El tonto (2: El maldito)

Todos tenemos nuestro pequeño infierno...

En un movimiento imprevisto, el cuerpo de ella se acercó al suyo más de lo esperado. Una conmoción interna se apoderó de él. La cabellera color miel de la chica a veces se agitaba al son de la danza y pasaba rozando el rostro de él con mil promesas prohibidas.

Se dejaba llevar. No cabía duda. Se dejó llevar como nunca. Cuando la tuvo más cerca, cuando sus rostros estaban más juntos que nunca, juraría haber visto en los ojos de ella una especie de llama. Una llama que parecía estar quemándola y que pronto le quemaría a él también. Acercó sus labios a los de la chica, pero inesperadamente ella se apartó con una sonrisa maliciosa.

Al principio se quedó perplejo, con el corazón helado, pero después fué engullido por una ola de airada frustración. Se sintió avergonzado por su propia necedad. Tenía ganas de destrozar todo aquello con sus propias manos. Quería acabar de una vez con aquel juego absurdo, dejarla plantada allí mismo, darle a probar su propia medicina. Incluso le dió la espalda. Pero ella lo retuvo cogiéndolo de la mano. Una vez más su fetichería volvía a funcionar. Y se quedó allí, atrapado. Hasta que la noche acabó, se abrieron las luces de la disco, la música paró y el público empezó a retirarse.

-¿Ha estado bién, no?.- Le preguntó ella.

-Sí... .- Él no estaba muy seguro de su respuesta.

-Oye, a mí me gusta conocer nueva gente y hablar. Alguna vez podríamos quedar fuera de estas quatro paredes... .-Le sugirió ella.

-Ah, perfecto. Por mí cuando quieras.- Sin ni darse cuenta, mordió el anzuelo.

-¿Te iría bién el próximo fin de semana?

-Vale... - Incrédulo, casi no se creía su propia suerte. Nunca habría creído que fuese tan fácil quedar con alguien que le gustase.

-¿Cómo nos mantendremos en contacto?.- La respuesta era más que obvia y la pregunta estaba mal formulada. Aquello le extrañó un poco, pero en aquel momento no le prestó atención. A lo mejor era ella quién estaba más nerviosa y no se atrevía a decirle nada directamente.

-Déjame tu número de telefóno y ya te llamaré yo.- Le respondió él ingenuamente.

Le repitió un par de veces el número y lo memorizó en la agenda de su móvil.

-¿Ya te acordarás de llamar?.- Le dijo ella fingiendo una falsa preocupación más que obvia.

-Creo que sí..

-¿Seguro?.- Insistió ella.

-Seguro... Mira, yo sí que llamaré. Pero el resto depende de ti...- Se sintió muy estúpido, muy ingenuo al decir aquello. Se le notaban demasiado las ganas que tenía de llamar.

-Bueno. Entonces epsero tu llamada.- Afirmó ella con una radiante sonrisa.

Subió las escaleras como si tuviese alas en los pies, patéticamente ilusionado, cuál alma sencilla que se eleva por las escaleras que llevan al cielo.

Ante sí se abría un horizonte amplio, luminoso, como un paisaje de tonos claros y nítidos. La semana tan sólo se presentaba com un pequeño escollo.


La mañana del lunes se presentó monótona, como siempre. De camino a su trabajo notó que el pedal de freno de su coche hacía un extraño y se hundía más de la cuenta. El semáforo se puso rojo y el coche que iba ante sí se paró. Apretó con más fuerza el pedal. Le costó, pero al final el vehículo se paró a pocos milímetros del parachoques del turismo blanco que lo precedía.

Se dijo a sí mismo que tenía que llevar el coche al taller. No podía seguir así. Ya era la quarta o quinta vez que le pasaba lo mismo aquel mes.

La mañana en la oficina también transcurrió demasiado lenta y aburrida. La pasó con demasiada ansiedad, valorando la posibilidad de llamarla ya. Aunque si lo hacía corría el peligro de parecer un muerto de hambre a ojos de ella, tal y como ya le había pasado alguna otra vez anteriormente.

Para calmar los nervios y empezar a tantear el terreno, provó enviando un mensaje al móbil a media mañana. Era un mensaje que después consideró demasiado sencillo, tonto, corto y estúpido. Al final, apagó el móvil, siguiendo las estrictas órdenes del trabajo. No volvió a encenderlo hasta media tarde.

Esperó. Ninguna respuesta, ninguna llamada perdida. Empezó a preocuparse. Volvió a marearse con el tema. Se dijo que era un soberano imbécil, que igual aún no había tenido tiempo para leer su mensaje.

Esperó.

Una tarde.

Una noche.

Una mañana.

Nada.

La ansiedad se lo comía vivo. No podía esperar más. Sabía que estaba haciendo una tontería, pero se lo jugó todo a una carta. Cogió el teléfono y llamó. Tragó saliva con cada tono de teléfono. Al final se puso alguien.

-¿Diga?.- Habría jurado que era una voz de tio. Pero a lo mejor se equivocaba.

-¿E.. Eva?.- Se arriesgó a tartamudear ingenuamente.

-¿Cómorr...? Me parece que se equivoca... .- Le dijo una ronca voz masculina después de aspirar profundamente y de unos segundos de duda.

-¿No hay ninguna Eva por aquí?.- Aquello sí que le hizo sentir supremamente gilipollas, pero insistía por que no se podía creer que eso le estuviese pasando a él.

-Está llamando a un servicio de taxis.- Le dijo el hombre.

-Estooo... perdone.- Colgó avergonzado, humillado por su propia debilidad.

Le pareció que caminaba por la calle con la palabra "GILIPOLLAS" grabada en la frente y que todo el mundo lo miraba.

¿Cómo había podido ser tan necio él?¿Y ella tan hijaputa? Realmente era cierto que cuando a un hombre le ponían ante él una mujer que le gustaba, no paraba de hacer el imbécil (bueno, él lo hacía siempre).


Otra tarde.

Otra noche.

Otra mañana.

Tenía que existir alguna otra forma de exorcizar aquello. La supervisora de gestión pasó ante su mesa. Se quedó mirando al vacío, como atontado. Pero entre el vacío y su vista existía una porción de espacio ocupado por el culo de la supervisora, que pese a sus 40 años, aún provocaba alguna que otra mirada lasciva y pegajosa.

La mujer interpretó mal su mirada.

No sabía si sentirse orgullosa de su cuerpo o pensar que aquel tipejo era un cerdo.

-Martínez, a ver si estamos más por el trabajo.- Le espetó.

Orgullosa por la parte posterior de su anatomía, se fué a cojer el ascensor. Su secretaria entró con ella.

Apretó el botón de la séptima planta. Se acercó a su rubia secretaria, una chica de piel blanca, no muy alta, de ojos azules, de unos 23 años, con el cabello largo y liso recogido pulcramente en una cola de caballo. Le besó el cuello desde atrás.

-Ahora no.- Le suplicó la secretaria sufriendo por la estabilidad de los expedientes que llevaba en brazos.

La supervisora insistió. Acercó su boca a la de la chica con fuerza, mientras le magreaba los pechos. Ella le acarició el pelo corto y negro.

-Al menos espera a que lleguemos arriba.- Le dijo la secretaria con la respiración agitada.

Aquello no calmó a la mujer, si no más bién lo contrario. La mirada turbia de ese empleado cualquiera la había alterada. Le gustaba sentirse deseada. Normalmente no era tan posesiva. Detestaba el rol de marimacho: estaba casada, tenía dos hijos y una buena carrera, profesional y deseaba que las cosas siguieran así.

Nada más llegar a la séptima planta, se encerraron en su despacho con una excusa cualquiera.

La supervisora se acercó al cuerpo de la joven y le volvió a besar el cuello, esta vez con más delicadeza, como si estuviese catando una fruta exótica. La chica se dejó hacer mansamente. Su superiora le desabrochó la blusa blanca, recreándose con cada botón. Debajo apareció un sostén de encaje negro. La supervisora le cogió la barbilla como si la estuviera riñiendo por su coquetería y la besó largamente en los labios mientras acababa de desnudarla.

La casta falda negra también acabó a los pies de la chica. La supervisora le ayudó a sacarse el sostén. Los pechos de la chica eran pequeños, delicados y blancos. Puede que hasta la supervisora se los mirara con cierta envidia. Los acarició. Le besó y mordió suavemente los pezones endurecidos mientras su mano se colaba bajo el lujurioso tanga negro de encaje de la chica. Se lo bajó hasta las rodillas. Contempló con cierta severidad el pubis depilado de su joven compañera.

La chica se quitó totalmente el tanga un poco avergonzada. La supervisora empezó a deshacerse poco a poco de aquella ropa que tiranizaba la belleza de su piel. Conservaba un buen cuerpo para su edad: piel morena, largas piernas con buenas caderas y pecho abundante pero bien proporcionado. El conjunto lo remataba una oscura y estrecha franja negra de bello púbico. Contrastaba la voluptuosidad de su cuerpo trabajado en el gimnasio con la blanca delicadeza de su joven compañera: noche versus día.

Abrazó con ternura a su compañera, apretando su pecho contra el de ella. La chica se restregó contra ella como una gata, mientras se fundían en un beso largo y profundo.

Las dos se sentaron sobre el divánd del despacho y empezaron a masturbarse mútuamente.

En una exhibición de poder, la supervisora cogió a su secretaria por la cola y la obligó a arrodillarse ante sí. Separó las piernas como una prostituta vulgar y acercó el rostro de la chica a su pubis.

-Venga, lámeme el coño.- Le ordenó groseramente.

La chica obedeció mansamente y pasó con dulzor la punta de su lengua entre los labios vaginales de su jefa, hasta llegar al botoncillo del clítoris. La supervisora se estremeció de placer y con los dedos se presionó el clítoris con movimientos circulares, cuando la chica retiraba su lengua. El pequeño despacho se llenó con gemidos apagados y respiraciones cada vez más profundas...

La mujer se retorció bajo el influjo del primer orgasmo, estirando el cabello de la cola de la chica. Ésta cambió de posición, situándose encima de la supervisora. Se abrió de piernas, se tocó la entrada de la vagina y puso su sexo rezumando de líquido vaginal encimo de la cara de su superiora. La lengua de la mujera empezó a explorarla, mientras ella introducía un par de dedos dentro del sexo de su jefa.

La lengua de la mujer se apresuró a recorrer el sexo completamente mojado de la chica, mientras también hundía los dedos en aquella ansiosa y juvenil vagina. Los sacó y continuó lamiéndole el clítoris, mientras con el índice untado de fluidos vaginales empezó a presionar el ano de la chica, hasta que éste cedió. La chica arqueó la espalda. Tuvo una idea aún más perversa. Sacó el índice y volvió a introducir el índice y el dedo corazón en el recto de la chica, que aún arqueó más la espalda, adolorida y mediocomplacida a la vez.

-¡Ah! ¡Cabrona!.- Gimió.

La secretaria introdujo un tercer dedo en el sexo de la supervisora.

"¿Pero qué pretendía?".- Se preguntó la supervisora.

Las dos continuaron retorciéndose en medio de sus mesetas de orgasmos respectivas.

Se pararon un momento, acaloradas, sudando. Sus cuerpos no tardaron en recuperar su posición normal, aunque continuaron estiradas una sobre otra, abrazadas, besándose.

La chica apoyó la cabeza sobre el pubis de la supervisora, mientras ésta le pasaba la mano por el pelo y medio se incorporaba para besarle la frente.

-¿Qué pretendías antes?.- Le preguntó la supervisora, súbitamente.

-Esto.

La secretaria volvió a introducirle los tres dedos en la vagina, los sacó y volvió a intentarlo con un cuarto.

-Espera. Ya me sé dilatar yo sola.- Le respondió la supervisora, comprendiendo sus intenciones.

Retiró la mano de la chica y empezó a introducir su propia mano. No paró hasta que se la hubo introducida casi toda. Después volvió a sacarla. Se puso de cuatro patas encima del diván e invitó a su compañera.

-Venga. Méteme el puño, so puta.-

Le encantaba esa carícia sórdida y bruta que nunca antes había tenido lugar en su mundo cotidiano cálido y conocido.

Se encontró a sí misma mirando los cristales que daban a la calle, mientras su compañera le mordía delicadamente los pezones. Estaba lloviendo. Se dió cuenta por que el vidrio estaba empañado y miles de pequeñas gotas se estrallaban contra él y lo recorrían nerviosas.

Aquella fuente inagotable de placer la mantenía medio anestesiada.

Con los sentidos divagando por las quatro esquinas de la habitación, se veía a sí misma como si estuviese fuera de su cuerpo, violada por el puño de su compañera que se le clavaba en las entrañas. También introdujo tres dedos en el sexo de la chica, después quatro. La muchacha se quejó, pero no hizo caso. Un poderoso orgasmo casi la arrancó del diván.

Le vino a la cabeza la imagen de aquel empleado vulgar y gris. ¿Qué habría hecho aquel hombrecillo si hubiese estado allí en ese preciso momento? ¿Se habría masturbado como un loco desesperado delante suyo mientras ellas se reían?


Tuvo un sobresalto, una erección inesperada: ante sus ojos apareció la imagen de dos mujeres haciendo el amor. Después la oficina volvió ante sí. Y otra vez oyó el repiqueteo de su cerebro pensando en Anna.


De pronto, la supervisora se había sentido más inquieta, más desnuda que nunca. Como si alguién les estuviese observando. Pero no, no había nadie más en el despacho. La sensación no era desagradable del todo, pero la inquietaba. Se había sentido como si la traspasasen con la mirada.

Contempló el rostro casi perfecto, angelical, de su compañera. El azur de sus ojos, el cabello rubio y fino recogido en una pulcra cola. De pronto, sintió la necesidad de ensuciarla, de hacerle algo sucio y feo a ese pedazo de perfección que se había reencarnado en el cuerpo de la muchacha. La cogió por la cola y la obligó a arrodillarse ante ella.

-Abre la boca.- Le ordenó.

La chica obedeció sin rechistar. UN chorro espeso y dorado de orina llenó la boca de ella, haciendo el mismo murmullo de una copa al ser llenada. El dorado líquido rezumó por la comisura de la boca de la chica y recorrió su cuerpo. Algunas gotas cayeron sobre la moqueta gris, dejando unos oscuros manchones.


-¿Ya has llevado el coche al taller?.- Le preguntó su madre antes de salir.

-No. Aún no. La semana que viene.- Respondió evasivamente, dándole la espalda mientras se ponía la chaqueta.

-No sé como puedes ir con esa chatarra. Un día de estos te vas a matar.- Aún le soltó otra vez mientras se iba.

No dijo nada. Cerró la puerta tras de sí con un golpe seco y bajó las escaleras irritado.

Hacía lo mismo que venía haciendo cada sábado los últimos diez años. Se dirigió al mismo local de siempre. El sitio casi era el mismo, pero las caras habían ido cambiando con el paso de los años.

Dejó su viejo coche al lado del de Alfonso. A esa hora casi no había nadie y aún era posible encontrar un sitio medianamente decente para aparcar.

El interior del local presentaba la característica frialdad de los sitios casi vacíos: tan sólo tres o quatro parejas, algún soltero solitario en la barra y un par de niñas tontas bailando cerca de la pista. Hasta el DJ ponía parecía asqueado.

Se acercó a la barra. El corazón le dió un vuelco como las otras veces. La cabellera rubia que había visto de reojo le era sobradamente familiar.

Discretamente se fué apartando centímetro a centímetro para tener una perspectiva mejor des de la que observar.

Ver para no ser visto. No se había fijado en ella cuando entró. Estaba charlando con alguién. Compañía masculina. Un enemigo más. Alguién muy alto. Celos.

A duras penas se tragó un sorbo de lo que pedía habitualmente en la barra. Le pareció más amargo que nunca.

Sólo le veía de espaldas, pero un tipo muy alto llevaba el mismo peinado que Alfonso, hacía los mismos gestos, se vestía con su mismo estilo.

¿Por qué coño le tenía que pasar esto a él?

Primero consideró a Alfonso como un traÏdor, un miserable gusano que se arrastraba al que había que pisotear. Lo odió con todas sus fuerzas. A muerte.

¿Cómo podían ser aquellas dos veces durante la misma semana y a manos de la misma persona? No, no, sólo podía tratarse de Alfonso. Seguro que era ella también. Inmediatamente se dió cuenta del tipo de persona que era.

Tenía que alejarse de ella. Cuanto antes, mejor. Antes de que le hiciese más daño. Incluso compadecía a Alfonso. Admitía que en su lugar él también habría hecho lo mismo. Bueno, sin lugar a dudas ya lo había hecho la semana anterior.

Apuró su bebida. Tenía que reconocer necesariamente su derrota. Salió de allí con la espalda más encorvada que antes, la cabeza acotada y un incipiente sabor amargo en la boca. No tenía ganas de ver como su enemigo alzaba la cabeza cortada de la victoria como un trofeo. Ya sabía cuál sería el final de sobras.

En lugar de volver a coger el coche, se dedicó a deambular sin rumbo durante un rato, dejándose conducir a través de las calles por su pensamientos.

La noche era fría, húmeda, inhóspita y la gente se daba prisa por entrar en cualquier local por muy lleno que estuviese. Se levantó el cuello de la chaqueta y escondió las manos en los bolsillos. Caminaba medio encogido.

¿Cuántas veces se repetiría aquella escena en su vida? El frío y la soledad eran su única respuesta.

Volvió al coche, hacía demasiado frío. Pero tampoco tenía ganas de regresar a su piso. En aquellos momentos no tenía sueño precisamente, sólo ganas de irle dando vueltas a lo mismo.

Esperaría. Sí, esperaría a que el sitio estuviese aún más lleno de público. Mirar y no ser visto. Puso en marcha el CD del coche. Queensrÿche le recordó que todos podemos tener una mente criminal.

Dos figuras demasiado familiares salieron del local y se sumergieron en la oscuridad del aparcamiento. Paró la música. Se agachó antes de que Alfonso y Anna pasasen ante él. Aguantó la respiración. Si miraban el interior del vehículo estaba perdido. Pasaron tan cerca que pudo oír sus bromas, sus alegres voces, sus risas que se clavaban en su corazón como mil malditas dagas.

Lo superaría. Lo sabía.

Esperó unos segundos antes de atreverse a volver a mirar. Hasta que sus voces sonaron más lejanas, más apagadas. Después tuvo el atrevimiento de volverse a mirar.

Ahora habían tres figuras en el aparcamiento. Las risas habían parado. Reconoció la figura de la amiga de Anna a lo lejos por la chaqueta que llevaba el día anterior y la tupida cabellera negra. No debían estar a más de unos 15 metros de dónde se encontraba él.

Una exclamación de sorpresa. Más voces. Voces más rápidas. A lo mejor discutían. La amiga de Anna o quién fuese sacó un pequeño objeto de su chaqueta señalando en dirección al abdomen de Alfonso. Alfonso dijo algo fuerte que no pudo oír bién, al mismo tiempo hizo un movimiento brusco con la mano. Dos fogonazos atravesaron la semioscuridad. El cuerpo alargado y pesado de Alfonso se tambaleó como una caña agitada por el viento. Dió un par de pasos vacilantes, después cayó sobre el fango del aparcamiento, a los pies de las dos mujeres.

Estaba alucinando. No se creía lo que estaba viendo. ¿Pero qué coño estaba viendo? ¿Qué narices hacía a aquellas horas de la madrugada encerrado en su coche viendo cosas raras? A lo mejor la habían puesto alguna substancia psicotrópica en la bebida o algun vapor raro se había filtrado des del motor.

Quería salir para ver qué era lo que estaba pasando. Su mano se aferró con tanta fuerza a la manecilla de la puerta, que los nodillos se le volvieron blancos. Por fin su mente había descodificado el significado de lo que había visto. Estaba aterrado, lo admitía. Se quedó allí, clavado.

Las dos chicas abrieron el maletero de un coche y, a duras penas, introducieron el cuerpo alargado de Alfonso, ahora flácido como el de un muñeco. Miraron a su alrededor para asegurarse de que nadie las estuviese observando.

Se quedó congelado, quieto, medio agachado tras el tablier. Los segundos caían pesadamente.

Por fin oyó como las puertas de un automóbil se cerraban y el roce de unos neumáticos saliendo del aparcamiento.


Sin lugar a dudas aquella mañana la recordaría como una de las más horribles de su vida. Le dolía la cabeza y estaba de mal humor, dos componentes imprescindibles para empezar bién el día. Estaba más perdido y confundido que nunca. Había entrado en una comisaría para denunciar los hechos, pero no tenía prueba alguna, su historia carecía de sentido y los agentes no lo tomaron en serio. Le dijeron que, en todo caso, era condición indispensable que algún familiar denunciase la desaparición de Alfonso por más de 24 horas. Y Alfonso no tenía familia. Además, frecuentemente pasaban días sin que nadie supiese de él: a veces desaparecía, se iba de viaje por asuntos de trabajo, según él mismo.

Estaba condenado a pasar la semana comiéndose las uñas y viviendo con aquella mierda dentro de su cabeza.

Entró con aire de tragedia en la cafetería. Andrea, la camarera, se le acercó con una sonrisa en los labios, como siempre. Aquella sonrisa lo cautivaba. Con aquella sonrisa luminosa, aquellos ojos azules, el cabello rubio recogido en la nuca y su carácter agradable, podía volver loco a cualquiera. Involuntariamente le devolvió la sonrisa. Por unos segundos se olvidó de todo: de aquel asunto feo, su trabajo, el tirano de su jefe,... ¿Cómo sería compartir su vida con alguién como ella? Seguro que todo le parecería más fácil, más llevadero.

No pudo evitar establecer comparaciones con Anna: Andrea siempre le había dicho que no, pero almenos había siempre se había mostrado clara en este punto (aunque, magro consuelo...). Pero, en fin, menos daba una pedrada en toda la boca.

-Buenos días.- Le saludó Andrea con su voz clara y melódica.

-Buenos días.-

Se sentó en la mesa con la perspectiva de una larguísima y angustiosa semana por delante.

Al ver a la camarera se dijo que lo que había visto era una locura, algo perverso, muy perverso si era verdad.


Anna era una buena chica, estaba seguro. Demasiado buena para que acabasen felizmente juntos. Lo tenía todo, era de áquel tipo de gente guapa por fuera y guapa por dentro: belleza física y belleza interior. Justamente algo de lo que él adolecía. Casi sería un premio inmerecido para él. Por lo tanto no era de extrañar que él hubiera acabado de la misma forma que acababa siempre: en lecho ajeno y desconocido. Triste, pero cierto. La vida de soltero es así: sin remordimientos.

No sentía absolutamente nada por la mujer con la que estaba compartiendo lecho. Y seguramente ella tampoco sentía nada por él. Era una simple cuestión de calentura mútua: la gracia estaba en adivinar cuál de los dos estaba más desesperado. Hacía años que se conocían. Aparentemente, ella llevaba más que bién su divorcio de más de tres meses y no se le notaban por ningún lado su cuarenta años.

Lo que había pasado lo había dejado perplejo: cena y salida nocturna con sus compañeros de trabajo, ella acercandósele y bromeando con él más de lo habitual en la discoteca. No, no había nada de romántico en ello. Simple diversión. Ahora mismo todo era demasiado orgánico, un simple intercambio de fluidos. Pero un momento antes todo era diferente. Casi no recordaba la forma como ella se había derrumbado en el coche, la confesión casi entre sollozos de lo mal que llevaba ella la soledad de su divorcio, como se le caía la casa encima cuando regresaba del trabajo, abrumada por los recuerdos. No pudo evitar dejarse llevar por la ternura al ver los grandes ojos negros y húmedos de su amiga. Sin saber cómo se encontraron besándose en el coche, buscando consuelo el uno en el otro.

-Quiero que me jodas tú. Quiero olvidarme del imbécil de mi ex.- Le dijo ella en la intimidad del coche, con la voz atenazada por la amargura.

Con una copa de más y olvidándose de la habitual y fría corrección del trabajo, era una mujer diferente. Normalmente era una buena compañera, muy inteligente,un poco seria, pero de buén carácter. Pensó que realmente era una lástiama que le pasase algo así a una mujer extraordinaria como aquella. Ahora todo se había trastocado. Nunca la había visto así, desconocía totalmente aquel lado salvaje de ella, pero no le desagradaba del todo.

La pequeña sala de estar de su piso estaba escasamente amueblada: un sofá de dos plazas, una mesilla y el mueble del televisor. Todo lo que le había dejado su ex. Pese a todo, el ambiente era caldeado gracias a la moqueta y a la calefacción. Sobre todo en comparación con las calles nevadas.

Su compañera se le acercó demasiado y él le acarició los pechos por encima del vestido. Eran redondos y bastante grandes, enseguida se le endurecieron los pezones.

-¿Crees correcto hacerle esto a una compañera de trabajo?.- Ironizó ella.

-Es rejodidamente incorrecto. Adoro hacer cosas incorrectas.- Continuó él.

Su compañera se estiró el jersey por el cuello y se lo sacó. Se quedó sólo con el sujetador. Un sujetador negro de encaje, elegante como su dueña, que no podía ocultar el volumen de sus pechos.

Inmediatamente ella captó su mirada de sorpresa.

-¿Te gustan?.- Le preguntó ella mirándose sus propios pechos.

-Me encantan...

-Gracias, me los he operado hace poco. Sólo para hacerla la puñeta a mi ex.- Bromeó ella quitándose el sujetador y mostrándole un par de pechos redondos, perfectos, morenos, de bonitas aureolas.

-Vaya....- Exclamó él, completamente fascinado como un niño.

Los besó suavemente. Le mordió un poco los pezones.

-Que haces...!- Se rió ella.

Se besaron en la boca con vicio, con mucho vicio y pasión, con un beso largo y pegajoso.

La mujer le ayudó a sacarse la camisa y los pantalones. Se apartó un poco. Con afán exhibicionista terminó de desnudarse ante él. No era muy alta, pero tenía una piernas bien torneadas y aún conservaba un cuerpo cuidado y bonito. Había dejado una franja de bello púbico, negro y relativamente amplia, pero cuidadosamente rasurada, en su entrepierna, cosa que aún provocaba que su desnudez fuese más escandalosa.

Le quitó el slip y le acarició dulcemente el miembro mientras lo besaba.

Sus manos eran finas, cuidadas y de tacto suave.

Tocó el pubis de su compañera, su mano bajó hasta la entrada de la vagina y la punta de sus dedos rozó sus labios. Ella se estremeció de placer. Él le besó el cuello.

La mirada de su compañera se posó sobre la mesa de metacrilato.

-¿Te importa?.- Le preguntó la mujer apartándose de él.

Se puso de quatro patas encima de la mesa, dándole la espalda. Separó las piernas y empezó a masturbarse ante él. Observaba la reacción de él. Le complacía, y mucho, provocarlo de aquella manera. Él se levantó repentinamente del sofá, con la intención clara de tomarla al asalto por detrás, pero ella se negó. Aquello lo confundió.

-Dímelo a la cara.- Le desafió ella al ver la expresión de su rostro.

Furioso y decidido, dió la vuelta entorno a la mesa.

-Acercáte más.- Le sugirió ella.

Obedeció hasta que su miembro estuvo a pocos centímteros de la cara de la mujer. Lo acercó a sus labios y su compañera le regaló una lenta felación.

-¿Te gusta sentir-te así?.- Le dijo él.

-¿Así cómo?

-¿Exhibida, violada íntimamente?

-No te equivoques. Me gusta estar contigo por que me caes bién y punto.- Protestó ella antes de reiniciar su carícia bucal.

Lo retuvo suavemente entre sus labios, con delicadeza, con maestría.

Le vino a la cabeza una pregunta morbosa.

"¿También le hacía esto a su ex?"

-Para, para...- Le advirtió.

Su compañera se sacó el miembro viril de la boca y lo besó.

-Aquí hace un poco de frío. ¿Y si vamos a otro sitio un poco más acogedor? -Le propuso ella.

Él asintió encantado. En el fondo era una romántica. Se notaba que se sentía sola. Lo que le estaba pidiendo ni más ni menos era un sesión de sexo y caricias clásicas. Pero le caía bién. Sabía que confiaba en él. Casi parecía que lo necesitaba más ella que él. Se dejó llevar por ella.

Lo condujo por el pasillo de la casa, cogiéndolo de la mano. Entraron en la habitación de ella. No era muy grande, però sí acogedora. Con la cama de matrimonio cerca de la ventana.

La mujer retiró el cubre cama y parte de las sábanas. Se estiró encima de ella y ella le acogió entre sus brazos, mientras él le acariaba todo el cuerpo. No tardó mucho en abrirse bajo él, mientras lo besaba profunda y apasionadamente. Repasó el cuello de su compañera a besos, mientras entraba poco a poco en ella. Las piernas de la mujer se anudaron entorno a las suyas con fuerza.

-Jacques...- Susurró ella, llamándolo por un nombre que no era el suyo precisamente.

Él no era Jacques y ella tampoco era Anna, pero aquella noche se necesitaban demasiado el uno al otro.

La embistió vigorosamente, bombeando toneladas de pasión en el cuerpo de ella.

Las piernas de la mujer subieron hasta su cintura, envolviéndolo y oprimiéndolo con fuerza, buscando la mejor posición para su pelvis. Aquello lo volvió loco.

-Aprieta fuerte.- Le ordenó él.

-¿Te gusta?.- Le preguntó ella con sus ojos negros, turbios, irreconocibles.

-Me vuelve loco.- Admitió él mordiéndole el cuello.

Los pechos endurecidos de la mujer se clavaron contra él. Siguió clavando estocadas en el cuerpo de su compañera, incansable. La respiración de los dos se hizo más profunda. Sus cuerpos en contacto empezaron a sudar.

-Confío en ti, ¿sabes?.- Le dijo ella súbitamente.

-¿Por?.- Preguntó él, un poco sorprendido.

-Por que eres un sinvergüenza. Eres un sinvergüenza al que se le vé venir y, al menos en esto, no engañas a nadie.- Afirmó ella.

-Vaya. Gracias...-

-No te lo tomes a mal. Lo que más odio son los tipos hipócritas que quieren venir a salvarme.-

La ocurrencia de Isabel le hizo sonreír.


Otra vez estoy esperando en la oscuridad el momento propicio, amparándome en la noche como un depredador nocturno. La música suena desde hace rato, pero la sala aún no está llena del todo. Por ese motivo tengo que esconderme en el rincón más oscuro y apartado de la puerta. No sé ni yo qué quiero hacer. Estoy asustado. No sé qué pretendo con todo esto.

Solo sé que esta mañana la noticia casi marginal de un diario local ha llamado mi atención: la desaparición de Alfonso A. P., un joven agente de seguros de 28 años.

Mi cabeza es un torbellino. Alguién entra. Dos personas, dos mujeres. Me acurruco en mi escondite como una araña en el fondo de su tela. Son ellas. ¿Qué están haciendo tan temprano por aquí?

Un tacto inesperado en el codo me electriza. No me lo esperaba. El susto me hace saltar hacia delante. Vuelvo la cabeza, molesto. Me encuentro con la sonrisa inefable de Isabel.

-Vaya, vaya, creo que te he cogido haciendo de las tuyas, ¿no?.- Bromea Isabel, con una sonrisa pícara en los labios.

Se ha cortado el cabello, aún lo lleva un poco más corto. Está bastante guapa, atrae más de una mirada masculina, incluso la mía. Lleva un sugestivo tono carmín en los labios y el apretado suéter no disimula nada su busto generoso.

-¿Has venido sola?.- Me apresuro a decirle para disimular mi sorpresa.

-No, mis amigas están por ahí. ¿Y tu? ¿Has venido con alguién más?.- Me interroga.

-Pués no.- Confieso.

-Ah, vaya.. ¿De caza?

-Muy aguda.

Regresa con sus amigas con una sonrisa maliciosa después de darme un corto beso en los labios. Sus amigas se ríen. Siempre ha sido así, un poco exhibicionista.

Vuelvo sobre mis pasos. Noto una mirada que se clava en mi, incrédula. Me encuentro con Anna, cara a cara. El susto es más que considerable. Esto sí que no me lo esperaba. Afortunadamente, no se vé a su amiga por ningún lado.

-Hola.- La saludo.

-Hola. ¿Quién era la tipa ésa?.- Pronuncia la palabra "tipa" con cierto desdén.

-Una amiga.- La situació se ha vuelto tensa. Incluso tengo la impresión de que todo ello es demasiado siniestro.

Sonríe. Seguramente para desdramatizar la situación.

¿Habrá notado la tensión en mi voz?

-Ah, vaya. ¿Y todas tus amigas son tan guapas y te besan en la boca?.- Bromea

-Todas no, pero la mayoría, sí.- Continuo con la broma. Cualquier excusa sirve para distraer su atención de Isabel. No la quiero meter en todo esto.

-Así... ¿Has venido con ella?.- Me pregunta directamente.

-Qué vá, qué dices. ¿Y tu amiga Silvia?.-

-No tenía ganas de salir.- Comenta distraídamente, sin darle importancia al tema.

-Ah...-

Nos quedamos callados un rato. La música se ha vuelto suave. Todos los rincones del local se llenan con los reflejos violeta de los focos. Alguién está hablando de amor en una balada. Valiente hipócrita. Su prostituida sensiblería sólo sirve para vender discos.

-¿Sabes? Cuando venía hacia aquí estaba pensando en ti. No nos vemos desde hace días... .-Me dice súbitamente, sin venir a cuento.

Aquel giro me coge desprevenido, no sé qué decir. Mi instinto me avisa del peligro, pero estoy aletargado por el deseo.

-Ah... si, hacía mucho que no nos veíamos.- Respondo como un idiota.

Me coge por la mano, me conduce a un oscuro rincón. Sabe perfectamente lo que está haciendo y yo me dejo llevar como un idiota.

Me retiene allí, con una conversa cualquiera. El depredador aparta a su presa del resto de la manada. Poco a poco se va acercando. No puedo desviar la mirada de su rostro cada vez más cercano, ni de su escote, que deja ver un buen paisaje gracias al último botón de la blusa convenientemente descabrochado. El perfume sutil de su piel cálida acabada de duchar invade mis fosas nasales, altera mi percepción de la realidad. Sus manos no dejan las mías. He de aguantar un amago de erección. Mira que llego a ser imbécil.

Isabel pasa a unos pocos metros. Se vá hacia fuera. Me mira como si no entendiese nada, puede que un poco decepcionada.

Soy un imbécil.

No estoy enamorado de Isabel. Pero es una buena amiga, más que eso incluso.

"Imbécil"

Me libero de su mano. Se queda un poco sorprendida. Me excuso. Me voy al servicio. Me encierro en uno de ellos. Necesito pensar con claridad. Lo que voy hacer es algo muy feo y que nunca hubiera dicho que haría en un sitio público. Pero es absolutamente necesario. Tengo que hacerlo. Necesito pensar con claridad para sobrevivir. La premisa es muy sencilla.

Me desabrocho la bragueta. Penso en los senos turgentes de Isabel, en Anna haciendo cosa inconfesables con su amiga. Cuando llevo unos minutos, alguien llama a la puerta.

-¡Eh tio, que es para hoy!.- Grita una voz totalmente alcoholizada.

No se si contestarle con la primera cosa ordinaria que me viene a la cabeza o hacer como si nada. Hago como si nada. He de estar concentrado.

Unos minutos más y he acabado. Me doy asco a mí mismo, pero tiro de la cadena y salgo como si nada.

-Creí que te habías perdido por el camino.- Me dice Anna, nada más salir.

-¿Creías que a lo mejor me había escapado?.- Me permito bromear.

No sabe qué decirme. Responde con una simple sonrisa, demasiado forzada para ser sincera. Con cualquier excusa me arrastra otra vez hasta su rincón preferido.

No sé por qué, pero noto que alguién más está mirando. Giro la vista de golpe. Sorprendo un tipo un poco más joven que yo que desvía la mirada hacia otro lado. No es la primera vez que lo veo esta noche. El mismo tipo alto, delgado y rubio que ya hace rato que está ojo avizor.

El pensamiento me dá un escalofrío: la semana pasada era yo quién observaba oculto y Alfonso quién estaba en mi lugar. Mis sentidos vuelven a ponerse alerta, pero no lo suficiente como para evitar encontrarme ya de camino hacia el aparcamiento. A pocos metros de la puerta del local ya reina la semioscuridad.

Antes de que pueda reaccionar, se me acerca demasiado y me besa en la boca. No me resisto. Hacía siglos que esperaba este momento. Me gusta demasiado. Le acaricio la mejilla, busco de nuevo el contacto dulce y cálido de sus labios. Su cuerpo se pega al mío. No lo puedo evitar...

Noto un contacto frío y duro en la nuca. Ella se aparta de golpe.

-Lo siento chaval, la vida es así.- Oigo la voz dura y un poco irónica de su amiga, Sílvia.

Miro desconcertado a Anna. Me dedica una sonrisa cínica, burlona.

-¿Sabes de qué va, no?.- Me interroga sin piedad.

-No.- Finjo confesar con un hilo de voz.

-Dá igual. Pareces asustado, chaval.- Me dice riéndose de mis ojos de conejo asustado.

Oigo otra vez la risa burlona de su amiga, a mis espaldas.

-¿Dónde tienes el coche?.- Me pregunta de golpe sin dejarme demasiado tiempo para pensar.

Me resisto a contestar. Pago mi osadía con una sonora bofetada. La miro directamente a los ojos. Por aquí no paso.

-Al fondo a la derecha.- Le digo de mala gana.

Me obligan a ir hasta donde está el coche a la fuerza.

-¿Sabes? Eres el tío más estúpido y testarudo que me he tirado a la cara.- Me dice Anna. Me cuesta creer que ésta sea la misma persona a quién he querido un momento antes.

Abre la puerta del coche con mi propia llave. Se ríe de mi cara de incrédulo.

-Tengo la llave de tu vida desde hace mucho.- Me dice con sorna.

Me hacen sentar en el asiento trasero. Anna se acomoda al volante. Su amiga se sienta a mi lado, sin dejar de apuntarme con el 38.

De pronto, unos golpes y unos gemidos sofocados retumban desde la parte trasera y estremecen todo el habitáculo.

-¿Qué es eso?.- Me atrevo a preguntar.

-¿Eso? Tu amiga.- Contesta Anna sin darle mucha importancia al asunto.

No sé muy bién por qué, pero ya me lo esperaba.

-Te recomiendo que no hagas tonterías. Lo digo por tu amiga, ¿sabes?.- Me aconseja Silvia con un tono de glacial amenaza.

La furia helada de sus ojos me escruta des del retrovisor. Pero no es eso lo que me dá más miedo. El miedo ha dejado lugar a la rabia, a la impotencia, a la frustración de sentirme burlado y humillado.

Empieza a llover, algunas gotas se estrellan contra el parabrisas.

Mi última madrugada, además de fría, puede ser muy triste.

Salimos del núcleo urbano. Quieren coger la autovía. La lluvia se intensifica. Me atrevo a romper el silencio.

-¿Por que lo hacéis?.- La tópica pregunta que, por desgracia, no deja de sonar una y mil veces.

-¿Cómo que por que lo hacemos? ¿Alguna vez has visto que algo irracional tenga una respuesta racional? Y, además, si tuviese una respuesta para esto, tampoco te la díria.- En la voz de Anna se nota una mezcla de odio e ironía, que no acabo de comprender.

-Ya. La desrazón de la desrazón, ¿no?.- Me burlo.

-Mira chico, con un poco de suerte tan sólo te arrancaremos la lengua a lo vivo en lugar de otros órganos vitales.- Me amenaza su amiga.

Anna se la mira burlonamente.

-No le hagas caso, hoy está de mal humor. Por cierto, desabróchate la bragueta.- Me dice distraídamente Anna.

La calzada está mojada. Tardo demasiado en obedecer. Estoy como aturdido. Silvia no deja de apuntarme. Enfilamos una curva con excesiva velocidad. Se oye una maldición. El coche hace un movimiento extraño. A media curva deja su trayectoria y sigue recto.

-¡Los frenos! ¡Los frenos!.- Chilla asustada Sílvia.

Anna dá un golpe de volante. Golpeamos violentamente de lado, contra uno de los guardaraíles metálicos, el coche se levanta de un lado. Por un momento, perdemos la horizontalidad. Aprovecho su desorientación. La idea ya hace rato que rondaba por mi cabeza. Intendo lanzarme contra Silvia, intento quitarle el arma. Anna grita como una loca. El interior del vehículo se convierte en una vorágine, una mezcla de golpes pies y manos.

Una detonación seca llena el habitáculo. Una de las puertas se abre de golpe. Salgo despedido contra el duro asfalto.

Ruedo por el suelo, recibo golpes por todos los lados. Me pregunto si éste es mi fin: morir aplastado como un perro callejero en medio de la autovía. Aún patino unos metros por el asfaltato mojado.

Lo único que noto es dolor, dolor y más dolor, por todos los sitios.

Tardo en recuperarme. Quedo tumbado en el frío pavimento más de la cuenta.

La sensación de invulnerabilidad es insoportable: en cualquier momento puede acabar todo. Intento levantarme pese al dolor. Noto un pinchazo en la parte izquierda del abdomen. Pongo la mano en la parte del pulmón. La aparto. La luz de la farola me permite ver el rojo aguado de la mano. Mal asunto. Bueno, de hecho, toda la parte izquierda de mi cuerpo está ensangrentada, aunque la lluvia que me está mojando se encargue de diluir parte del efecto.

Oigo el chirrido de unos neumáticos. Al final de la larga recta los faros del coche giran de nuevo en mi contra. Miro desesperado a mi alrededor. Intento correr, intento caminar, pero mi pierna izquierda a duras penas responde. Sólo consigo arrastrarla. Una especie de girones cuelgan de mi pierna. No sé si es la tela del pantalón o parte de mi piel.

Inesperadamente localizo algo que llama mi atención. Es negro, no demasiado grande y está a pocos metros de mi. Me acerco casi a rastras, a punto de caer con cada paso, mientras boservo alarmado como las luces se van acercando a toda velocidad hacia mí. Levanto el pequeño objeto. Su peso me sorprende. Es totalmente metálico. El automóvil se encuentra ya a poco menos de 50 metros.

Me quedo plantado allí, en medio de la autopista, envuelto por la oscuridad, la lluvia y el frío. Levanto el pequeño cañón del 38 en dirección al parabrisas.

"Una, dos, tres...". Cuento hasta cinco detonaciones, antes de que el vehículo siga su alocada carrera hacia mí y me haga caer. Caigo, caigo con todo mi peso. El dolor me deja sin respiración durante unos segundos. Pierdo el mundo de vista. Pasan unos instantes pesados como siglos.

El monstruo frío y metálico ha pasado demasiado cerca. Pero no me ha ni rozado. Veo como el vehícula serpentea como una culebra. Como se va hacia la cuneta y golpea violentamente contra el muro de piedra, haciendo un estrépito de chatarra.

Me quedo sin aliento. Casi no me aguanto levantado por el dolor de la pierna izquierda. Pese a todo, puede más mi curiosidad y decido acercarme. Resulta un suplicio, pero al final lo consigo.

Me quedo esperando, prudentemente alejado unos metros. No veo nada que se mueva dentro del habitáculo. Sólo percibo unos golpes cada vez más débiles en la parte posterior del vehículo, que llaman mi atención. Me acerco más y más. Acciono el cierre del maletero. Me doy cuenta de que empieza a salir humo del capó del vehículo y que el motor no está parado del todo.

Levanto la tapa del maletero. Aparece la mirada aterrorizada de Isabel, amordazada y con las muñecas atadas por detrás, por la espalda.

-Tranquila.- Intento sacarla tirando de ella.

Consigo sacarle medio cuerpo del maletero. Le quito la mordaza. En lugar de palabras de agradecimiento, dá un pequeño grito de aviso. Me giro de golpe, pero no lo suficientemente rápido como para esquivar la navaja de Silvia. Retrocedo un poco llevándome conmigo el arma clavada en el estómago. Repelo un nuevo ataque golpeándole en la cara con el puño. Pero no es suficiente. Se ríe de mi con una sonrisa atravesada y perversa, pese a tener la cara llena de sangre.

En el aire empieza a flotar el hedor a quemado y verse rastros de humo. ¿Seran imaginaciones mías o es que realmente se está abriendo el infierno a nuestro alrededor?

Mi atacante se vuelve a abalanzar sobre mí. Instintivamente, aprieto el gatillo. Dos grandes orificios se abren en la frente de Silvia, como si le estallase. Se para unos segundos y después cae, abatida. No tengo tiempo para pensar. Las llamass se empiezan a apoderar del habitáculo del coche y cada vez estoy más débil. Tiro de Isabel por el cuello de la blusa y la saco de allí como puedo.

Esta vez la suerte me acompaña y consigo arrastrarla unos metros. El hedor a carne asada llega hasta nosotros.

-¡Oh, Díos mio!.- Gime Isabel.

El coche estalla con una explosión seca y un poco apagada, cuando las llamas llegan al depósito.

Otro vehículo se para no muy lejos de nosotros. La luz de sus faros se refleja en el asfalto mojado. Continua lloviendo.

Pese a mi debilidad, consigo liberar las muñecas de Isabel de sus ataduras con la navaja de Silvia.

Sangro, sangro abundantemente. Isabel se dá cuenta.

-¿Estás bién?.- Le pregunto.

-¿No tendría que ser yo quién te preguntase eso?.-

Me silvan los oídos. Casi no oigo sus palabras. Alguien se acerca corriendo.

-¿Están bién? ¿Necesitan ayuda?.- Nos dice la desconocida.

-¡Llame a una ambulancia! ¡Dese prisa, por favor!.- Oigo que le apremia con urgencia Isabel. La angustia le oprime la voz.

La cabeza me dá demasiadas vueltas. Me doblo de dolor sobre el estomágo. Tengo que sentarme. Mis piernas flaquean alarmantemente. Isabel intenta cortar la hemorragia de mi vientre con un pañuelo. Casi no oigo nada de lo que me está diciendo. Una extraña somnolencia se apodera de mí. Le agradezco todo lo que está haciendo por mí, pero dudo que sirva de nada.

Las ráfagas de luz anaranjada de la ambulancia aún le dán un cariz más trágico y siniestro a la noche. Se acercan dos camilleros con sus chalecos fosforescentes y otro hombre que podría ser el médico. Mientras intentan recogerme, oigo cómo hablan con Isabel. Noto el ronroneo de sus voces, pero no consigo entender el contenido de sus palabras. Todos me miran nerviosos. Me toman el pulso, intentan ponerme en la camilla y levantarme. Lo consiguen.

Con un supremo esfuerzo, levanto el brazo. Acaricio la cara de Isabel. Su mano estrecha la mía con fuerza. Dos lágrimas grandes como guisantes resbalan por su mejillas. Lentamente, la luz se va marchando. La vida se me escapa como fínisimos granos de arena. El color de la sangre tiñe mi vista.