El tránsito
En el momento de la partida.
Pues vaya chasco. Ni luz al final del túnel, ni mi vida pasando en diapositivas ante mis ojos. Menudo fraude. La muerte está llena de mitos mentirosos. Igual es por el coma, que me tiene enfrascada en una especie de muerte a cámara lenta. El caso es que me siento como un presencia, liviana e imperceptible para los demás que me rodean, aunque yo sí puedo verles e incluso revolotear entre ellos a pesar de que yazgo sin remedio sobre la cama con los ojos irreversiblemente cerrados. Mi cuerpo aún respira, pero cada vez con menos ganas. Me voy muriendo.
He vivido 87 años. No está nada mal. Que yo recuerde, ahora mismo, no se me queda nada por hacer, de todo aquello que siempre quise. Claro que alguna vez me hubiera gustado saber qué se siente cuando tres criadas te atienden sin descanso desde que desperezas los párpados hasta que te acuestas a dormir, pero no reniego de mi vida de trabajadora, de madre y esposa que echó una mano siempre que fue necesario. Qué feliz morir sin arrepentirse de nada. Y sobre todo, qué feliz de haberles obligado a prometerme que nada de hospitales para morirme. Cuando me vaya, les advertí, quiero hacerlo en mi casa y en mi cama, que es donde más feliz he sido.
También me satisface ver a todas las personas que amo aquí, a mi alrededor, acompañándome en estos últimos minutos. Me faltan algunas de mis chicas del hogar del jubilado y del club de viudas, pero cuando caí enferma ya sabía que no iban a venir. Me lo dijeron. Que a estas edades, cualquier muerte recuerda la proximidad de la propia, y que no podrían soportarlo. No se lo reprocho. Me han hecho tanta compañía y tanto bien desde que me faltó mi José Enrique, que puedo perdonarles su ausencia.
Ay, mi José Enrique. Quince años hace ya desde que me dejaste sola. Allá donde estés, sabrás que se te acabó lo bueno, porque para ahí que me voy a hacerte compañía. Sé que me estarás esperando con la sonrisa que tenías siempre en tus hermosos labios agradecidos. Tengo tantas ganas de verte... y de tocarte. Se supone que vamos a ser espíritus, pero me da igual. Sé que podré tocarte, y tú a mí, y besarnos otra vez como cuando éramos adolescentes. ¿Te acordarás? Yo te contaré esa historia mil veces si hace falta. Eras el más guapo del barrio, el más gallardo, el más valiente... sólo te faltaba el caballo blanco para ser el caballero perfecto de las historias medievales que leía mi hermano mayor. Todas las otras chicas se morían de ganas por una mirada tuya, y yo siempre supe que nunca tus pupilas perderían un segundo por ellas. Y me acuerdo del primer beso que me robaste casi al final de una verbena en el pueblo, a escondidas de todos para que mi padre no te diera dos collejas. Yo estaba llorando de la rabia, porque al día siguiente te ibas a combatir en la Guerra Civil, pero me dijiste que volverías a buscarme para que nos casáramos, y yo intuía que tú eras hombre de palabra. Cuando apareciste, nunca me enteré de cómo, en la puerta de mi casa, sucio, flaco y exhausto, hincado de rodillas, el 2 de abril de 1939, para pedirme que me casara contigo, supe enseguida que nadie más que tú podría ser el hombre de mi vida.
Ni aunque yo hubiera tenido tres vidas, habría alcanzado a agradecerle a Dios por el regalo que me hizo contigo. Yo pensaba que el matrimonio consistía en ser feliz un día al mes, como mucho, porque eso era lo que le había pasado a mi madre, pobrecilla, y eso le pasaría también a muchas de mis amigas, a las que el amor de los maridos les duró, en el mejor de los casos, hasta que el primer hijo y las penalidades de la posguerra comenzaron a ajar su belleza. Eran tiempos difíciles para sostener la felicidad, y yo creía, como repetían los curas sin descanso, que mi sino como mujer era aguantar y sufrir desde el momento en que mi marido lo decidiera. Pero tú no, José Enrique, tú jamás. Alguna peleílla, muy de cuando en cuando, y luego una reconciliación maravillosa llena de cariño. Lástima que fueras hombre de pocas palabras: nunca supe realmente por qué me amabas de aquella manera.
Y nuestros momentos en el tálamo. Cuando los recordaba, años después de tu muerte, aún me sonrojaba. La noche de bodas yo estaba aterrorizada. Apenas sabía qué tenía que hacer o de qué estabas hecho tú. Y me acuerdo de tu sonrisa, al verme allí tan quieta como una estatua; "Encarnita, muévete mujer, que no lo haga yo todo", me dijiste. Y conforme pasaba el tiempo, yo aprendí a moverme más y más, obteniendo de tus caricias, besos y achuchones un placer, que incluso dentro del matrimonio, hubiera sido motivo de escándalo para muchos. No quedó rincón de tu cuerpo que mi boca no pudiera inspeccionar, ni jirón de mi piel cuyo sabor no fuera familiar para tu lengua. Cómo me hacías gozar. Muchos años después, con aquello de las feministas que tanta curiosidad despertaba entre dos analfabetos casi totales como éramos nosotros, nos enteramos de que aquella flojera que me entraba a mí después del fornicio se llamaba orgasmo o algo parecido. Y yo te preguntaba si no estaríamos pecando al gozar de aquella forma, y tú me decías que si lo hacíamos con amor no podía ser pecado. Nos divertíamos tanto que yo llegué a la conclusión de que por eso tuvimos hijos tan fuertes y robustos, siete nada menos. Ni uno de ellos nos cogió nunca nada que fuera más grave que una gripe.
La última vez que hicimos el amor ya éramos unos ancianos, José Enrique. Te tomaste una de esas pastillitas azules, aunque el médico te dijo que no le convenían a tu corazón, y tú le replicaste, allí en plena consulta, que lo que no le convenía de ninguna manera a tu corazón era dejar a tu señora, presente en todo momento, por cierto, sin un buen último revolcón antes de irte de este mundo. Tenías 70 años, y yo 65. Me acuerdo perfectamente de aquella noche, de todas las velas que pusiste alrededor de esta cama en la que ahora me estoy muriendo (la misma en la que concebimos esos siete hijos con la fortaleza de esos siete orgasmos); olía a lavanda, que sabes que me encanta, y habías puesto el viejo disco de Machín, al amparo del cual tantos agarrados bailamos en nuestra juventud. Me acuerdo del amor reposado y sereno que había en tus caricias, de la felicidad que contenían tus ojos y los míos, de tus dedos deslizándose por todo mi cuerpo, escarbando en los rincones más íntimos y devolviéndoles una lozanía que ya casi tenían olvidada. Me acuerdo de la dureza de tu miembro al penetrar por última vez en mí, de tu cabalgar pausado, de tu último éxtasis, derramándote en mi interior ya estéril, mientras me besabas con toda la dulzura del mundo. Cómo conseguiste hacer que me sintiera una chiquilla otra vez.
A veces lamento haber tardado quince años en iniciar este viaje para ir a dar contigo, pero no podía hacer otra cosa más que ser paciente y esperar por la vieja y fea Parca, a la que, por cierto, tampoco he visto en estas horas finales. Me gustaría decirles a nuestros hijos y nietos que se dejen de llantos, porque me siento felicísima de ir a tu encuentro, pero ni yo puedo hablarles, ni ellos oírme. Y además, cada vez me voy sintiendo más ligera, y me elevo, y no veo la luz blanca, pero... pero... te veo a ti, José Enrique... veo tu sonrisa y tu mano tendida... Claro que me iré contigo... Bobo, qué preguntas tienes... Claro que me iré contigo.