El último combate del luchador
Un homenaje algo siniestro a las inclasificables películas mexicanas de luchadores.
Ciudad de México. 1965
La veinteañera, ataviada con su elegante vestido de novia, contemplaba la arena entre lágrimas desde la columna donde unas recias cadenas asían sus miembros. Sus ropajes, elegantes, apenas dejaban ver su morena y lisa piel, pero permitían apreciar esos contornos voluptuosos que le habían granjeado una legión de pretendientes y moscones. Su bello rostro aniñado contemplaba el combate con esos ojos marrones e inocentes.
A un lado, su prometido. Incluso a través de la escasa iluminación de las velas podían apreciarse sus mallas brillantes de luchador, esa máscara blanca que había sido la última visión para malhechores de todo pelaje. El Justiciero Albino, de músculos bien definidos e ideales puros, había combatido a hombres lobo, a vampiros, a robots, a momias. Pero nunca a un rival tan rudo como ese.
Al otro lado, El Verdugo Diabólico. Su estatura superaba con mucho a la de su amado y, aunque una enorme capa de grasa los cubría, estaba claro que esos músculos tenían una fuerza extraordinaria. Solo vestía unas botas negras, una máscara completamente oscura que dejaba entrever sus ojos feroces y unos simples calzoncillos. Antes de dirigirse al héroe, miró a la mujer y le dedicó un guiño obsceno.
-¡Libera a Rosario!-gritó el justiciero, cerrando sus manos hasta formar dos fuertes puños-. Y solo tendrás que responder de tus crímenes ante la Policía, y no ante mí.
La risa que salió del orondo villano fue grave, profunda, burlona. Como si supiera que no podía hacerle nada. Estaba en sus catacumbas, estaba en su guarida. Estatuas atroces que representaban a horribles demonios contemplaban con interés la futura conflagración.
-No, niñito. Solo la liberaré de las ataduras de tu moral primitiva y le daré la bienvenida a un mundo de placer y pecado… como he hecho con todas esas muchachas a las que no has podido salvar.
Se tocó la entrepierna, altivo. Sus calzoncillos prietos permitían un miembro erecto ante la mera mención de la violencia, un pene largo y grueso que había penetrado a muchachas virginales a lo largo de todo el país. Nadie había podido atraparlo, ningún padre vengativo había podido sobrevivir a ningún encuentro con él, ningún hombre había derrotado en combate a ese misterioso criminal. Pero el Justiciero Albino no era un hombre normal.
-¡Secuestrar a la prometida de un hombre el día de su boda!-exclamó, ofendido-. ¡En guardia, truhán, que pagarás con tu vida!
-No me vas a durar ni un asalto, imbécil.
Rosario emitió un gemido de preocupación al ver que el primer puñetazo descendía sobre su amorcito. Aquel salvador extraordinario, aquel defensor de los oprimidos, se tambaleó por unos terroríficos segundos.
-¡Tú puedes, amor!-chilló ella, presa del miedo. Intentó liberarse, pero sólo consiguió que el villano mirara a esos pechos carnosos y redondos que se tambalearon. Su héroe aprovechó, tratando de asestarle un derechazo.
El Verdugo Diabólico agarró su muñeca y apretó, aparentemente sin esfuerzo. Pudo oír el sonido de huesos crujiendo… y también cómo ese justiciero invicto, querido en toda la nación, chillaba como una niña.
-¡Ja!-exclamó el malhechor-. Parece que no eres lo suficiente hombre para defender el honor de tu amada. Pero no te preocupes, que yo le daré lo que necesita…
Acto seguido, descargó un golpe sobre su rostro. ¿Uno? No. Con una chulería desagradable, le dio un puñetazo tras otro, sin que el Justiciero Albino pudiera defenderse. Su virginal prometida contempló la escena paralizada por el pánico, con una lágrima cayéndole del ojo. Y, sin embargo, había algo primitivo dentro de ella que le obligaba a mirar, que hacía que un calorcillo recorriera sus piernas con cada impacto, que provocó que se mordiera sus labios cuando ese macho acabó por tirar a su novio al suelo.
Una vez abajo, el monstruoso violador lo pateó sin piedad, hasta que ya no se movió. Se pudo escuchar cómo lloraba del dolor, incapaz de contraatacar. El vencedor exhibió sus ciclópeos brazos frente a ella, que contemplaba la escena con la boca abierta.
-¿Has visto, Rosarito? Tu prometido no podrá cumplir en tu noche de bodas, así que te la voy a dar yo.
-¡No!-exclamó, con las piernas temblorosas y un chillido desgarrador-. ¡Antes muerta!
-Bueno, eso ya lo veremos. Esta noche te enseñaré cómo la absurda moral de tu prometido no tiene cabida en el mundo real. En el mundo real no importa la fe ni la bondad, solo el poder… y yo soy el más poderoso. ¡Hembras!-gritó, golpeándose el pecho con furor varonil-. Preparad a la próxima puta de mi harén.
Aterrada, la prisionera comenzó a escuchar pasos. Al frente, en los alargados pasillos de esa guarida subterránea, aparecieron sugerentes siluetas cuyos movimientos se asemejaban a los de reptantes serpientes. Después de unos instantes, reconoció sus rostros, sus cuerpos, de las fotos de los periódicos. ¡Eran las jóvenes secuestradas por el malvado!
Y, sin embargo… aquellas inocentes jovencitas, que sus familiares habían descrito como angelicales, habían cambiado. Caminaban con un sincrónico movimiento de caderas, con la lascivia impresa en unos rostros que parecían entregados al mismísimo diablo. Aquellas delgadas y voluptuosas sirvientas del mal llevaban puestos unos vestidos semitransparentes de color rojo que no dejaban nada a la imaginación. A través de ellos pudo ver sus pezones puntiagudos y endurecidos, esas pieles cuidadas de distintos colores, los contornos de unas piernas demasiado descubiertas. Ella apartó la mirada, repugnada ante aquel despliegue de erotismo, sin saber que pronto vería cosas mucho peores.
-Hola, querido-saludó una muchacha rubia de rostro felino y pechos pequeños, besando al malhechor en el pecho, chupando sus pezones-. ¿Me has echado de menos?
-Fulana, déjame en paz. Ya volverás a disfrutar de mi poderosa pija. Ahora, prepara a mi nueva víctima.
Esta emitió un quejido infantil y caminó hacia la prisionera, acariciándole el rostro. El resto de esclavas la siguió, desencadenándola con cuidado. La rubia le besó la oreja, se la lamió. La impresión le impidió reaccionar hasta que la mordió, algo que le hizo chillar. Esa siniestra mujer se burló y escupió en su rostro. El corazón de la muchacha comenzó a latir a un ritmo frenéticamente infame mientras las otras mujeres limpiaban el esputo con la lengua. Ese tacto húmedo no le desagradó, pero reprimió esas emociones mientras las jóvenes le sujetaban.
-Padre nuestro que estás en los cielos…
Tanto el dueño del harén como sus fulanas se rieron de su devoción con una carcajada salvaje, animal.
-Las devotas son las más divertidas de quebrar…-gimió la rubia mientras metía la cabeza en su vestido. Rosario intentó quejarse, pero no tenía fuerzas para ello. Pronto, notó cómo las hábiles manos de esa arpía le arrancaban las bragas, arañándole las caderas-. Vaya, no se ha afeitado… pero, bueno, quién dijo miedo.
Acto seguido, sin darle tiempo a reaccionar, empezó a besarla en la entrepierna con una pasión ardiente. Primero con besitos rápidos y fugaces, que golpearon su clítoris con fogonazos de placer… y, luego, con esa lengua diabólica que se introdujo en su vagina, lamiendo sus jugos, haciendo que experimentara lúbricos escalofríos. Jamás había experimentado esa cálida y tormentosa sensación, esas emociones contradictorias y vergonzosas. Miró a su agonizante prometido, sintió una punzada de culpabilidad. Su sufrimiento parecía atroz.
-No, parad, por todo lo que es bueno… por favor, esto es peca… es peca… dooooo… oh, Dios…
Apartó la cara al oír cómo el Verdugo Diabólico se reía de ella, pero una de las chicas le obligó a mirar. Y tuvo que ver, con un nudo en la garganta, cómo el villano se quitaba sus calzoncillos para revelar el primer pene que ella había visto jamás. Aun así, supo que era más grande de lo normal, con un grosor que le dolía de solo mirarlo, con unas venas que se marcaban como ríos caudalosos de sangre y una enorme mata de pelo en sus enormes bolas. Pensó en patalear, aterrada ante lo que vendría después, pero esa visión pareció hipnotizarla. A pesar de su miedo, no pudo apartar la vista de ese prodigio circense, de esa grotesca rareza.
Se mordió los labios, pero eso no impidió que algunos gemidos escaparan de su boca, que su rostro se tiñera de rojo y comenzara a sudar por la excitación. Su secuestrador, al ver aquello, comenzó a deslizar la mano por esa polla magnífica, a masturbarse lentamente mientras contemplaba su humillación.
-Gracias te doy-recitó mientras miraba a esas demoníacas estatuas-. Gracias te doy, Barón Kruento, por el pacto que me hizo quien soy… gracias te doy por mi gran fuerza, por mis poderes… por los placeres de la carne que estoy a punto de experimentar…
Rosario ahogó un gemido. ¡Satanistas! ¡De ahí se explicaban sus extraños poderes, el modo en que se había escapado de las autoridades, su desprecio por todo lo bueno y lo bello! La vena del cuello se le hinchó mientras aquel engendro seguía masturbándose. ¡Qué horror, qué terrible situación! Pero, a la vez… la mera mención de lo demoníaco hizo que se le pusiera la piel de gallina, y no precisamente de miedo. Sacudió la cabeza, intentando infructuosamente ignorar las visiones calenturientas que se deslizaban por su sistema nervioso.
La lengua de esa arpía estimuló su incorrupto clítoris de un modo que no creía posible, humedeció esa zona hasta convertirla en una orilla sacudida por el oleaje. Miró a los ojos al artífice de esa violación, que la contemplaba como si fuera un filete a punto de ser devorado.
-Aparta, furcia. Esta perra es mía.
Los labios faciales de su esclava se retiraron de los labios vaginales de Rosario, que se habría tapado la boca para reprimir su gemido si esas perversas mujeres no siguieran sosteniendo sus brazos.
-Mira cómo me da la bienvenida, justiciero-se burló, mientras su prometido emitía quejidos moribundos-. No puede esperar a que la posea un macho de verdad… y yo no pienso hacerla esperar.
Sin mediar más palabra, a pesar de las súplicas del héroe, la agarró de las piernas e introdujo su enorme miembro en aquella desvalida vagina. Un temblor recorrió todo su cuerpo, el dolor se apoderó de ella e hizo que sus labios temblaran: el muy desgraciado no se la metió gradualmente, con un cuidado de amante, sino que la penetró sin miramientos, sacudiendo su pene diez veces dentro de su interior en los primeros cinco segundos, y manteniendo ese ritmo. Le alzaba las faldas para contemplar su bello cuerpo juvenil con más detenimiento, algo que ella trataba de evitar con débiles sollozos.
-¿Qué haces, puta?-el uso de esa palabra hizo que se le encendieran las mejillas-. ¿Es que no te has enterado de que eres mía? ¡Déjame ver lo que escondes!
Y, usando su fuerza demoníaca, destrozó su vestido empezando por el tejido que le cubría el pecho. Ignorando sus chillidos, hizo trizas aquel símbolo de pureza, dejando solo algunos trozos testimoniales para recordarle su conquista.
-Tienes un cuerpo hecho para el pecado, mamacita…
Entre risas de sus mujeres, sin dejar de embestirla (se mordió los labios, derrotada), manoseó esos pechos generosos y blandos, pellizcó sus pezones, paseó los dedos por su esbelta figura morena y, para echar sal sobre la herida, dio brutales manotazos a esas dos tetas gloriosas que botaban con cada sacudida. Su tembloroso y lloriqueante premio, voluptuoso e inocente al mismo tiempo, merecía la pena.
-Le he arrancado la virginidad a tu putita-se regodeó el Verdugo Diabólico, soltando espumarajos sobre ella-. Tú pagaste las cenas, tú preparaste la boda, tú la quisiste… pero yo la tomo, aunque me importa menos que la mierda que me limpio a diario, porque soy el más fuerte. Has fracasado como marido y como hombre.
-No, por favor… es a mí a quien quieres, déjala ir-gimió el Justiciero Albino. A Rosario le pareció patético, por lo que retiró la mirada del perdedor de ese combate. Sus ojos se posaron sobre el vencedor, sobre aquel hombre luciférico cuyos puños le provocaban un inconfesable placer cada vez que azotaban sus redondas y abundantes nalgas. El ruido de su cipote hundiéndose en sus paredes vaginales, castigándole sin piedad, le resultó más salvífico que cualquier cántico sagrado que jamás hubiera oído.
Los ataques de ese miembro se fueron haciendo cada vez más frecuentes y bestiales. Mientras tanto, ese bastardo escupía sobre ella y le restregaba su saliva por el rostro, sus concubinas le lamían la cara, le enseñaban sus coños descubiertos y se los hacían oler… cada uno de sus cinco sentidos estaba en perpetuo éxtasis, cada fibra de su cuerpo estaba alterada por esa experiencia.
-Para, por favor...
-Mira que eres tonta, mamacita. ¿Te crees que el siervo del diablo va a parar porque tú se lo digas? No. He oído súplicas de padres, de esposos, de hijos, de mujeres de todas las edades y condiciones, y jamás las he tenido en cuenta.
Hizo descender su rostro enmascarado sobre su cuerpo, deteniendo momentáneamente la cópula. Creyó que la seguiría torturando, pero no. Por el contrario, con un cuidado exquisito, deslizó su lengua por sus pezones, dándoles mordisquitos que en cualquier otro hombre habrían sido tiernos.
-Ah… ah… por… por Dios…
-Dios no está aquí hoy.
No, no estaba, y cada vez se encontraba más ajeno en los pensamientos de la muchacha. Mientras el villano hundía su sucio semblante en sus pechos y los manoseaba, se olvidó de los paseos por el parque con su novio, de los ramos de flores, de todas las veces que la había salvado de potenciales homicidas o de invasores del espacio exterior. Se olvidó del amor, de la decencia, del bien. Verse estimulada de ese modo, indefensa, sometida a los designios de aquel pervertido… le hizo sentirse liberada.
-U… una pregunta…-susurró, poseída por la influencia diabólica del violador.
-Te contestaré si me da la gana. ¡Dime!
La abofeteó mientras volvía a cabalgar y escuchaba lo que tenía que decirle.
-Cuando… cuando me secuestraste en la boda… ¿mataste a mi padre?
-Pues claro. Ahora ya no eres suya, sino mía.
Ella soltó una risita de colegiala al escuchar aquello, al imaginarse a aquel meapilas con la cabeza aplastada y echando mierda por su ano muerto. Su prometido gritó, fuera de sí, pero a ninguno de los dos le importaba ya lo que tuviera que decir.
-Parece que ya le gusta-susurró la rubia. Posó sus labios sobre los de ella, que los aceptó con gusto. Cuando esa delicia de mujer la mordió, Rosario se deleitó al saborear su propia sangre-. Aprendes rápido, guarra: esto es lo que existe. No hay ideologías, no hay credos, no existe el bien, no existe el mal. Si algo te da placer, es bueno. Y el placer es mucho más delicioso cuando es escaso, se revaloriza como un viejo sello del que solo hay una unidad. Por eso, querida, hay que hacer sufrir a los demás. Plantéatelo como… bueno, como un sacrificio. Muchos deben sufrir para que tengamos comida, para que tengamos luz. Y, ahora, tu novio sufrirá para que tengamos orgasmos.
Asintió, entusiasmada, poseída por la lubricidad del momento y por la fe del converso. Las mujeres seguían lamiendo su sudor, pero ella aprovechaba de vez en cuando para besarlas. Sus labios sabían a fresa y a depravación.
-Acepta los dones del diablo-exigió su violador, tirando de su pelo hasta arrancarle varios mechones. Se le saltaron las lágrimas del dolor, pero le gustó-. ¡Hazlo!
-¡Sí!-chilló, fuera de sí, conquistada por esa fuerza imparable que seguía penetrándola-. ¡Acepto los dones del diablo, vendo mi alma a Satán! ¡Hazme tuya, joder!
Dicho y hecho. El malvado se detuvo por un segundo, contempló sus tetas sudorosas y su rostro enloquecido. Rosario sintió entonces un tacto húmedo y caliente, algo líquido que invadió su vagina sin pedir permiso, sellándola como propiedad de su amo. Expulsó un alarido prolongado, agudo, después de que el villano sacara la polla de golpe. La contempló, exhausta, lloriqueante aún. Ahora, recién convertida, podía apreciar realmente su excelso grosor, su inquietante longitud, el modo en que estaba cubierta de semen y de sangre. De su sangre.
-Jo… joder… amo. Qué… qué buena polla tienes…
-Límpiala, furcia.
Ella sonrió, emocionada, deseosa de dejar atrás su inocente juventud. Se acercó a él con una lenta sensualidad de cabaretera, a cuatro patas, con el culo alzado hacia arriba en señal de sumisión. La rubia le azotó mientras ella comenzaba a lamer los cojones peludos de su nuevo amante. No, no amante… de su dueño. Con cuidado, lamió de arriba a abajo ese falo gigantesco, manchándose la lengua con su propio jugo vital, con la semilla de su señor, con los flujos de su coño. No se la metió en la boca, pero le dio cariñosos besos a ese miembro que seguía duro como una roca.
Mientras lo hacía, notó cómo el semen le caía de la vulva, manchando el suelo. Las codiciosas perras del Verdugo Diabólico lo limpiaron en cuestión de segundos.
-Bien, eres una buena adquisición-la felicitó su nuevo amo. Le acarició la cabeza y ella sacó la lengua, agradecida. Jamás había sido tan feliz-. Pero, para pertenecer a mi harén, tienes que aprender una nueva forma de cópula que el clero ha prohibido injustamente porque no favorece la procreación.
-¿De qué… de qué se trata?-preguntó. Pegó un respingo en cuanto una de las chicas introdujo su lengua en su ano, y comprendió-. Ah… de acuerdo… seré tuya, mi amo…
-No tan rápido, cachorrita. ¿No recuerdas lo que ha dicho la otra fulana sobre los sacrificios? Para obtener placer, para que el placer valga algo, hay que obtener dolor.
Miró a su antiguo prometido, emocionada. Se relamió.
-Sí… como ordenes…
Una de las chicas le dio un puñal. Sin saber de dónde había salido, lo agarró, se incorporó de un salto y caminó hacia el luchador, contoneándose y chupando sus propios pechos.
-Hola, cariño-saludó. Él estaba demasiado débil para responder. Con una risa diabólica de colegiala, expulsó los últimos restos de semen sobre su máscara-. Eres patético. Todo este tiempo con un pedazo de bombón como yo y me trataste como a una princesita… y ahora es otro hombre el que se aprovechará de mí. Lo último que verás al morir será a este macho-miró a su amo, extática- metiéndomela por el culo.
Se tumbó junto a él, acarició su cuerpo. Era, en cierta forma, una despedida amable para el hombre que había amado. Besó su pecho, alzó el puñal. Lo hundió y lo sacó repetidas veces, desatando una explosión de sangre que la empapó. Los estertores violentos de ese imbécil la pusieron más cachonda aún.
Notó que una mano grande y firme le acariciaba el pelo.
-Bien hecho. Prepárate para recibir tu premio.
Y, en un instante, sin vaselina, sin dilación, le metió la polla dentro del agujero de su ano.
Gritó, libre del influjo por un momento, dolorida. Clavó las uñas en su novio muerto, sintiéndose sin aire, completamente llena por dentro. El Verdugo Diabólico la azotó con más fuerza que nunca, haciendo que gimoteara como un cachorro, burlándose de los últimos vestigios de su decencia.
-Gracias te doy, Barón Kruento, por entregarme tu fuerza, por ponerme en contacto con el infierno. Ahora te pido, sirviente de Asmodeo, que le enseñes a mi nueva perra la verdad, que quiebres su mente para siempre.
Rosario se quejó, asustada, cerró los ojos mientras ese miembro le desgarraba el ajo sin piedad. Creyó, quizás, que aquello la protegería, que podría volver a su ignorancia anterior. Pero no era así. Las visiones infernales violaron su mente en cuestión de segundos, con la misma fuerza con la que su amo había violado su cuerpo.
Vio tentáculos violando a universitarias, vio esqueletos con escamas azotando a ancianas, vio a esculturales mujeres partidas en dos y chillando en el suelo, todavía vivas. Vio a vampiresas bañándose en lagos de sangre y vísceras, vio semen de demonios que quemaba a sus víctimas como ácido. Vio el pasado y vio el futuro, y lo aceptó sacando la lengua, cediendo a la inevitabilidad mientras su nuevo dueño la penetraba sin preocuparse por su seguridad.
Cuando se corrió, ya era suya por completo. Se dejó caer sobre el pecho de su novio, chupó su sangre mientras otro líquido muy distinto salía de su grueso y trémulo culo.
-Gracias por enseñarme la verdad, amo.
Nota: Si queréis saber más del demonio que da sus poderes al Verdugo Diabólico, leed mis relatos sobre "La Casa de Asmodeo".