¿El Toro?
Ellas solo que con mayor edad, han descubierto lo mismo que yo. Vida igual a tiempo. Y es eso, la edad, lo que les lleva a juzgarse con crudeza y tratar de acelerar los pasos en busca de algo que durante décadas se negaron; una nueva experiencia.
¿El toro? Nunca pretendo que sean jóvenes o guapas.
La primeras siempre rehúyen a un tipo como yo.
Cuando todavía vislumbran desde lejos eso del antiarrugas, resisten, convencidas de merecer algo mejor con lo que compartir la cama.
Y en su lucha, estampan un soberano NO a la alternativa de príncipe ideal que, entre su sangre joven y las películas de Jeniffer Aniston, han terminado por concebir.
Soy el “antiespectativas”.
Las guapas en cambio, saben que, salvo enfermedad, yate en puerto Banús o sobredosis de Gin Tonic, nunca acabarán fingiendo sus orgasmos junto a un tipejo sin físico, bagaje ni nómina.
Yo, con mis treinta y siete primaveras, ofrezco, en todos los sentidos, la esencia del varón normalito.
¿Hugh Jackman?
No…más bien Sacristán, solo que con mayor estatura, menor dicción y una equivalente capacidad interpretativa.
El objetivo de Sacristán era ganarse un Oscar.
El mío, hacer lo propio con la humedad de una hembra de veras.
Una hembra que no finja, que no mienta, que desee sin ataduras, moralismos o cadenas.
Tal vez mi única y secreta diferencia frente a los muchachitos hormonados o los sobrados de si mismos es que este humilde, practica la filosofía de la “vida es tiempo” y no piensa perder lo uno o lo otro, tratando de cacarear más alto o emplumado ante un pibón con capacidad de escoger gallos más gallos pero también más huecos.
No pretendo concluir cada sábado en solitario, machacándomela bajo la sábana mientras el guaperas de turno le come cuello, pechos y curvatura húmeda a la muchacha que ni una mirada indigna me ha lanzado.
Soy algo felino, soy algo desgarbado, pero lo que de veras soy, es un tipo locuaz, directo y práctico.
Y mi especialidad, como buen experto en la materia, es saber dónde colocar el punto de mira.
Y eso ha conseguido que termine por acostumbrarme al gusanillo del éxito.
Éxito tan habitual que, nueve de cada diez elecciones, concluyen saboreando la deliciosa necesidad femenina y sintiendo sus uñas clavándose entre mis omoplatos.
Ellas solo que con mayor edad, han descubierto lo mismo que yo.
Vida igual a tiempo.
Y es eso, la edad, lo que les lleva a juzgarse con crudeza y tratar de acelerar los pasos en busca de algo que durante décadas se negaron; una nueva experiencia.
Porque es eso lo que he aprendido a detectar; su necesidad.
¿Cómo lo hago?
Sencillo.
¿Ven esa mujer de la esquina?
Si, si, esa que se parapeta tras un grupo de amiguitas.
¿La de pantalón vaquero? No hombre. Esa esta recién casada, todavía feliz y satisfecha con lo que le espera en la cama.
La de al lado.
La pobre finge interesarse en una conversación que, en realidad, poco o nada le trae al hueco.
Contémplenla por favor.
De abajo a arriba.
Zapatos baratos de tacón medio, ya sucios por los pisotones de todos los que bailan en torno a ella.
Ha escogido mal lugar para posicionarse, prueba de que ni ella ni sus amigas, llevan por costumbre salir cada sábado y el garito le es desconocido.
Seguramente todas, las cuatro, han decidido darse un capricho, convenciendo al marido de turno para celebrar un cumpleaños, un santo o un ascenso en el trabajo.
Lo que es seguro es que llevan meses sin hacer la noche y años sin hacerlo sin la pareja pegadita como una babosa ennegrecida.
Las medias son ligeras en la parte baja, creciendo en grosor y presión a medida que se acercan a la barriga.
No son de calidad por lo que, casi seguro, roídas y sucias, deberá tirarlas a la mañana siguiente.
Ahora las fabrican así, de un solo uso, en apariencia hermosas, presentables, pero bajo la tela, tensas, fuertes, capaces de apretar esos kilos de más que la dichosa vida obliga a camuflar para fingir que el tiempo pasa para todos menos para las dueñas de semejantes piernas.
Falda.
Dios mio esa falda se diseñó cuando Mecano se transformaba en Aire o andaba colándose en fiestas ajenas.
Su caída no ayuda en exceso a disimular los estragos de la casi cincuentena.
Muslos gruesos….muy gruesos.
Tanto que con apenas dos pasos que le veo dar, para depositar el vaso vacío sobre una mesa atiborrada, estos se deslizan de lado a lado, apenas contenidos por la tela reductora.
Sobre ellos, la tripilla, levemente percibida en aquella doble caída, una por cada embarazo.
La camisa holgada, de un rosa espantosamente desgastado, no consigue evitar que, entre los vaivenes, se pueda observar aquella generosidad carnal que para un ojo menos avezado que el mío, hubieran pasado casi desapercibidos.
Costillas bien nutridas, pechos grandes, inmensos, en los que sospecho debe existir cierta caída y unos pezones de aureola extensa y oscura, algo negroides y desacostumbrados a la caricia anhelante de una lengua.
Las caderas sobresalen a ambos costados, fruto de los citados partos y el excesivo reposo aliñado con jamón de bellota y tarta de manzana en cada desayuno.
No, no hay gimnasio.
Seguramente lo habrá intentando cien veces. Y cien veces echó a perder el dinero de la matrícula.
En ella, lo que abunda es la vida misma, la que sobrellevan la inmensa mayoría de féminas que ennovian, casan, traen al mundo sus recentales y, aunque amen al marido y los hijos, en su seno interno sienten decaimiento y en el externo lo demuestran abandonándose, dándose por perdidas, ignorando que hay hombre, por miles que, como yo, ven en ellas su más egregio objeto de deseo.
Esa misma mujer, no esa misma señora, dama, que apenas alza del suelo la mirada para comprobar que sus amigas no la abandonan, si esa misma, está deseando, con desesperación hiriente, ser salvajemente follada.
Bueno, follada exactamente no.
Desea todo lo que para bajo la estética carnal de una penetración en condiciones….el anhelo, el deseo, el sentirse atraída y atractiva, la enorme lívido soterrada bajo el cotidiano y que despierta, nueva y brevemente, bajo el poderoso influjo que la novedad arrastra consigo.
Y yo la deseo.
Lo sé porque, apurando el vaso mientras la contemplo, puedo imaginarla ya, entregada a mis brazos, susurrándome al oído que la trate bien, porque hace mucho tiempo que nadie la trata.
Hola.
No se lo esperaba.
Nadie en su condición aguarda a que, entre el medio centenar de féminas que se sostienen de pie, unas bailando, otras tarareando y todas bebiendo en aquel local atestado, alguien la haya escogido a ella para tomar la iniciativa.
Hola – tengo que repetirlo pegado al oído, en parte para que no le cupiera duda alguna, en parte para superar el volumen musical de un terrible regetón que en ese instante, destroza nuestros tímpanos – me encantaría rellenar tu vaso.
Sus ojos son de auténtica sorpresa.
No, no tiene sentido del humor.
Hace mucho que ningún hombre que no sea el dueño del anillo que ostenta, le regala alguna picardía con doble sentido.
No lo capta.
Repito la invitación cuando su cara extraña me alerta de que está a punto de girarse avergonzada.
Entonces sonríe.
Tímidamente primero.
Martini Bianco por favor – y luego lo hace con mejor dogma, más empaquetada, ligeramente confiada en que esta vez es de veras y no otra broma de esas que algunos imbéciles, gastan a las que son gordas y tirando a feas.
Enseguida vuelvo. No te escapes – guiño un ojo.
Es la manera que tengo de probar si la verja del jardín aún permanece abierta. Un ojo bien guiñado es la liturgia que usan aquellos que gustarían de más, sin ofrecerse descaradamente.
Lo único es que no estoy seguro de si esa oxidada verja que esta mujer representa, recuerda el significado del gesto.
Doy la espalda.
Me acerco a un mostrador atiborrado donde la eficacia del camarero es verdaderamente ejemplar.
Apenas tardo tres minutos en hacer la petición, observar como la sirve en dos vasos con menos cristal que hielo y abonarla.
Al girarme, la mujer, si, esa mujer de zapatos baratos de tacón medio, muslos gruesos y doble tripilla malamente camuflada, resurge en solitario.
Sus tres amigas se han disuelto como por arte de magia y ella, sonríe de una manera más aviesa, comprensiva y dispuesta.
Si, dese luego; la verja no está irremediablemente oxidada.
Se llama Ana.
Se llama Ana y no oculta nada.
Hora y media más tarde, como si me conociera desde la infancia, ya sé que está casada desde los veintidós años, que su marido es abogado, que sus hijos están en la universidad, que se despidió del trabajo cuando quedó embarazada del segundo, que tiene un unifamiliar en Calpe y su perro se llama “Huesos”.
Todo un desbordamiento que revela dos cosas; una, que parece sentir culpabilidad por lo que pretende hacer y dos, que quiere hacerlo.
Porque, a medida que se derrocha la información, el espacio entre ambos va lentamente menguando hasta que terminamos bailando aquella aterradora música caribeña pegados, muy pegados.
Con el primer beso, breve, furtivo, acelerado en esos rincones de pub que todos conocen y saben agujeros oscuros, donde nada se ve y todo queda, llega la mirada.
Esa mirada culpable, mala conciencia, límite de toda resistencia de aquel que sabe comete el pecado que no delito al que la hipocresía conceda,
A partir de ese instante y durante dos, tres segundos a lo sumo, es cuando se decide si esa noche acabará en intento o en triunfo.
No sería la primera vez en que el amor o el peso de la vida conseguida terminan triunfando sobre el deseo de alimentar las inclinaciones más renegadas.
Más de una me pidió perdón con un “No puedo, no puedo, que estoy haciendo”….para fugarse inmediatamente como si me hubiera transformado en una bestia.
Pero Ana no iba a ser una de ellas.
Ana necesita apenas otro segundo para coger mi mano diestra, ponerla en su correspondiente cadera y abrazarse a mi cuello para dar un segundo beso, más prolongado, excitado y húmedo.
Me siento tan sola. Necesito tanto esto – es lo único que me dice antes de que sus dedos se enreden en mi cabello y su lengua penetre hasta lo más profundo de la garganta buscando los años perdidos y esa pasión que sucumbió con ellos.
Hace mucho que no besa.
Lo hace con mezcla de dulzura, ansia y torpeza.
Sus manos, en cambio, saben acariciar.
Su rostro, se esconde bajo mi cuello mientras los labios juguetean con mis orejas.
Yo, en cambio, tengo menos prisas.
Paladeo el triunfo contemplando como, en torno a nosotros, al menos una veintena de muchachos, más jóvenes, menos expertos, me miran con cara de envidia, de haber comprendido su error.
Mientras la guapa a la que cortejaban marchó con aquel que exhibía el mentón más cincelado, ellos agotarán la noche a solas.
Yo, en cambio, acerté escogiendo a aquella que ellos consideraban más fea y yo, más atractiva, ecléctica y dispuesta.
Pienso eso.
Y rápidamente dejo de hacerlo en ese instante, maravilloso, en que siento una presión desmesurada, incluso algo dañina, en mí entrepierna.
Ana aferra el miembro sobre la tela del pantalón vaquero.
Lo hace descaradamente, con la mano bien extendida, aferrando en una acometida, polla y testículos.
He de apretar los dientes y exhalar un suspiro sobre sus cabellos.
Te deseo – confiesa – La deseo dentro.
Vivo cerca.
Escapamos que no salimos del local, empujando a diestro y siniestro.
En la puerta, abriéndose y cerrándose constantemente mientras emitía en cada movimiento un estridente y desasosegante chirrido metálico, vuelve a besarme con fanatismo.
Un instante aprovecha para separarse, para contemplarme ya sin las espesas oscuridades del local.
Eres guapo.
Sé que no lo soy.
Vamos – insiste.
Vivo por allí – señalo a la derecha.
No, por aquí. Tengo el coche bien aparcado.
No, el coche está mal aparcado sobre un descampado boscoso.
Pero para el concepto que pretendemos, es el sitio, mal iluminado y solitario, que ambos necesitamos.
Es una Partner amplia, más que un vehículo normal, en cuyo costado hay estampado un cartel publicitario “Electricidad El Rayo”.
Es la furgoneta de mi marido – explica tratando de atinar con la llave mientras desde atrás, aprovechando que se agacha, aprieto mi cadera contra sus nalgas depositando mis manos sobre sus respectivos pechos.
Ana mete la llave y, al sentir esa presión, incrusta el moflete contra la puerta, exhalando un placentero suspiro que inunda de vaho el cristal.
Hace mucho que no siento una polla con tantas ganas. Ganas por mí – recalca.
Hace mucho que no encuentro una hembra como tú – miento solo en parte.
En parte porque doce días antes lo había hecho con una sexagenaria bien conservada, deseosa de disparar uno de sus últimos cartuchos.
En parte porque es verdad que Ana era mucho más incluso de lo que yo pensaba.
Nos introducimos.
Hace mucho que no lo hago en un coche.
Siento que voy a echar mucho de menos la cama del apartamento, con esa extensión preclara que facilita caricia y postura.
Pero Ana parece sentirse atraía por la idea de montárselo en la furgoneta donde su marido, todos los días, acude a brear contra amperios y voltios.
Una vez dentro, con una habilidad que no esperaba, extiende los asientos traseros dejando algo más de espacio disponible.
Mientras desabotona los laterales de su falda me contempla allí, de pie, con la cabeza metida en el vehículo y el cuerpo fuera.
Se queda con la falda en la mano ofreciendo, ahora sí, esa visión de sus medias a punto de reventar costuras entre sus muslos generosos y una caderas de buena agarradera.
Los ojos de Ana se entristecen, palidecen, dudan.
¿Qué te pasa? ¿Ya no te gusto verdad? – su mano derecha trata de ocultar la tripa en un gesto leve pero claramente perceptible.
Mi respuesta es sencilla.
Cuando me introduzco dentro del coche, cuando Ana por fin levanta la cabeza, contempla como mi cuerpo está al lado del suyo, con el calzoncillo como única prenda.
Y sonríe.
Voy a tener finalmente suerte – culmina sacándose el jersey, el sujetador y montando a horcajadas en apenas tres segundos.
Es un gesto.
Que todo lo cambia.
A partir de aquí, inesperadamente, pierdo algo que no consiento perder en mitad de todo el proceso; el control.
Ana aprieta su sexo contra la tela del calzoncillo.
Y lo hace con fuerza, con ansia depredadora, lenta y forzadamente.
Un solo empentón que retiene durante los veinte, treinta segundos durante los cuales, abrazada, con la cabeza hundida bajo mi cuello, tarda en exhalar un prolongado, grotesco y profundo gemido.
Ufffffffff….la noto….que grande.
¿Te gusta eh cielo? – trato de recuperar algo la compostura.
Siii uf. La siento más grande que la de mi marido. Grande siii.
Dicho lo cual, como si una poderosa fuente de energía se apoderara de ella, se deshace del abrazo para descender hasta la entrepierna, bajar el calzoncillo y extraer un miembro que yo creía común y que, fíjate tú por donde, a algunas se les hace titánico.
Cuando lo introduce en su boca, ya he olvidado la punzada desasosegante que un instante antes he tenido, sintiendo como la situación escapaba de mi dominio.
Ana lame desde abajo a arriba.
Le gusta por lo que sospecho, hacerlo lentamente, postergando el inevitable momento hasta que cuando llega, introduciéndola dentro de su boca de una única, definitiva y jugosa tacada, me veo obligado a extender mi brazo no sobre su pelo, como con otras, sino para apoyarlo contra el techo, apretando para sostener el ímpetu de su mamada y acompasarlo con el de mis caderas, tratando de acercarse a ella en busca de una garganta que parece no tener fondo.
¿No era esto lo que buscabas? –dice en un segundo que se toma de descanso.
No puedo responder.
Tan solo preguntarme en que momento dejé de pensar si era yo o era ella la que estaba, esta noche, en aquel pub atiborrado, buscando algo.
Se incorpora.
Todo lo que el enjuto espacio tolera.
Hago ademán de recuperar la situación agarrando sus caderas para dar la vuelta y colocarme encima, con sus pies sobre los hombros.
Pero Ana no tolera.
Ana me empuja hasta que caigo completamente desparramado, entregado sobre el sillón desplegado.
Ella se gira ofreciéndome su inmenso pero sorprendentemente firme trasero.
De pie, con una mano hace presa en el techo, con la otra la coge y, sin normas ni preguntas, se la inserta a paso tortuga exhalando un ogggggg gutural, casi de camionero que se finiquita en un “Diosssss” cuando llega hasta el fondo de un coñito que, he creído ver, nunca conoció el significado de un buen depilado.
La observo allí, entregado, mientras inicia el lento vaivén, haciendo muelle con las piernas, con la cabeza algo gacha, sintiendo que cada vez que llega al tope, nalgas y mi tripa chocan sonora y excitantemente.
Ana es más de lo que aparenta.
Cuando desde atrás intento asir esos pechos tan inmensos que mis manos no abarcan, tolera solo una en la teta derecha mientras la otra la aparta….
Apóyala y date impulso….quiero sentirla más dentro.
Obedezco como un perro canijo.
Me acoplo a su exigencia continua de ritmo lento y…
Fuerte, fuerte, empuja más fuerte ostiasssssss….
Lo debo hacer bien.
Sus gemidos son roncos, guturales, impropios de una señora….aggggg….de tono grave, algo perturbadores, escapan de la furgoneta para expandirse por todo el vecindario.
Me vengo…me estoy corriendo cabronazo agggggg
Entonces me doy cuenta de tres cosas; la primera es que, aunque presumo de resistencia, apenas llevamos cinco minutos y me he acompasado a su corrida….la segunda es que lo voy a hacer dentro….la tercera es que, al contrario que mis sacrosantas costumbres de toro experto, lo voy a hacer sin condón sin la seguridad completa de que no hay VIH o que Ana superó su vida fertil.
En algún momento intento avisar de ello.
Pero cuando lo hago, solo sale de mis cuerdas vocales el grito de un brillante orgasmo que ella acompasa con otro…..siiiii oggggggg….que derrama sobre mí apretándose tanto que, cuando el efecto narcótico del placer se diluye, hace incluso daño.
Ana se regodea con pausa en su propio placer, acariciando su clítoris con la mano, al tiempo que no deja de mecer sus más que generosas caderas cada vez más atenuadas, casi hasta quedarse dormidas.
Un ritual en el que yo parezco ausente, un mero juguete que ha exprimido y que ahora, hace su deleite unos segundos más, hasta que ella decida vale.
Y cuando lo decide, extrae mi pene con gran agilidad dejando que un goteo generoso de semen salga de el para depositarse directamente sobre mi vello púbico.
Es una guarrería de las que, por extraño que fuera, produce un mórbido placer que no puedo dejar de contemplar.
Diez minutos más tarde, me quedo allí, de pie, solo y helado en el descampado oyendo como Ana se aleja usando de un rápido aceleramiento que me deja envuelto en una nube de polvo, con esa sensación de ser un juguete roto.
Una sensación que me era desconocida.
Fría, mucho más fría de lo habitual.
Sobre todo cuando descubro, que me olvidé los calzoncillos en el asiento trasero.
“Lo veo por última vez a través del retrovisor, mientras piso el acelerador, alejándome con rapidez. No tengo muchas ganas de prolongar la agonía así que me salto un semáforo. Son las cinco de la madrugada. Nadie corre el riesgo de chocar conmigo. Por el retrovisor observo el asiento trasero, las manchas de semen y sus calzoncillos. Pronto notará que se los he robado.
Paro, los cojo. Los huelo. Son baratos, algo grandes para lo que me he encontrado. Sonrío. Siempre lo hago. Sonrió, abro la guantera y los arrojó dentro. Junto a los otros. El lunes mi marido, cuando abra para buscar la orden de trabajo, los verá ilusionado. Seguramente volverá por la tarde con un ramo de rosas gigantesco y la polla, esa sí que es polla, dispuesta a dejarme bien penetrada. ¡Es tan sencillo! Pretender ser lo que no soy. Fingir indefensión, entrega. Siempre pica el típico que cree hacerte un favor. Y luego lo exprimes, te sacias y lo abandonas sin calzones, tratando de encajar esa sensación novedosa de haberse encontrado quien le genera un deseo que nunca se sacia y que nunca volverá a saciar con ninguna otra. Las mujeres como yo son como la vida; variadas. Unas todavía no saben, cierran los ojos y se conforman. Y otras, si otras, hace mucho que cruzamos el Rubicón sin camino de vuelta. Ya no somos niñatas, ya no estamos indefensas. Queremos gozar, queremos follar y no ir a misa. Las que como yo, hemos aprendido la lección, sabemos lo fácil que es tener contento a un hombre. A mi electricista le basta con coleccionar calzoncillos. ¿A este? A este le ha bastado con decirle que la tiene grande. Y todos contentos”