El tormento de Etienne Galieber
Etienne Galieber está obeso. Pero no le importa, es feliz así. Aunque su vecina Suzanne no piensa igual. Y tiene un plan para remediarlo.
El tormento de Etienne Galieber
-Ginés Linares-
Etienne Galieber se sabe gordo, extremadamente gordo, morbosamente obeso. Su periplo hacia la centena lo alcanzó sin cumplir medio lustro. Los dos quintales llegaron con la mayoría de edad. Ahora, cinco años después, Etienne provoca con su gigantesca envergadura fláccida y enrollada que los ascensores giman desconsolados y que las miradas giren a su alrededor, como satélites orbitales que escudriñan tratando de desvelar la profundidad de las simas y fosas ocultas entre sus carnes. Con todo, a Etienne, aunque solitario y extremadamente tímido, le gusta llorar con las películas románticas, se enternece cuando la lluvia salpica los cristales de su pisito y aún mira a su alrededor de soslayo y con sonrisa pícara (aun sabiéndose solo) antes de rebañar con un trozo de pan la salsa sobrante del plato.
Suzanne hace una semana que toma nota de las veces diarias que Etienne asalta el frigorífico y los armarios de la cocina.
—Veinte cero cero. Dieciséis de abril. Veintidós veces van hoy, Etienne. Eres jodidamente puntual —murmura contrariada, apuntándolo en un cuaderno mientras, a través de la ventana de su cocina, espía la de su vecino.
La madre de Suzanne murió joven. Un repentino ataque al corazón la mantuvo agonizante sobre el suelo del pasillo. Las casi dos centenas de masa corporal impidieron que los dos enfermeros pudiesen llevársela al hospital. Esperando ayuda, los enfermeros contemplaron impotentes como el corazón de la madre de Suzanne se detenía agotado. Cuando Suzanne y su padre llegaron, el cuerpo de la gigantesca mujer todavía permanecía firmemente anclado. Ni siquiera los cuatro juntos pudieron alzar la mórbida mole inerte y no les quedó más remedio que esperar refuerzos. El cadáver inamovible de la madre dejó una impronta indeleble en la mente de la joven Suzanne, así como en el parqué.
—¿Quién velará tu cadáver, Etienne, dime, cuando los enfermeros aguarden impotentes a que llegue más ayuda? —susurró para sí Suzanne viendo alejarse a su vecino—. Tengo que hacer algo lo antes posible.
Por supuesto, Etienne Galieber se sabe observado cada vez que entra en la cocina. La mirada de su hermosa vecina le turba lo indecible. La sola visión de esos ojazos comprime su corazón hasta reducirlo a una arrugada ciruela.
—Hola, me llamo Suzanne, me acabo de mudar —recuerda Etienne cuando ella se asomó a la ventana de la cocina el primer día. Los apretados senos de ella colgaron ingrávidos, sujetos solo por la holgura de una camiseta por cuyo escote las dos alforjas se mecían amenazantes. Etienne salió corriendo despavorido, perdiendo varias provisiones en su huida.
Pero ha aprendido a soportarla, o eso cree.
—Es incomprensible su vigilancia —piensa preocupado—. Suzanne me está acosando, ¿qué la he hecho?
Suzanne le sonríe desde su cocina pero él la ignora desde la suya. A pesar de que, cada día, (reconoce con temor creciente) Suzanne luce más radiante, con su espesa y azabache melena cuajada de elásticas ondulaciones.
—Hola, Etienne, fantástico día para quedarse embarazada, ¿verdad?
Etienne no puede evitar girarse hacia la ventana, aun cuando entre sus brazos se amontonan en precario equilibrio al menos media docena de postres variados, sirope de caramelo y un bote de nata montada.
Suzanne le sonríe inclinada desde la ventana. Sus dos alforjas se menean ominosas dentro de una reducida camisetilla de punto, presagiando el fatal desenlace. Etienne contiene la respiración y su corazón repleto de colesterol realiza un redoble furioso de latidos.
Suzanne salta alborozada al conseguir captar la atención de su vecino. ¡Qué alegría! Y la teta se precipita, inevitablemente, fuera de la endeble contención y el sonrosado pezón aflora con claridad meridiana.
La tragedia está servida.
Etienne lanza un chillido y, soltando tras de sí sus provisiones, corre despavorido fuera de la cocina.
Con la batalla ganada, Suzanne ríe y grita entusiasmada. Con la emoción, la otra teta también se precipita. Aunque Etienne no está ya allí para contemplar las dos maravillas.
Dos horas más tarde, recuperado (o eso cree) de la impresión de aquel turgente seno castigador, Etienne reúne las fuerzas necesarias para deslizarse por el pasillo y atisbar por el marco de la puerta de la cocina. No teme reconocer que está asustado.
—Etienne, ¿te has fijado que uno de mis senos es más grande que el otro?
La mandíbula del atribulado gordinflón, flaquea y cuelga trémula cuando vislumbra los pechos desnudos al otro lado de la ventana. Suzanne los ahueca entre sus manos y le muestra los majestuosos encantos con mirada preocupada.
Etienne chilla y se escabulle pasillo a través, escaldado. Gime desconsolado, completamente seguro ya de que sus alimentos en el suelo de la cocina están condenados.
—Otra batalla ganada —sonríe una Suzanne ufana, escondiendo sus exuberantes curvas—. Etienne, amigo mío, no dejaré que dos enfermeros diluciden en el pasillo de tu piso si tu cadáver entrará o no en la ambulancia.
La mujer comprueba el cuaderno de notas y se prepara para la escaramuza de una hora más tarde. Etienne es jodidamente puntual.
La noche cae. Una fina lluvia, densa y continuada, no enternece el ánimo de Etienne, cuyo estómago ruge voraz y vacío. Apaga todas las luces de su domicilio. Ha planeado una escaramuza nocturna. La oscuridad es aterradora, pero Etienne se sobrepone. Con pasos cortos, avanza entre las tinieblas. Entra dentro de la cocina, está próximo a su objetivo. Sortea los restos de los postres en el suelo, su temor aumenta. Estira un brazo para abrir el frigorífico. La victoria inminente le hace sudar emocionado.
—¡Etienne, necesito algo duro!
Etienne queda boquiabierto y sus ojos desorbitados; la luz de la cocina de Suzanne se ha encendido de repente e ilumina a su vecina desnuda, reclinada sobre una silla, gloriosamente abierta. Un aullido rasga la noche. La lividez extrema se apodera del rostro de Etienne. Huye despavorido, chillando. Tropieza, patina en el suelo, grita espantado. Solo acierta a ver en la oscuridad coños abiertos, húmedos, sedientos. Cuando alcanza el pasillo oscuro, lejos del coño amenazante, su corazón castigado le permite tomar aire.
—Madre del amor hermoso —gime desconsolado, derrumbándose junto a la pared. Esos muslos nacarados, la sonrosada flor abierta… no puede quitarse las espeluznantes visiones de la cabeza.
¿Por qué Suzanne le castiga de aquella forma? Se encuentra famélico y agotado. Etienne no encuentra explicación a la actitud de su vecina. ¡Quiere que muera de hambre!
Suzanne se despierta pronto. El despertador la avisa a las siete de la mañana. Cargada de energía, con la seguridad de que el día presente será igual de productivo que los anteriores, se levanta de un salto. Reconoce que Etienne es tenaz pero ella se mantuvo firme. Estuvo el día anterior más tiempo desnuda que vestida pero valió la pena. Sólo le permite un escueto refrigerio. Los gemidos y lloros desconsolados de Etienne desde el pasillo no la amilanaron; el recuerdo de su madre la ayudó a convencerse de lo correcto de aquella guerra. Era por el bien de Etienne. No ayudaría a varios enfermeros a cargar con la inmensa mole de Etienne, no, de eso estaba segura.
Suzanne se desnuda, se da una ducha rápida y, armada con varios dildos, aguarda agazapada bajo la ventana de la cocina. Medio minuto más tarde, como cada día, Etienne aparecerá somnoliento, arramblando cajones, alacenas, gavetas y también la nevera. Estará desesperado, matará por una migaja. Pero está preparada. Sin cuartel.
El tiempo pasa. Le duele el culo. El suelo de la cocina está frío.
Etienne se retrasa. ¿Habrá errado en sus cálculos? Suzanne comprueba el cuaderno y se asegura de la hora comparándola con la de tres relojes. Etienne no aparece y Suzanne se impacienta. ¿Se habrá dormido? Imposible, su vecino es jodidamente puntual.
La explicación más sencilla la sacude con fuerza. No hay otra razón. Una sonrisa amplia dibuja sus labios y no puede evitar revolverse por el suelo de la cocina que, aunque helado, ahora es el campo de su victoria.
—¡Etienne, amigo mío, estás salvado!
Han sido horas de espera interminables, decenas de batallas que ganó con brío y esfuerzo sirviéndose de las abundantes curvas de su anatomía. No la importó que Etienne conociese cada milímetro de su cuerpo desnudo, cada resquicio de su sexo. La salud de su vecino no tenía precio y sus dulcísimas intimidades, por una vez, habían servido para algo más que enloquecer a machos rebosantes de testosterona.
Se levantó y brindó con una cerveza bien fría su merecido triunfo.
—Qué extraño —murmuró para sí Suzanne.
La cocina de Etienne seguía desierta. Tres días habían transcurrido desde aquella triunfante mañana y, sin embargo, no había coincidido ninguna vez con la oronda figura de su vecino.
—Tendrás al menos que alimentarte con algo, Etienne.
Quizá sea debido a que, en los pocos momentos que deja la cocina, Etienne aparece para picar algo. Está preocupada. Quizá sea eso, pero debe asegurarse. Arrastra su mesa de trabajo hasta la cocina. Conecta el ordenador y apila los diccionarios al lado. Seguirá el trabajo de traducción de la novela desde la cocina. Enfila la mesa hacia la ventana, cuidando que no escape de sus ojos ni el más mínimo movimiento en la cocina de Etienne.
Al día siguiente, Suzanne patrulló la ventana del vecino durante todo el día. Una cámara de vigilancia conectada a su teléfono móvil la seguía mostrando el objetivo cuando debía evacuar; prismáticos de visión nocturna fueron sus aliados durante la noche.
Cuando los rayos de un sol naciente iluminaron su semblante ojeroso, Suzanne comprendió que algo extraño sucedía en el domicilio de Etienne Galieber. La cocina estuvo vacía durante veinticuatro horas. Pero, gracias a las sombras que aparecían a lo lejos, sabía que su vecino deambulaba por el resto de la casa.
—Etienne, ¿a qué juegas?
Él súbito sonido de un timbre la sacudió de sus pensamientos. Corrió presa de un temor que no quería reconocer. Se asomó a la mirilla.
Etienne ayudaba al repartidor del supermercado a descargar un pedido ingente de vituallas.
—¡Etienne, me la has jugado!
El muy infame hacía la compra por internet y se la enviaban a casa. Por eso no asaltaba la cocina: tenía nuevas provisiones en otra habitación. Estaba burlando el embargo aduanero. Etienne Galieber la había engañado.
La mujer apretó las mandíbulas hasta afilar los rasgos de su cara, convirtiendo su bello rostro en una máscara de furia salvaje. Caminó despacio y se dejó caer, cruzada de brazos, sobre el sofá.
Suzanne estaba furiosa. No, estaba rabiosa. No albergaba más deseo que salir corriendo al pasillo, echar abajo la puerta de Etienne y enfrentarse a ese inconsciente.
Sin embargo, no era eso lo que su gordinflón y taimado vecino necesitaba. Rumió un escarmiento difícil de olvidar, algo que provocase en su obeso vecino una imagen tan indeleble como la mole de su madre muerta le provocó a ella.
Una locura fue perfilándose en su mente. Pero debía estar segura de su total victoria.
La salud de Etienne estaba en juego. Y también la revancha. Era imperativo que todo ocurriese con perfección aterradora.
Etienne esperó intranquilo junto a la puerta, atento en la mirilla. Miró varias veces a través del agujero de cristal pero aún no veía a nadie. Mientras aguardaba, se sumía en dudas cada vez más intrincadas a las que, su nerviosismo, contestaba con respuestas cada vez más angustiosas. ¿Por qué a él?
Cuando, por fin, la puerta del ascensor se abrió y el agente de policía se dirigió a su puerta, el miedo le atenazó por completo. El agente se recolocó sus gafas de sol, consultó una carpeta y, pareciendo confirmar la dirección, llamó al timbre de su casa.
Etienne le abrió la puerta con más aprensión que decisión, con más miedo que respeto, con más nerviosismo que seguridad.
—¿Monsieur Etienne Galieber?
—¿Qué he hecho mal, agente? —preguntó un Etienne descompuesto, obviando la explosiva e intimidante feminidad que emanaba del uniforme ceñido de la agente.
La policía sonrió y chasqueó la lengua varias veces. Etienne palideció y sintió como todos sus rollos de carne temblaban al unísono, como olas entrechocando. Su propia imagen reflejada en las gafas de sol de la agente le intimidó.
—¿Y aún lo pregunta, monsieur Galieber? —respondió Suzanne avasallando a un descolorido Etienne que retrocedió acobardado.
La agente estrechó la separación y, con una patada, cerró la puerta. Todas las morbideces de Etienne se sacudieron al unísono.
El hombre obeso sintió como su corazón se despedazaba, aterrorizado. Suzanne contempló con una mueca de disgusto las cajas apiladas de víveres que se alzaban hasta el techo en el pasillo. La cólera le inflamó las mejillas y la hizo respirar con fuerza. Cuando posó su mirada sobre un empequeñecido Etienne, se quitó las gafas de sol y la gorra, permitiendo que su negrísima melena refulgiese salvaje y libre en cascada.
—¡Etienne Galieber! —chilló enfurecida.
El pasmado gordinflón tropezó entre las cajas apiladas y alzó los gruesos brazos suplicando clemencia.
Suzanne no se dejó impresionar. ¿Clemencia? ¿Acaso mi madre recibió clemencia, Etienne, acaso crees que alguien la tendrá contigo?
De un zarpazo, Suzanne abrió su camisa liberando sus pechos henchidos.
Etienne jadeó horrorizado. La belleza de aquellos melones rebotando le golpeó con fuerza devastadora. Gimió impotente. Retrocedió hasta quedar arrinconado.
Pero aún no había acabado el despliegue de poderío.
Los pantalones desprendibles de Suzanne volaron de otro zarpazo. La figura imponente de una Suzanne desnuda avanzó hacia Etienne.
—¿Te gusta comer, Etienne Galieber?
No esperó su respuesta. Sin perder un segundo, Suzanne se abalanzó sobre Etienne y, sujetando la nuca mórbida, imprimió un violento golpe de pelvis que impactó en los morros. Restregó con fuerza toda su feminidad en el rostro hinchado.
—¡Come! —exigió con un chillido.
Los uñas de Suzanne se hundieron en la carne y espolearon a un Etienne aterrorizado. La enorme boca se abrió y absorbió la jugosidad del coño.
Suzanne profirió un grito como jamás había salido de su garganta. Lengua y labios obesos se coordinaron para provocarle placeres brutales que la hicieron resoplar extasiada.
Etienne comprendió la treta perversa de su vecina y quiso apartarse. Suzanne no lo permitió, apretó aún más la cara a su coño. Sus uñas atravesaron capas de fláccidas carnes, de grasas densas y untuosas. Etienne aulló de dolor y quiso tomar aire. Suzanne se lo impidió. Los carrillos de Etienne se hincharon y amorataron mientras succionaba, incapaz de apartarse.
Suzanne alcanzó el clímax, liberando un chillido desconocido, innatural, inhumano. El universo entero pareció comprimirse en su entrepierna, sumiéndola en un éxtasis divino.
Fue el orgasmo más largo e intenso que jamás degustó.
Fue solo tras varios minutos de agonía suprema cuando la mujer se percató de que el rostro de Etienne había adquirido un tono violáceo, incompatible con la vida.
Suzanne se levantó esa mañana a la hora acostumbrada. Se duchó y cubierta con la toalla, caminó hasta la cocina donde preparó el desayuno. El olor del pan recién tostado se extendió como perfume intenso por toda su cocina y su ventana abierta.
El chillido que oyó lejano la desesperó.
Etienne había perdido ya cien quilos en tres meses. Había encanecido de repente y su rostro mostraba un sempiterno gesto espantado. El más sutil y etéreo aroma a comida, incluso distante, provocaba en Etienne espantosos alaridos que le postraban en el suelo. Un guiñapo encogido y tembloroso se retorcía tras las ventanas.
—No me comes, Etienne, no me comes —murmuró Suzanne chasqueando varias veces la lengua—. Algo habrá que hacer.