El último sátiro (I)

El último de una estirpe de criaturas fantásticas emprende su viaje final, no sin antes poner en práctica aquello que hizo que le dedicasen fábulas y leyendas

El último sátiro (I)

El viejo sátiro caminaba lentamente por el claro del bosque, recorriendo una senda que había horadado con su paso durante incontables siglos. La criatura había hecho tantas veces ese camino que no solo habría sido capaz de recorrerlo con los ojos cerrados, sino que probablemente podría reconocer cada una de las piedras, árboles y plantas que se encontraban a su paso, las cuales habían envejecido casi tan mal como él. Sin embargo, el fauno apenas prestaba atención a lo que le rodeaba, porque era plenamente consciente de que las cosas ya no eran igual a como lo eran en sus tiempos, y eso le provocaba un profundo dolor.

El clima, el bosque y las mismas edades del hombre habían mutado con el devenir del tiempo, y todo lo que se había transformado a su alrededor a peor, porque todo había cambiado, menos él. Su naturaleza inconsciente y su volátil memoria hacían muy difícil la mella de los años en su ánimo y en su espíritu, pero hasta para él estaba claro que el fin de una era había llegado. Su mente pasaba más tiempo en sus recuerdos que lo que su cuerpo recorría aquel pequeño bosquecillo donde llevaba viviendo desde hacía siglos. Pasaba semanas en un sopor místico que, si antes era rejuvenecedor y místico, ahora sólo era consecuencia del cansancio y de la apatía. Su cuerpo también era diferente. Donde antes los músculos resaltaban con la lozanía de la juventud, ahora la piel colgaba floja y fofa. Su andar, anteriormente jovial y saltarín, tan característico de los de su raza, ahora era lento y dubitativo. Sus hermosos cuernos, otrora nobles y lustrosos, lucían grisáceos y quebrados, mudo testimonio de un cuerpo que había vivido tiempos gloriosos hacía mucho tiempo.

El sátiro era consciente de todo ello, obviamente, pero al ser una criatura de esencia feérica sus pensamientos no podían ser equiparados a los de un hombre ni por asomo. Estas criaturas vivían y experimentaban conceptos como el tiempo de una manera vaga, así marginal. Cuando estaban en su plenitud de su esencia, cuando experimentaban las experiencias para lo que habían sido creados, su espíritu se mantenía inmortal, incólume a los avatares de la existencia y de la erosión del tiempo. Pero cuando las criaturas de glamour se alejaban de sus maneras ancestrales de vivir, se marchitaban poco a poco, hasta que caían en el olvido y desaparecían. Y este era el caso del sátiro.

Por eso la criatura, pese a no comprenderlo bien, entendía que su tiempo ya había pasado. Hacía siglos que las náyades del bosque no le invocaban a sus charcas a retozar entre las piedras llenas de musgo. Apenas podía recordar la última vez que un hada pasó una noche entre sus brazos. Las brujas no iban por esa parte del bosque desde hacía tanto tiempo que a menudo se planteaba si lo que recordaba de ellas era real o inventado. La era de la magia había acabado hacía mucho, y él era un anacronismo de una edad extinta y casi olvidada, una anomalía en unos tiempos que ni apreciaba ni le apreciaban. Por eso, sintiendo que el fin estaba próximo, decidió no alargar más la agonía, y hacer lo que había visto hacer a tantos de los suyos durante milenios antes que él. El fauno emprendería el Camino Final. El último de su especie en recorrerlo.

Decido por fin, retornó a su cueva donde comenzó a revolver entre el desorden perpetuo que era su guarida, comenzado los preparativos de su última travesía. En un pequeño zurrón hecho con la piel de un minotauro, robado a un héroe sin nombre, fue metiendo sus posesiones más preciadas. Entre su quincalla milenaria, que contaba con tesoros dignos de príncipes y basuras propias del más bajo de los mendigos, eligió aquello que aún hacía palpitar a su viejo corazón. Introdujo en el zurrón varias semillas del árbol eterno de los dioses aesir del norte, arrebatadas a la guardiana de la primavera, como recuerdo a su conquista amorosa más difícil. A continuación, un pequeño espejo de plata como prenda de una deuda pendiente a un elfo, que jamás sería cobrada, pero que le serviría dentro de poco. Se sorprendió al encontrar un frasco de grasa de carnero del rebaño de Jasón, el del vellocino y también lo metió en el zurrón, puesto que era genial para las heridas. Tras esto, desempolvó su mejor y más antiguo tesoro, una botella de vino de la última cosecha de Pompeya, regalo del Rey de los Sueños. Del antiguo señor, claro, no del actual, al que no soportaba. Cuando llegase el momento brindaría en nombre del viejo Morfeo, cuyos viajes por el reino de los sueños fueron de las mejores experiencias de su vida. Todo ello lo envolvió en la desgastada manta de lana de su madre, donde todos sus ancestros fueron acunados al nacer.

Por último, tomó el pañuelo rojo y morado que robó del mercado de Troya mientras aconsejaba a Paris sobre amor y, a la vez, trataba de seducirlo, y se lo anudó al cuello. Ese recuerdo le arrancó una sonrisa y cierto confort, puesto que pocas tradiciones más sagradas había para un sátiro que la de llevar un pañuelo rojo cuando se viajaba a tierras desconocidas. Hecho esto, cogió su pífano doble de cuerno, regalo del mismo Dionisos como premio a un concurso de insultos y escupitajos, se lo colgó al hombro, y salió de la cueva para comenzar su andadura.

Las estrellas empezaban a despuntar en la noche, el momento en que los sátiros prefieren desplazarse. Recorrió sus lugares favoritos del bosque, rememorando por última vez, con cariño y deleite, las bacanales y orgías que había realizado en cada zona de su territorio. Una vez presumió ante una hermosa mujer loba, de la tribu de las Furias Negras, que había fornicado sobre cada piedra, árbol y sendero a cuatro estadios de distancia, y poco se alejaba la realidad de su afirmación. Había hecho el bosque suyo, literal y metafóricamente. Y también hizo suya a la mujer loba, por supuesto.

Tras un tiempo indeterminado, que bien pudieron ser horas, días o semanas, puesto que, como hemos dicho, el tiempo corre de manera diferente para estas criaturas, el sátiro llegó a la zona más vieja del bosque. La fronda era cerrada y los árboles negros, viejos, y cascarrabias, desdeñosos con el hombre pero respetuosos con las criaturas de antaño. Recocieron su presencia agitando sus viejas ramas, y el sátiro les devolvió el saludo con una inclinación de sus cuernos. Recorrió el camino durante un buen trecho, hasta que encontró una vieja señal, reconoció la desviación que debía tomar y se introdujo entre los árboles en busca de la senda sagrada. El camino estaba donde él recordaba, retorcido pero despejado, como si lo recorriesen a menudo, aunque él reconoció, con tristeza, que eso ya no era verdad. Tras unos momentos, llegó al claro que era considerado por todas las criaturas de la floresta como el corazón del bosque. Siendo el lugar más sagrado para esta criatura, el sátiro no pudo evitar derramar unas lágrimas, mitad de regocijo por la visión embriagadora, mitad por la pena de saber que el final de su viaje y de su existencia estaban tan próximos.

La espesura formaba una abertura a modo de claro de varias decenas de metros de diámetro, creando un círculo perfecto alrededor de un montículo elevado que irradiaba un poder que sólo podría ser descrito como primordial, intenso, y salvaje. En el centro de la elevación se erguía un caern, una antigua tumba subterránea cuya parte superior estaba cubierta con tierra, a modo de colina, para poder realizar rituales sobre ella. Sobre el antiguo túmulo varias enormes piedras caídas, a modo de menhires o dólmenes coronaban el montículo, testigos ya no tan eternos del paso del tiempo. En la base de la colina, una abertura sin puerta que conducía a un túnel oscuro y profundo, que se introducía en las entrañas de la tierra. Durante siglos el lugar fue considerado fortaleza, templo y tumba de seres tan antiguos y poderosos que su recuerdo aún hacía estremecer al sátiro. Sólo había entrado en la tumba una vez, contra su voluntad, en la guerra contra los tuatha de danann, y no estaba dispuesto a hacerlo de nuevo.

Evitando acercarse a la negra puerta, el sátiro se abrió paso con andares cansados y respiración entrecortada hasta la cúspide del caern. Una vez arriba se detuvo a contemplar el paisaje y, poco tiempo después, se dedicó a deshacer el petate. Se sentó sobre la manta de su estirpe, evocando tiernos recuerdos familiares. Sacó el vino de Pompeya, rompió el sello de cera y dio un largo trago a la vez que cumplía la promesa de brindar por el viejo Morfeo. El vino era fuerte, algo avinagrado pero delicioso para una criatura que había trasegado brebajes de todo tipo y condición. Lo tomó lentamente, saboreando cada sorbo y alargando cada instante, sabiendo que no habría más. Mientras se acababa la botella repasó cada uno de los objetos que había traído y que configuraban los recuerdos más preciosos de su existencia, y a excepción del espejo los envolvió en la manta de nuevo. La anudó con firmeza, y se dispuso a terminar lo que le había atraído a ese lugar.

Cogió el espejo y, lentamente, con extrema veneración, lo puso frente a sí, de manera que pudiese ver el reflejo de la luna. Una vez que el contorno del astro llenó por completo la superficie de plata, llenó sus pulmones con todo el aire que fue capaz y cuando no pudo más lo expulsó emitiendo la característica llamada de los faunos. Bramó con un sonido grave y profundo, como hacía siglos que no lo hacía. Bramó con la fuerza reencontrada que una vez estremecieron las noches de Arcadia. Bramó con la intensidad del que sabe que no volverá a hacerlo nunca más. Una vez acabado su canto, agotado, tomó aire para recuperar el aliento y, con calma, se sentó a mirar las estrellas.

No tuvo que esperar mucho. Una hermosa figura femenina salió de entre las piedras, con un andar ligero y silencioso. Si no se hubiese aproximado de frente al sátiro no la habría escuchado ni se hubiese percatado de que ella estaba allí. Vestía con un traje de noche asimétrico, negro con detalles plateados a modo de lágrimas. El traje dejaba los hombros y los brazos al aire, e insinuaba un vertiginoso escote que, sin embargo, no enseñaba nada. Estaba tan ajustado y parecía tan liviano que bien podría pasar por la propia piel de la mujer. Se acercó con un andar lento pero decidido, como de la persona que conoce el camino y se sabe que está en casa, pero con una cadencia y un mover de caderas que, aunque no pretendía ser sensual, en realidad había llevado a la perdición a más hombres y mujeres de los que jamás nadie podría contar. Joyas de valor incalculable resplandecían sobre su cuello y muñecas, más para resaltar su figura que hacer ostentación, puesto que ninguna piedra preciosa podía hacer sombra al brillo seductor de sus ojos. Andaba descalza sobre la hierba, llevando de manera desenfadada en su mano izquierda unos caros zapatos de tacón de diseño y, en la derecha, un pequeño bolso de noche.

La mujer parecía haber salido de una fiesta de estrellas de cine, y no cabía duda de que si esto era cierto, al irse ella se habría acabado. Su estampa era sofisticada, pero a la vez informal, natural y relajada que habría sido el sueño de cualquier escultor del renacimiento, de cualquier director de la dolce vita. Sus rasgos, delicados y juveniles contrastaban con una expresión facial que, si bien intentaba parecer inocente y cándida, no podía evitar de vez en cuando le traicionase una mirada pícara, sabia y poderosa, propia de una criatura que contaba su vida por eras del nombre. Su presencia, claramente de principios de siglo XXI contrastaba poderosamente con lo bucólico y primordial del claro. Aun así, no desentonaba en absoluto, dando la impresión de que esa mujer no perdería su presencia en cualquier lugar, tiempo o circunstancia del mundo. Su presencia era atemporal, su aura de poder palpable y su belleza resistía cualquier descripción.

“Ah, mi pobre sátiro”- dijo, con una voz apesadumbrada que había movilizado ejércitos enteros sólo para complacerla. “Pensé que todos mis faunos habrían abandonado el mundo de los mortales hace eones. Debí imaginar que tú, el más libertino de todos ellos te resistirías hasta el final, incapaz de dejar de saborear las mieles del hombre”.

Se agachó con un movimiento delicado, que en cualquier otra mujer le habría costado un jadeo por lo apretado del vestido o, al menos, la rotura del mismo. Sin embargo los ropajes no parecían interferirla en absoluto, como si fuesen una mera ilusión, un espejismo creado para realzar, más si cabe, su imponente presencia. Acarició la cabeza de la criatura con delicadeza. Desde su posición, el ajustado vestido le otorgó al sátiro una hermosa visión de su pálido y sensual escote y, como una respuesta placentera pero involuntaria, el rubor recorrió su cara y la primera erección en años asomó entre sus piernas. Ella le miró con ternura y sonrió con una mezcla de inocencia y deseo que había vuelto locos a dioses. Soltó los zapatos y con un movimiento suave de la mano libre, utilizando únicamente la punta de sus uñas, recorrió delicadamente toda la extensión del portentoso falo del sátiro.

“Este no es tiempo para ti, sátiro. Los bosques ya no son lugares de magia y misterio. Ya nadie se acerca a ellos en busca de lo desconocido, mucho menos de lo sagrado o de lo profano. Tristemente la gente ya solo quiere perderse en la tristeza de sus trabajos, en los espejismos de sus máquinas o en la desesperación de sus mentes. Ya no hay sitio para los tuyos, eres el último de todos. Es hora de que partas a los pastos eternos, donde el resto de las criaturas de antaño reposan para siempre”.

El sátiro, con una energía renovada y sintiéndose vivo como no lo había estado en décadas, bramó una vez más, y después otra, y después otra. Ella se incorporó lentamente, anduvo unos pasos hacia una de las grandes piedras y, con un grácil salto, claramente sobrehumano, se sentó sobre ella. El traje ni siquiera se arrugó.

“¿Es eso lo que quieres? Me pides algo difícil, fauno mío. No carezco de poder en esta época, pero es diferente, así como el mundo es diferente también. Será complicado y requerirá un sacrificio por mi parte”.

El sátiro la miraba fijamente, una figura vieja y patética, despatarrada sobre el montículo, la barbilla manchada de vino, y con una enorme erección que asomaba como un triste mástil de bandera. Ella giró la cabeza hacia las estrellas, como consultando con una voz lejana. Pasaron los minutos y ni ella ni el sátiro movieron un músculo, puesto que cuando los dioses hablaban hasta las criaturas tan bocazas como el sátiro deben de callar. Al rato, ella se giró y lo miró fijamente a los ojos, con una mirada firme, antigua y definitivamente poderosa, despojada de cualquier disfraz de inocencia.

“De acuerdo, pues. Me fuiste fiel en la necesidad, acudiste a mí cuando lo necesité y en tus últimas horas honraré mi deuda de lealtad contigo”. Se incorporó sobre la enorme piedra y con una agilidad digna de una pantera saltó de la piedra al montículo y le dio la espalda al sátiro. Se puso los zapatos de tacón, hizo un además para alisarse el vestido que, por otra parte, no necesitaba ser alisado y, comenzó a irse por donde había venido mientras hablaba con una voz que, pese a su distanciamiento, no perdía ni volumen ni intensidad.

“Esta noche irás al arroyo del rio seco, donde las líneas de ley se cruzan con el cauce. Esta noche y sólo esta noche el rio volverá por su vieja senda. Acércate y llena la botella que llevas con sus aguas cristalinas, y después bébela a mi salud. Con eso nuestra deuda estará saldada. Buena suerte, criatura mía. El mundo es más viejo y desarrollado, pero no mejor sin vosotros”.

El viejo sátiro la siguió con la mirada mientras la poderosa dama se perdía de nuevo entre las sombras del bosque. Se sentía cansado y melancólico, puesto que las vívidas imágenes de los servicios y aventuras que había realizado con y para su señora le impregnaban la mente, lo que le hacía más patente el paso tiempo y las energías perdidas. Cuando estuvo seguro de que ella se había ido, se levantó y comenzó a recoger sus cosas. El arroyo seco no estaba lejos, pero no quería perder el tiempo, ya que la esperanza le aportaba una inusitada energía que hacía eones que no sentía. Su falo, todavía enhiesto, recordaba todavía el toque de la dama, a la par que anticipaba las mieles de su última petición. En cuanto tuvo todo recogido salió del claro sin mirar atrás.

Llegó al cauce del rio seco poco después, pero esta vez era incapaz de recordar el tiempo o el camino que había recorrido, aunque poco le importaba. Un escueto hilo de agua surcaba su paso, triste testimonio de estaciones más fructíferas, acompañado por dos riberas polvorientas y secas en las que apenas había vegetación. Bajó torpemente al cauce, partiendo con sus pezuñas el barro seco hasta llegar al hilillo de agua. A cuatro patas, terminó de vaciar el poco vino que quedaba en la botella de Pompeya, la colocó horizontalmente con el riachuelo e intentó meter algunos unos sorbos de agua. No fue mucho, pero si suficiente, puesto que al levantar el recipiente la luz de la luna atravesaba el cristal y daba la impresión de que la botella estaba llena hasta la mitad. Inclinó la botella sobre su boca y el líquido comenzó a caer, primero unas gotas, después un pequeño hilillo de agua, hasta que dio la impresión que dentro hubiese muchísima agua, puesto que caía y caía sobre su cara sin llegar a vaciarse.

Mientras bebía, el sátiro no pudo dejar de embobarse con el caleidoscopio de luces y formas que la luna formaba a través de botella y el líquido que continuaba cayendo sobre su cara, pero estaba hipnotizado por ellas. Sólo pudo apartar la mirada cuando sintió una intensa humedad en sus piernas, ya que aún estaba arrodillado. El riachuelo, que hace unos instantes era un hilo de agua, ya le cubría las rodillas y subía rápidamente. Con un ágil salto alcanzó la orilla, justo en el momento en el que el rio, ya convertido en un poderoso caudal, surcaba todo el cauce con la fuerza de una riada. Una espesa niebla acompañaba la crecida y, tras unos instantes, nada por debajo de la cintura de la criatura era visible, sumiendo al bosque en una neblina claramente sobrenatural.

El fauno miró a su alrededor, reconociendo la magia de antaño y deleitándose con su pulso inmemorial. Soltó la botella, que cayó delicadamente sobre una hierba verde y húmeda que hacía unos instantes estaba seca y parduzca. Empezó a juguetear con la niebla que se arremolinaba a su alrededor, saltando a la vez que silbaba una vieja canción de cuna espartana que siempre le animaba el ánimo y fue, en ese momento, cuando se percató de algo asombroso. Los dedos que movían la niebla a su paso ya no pertenecían a la estropeada mano de un viejo cabrito, sino a las de un sátiro vigoroso y lozano. Continuó inspeccionándose y pudo comprobar, con deleite, como su pecho volvía a ser amplio y musculoso, al igual que sus brazos. El pelo le caía abundante, espeso y castaño, al igual que en su juventud. Su tripa, fiel trofeo y reflejo de sus bacanales eternas ya no estaba fofa y caída, sino dura y prieta. Quizás estaba algo saliente, pero era de lo que se esperaba de un fauno tan propenso a las orgías y festines como él había sido. Sus manos fueron inmediatamente a la entrepierna y, con una carcajada, se dio cuenta que su falo también había vuelto a ser tan duro y prieto como antaño. Estaba aún maravillándose de la vitalidad recuperada cuando escuchó voces entre la niebla.

Rápidamente se movió tras un árbol y sin apenas esfuerzo desapareció de la vista. Este era un poder natural de los sátiros y, con niebla o sin ella nadie habría sido capaz de localizarlo sin que él lo desease. A los pocos instantes aparecieron dos muchachas de entre los árboles. Apenas rozarían la veintena y vestían con ropa ligera, camiseta y pantalones cortos, vestimenta propia de días más calurosos que ese. El sátiro, pese a no entender su lengua ni reconocer sus ropajes las observó divertido desde su escondite.

La más baja de ellas tenia los cabellos dorados y revueltos, cortados en línea a la altura de las orejas que daban la impresión juvenil, casi infantil, y un poco masculina. Ese peinado le recordó poderosamente al fauno a los bellos efebos de su amada Atenas. Con unos ojos algo rasgados como los que tenían los orientales, claros como el agua de un estanque, todo ello conjuntaba con una nariz pequeña y una boca algo grande. Nadie habría dicho que era una belleza, pero sí que tenía algo exótico, y sensual, capaz de atraer a hombres y mujeres por igual. Era delgada y pequeña. pero se movía con decisión y agilidad, como si estuviese acostumbrada a la actividad física. Sus pequeños pechos apenas resaltaban en sus ropas, pero quedaban eclipsados por su trasero respingón y prieto, parte anatómica por la que el sátiro sentía especial predilección.

La otra muchacha era visiblemente más alta, morena con el pelo rizado recogido en una coleta, lo que le daba un aspecto algo menos infantil que su compañera, pero si más decidido, más maduro y enérgico. Ojos verdes oscuros, alegres y vivarachos, con una hermosa sonrisa de dientes algo irregulares, como los de un niño, que le daban a su sonrisa un aspecto juvenil y divertido, ofreciendo una boca capaz de enamorar a cualquiera. Su expresión era alegre y afable, y su jovialidad no reñía con la sensualidad de una hermosa figura alta y bien proporcionada, algo rotunda en formas y peso, lo que servía para darle más feminidad y entereza a toda su imagen. Sus pechos eran del tamaño de una manzana, de la medida justa para la mano y para la boca, y solo con verla el sátiro se sintió salivar. Ambas mujeres tenían las mejillas sonrosadas, las pupilas dilatadas y la respiración entrecortada. Pese a la niebla mágica, hacía calor y sus cuerpos estaban perlados en sudor y, tal y como se fijó el sátiro, sus pezones estaba inhiestos a través de la ropa. No era una sorpresa para la criatura, la influencia del rio era poderosa, y más en la sangre joven.

Las dos muchachas se acercaron al cauce, prácticamente sin verlo por la niebla, pero al escuchar su ruido mantuvieron una distancia prudencial. El sátiro no entendía nada de su lengua, pero llevaba siglos viendo cuchichear a jóvenes en claros como este y el mensaje estaba claro. Las risas pícaras y miradas hacia atrás, donde sin duda les esperarían algún compañero de viaje, denotaban confidencias de tipo íntimo. Por los gestos desenfadados, la joven rubia parecía entrar en detalles explícitos de posturas, abrazos o formas, y la morena, ruborizada, intentaba censurarla con su tono, aunque su sonrisa de complicidad y sus ojos brillantes contradecían lo que quisiera que estuviesen diciendo sus palabras. Tras unas cuantas carcajadas, que con su tono alegre y agudo inmediatamente le recordaron el sonido de las campanadas de un templo de afrodita, el sátiro vio como la morena señalaba el camino de vuelta a la rubia mientras hacía un mohín de falsa desesperación, cosa a la que la rubia contestó con un saltito de alegría. Contenta por recibir el permiso para ir a hacer algo divertido y posiblemente prohibido, la pequeña muchacha le dio un beso en la mejilla, quizás algo más cerca de la boca y más tiempo del debido, y salió corriendo, dando pequeños saltitos de alegría.

La morena la despidió con una sonrisa, y se quedó en el claro. La visibilidad era poca para ella y, con paso inseguro, buscó un lugar para sentarse, sin duda para esperar los largos minutos en los que su amiga tardaría en volver. Tras algunos pasos vacilantes encontró una gran piedra, alargada y plana, justo a la orilla del rio, y con cuidado se subió a ella. El sátiro estaba disfrutando de la vista y no quería apresurar las cosas. Sabía que la magia lleva su tiempo actuar y él llevaba eones esperando esta oportunidad. Disfrutaría cada minuto.

Ella se tendió cómodamente en la piedra, cuya forma ligeramente redondeada le daba la apariencia de un enorme escudo, y cuyo borde colgaba sobre el ahora caudaloso cauce del rio. Su respiración era irregular y pesada, puesto que el calor y la humedad le estaban pasando factura. Se incorporó levemente sobre sus codos y como no vio a nadie, comenzó a desvestirse lentamente, lanzando la ropa hacia la hierba, lejos de la orilla. Su piel era del color de la leche, surcada por algunas pequeñas pecas que contrastaban con unos pezones oscuros, redondos y, desde donde podía ver el sátiro, duros e inhiestos. Sus piernas eran hermosas y torneadas y tenía pulcramente afeitado su vello púbico, algo que sorprendió a la criatura pero que en absoluto le disgustó. Tras soltar unos suspiros de verdadero placer al liberarse de la ropa, la mujer comenzó a estirarse como un gato, quedándose tendida en la piedra, y cerró los ojos para disfrutar de la relajación del momento. El sátiro no pudo dejar de pensar que, si él hubiese sido escultor, habría tallado en la roca esa misma imagen mil y una veces, que haría que los mismos dioses volviesen a la vida solo para contemplarla en los jardines del templo de Afrodita.

Pero ni sus talentos estaban relacionados con la escultura ni su paciencia era infinita. Era el momento de empezar el juego. Saliendo de su escondite y rodeado por la luz de la luna y la niebla del cauce, apenas se distinguía su figura, mucho menos sus rasgos fantásticos. Con un ademán sacó de su zurrón su precioso pañuelo rojo y, con la práctica que dan los milenios, se ató el pañuelo en la cabeza, recogiendo sus cabellos y tapando sus preciosos cuernos. Obviamente no pasaría en ese momento ninguna inspección en circunstancias normales, pero sabía que la niebla mágica haría el resto, y lo que ahora era extraño, luego sería aceptado con el mayor de los convencimientos.

Comenzó a acercarse a la muchacha, pero cuando estaba a medio camino de la piedra donde reposaba se quedó paralizado. La morena, ahora desprovista de ropas y sumergida en la niebla, había comenzado a acariciarse por todo el cuerpo, sumida en un fervor relajado y sensual. Primero levemente, con la punta de los dedos, recorriendo su pecho, su abdomen y la parte superior de sus piernas. Desde donde estaba el fauno podía ver la piel de gallina que se le estaba poniendo, y aunque no podía escucharla, veía sus labios articular los pequeños gemidos que estaba emitiendo de puro gozo. Continuó acariciándose con la punta de sus dedos hasta que, con la mano izquierda, acabó llegando a sus pezones, los cuales empezó a pellizcar, primero suavemente y después con más fuerza, retorciéndolos, hasta que ella misma soltó un pequeño grito de dolor. Con la otra mano, sin mucha prisa, comenzó a acariciarse los labios. En uno de estos gritos de placer comenzó a besar los dedos suavemente, e incluso morderlos levemente cuando las ráfagas de pasión comenzaban a superarla.

La imagen era arrebatadora, y el cuerpo del fauno respondió en consonancia. Su pene resaltaba en la niebla como la proa de un barco dispuesto surcar las aguas del placer, pero su instinto le avisó que debía esperar un poco más. Mientras tanto ella continuaba con el juego de sus manos, acariciándose, por un lado, y besándose por otro. Estuvo así durante unos minutos hasta que, considerando que no podía más, los dirigió a su entrepierna con ansia. Primero jugó con sus labios, bien abiertos y sensibles, pero pronto sintió la necesidad de introducirse los dedos en su vagina. Sus gemidos aumentaron en intensidad y volumen hasta que el mismo fauno los pudo escuchar en la distancia, mientras su cuerpo se estremecía con el placer de quien está haciendo algo deliciosamente prohibido. Sus ojos estaban fuertemente cerrados, y su mente firmemente centrada en el amante imaginario que le estaba colmando de tanta pasión. Sus manos se movían rápidamente, la izquierda pasaba de pecho en pecho con dureza, extrañando una boca o unas manos duras que le colmasen su ansia, mientras que su derecha pasaba de su sensible clítoris a su húmeda oquedad.

Tras lo que pudieron ser minutos o siglos, la muchacha comenzó a emitir unos gemidos duros, casi de dolor, como si estuviese sintiendo que oleadas de placer la atravesaban de parte a parte. Arqueó la espada mientras apretaba sus pezones con dureza y su boca emitía el sonido más exquisito que el sátiro había escuchado en eones. Transcurridos unos segundos en el que todo su cuerpo estuvo arqueado en tensión, la muchacha se desplomó agotada sobre la piedra. El espectáculo parecía haber acabado, pero para el sátiro, que se alimentaba del placer de los mortales, sólo acababa de comenzar…

Avanzó hacia la piedra con calma, pero sin esconderse. La morena, agotada por el esfuerzo, tenía los ojos cerrados y dormitaba ligeramente, intentando no dejarse vencer por el sueño, pero cuando escuchó sonidos cercanos se sobresaltó; ya sea por pudor, por la sorpresa o por la relajación que experimentaban sus músculos, intentó cubrirse saltando al otro lado de la piedra, pero lamentablemente para ella fue una mala decisión. Al incorporarse sus pies resbalaron en la piedra húmeda y, con la inercia del movimiento acabó cayendo de cabeza hacia el caudaloso rio. Sus ojos vieron con terror como por debajo suya la roca desaparecía rápidamente y era sustituida por el agua helada e, inconscientemente, contuvo el aliento preparándose para la violenta inmersión.

Sin embargo, la caída no se consumó. Una poderosa mano agarró la suya en el último instante. Sosteniéndola en todo su peso la muchacha vio la figura de su salvador que, por todos sus cálculos, tenía que ser excepcionalmente rápido para haber llegado a la piedra a tiempo de rescatarla. Cubierto de niebla casi hasta la cintura y con la cabeza envuelta en un curioso pañuelo, ante ella se presentaba uno de los hombres más hermosos que jamás hubiese presenciado. Alto, atractivo a más no poder, con una barba cerrada y unas facciones esculpidas en piedra, ella notó como todo su cuerpo reaccionaba a su visión y contacto con una reacción extrañamente poderosa y primaria. No era perfecto, claro, el desconocido poseía una incipiente barriga que arruinaba el ideal de hombre atlético, y estaba cubierto profusamente de vello varonil, pero precisamente esto le daba un aspecto definitivamente masculino y seductor, al menos para el gusto de ella.

Todavía estaba conteniendo el aliento por la inminente caída cuando el desconocido, con un ágil movimiento, tiró de ella para alejarla del precipicio y, convenientemente, rodearla en un abrazo protector. La muchacha pudo ver el rostro del hombre cara a cara. Tenía los ojos pardos, y la descuidada barba rodeaba una mandíbula cuadrada que enmarcaba una sonrisa pícara de quien se sabe que acaba de llegar, en el momento adecuado, al lugar adecuado. Ella comenzó a respirar aún más rápidamente, embriagándose de su olor varonil que le despertaba sensaciones inconscientes pero poderosas, casi animal. Se daba cuenta de que aún estaba desnuda, pero ni podía ni quería romper el abrazo de su salvador.

Podrían haberse mantenido en esta posición durante eones, pero el sátiro sabía que debía aprovechar su momento. Con un gesto lento pero decidido, acercó su boca a la de la muchacha y esta, totalmente atrapada por la mirada del sátiro, intentó resistirse sólo unos instantes, porque enseguida se dejó llevar y le devolvió el beso con decisión. Sus labios se entrelazaron e, inmediatamente, sus lenguas se lanzaron a explorar la boca del contrario con avidez. Los besos pronto fueron acompañados por las caricias de sus pares de manos; las de él bajaron al firme trasero de la muchacha, lo que, además, sirvió para atraerla más hacia si. Las manos de ella, sin embargo, acariciaron la espalda del sátiro con más calma, deleitándose por el tacto de su velluda piel, y justo cuando bajaba para agarrarle el culo él tiró de ella hacía sí y pudo notar su pene contra su vientre desnudo. La muchacha dio un respingo, pero ya fuese por la magia del lugar, el morbo de la situación o, simplemente, la necesidad de dejarse llevar, lo cierto es que se retiró sólo un momento por la sorpresa, pero enseguida se apretó más contra el abdomen del fauno, queriendo sentir todo el miembro del desconocido sobre ella.

La excitación comenzó a ser insoportable para la muchacha, pero fue el sátiro el que rompió el embrujo. Se alejó levemente, la cogió por la mano y la llevó al centro de la enorme piedra, para después indicarle que se tumbase, cosa que ella hizo sin dudar, sin que ni una sola pizca de su mente pusiese ni la más mínima oposición. Al principio intentó cerrar las piernas por algo del pudor, pero el sátiro se las separó, delicada pero decididamente. Sin más preámbulos, la criatura se arrodilló frente a la muchacha e introdujo su cabeza entre sus piernas. Empezó besando los tobillos, acariciando sus rodillas, mordiendo suavemente sus muslos y, poco a poco, fue subiendo hasta llegar a la entrepierna. Con manos expertas separó sus labios y con una lengua que había hecho suspirar de placer tanto a Cleopatra como a Julio Cesar, se lanzó a beber de ella con deleite.

Su lengua, imposiblemente larga para un hombre mortal, la recorrió con destreza y avidez, saboreando las mieles de la muchacha, recorriendo cada centímetro de su intimidad, hasta que su propia boca estuvo inundada de la mezcla de su saliva y de los fluidos de su compañera. Dominando como un maestro la técnica de complacer a las mujeres, pulsó con delicadeza pero con rapidez el clítoris de la muchacha hasta que llevarla al borde del orgasmo, para, a continuación, detenerse y volver a empezar. El sátiro estaba catando su manjar preferido, y estaba dispuesto a agradecérselo convenientemente a la dueña. Una y otra vez repitió el proceso, hasta que la muchacha comenzó a pronunciar palabras que él entendió como una mezcla de alabanzas, insultos y súplicas, pero en definitiva un ruego para que la liberase de esa placentera e insoportable tortura. Sabiendo que su compañera estaba lista para el siguiente paso, elevó la cabeza y comenzó a gatear, subiendo y moviéndose lentamente sobre ella hasta estar a la altura de su cabeza. La muchacha, casi en frenesí, arqueaba su pelvis, ansiosa, receptiva y suplicante, le agarraba el trasero intentando atraerlo hacia ella, con la boca abierta y sedienta de más placer. En uno de los últimos tirones de ella, el sátiro se dejó llevar y su enorme pene, lubricado por su propio deseo, comenzó a introducirse en la chorreante vagina de la morena.

La muchacha estaba abierta de sus juegos anteriores, y las libaciones del sátiro habían facilitado la situación, pero lo cierto es que el falo del sátiro no era de leyenda por mera casualidad. La mujer primero se sorprendió de la sensación de abertura cuando la cabeza del miembro del sátiro llamó a las puertas de su interior, y sólo por la extremada lubricación de los juegos anteriores consiguió que la primera parte entrase dentro de ella. Pero esto no era todo, ni mucho menos. Estaba acomodándose a la anchura del miembro, suspirando de sorpresa, cuando poco a poco, sin forzarla pero sin detenerse, el resto del miembro del sátiro comenzó a invadir su intimidad y ella se retorció con sorpresa y placer, porque no había sido consciente del calibre del enorme falo que la estaba invadiendo. Suspiraba y gemía como nunca en su vida, notando que sus interiores se tensaban y abrían a su paso, llenando huecos que ella no sabía que tenía. Estaba tan apretada que cada pulsación del miembro del desconocido provocaba oleadas de placer en todo su cuerpo, y se sentía mas llena y sensible que nunca. Pero él seguía entrando, poco a poco, inexorablemente, mientras ella aguantaba la sorpresa, la incomodidad y el gozo, todo a la vez.

Cuando pensaba que ya estaba dentro y ella no podía aguantar más, apretó los brazos del desconocido pidiéndole algo de tregua y paciencia. Aunque ella estaba disfrutando como nunca en su vida, si esa cosa empezaba a embestirla la iba a destrozar, y ella estaba dispuesta a gozar esa monstruosidad de miembro. Miró hacia abajo y se llevó dos sorpresas. La primera era que el amante desconocido estaba apoyado sobre sus dos brazos, no sobre ella, lo que denotaba una fuerza impresionante y un cuidado especial, puesto que esta postura era la más cómoda para ella. Pero lo segundo era que, pese a la postura, aún era capaz de ver que parte del largo miembro de su amante aún no estaba dentro de ella. Sus ojos estaban abiertos con admiración y ciertamente algo de miedo porque no estaba segura de poder aguantar más. Sin embargo, sus ojos subieron y miraron la expresión del desconocido. Su boca no engañaba, sus labios levemente abiertos, sus sonrisa cruzada y sus pómulos sonrojados denotaban una lujuria infinita que, de nuevo, despertaron ecos en todo su ser. Pero los ojos eran diferentes, ya que le devolvieron una mirada cálida, reconfortante, de confianza y seguridad, aunque teñidos de picardía y hambre por ella. En ese momento la mujer tuvo claro que, fuese quien fuese y sucediese lo que sucediese aquella noche, ese hombre le haría gozar como en su vida y que, a su vez, ella daría lo que fuese para complacerlo, sin pensarlo y sin dudar. Simple y llanamente.

Decidida a continuar lo empezado, temerosa pero cada vez más ansiosa y decidida agarró el trasero del sátiro con las dos manos y, despacio pero firmemente tiró hacia él terminando de introducir el enorme miembro del hombre dentro de si. Le faltaba el aliente, se sentía más llena que en su vida y en su mente gritaban dos voces, una que suplicaba que él no se moviese y otra que gritaba que la montase salvajemente. La sensación era increíblemente placentera a la vez que terriblemente dolorosa conforme se adaptaba a semejante tamaño en su interior, jamás la habían invadido así, pero era incapaz de resistirse, no podía evitar desear con una pasión descontrolada a este misterioso hombre, ser suya y que la poseyese como si fuese una hembra en celo.

El sátiro, conocedor de su propia anatomía, no se movía en absoluto, esperando a que el interior de ella se adaptase a su miembro. Estaba frenético, tanto por el deseo como por la necesidad de dejarse llevar por su naturaleza primordial, pero era un amante experto y atento, y sólo cuando su pareja estuviese dispuesta comenzaría a desatar su pasión, de manera que bajó la cara y comenzó a besarla profusamente, en la boca, mejillas y cuello. Los instantes pasaron, la muchacha movía sus caderas lentamente, acomodándose, mientras que él la colmaba de besos y, a su vez, ella descubría el sabor de sus propios jugos de la boca del sátiro. Poco a poco ella comenzó a moverse más y el sátiro, reconociendo su momento, empezó a acompañarla lentamente, adaptándose a su ritmo, acompasándose a sus gemidos y movimientos, hasta que al final pudieron alcanzar un ritmo pausado pero constante. Ella le agarró fuertemente los brazos y se dejó hacer, incapaz de hacer mas que gozar mientras pensaba que sería capaz de identificar cada reborde y curva del pene de su amante de lo apretada que estaba. Poco a poco su mente racional fue perdiendo el control y una parte animal que no sabía que tenía dentro de ella comenzó a tomar el control. Clavó sus uñas en los brazos del desconocido, indiferente a si le provocada dolor, y empezó a pedirle más y más al hombre. Este se movía lentamente, pero cada vez aumentaba el ritmo más y más, no terminaba de salir de ella cuando ya volvía a la carga, y esta arremetida era respondida por ella con una convulsión de todo su interior. Una y otra vez el sátiro bombeó dentro de ella, cada vez más rápido, más fuerte, más intenso, hasta que el asalto se convirtió en un frenesí en el que la criatura, con los brazos firmemente posados en la piedra como columnas y la cabeza metida en el cuello de la muchacha, se dejaba llevar con el ansia acumulada de eones. Comenzó a morder sensualmente el cuello de la muchacha, mientras ella levantaba las piernas y las cruzaba tras la espalda del sátiro, facilitando la brutal penetración a la vez que gritaba con cada embestida. La muchacha también terminó de dejarse llevar y comenzó a gritar sin saber si lo que decía era inteligible o no, pidiendo más, y más, y más, suplicando y gritando que la hiciese suya, que la rompiese, que la destrozase pero que no parase, que no parase jamás de follarla así, hasta partirla en dos.

El fauno, reconociendo que le quedaba poco para acabar, se incorporó levemente sin apenas sacar el miembro de la muchacha, y se puso de rodillas. Agarró los tobillos de la muchacha y le levantó las piernas como si ella apenas pesase nada. Con esta postura no sólo veía a la muchacha en su esplendor, sino que además podía gozar del placer de ver a su enorme miembro salir y entrar de ella. La muchacha gritó de sorpresa con el movimiento. Era una mujer alta y jamás un amante había podido levantarla de esa manera, estaba con su cabeza y hombros pegados a la piedra pero su trasero y sus piernas elevadas, notando como el monstruoso miembro de su amante la atravesaba aún más si cabe, provocando un placer aún mas intenso mientras notaba como todo su interior se revolvía con oleadas de placer. Sus gritos no hicieron más que aumentar y tuvo que agarrarse con las dos manos a la piedra para aguantar las brutales embestidas de su compañero, que había alcanzado un ritmo animal y desbocado.

Siguieron así lo que a la muchacha le parecieron los siglos más largos, dolorosos y placenteros de su existencia, incapaz de centrar un solo pensamiento más allá del gozo y del placer sin sentido, cuando notó que su amante estaba a punto de acabar dentro de ella y, por puro reflejo, ella lo iba a acompañar pasase lo que pasase. Su amante gemía y gruñía como un animal sin control, la bombeaba sin piedad y le apretaba los tobillos con fuerza, manteniéndola elevada en el ángulo ideal para su máxima penetración, y notaba como, aún si cabe, su enorme pene estaba creciendo más dentro de ella, anunciando su inminente clímax. Ella, decidida a acabar, bajó su mano hacia su entrepierna y comenzó a tocarse rápidamente. Eso tuvo un efecto demoledor e inmediato. Tanta tensión acumulada no le dio tregua, y empezó a desgañitarse mientras notaba como oleadas de pura electricidad la recorrían por todo el cuerpo y amenazaban con partirla por la mitad. Notaba como la vista le fallaba mientras todo su cuerpo la traicionaba, entregándose al orgasmo mas salvaje que más hubiese experimentado y que no conseguía bajar su intensidad conforme las embestidas continuaban. En esto que su compañero, incapaz de aguantar, comenzó a acabar dentro de ella, lo que hizo que una abundante humedad le chorrease por todo su interior, lo que reactivaron las oleadas de placer en su cuerpo una vez más. La muchacha no pudo sino arquear el cuerpo en una posición forzada por las intensas sensaciones que la estaban atravesando, con la boca abierta y un gemido sordo de quien ya es incapaz de gritar más. El sátiro, por su parte, estaba sintiendo como toda la tensión de su cuerpo, acumulado durante siglos, por fin se desataban dentro del cuerpo de su compañera. Cada embestida le recordaban una amante, un romance, un coito en un lugar exótico, cada descarga dentro de ella le rejuvenecía un siglo, y otro y otro, siendo incapaz de parar, impotente ante la necesidad de volver a estar vivo, de sentir la vida plenamente en cada respiración, beso o corrida. Agarrando fuertemente las piernas elevadas de su estupenda compañera se dejó llevar por el placer casi olvidado de complacer y ser complacido hasta vaciarse completamente mientras los latigazos de placer que le recorrían poco a poco iban remitiendo, y unas inesperadas pero sentidas lágrimas de pura dicha acudieron a sus ojos.

Poco a poco, la tensión de ambos fue decayendo, y la inevitable fatiga los abrazó como una vieja manta, de manera que la inconsciencia debida al puro agotamiento físico, mental y espiritual los alcanzó de pleno. De este modo, abrazados e incapaces de moverse, permanecieron en esa postura durante incontables minutos, rodeados por la intensa niebla, deleitándose por la experiencia vivida, pero sin imaginarse lo que vendría a continuación…