascensor, casi tenía frío, pues el aire acondicionado estaba a toda potencia. Igual que en las oficinas, muy lujosas; a la agente le recordaron los despachos de abogados que salen en las películas de Hollywood.

Cuando dijo su nombre, una de las recepcionistas -vestida, como ella, a la usanza occidental, y llevando también un velo sobre el cabello- la acompañó de inmediato hasta el despacho del jefe, el señor Mahmood; cruzaron filas y filas de mesas de trabajo, con gente frente a sus ordenadores, en interminables salas acristaladas que tenían una vista fantástica de la costa del Golfo. Al llegar frente a una puerta maciza, donde solo ponía “Manager”, la chica la abrió sin llamar y le hizo señas de que entrase; Yolanda cruzó el umbral y se encontró en un antedespacho, donde un hombre joven, vestido con ropas árabes, le sonrió desde detrás de una mesa. La puerta se cerró detrás de ella, sin que la chica que la había acompañado llegase a entrar en aquella habitación; y en cuanto se hubo cerrado el joven sonriente le dijo, en un inglés casi tan pulido como el de la Reina de Inglaterra, “El señor Mahmood la recibirá de inmediato. Pero primero desnúdese, haga el favor, y deje sus cosas en este cesto; todo, excepto las sandalias” .

Yolanda había pasado meses desnuda, sometida a las miradas lascivas -y a bastantes más cosas- de docenas de hombres, durante su aventura en África; pero de eso ya hacía mucho tiempo, y ella, por más que muy impulsiva, era de natural recatada. Así que se limitó a enrojecer hasta la raíz del cabello, y solo alcanzó a decir “¿Perdone?” . El joven, sin perder la sonrisa, continuó con sus explicaciones: “¿No es usted la esclava para el jeque Nassir? Señorita, en este país han cambiado muchas cosas, y no todas para bien; pero las esclavas siguen estando, siempre, desnudas. ¿Cómo podríamos valorar sus encantos, si no pudiésemos verlos? Comprenderá que mi jefe no se arriesgaría a mandar, a un cliente de primer nivel, a una mujer que no cumpliese sus expectativas…” . Si no puedes evitarlo, mejor hacerlo lo más deprisa posible, pensó la agente; así que en un santiamén se quitó el pañuelo y el vestido, y los dejó en la cesta que el hombre le había señalado, junto con su bolso y las cuatro joyas que llevaba: el reloj, una pulsera, y los pendientes. Tras lo que, vestida solo con su sujetador y unas mínimas bragas, miró implorante a aquel hombre; mientras le decía “¿Bastará con esto? No me diga que así no se aprecian mis encantos, como dice usted…” .

El hombre dejó de sonreír, y le contestó con cierta brusquedad: “Mire, señorita, aquí no estamos para perder el tiempo. Sé perfectamente a qué ha venido usted aquí; el jefe me tiene plena confianza. Así que, si no se ve capaz de hacer el papel de esclava, dé media vuelta y a su casa; y ya le pediremos a Interpol que, la próxima vez, nos envíen a alguien con más agallas” . Aquel comentario tuvo el efecto que, siempre, causaban en Yolanda las dudas sobre su valor: con gesto indignado desabrochó su sujetador, se lo quitó, y lo tiró en la cesta, sobre el vestido; luego metió los dos pulgares en los laterales de sus bragas, se las bajó de un tirón y, tras recogerlas del suelo y ponerlas sobre el sujetador, le dijo al hombre “¿Contento ahora?” . Él no le contestó, y casi ni la miró; se limitó a apretar un botón, en el intercomunicador que tenía sobre su mesa, decir algo en árabe y, al recibir la respuesta, señalar a Yolanda la puerta que había al fondo, diciéndole “Puede proceder” . Lo que ella hizo al instante, andando con tanta decisión que notó como sus pechos se balanceaban a cada paso. Y, también, que sus pezones se habían puesto tiesos como escarpas; lo que era normal, pues el aire acondicionado mantenía la temperatura por debajo de dieciocho grados.

“Pase por favor, inspectora; acérquese a mi mesa, si es tan amable, y coloque las manos en la nuca, para que pueda verla bien” . La voz que acababa de ascenderla a inspectora correspondía a un hombre de mediana edad y tez oscura, más bien rechoncho, que se sentaba tras una mesa de cristal, tan de diseño como el resto de aquel despacho; que parecía sacado de una revista de mobiliario escandinavo caro, y además tenía una vista espectacular. Yolanda, al oírle, volvió a sonrojarse, pero hizo lo que el hombre le ordenaba; cuando se levantó de su sillón, la agente pudo apreciar que el tal Mahmood era casi una cabeza más bajo que ella. Sin dejar de sonreír se le acercó y, mientras daba vueltas alrededor de su cuerpo desnudo, aunque sin llegar a tocarla en ningún momento, el hombre se puso a hacer comentarios: “Si, el cuerpo de las jóvenes europeas de hoy día; muy alta, poca carne, poco pecho, … Parece que a sus hombres les gustan los huesos, como a nuestros perros” ; “Sin pelo en el sexo, muy bien; y la marca es perfecta, se nota que es la auténtica” ; “Me gustan sus pezones, tan tiesos y duros; una pena que sus pechos no sean más grandes” ; “Al menos, en las nalgas hay donde agarrarse; y los muslos no están mal” .

Yolanda soportó la inspección en silencio, por supuesto sin que el rubor que había invadido sus mejillas las abandonase; cuando el hombre se cansó de rodearla volvió a su sillón, le hizo gesto de que bajase las manos y le dijo “Si, es perfecta para ser una de las putas de dolor de Nassir; aunque seguro que él no tendrá sexo con usted. Sus gustos en materia de mujeres son muy distintos; de haber sido Rubens, se habría follado a todas sus modelos. Una cosa que Rubens tal vez ya hacía, claro” . Mientras Mahmood reía su propia broma, la atención de Yolanda se había quedado detenida en una expresión: “pain slut”, en la versión original en inglés. El hombre, viendo su expresión de sorpresa, le dijo “No me diga que Interpol no se lo había dicho… Nassir nos compra todas las chicas europeas que le podamos mandar, siempre que tengan cuerpos como el suyo; como me dice siempre, “tipo Jane Birkin”. Es que ya es un hombre mayor, y sus gustos se han quedado unas décadas atrás… Pero no las quiere para su cama, claro; a él le van más, por usar un ejemplo de su época, las actrices de Fellini. A las mujeres como usted las reserva para atormentarlas, ya sea en privado o en público; le encanta azotarlas frente a sus súbditos, por ejemplo, para demostrarles cuánto empeño pone en su lucha contra las depravadas costumbres de Occidente” .

Al oírle, regresaron de inmediato los temblores a sus manos; Mahmood se dio cuenta, y con tono paternal comentó “No se asuste, mujer, que no va a dar tiempo a que le hagan nada. Volveré pocos días después de entregarla; y antes de irme hablaré con Nassir, para asegurarme de poder regresar antes de que haga con usted lo que sea que tenga pensado. Si, el día que yo vuelva, me dice usted que no ha encontrado a la chica que buscan, de allí nos iremos los dos juntos; de hecho, regresaré con mi médico personal, bajo la excusa de que los análisis que le hicimos, antes de entregarla, han detectado algo anómalo. Y, si me dice usted que la chica está allí, pasaré el recado en cuanto me vaya, y en uno o dos días atacarán las fuerzas de la OTAN; si hay peligro para usted, de inmediato. Al menos, eso me han prometido. Y ahora levántese el pelo, por favor; voy a colocarle el collar” . El hombre sacó, de un cajón, un collar de acero muy pulido, redondo, algo grueso, abierto por detrás y con una argolla en su frente, y con él en la mano se le acercó otra vez; cuando Yolanda le obedeció, se lo puso alrededor del cuello y lo cerró, juntando por detrás sus dos mitades. Tras oírse el chasquido del mecanismo de cierre, Mahmood le comentó: “Ya es usted una de mis esclavas. Este collar es una maravilla tecnológica; no solo permite localizarla en cualquier lugar en el que esté, sino también castigarla. Si hace falta, claro. Así que le aconsejo que obedezca siempre, y de inmediato; yo he probado, personalmente, la descarga que propina en la posición número uno. Y ya es realmente brutal; pero sepa que el selector del mando a distancia llega hasta diez. Mejor que no llegue a probarlo, vamos” .

III

Cuando salió del despacho, el secretario de Mahmood la esperaba con unas pinzas en la mano; con las cuales, obviamente, pensaba humillarla un poco más: “Antes de irse, sea tan amable de tumbarse boca arriba sobre mi mesa, y de separar bien sus piernas; me dice el jefe que ha advertido algunos pelos en los labios de su sexo, y sería inadmisible entregarla así” . Yolanda se volvió a poner colorada como un tomate, pero obedeció; temerosa, por lo que Mahmood le había dicho sobre el collar que llevaba, se tumbó sobre el frío vidrio de aquella mesa, flexionó y separó las piernas cuanto pudo, y se sujetó las rodillas con las manos. Con lo que ofreció al hombre, que se sentó en un taburete justo enfrente, un acceso completo a su sexo, abierto como una flor. Él se puso, de inmediato, a manosear los labios mayores de Yolanda, mientras los escrutaba de cerca usando una lupa; de vez en cuando, acercaba la mano con las pinzas al sexo de la agente, y le arrancaba algún pelo solitario. Así estuvo un buen cuarto de hora, durante el que no encontró más de docena y media en total; y eso que, para completar la tarea, al cabo de un tiempo le pidió a Yolanda que alzase su trasero, y se lo sujetase con las manos en sus ancas. Para, una vez que ella estuvo en tan humillante postura, repasar también los alrededores de su ano, así como la hendidura entre sus nalgas.

Una vez satisfecho la ayudó a levantarse, alargándole una mano en un gesto de absurda caballerosidad. Y después le dijo, señalándole una silla “Nos iremos tan pronto como el jefe lo diga; mientras tanto, puede esperar sentada allí” . Yolanda se acercó a la cesta donde estaban sus cosas -que seguía justo al lado, en el otro extremo de la mesa- y cogió de ella las bragas; pero no pudo hacer más que eso, pues la voz del secretario la interrumpió: “¿Qué hace? ¿Ya se ha cansado de hacer de esclava? Le recuerdo que usted es ahora un objeto, un ser sin voluntad; como un animal doméstico, vamos. Si queremos que se vista, ya se lo ordenaremos; pero nada de iniciativas por su parte, o tendré que usar el collar. Ya verá cómo, tras el primer calambrazo, lo ve todo mucho más claro…” . La agente soltó las bragas, y corrió a sentarse donde le indicaban; al hacerlo cruzó las piernas, pero una mirada severa del secretario la disuadió de mantener la postura. Con un suspiro, separó las piernas y adelantó el trasero, hasta que su sexo quedó bien visible; y así seguía cuando, media hora más tarde, el chófer que la había traído entró en el antedespacho, y le dijo algo al secretario. El cual habló con Mahmood por el interfono, tras lo que el jefe salió de su despacho, y le hizo gesto de que los siguiera.

A Yolanda, la idea de volver a cruzar desnuda todas aquellas oficinas le producía una vergüenza terrible, pero no tenía otro remedio que obedecer; así que siguió a la comitiva afuera, donde enseguida tuvo una buena noticia. Pues, en vez de ir hacia las mesas, giraron hacia el lado contrario, y caminaron unos pocos metros hasta lo que parecía un ascensor privado; Mahmood lo accionó con una llave, y una vez estuvieron los cuatro dentro tocó el botón del sótano. Al salir, en la planta de aparcamiento, no se veía a nadie, y además no tuvieron que caminar más que unos veinte metros hasta el vehículo, que era la misma limusina que la había traído allí; Yolanda estaba cada vez más nerviosa, y no podía dejar de mirarse los pechos, que se balanceaban suavemente con sus rápidos pasos. Y de escuchar el sonido de éstos; pues las sandalias tenían un poco de tacón, y el ruido que hacían resonaba en aquel inmenso sótano. Así que, cuando por fin entró en el vehículo, pese a que el frio cuero del asiento le provocó un breve escalofrío -al entrar en contacto con sus nalgas desnudas- tuvo la absurda sensación de estar ya a salvo; algo que, poco después y al pensarlo bien, le hizo mucha gracia, pues su ordalía estaba solo empezando. Por si acaso, optó por callar, y se limitó a mirar, en silencio, por las ventanas tintadas; no sin antes, para evitarse un castigo, separar sus piernas y adelantar el trasero. Lo suficiente como para ofrecer, a los tres hombres, una visión sin obstáculos de su vulva.

El trayecto fue breve: otra vez al aeropuerto, pero ahora a la terminal de Aviación General. En la que no se bajaron, pues solo el chófer se apeó, y además por unos pocos minutos; regresó con un papel, enseñando el cual les franquearon el acceso a la rampa, a través de un portón lateral. El vehículo fue a detenerse junto a un jet pequeño, sin marcas; Mahmood y su secretario se bajaron del vehículo, y el segundo dijo a Yolanda que les siguiera, lo que ella hizo de inmediato. Fue tras ellos, al interior del avión, a toda prisa; tanto porque en la rampa hacía un calor insoportable, como por ocultar lo antes posible su desnudez de las miradas indiscretas. Y, al bajar del vehículo y recibir de lleno aquella sensación de calor sofocante, agradeció en su fuero interno que le hubiesen dejado conservar las sandalias; pues el pavimento parecía hervir bajo el tremendo sol, que caía a plomo. Pero, una vez en la cabina del avión, más bien tuvo frio; era muy pequeña, con solo seis asientos, y el aire acondicionado estaba casi más fuerte que en las oficinas de Mahmood. Poco podía hacer, sin embargo; así que se sentó en una de aquellas butacas, se colocó el cinturón de seguridad y, una vez sujeta, separó de nuevo las piernas. Y hasta sonrió un poco cuando Mahmood, sentado justo delante de ella, le dijo “Si, realmente lo que más me gusta de usted son esos pezones tan tiesos. Si fuese de verdad mi esclava se los anillaría; estaría usted bellísima, se lo aseguro” .

Aunque no llevaba su reloj, obviamente, Yolanda calculó que el vuelo duró unas dos horas. Lo más sorprendente, para ella, fue que no aterrizaron en ningún aeropuerto, sino en una pista en mitad del desierto, en la que solo había un edificio parecido a un hangar, y algunos tanques de combustible. Mahmood se lo explicó: “Es la pista privada del jeque Nassir, dentro de su extensísima propiedad. Estamos a un centenar de kilómetros al norte de Medina, cerca de Khaybar; en esta región, él es el amo y señor de todo, y de todos. Piense que es primo hermano del príncipe heredero; aunque la familia real es extensísima, él estará entre los quince o veinte miembros más relevantes de la casa de Saud. Vamos, entre los que tienen el número privado del rey, y pueden llamarle cuando lo desean. De hecho, podría ocupar el cargo que quisiera, pero siempre se ha mantenido apartado de los quehaceres públicos; sus únicas apariciones en la prensa, además, han sido problemáticas, pues siente un odio desmedido a los occidentales. En una ocasión, hizo azotar brutalmente a una funcionaria de la embajada americana, y solo porque vino a visitarle con una falda que él juzgó demasiado corta. Ya puede imaginarse las excusas que su tío tuvo que ofrecer a los yanquis; aunque el asunto se solucionó al modo saudí: a la chica le dieron tanto dinero que, seguramente, estaría encantada de regresar a que Nassir la azotase de nuevo” .

Para cuando el avión se detuvo, y alguien accionó desde fuera la puerta de la carlinga, Mahmood y su secretario aún se reían recordando el episodio; a Yolanda, por supuesto, no le hizo ni pizca de gracia, pues ella era también una occidental. Y, además, una a la que el tal Nassir podría azotar cuanto quisiera, sin tener que pagarle nada; de hecho, pensó con un escalofrío, el jeque podría incluso torturarla hasta la muerte, si le diese la gana, pues ella no era más que una esclava. Con esa idea -tan poco reconfortante- en la cabeza bajó del avión, recibiendo de nuevo aquel sofocante calor sobre su cuerpo desnudo; y esta vez no pudo refugiarse en un vehículo con aire acondicionado, pues el único medio de transporte que había junto al aparato era un jeep descapotado. Conducido por un hombre con uniforme militar que, si se sorprendió de verla desnuda, no hizo el menor gesto que delatase su sorpresa. Mahmood se montó delante, junto al conductor, y el secretario y ella en la parte posterior; tan pronto como arrancaron el secretario, con gesto brusco, le apartó las piernas, que ella había olvidado abrir. Y, una vez que las separó, pasó todo el camino manoseándola, pasando los dedos por su sexo -donde llegó a introducirle alguno- mientras con la otra mano sobaba sus pechos, y pellizcaba sus pezones; Yolanda, en un intento desesperado de que Mahmood lo viese y -quizás- pusiese fin a aquello, daba gemidos de disgusto, pero el otro no la oyó. O no quiso oírla, claro.

Circularon media hora por pistas polvorientas, hasta que en la lejanía se empezó a adivinar el palacio de Nassir; porque no otra cosa era: un edificio que, conforme se acercaban, se hacía cada vez más grande, hasta que -pensó Yolanda- parecía tan inmenso como El Escorial. Aunque, por supuesto, en un estilo mucho más recargado, más bien tipo Las Mil y Una Noches. El jeep se acercó hasta una de las puertas laterales del complejo, donde se detuvo; los tres se apearon -Yolanda muy contenta, pues el secretario tuvo que quitarle las manos de encima- y siguieron a un criado, vestido con ropajes dorados, hasta una salita de espera ricamente decorada con motivos árabes. Allí, indicó a los dos hombres que se sentasen, y a ella que se quedara de pie junto a ambos; tras lo que se marchó, y les dejó esperando largo rato. Para cuando a Yolanda ya empezaban a dolerle los pies, y estaba considerando seriamente la idea de colocar sus desnudas posaderas en el brazo de uno de los sillones -en el de Mahmood, por supuesto, pues en el otro ya se imaginaba lo que le pasaría- se abrió la puerta principal, que daba a lo que parecía un gran salón. Y otro criado, disfrazado también con ropajes dorados, les hizo seña desde dentro para que pasaran a él.

IV

Yolanda entró detrás de Mahmood, y lo primero que vio fue como este se precipitaba, muy sonriente y haciendo gestos de exagerada felicidad, hacia el otro extremo del salón; donde, recostado sobre unos cojines y fumando lo que parecía una pipa de agua, estaba un hombre, vestido con una impoluta “dishdasha” blanca y unas babuchas rojas. Era un árabe enjuto, de facciones angulosas y edad difícil de definir, pero no menor de sesenta años; lo primero de él que llamó la atención de la agente fueron sus ojos, que pese a ser muy  negros, y estar hundidos entre unas cejas y unos pómulos muy prominentes, brillaban como si tuviesen luz propia. Mientras Mahmood le hacía toda clase de reverencias, el hombre miró a Yolanda con expresión adusta, severa, como si le recriminase su desnudez; y, después de hacer un gesto con la mano que acalló a su adulador, le hizo una larga pregunta en árabe. Que de inmediato el secretario, de pie junto a la agente, tradujo a esta: “¿Esta es la infiel de la que me hablaste? Ya veo que tiene la marca de la Organización; espero que no me estés metiendo en un lío. Te lo advierto: no quiero problemas con ellos; si los tengo, los tuyos serán infinitamente peores” .

A partir de ahí, comenzó una larga conversación entre los dos hombres, que finalizó cuando, tras un rápido apretón de manos, Mahmood le entregó lo que parecía un teléfono móvil. El jeque Nassir lo cogió, y tras estudiarlo unos minutos movió con un dedo una especie de cursor, tras lo que puso su dedo sobre un botón rojo; de inmediato Yolanda sintió un terrible calambrazo en el cuello, que le agarrotó todos los músculos -hasta impedirle incluso coger aire- y la mandó al suelo, pataleando y retorciéndose de dolor. Pues el calambre no cesaba; Nassir, que había seleccionado el nivel 3, mantenía el dedo sobre el botón de arranque, y así lo tuvo durante cinco segundos. Hasta que, cuando Mahmood ya iba a pedirle que parase, que la iba a matar, decidió sacar el dedo del control, y detener el tormento de la agente. La cual, mientras tanto, se convulsionaba en el suelo, incapaz no ya de gritar, sino siquiera de respirar; al menos tardó cinco minutos en recobrar cierta compostura, aunque jadeando y gimiendo, medio sentada y entre grandes sollozos. El jeque, entonces, le habló a ella, mirándola con aquellos ojos siniestros y a través del secretario, quien iba traduciendo sus palabras al inglés: “Esto han sido cinco segundos en el nivel 3. Si desobedeces, la próxima vez serán seis en el nivel 4; la siguiente, siete en el 5, y así hasta llegar a doce en el 10. Te aseguro que, a partir del ocho, muy pocas chicas son capaces de aguantarlo” .

Yolanda aún no había logrado ponerse en pie cuando uno de aquellos criados vestidos de dorado, a una orden del jeque, la cogió del pelo y, a tirones, la hizo levantarse y seguirle. Recorrieron así interminables pasillos, hasta llegar a una escalera que descendía hacia la oscuridad; el criado sacó una linterna de su bolsillo, y se sumergió en ella hasta el último escalón, arrastrando con él a la agente. La escalera terminaba en un pasillo lóbrego y húmedo, con puertas a ambos lados que parecían las de una cárcel, con su mirilla y todo; el criado abrió una de ellas y empujó a Yolanda dentro, tras lo que cerró la puerta y se marchó, dejándola por completo a oscuras. A base de tantear las paredes, la agente comprobó que estaba en una celda de no más de dos por tres metros, en la que no había absolutamente nada; excepto quizás algo de paja, pues la notaba en sus pies, y en una esquina lo que parecía un recipiente vacío. Así que se sentó en el suelo, e hizo lo único que podía hacer: ponerse a llorar, mientras maldecía aquel instante en que se dejó llevar por su carácter ante la inspectora Morales. Y, por supuesto, esperar acontecimientos.

No tardaron demasiado en llegar. Primero fueron unos pasos, y la voz de Mahmood al otro lado de la puerta: “Señorita, nos vamos ya. Siento decirle que Nassir no ha soltado prenda; no tengo ni idea de qué piensa hacer con usted, así que volveré en una semana, más o menos. Es muy importante que, para entonces, sepa usted algo; pues tendré excusa para venir una vez, pero una segunda visita mía ya sería demasiado sospechosa. Así que póngase cuanto antes a buscar a la chica desparecida” . El segundo acontecimiento llegó poco después, mientras Yolanda aún seguía muy enfadada por lo que le había dicho Mahmood; exactamente, mientras se repetía a sí misma “¿Cómo pensará el muy imbécil que podré buscar a nadie, encerrada en esta celda oscura?”. La mirilla de la puerta se abrió, dejando entrar en la celda un haz de luz; gracias al cual Yolanda vio que el techo era muy alto, al menos cinco o seis metros. Pero no fue eso lo que la hizo dar un grito de horror, sino lo que colgaba de él: una chica muy joven, tan desnuda como ella y aparentemente inconsciente, cuyos pies quedaban unos centímetros por encima de la cabeza de Yolanda. Razón por la que no los había llegado a tocar, al inspeccionar la celda a tientas.

Mientras miraba a su compañera, paralizada por el terror, el hombre que había abierto la mirilla volvió a cerrarla; como a Yolanda no le había dado tiempo a ver la cara de la chica, lo primero que hizo fue buscar a tientas sus pies. Y, una vez que los localizó, sacudírselos para tratar de que volviese en sí, y poder hablar con ella. Pero no logró resultado alguno, aunque el hecho de que los pies conservasen una temperatura normal le hizo concebir esperanzas de que aún estuviese con vida; así que reanudó sus esfuerzos de reanimación, pero todo lo que consiguió fue que aquella chica emitiese algún tenue gemido. Al menos, eso confirmaba que estaba viva; con ese agradable pensamiento se acurrucó en un rincón de la celda, y al cabo de poco se quedó dormida. La despertó el sonido de la puerta al abrirse; eran dos de aquellos criados, y no venían por ella sino a por su compañera. Uno de ambos soltó, de la pared, la cuerda que la mantenía colgada, y la chica cayó al suelo como un fardo; mientras la miraba, y de paso comprobaba que no era Beatriz -era una árabe de piel muy oscura, casi negra, y jovencísima- Yolanda se dio cuenta de que, si se hubiese fijado en aquella cuerda atada al muro, habría podido ahorrarle a la chica horas de sufrimiento. Pero ya era tarde; los dos hombres sacaron de allí, a rastras, a aquella joven árabe, y volvieron a dejar encerrada a la agente.

Pero fue solo por unos minutos, pues Yolanda enseguida oyó los pasos de los criados que se acercaban; cuando abrieron la puerta se fueron derechos hacia ella, y la pusieron en pie tirando de sus brazos. Uno de los hombres le juntó las muñecas con sus manos, y de inmediato la agente comprendió que le iban a hacer lo mismo que a la chica que se acababan de llevar. En efecto, así era: mientras uno la sujetaba, el otro criado ató fuertemente sus muñecas con la soga; y, una vez bien atada, los dos hombres tiraron del extremo libre de la cuerda, hasta que los pies de Yolanda quedaron por encima de sus cabezas. Hecho lo cual anudaron el extremo que jalaban en la argolla que había en la pared, le quitaron las sandalias que aún llevaba en sus pies y se marcharon, cerrando la puerta. La postura, desde luego, era muy incómoda, pues todo el peso del cuerpo de la agente recaía en sus muñecas atadas; pero lo cierto era que Yolanda estaba delgada y era bastante ágil, así que durante un rato, aunque por supuesto muy incómoda, pudo soportarlo bien. Pero el tiempo iba pasando, y ella seguía colgando de la cuerda; al cabo de media hora empezó a sentir bastante dolor en las muñecas, que luego se extendió a los brazos y a los hombros, y que no paraba de aumentar. Hasta convertirse, horas después, en algo insoportable.

Tuvo suerte, pues cuando vinieron a sacarla de su celda aún no se le había dislocado ningún hombro. Pero faltaba sin duda muy poco para ello; pues cuando Yolanda, ya tirada en el suelo de la celda, trató de mover sus brazos, un terrible pinchazo de dolor, que nacía justo en la articulación del hombro con la escápula, le impidió hacerlo. Un dolor que aumentó cuando los dos hombres, cogiéndola por brazos y piernas, la sacaron de allí, llevándola de nuevo hasta el salón donde Nassir la había recibido al llegar. Pero en el que, al llegar ella, no había nadie; los criados la tiraron al suelo, sin miramiento alguno, y allí se quedó, tratando -con muchísimo cuidado- de recuperar el movimiento normal de sus brazos. En eso estaba cuando se abrió una puerta, y entró el jeque; iba vestido igual que en la primera ocasión, y le acompañaba otro servidor, vestido con los mismos absurdos ropajes dorados que todos ellos llevaban. Nassir se acomodó en los cojines, frente a Yolanda, y comenzó a hablar en árabe; para sorpresa de la chica, el criado que iba con él comenzó a traducirlo a un español más que aceptable.

“Supongo que el imbécil de Mahmood ya le habrá dicho que en mi harén no ingresan infieles; y menos, de costumbres tan depravadas como las que tienen ustedes las occidentales. Imagino, por ejemplo, que mostrar su sexo de modo desvergonzado le gusta; tiene suerte de que no tengo aquí el mando de su collar, porque le iba a quitar las ganas de exhibirse como una ramera” . Al decir eso Yolanda, que seguía desnuda, sentada en el suelo y preocupada solo por sus doloridos brazos, se dio cuenta de que estaba totalmente espatarrada, ofreciendo así al jeque una visión directa de su vulva; de inmediato juntó las piernas, sonrojándose casi más por reflejo que por otra cosa. Pero el jeque seguía hablando: “Desde luego, lo único en lo que me resultan útiles es como ejemplo para mis súbditos de lo que no se debe hacer; y, sobre todo, de los castigos que les esperan, en caso de no observar la conducta que el Corán prescribe. Antes que usted, he castigado a muchas otras; la única diferencia será que, esta vez, la juzgaremos antes de hacerlo. Con lo que los ulemas estarán mucho más contentos; llevan tiempo cuestionando la preeminencia de la Casa de Saud, y así se implicarán en la gobernación del Reino” .

Yolanda no entendía mucho de lo que el jeque le explicaba, y además aún seguía muy dolorida; pero sí que tenía claras dos cosas: una, que le iba a ser imposible investigar en el harén, pues no iba a ingresar en él. Y la otra, que difícilmente la tal Beatriz estaría allí encerrada, vistas las ideas de Nassir sobre las occidentales. Así que, jugándoselo todo a una carta, intentó preguntarle al jeque si Beatriz estaba entre las chicas que había “castigado” con anterioridad; pero, cuando empezó a hablar, el criado traductor la cortó, muy indignado: “¿Cómo osas interrumpir al jeque?” , tras lo que dio una palmada. De inmediato entró otro criado, a quien el intérprete dijo algo que, acto seguido, le tradujo a Yolanda: “Ahmed ha ido a por el mando de tu collar. Cuando el jeque termine, recibirás la descarga que te corresponde, de seis segundos en el nivel 4; si le vuelves a interrumpir, recibirás además la de siete segundos en el nivel 5. Y así sucesivamente…” . Una advertencia que, por supuesto, sumió a la agente en un silencio absoluto.

Pero a Nassir ya le quedaba poco que decirle: “Obviamente, el Tribunal de la Sharia la condenará; una vez que el proceso termine, recibirá el merecido castigo por sus ofensas. El cual me ocuparé de administrar, por supuesto en público, el día de la Mubahala; hay que aprovechar todas las ocasiones para instruir al pueblo. Mientras espera a comparecer ante los jueces, trabajará en mis establos. Y ahora, antes de que la lleven allí, puede preguntarme lo que desee; pero sea breve” . Yolanda tuvo que pensar rápido, pero enseguida se le ocurrió una forma de preguntar aquello que quería saber de un modo discreto: “Jeque, perdone la osadía de esta infiel, pero ¿Es cierto que jamás una mujer occidental ha sido digna de entrar en su harén? Es que saberlo me ayudaría a soportar mi destino; al menos, yo no sería peor que las otras…” . Por primera vez, Nassir esbozó una ligerísima sonrisa, y le contestó “Solo en una ocasión sucedió eso, y además se convirtió en mi favorita: Tahira, una mujer italiana que, tras purificarse mediante la más terrible penitencia, se convirtió al Islam. Aunque de eso hace ya tres décadas; en mi harén sigue, donde ahora instruye a mis mujeres en las artes del amor” . Para cuando un terrible calambre en su cuello la alcanzó, dejándola sin respiración y provocándole unos espasmos de dolor aún mayores que la primera vez, Yolanda había completado su misión; ya solo le faltaba lo más difícil: regresar a España de una sola pieza.

V

Esta vez tardó más tiempo en recuperarse; tanto, que por momentos pensó que moriría ahogada, pues respirar le supuso, durante muchos minutos, un esfuerzo titánico. Para cuando fue capaz de ponerse en pie, Nassir hacía rato que se había marchado; solo quedaban allí, esperando junto a una pared, los dos criados que la habían traído desde su celda. Los cuales, una vez que la vieron incorporada, se acercaron a Yolanda y, cogiéndola de los brazos, la sacaron del salón; llevándola, por interminables pasillos, hasta la parte trasera de aquel palacio. Una vez que salieron de él, la agente vio claramente a dónde se dirigían; un gran edificio, bajo y alargado, que se extendía entre la pista de carreras, y un gran corral redondo, en cuyo centro se veían vallas para salto de obstáculos. Efectivamente eran las caballerizas; una vez dentro, Yolanda fue entregada por los criados a otro hombre, vestido con una “dishdasha” sobre la que llevaba un delantal de cuero, con el que intercambiaron unas palabras.

Tan pronto como los criados se marcharon, el hombre la llevó hasta un rincón donde se veía una montaña de paja; y, una vez allí, la hizo arrodillarse. Para, acto seguido, quitarse el delantal y la ropa que llevaba, y plantarse frente a Yolanda casi tan desnudo -pues él seguía calzado- como lo estaba ella; al hacerlo colocó su miembro, semierecto, frente a la cara de la chica, mientras le enseñaba lo que llevaba en una mano: un mando, igual que el que ya habían usado antes para activar su collar de castigo. Así que Yolanda, aguantándose el asco que el olor de aquel pene, y su aspecto, le producían, se puso a lamerlo y chuparlo con diligencia; en pocos minutos logró que el hombre estuviera tieso como un poste, momento en que él la apartó. Y, a empujones, la hizo darse la vuelta y ponerse de cuatro patas; con las piernas bien separadas, el trasero alzado al máximo y la cara rozando el suelo. Igual que sus pechos, pues en aquella postura sus pezones tocaban, también, la paja que cubría el piso de tierra. Pero aún no la penetró; aunque Yolanda, en aquella postura, no podía ver lo que sucedía detrás suyo, podía oír perfectamente como el hombre se masturbaba con decisión. Y, desde luego, notaba como dos dedos exploraban su vagina, con tal rudeza que no pudo evitar gemir.

Al final, el hombre se decidió: puso en el suelo, entre las piernas abiertas de la chica, un pequeño cojín sobre el que se arrodilló; y, una vez en posición, penetró la vagina de Yolanda hasta el fondo, avanzando poco a poco. Hecho lo cual comenzó a entrar y salir frenéticamente de ella, con tal intensidad que la chica pensó que, afortunadamente, a ese ritmo no duraría demasiado. Pues los embates de aquel hombre la estaban haciendo arrastrar la cara, y sus pechos, por el suelo; y además le provocaban un tremendo dolor en las rodillas, también por causa de la fricción con el piso. Al final no pudo más, y sus piernas cedieron, con lo que Yolanda quedó tumbada boca abajo sobre la arena y la paja; sin embargo, el hombre no dejó por eso de penetrarla salvajemente. Al contrario: una vez estuvo tumbada, fue como si su agresor decidiese empujar aún con más fuerza; para cuando, tras interminables minutos más, eyaculó en la vagina de la chica, ambos estaban al menos a un par de metros del lugar donde comenzaron aquella frenética coyunda. Y Yolanda, por supuesto, estaba agotada y dolorida, pues los arreones del hombre la habían arrastrado por el suelo, arañando al hacerlo sus pechos, su vientre y sus muslos, durante todo aquel trayecto por el suelo.

El capataz del establo se puso enseguida en pie, y en cuanto lo hizo le dio a la agente una patada en el costado; Yolanda miró hacia él, y vio que el hombre se señalaba el miembro. No le costó entender lo que quería; aunque con cierto esfuerzo, y con su desnudez sucia de polvo y paja, se puso de nuevo de rodillas frente a él. Y, haciendo de nuevo de tripas corazón, procedió a limpiar aquel miembro que acababa de penetrarla con su boca, hasta que no quedó en él traza alguna de suciedad. Mientras el hombre se vestía dijo algo en voz alta; al poco, aparecieron en aquel rincón otros tres hombres, vestidos del mismo modo que él, y por supuesto con las mismas intenciones. De los cuales uno hablaba algo de inglés; no sin esfuerzo, le explicó a Yolanda cuál sería su tarea en el establo: “Tu limpias caballos, limpias establo y follas con mozos. Si no obedeces, activamos collar” . Para cuando terminó de decirlo ya se había desnudado; así que la chica, resignadamente, se puso de pie, fue a arrodillarse de nuevo frente a él, y comenzó a poner en situación el pene que el hombre exhibía, mucho mayor que el del encargado.

Aquel segundo asaltante, sin embargo, prefirió una postura más cómoda para ella; una vez que estuvo listo se tumbó boca arriba en el suelo, y le indicó que se sentase sobre su miembro. Lo que Yolanda, a horcajadas sobre él, trató de hacer con mucho cuidado; pues aquel pene, una vez completamente erecto, era sin duda de formidables dimensiones. Pero, para su desgracia, el hombre no estaba para delicadezas: agarrándola de los hombros, la empujó hacia el suelo, obligándola a empalarse hasta el fondo. Yolanda gimió de dolor y de sorpresa, pero una vez superada la dificultad de acomodar aquella inmensidad en su vientre, comenzó a moverse arriba y abajo; esta vez, al ser ella la que controlaba los movimientos, pronto notó la familiar sensación de calor, y de tensión muscular, que le anunciaba la proximidad de un orgasmo. Pero no llegó a alcanzarlo, pues el hombre eyaculó enseguida; y, dándole un empujón, enfadado sin duda por no haber aguantado más, la apartó de encima suyo. Lo que aprovechó otro de ellos, aunque no para penetrarla; pues puso de nuevo a la chica de rodillas, se apartó la ropa, y sacó su pene por una abertura de su túnica. Yolanda, dócilmente, se acercó a chuparlo y lamerlo; esta vez tuvo que hacerlo hasta el final, pues el hombre quería eyacular en su boca. Y, una vez que lo hizo, le dejó claro por señas que debía tragarse todo el semen; algo que Yolanda solo logró hacer tras recordar el tremendo calambrazo que el collar le había dado, poco antes y en el salón de Nassir.

El último hombre fue, sin embargo y para Yolanda, el peor de los cuatro. Aunque no necesitó de las atenciones bucales de la chica, pues mientras sus dos compañeros se ocupaban de ella, se había masturbado hasta alcanzar un tamaño más que respetable. Pero tenía gustos menos comunes: primero hizo que Yolanda se pusiera de cuatro patas, en la misma posición en la que el capataz la había penetrado; para luego, cuando la tuvo así y ya arrodillado detrás de ella -sobre el mismo cojín de la primera vez- apoyar su glande en el ano de la chica. Lo que hizo con toda la mala intención; pues Yolanda, al notar el contacto, instintivamente contrajo el esfínter, y ese fue justo el momento elegido por el hombre para, de un fuerte empujón, penetrarla hasta el fondo del recto. Con lo que logró arrancar de la chica un grito de dolor, que se convirtió en una sucesión de quejidos y gemidos cuando, con gran decisión, comenzó a bombear, adentro y afuera. Así se estuvo unos minutos, hasta que decidió que fuese la chica la que hiciese todo el trabajo; cogiéndola de la cintura, y sin dejar de penetrarla en ningún momento, se venció hacia atrás, arrastrándola a ella consigo. Hasta que quedó tumbado boca arriba; y Yolanda sentada sobre él, con su miembro taladrándola hasta el fondo del recto. De inmediato, las fuertes palmadas del hombre en sus ancas la convencieron de lo que tenía que hacer; y, tras ponerse en cuclillas, la chica subió y bajó durante un buen rato, a lo largo de aquel miembro en el que estaba empalada, hasta que logró que el hombre eyaculase en sus intestinos.

Cuando el hombre la apartó, Yolanda no necesitó siquiera que se lo recordasen; se inclinó sobre aquel pene ya algo fláccido, y con toda delicadeza limpió, con su lengua y con su boca, todos los restos de suciedad que encontró en él. Hecho lo cual, el mismo hombre le señaló una manguera que colgaba de la pared; tras abrir el grifo, Yolanda comprobó que el agua estaba fría, aunque la temperatura era tolerable con aquel calor. Primero bebió, y luego procedió a lavarse bien, sobre una plataforma de hormigón -con un desagüe en su centro- que había junto a la manguera, aprovechando el potente chorro; con lo que eliminó, de su cuerpo desnudo, todos los restos de polvo, paja y semen que logró encontrar. Algo que, para poder alcanzar todos los rincones de su cuerpo, la obligó a adoptar muchas posturas obscenas; los tres hombres, pese a que acababan de tener sexo con ella, la miraban de un modo cada vez más lúbrico, y de no ser por la intervención del capataz, de seguro que hubieran comenzado una segunda ronda de penetraciones. Pero aquel hombre tenía otros planes para ella, al menos de momento; sin esperar a que se secase, la llevó hasta el primer box, donde descansaba un impresionante caballo de raza árabe. Tras señalarle, en el suelo, las deposiciones del animal, le entregó un cubo, y le hizo señas para que las recogiera. Lo que Yolanda, a falta de una pala, tuvo que hacer con sus manos; una vez el cubo lleno la acompañó hasta el exterior, donde le indicó la pila de estiércol donde debía vaciarlo. Hecho lo cual los dos volvieron dentro del establo; el capataz, haciendo un amplio gesto con sus manos, le hizo entender que debía hacer lo mismo en todos los demás boxes.

Limpiarlos todos le llevó varias horas; pues eran muchos, y además no todos los caballos eran tan tranquilos como el primero que atendió. Algunos se ponían nerviosos solo con verla, u olerla; y Yolanda, que para hacer su trabajo tenía que colar su desnudez entre las patas de los animales, lo pasó mal en más de una ocasión. Pero logró terminar sin recibir una coz, o un pisotón; la vez que más cerca estuvo fue cuando, inevitablemente, tuvo que rozar con su espalda el miembro erecto de uno de aquellos caballos. El animal, tal vez por el olor a sexo reciente que Yolanda desprendía, la recibió ya muy nervioso, y casi por completo erecto; su miembro, que se curvaba hacia abajo, medía casi un metro, y a la chica le era muy difícil esquivarlo mientras rescataba del suelo, justo debajo de él, las deposiciones de aquel semental. Pues el caballo piafaba nerviosamente, y se movía sin parar; con lo que golpeaba la espalda desnuda de Yolanda con su miembro. Solo el miedo a los calambres de aquel collar que llevaba puesto logró que la agente se mantuviese allí, bajo la tripa del animal y recibiendo los constantes golpes de su pene, hasta que hubo recogido todo el estiércol que allí se acumulaba; para cuando terminó, y salió indemne de aquel box, una sonrisa de alivio iluminó su cara. Casi mayor que la que, una vez que terminó de recoger el estiércol de todos los boxes, se le puso cuando volvió a lavarse a fondo con la manguera; aunque su alegría, al acabar, se vio un poco empañada por la siguiente tarea que le correspondió hacer: una nueva sesión de sexo con los mozos del establo.

VI

Durante toda una semana la vida de Yolanda consistió en eso: limpiar el establo, lavar los caballos, y tener sexo con los mozos. Bueno, y con todos los criados de palacio que se dignasen acercarse por el establo a las horas, cada vez más frecuentes, en que estaba a disposición de los hombres para ello; lo que, dado que dormía en uno de los boxes vacíos y comía en el mismo establo, suponía casi la mitad de las horas del día, aproximadamente, y todas las de la noche. Así que para cuando un criado, tras una de aquellas interminables sesiones en las que llegaba a “atender” a una docena de hombres, le dijo que se asease y la acompañase, Yolanda había perdido por completo la cuenta de los actos sexuales a los que había sido sometida; pero, partiendo de un mínimo de tres o cuatro docenas de ellos cada día, no bajarían de los doscientos. Agradecida por aquella interrupción en su odiosa rutina, se limpió a fondo con la manguera y, aún chorreando agua, siguió al criado hasta la piscina del palacio; en donde, sentados bajo un parasol y tomando un refresco, estaba Nassir junto a otro hombre al que nunca había visto. El cual vestía también a la usanza árabe, pero llevaba un turbante en la cabeza, de color negro; era un hombre de unos setenta años, con una barba blanca que terminaba en punta y una mirada adusta, severa. Tal vez incluso más que el propio Nassir; de hecho, a Yolanda le recordó al difunto ayatollah Jomeini de Irán.

Conforme se acercaba a ellos, pudo ver como el criado había hecho de intérprete el primer día se aproximaba también, desde el palacio y apurando el paso. Llevaba en sus manos una pieza de tela, y logró alcanzar la mesa unos instantes antes que Yolanda; de inmediato, empezó a balbucear lo que pareció a la chica una interminable retahíla de excusas, mientras le alargaba la tela a la agente y le decía “Que Allah nos perdone, ¡qué barbaridad! Cúbrase usted de inmediato, ¿Cómo osa exhibirse así, desnuda, ante el Gran Ulema?” . Yolanda no pudo reprimir una sonrisa mientras se ponía, por la cabeza, aquel burka que el intérprete le había entregado; era de los que ocultan incluso la cara, y solo tienen una pequeña rejilla frente a los ojos, para que la mujer que lo usa pueda al menos ver. Pero el ulema, antes de que la prenda ocultase su cara, pudo darse cuenta de la sonrisa de Yolanda; por lo que, una vez estuvo vestida, hizo un comentario que el criado le tradujo: “Tiene usted toda la razón, noble Nassir; estas infieles son unas auténticas desvergonzadas. No solo les gusta exhibir su desnudez, sino que se ríen de quienes pretenden mantener la modestia. Sin duda, será necesaria mucha firmeza con esta descarriada…” .

Nassir le contestó algo que el criado no tradujo, y después se dirigió a Yolanda directamente: “Señorita, le presento al Gran Ulema de la Provincia de Medina; la Ciudad del Sagrado Profeta, Enviado por Allah. Él se ocupará de su proceso; aunque sin duda será ya muy breve. En realidad, ni siquiera debería ser necesario tomarle declaración a usted; pues el ulema ha podido comprobar en persona que las acusaciones formuladas son, indudablemente, ciertas. Impiedad, desvergüenza, actos impurosconstantes, corrupción de devotos musulmanes, etcétera; en fin, el expediente está ya casi concluido. Pero, por ser escrupulosos con la ley islámica, debemos darle ocasión de explicarse. Así que diga lo que tenga por conveniente en su defensa; pero trate de ser breve, se lo ruego, pues no es más que un trámite sin mayor importancia” . A Yolanda se le agolpaban las palabras en la boca; hubiese querido explicarle a aquel hombre de la barba puntiaguda que estaba allí prisionera, que permanecía desnuda porque la obligaban, que si se acostaba con los hombres era bajo la amenaza de aquel diabólico collar… Pero sabía perfectamente que eso no le iba a servir de nada, así que decidió aprovechar la ocasión para tratar de ponerse en contacto con Mahmood; quien, en aquella situación, parecía ser su última esperanza.

“Señor Ulema, el noble Nassir no hace otra cosa que aplicar la ley de esta bendita tierra, que su Dios guarde. Y le estoy muy agradecida por ello. Fue  Mahmood quien me apresó, me esclavizó y me convirtió en la desvergonzada que ahora soy; y que, sin duda, merece castigo. Pero le pido que, antes de tomar una decisión sobre mí, me dé la ocasión de desenmascarar su maldad. No sé como lo llaman en este sagrado reino, pero en mi país tenemos una institución llamada careo; denme la ocasión de enfrentarme a él, hablándole delante del tribunal, y creo que podré convencerles a ustedes de que la culpa de mi despreciable conducta no es, ni mucho menos, solo mía. Solo puedo esperar de su bondad, y de su compasión, que a la hora de decidir mi condena tengan en cuenta mi condición inferior; una pobre mujer, manipulada por un hombre malvado” . El ulema, mientras le traducían las palabras de Yolanda, iba asintiendo con la cabeza; y cuando la chica terminó comenzó un largo debate con Nassir que, por supuesto, el intérprete no se molestó en traducirle. Pero, al acabar la conversación, Nassir volvió a dirigirse a ella: “El Gran Ulema cree que su petición es razonable, por lo que se la concede. Y fija, para la audiencia en la que se llevará a cabo, justo dentro de una semana. De hecho, si nos hubiese visitado ayer podríamos haber celebrado el acto de inmediato; pues Mahmood se presentó en mi casa sin avisar, pretextando comprobar alguna cosa sobre la salud de usted. Por supuesto, lo despaché sin siquiera recibirlo; está usted demasiado delgada para mi gusto, pero no me cabe la menor duda de que está sana como un roble” .

Con un gesto, Nassir indicó al mismo criado que la había traído que se la llevase de vuelta a las caballerizas; sin necesidad de que su jefe le dijese nada, el hombre se detuvo tan pronto como perdieron de vista la piscina, y girándose hacia ella extendió las manos. Yolanda entendió, al instante, lo que pretendía que hiciera; y, con un gesto rápido, se quitó aquel burka y lo entregó al criado, con lo que volvió a quedarse desnuda por completo. Así terminó su camino, y tan pronto como franqueó la puerta del establo se encontró con varios criados, que allí la estaban esperando; durante las siguientes dos horas, la agente fue montada al menos seis veces, y por otros tantos hombres. De los que, para su fortuna, solo uno eligió hacerlo por su puerta trasera; pero de todos era, sin duda, el más cruel, pues le gustaba estrujar los pechos de la chica mientras la penetraba desde, y por, detrás. Y lo hacía con especial saña; ya pellizcando los pezones de Yolanda con tanta fuerza como era capaz, como apretando sus duros pechos, que cabían en las enormes manos del hombre, hasta que le provocaba lágrimas de dolor, y le hacía dar gritos suplicando piedad. Los cuales, por supuesto, no atendía.

La espera del careo supuso, para Yolanda, otros siete días más de aquel régimen de vida agotador; trabajando de sol a sol en las caballerizas, con las únicas pausas correspondientes a las sesiones de sexo. Que, para entonces, eran aún más concurridas; la agente comenzó a sospechar que los criados traían a parientes y amigos para que abusaran de ella, pues entre sus muchos visitantes aparecían, constantemente, caras nuevas. Pero, finalmente, llegó el gran día: un criado la acompañó hasta el garaje de palacio, donde la subieron a una furgoneta cerrada para llevarla al tribunal. Al que, para su sorpresa, la trasladaron completamente desnuda; a juzgar por el tratamiento a que los dos criados que la acompañaban la sometieron -uno la penetró vaginalmente hasta eyacular, mientras le hacía una felación completa al otro-, y sobre todo por el hecho de que el burka estaba justo allí mismo, reposando en la banqueta junto a ellos, lo más posible era que sus instrucciones fuesen muy otras.

Pero, en todo caso, los criados no se lo alargaron, indicándole que se lo pusiera, hasta que la furgoneta se detuvo frente al tribunal; una vez tapada hasta los pies la llevaron, por los pasillos de aquel edificio y mientras notaba como el semen del criado chorreaba por sus muslos, hasta una pequeña sala con evidente aspecto de tribunal de justicia. Donde la esperaba el mismo ulema que la había visitado en casa de Nassir, presidiendo el acto; a sus lados había otros dos hombres, con similar aspecto -turbante y túnica-, y frente a ellos, sentados algo más bajos que los jueces, un estenógrafo y un intérprete. Este último fue quien, precisamente, le indicó en inglés dónde debía sentarse: en una de las dos sillas que, frente por frente, había a los lados de una mesa baja, situada a pocos metros del estrado de los ulemas. Y, no bien se hubo sentado, Mahmood entró, sudoroso y algo desencajado, por la misma puerta que ella había usado, para sentarse en la silla vacía de enfrente.

Yolanda no perdió el tiempo; antes de que el ulema pudiese decir nada, le dijo a Mahmood en voz baja: “Beatriz no está en el harén de Nassir, ni lo ha estado nunca; sáqueme de aquí cuanto antes” . Pero el hombre no tuvo tiempo de responder; de hecho, la agente se quedó con la duda de si le había o no escuchado, pues el intérprete empezó a traducir las palabras que les dirigía el presidente del tribunal, que Mahmood escuchaba en respetuoso silencio. Era una larga perorata de tipo religioso, a la que Yolanda pronto dejó de prestar atención; únicamente lo hizo cuando el traficante, directamente interpelado por el tribunal, empezó a excusarse: “Gran Ulema, lo que esta infiel explica no es cierto, en absoluto. Yo la adquirí de un hombre sudafricano, quien la obtuvo de una empresa dedicada a la trata de esclavas llamada la Organización. Pueden comprobarlo mirando su vientre, donde lleva la marca que les ponen a todas. Luego la vendí al noble Nassir, haciendo precisamente mi trabajo” . A partir de ahí, Mahmood comenzó una disertación sin interés alguno para la agente; en la que, sobre todo, explicaba al tribunal que nunca había esclavizado, o vendido, a mujer musulmana alguna, y que solo comerciaba con infieles.

Antes de que el traficante acabase su exposición, los tres miembros del tribunal se pusieron a discutir vivamente entre ellos; por supuesto, el intérprete no le tradujo nada de lo que se decían, pero Mahmood si: en voz baja, le dijo “Están debatiendo si es lícito, en un tribunal islámico, que una infiel exhiba su desnudez; pues el Gran Ulema dice que no llegó a verle la marca. Por cierto, transmitiré su mensaje; y perdone que la ataque así, pero no puedo correr el riesgo de que el tribunal me culpe de algo. Sería el final de mi carrera” . Yolanda solo tuvo tiempo de decir “No se preocupe” antes de que el tribunal terminara su debate; cuando el silencio regresó a la sala, el presidente dijo, en tono de voz muy severo, “Acusada, levántese el burka y muéstrenos su vientre” . Una instrucción que, después de todo lo que había pasado, a la agente le pareció ridícula; así que, tomando con su manos los laterales de aquella prenda, tiró de ella hacia arriba y se la quitó. Luego, entre los murmullos de desaprobación de los ulemas, adelantó su vientre desnudo hacia el tribunal, mostrando la marca al fuego sobre su pubis; y dijo “La Organización fue la primera que me sometió, sí, pero todos los hombres que me han poseído tienen la culpa de mi conducta; ellos me han convertido en una desvergonzada” . Un mensaje que, para mayor verismo, acompaño del gesto de acariciar su sexo.

VII

De nuevo se produjo gran conmoción en el tribunal; aunque esta vez, a juzgar por el tono y las caras de los ulemas, el motivo era más la indignación que no otra cosa. El presidente lo confirmó muy poco después: “Infiel, no solo se exhibe ante nosotros impúdicamente, mostrando además evidentes señales de haber copulado recientemente; puede, incluso, que haya fornicado en este sagrado lugar. Ha tratado de manchar la reputación de un musulmán honrado, un comerciante ejemplar; y lo ha hecho engañando a esta presidencia, para lograr de ella un trato que no merecía. No nos deja otra opción que castigarla severamente; ahora mismo será llevada a las mazmorras del edificio, donde aguardará el veredicto. Y cúbrase de una vez; no ofenda ni un minuto más mi dignidad, ni la de los hombres virtuosos que me flanquean” . Al tiempo que decía esto, el presidente hizo sonar una campanilla; dos guardias de uniforme entraron en la sala y, tras ayudar a Yolanda a ponerse otra vez el burka, la cogieron de los brazos y se la llevaron de la sala.

Esta vez el trayecto fue relativamente corto, pues salieron por una puerta lateral que daba a una estrecha escalera; al final de la cual había un pasillo con celdas a ambos lados. Los dos guardias metieron a Yolanda en una de ellas, y esta vez no le quitaron la prenda que la cubría; cuando se fueron, y pese a que allí reinaba cierta oscuridad, pudo ver que muchas de las celdas -que más bien eran jaulas, pues solo las rejas separaban a unas de otras- estaban ocupadas por otros tantos prisioneros. Y prisioneras; al menos contó otras cuatro figuras que, como ella, estaban cubiertas de pies a cabeza por un burka, de las que dos estaban en las celdas justo frente a la suya. El lugar parecía un depósito temporal, pues cada cierto tiempo los guardias venían a buscar a alguno de los presos, o traían a alguien nuevo; en uno de los momentos en que ninguno de ellos estaba presente, y más que nada para matar el aburrimiento, Yolanda dijo en voz alta, y tanto en inglés como en español, si alguien la podía entenderla. No obtuvo más que una sola respuesta, en inglés y de una de las mujeres que estaban encerradas frente a ella; era una chica llamada Sharon, inglesa, y al punto comenzaron las dos a conversar en voz baja. Aunque interrumpiendo su diálogo, por supuesto, cada vez que los guardias bajaban a aquel sótano; pues, aunque nada les habían indicado, temían ser castigadas por hablar, visto que los demás presos -y presas- permanecían en silencio.

Yolanda le contó su historia a la chica inglesa; de la cual, por causa del burka, lo único que podía ver era que era muy alta. Sharon, que tenía una voz muy dulce, le contó que la habían secuestrado en su país, y que la obligaban a trabajar en un burdel de Medina. Su historia, de no ser tan triste, hubiese en realidad parecido una burla: estaba presa porque la policía hizo una inspección en el burdel, y al descubrir allí a una dhimmi -una no musulmana- se la llevó detenida, pues el acceso a la Ciudad Santa estaba prohibido a no creyentes. Por más que la pobre se desgañitó explicando que estaba allí a la fuerza, y que la habían llevado a Medina obligada, de nada le valió; el juez le impuso la pena de ser expulsada de la ciudad, pero solo tras haber recibido cien latigazos. “Y lo peor de todo no es eso; ordenó que, por ser yo una ramera y una infiel, el castigo se ejecutase sobre mi cuerpo desnudo, en la plaza pública y ante todos aquellos buenos ciudadanos que fuesen a contemplarlo. Pero es que, además, mi abogado me ha dicho que la expulsión será más simbólica que otra cosa; una vez azotada, se limitarán a echarme de la ciudad, por una de sus puertas. Donde, sin duda, los mismos hombres que me secuestraron, y me explotaban, estarán esperándome para llevarme a algún otro de sus burdeles. Si no es al mismo, claro. Mi único consuelo es que, al menos, a mí no me matarán como hicieron con tu pobre compatriota” .

Al oír eso, Yolanda le preguntó de quién hablaba, y lo que Sharon contó a continuación confirmó sus peores temores: “Yo llegué aquí junto con Beatriz, una chica española muy joven; morena, de ojos oscuros, no muy alta y con un pecho bastante desarrollado. Y algunas chicas más, claro. A todas nos trajeron en un barco desde tu país; eso lo supe por ella, ya que después de que me secuestrasen pasé bastante tiempo inconsciente, y cuando desperté no sabía dónde estaba. Ella venía en una silla de ruedas, la pobre; no sé qué le habrían hecho, pero le dolía todo, y sus pechos se veían muy mal, como infectados. Al llegar aquí nos separaron, y no supe más de ella hasta que, un día, un cliente me amenazó con que, si no obedecía en todo, me pasaría lo que a la española. Preguntándole, por lo que me explicó comprendí que era la misma Beatriz que llegó conmigo, pues la descripción coincidía; al parecer, la compró alguno de estos moros ricos de por aquí, y se dedicó a seguir maltratándola. Hasta que ella no pudo más, y lo mató de un golpe mientras dormía; el tribunal la condenó a morir lapidada, y lo último que supe fue que la sentencia se había ejecutado de inmediato” . Esto último lo dijo en un susurro, pues ya se oían los pasos de los guardias que bajaban la escalera.

Vinieron, precisamente, a por Sharon, así que la conversación terminó justo allí; pero duró lo suficiente como para que Yolanda completase el resto de su misión. Aunque, lamentablemente, el destino final de Bea no fuera el que a ella le hubiese gustado oír. Pero de lo que entonces tenía que preocuparse no era de la suerte de aquella pobre chica, sino de la suya propia; aunque para saberla aún tuvo que esperar bastantes horas. Exactamente hasta la mañana siguiente; un tiempo en el que no le dieron más que un cuenco con una especie de gachas, para comer, y un par de veces algo de agua para beber. En el que además tuvo que dormir en el suelo y, para hacer sus necesidades, pedir al vecino de celda, por gestos, que le pasase una bacina que hacían circular entre ellos. Así que, cuando los guardias vinieron por fin a buscarla, casi podría decirse que estaba contenta de salir de allí; y subió aquellas escaleras, hasta la sala del tribunal, con paso seguro y firme. Un paso que, de haber sabido ya lo que la esperaba, seguro que no hubiese sido tan decidido.

La sala estaba repleta de gente; incluso le pareció que algunos de los presentes eran periodistas, pues no paraban de tomar notas. El tribunal era el mismo del día anterior, y tan pronto como estuvo frente a ellos el presidente comenzó a recitar un largo, y tedioso, discurso teológico que Yolanda, pese a la traducción, prácticamente no logró seguir. Pero puso sus cinco sentidos en ello cuando el ulema, después de mencionar los crímenes de los que había sido hallada culpable y tras hacer una dramática pausa, comenzó la lectura de la pena: “La condenada será azotada, en la plaza pública y sin hacer concesión alguna a un pudor del que ella misma ha reconocido carecer, hasta que los físicos determinen que su vida se halla en riesgo; entonces, será llevada fuera de los muros de la ciudad, donde el verdugo cortará sus manos, sus pies y sus pechos. Y luego la dejará allí, en el desierto, para que sea pasto de los perros salvajes” . De nuevo, el presidente detuvo su lectura, y miró a Yolanda; al ver que, pese a que el burka ocultaba casi todas sus reacciones, era fácil apreciar el temblor que la dominaba, sonrió satisfecho y continuó leyendo: “El tribunal entiende que, aún cuando la condenada sea una infiel y una corruptora, debe tener el mismo derecho que un musulmán a ver revisada su sentencia. Por lo que la comunicará de inmediato al Consejo Judicial Supremo; y no procederá a ejecutarla hasta haber recibido de él la docta, sabia y santa opinión que de sus miembros emane” .

El ruido en la sala era ensordecedor, principalmente por causa de las conversaciones del público; así que el presidente hizo sonar la campanilla que tenía delante y, cuando logró restablecer el silencio, continuó: “Sin embargo, ese derecho no debe convertirse en una posibilidad, para ella, de escapar al castigo que, estamos seguros, el Consejo confirmará. Así que, mientras espera la decisión final, la condenada deberá permanecer prisionera; y estarlo de un modo que ya suponga, por sí mismo, comenzar a cumplir su pena. Por ello, el tribunal ordena que sea encerrada a la antigua usanza: en una pequeña jaula, colgada del muro exterior de este edificio a la suficiente altura como para que los ciudadanos puedan verla, pero no alcanzarla. Jaula en la que permanecerá, sin ropa, alimento ni otra atención que la de suministrarle agua tres veces cada día, hasta que pueda ejecutarse el castigo principal” . Para cuando concluyó, el guirigay de voces era aun mayor; ahora ya no solo por las conversaciones entre los asistentes, sino sobre todo porque la prensa formulaba preguntas al tribunal. Pero Yolanda no entendía nada, por supuesto, y estaba demasiado asustada para poder hacer, o decir, algo; así que se dejó llevar por los guardias cuando estos, tomándola de los brazos, la sacaron de la sala del tribunal y la llevaron, por los pasillos del edificio, hasta la entrada principal.

Una vez allí, lo primero que vio la agente, en la explanada frente a la puerta, fue la jaula donde pensaban meterla; era muy antigua y de hierro, con barrotes planos que formaban, entre ellos, unas cuadrículas de quince o veinte centímetros de lado. Su planta era cuadrada, de no más de setenta centímetros de lado y algo más en altura; la parte superior era piramidal, y terminaba en una argolla de considerables dimensiones, sin duda para poder colgarla. Los guardias la hicieron detenerse justo a su lado, y esperar allí a la llegada del tribunal; lo que se demoró lo suficiente como para que la prensa tuviese tiempo de congregarse allí. Cuando los ulemas asomaron por la puerta, y se colocaron bajo el voladizo de acceso, uno de los guardias sacó de un bolsillo un mando como los que accionaban aquel collar de castigo que Yolanda seguía llevando; y le dijo, en mal inglés, “¡Fuera el burka!” . La agente obedeció de inmediato, sacándoselo por la cabeza; una vez estuvo desnuda, y mientras el público no paraba de registrar la escena con sus móviles, el mismo guardia del mando le dijo “¡Entra!” .

Yolanda abrió la puerta de aquella jaula, y se metió en ella como pudo; pese a estar muy delgada, su cuerpo desnudo llenaba por completo el espacio interior, hasta el punto de que tuvo que encoger las piernas sobre su torso para caber allí. Pero, una vez que se dio cuenta de que podía sacar las dos piernas por los espacios entre los barrotes, al fin cupo; una vez allí metida, el guardia cerró la puerta por la que había accedido, y la aseguró con un candado casi tan antiguo como la propia jaula. Tras lo que esperó, durante unos interminables minutos, hasta que desde el primer piso del edificio -a unos cinco metros de altura- y pasándola por una polea que de allí colgaba, le alcanzaron el extremo de una cadena. En el que había un gancho, que su compañero sujetó a la argolla que coronaba la jaula; unas manos que Yolanda no podía ver tiraron de la cadena, desde las alturas, levantándola hasta que se separó unos tres metros del suelo. Una vez allí colgada, y mientras el viento mecía suavemente su estrecho encierro, la agente solo logró pensar en dos cosas: la primera, que ojalá viniesen pronto a rescatarla. Y la segunda, que en aquella postura exhibía su vulva, y la hendidura entre sus nalgas, a todos los que pasaran bajo la jaula; y, desde luego, de un modo realmente obsceno.

VIII

Durante todo aquel día tuvo ocasión de comprobar hasta qué punto sus vergüenzas se habían convertido en la principal atracción turística del lugar. Pues debajo de su jaula nunca hubo menos de diez o doce hombres; y eso que los guardias del tribunal, a cada poco, hacían circular a los mirones, diciéndoles algo que la agente por supuesto no comprendía. Pero que, con toda seguridad, era amable, pues los que se retiraban lo hacían con una sonrisa; alguno de ellos no sin antes tratar, dando saltos, de alcanzar los pies de la chica, que colgaban a una menor altura que el resto de su cuerpo desnudo. Aunque, por suerte para ella, a la suficiente para no ser alcanzados. Al anochecer el número de visitantes menguó, pues la oscuridad perjudicaba mucho aquel espectáculo; nadie había pensado, afortunadamente, en colocar alguna farola cerca de la jaula de Yolanda, así que la chica pudo tener por fin un poco de tranquilidad. E, incluso, dar alguna cabezada; aunque la postura era incómoda, el cansancio terminó por vencerla.

Despertó sobresaltada, creyendo que una voz la llamaba por su nombre; al aguzar el oído se dio cuenta de que así era realmente, y al mirar abajo vio que Mahmood estaba justo bajo su vulva, contemplándola con todo descaro. Al punto, Yolanda le explicó lo que Sharon le había dicho sobre Beatriz, y le pidió que hablase con Interpol para que tratasen de salvarla también; pero el hombre traía cara de tristeza, y le dijo “Señorita, lamento decirle que tengo muy malas noticias; me he comunicado con Interpol, y me dicen que ahora la situación es por completo diferente. Vamos, que lanzar un ataque de comandos contra un tribunal saudita es algo completamente impensable. Así que, aprovechando el revuelo que ha causado su condena en el mundo entero, van a intentar la vía diplomática. Como me han dicho, muy enérgicamente” . Aunque su situación no era precisamente la ideal para ello, al oírle Yolanda notó como una oleada de profunda indignación la invadía; sin poderse contener, comenzó a gritar a pleno pulmón: “¿Me está tomando el pelo? ¿O es Interpol quien me lo toma? Estoy aquí colgada, desnuda y esperando a ser azotada y ejecutada, porque ellos me pidieron que viniese. Para lo que calificaron de operación rápida: cosa de unos días, máximo una semana. Y aquí sigo, mucho tiempo después; habiendo sido violada cientos de veces, y en la situación en que me ve. Y, por cierto, haga el favor de dejar de mirar mis partes, o me mearé encima de usted; ganas no me faltan, se lo juro” .

Mahmood se apartó un poco, mascullando una excusa, y mientras veía como unos guardias, alertados por las voces que estaba dando, corrían hacia ella, Yolanda aún tuvo tiempo para decir: “Tal vez sea poco lo que pueda hacer por perjudicar a mis jefes, o a Interpol; pero como no me saquen muy pronto de aquí le aseguro que pediré hablar con el jeque, y con el ulema si es necesario, y les contaré todo lo que sé. Lo que incluye, por supuesto, que usted trabaja para los infieles. Le doy, como máximo, hasta mañana” . Pero ya no pudo oír la respuesta de Mahmood, pues uno de los guardias accionó el mando del collar de castigo; a Yolanda la invadió, de inmediato, aquella sensación de ahogo que el agarrotamiento de los músculos de su cuello le producía. Y el tratante se desvaneció por las calles próximas, mientras ella se retorcía de dolor en su estrecho encierro durante, al menos, los siguientes veinte minutos. Aunque, por fortuna, el mismo guardia que le había propinado la descarga, tal vez asustado por los efectos de aquel aparato, trajo para entonces la escalera que usaban para darle de beber; y, una vez a su altura, le ofreció una botella de agua. Mientras Yolanda bebía con avidez, el hombre le hizo gestos de que callase; ella, sin dejar de tragar aquel agua que le parecía un verdadero tesoro, le hizo que sí con la cabeza.

El día siguiente fue más de lo mismo: un calor tremendo, montones de hombres contemplándola a todas horas, y una humillación añadida. Pues la agente aprovechó la medianoche para orinar una primera vez, cuando nadie la miraba; pero hacia mediodía no pudo resistir más sus ganas de defecar, y tuvo que hacerlo entre las miradas, y los aplausos y vítores, de más de una docena de mirones. Tras lo que los guardias completaron el espectáculo; uno de ellos se acercó con una manguera, y usando el chorro a presión le limpió el trasero con todo detalle. Para luego hacer lo mismo con el suelo debajo de ella, que no solo albergaba su defecación, sino los restos de su orina anterior. Yolanda, aunque nadie pudiera ver su cara desde abajo, estaba ruborizada como nunca antes en su vida; tan mal lo estaba pasando que, cuando el jeque Nassir se situó entre los hombres que contemplaban aquel espectáculo, al principio ni siquiera se dio cuenta. Pero, de pronto, notó que los comentarios de los mirones habían pasado a ser en voz baja, y miró hacia el suelo para ver qué estaba sucediendo; entonces lo vio, mirándola con expresión severa. Así que, aún a riesgo de recibir otra descarga, le gritó “Jeque, por favor, necesito hablar con usted; es muy importante” .

El hombre pareció no oírla, pues al poco de haber llegado marchó del lugar. Pero aquella misma noche, cuando ya no quedaban visitantes alrededor de la jaula, regresó; Yolanda, cada vez más hambrienta, miró con envidia lo que Nassir se estaba comiendo: una especie de oblea, cuyo olor a caramelo le llegó perfectamente. El jeque, cuando terminó, se limpió los labios con una servilleta que le pasó un criado, y luego le dijo “¿Qué era eso tan importante?” . Una pregunta que provocó un torrente de explicaciones por parte de Yolanda, quien en quince minutos se lo contó todo; desde su entrevista con la inspectora hasta los tratos con Mahmood, pasando por los planes de Interpol. Y terminó su discurso con una oferta que, en su situación y -sobre todo- siendo ella una simple agente de la escala básica, sonaba muy poco realista: “Si me ayuda usted a volver a España, le juro que hablaré maravillas del jeque Nassir; nadie en Interpol volverá a buscarle las vueltas, se lo aseguro” . Sin duda, el jeque se dio cuenta de lo absurdo de su oferta, pero no le dijo nada; se limitó a sonreír muy levemente, dar media vuelta y marcharse.

Dos días más continuó allí colgada, sin más novedades en su rutina que un hambre cada vez mayor, y un dolor en sus articulaciones que no paraba de crecer; además de que la parte de su cuerpo desnudo que más sufría el sol, que por su posición era la espalda, estaba ya muy quemada, y le dolía. Pese a que, por el lugar donde colgaba su jaula, solo recibía los rayos solares hasta poco después de mediodía; pero, tras cuatro días casi completos allí colgada, eso era bastante para provocarle algunas quemaduras. Al anochecer del cuarto día, sin embargo, el guardia que subió a darle un poco de agua le dijo, en un pésimo inglés, “Mañana Mubahala, día de tu castigo” ; con lo que la dejó muy preocupada, pues nadie le había dicho nada sobre la confirmación, o no, de su sentencia. Así que aquella noche casi no pegó ojo; desde luego, si lo que el guardia le había dicho era cierto eran sus últimas horas de vida, pero no quería perder aun la esperanza. Tanto en las gestiones “diplomáticas” que Interpol hubiese podido poner en marcha como, sobre todo, en las que el jeque pudiese haber llevado a cabo por su cuenta.

Al amanecer, sin embargo, lo único que sucedió fue que los guardias del edificio de los tribunales comenzaron los preparativos para azotarla; eran evidentes, pues consistieron en colocar, en el centro de la explanada frente al edificio, una cruz de San Andrés que plantaron firmemente en el suelo. Mediría menos de dos metros de altura, y en los cuatro extremos de sus aspas en forma de X había otros tantos grilletes, unidos por una corta cadena; Yolanda supuso, lógicamente, que eran para sujetar sus muñecas y sus tobillos, dejando así el resto de su cuerpo al alcance del látigo. Luego, los hombres comenzaron a sacar sillas de plástico, que colocaron en hileras frente a la cruz; una vez completada la tarea, delimitaron el espacio que ocupaban las sillas usando unas vallas, para evitar que el público -cada vez más numeroso- fuese a sentarse en ellas. Y luego se colocaron a su alrededor, para vigilar que eso no sucediera; al cabo de un poco comenzaron a llegar las autoridades, y fueron ocupando los sitios reservados.

Los últimos en llegar fueron los tres miembros del tribunal, escoltados por los dos mismos funcionarios de siempre; el que parecía ser el escribiente, y el intérprete. Pero lo que más llamó la atención de Yolanda, y le proporcionó una cierta dosis de esperanza, fue que el jeque Nassir caminaba junto al Gran Ulema, y charlaba animadamente con él; no solo eso, sino que al llegar donde los asientos se sentaron juntos, en el centro de la primera fila. Tan pronto como el tribunal estuvo sentado, la agente notó que su jaula comenzaba a descender hacia el suelo; donde, al llegar, uno de los guardias retiró el candado que bloqueaba la puerta, y le hizo señas para que saliese de allí. Yolanda hizo lo que buenamente pudo, pero en su estado de agotamiento le resultó difícil; al final logró sacar el cuerpo de su interior, tumbándose boca abajo en el suelo, pero necesitó de la ayuda de los guardias para sacar las piernas de entre los barrotes, donde llevaban ya cuatro días metidas. Y, desde luego, fue incapaz de tenerse en pie; entre dos hombres la levantaron en volandas, y la llevaron así hasta la cruz. Donde la sujetaron por las muñecas y los tobillos, con los brazos y las piernas siguiendo las aspas; y de cara a los maderos; cuya basta superficie provocó, con su roce, que los pezones de Yolanda se pusiesen, de inmediato, erectos.

Una vez allí sujeta, oyó como el presidente comenzaba a hablar; al girar la cabeza vio, a su lado, al intérprete, quien de inmediato comenzó a traducir lo que decía: “El Consejo Judicial Supremo ha confirmado la condena; si bien, para seguir la tradición de no herir la sensibilidad del público con la ejecución de una mujer, aunque sea una dhimmi, ha determinado que únicamente su flagelación sea pública. El posterior desmembramiento se practicará en lugar secreto, únicamente a presencia de los miembros del tribunal, inmediatamente después de concluir el acto de hoy. Que el verdugo comience el castigo, a razón de cien azotes en su espalda, luego otros cien en su parte frontal, y así sucesivamente; cuando los doctores aquí presentes la consideren en el límite de la supervivencia, daremos por concluida esta fase” . Tras lo que empezó una de sus peroratas religiosas; que Yolanda, muerta de miedo y temblando como si tuviese mucho frio -y allí, a pleno sol, al menos estarían a cuarenta grados- no siguió en absoluto. Pues toda su atención estaba fijada en el hombre que, desnudo de cintura para arriba, la miraba con una sonrisa cruel, desde muy pocos metros de distancia; porque llevaba en la mano una fusta de doma de aspecto terrorífico: negra, larga de metro y medio, y hecha de una especie de plástico bastante rígido. El hombre, cuando terminó el discurso del ulema, se le acercó y, con una mano, acarició la piel de sus nalgas unos instantes; Yolanda pudo notar que olía a sudor rancio, pero no tuvo tiempo de nada más. Ya que enseguida despareció de su vista para ir a situarse a su espalda, a la distancia correcta para lanzar el primer golpe; lo que, poco después y con todas sus fuerzas, hizo contra el cuerpo desnudo de la agente.

IX

El primer impacto cruzó las nalgas de Yolanda casi por su mitad exacta; la fusta se hundió en ellas hasta alcanzar el hueso, dividiéndolas en sendas semiesferas casi iguales, y luego salió rebotada hacia afuera. Dejando una marca roja, fina y estrecha, de lado a lado de su trasero, y arrancando de la agente un grito inhumano de dolor. Aquello, pensó Yolanda mientras su cuerpo se contorsionaba febrilmente, tratando en vano de escapar a sus ligaduras, era mucho peor que ningún otro instrumento con el que nunca la hubiesen azotado: la sensación era como si le hubiesen cortado la carne con un cuchillo no muy afilado, para luego verter vinagre en la herida. El hombre continuó, durante al menos una docena de golpes, castigando su trasero, y para cuando la chica ya era casi incapaz de seguir gritando -tenía la boca seca por completo, y estaba algo mareada- dirigió su atención a los muslos de Yolanda; la siguiente docena cayó sobre la parte posterior de aquellos, dejando unas marcas enrojecidas que se iban haciendo más anchas cada vez, con el paso del tiempo. Y de las que algunas mostraban trazas de sangre, allí donde la piel se había roto. Luego situó otros doce azotes en el trasero de la agente, y otros doce más en el dorso de los muslos; cuando llegó a la mitad, el hombre hizo una breve pausa para beber agua, y acto seguido comenzó a golpear la espalda de su víctima con aquel terrorífico instrumento.

Los azotes en la espalda lograron, de alguna manera, revivir un poco a Yolanda: el dolor que le causaban era aún mayor, pues su espalda no tenía tanta carne como las nalgas y los muslos, y las dos docenas de azotes que el verdugo colocó allí, tratando -con mucha habilidad, por cierto- de que quedasen bien espaciados, volvió a provocar que el cuerpo de la agente se agitase con  convulsiones incontroladas, como al principio hizo. Una vez concluyó las dos docenas, el verdugo debió de pensar que en la espalda desnuda de Yolanda aún cabían algunos más, pues siguió hasta completar casi una tercera docena; tras lo que dirigió el castigo otra vez a las ya muy maltratadas nalgas, donde colocó, entre auténticos aullidos de su víctima, los azotes que faltaban para el centenar. Alcanzada dicha cifra, el verdugo volvió a hacer una pausa, tanto para beber agua como para dar el relevo a un compañero; había pegado con tanta fuerza que, aunque era un hombre muy robusto, se le veía muy sudoroso, y francamente cansado. Así que, mientras dos guardias descolgaban de la cruz el cuerpo desnudo de Yolanda, que parecía semiinconsciente, le entregó la fusta a otro guardia, casi más musculoso que él; el cual, mientras que sus compañeros volvían a sujetar a la agente en aquella cruz, esta vez de cara al público, hizo algunos golpes de práctica, al aire, con la fusta.

El silbido de la fusta pareció devolver a Yolanda un poco de consciencia; aunque sumida en su pesadilla de sufrimiento, se dio entonces cuenta de que los siguientes golpes serían en la parte frontal de su cuerpo, y acertó a decir en voz muy baja “¡Basta, por favor, no me peguen más!” . Pero de nada le sirvió; primero, porque lo dijo en español, con lo que el verdugo no entendió nada; y segundo porque el hombre no pensaba privarse del placer de azotar a aquella infiel. Así que, para horror de la chica, descargó el primer golpe: alcanzó de lleno la parte frontal de sus muslos, donde enseguida se formó un horrible surco enrojecido, y provocó una nueva tanda de gritos, y de contorsiones, por parte de ella. Los siguientes fueron en el mismo lugar, subiendo poco a poco hacia su sexo; al cabo de unos veinte, los azotes comenzaron a caer sobre el pubis, y la parte superior de la vulva de Yolanda, que se desgañitaba aullando de dolor; pronto quedó claro que el verdugo pretendía ir subiendo a lo largo de su cuerpo, para terminar el centenar sobre sus pechos. Así, para cuando llevaba casi cuarenta ya estaba pegando en el vientre de la chica, y cuando hizo una pausa -como el anterior, estaba cubierto de sudor por el esfuerzo- para beber agua le quedaban por administrar algo menos de la mitad. Y el último azote, antes de detenerse, había caído unos centímetros más debajo de los pechos de Yolanda; así que era evidente donde iba a concentrar el verdugo el resto de aquel terrible castigo.

Así fue, pues tras el breve descanso el hombre comenzó por propinar un fuertísimo azote que cruzó ambos pechos de la agente por su centro, e incluso alcanzó la areola del izquierdo; tras recibirlo, los senos de Yolanda comenzaron a saltar en todas direcciones, como si quisieran separarse de su cuerpo, mientras el enésimo surco enrojecido se formaba a su través. Y la chica, pese a que cada vez tenía menos fuerzas, reanudaba su concierto de alaridos. El verdugo siguió azotando sus senos, sin esperar a que los bamboleos del pecho de la agente se calmasen, y lo hizo entre dos y tres docenas de veces; para cuando decidió que los pechos ya habían recibido suficiente castigo, ambos senos estaban literalmente cubiertos de estrías rojas, y en muchos puntos de ellas aparecían gotas de sangre. Además, los dos pezones habían recibido, como mínimo, media docena de impactos cada uno; se veían muy amoratados, y en el derecho había trazas de sangre en el lado exterior, justo donde la fusta lo había golpeado al menos un par de veces.

Pero aun quedaban más de una docena de azotes para completar la segunda tanda. Antes de dárselos, el verdugo dijo algo a uno de los guardias; el otro, riendo, fue a por un cubo con agua, y al regresar se lo lanzó al cuerpo desnudo y martirizado de Yolanda. A la que, con eso, revivió al instante; sobre todo porque era agua salada, traída de un pozo próximo en el que las aguas tenían casi más concentración salina que el famoso Mar Muerto. Los alaridos de la agente, al entrar la sal en contacto con sus numerosas heridas, fueron de nuevo desgarradores; incluso más fuertes que las risas de los guardias, al ver las inútiles contorsiones de su cuerpo. Cuando logró calmarse un poco, por entre la nebulosa de dolor, cansancio y mareo que la envolvía Yolanda pudo darse cuenta de que el verdugo había cambiado de instrumento; en vez de aquella fusta larga y rígida, ahora tenía en la mano un látigo negro, de no más de un metro de largo. Era para poder completar la tanda golpeando su sexo, pues la fusta, por su longitud, era difícil de usar estando ella en aquella postura; mientras que, al tener las piernas separadas, el látigo podía alcanzar de lleno toda su vulva, e incluso la hendidura entre las nalgas.

Allí fueron a caer, por supuesto, la docena larga de golpes que faltaban para el segundo centenar, entre gritos desgarradores, y súplicas desesperadas, de Yolanda; la mayoría siguiendo su vulva de arriba abajo, y muchos de ellos dando, de lleno, en el clítoris de la chica. Para cuando el verdugo se detuvo, una vez completada su tarea, el sexo de la agente se veía hinchado y muy amoratado; los labios mayores, que habían recibido la mayor parte del castigo, tenían trazas de sangre en muchos puntos, y en el prepucio de su clítoris se estaba formando un considerable hematoma. Mientras el hombre descansaba un poco, y charlaba con el compañero que había administrado los primeros cien azotes, los médicos examinaron a Yolanda; una vez que completaron su chequeo, el que parecía el portavoz dijo algo en voz alta que la agente, por supuesto, no entendió, pero cuyo significado se le hizo evidente. Pues todos los espectadores prorrumpieron en vítores, y a un gesto del presidente dos de los guardias procedieron a descolgarla de la cruz; pero no para llevársela de allí, sino solo para volver a darle la vuelta.

Yolanda nunca llegó a saber que el tercer centenar no se completó. Porque, a partir del azote doscientos uno, cada poco perdió la consciencia; y, por más que tratasen de revivirla echándole más cubos de agua con sal, al cabo de un rato ya ni eso servía de nada. Para cuando el verdugo, que volvía a ser el que primero actuó, llevaba propinadas tres docenas de latigazos -pues, esta vez, estaba usando el mismo látigo usado sobre su sexo- sobre las nalgas y los muslos de la chica, y sus compañeros ya le habían tirado media docena de cubos de agua salada, los médicos advirtieron al Gran Ulema que, de seguir azotándola, su vida correría peligro; además de que, como explicó el portavoz de ellos al tribunal, “Santísimos y respetadísimos ulemas, seguir golpeando a esta infiel sería como azotar un saco de arena; en su estado actual, no siente en absoluto el dolor. Si el tribunal entiende que su castigo debe de continuar, deberán reiniciarlo en unos días, o mejor en unas semanas; ahora pierden el tiempo, y por supuesto malgastan el esfuerzo” . El Gran Ulema, como si no les creyese del todo, se levantó y se acercó a Yolanda; pero, después de pellizcar su carne maltratada en varios sitios -incluso un pezón, al que alcanzó por el lateral de la cruz- se convenció de que la chica no sentía, y declaró concluida la flagelación que le había sido impuesta. Ordenando, acto seguido y tan pronto se calmaron los murmullos de decepción del público, que se procediese a la segunda parte del castigo: su desmembración.

X

Yolanda despertó en lo que parecía una camilla, instalada en el centro de un pequeño dispensario; su primer gesto, cuando recobró el conocimiento, fue levantar las dos manos. Estaban en su sitio, cada una al final de su brazo correspondiente. Luego levantó un poco la cabeza, con gran esfuerzo, y miró hacia abajo; lo que vio la horrorizó pero, a la vez, le hizo derramar lágrimas de alegría. Pues nada cubría su cuerpo desnudo, por lo que pudo ver que estaba surcado, casi sin dejar un centímetro libre, de horribles estrías rojizas, que iban virando ya a azuladas; pero sus pechos, aunque terriblemente maltratados, seguían en su sitio, y sus pies también. Es más, las únicas partes de su cuerpo que parecían haber evitado los azotes eran los antebrazos, las pantorrillas, y por supuesto las manos y los pies. Al moverse, un pinchazo de dolor le recorrió todo el cuerpo, y enseguida volvió a quedarse quieta; aunque estaba mareada, y sobre todo muy sedienta, no podía parar de pensar que todo aquello no tenía sentido alguno. Salvo, claro está, que hubiese muerto; pero, en ese caso, ¿por qué le dolía todo el cuerpo de aquel modo tan horroroso?

Una voz femenina, que sonaba justo detrás de su cabeza, le sacó de la duda, como si le hubiese leído el pensamiento: “No, no está muerta; es solo que, por las presiones internacionales, el rey le ha conmutado la sentencia de muerte. Aunque en secreto; por razones de propaganda, el gobierno anunciará que ha sido usted ejecutada. Por cierto, me llamo Loujain, y soy la directora de la sección de mujeres de la prisión de Medina; por lo que veo, tardaremos un tiempo para lograr recuperarla del todo” . Se lo dijo en un inglés aceptable, aunque cuando Yolanda quiso contestarle no lo logró; la mujer, de mediana edad y vestida con un uniforme vagamente militar, fue a colocarse a su lado, y siguió hablándole con una sonrisa: “Por supuesto, no podemos dejarla salir de aquí hasta que todas estas marcas hayan desaparecido. Bueno, todas no se irán; hay alguna que no se le borrará sin cirugía. Pero la versión oficial es que tratamos bien a nuestras prisioneras; no digamos ya si se trata de una agente de policía. Y usted, por supuesto, no es, para nada, la mujer que hoy hemos ajusticiado; sería absurdo, ¿verdad?, los muertos no se curan… Ahora le van a traer agua; beba despacio, que le daremos toda la que necesite. Y, durante las próximas semanas, dedíquese a curarse; de momento, en esta sala de curas, y en cuanto esté mejor en una celda” . Dicho lo cual se fue, siendo substituida por otras dos mujeres vestidas de enfermera; las cuales, además de darle un poco de agua, le pusieron un gotero, y comenzaron sus curas.

La agente pasó, en aquella habitación, las siguientes dos semanas; al cabo de un par de días ya pudo ponerse en pie, y dar unos pasos, y conforme pasaba el tiempo se sentía más fuerte. Pues la alimentaban bien, y sus heridas recibían toda suerte de tratamientos: pomadas, inyecciones, y el sempiterno suero. Lo que no hicieron fue darle ropa; Yolanda concluyó que, seguramente, la curación de sus heridas sería, estando desnuda, mucho más rápida. Sin embargo, el decimoquinto día una de aquellas enfermeras le trajo un burka, y le indicó que se lo pusiera; una vez vestida así, la llevó por los pasillos de la prisión hasta una celda, donde le dijo que entrase. En ella le esperaban las últimas personas que esperaba encontrar: Mahmood y Nassir, sentados en el camastro y charlando animadamente. Al verla entrar, ambos se levantaron, y Nassir le dijo: “Quítese el burka; quiero ver como van sus cicatrices” ; Yolanda, tras un instante de duda, recordó las muchas veces que Nassir la había visto sin ropa, y se lo quitó por la cabeza, quedándose otra vez desnuda. El hombre cogió la prenda, se la pasó a Mahmood y, cogiéndole una mano, le hizo dar la vuelta sobre sí misma, para poder apreciar el estado de sus heridas; una vez satisfecho, pero sin devolverle la prenda, se volvió a sentar, e indicó a Yolanda que se colocase frente a ellos.

“Verá, señora agente de policía, tenemos un problema con usted. De hecho, oficialmente no está aquí, pues el indulto fue secreto; así que tengo dos opciones: una, llevarla a algún lugar de donde nunca más regrese, como las minas del sur. Otra, dejarla marchar cuando esté recuperada. No soy tan tonto como para preguntarle cuál prefiere; así que, dígame, “¿Por qué razón debería yo optar por la segunda? Y no me diga que me entregará a Mahmood, por favor; aquí le tiene junto a mí. Es un imbécil, sin duda, pero un buen servidor; desde el primer momento me advirtió de que Interpol venía por mí” . A Yolanda no se le ocurría nada que ofrecer, así que miró al suelo y dijo “He de decirle la verdad: no tengo nada que ofrecerle. Solo puedo implorar su piedad” . El jeque le indicó que se acercase un poco más, y comenzó a pasar una mano por los labios del sexo de Yolanda; al poco, la chica estaba empapada y gimiendo de deseo, pues hacía mucho tiempo que nadie la tocaba ahí. Nassir continuó con su masturbación, hasta que logró arrancarle un orgasmo; y, cuando la agente recobró la calma, le dijo de sopetón: “Pero hay una tercera opción: ¿Le gustaría trabajar para mí?” .

Viendo la cara de pasmo que ponía Yolanda, el hombre se puso a reír con ganas; era la primera vez que ella le veía hacerlo, pues hasta entonces siempre se había mostrado muy adusto. Mahmood, como siempre muy servil, le secundó de inmediato, y cuando los dos hombres terminaron con sus risas Nassir continuó hablando: “Iré directo al grano: necesito una guardaespaldas femenina. Todos los guardias de corps que tengo son hombres; y a punto estuve, no hace mucho, de volar por los aires por causa de eso. Una terrorista puso una bomba en el baño de mujeres de un restaurante, pared con pared con el de hombres; como ninguno de los míos pudo seguirla allí dentro, por poco no me liquida cuando fui al servicio. Suerte tuve de que un conocido me retuvo en la puerta; si no me lo llego a encontrar, no estaría aquí ahora. Y lo mismo pasa en todos los sitios donde hombres y mujeres estamos separados; no hace falta que le diga que, en este bendito país, son la mayoría…” . Yolanda empezaba a entender lo que aquel hombre le estaba ofreciendo, aunque se limitó a musitar “Pero yo solo soy una agente de la escala básica…” .

“Con eso me basta, se lo aseguro. Es usted joven, en buena forma, sabe usar armas, y he podido comprobar que tiene valor más que sobrado. El único inconveniente es que, por algunos acontecimientos del pasado reciente, yo tal vez pudiese dudar de su lealtad; pero, en este país, eso siempre se resuelve con dinero. ¿Digamos un sueldo de un millón de riales al año? Y, por supuesto, todos los gastos pagados; por si no está muy al día del cambio, es como un cuarto de millón de euros… Lo único que exijo es un compromiso de quedarse cinco años; si, para entonces, decide volver a España, todo este asunto estará más que olvidado. Y a usted le harían muy poco caso; una agente de policía que abandona el cuerpo, y que se pone al servicio de un malvado jeque con un harén… Ya se lo imagina, vamos” . La chica no sabía qué decir; la verdad era que volver a su trabajo en Madrid, en el que no pasaba ningún mes de dos mil euros brutos, era muy poco tentador. Y, total, eran solo cinco años allí; si luego lo prefería, podría regresar a España. Aunque, con aquel sueldo…

El jeque, viéndola dudar, remachó el clavo: “Puede estar segura de que nadie monta a mis guardaespaldas, del sexo que sean, sin su consentimiento; ni siquiera yo, pues ya le dije que no es usted mi tipo. Por supuesto tampoco nadie les golpea; precisamente para evitarlo llevará usted siempre un arma. Y le aseguro que, con las costumbres tan pudorosas que tenemos, no va a estar usted desnuda en público nunca más; ni siquiera en bañador. Pero aún puedo ofrecerle otra cosa; la enviaré, ahora mismo, a la mejor clínica estética de Riad, donde le quitarán todas esas cicatrices de latigazos, incluso las más anchas y profundas. Y, por supuesto, también la marca de la Organización en su vientre, si así lo desea; aunque, la verdad, pienso que le queda fantástica. ¿No es así, Mahmood?” . Mientras Mahmood se deshacía en alabanzas al jeque, sobre todo a su sabiduría, Yolanda volvió a separar las piernas, ofreciendo a Nassir el más completo acceso a su sexo, tan desnudo como el resto de su cuerpo; luego le sonrió, y se limitó a decir “¿Cuándo empiezo?” .