El último resplandor
ADVERTENCIA: ESTE RELATO NO CONTIENE SEXO EXPLÍCITO. El final de un camino, la eternidad de un amor
Recuperé la consciencia sin saber en dónde me encontraba. Lentamente, mis sentidos y percepciones se aclararon. Un tenue fulgor azul pulsaba cerca de mí.
Me pareció extraño encontrarme de pie. Ese instante de reingreso al mundo real trajo a mi memoria aquellos otros momentos de reanimación, luego de las reuniones con amistades y compañeros de estudios, en fiestas donde menudeaban las drogas, el alcohol y los excesos.
Ese despertar se parecía al de los “sueños de opio”, pero a la vez era distinto a todo lo que hubiese experimentado antes; podía sentirlo en el ambiente, en las paredes frías y asépticas, en el pitido de un artefacto desconocido que se encontraba cerca de mí. Entendí, por todo cuanto me rodeaba, que estaba en la sala de Cuidados Intensivos de algún hospital.
Lo que más me sorprendía era no sentir miedo. Me mantenía serena, aun cuando la perspectiva de mi campo visual era indescriptiblemente distinta a lo que hubiera esperado.
En la sala había dos hombres y una mujer, todos vestidos con batas blancas. En el centro del corrillo que formaban, estaba un cuerpo, tumbado sobre una cama.
Me aproximé, notando que al hacerlo no producía cambios en el entorno. Ninguno de los presentes volteó a mirarme, nadie me impidió acercarme a la persona que convalecía, recibiendo la ración de vida que le proporcionaba el respirador artificial.
Parte de mi mente racional se preguntó cómo había llegado hasta ahí o qué jugada del destino me había puesto en aquella situación. «Imposible» me dije internamente, antes incluso de completar el recuerdo. «El auto no pudo hacerme nada… ¡Estoy viva y consciente! »
—No hay esperanza— dijo el más viejo de los hombres con frialdad en la voz.
—¿Lo saben ya los familiares? — preguntó el más joven arrugando el entrecejo.
—Lo saben. Han pedido la desconexión; en cualquier momento se despedirán y todo habrá terminado.
—No, doctor —replicó la enfermera entristecida—. Apenas comienza la amargura. Ella tenía toda la vida por delante, es lamentable lo que ha sucedido.
—Una catástrofe —coincidió el hombre maduro—, pero no podemos hacer mas. La chica presenta muerte cerebral. En cuanto desconectemos el respirador, su cuerpo dejará de aferrarse.
No comprendí nada y me pregunté quien era la chica de la que hablaban, presumiblemente, aquella que permanecía postrada en la cama. Me aproximé y la miré. Era yo.
De alguna manera que escapaba a mi entendimiento, supe que se trataba de mí, que ese era mi cuerpo, vencido y destrozado.
La mitad del rostro estaba cubierta por las gasas y vendajes, así como la casi totalidad del cráneo. Ambos brazos permanecían fuera de la sábana, conectados a sueros y bolsas de sangre; la imagen me hizo pensar en una planta de cultivo hidropónico que alguna vez viera en Discovery Channel. Las piernas estaban fracturadas y escayoladas, levemente alzadas gracias a unas pesas adosadas al cielo raso.
«¿Que pasó? », me pregunté «¿Qué coño me pasó?»
—¡No puedes entrar! ¡Entiende, por favor!— gritó un hombre en el exterior de la sala.
Reconocí la voz, la entonación y las palabras de Julio, mi padre. Era el hombre que había hecho que toda mi vida girara en torno a esas dos palabras, “No puedes”.
—¡Me importa una mierda lo que digas, necesito entrar y no serás tú quien lo impida!
La segunda voz fue también fácil de identificar. Se trataba de Abraham, mi amante.
Dediqué una lánguida mirada al cuerpo maltrecho que me pertenecía y caminé hasta la puerta. Ni los médicos ni la enfermera se percataron de mi acción.
«¡Yo no soy un fantasma!» traté de autoconvencerme «¡Estoy viva, completamente viva! »
Estaba decidida a mostrarles que permanecía con ellos, pero no sabía como.
—¡Suéltame, niñato, necesito pasar a verla! —vociferó Abraham.
—No, no puedes pasar —objetó mi padre, noté en su tono cierta satisfacción malsana.
—Memo —dijo Julio a su guardaespaldas—, te autorizo a darle su merecido a este anciano de mierda cuando salgamos de aquí.
Las inflexiones de mi padre eran de suficiencia, quizá en el fondo de su alma estaba conmovido por la situación de mi cuerpo postrado, pero se dejaba llevar por el despotismo que caracterizaba todos sus actos.
Cerré los ojos y pensé en mi amante. Inmediatamente me encontré ante la escena que se desarrollaba entre mi padre, Memo y Abraham.
El guardaespaldas sujetaba a Abraham por el brazo derecho. Mantenía el miembro torcido a la espalda de mi amado. Mi padre los miraba, indolente, recargado en la puerta que comunicaba la sala de Cuidados Intensivos.
Más allá del dolor físico, el rostro de Abraham mostraba las señales del sufrimiento emocional. Mi padre parecía más bien cansado, tuve la impresión de que quizá incluso hubiese llorado. Memo lucía su frialdad habitual.
Mi padre extrajo una cigarrera del bolsillo interior de su blazer. Con dedos expertos tomó un Benson & Hedges y lo encendió a un lado del letrero que rezaba «Prohibido fumar».
—Me sería muy sencillo culparte del accidente —dijo mi padre a Abraham con voz colérica—. Te detesto; no tuviste suficiente con mi suegra, también tenías que acostarte con mi hija.
Mi amante meneó la cabeza, aún estando atrapado por Memo, no parecía dispuesto a rendirse.
—Julio, precisamente tú eres quien parece dispuesto a dejar morir a Elisa —dijo Abraham en un falso tono de serenidad—. ¿Por qué no le concedes la oportunidad de recuperarse? ¿Por qué has de desconectarla hoy, que es su cumpleaños? ¿La muerte es el regalo que le darás?
El semblante de mi padre se descompuso y mostró todos los signos de haber recibido un golpe físico.
—Mi hija está muerta ya, entiéndelo —gritó Julio blandiendo el cigarrillo como si fuese un arma—. ¡Como todos los asuntos de mi familia, esto es algo que no te incumbe!
Mi amado consiguió zafarse del cepo que hasta entonces había mantenido el custodio sobre su brazo. Se irguió ante mi padre, pero no lo atacó, al menos no físicamente.
—Tú no me engañas —espetó—. Lo único que quieres es finiquitar este asunto cuanto antes, tal como hiciste cuando enviaste a la casa de retiro a tu suegra. ¡Ya lo veo venir!, los médicos desconectarán a Elisa, tú y tu esposa lloraréis su muerte un par de días y después partiréis de viaje en algún crucero “para olvidar”.
Asentí. Las palabras de Abraham estaban inspiradas en el dolor que sentía y venían cargadas con deseos de hacer daño, pero básicamente resumían el modo de actuar de mis padres.
Un rítmico taconeo femenino llamó la atención de todos. Claudia, mi madre, llegó con actitud de mujer herida, pero no abatida. A pesar del evidente estado de preocupación, su aspecto era radiante.
Abraham y Claudia se miraron un instante, no lo suficiente para que mi padre intuyera el secreto que ellos habían guardado durante más de dos décadas, pero sí un poco más de lo que hubiera sido de esperar.
—¿Alguna novedad? —preguntó ella a manera de saludo.
Julio meneó la cabeza. Dejó caer el cigarrillo y lo aplastó con el tacón de uno de sus Florsheim.
Abraham se alejó de mis padres, quizá comprendiendo que nada podría hacer. Caminó algunos metros y se dejó caer sobre uno de los mullidos asientos cercanos al lugar donde Claudia y Julio charlaban en voz baja.
Mi amante se cubrió las lágrimas con sus manos. Emitió un suspiro seco, casi se me figuró el estallido interior de una bomba de nitrógeno.
A diferencia de mi padre, no poseía lujosas cigarreras ni lujosos cigarrillos. Del bolsillo de su pantalón extrajo un humilde paquete de Delicados sin filtro y un mechero de plástico. El mechero era azul, como la llama que produjo, como la luminiscencia que parecía rodearme.
Observé que el resplandor cálido que me había seguido en el interior de la sala de Cuidados Intensivos parecía pulsar a mi alrededor, proveniente de todas partes y de ningún lado.
En ese momento conseguí recordarlo todo.
La tarde anterior, mi madre y yo discutimos. Ella había ido a casa de Abraham, dispuesta a revivir la relación que tuviera con él a sus diecinueve años. Tocó el timbre y yo, sin saber que se trataba de ella, atendí la puerta vestida solamente con una camisa de mi amante, pues acabábamos de hacer el amor.
Con su acostumbrada actitud de puritanismo victoriano, me reprochó que estuviese semidesnuda en la casa de un hombre, yo abrí la camisa para mostrarle mi cuerpo, con los senos aún húmedos por la saliva de Abraham y los pezones enhiestos. Le señalé mi sexo depilado, del cual escurría la simiente del hombre que, cuarenta y dos años antes, había sido amante de mi abuela y veintidós años antes lo fuera de mi madre. Al exhibirme le hice saber que estaba enterada de aquella relación y le dejé caer mi sospecha de que su presencia en aquella casa era un intento por reanudarla y serle infiel a mi padre con su primer amor. Claudia no pudo negar mis acusaciones.
Abraham salió desnudo del dormitorio y mi madre lo miró, comprobando que el antiguo amante de mi abuela y primer amor había completado el círculo siendo el hombre que satisfacía la lascivia de tres generaciones.
Él me reprochó el haber usado la información que conocía sobre el pasado de mi madre para herirla, me llamó al orden y la prudencia y no quise escucharlo.
Así, semidesnuda y aún sintiendo en mi cuerpo la ligereza causada por los orgasmos de nuestro reciente acoplamiento, tomé las llaves de mi Audi y salí del apartamento seguida por los gritos de mi madre y de mi amante.
Eludí la situación porque no quería enfrentar la mirada de Abraham, reprochando mi mal comportamiento. Lo amaba con todas mis fuerzas y eso no cambiaría nunca, pero necesitaba unos minutos de paz. El que mi madre se hubiese enterado del romance que yo sostenía con él, representaba para mí el final de una era.
Me alejé del edificio sin fijarme un objetivo. Conducía queriendo abandonarlo todo, al menos temporalmente, deseando poner distancia entre mis problemas y yo.
Me serené al llegar a las afueras de la ciudad. Para entonces, mi madre y Abraham debían haber descubierto que mi móvil estaba, junto con toda mi ropa, en el apartamento. Sonreí al imaginar a Claudia recogiendo mi tanga empapado del suelo.
Encontré en la guantera un paquete de cigarrillos añejados y encendí uno con el mechero del auto. El humo amargo me invitó a recordar el inicio de la relación con mi amante.
Conocí a Abraham seis meses antes, durante una conferencia que ofreció sobre Antropología. Me sorprendió gratamente que, a sus sesenta y cinco años, conservara el aspecto y vigor de un hombre de cuarenta años muy bien llevados. Para entonces, mi vida había ido cuesta abajo.
En aquel tiempo, mis días se desperdiciaban entre amistades vacuas y fiestas amenizadas con drogas y alcohol, que siempre terminaban en desenfreno y excesos sexuales. En aquel tiempo, era común para mí amanecer al lado de uno o dos cuerpos desconocidos, de hombres o mujeres, desnudos y tan confundidos como yo misma.
Abraham lo cambió todo. Cuando lo conocí, me enamoré de él casi inmediatamente. Charlando y tratándonos, coincidió que había sido el primer amor juvenil de mi abuela y, por increíble que pareciera, había tenido un romance con mi madre antes de que ella se casara con mi padre; Julio no estaba enterado de esto. Ambas relaciones naufragaron por los mismos problemas; las diferencias sociales, económicas, religiosas y raciales entre él y mi familia materna. A causa de estos antecedentes, se negó a tener sexo conmigo, pero insistí hasta que logré convencerlo.
Mi relación con Abraham, siempre en el más absoluto secreto, fue lo mejor que pudo pasarme. Él me ayudó a combatir mis adicciones, me mostró que el sexo es un mundo lleno de delicias y un camino a la dicha, más que una simple “gimnasia social”, me orientó y apoyó moralmente para evitar que abandonara mis estudios y se esforzó por darme todo lo que estuvo en sus manos para hacerme feliz.
Alcancé un cruce de caminos y me sentí osada. Había quemado los puentes familiares y mi futuro parecía incierto. Podía chantajear a mi madre con contarle a mi padre sobre su antigua relación con Abraham a cambio de dinero, podía seguir al lado de mi amante, sintiéndome la vencedora de tres generaciones de mujeres que lo amaron y disfrutaron de él o podía acelerar e ignorar la luz roja que, al igual que el mantra que acostumbraba repetirme el hombre que me engendró, parecía decir «No puedes».
Opté por la última de las alternativas. Pisé con pie descalzo el acelerador y esbocé una mueca de satisfacción. Me sentía viva, poderosa y pletórica. Me sentía eterna e intocable.
El Audi rugió, los neumáticos chirriaron y reí histérica. Mi espalda se pegó al asiento por efecto de la inercia. El semen de Abraham, parido por mi sexo, empapaba el asiento bajo mis nalgas.
Cruzar aquella avenida significaba dar el paso definitivo al primer instante del resto de mi vida. Ignorar la luz roja del semáforo representaba dejar atrás las prohibiciones de mi padre. El placer que me producía conducir a doscientos kilómetros por hora se parecía mucho al gozo que representaba para mí hacerme dueña de todas mis situaciones.
Gané la primera infracción de mi vida al invadir el carril que en aquellos instantes tenía preferencia. Por desgracia, un auto similar al mío, a una velocidad parecida a la mía, venía por la izquierda, con el morro apuntándome.
Escuché el chirrido de los neumáticos del otro vehículo, en un vano intento por detener su avance. Cerré los ojos, me abandoné a la sensación de libertad que estaba experimentando; parte de mi mente quiso alertarme del peligro, pero no la escuché.
El choque fue contundente, tan rápido e implacable que perdí toda consciencia hasta que desperté de pie, en la sala de Cuidados Intensivos.
Contemplé a mi amante, sin que él pudiera verme. Abraham se había mantenido firme en los momentos en que más necesité de su entereza, pero, al saberme a punto de morir, parecía devastado. Lloraba mansamente, con lágrimas viriles que no eran de frustración o tristeza, quizá ni siquiera de dolor. Se trataba de lágrimas de amor verdadero.
Mis padres entraron a la sala de Cuidados Intensivos. La luz azul que me acompañaba parpadeó unos instantes y se ensanchó, abarcando casi todo mi campo visual.
—Si te acercas a esa puerta, tendré un pretexto para romperte un brazo, vejete —amenazó memo a Abraham.
—No creas que me importa lo que hagas, lame culos.
Mi amante se incorporó y tiró el cigarrillo al suelo. Caminó decidido hacia la entrada y el custodio le bloqueó el acceso.
—Siempre puedo decir que intentaste atacarme —se relamió Memo con sadismo—. El patrón es un hombre muy poderoso y me protegerá, no sería la primera vez.
Mi amante se detuvo ante el hombre joven, desafiándolo. Intuí que llegarían a las manos y no dudé en actuar. Me paré entre los dos, de cara a mi amante. Coloqué aquello que mi mente interpretaba como “mis manos” sobre el torso de Abraham y traté de empujarlo. Algo debió sentir, pues retrocedió dos pasos y cayó de rodillas. La expresión de Memo pasó de la belicosidad al estupor.
Mi amante apretó los puños y, con una agilidad que contradecía sus años, se incorporó para correr hacia el custodio. Me interpuse en su camino queriendo evitar la confrontación, pero el ímpetu de Abraham pudo más. Su cuerpo pasó a través de lo que hasta ese momento consideraba “mi cuerpo”, aún sabiendo que no lo era en sentido material. Cuando confluimos, hubo un instante en el que me sentí más unida a él que nunca antes.
Con la fuerza de su desesperación, Abraham golpeó el mentón de Memo, haciéndolo retroceder. Antes de que el custodio se repusiera, lanzó una patada a su bajo vientre y, cuando el cuerpo juvenil se dobló por el dolor, asestó un golpe en su nuca con el canto de la mano. Libre de obstáculos, mi amante pasó a la sala de Cuidados Intensivos y yo entré tras él.
Mis padres se encontraban postrados al lado de la cama donde descansaba mi cuerpo físico. El pitido del equipo que monitoreaba las funciones vitales fue espaciándose. El resplandor azul que me había acompañado creció, intensificó su brillo y me envolvió al punto que me pareció sorprendente que los demás no pudieran notarlo.
—Ya está desconectada —anunció el médico de más edad—. Lo lamento mucho.
—¡Usted juró proteger la vida humana! —le gritó Abraham—. ¡Acaba de pisotear su juramento, y no creo que sea la primera vez que lo hace!
Mi amante cayó de rodillas, con el rostro empapado en llanto. Sentí que el resplandor me atraía, como si yo fuese una esquirla de hierro ante un imán cuyo campo magnético creciera poco a poco.
El tirón se intensificó cuando el equipo de monitoreo dejó de emitir pitidos; miré de reojo la porción visible del rostro de mi cadáver. Parecía dormir, pero la piel estaba pálida como el mármol que no tardaría en cubrir mis restos mortales. Luchando contra la atracción que ejercía el resplandor, me agaché ante Abraham y posé las manos de mi forma intangible sobre sus hombros. Mi amante levantó el rostro, como si hubiese sentido el contacto. Besé sus labios por última vez, mientras el resplandor intentaba devorarme. Percibí que Abraham también se sentía atraído por la fuerza que trataba de separarme de él. Lo solté, temiendo llevarlo conmigo y arrancarlo de su cuerpo material.
Fui absorbida, devorada por el resplandor azul, quizá un portal que me conduciría a algún lugar ignoto o un camino hacia la nada.
Lo último que vi de mi mundo fe a Abraham, golpeando el suelo con los puños en señal de duelo por mi muerte.