El tónico familiar (5).

Tras una agradable penitencia y una noche de pecado y gloria, el lunes se presenta movido. Carlos y el tónico topan con la iglesia, Felisa se deleita con una inesperada merienda y después del ocaso suena el teléfono.

E l resto del domingo transcurrió sin incidencias reseñables ni indecencias agradables. Mi padre llegó en su taxi justo a la hora de comer y los cuatro compartimos un exquisito arroz con carne cortesía de mi habilidosa abuela. Mientras lo saboreaba me dejé llevar por la deliciosidad y le acaricié el muslo a la cocinera durante unos segundos, hasta que sus ojos verdes me fulminaron por encima de sus gafas. Por suerte el resto de comensales no se percató del incidente.

Mi viejo estaba exultante debido a lo bien que se le había dado la noche de trabajo. El festival de música en el centro le había proporcionado numerosas carreras, y solo se lamentaba de no haber llevado a ningún famoso como algunos de sus compañeros. Teniendo en cuenta lo poco al día que estaba mi padre en cuanto a música o celebridades, tal vez había llevado a varias y no lo sabía.

A pesar de lo ocurrido la noche anterior, la actitud de mi madre hacia su marido era la de siempre. La misma confianza rutinaria fruto de veinte años de matrimonio, donde ya no había pasión y el amor sobrevivía por pura inercia. Su comportamiento conmigo también era el habitual, y cuando nos mirábamos a veces descubría en su rostro una expresión enigmática. Era la de siempre, la misma mujer que me había parido y criado, y al mismo tiempo una persona nueva a mis ojos.

Por la tarde hubo sesión de sol y piscina. Tuve que conformarme con algunas miradas furtivas a los cuerpos de esas dos mujeres que me obsesionaban, tan distintos y tan deseables cada uno a su manera. Mi padre y yo echamos unas partidas de Stratego bajo la sombrilla y me advirtió varias veces que tuviese cuidado cuando condujese el Land-Rover. No le entusiasmaba que el robusto vehículo estuviese a mi disposición pero mi abuela, con su imbatible amabilidad, lo había convencido.

Cuando el sol comenzaba a ponerse mis padres decidieron que era hora de volver a la ciudad. Mi madre fue a la habitación de invitados para hacer la maleta y eso me dio la oportunidad de estar unos minutos a solas con ella, mientras mi padre y la abuela charlaban en la cocina. Me quedé apoyado en el quicio de la puerta, mirando de arriba a abajo su menudo y precioso cuerpo, sin acercarme para no sucumbir a la tentación de hacer algo inapropiado. Sin embargo fue ella quien me hizo un gesto para que me acercase. Me puso una mano en la nuca y me dio un largo beso en la mejilla. Me miró con ternura, su rostro tan cerca del mío que sentí su aliento cálido en mis labios.

—¿Seguro que no quieres venirte a casa? —preguntó, casi susurrando.

—No. Me apetece pasar aquí el verano, de verdad —respondí, con total sinceridad.

—Te voy a echar de menos —dijo, acariciándome el pelo.

—¿Vas a echar de menos verme tirado en el sofá y gritarme? —bromeé, lo cual me hizo ganarme un tirón de pelos.

—No seas tonto. A veces me sacas de quicio, pero me gusta tenerte en casa.

El tono triste y la ternura en sus ojos casi me desarma por completo. Incluso creí detectar un matiz lujurioso en su sonrisa. Después de todo lo ocurrido, su actitud me desconcertaba y no sabía a qué atenerme con ella, cuánto había cambiado nuestra dinámica y hacia dónde daría nuestra relación el próximo giro. Solo sabía que estaba decidido a averiguarlo. Por otra parte, estaría loco si me fuese de aquella casa sin explorar y disfrutar a fondo la intimidad recién descubierta con mi anfitriona.

—Iré a verte de vez en cuando —prometí. Me atreví a acariciar su hombro y no protestó—. La ciudad no está lejos y tengo coche.

—Está bien. Pero llama por teléfono antes de ir, ¿de acuerdo?

—De acuerdo.

Nos despedimos besándonos en las mejillas y me quedé con las ganas de preguntarle por qué necesitaba que la llamase antes, si para asegurarse de que íbamos a estar solos o todo lo contrario. Tendría que averiguarlo más adelante. Antes de salir de la habitación, no pude resistirme a una última broma.

—Eh, mamá, no olvides tus bragas. ¿Recuerdas dónde las dejaste?

Frunció el ceño y abrió la boca para decir algo, pero me escabullí hacia el pasillo, riendo.

Cuando el taxi se puso en marcha mi abuela y yo lo despedimos desde el porche, agitando la mano. Por fin nos quedábamos solos, y como estábamos hombro con hombro lo celebré moviendo el brazo y agarrando una de sus grandes nalgas. Mis dedos su hundieron en la mullida carne que tapaba la fina tela de su bata.

—¡Carlitos! —me regañó, sin dejar de mirar al coche de mis padres.

Fui a cerrar la verja de la propiedad y cuando volví dentro de la casa la encontré en la cocina, buscando algo en la nevera. Me acerqué por detrás y la obligué a girarse, sujetándola por la cintura, soltó un gracioso gritito de sorpresa que acallaron mis labios al cubrir los suyos. Su primer impulso fue devolverme el beso, y nuestras lenguas se enlazaron unos segundos, hasta que me apartó empujando mis hombros.

—Por favor... Para. ¿Y si vuelven tus padres? —dijo. El rubor ya asomaba a sus mejillas.

—Pero si acaban de irse —exclamé.

—A lo mejor se les ha olvidado algo y vuelven —aventuró ella, mirando con cautela hacia la puerta.

Al parecer no iba a resultarme tan fácil como pensaba arrastrarla al fango de la lujuria sin la ayuda del tónico. El miedo a que nos descubriesen la obsesionaba, y mis acercamientos se verían frustrados si no le ponía remedio. Tampoco quería insistir hasta el punto de incomodarla o incluso asustarla con mi febril avidez. La paja en la piscina había sido una encerrona, prácticamente la había obligado a hacerlo, y no quería repetir algo así. Tendría que esperar a que se sintiese segura, en el refugio de su dormitorio con la puerta y la ventana cerradas, como en la noche de nuestro primer encuentro.

—¿Qué quieres que haga para cenar, cielo? —preguntó, más relajada en cuanto me aparté de ella.

—Lo que tú quieras. A mí me da igual.

Me abrí una cerveza y me senté a la mesa de la cocina para observarla. La anticipación me hacía salivar, como un lobo escondido entre los arbustos acechando a una suculenta vaquita. Solo imaginar que tal vez volvería a disfrutar de ese voluptuoso cuerpo me la puso tan dura que un revelador bulto apareció en los pantalones de pijama que me había puesto después de ducharme, anchos y con rayas blancas y azules como los de un pirata de opereta.

Pensar en piratería me hizo recordar mis turbios negocios en el pueblo esa misma tarde. Me pregunté si el desagradable Ramón Montillo estaría complaciendo a su esposa o a su joven amante con la ayuda de mi mercancía. Eso me llevó a lamentar mi imprudencia al recomendarle una dosis tan pequeña. Si no funcionaba el criador de cerdos podría darme problemas y enturbiar el que estaba siendo el mejor verano de mi vida. Decidí que debía asegurarme tomando esa dosis. Si no funcionaba al menos no me pillaría desprevenido, y si funcionaba e intentaba recuperar el dinero sabría que intentaba engañarme.

Mi abuela canturreaba frente al fregadero y lavaba unas hojas de lechuga. Sin que se diese cuenta cogí una cuchara y fui a mi habitación. Me tomé una cucharada de tónico y de nuevo noté aquel extraño sabor a regaliz y vete a saber que más. El calor en el pecho no tardó en aparecer, mucho más tenue que cuando me bebí el excesivo trago. Escondí la cuchara en la maleta junto al frasco y volví a la cocina.

La cena fue tranquila y agradable. Charlamos un poco y solo me permití un par de comentarios subidos de tono y algunas caricias en el muslo. Se la veía cada vez más relajada, cosa que aumentaba gradualmente mis esperanzas y mi pertinaz erección.

Después fuimos a la sala de estar, como de costumbre. En lugar de sentarse en su sillón se recostó en el sofá, junto a mí, cosa que me pareció una buena señal. No recuerdo qué mierda daban esa noche en la tele, ya que solo podía fijarme en las carnosas pantorrillas que asomaban bajo su bata floreada, en el volumen de sus pechos y en la encantadora dulzura de su rostro. Comencé a notar los efectos del tónico. No eran tan fuertes como la vez anterior pero ahí estaban, llevando oleadas de vigor a mis extremidades, transformando mi verga en una sólida estaca y llenando mi mente con toda clase de escenas húmedas, mezclando lo que ya había hecho con lo que deseaba hacer. La ventana estaba abierta y el ventilador encendido, pero unas gotas de sudor aparecieron en mi frente y mi torso desnudo brillaba bajo el resplandor del televisor.

—Oye, ¿no tienes calor? —pregunté, dando unos tirones a los bajos de la prenda que la cubría.

—Un poco. Aunque está haciendo más fresco que estas noches de atrás —dijo.

—¿Por qué no te quitas la bata? Estarías más cómoda —sugerí.

—No hace falta. Estoy bien así —respondió. No pareció molestarle mi sugerencia, pero tampoco le entusiasmaba la idea de seguirla.

—¿Qué llevas debajo?

—¿Pues qué voy a llevar, hijo? La ropa interior —dijo. Mi pregunta la divirtió.

—¿No quieres que te vea en ropa interior? Te recuerdo que ya te he visto desnuda.

—No es por ti, Carlitos. ¿Y si viene alguien y me ve en paños menores?

—¿Pero quien va a venir por la noche? Además, si suena el timbre o escuchamos un coche en el camino te la vuelves a poner y ya está —insistí, decidido a librarme de la puta bata que tan poca justicia le hacía a su hermoso cuerpo.

—Ay, está bien, me la quito —dijo, poniéndose de pie—. Hasta que no te sales con la tuya no paras, ¿eh?

Al fin se la quitó, dejándola al alcance de la mano sobre el sillón. Lo que vi entonces añadió un bosque entero de leña a mi ya enorme hoguera. Llevaba un sujetador blanco, con finos encajes en los bordes y relieves de flores. Las bragas a juego no alcanzaban a cubrir toda la extensión de las anchas nalgas y se ceñían a las caderas como una segunda piel. No era lo que llamaríamos “lencería sexy”, pero tampoco eran sus habituales prendas planas y funcionales. Sonreí al pensar que, quizás, se había puesto lo que consideraba más provocativo de su cajón pensando en lo que ocurriría esa noche.

Cuando volvió a recostarse, con las piernas dobladas sobre el sofá, supe que no iba a poder aguantar mucho tiempo la necesidad de tocarla. El sostén apenas conseguía cubrir la mitad de sus tetazas, apretadas una contra otra debido a la postura, y desde mi ángulo sus cuartos traseros eran montañas que debía escalar aunque me quedase sin oxígeno. Tenía la cara apoyada en la mano, acodada en el reposabrazos del sofá, y giró la cabeza para mirarme, con una sonrisa entre tierna y pícara en sus labios rosados.

—Me parece que no estás echándole muchas cuentas a la película —dijo.

—¿Qué película? —dije yo.

Tal vez su actitud no os parezca demasiado provocativa, pero para mí, conociéndola como la conocía, era como si un semáforo hubiese cambiado de color. Trepé sobre ella cual araña y le besé el hombro, subiendo hasta el cuello, con el paquete apretado contra su nalga y una mano amasando teta con entusiasmo. Una de sus manos me acarició la espalda y la otra la nuca, confirmando que no le desagradaba mi apasionado preludio.

Se quitó las gafas cuando mis labios buscaron los suyos y nos besamos como dos adolescentes en la última fila de un cine, con profusión de lengua y magreo. Me faltaban manos para abarcar todos los tentadores volúmenes de ese cuerpo. Se quejó y me pegó en la mano cuando intenté bajarle el sujetador para liberar a una de las gemelas.

—Carlitos, no seas bruto, que me lo vas a romper.

Arqueó la espalda para meter la mano entre su cuerpo y el sofá, desabrochó la opresora prenda y se la quitó con un garboso gesto, enviándola al sillón junto con la bata. Reanudamos el besuqueo con más ganas. Busqué sus rosados pezones como un bebé hambriento, lamiendo y succionando mientras no dejaba de acariciar y estrujar las enormes ubres, imposibles de abarcar para mis manos. Escuché un largo gemido cuando apreté uno entre los labios mientras pellizcaba el otro. Sin interrumpir el festín que me estaba dando en sus tetazas, baje una mano por su vientre y la introduje bajo el ceñido elástico de sus bragas. Llegué a tocar pelo pero en ese momento se revolvió y me apartó, mirando a su alrededor como si se diera cuenta en ese momento de dónde estaba.

—Anda, vámonos al dormitorio —dijo, cogiendo la bata y el sujetador del sillón.

Apagué el televisor, el ventilador y la lámpara y la seguí sin rechistar. La verdad es que la había hecho llegar bastante lejos teniendo en cuenta su miedo a ser descubierta. La seguí por el oscuro pasillo, más cachondo de lo que había estado en toda mi vida. Le di una palmada en el culo y pegó un saltito que hizo rebotar sus pechos.

—¡Ay! No seas malo —se quejó, riendo.

Una vez en su alcoba, cerró la puerta y la ventana, echó las cortinas y encendió esa lamparita cuya luz amarillenta daba a su piel una bonita pátina ambarina. De pie, cerca de la cama, volvimos a darle a la lengua como si no hubiera un mañana. Allí se sentía más segura y eso se reflejó en su actitud, más relajada y juguetona. Metió sus manos bajo mi pijama y me agarró con fuerza las nalgas, levantándome un palmo del suelo. Si fuese un hombre aquejado de eso que llaman “masculinidad frágil” quizá eso me habría molestado, pero que una mujer más grande que yo haga esa clase de cosas siempre me ha divertido y excitado a partes iguales. Le devolví el gesto, y ya fuese por el efecto del tónico o por los beneficios del trabajo duro yo también conseguí levantarla.

—¡Uy! Pero qué fuerte estás, tesoro —exclamó, francamente sorprendida.

—Eso parece —dije, aprovechando la posición para chuparle un pezón.

Me quité los pantalones, le bajé las bragas, revelando el triángulo de suave vello pelirrojo, y continuamos la función totalmente desnudos. Entonces mis ojos se fijaron por casualidad en el crucifijo de madera que colgaba sobre la cama, y mi mente elaboró una perversa idea. Creo que debió ser cosa del tónico, ya que en circunstancias normales no se me habría ocurrido algo así.

—Entonces... ¿no le contaste al cura lo que hacemos? —pregunté, mientras la besaba cerca de la oreja.

—Ya te he dicho que no... Uy, sí... Bésame ahí...Me encanta.

—¿Nada de nada? —insistí.

—Solo que... Tuve pensamientos impuros y... me toqué.

—Pues eso no ha estado bien. Te has librado de la penitencia, y lo voy a tener que arreglar —la amenazé.

—¿Ah si? ¿Pero es que tu eres cura, tunante? —preguntó, divertida.

Me sorprendió que entrase en mi juego con tanta facilidad, sin mostrar reparos o reñirme por mi irreverencia hacia la iglesia. Tal vez no era tan religiosa como intentaba aparentar, o cuando estaba caliente cambiaban sus prioridades y le perdía el miedo al infierno. Quité uno de los grandes cojines que adornaban su cama y lo puse en el suelo, señalándolo con el dedo.

—Arrodíllate, pecadora —ordené.

—¿Que me arrodille? —preguntó, desconfiada—. No me hagas cosas raras, ¿eh?

—Tranquila, no te voy a hacer daño. Ponte de rodillas —dije, preguntándome qué entendía ella por “cosas raras”.

Mirándome con recelo pero con una sonrisa pícara en los labios hincó las rodillas en el cojín, con las piernas juntas y la espalda recta, como si estuviese frente al confesionario. Me puse detrás de ella y acaricié los rizos pelirrojos de su nuca.

—¿Sabes lo que es una paja santa, abuela?

—¿Una paja... santa? No tengo ni idea —dijo.

—Te lo voy a enseñar. Esa va a ser tu penitencia, por ser una pecadora sin remedio.

Sujetando su codo la hice levantar el brazo derecho, doblando un poco las rodillas coloqué mi rabo erecto contra su suave axila, muy bien depilada, y la hice bajar el brazo de nuevo. Su robusto brazo de campesina no era precisamente delgado, pero mi verga era lo bastante larga como para que asomase por el otro lado, cerca de donde comenzaba su teta. El calor y la presión de su carne en mi tranca me hizo soltar un largo soplido, con las manos apoyadas en sus hombros pecosos.

—¿Pero qué haces? —preguntó, riendo—. Hay que ver qué ocurrencias tienes.

—Ahora santíguate —ordené, en tono severo.

—¿Que me santigue?

—Ya me has oído. Si no quieres ir al infierno obedece, pecadora.

—Está bien, pero no entiendo esta penitencia —dijo, confusa pero aún de buen humor—. En el nombre del padre, del hijo, del espíritu santo, amén.

Mientras recitaba la conocida fórmula realizó los movimientos preceptivos. Llevó su mano derecha hasta la frente, la bajó hasta el abdomen, subió hasta tocar el hombro izquierdo y después el derecho, dibujando una cruz imaginaria sobre su exuberante torso. Como esperaba, el movimiento de su brazo aplicó un suave masaje a mi polla, prisionera en su axila. Era una sensación nueva, muy distinta a la de una paja manual, más sutil y morbosa.

—Otra vez. No pares de hacerlo hasta que te lo diga —ordené de nuevo.

La penitente había entendido el concepto de “paja santa” y no hizo más preguntas. Se santiguó una y otra vez, repitiendo en voz baja la monótona salmodia.

En el nombre del padre, del hijo, del espíritu santo, amén. En el nombre del padre, del hijo, del espíritu santo, amén. En el nombre del padre, del hijo...

El roce y los cambios en la presión que provocaban sus movimientos eran deliciosos. Desde mi ángulo podía ver las enormes mamellas temblando al ritmo del ritual. Decidí que la próxima parada de mi venoso trolebús sería ese prieto canalillo y continué disfrutando de la gozosa penitencia.

—Más deprisa... mala pécora —le dije.

En el nombre del padre, del hijo, del espíritu santo, amén. En el nombre del padre...

—Más... más rápido... no pares.

Su mano trazaba cruces en el aire a una velocidad endemoniada, y noté cómo mantenía el brazo más pegado al cuerpo de lo que habría sido normal, para ejercer presión extra y darme más placer. El extravagante pajeo me estaba volviendo loco, jadeaba de pura excitación, observando el hipnótico movimiento de sus tetas y el capullo hinchado que asomaba como la cabeza de un extraño animal.

Enelnombredelpadre,del hijo,delespíritusanto,amén.Enelnombredelpadre,del hijo,delespíritusanto,amén.Enelnombredelpadre...

Moví un poco las caderas al ritmo de la frenética oración, uniendo al masaje de su brazo un placentero roce contra la axila. Muy pronto sentí que estaba a punto de correrme, y quería hacerlo entre sus tetas. En ese momento me obsesionaba derramar mi impía semilla sobre su santo y pecoso pecho. La saqué de su axila y a toda prisa me coloqué frente a ella, sobresaltándola con mi brusca maniobra. Me agarré la polla, y antes de que pudiese agacharme para meterla entre sus senos el calentón, y tal vez el efecto del tónico, me jugó una mala pasada.

La paja santa me había dejado tan a punto de nieve que bastó el contacto de mi mano para que mi arma se disparase. Con un grito de placer y sorpresa descargué varios potentes chorros de semen en el rostro de mi desprevenida abuela, quien solo tuvo tiempo para cerrar los ojos y la boca. Solo las últimas gotas de la abundante corrida aterrizaron en su pecho, mi objetivo original.

—¡Carlitos! Pero... ¿estás loco? —se lamentó.

Tenía una buena cantidad de viscosa lefa sobre ambos párpados y la pobre no se atrevía a abrir los ojos. También había recibido impactos en la nariz, las rubicundas mejillas y la boca, por lo que hablaba sin separar demasiado los labios.

—Lo... Lo siento —me disculpé, mientras recuperaba el aliento.

—¿Cómo se te ocurre hacerme esto? Y para colmo sin avisar ni nada... Ay, Jesús bendito, cómo me has puesto.

—Ha sido sin querer. Te lo juro.

Cambió de postura, apoyando las nalgas en los talones, y se llevó una mano insegura a la cara. Torció la boca cuando sus dedos quedaron impregnados por el pegajoso fruto de mis cojones. Me sentía realmente mal por haberla enlechado a traición pero al mismo tiempo me excitaba mucho ver su rostro manchado con mi semen.

—Espera, no abras los ojos. Deja que te ayude —le dije.

La ayudé a ponerse de pie y tomándola del brazo como a una ciega la llevé hasta el cuarto de baño. La hice inclinarse sobre el lavabo y con mucho cuidado limpié el estropicio de su cara. Por alguna razón, aquel me pareció uno de los momentos más íntimos y tiernos que habíamos compartido.

—Te juro que ha sido sin querer. Se me ha escapado —me disculpé de nuevo.

—Pues para haber sido sin querer menuda puntería —bromeó, cosa que me hizo suspirar aliviado, pues temía que el incidente pusiera fin a la noche.

Terminó de limpiarse ella misma y se secó con una toalla. Parpadeó varias veces frente al espejo, y por suerte mis soldaditos no habían conseguido llegar hasta sus ojos. Aproveché para lavarme el cimbrel, que también tenía algunos restos de pólvora. Seguía duro como un leño a pesar de la monumental corrida, y cuando levanté la vista descubrí que mi abuela no le quitaba ojo, con una sonrisa picarona en los labios.

—Qué barbaridad, hijo. Juventud, divino tesoro —recitó.

Lo agité un poco para que apreciase mejor su dureza y lo apreté bien contra su muslo cuando la abracé para besarla. Regresamos al dormitorio, quitamos la colcha de la cama y comenzamos el segundo acto de nuestra pecaminosa obra. No voy a describir con detalle el resto de la noche porque podría llenar cientos de páginas.

Nos entregamos a la lujuria con un abandono y una pasión insospechada, saltando de la ternura al frenesí animal sin reparos. Aunque ella estaba totalmente entregada, después de la paja santa y la inoportuna corrida no quise probar nada fuera de lo común, lo que no fue impedimento para gozar de su cuerpo en varias posturas. Embestí sin piedad su carnoso sexo encima de ella, con sus suaves pantorrilas en mis hombros, como nuestra primera vez. También tomó la iniciativa en algún momento y se puso encima. Cabalgó mi verga entre fuertes y agudos gemidos de placer, brindándome una vista demencial de sus tetazas en movimiento. No sé cuantos orgasmos llegó a tener esa noche pero desde luego se desquitó a gusto por los más de dos años de castidad.

La sesión duró casi tres horas, con algunas pausas para beber agua y una más larga para tomar un tentempié. Mi resistencia podía achacarse a mi juventud y a los efectos del brebaje, pero lo suyo era puro vicio. Los redescubiertos placeres del fornicio la embriagaban como una excitante droga, a pesar de sus reticencias iniciales. Eran casi las dos de la mañana cuando se dio por satisfecha, exhausta y con las mejillas rojas como manzanas maduras. La pequeña dosis de tónico había bastado sin duda alguna, y yo podría haber seguido empujando como un campeón el resto de la noche, pero estaba más que satisfecho. Ella apagó la lámpara, descorrió las cortinas y abrió la ventana. Su cuerpo húmedo relució a la luz de la luna.

—Uy... Qué gustito —dijo cuando la brisa nocturna acarició su piel caliente.

Volvió a la cama y nos quedamos un rato en silencio, tumbados muy cerca el uno del otro. Esa noche no tenía tanta prisa por cambiar las sábanas o por ducharse. Se puso de lado para apoyar la cabeza en mi hombro, me acarició el pelo y dejó escapar un largo suspiro.

—Ay... Qué locura, cielo. Qué locura.

Al día siguiente nos levantamos temprano para reanudar las labores que habían quedado en suspenso durante el fin de semana, algo cansados por la intensa actividad nocturna pero de muy buen humor. Además del placer experimentado, me alegraba haber confirmado que nuestro primer encuentro no había sido cosa de una sola vez, y que no necesitaba el tónico para que se entregase cual recién casada en su noche de bodas. Nos habíamos convertido en amantes, una situación que una semana antes me habría parecido un disparate.

En cuanto a mi abuela estaba más guapa que nunca. Su piel tenía una luz especial, el saludable rubor de sus mejillas nunca las abandonaba, sus ojos verdes brillaban y en las comisuras de los labios rosados rondaba siempre una sonrisa. Incluso se movía con más ligereza, sin importarle que el bamboleo de sus nalgas pudiese resultar más sensual de lo apropiado en una respetable viuda. Canturreaba más a menudo durante el trabajo y apenas me regañaba cuando se me escapaba una palabra malsonante.

Tras ocuparnos de las gallinas y el huerto ella acometió la limpieza del garaje, ahora vacío, y yo la tarea de tirar a la basura la montaña de trastos que habíamos desechado, llevándolos en el Land-Rover hasta los contenedores situados a diez minutos de la casa. Era un trabajo monótono y agotador, pero estaba tan animado que cargaba toda esa mierda silbando, encadenando una erección tras otra cuando pensaba en la recompensa que me esperaba por la noche. O quizá antes, si podía convencerla de echarnos juntos una “siesta”.

Alrededor del mediodía, regresaba de uno de los viajes al contenedor y me sorprendió ver un automóvil aparcado en el camino de entrada a la parcela. No era el taxi de mi padre ni el flamante Audi rojo de mi tío, sino un Seat gris de dos puertas, viejo pero bien cuidado. Mi abuela no me había dicho que esperase visita, así que entré en la casa algo escamado.

En la cocina la encontré frente a la encimera, cortando algo en la tabla, y sentado cerca de la mesa estaba el padre Basilio, quien me dedicó una beatífica y al mismo tiempo sibilina sonrisa cuando me vio.

—Carlitos, ¿te acuerdas del padre Basilio? —dijo mi abuela, en un tono animado que me tranquilizó.

—Claro que sí. ¿Que tal, padre? —saludé.

—Bien, hijo, bien, gracias a Dios. ¿Y qué tal tú? —dijo, en ese tono pausado y melifluo propio de los sacerdotes—. Me comentó tu abuela que trabajas en la construcción.

Era un tipo de unos cincuenta años y aspecto anodino, ni alto ni bajo, ni flaco ni gordo, ni guapo ni feo. Estaba medio calvo y su rasgo más distintivo eran unos ojos azules muy claros de mirada astuta y penetrante. Vestía una camisa negra de manga corta con alzacuellos (esa banda blanca que llevan los curas bajo el cuello de la camisa, también llamado clergyman o “espantaputas”) y pantalones también negros.

—Ya no. No era lo mío —expliqué, sin entrar en detalles—. Ahora estoy en paro y echando una mano por aquí.

—Ah, eso está bien, sí señor. Hay que ayudar a los mayores —dijo el cura.

Me jodió sobremanera que incluyese a mi abuela en el grupo de “mayores”, como si fuese una anciana decrépita que necesitase ayuda. Era unos años mayor que el sacerdote, pero parecía diez años más joven, sobre todo esa mañana. La susodicha se acercó a la mesa y dejó en ella un plato con queso curado y pan. Era una costumbre muy de pueblo ponerle algo de picar al cura cuando iba de visita.

—Ay, ¿para qué te molestas, hija?

—No es molestia —afirmó la abuela, y se quedó de pie junto a la mesa como una criada, cosa que también me jodió. Hasta le dedicó una leve inclinación de cabeza antes de dirigirse a mí—. Ayer le comenté al padre que teníamos ropa para donar a la parroquia y ha sido tan amable de pasar a recogerla.

—Bah, no es para tanto, Felisa. Venía de la capital de hacer papeleo y me quedaba de paso —dijo el cura, con la falsa humildad propia del clero.

El baúl de ropa estaba en mi habitación, así que con la excusa de ir a buscarlo me quité del medio. Aproveché para fumarme un cigarro y preguntarme cómo podía mi abuela charlar tranquilamente con un hombre al que le había contado que se masturbaba. Al menos no le había contado lo nuestro, lo cual habría hecho la situación mucho más incómoda.

Cuando volví a la cocina cargado con el baúl casi se me cae en los pies. El cura de los cojones estaba acompañando el queso con una copa de vino. La botella estaba en la mesa y la reconocí enseguida. Era el vino que yo había comprado. El vino mezclado con tónico. Casi había olvidado que estaba e la alacena, pero mi abuela, como buena ama de casa, estaba al tanto de todos los suministros almacenados, y decidió obsequiar a su ilustre invitado con el morapio que tanto le había gustado a ella durante nuestra cena.

No podía culparla, desde luego. No sabía nada del tónico y nunca debía saberlo. El cura bebió un largo trago y no pude hacer nada por evitarlo. Devoró un buen trozo de queso con pan y lo ayudó a bajar con otra abundante libación.

—Cielo, ¿qué haces ahí parado cargando eso? Te vas a lastimar la espalda —dijo mi abuela. Por suerte ella no estaba bebiendo.

—Eh... Voy a llevarlo al coche —expliqué, sobreponiéndome a la sorpresa.

—Si, gracias... Déjalo detrás y después lo cargamos en el maletero —dijo el cura, aún masticando.

Antes de abandonar la cocina pude ver cómo el hijoputa apuraba la copa y su inocente anfitriona le servía otra.

—Está rico, ¿verdad?

—Ya lo creo, hija. Ya lo creo.

Una vez fuera intenté calmarme. No era para tanto, después de todo. Si la poción hacía efecto antes de que se marchase e intentaba propasarse con mi abuela, tendría que enfrentarse a una mujer fuerte y a su menos fuerte pero muy cabreado nieto. Si el calentón le entraba en el pueblo, ya no sería mi problema. Pensé en algún ardid para que se marchase antes, pero no se me ocurrió nada. Me fumé otro cigarro en el recibidor de la casa, desde donde tenía una buena vista de la cocina. Charlaban de asuntos del pueblo. Mi abuela apoyada con discreta gracia en la encimera y el cura comiendo y trasegando vino adulterado.

Por suerte la visita fue breve. Tras acabarse la segunda copa se despidió de nosotros, le ayudé a cargar el baúl y en pocos minutos su Seat desapareció por la sinuosa carretera que llevaba al pueblo. Aliviado, volví a la cocina, donde la abuela recogía los restos del ágape. La vi guardar lo que quedaba del vino en la alacena y tomé nota mental de que debía deshacerme de él para que no causara problemas. Por desgracia, esa nota se traspapeló y el puto vino causó más de un problema, como veréis más adelante.

—¿Estás bien, Carlitos?

Mi religiosa amante se había acercado y me acariciaba la cara, preocupada por mi expresión ausente. El roce de su piel y la proximidad de su cuerpo me devolvieron de golpe a la agradable realidad.

—Muy bien.

La abracé, apretándome contra la familiar abundancia de su pecho, y la besé como si me estuviese ahogando y su lengua fuese un salvavidas. Me correspondió durante unos segundos, antes de apartarse mirando hacia la puerta con desconfianza, aunque dejó una de sus manos posada en mi cintura.

—Aquí no, cariño. Espera a la noche.

—No se si podré esperar tanto —me lamenté. Volví al ataque y de nuevo fui rechazado.

—Hijo, no podemos pasarnos el día chuscando como conejitos —dijo ella, intentando mostrarse severa—. Hay que trabajar y hacer otras cosas. Y tenemos que ser discretos. Imagina que llega el padre Basilio, como hace un rato, se encuentra la verja abierta, entra y nos ve... con las manos en la masa. O peor, tu padre o tu tío.

—Te comes demasiado la cabeza —dije

Entonces me puso una mano en el hombro, sonrió con picardía y acercó la boca a mi oreja para susurrar.

—Si te portas bien a lo mejor me como otra cosa.

Dicho esto, me dio una palmadita en el pecho, se dio media vuelta y salió de la cocina moviendo las caderas más de lo habitual, dejándome con la boca abierta. ¿De verdad lo había dicho o me estaba volviendo loco? La misma mujer que se confesaba cada domingo y me regañaba cuando decía tacos, ¿acababa de dar a entender que me iba a comer la polla? La sola idea de sus labios tocando mi verga me puso tan caliente que casi corro al baño a cascármela. En lugar de ello volví al trabajo con renovada energía, sin dejar de escuchar en mi cabeza la sorprendente frase.

Después de comer nos sentamos a ver la telenovela y no la molesté hasta que acabó. Quería que estuviese del mejor humor posible antes de recordarle su promesa oral. Como de costumbre se había duchado antes de hacer la comida y llevaba la habitual bata floreada. Las cortinas de la sala de estar estaban echadas y nos envolvía una suave luz anaranjada. En cuanto terminamos de presenciar las desventuras de aquellas pésimas actrices venezolanas, acaricié su muslo por encima de la tela y me miró con una plácida sonrisa.

—Oye... ¿crees que hoy me he portado bien? —dije, acercándome a ella un poco más.

—Te has portado muy bien, cariño. Como siempre —respondió—. ¿Por qué lo preguntas?

Me percaté de que ahora me llamaba “cariño” de vez en cuando, algo que no hacía antes. Levanté la bata y acarició la piel sedosa de su muslazo desde la rodilla hasta la ingle.

—Dijiste que si me portaba bien harías algo. ¿No te acuerdas?

La dulce sonrisa con que me miraba se convirtió en una cantarina risa seguida de un suspiro.

—Hay que ver que buena memoria tienes cuando quieres, ¿eh?

—Bueno, no todos los días te promete algo así la moza más guapa del pueblo —dije. Apreté la carne de su muslo, por si quedaba alguna duda de que me refería a ella.

—Anda, no seas tan zalamero. Tendré mis defectos pero cuando hago una promesa la cumplo.

Dicho esto pasó a la acción, y me sorprendió verla tomar la iniciativa de esa forma. Primero se levantó del sofá, apagó el televisor y se quitó la bata. Su conjunto blanco era más sencillo que el del día anterior, pero se ceñía igual de bien a las abundantes curvas. Se quitó las gafas y puso en el suelo uno de los cojines del sofá, justo frente a mí.

—Lo que me sorprende es que no me lo hayas pedido tú. A los hombres os encanta que os hagan eso —comentó, mientras se arrodillaba.

—No sé... Pensé que no querrías hacerlo.

—¿Y por qué no iba a querer? A lo mejor estoy un poco chapada a la antigua, pero no soy una monja, cielo.

—No. Eso está claro.

Me bajó los pantalones del chándal hasta los tobillos de un solo y hábil movimiento, me separó las piernas para colocarse cómodamente entre ellas y me acarició los muslos mientras miraba sonriente mi polla tiesa, tanto que cabeceaba por sí sola al ritmo de mi sangre.

—Hijo de mi vida... ¿pero es que siempre la tienes así? —exclamó, sorprendida por la rápida respuesta de mi siempre belicoso soldado.

—Siempre que andas cerca.

—Anda, calla, tunante —dijo. Me miró a la cara y su voz se volvió un poco más seria—. Ándate atento por si escuchas algo fuera, no sea que venga alguien.

Asentí y no dije nada. Que estuviese haciendo lo que estaba haciendo durante el día y fuera del dormitorio ya era todo un logro, y otro síntoma de que disfrutar de nuevo del sexo la estaba cambiando, o simplemente recuperando una faceta suya que había ivernado durante años. Satisfecha por mi obediencia, agarró con firmeza pero sin apretar demasiado el tronco de mi polla y se inclinó hacia adelante. Cuando la vi darle tiernos besos a mi rosado glande casi me pellizco para comprobar que no estaba soñando.

Comenzó a mover la mano derecha muy despacio, arriba y abajo, mientras con la otra me acariciaba la pierna. Los besos dieron paso a tímidos lametones, como los de un gatito bebiendo agua, y pronto se transformaron en lengüetazos que humedecieron y calentaron mi ya ardiente cañón. Abrió la mano para que su lengua pudiera recorrer todo el camino desde la base hasta el frenillo, donde se detenía para estimularlo con una mezcla de beso y chupetón. Estaba claro que sabía lo que hacía, que tenía mucha práctica, e incluso era evidente que le gustaba. De repente hizo una pausa para hablar, sin dejar de masturbarme muy despacio.

—Oye, avísame cuando vayas a acabar, ¿eh? No me hagas lo mismo de anoche —me advirtió.

—Tranquila. No voy a intentar dejarte ciega otra vez —dije, bromeando.

—Más te vale, granuja. Tu avisa para que me lo trague y ya está.

Su cabeza volvió a bajar hacia... Un momento. ¡¿Qué?!

—¿Te... Te lo vas a... tragar? —balbucí, patidifuso.

—Pues claro —afirmó, como si fuese lo más normal del mundo.

Era evidente que no conocía a esa mujer en absoluto, y mucho menos en el ámbito sexual. Si me esperaban más sorpresas de ese tipo, nuestra relación iba a ser mucho más interesante de lo que ya era. Como iba diciendo, su cabeza volvió a bajar y sus labios atraparon mi capullo, reteniéndolo dentro de la boca mientras la punta de su lengua acariciaba el frenillo, presionando, moviéndose en círculos o hacia los lados. Ya había notado la agilidad de su lengua cuando nos besábamos, pero aquel despliegue de técnica era puro alarde. Estaba claro que quería impresionarme con su primera mamada, y lo estaba consiguiendo.

Después prescindió de la mano y se la tragó hasta la mitad, con los labios ceñidos al respetable diámetro del tronco. Parte de sus tetazas se apretaban contra mis muslos y sus manos me acariciaban la parte trasera de las pantorrillas, algo que encontré muy agradable. Su cabeza subía y bajaba, cada vez con más fluidez. Combinó la succión con nuevas caricias de lengua y paraba de vez en cuando para lamer con avidez todo el cipote. Yo sudaba y respiraba con fuerza, paralizado de puro placer. Me habían hecho algunas mamadas antes, pero ninguna podía compararse. No era solo la técnica, también el cariño y la generosidad que desprendían cada uno de sus movimientos. Incapaz de articular palabra, acaricié con una mano sus rizos pelirrojos, siguiendo el ritmo de su cabeza para no incomodarla.

Decidida a impresionarme, consiguió meterse en la boca más de la mitad de mi tranca. Se atragantó y no pudo bajar más, pero agradecí el intento. A una zorra cualquiera le habría follado la garganta hasta que diese arcadas, obviamente a ella no pensaba hacerle nada parecido. Tras unos diez minutos de intensa pero pausada felación, aumentó el ritmo de su cabeceo, acompañándolo con el torso de forma que sus tetas temblaban contra mis muslos. También succionaba con más fuerza y tanto sus labios como su lengua se esforzaban en estimular la zona del frenillo. Su mano derecha volvió a pajear, complementando con perfecta sincronía el trabajo de la boca, y la izquierda masajeó mis huevos, húmedos por la abundante saliva que la hábil felatriz empleaba.

Me hubiese gustado que aquello durase horas, pero el aguante del que tanto presumía se desvaneció. Era ella quien tenía el control. Ella quería que me corriese y me iba a correr. Me agarré a sus hombros como si temiese salir disparado hacia el techo y me sometí a su voluntad.

—Ya... ya viene... ya... —conseguí gemir un segundo antes de la inminente explosión.

Ella puso las manos en mis caderas, dejó de mover la cabeza y atrapó mi glande entre los labios, limitándose a succionar mientras mi verga descargaba con pulsaciones que la hacían moverse como si tuviese vida propia. Como había dicho, se tragó sin esfuerzo, sin dar ninguna muestra de asco, todas y cada una de las oleadas de semen que irrumpieron en su dulce boca, mientras respiraba con fuerza por la nariz. Cuando la última gota bajó por su garganta, se dedicó a lamer mi polla durante un rato, limpiándola a conciencia con su lengua. Remató la faena dándole un beso en la punta, se puso de pie y se dejó caer en el sofá junto a mí, ruborizada y satisfecha. Yo recuperaba el aliento en silencio, procesando aún lo que acababa de ocurrir.

—¿Qué pasa? ¿No dices nada? —me interpeló, dándome unas palmadas en el muslo.

—Te... te quiero —conseguí decir.

—Y yo a ti, cariño.

Me dedicó una amplia sonrisa con los mismos labios rosados que habían contribuido a deslecharme y me dio varios sonoros besos en la mejilla. Se levantó, se puso la bata con un garboso giro y fue a la cocina a beber agua. Me quedé allí sentado unos minutos, con los pantalones aún por los tobillos y una sonrisa bobalicona que tardó mucho en borrarse.

No podíamos pasarnos el día chuscando como conejitos, así que volvimos al trabajo. El garaje ya estaba limpio y solo quedaba pintarlo. Comenzamos a rascar la pintura vieja de las paredes, animados y bromeando a cada rato. Yo no podía dejar de pensar en la tremenda mamada y en su atípico final. Si llevarme al catre a una señora conservadora y algo beata había sido increíble, descubrir las habilidades ocultas y gustos inconfesables de una experimentada mujer madura iba a ser la rehostia. Y lo mejor es que ambas eran la misma persona, las dos habitaban en ese exuberante cuerpo que me volvía loco.

Pero el día aún nos preparaba una sorpresa. Después del ocaso, mi abuela se puso a hacer la cena y yo me senté un rato a ver la tele, más cansado de lo que quería admitir. Sonó el teléfono. Era uno de esos viejos teléfonos negros de rueda, colocado en una mesita de la sala de estar, cerca de la puerta. No sonaba a menudo, así que me sobresalté un poco con el estridente timbre del aparato.

—¡Ya lo cojo yo, cielo! —dijo mi abuela desde la cocina.

Lo descolgó y, por su forma de hablar, supuse que sería alguna de sus amigas del pueblo, así que no presté mucha atención a lo que decía. No me di cuenta de que pasaba algo raro hasta que, cinco minutos después, colgó el teléfono y se sentó en el reposabrazos del sofá, pálida y con los ojos húmedos. Alarmado, me incorporé y puse la mano en su brazo.

—¿Ocurre algo? ¿Quien era?

—Hijo... No te vas a creer lo que ha pasado.

CONTINUARÁ...