El tónico familiar (1).

Debido a su pereza y malas costumbres, Carlos es obligado por sus padres a pasar el verano en el pueblo, ayudando a su abuela con las tareas del campo. Un inesperado descubrimiento volverá su castigo mucho más interesante de lo que esperaba...

En 1991 yo tenía 19 años y me masturbaba varias veces al día. Es una forma extraña de comenzar un relato pero es la verdad, y un dato importante para entender los acontecimientos que tuvieron lugar aquel año. Andaba más salido que el pico de una plancha, más caliente que el perro de Satán... Creo que ya os hacéis una idea.

Para colmo no tenía novia. Y salvo que alguna chica del barrio bebiese suficiente birra y fumase bastante droga porro como para dejarse manosear o acceder a hacerme una desganada paja, mi vida sexual era tan triste como la de Robinson Crusoe. Más aún, ya que al menos el amigo Robinson podía aliviarse petando el moreno culo del indígena aquel que se encontró en la isla. Yo tenía que conformarme con un par de revistas que ocultaba bajo el colchón (sabiendo que mi madre sabía que yo sabía que ella sabía que estaban ahí y lo que hacía con ellas), y con un par de cintas de VHS que mi padre escondía en una recóndita repisa de un armario.

Cada vez que me quedaba solo en casa, trepaba cual empalmado Spiderman en busca de aquel tesoro de plástico negro. Me sentaba en el sofá del salón desnudo de cintura para abajo y me escupía en la mano derecha, con el mando a distancia en la izquierda y los ojos fijos en la pantalla. En aquella época no podías meterte en el baño y meneártela viendo en el smartphone las fotos en bikini que sube al isntagram tu prima la maciza, o el onlyfans de alguna gamer culona sacando la lengua y poniéndose bizca como una retrasada mientras su novia transexual de pelo azul se corre en el tatuaje de Pokémon de su teta derecha. Tampoco podías encender la computadora, entrar en tu web favorita y elegir entre el vídeo de una madurita rodeada de mandingos o el de una colegiala de 24 años siendo sodomizada por su bien dotado padrastro.

Esas cintas eran todo el “PornHub” del que disponía, y las había visto tantas veces que me sabría los diálogos de memoria si no fuese porque siempre me los saltaba. Pero aunque prefiero la tecnología actual, recuerdo con cierta nostalgia aquellas sacudidas de sardina frente a la tele, el rumor del reproductor de vídeo, la adrenalina cuando mis padres regresaban antes de lo previsto y tenía que abortar misión, devolver la cinta a su lugar a la velocidad del rayo y disimular. Ah, que buenos ratos pasé, y cuántas botellas de leche habría podido llenar mientras miraba hipnotizado la boca golosa de Ginger Lynn, el culo perfecto de Nina Hartley o los maternales pechos de Kay Parker.

En el mundo real, no conocía a diosas lascivas como aquellas, y si encontraba a alguna parecida mi escasa habilidad para la seducción se hacía patente. No es que fuese tímido o inseguro, simplemente se me daba mal ligar. Y si llevaba unas copas de más era aun peor, ya que terminaba soltando alguna obscenidad y más de una vez me llevé una bofetada femenina o tuve que huir de un novio enfurecido. Mi físico tampoco ayudaba. Aunque no era del todo feo tenía la nariz grande como un villano de dibujos animados y los ojos un poco saltones, lo cual propiciaba que a veces mi mirada se pareciese demasiado a la de un maníaco sexual. Tenía el cabello oscuro y la piel morena, y en cuanto me crecía un poco el pelo todo el mundo me tomaba por gitano. Tanto era así que si me cruzaba por la calle con una señora se agarraba el bolso y me miraba desconfiada (la gente era más racista entonces. Seguro que ahora esas cosas no pasan). Pero mi principal hándicap a la hora de tratar con el sexo opuesto era mi estatura. Medía 1,62 m, y digan lo que digan la inmensa mayoría de las mujeres prefieren hombres altos. Al menos estaba delgado y mi miembro viril tenía un tamaño bastante digno. Tal vez no podía competir con las grandes e ilustres pollas del cine X pero desde luego estaba varios centímetros por encima de la media.

Como iba diciendo, era 1991, y todo comenzó en una tranquila mañana de junio. Yo estaba tirado en el sofá, aún ataviado con un holgado pantalón de pijama y una descolorida camiseta verde que llevaba para andar por casa. En la tele ponían uno de esos aburridos programas matinales para amas de casa y desempleados, y aunque no me interesaba un carajo la entrevista que estaba haciéndole a nosecual cantante, las piernas de la presentadora hicieron ponerse firme a mi guerrero de cabeza carmesí. No recuerdo el nombre de la tipa, una cuarentona con el pelo corto, tirando a rellenita y con una agradable sonrisa. Llevaba uno de esos trajes de chaqueta muy de la época (o eso creo, no entiendo mucho de moda), tenía las piernas cruzadas y la falda dejaba a la vista el comienzo del muslo y una apetitosa pantorrilla. Lucía medias blancas y zapatos de tacón. Por las mañanas estaba especialmente cachondo, y eso bastó para que metiese la mano bajo el pijama y me acariciase el manubrio con cautela. No sería la primera vez que descargaba viendo un programa cualquiera de televisión, estimulado tan solo por un par de piernas o un escote generoso.

Mi padre estaba trabajando y mi madre había salido temprano. Podía coger una de mis revistas e incluso poner una cinta en el video, pero decidí dedicarle la primera corrida del día a aquella señora tan simpática. Me disponía a levantarme en busca de un par de kleenex para rematar la faena cuando escuché abrirse la puerta principal. Por si no lo he dicho, vivía con mis padres en un piso de dos dormitorios, en un bloque de viviendas en un barrio obrero de una ciudad cuyo nombre omitiré. De inmediato dejé de tocarme y empujé mi rampante verga contra el muslo, doblando la pierna para disimular una inminente tienda de campaña. Tenía la costumbre de dormir sin ropa interior y a veces disimular las erecciones mañaneras era todo un desafío.

Escuché los inconfundibles pasos de mi madre en el pasillo de la entrada. Escuché cómo dejaba en la cocina las bolsas de la compra con un sonoro suspiro. Escuché los pasos de nuevo en el pasillo y el repiqueteo furioso de su pie en el suelo mientras me miraba, con los brazos cruzados y el ceño fruncido, a un par de pasos del sofá. Estaba enfadada.

—¿Qué? Toda la mañana ahí tirado haciendo el vago ¿verdad? A cuerpo de rey. Cuando llegue tu padre te vas a enterar.—Dicho esto, se dio media vuelta y regresó a la cocina murmurando.

Antes de continuar, se impone una pausa para hablaros de ella. Como podéis suponer por lo relatado hasta ahora, mi exacerbada líbido convertía en objetivo válido a casi cualquier mujer que entrase en mi campo de visión, y por supuesto mi madre no era una excepción. Aunque no se me pasaba por la cabeza intentar algo con ella, hacía ya tiempo que mi mente había derribado ese tabú y me permitía fantasear a menudo con la mujer que me había llevado en su vientre durante nueve meses.

Se llamaba Rocío y por aquel entonces tenía 43 años. Llevaba el pelo corto, a lo garçon (creo que se escribe así), teñido de rubio, con un travieso flequillo que a veces le tapaba el ojo izquierdo. Era incluso más bajita que yo, rondando los 1,55 m, y obviamente a ella le debía mi corta estatura. Si bien era pequeño, su cuerpo estaba bien proporcionado, y se mantenía en buena forma sin necesidad de dietas ni gimnasio. Tenía los pechos muy pequeños y si llevaba sostén era por puro pudor, ya que se mantenían firmes sin necesidad de ayuda. Sin duda su punto fuerte era su trasero: prieto y respingón como el de una gimnasta. Alguna vez había escuchado a mi padre presumir de que su mujer tenía el culito de una colegiala, aunque yo no estaba del todo de acuerdo. A pesar de su estatura y sus formas engañosamente juveniles era una mujer hecha y derecha, con el encanto de la madurez y una energía inagotable que contrastaba con su diminuta figura.

No es que estuviese obsesionado con ella o tuviese algún trastorno edípico; ni estaba enamorado de mamá ni quería matar a papá (¿quien pagaría entonces la hipoteca? jaja). Simplemente la incluía de vez en cuando en mis fantasías masturbatorias, sobre todo cuando me la cascaba en la ducha y tiraba de imaginación. Mi familia era poco numerosa y no había muchas mujeres. Además de mi madre, también entraba a veces en la rotación pajeril la borracha de mi tía Bárbara, la esposa del hermano de mi padre, pero ya os hablaré de ella en otro momento.

¿Por qué estaba tan enfadada mamá esa mañana? Tenía motivos, desde luego. Hacía más de un año que yo había dejado los estudios para dedicarme a trabajar, y en ese tiempo no me había partido el lomo precisamente. Mi padre, un sociable taxista que conocía a media ciudad, me había encontrado varios empleos tirando de contactos, pero en todos me habían despedido o había renunciado. Justo el día anterior a esa mañana me habían echado de una obra donde un amigo de mi viejo era el capataz. ¿Cómo iba yo a saber que lo de “la hora del bocata” era una forma de hablar y que solo duraba 20 minutos? Que después me fumase un canuto y me echase una siesta sobre unos sacos de cemento tampoco ayudó. De todas formas la construcción no era lo mío.

A la hora de comer llegó mi padre, Antonio. Me parecía injusto que un tipo que trabajaba sentado midiese metro ochenta, y no haber heredado ni una pulgada de esa estatura. Debía pesar unos cien kilos, y a veces me preguntaba cómo es que no había asfixiado a mi madre cuando follaban. Supongo que ella se ponía siempre encima, o a cuatro patas, para no ser aplastada por semejante mole. Nunca los había visto consumando el matrimonio, pero a veces escuchaba desde mi habitación el ruido del colchón y algún suave gemido femenino. Unos sonidos cada vez menos comunes, por cierto.

Después de una larga bronca en la que me echó en cara que le hubiese dejado en mal lugar con su amigo, que fuese un vago, que fumase droga porro, etc, nos sentamos los tres a comer en la mesa de la cocina. Mi madre hablaba poco, seria y cariacontecida. Era un poco melodramática y cualquier pequeño problema podía parecerle una tragedia. Mi padre continuaba con el sermón mientras su espeso bigote se llenaba de migas de pan, alternando gruñidos y frases cortas con rebosantes cucharadas de judías con chorizo.

—Se acabó. No pienso buscarte ni un trabajo más.

—No hace falta. Ya lo buscaré yo —dije, procurando no sonar demasiado desafiante. Mi viejo nunca me había pegado pero tampoco era conveniente enfadarle demasiado.

—¿Ah si? Eso me gustaría verlo. ¿Vas a encontrar trabajo en ese parque al que vas con los inútiles de tu amigos, bebiendo litronas y fumando porros?

—Ya está bien. Tengamos la comida en paz —intervino mi madre, mirándonos a ambos.

Tras unos minutos de silencio mi padre enderezó la espalda y me miró, como si acabase de tener una idea. Entonces pronunció la frase que daría lugar a todos los interesantes acontecimientos de aquel verano.

—Te vas a ir al pueblo.

Se refería al pequeño pueblo donde vivía su madre, mi abuela Felisa. Tanto mamá como yo lo miramos extrañados. El cabeza de familia continuó hablando, orgulloso de su idea.

—A tu abuela le vendrá bien la ayuda. Quiere limpiar el trastero y pintar la casa, y la ayudarás también con el huerto y lo demás. Ya verás como se te quita la tontería pasando unos meses allí.

—¿Meses? —exclamé cuando entendí lo que pretendía mi padre—. Si la abuela necesita ayuda puedo ir el fin de semana, pero no voy a pasarme todo el verano en el pueblo.

—Ya lo creo que lo harás. Mañana te llevo en el taxi.

—Pero...

—Ni pero ni pera. No vas a pasarte todo el verano aquí tocándote las narices.

—Además, así le haces compañía a la abuela, que últimamente apenas vamos a verla —dijo de pronto mi madre. Normalmente se ponía de mi parte durante las broncas, pero aquel día se pasó al bando de su marido.

Estaba decidido. Durante el resto del día me dediqué a rumiar mi frustración y a hacer la maleta. Por la tarde pasé un rato en el parque con los colegas, a quienes comuniqué la mala noticia. Se burlaron un poco de mí porque iba a pasar el verano en casa de la “abuelita” rodeado de catetos de pueblo, los llamé hijos de puta, nos reímos, bebimos, fumamos, le tiré los trastos a un par de zorritas de instituto que se acercaron al olor de los porros, me rechazaron, bebimos, fumamos. Lo habitual.

Llegué a casa casi a medianoche, hambriento y con los ojos rojos como el culo de un mandril. Como de costumbre mi padre se había acostado temprano y mamá estaba dormida en el sofá, con la tele encendida. La observé sentado en un sillón mientras me comía un sandwich. Llevaba puesto su habitual atuendo veraniego de andar por casa: una camiseta de algodón sin mangas que le llegaba hasta las rodillas. No transparentaba pero se ceñía a las formas de su compacto cuerpo. Estaba tumbada de lado, con las rodillas flexionadas, y el resplandor azulado del televisor brillaba en la tersa piel de sus piernas. Me encantaban sus piernas, y ella no tenía reparos en mostrarlas. Aunque su forma de vestir no era provocativa muchas veces llevaba faldas cortas o shorts, luciendo la carne firme de sus muslos y unas pantorrillas en las que, cuando llevaba tacones, los gemelos se marcaban de una forma que por algún motivo resultaba muy sensual. Cuando me terminé el tentempié mi soldado ya estaba en pie de guerra, embutido de forma muy poco discreta entre mi muslo y la pernera de mis tejanos.

Estaba lo bastante fumado y borracho como para hacer algo que pudiese lamentar, y ya me había llevado una bronca ese día. Si por perder un trabajo me había ganado un verano de exilio rural, si manoseaba a mi madre dormida puede que me mandasen varios años a un monasterio en el Tibet. Así que me fui a mi dormitorio, me desnudé y saqué una de las revistas de mi alijo. La verdad es que apenas miré las fotos. La imagen de mi madre no se me iba de la cabeza y descargué imaginándola en una intensa escena que incluía sexo anal y tratamiento de crema facial recién fabricada en mis santos cojones. Reconozco que fue una pequeña venganza por no haberme apoyado en la discusión con mi padre, ya que mis actos imaginarios con ella solían ser más suaves. Después de limpiarme me fumé un cigarro y me dormí, sin llegar a imaginar, ni de lejos, lo que realmente me esperaba aquel verano.

A día siguiente, después de desayunar, mamá me despidió con un largo beso en la mejilla y un “Pórtate bien” entre amenazante y cariñoso. Durante el trayecto mi padre y yo no hablamos demasiado, aunque ya no estaba tan enfadado como el día anterior. Ni siquiera se quejó cuando encendí un cigarro. Tenía su taxi impoluto y no le gustaba que oliese a tabaco. En poco más de una hora llegamos al pueblo donde había nacido.

Era un villorrio de apenas mil habitantes. Cuatro calles empedradas en las que podía encontrarse poco más que una iglesia, el ayuntamiento y un bar (los tres pilares de la civilización). La mayoría de los habitantes eran viejos, ya que los jóvenes se largaban en cuanto podían, y el tiempo parecía haberse detenido cuarenta años atrás. El escaso turismo se debía al bonito paisaje montañoso que lo rodeaba.

Para colmo la abuela no vivía en la localidad sino un una de las parcelas de las afueras, a una media hora a pie del “centro urbano”. Cuando llegamos mi padre se bajó para abrir la chirriante verja de hierro que daba acceso a la propiedad familiar. Yo también me bajé y entré por el camino de gravilla blanca y gris. Desde luego era un lugar agradable, una pequeña parcela de terreno rodeaba la vivienda, un vergel de árboles frutales, hierba verde y plantas varias (la botánica no es mi fuerte), entre las que abundaban las flores. Aún así se notaba que las labores que requería el lugar eran demasiado para una mujer sola. En algunas zonas la vegetación crecía salvaje, era evidente que la blanca fachada de la casa necesitaba una mano de pintura y el viejo Land-Rover de mi difunto abuelo estaba cubierto de barro y polvo.

La abuela Felisa nos esperaba en el porche, junto a una gruesa columna de madera y rodeada de coloridas macetas. Vestía una de sus características batas floreadas y su sonrisa se ensanchaba a medida que nos acercábamos a ella. No sabía su edad exacta. Era anticuada para muchas cosas y eso de que una señora debía ocultar su edad real lo cumplía a rajatabla. En cualquier caso, debía rondar unos bien llevados 60 años, por que mi padre tenía 44 y lo había parido siendo adolescente. Era una mujer robusta, de caderas anchas y nalgas abultadas, piernas fuertes de campesina y un busto generoso. Muy, pero que muy generoso. Las redondeces no se limitaban a su cuerpo; tenía las mejillas regordetas y rosadas, propensas a enrojecer como manzanas maduras.

Me saludó con un efusivo abrazo y varios sonoros besos en la frente. Me sacaba una cabeza de estatura y mentiría si dijese que no aprovechaba esas ocasiones para hundir el rostro brevemente entre sus colosales tetas. No era algo puramente sexual, lo creáis o no, esa sensación mullida y cálida era agradable en todos los sentidos. Desde la pubertad notaba cierto calambre en la entrepierna durante esos abrazos, pero nunca había pensado en la abuela Felisa durante mis numerosas sesiones masturbatorias.

—¡Pero qué guapo y alto estás, Carlitos! —exclamó, con su voz suave y aguda. Era la única a la que consentía llamarme “Carlitos”.

—¿Alto? ¿Ya te estás burlando de mí, abuela? —bromeé yo.

—Anda, anda... Pasad dentro que estoy haciendo café.

Saludó también a mi padre con un beso en la mejilla y entramos. La casa debía tener más de cien años y era la típica vivienda rural, amplia y sencilla, con vigas de madera en los altos techos y paredes blancas. En la entrada me detuve unos segundos a mirar un retrato en blanco y negro de mi abuelo, fallecido dos años antes. En la foto debía tener treinta años, llevaba traje y posaba de pie junto a una silla. Era un tipo alto y delgado, de piel morena y pelo negro. Sin duda a él debía mi aspecto agitanado y la prominente nariz que lucía orgulloso en aquella foto.

En la cocina nos sentamos a tomar café y comer gruesas tostadas. Yo ya había desayunado, pero no quería comenzar con mal pie mi larga visita. Como a la mayoría de las abuelas, a la mía no le gustaba que rechazasen su comida. Me mantuve callado mientras mi padre hablaba con su madre de esto y aquello. La abuela se mostraba agradable e incluso alegre, aunque en sus ojos verdes, tras las grandes gafas de montura nacarada, aun podía verse la tristeza por la muerte de su marido. Me fijé en que esas gafas la hacían parecer mayor de lo que era. No tenía muchas arrugas y solo se hacían evidentes alrededor de los ojos cuando sonreía. Su cabeza estaba coronada por una espesa mata de grandes rizos que le llegaba hasta la nuca. Era pelirroja, pero las numerosas canas le daban a su pelo un aspecto entre rubio y rosado. Había visto fotos suyas de joven, aunque había ganado mucho volumen lo había ganado en los lugares correctos, y se podía decir que estaba envejeciendo muy bien. Era una mujer madura pero estaba muy lejos de ser una anciana.

—A ver si metes a éste en vereda, que allí en la ciudad no da golpe —dijo mi padre. Sin que me diese cuenta la conversación había derivado hacia mi persona.

La abuela me dedicó una sonrisa encantadora. Rara vez se maquillaba, pero sus labios tenían siempre un natural tono rosado. También conservaba todos los dientes en buen estado, algo poco habitual en una mujer de su edad en aquella época.

—Bueno, aquí trabajo no le va a faltar, eso seguro —dijo ella.

—Bah, no será para tanto —intervine, por no quedarme fuera de la conversación. Que hablasen de mí como si no estuviese delante me sacaba de quicio.

—¡Uy que no, cariño! Ya verás cuando entres en el trastero.

Una media hora después mi padre se despidió de su madre y lo acompañé al coche para coger mi maleta. Aprovechó esos minutos para una retahíla de consejos y amenazas.

—Haz lo que te diga sin rechistar ¿estamos? Y nada de bajarte al pueblo para escaquearte.

—Vale.

—Ni se te ocurra fumar porros ¿No te habrás traído droga, verdad?

—Claro que no, joder.

—No digas tacos, copón. Y pórtate bien con la abuela.

—¿Cuando me he portado yo mal con la abuela?

—Tu madre y yo vendremos este fin de semana o el siguiente.

—Aquí estaré. Qué remedio.

Cuando al fin se metió en su taxi y se marchó, cerré la verja y entré en la casa, mentalizándome de que iba a pasar allí todo el verano. Fui a a deshacer en la maleta a la habitación donde solía quedarme, un dormitorio con dos camas que habían pertenecido a mi padre y a su hermano. El resto del mobiliario consistía en un armario de dos puertas, un desvencijado escritorio y una silla. Al menos había una buena ventana junto a la cual podría fumar sin que la abuela lo oliese. Obviamente le había mentido a mi padre y llevaba escondida en la maleta media bellota de buen hachís.

Volví a la cocina y encontré a mi anfitriona lavando los cacharros del desayuno. Había cambiado la bata por un sencillo y desgastado vestido veraniego, verde y con diminutas florecillas blancas, sin mangas y largo hasta las rodillas. Calzaba unas recias botas que ocultaban sus tobillos y resaltaban las fuertes pantorrillas. Un pañuelo azul en la cabeza ocultaba gran parte de sus rizos. Ese era su atuendo de faena, y combinaba muy bien con su ternesca anatomía.

—¿Te ayudo con algo? —pregunté.

—Voy a darle de comer a las gallinas, que ya es hora. Anda, ven conmigo.

Salimos y rodeamos la casa. De un pequeño cobertizo junto al gallinero sacó un cubo, lo llenó de pienso y entramos en el corral que mantenía a las gallinas cautivas. Las estúpidas aves se arremolinaron en torno nuestra y comenzaron a picotear el alimento que mi abuela dejaba caer en la tierra. De pequeño me encantaba jugar con ellas pero ahora las prefería en un plato y acompañadas de patatas fritas. Aproveché para echar un vistazo a la parte trasera de la parcela. A unos metros estaba el huerto, donde solían crecer tomates, cebollas, melones, etc. Al otro extremo crecía un enorme roble, que sin duda estaba allí mucho antes de que se construyese la casa. Mas o menos en el centro estaba la “piscina”, poco más que una alberca que el abuelo había acondicionado, instalando una depuradora de agua y cubriendo el interior con azulejos blancos. Apenas se podía nadar debido a su tamaño pero iba bien para refrescarse en verano. Estaba rodeada por un rectángulo de césped, una sombrilla y algunos viejos muebles de jardín.

—¿Bajas a menudo al pueblo, abuela? —pregunté, por hablar de algo. El cacareo de las gallinas comenzaba a resultar molesto.

—No mucho, la verdad. Los domingos voy a misa, claro. Entre semana voy una vez como mucho, si necesito algo.

Asentí, sin saber muy bien qué decir a continuación. ¿De qué se habla con una señora de pueblo? Quería mucho a mi abuela, por supuesto, pero rara vez estaba a solas con ella, y mucho menos durante todo un verano. A los dos nos gustaba hablar, pero si no encontraba algo que tuviésemos en común iban a ser unos meses llenos de silencios incómodos.

—Pero tú puedes bajar cuando quieras —añadió—. Puedes coger la bicicleta de tu tío David.

—¿Y el Land-Rover? Tengo carnet de conducir.

—Está estropeado —dijo, y soltó un breve suspiro.

Al parecer no le gustaba hablar del vehículo, seguramente porque le recordaba a mi difunto abuelo. Decidí no volver a sacar el tema. Ese día no hicimos mucho más. Tal vez no quería asustarme dándome demasiado trabajo el primer día o tal vez mi padre había exagerado y no había tanto que hacer (me equivocaba). Después de comer nos sentamos en la sala de estar y vimos una telenovela sudamericana a la que estaba enganchada. Al fin llegó la noche y ella se acostó temprano, antes de las diez. Yo me quedé un rato viendo la tele, pero en aquella época no había mucha variedad y antes de las doce me fui a la cama.

No tenía sueño y hacía calor. Encendí el transistor que encontré en un cajón del escritorio y puse un programa deportivo. Con la luz apagada para que no entrasen bichos por la ventana, me fumé medio porro y me tumbé en la cama en gayumbos, aburrido pero sin nada de sueño. Se imponía la necesidad de una buena paja. No había metido en la maleta ninguna de mis revistas por temor a que la abuela las encontrase y, en su puritanismo pueblerino, me tomase por un pervertido. Tampoco me apetecía cascármela en el baño de aquella vetusta casa, en mitad de la noche, sin poder posar la vista en al menos un anuncio de lencería. Pensé que tal vez en la sala de estar había alguna revista del corazón a las que tan aficionadas son las señoras o algún catálogo de ropa.

Sin ponerme nada encima salí al pasillo, caminando con todo el sigilo de que era capaz y alumbrando la oscuridad con mi mechero. Por suerte no soy miedoso, pues una casa como aquella, silenciosa y en mitad de la noche, habría amedrentado a más de uno. En la sala de estar solo encontré un periódico de la semana anterior. Frustrado, deambulé un poco por la casa. Fui a la cocina. Me comí un trozo de queso y regresé al pasillo, dispuesto a rendirme. Entonces tuve una idea ¿y asi la abuela tenía alguna revista en su dormitorio? Mi madre leía en la cama, y siempre tenía revistas y libros en la mesita de noche. Era arriesgado, pero si la abuela se despertaba podría inventarme cualquier excusa. Fui hasta la puerta de su dormitorio, giré el picaporte como quien desactiva una bomba y abrí la puerta muy despacio. Escuché su respiración antes de entrar. Sin duda estaba profundamente dormida. Abrí más la puerta y entré en la alcoba, muy despacio.

Lo que vi entonces cambió por completo mi forma de enfocar aquel impuesto retiro estival. Di un par de pasos y me quedé paralizado junto a la gran cama de matrimonio. Sobre la inmaculada sábana blanca reposaba plácidamente el voluptuoso cuerpo de Felisa, viuda de Juan Ramón, madre de Antonio y David, y abuela del joven en paños menores que la miraba como si la viese por primera vez. Dormía destapada, como era lógico por la temperatura tropical de esa noche, sin más vestimenta que un corto y ligero camisón con tirantes, de satén o algo parecido (no entiendo mucho de tejidos), y unas bragas blancas. Estaba tumbada de costado, y sus pechos liberados del sostén eran aún más grandes de lo que imaginaba. No habría podido abarcar con ambas manos ni siquiera la porción de ellos que el escotado camisón dejaba a la vista, y eso era menos de la mitad del impresionante tamaño total. La prenda de dormir también dejaba ver sus muslazos pálidos y el resto de sus magníficas piernas así como el comienzo de las amplias nalgas.

La exuberancia de su cuerpo contrastaba con la austeridad de la habitación, cuyas blancas paredes solo adornaban un crucifijo, un espejo antiguo y un par de fotos familiares. Su rostro dormido era angelical, y la luz de la luna que se colaba por la ventana le daba a su cabello un tono plateado, y a su piel pecosa de pelirroja la textura del mármol pulido. Me estoy poniendo algo cursi, así que también diré que en cuestión de segundos se me puso la polla más dura y tiesa que el cañón de un tanque apuntando a un campanario.

Lo que tenía ante mí era lo que ahora llamaríamos una madurita gordibuena. Una GILF en toda regla. Una veterana chichona con ortazo, como dirían nuestros hermanos del otro lado del charco. Me pregunté como era posible haber pasado por alto hasta entonces semejante compendio de sensualidad, y en cuestión de segundos toda mi infancia y adolescencia se reescribió en torno a esas curvas de locura. Todas las veces que me había estrujado contra esas tetazas, las miradas furtivas a su escote en las reuniones familiares, cuando se sentaba bajo la sombrilla o salía de la piscina con el bañador pegado a la piel ¿Como no había prestado a ese cuerpo de diosa de la fertilidad la atención que merecía? Pero eso iba a cambiar, empezando esa misma noche.

Mis calzoncillos eran tipo boxer, así que me la saqué por la abertura frontal, huevos incluidos, y comencé a meneármela allí mismo. Era arriesgado, pero la inesperada revelación, el repentino calentón y la calma que me aportaba siempre la droga porro me hicieron dejar de lado la prudencia. Sabía que la abuela tenía el sueño pesado, y si abría los ojos y me veía estrujándole el cuello al ganso en su dormitorio podría inventar alguna excusa. A veces era bastante ingenua y desde luego más crédula que mis padres. Di un paso a la derecha para tener una mejor vista de sus tetas y aceleré el ritmo de mi mano. No tuve tiempo de formar en mi mente ninguna fantasía concreta, tan solo la miraba embobado, y en menos de un minuto ya estaba a punto de acabar. Caí en la cuenta de que no llevaba kleenex ni nada parecido, y aunque me corriese en la mano cabía la posibilidad de manchar la alfombra que cubría el suelo de casi toda la estancia, algo que sin duda mi pulcra abuela notaría al día siguiente. Tampoco quería enlechar mis gayumbos, pues era ella quien tenía que lavarlos.

Pero ya era tarde. El orgasmo era inminente y no había forma de pararlo. Miré desesperado a mi alrededor. En la mesita de noche solo estaban sus gafas y un pequeño cuenco de cristal con un rosario dentro (no tenía revistas, después de todo). Miré hacia atrás y vi que junto a la ventana abierta había un arcón de madera. Me subí al mueble deprisa, con tanto sigilo como me permitía la situación, luchando por retrasar la eyaculación y conteniendo el aliento. Subido allí, el alféizar me llegaba a la altura de los muslos, así que me incliné hacia adelante, justo a tiempo para que mi impetuoso lechazo saliese disparado hacia el exterior. Fue uno de los orgasmos más intensos que había tenido hasta entonces. La corrida fue larga y abundante y de puro milagro no me caí por la ventana. La lluvia de semen se la llevó en gran parte uno de los rosales que había en la fachada. Era imposible que al día siguiente alguien pudiese verlo en aquel amasijo verde de hojas y espinas. Sacudí las últimas gotas y devolví mis gitanales al interior de los boxers, antes de soltar un largo y silencioso soplido y coger aire de nuevo. En el silencio de la noche solo se escuchaban los grillos, la respiración plácida de mi abuela y el latir acelerado de mi corazón. Bueno, eso último solo lo escuchaba yo.

Era hora de largarse. Puse un pie en el suelo y en ese momento la madera del arcón crujió como el casco de un puto barco pirata. La abuela durmiente se revolvió en sueños. Me quedé paralizado. Al menos ya no tenía el rabo en la mano y si me veía sería más fácil explicar mi presencia allí. Había escuchado un ruido fuera y quería echar un vistazo a la parte de atrás de la casa desde su ventana; eso era todo. Ella soltó una especie de suspiro, sin abrir los ojos, y giró el cuerpo hasta quedar tumbada bocarriba. En pocos segundos su respiración se normalizó de nuevo. La visión de sus tetazas en todo su esplendor casi me la pone dura otra vez, pero debía pirarme y no tentar más a la suerte. A cámara lenta, puse el otro pie en el suelo y me largué, cerrando la puerta con sumo cuidado.

Cuando me tumbé en la cama, sudoroso y aún con el pulso desbocado, medité sobre lo que acababa de pasar. No me sentía culpable, desde luego. Ya tenía fantasías incestuosas con mi madre y no me suponía ningún problema moral. Pero debía andarme con cuidado, ya que iba a pasar todo el verano en aquella casa con la nueva musa de mis deseos prohibidos, el nuevo y tal vez el mejor descubrimiento de mi hiperactiva libido. Me fumé el medio porro que había dejado apagado junto a la ventana y me dormí entre imágenes mentales de aquel maravilloso cuerpo bañado por la luz de la luna.

Al día siguiente, durante el desayuno, no di muestras de que la noche anterior hubiese pasado algo fuera de lo normal, ni la abuela tampoco. Ahora que sabía el tesoro de carnalidad que ocultaba aquella recatada bata, mis ojos se iban por voluntad propia hacia las curvas que abultaban bajo la tela. Tenía que controlar eso, al menos cuando ella pudiese darse cuenta. Cuando se levantó a la alacena a por un bote de mermelada (que ella misma hacía con la fruta de sus árboles), me deleité con el movimiento de sus nalgas. Cuando regresó le sonreí y le dije lo buena que estaba... La mermelada, claro.

—Desayuna bien, tesoro. Después de dar de comer a las gallinas vamos a empezar a limpiar el trastero, y te va a hacer falta la energía —dijo, con una sonrisa traviesa en sus labios rosados.

Tenía pecas en las mejillas y en la nariz, y cuando sonreía de esa forma su rostro redondeado adquiría un aire casi infantil que hasta ese día encontraba encantador y esa mañana también me resultó excitante.

—Bah, no será para tanto lo del trastero —dije.

Me equivocaba. Lo que en la familia llamábamos “trastero” era en realidad un amplio garaje en el que normalmente hubiesen entrado tres coches, pero en ese momento apenas cabía un patinete. Mi abuelo era un buen tipo al que recordaba con cariño, pero tenía cierto síndrome de Diógenes que su dulce esposa había conseguido contener dentro de aquel garaje. La cantidad de trastos inútiles que el abuelo había acumulado durante los años era enorme. Desde muebles que encontraba en la basura, cajas y cajas de libros y revistas (crucé los dedos para que hubiese alguna porno), piezas varias de bicicletas y motos, juguetes, herramientas y aperos de todo tipo, relojes de pared, varias sillas de montar (nunca había montado a caballo), y un sinfín de objetos más, algunos tan antiguos que no sabía para qué se usaban. Para una mujer tan limpia y ordenada, aquello debía ser como un trozo del mismo infierno.

—¡Jod... Caramba! No recordaba que hubiese tantas cosas. ¿Qué vamos a hacer con todo esto?

—Casi todo irá a la basura —dijo la abuela, sin poder disimular la tristeza en su voz.

La parte física del trabajo iba a ser agotadora, pero también nos iba a afectar emocionalmente deshacernos de los trastos del abuelo, sobre todo a ella. Ya habían pasado dos años desde que murió y era evidente que aún lo echaba mucho de menos. No pude evitar preguntarme si también lo echaría de menos en esa enorme cama.

Nos metimos en harina de inmediato, sacando fuera todo aquello destinado a la basura, amontonándolo junto al Land-Rover. La abuela llevaba sus botas, el pañuelo en la cabeza y un vestido parecido al del día anterior, esta vez amarillo oscuro con lunares verdes. Sabía que a las pelirrojas les sienta bien el verde y llevaba a menudo ese color, a pesar de que su cabello ya no era tan rojo como antes. Por supuesto, me pasé la mañana admirando su cuerpo siempre que tenía ocasión. Cuando se agachaba sus nalgas adquirían la forma de un enorme y apetitoso melocotón, las bragas se le marcaban en la fina tela del vestido y podía vislumbrar el comienzo de los muslos. Si el ángulo era distinto y la miraba de frente al agacharse, el escote se separaba de su cuerpo y revelaba un apretado canalillo, el inicio de los pechazos y la blancura del sostén. A pesar del desacostumbrado esfuerzo físico, la molestia del polvo y las asquerosas telarañas, pasé tanto tiempo empalmado que temí la aparición de una delatora mancha de presemen en mis pantalones de chándal.

Cuando llevábamos unas dos horas acarreando chatarra, pensé que era buen momento para una paja rápida en el baño. Si no calmaba a mi rebelde serpiente ella terminaría notando el bulto en mi entrepierna. Y no quería incomodar a la mujer en cuyo dormitorio me había masturbado la noche anterior sin pudor alguno.

—Abuela... ¿te importa si paro para echar un cigarrito?

—Sí, tesoro, descansa un poco. Aunque no deberías fumar.

—Ya... A ver si lo dejo un día de estos.

—Y bebe agua, que vaya calor hace aquí dentro —dijo, pasándose por el rostro un pañuelo que llevaba en el bolsillo del vestido.

Hasta ese momento no me di cuenta de que estaba empapado en sudor, tanto por la desacostumbrada actividad física como por la habitual cachondez. Una vez en el baño me coloqué de pie frente al lavabo y en apenas un minuto mandé una buena cantidad de semen por el desagüe. Era increíble que me excitase tanto una mujer con la que ni siquiera había fantaseado hasta la noche anterior, a pesar de que la conocía literalmente de toda la vida. Me eché agua en la cara y volví con ella, no sin antes coger una botella de agua fría de la nevera. Se la ofrecí y aprovechó para descansar un momento, aunque no parecía cansada en absoluto. Solamente las mejillas más sonrosadas de lo habitual y un leve brillo en la frente delataban que llevaba dos horas trabajando en aquel horno polvoriento.

—Ay... Gracias, hijo.

Echó un buen trago y cuando me la pasó hice lo mismo. Salí a fumar y di un par de vueltas alrededor del montón de trastos que ya habíamos sacado.

—Deberíamos esperar a que venga mi padre con el coche para tirarlo, o nos vamos a deslomar llevando esto a la basura —dije. Los contenedores estaban a un buen trecho de la casa y no me agradaba la idea de cargar toda esa mierda hasta allí.

—Sí, tienes razón. —Hizo una pausa, mirando melancólica el Land-Rover—. Qué pena que no funcione.

Había decidido no mencionar el vehículo de mi abuelo pero como fue ella quien sacó el tema me lancé. Además, tenía la sensación de que conducirlo me daría cierto poder. Aunque tenía cuarenta años menos que la dueña del lugar y estaba allí cumpliendo el ridículo castigo impuesto por mis padres, técnicamente era el hombre de la casa. Quizá ponerme al volante de esa potente y robusta máquina me aportaría virilidad y aumentaría el respeto que sentía por mí esa amable viuda que dormía ligerita de ropa con un rosario en la mesilla de noche.

—Seguro que no es más que la batería —afirmé, con aires de experto en motores—. Después le echaré un vistazo. ¿Dónde están las llaves?

Al mencionar las llaves la vi vacilar unos segundos. Quizá no le agradaba la idea de ver a otro, aunque fuese su querido nieto, sustituyendo al volante a su añorado marido. A lo mejor mi parecido físico con el abuelo (aunque el viejo me sacaba dos cabezas) le resultaba perturbador al imaginarme en esa situación. Yo no iba a darme por vencido. Ella debía superar el duelo y yo no pensaba romperme el espinazo cargando basura.

—Las llaves... Sí. Después te las doy. Anda, vamos a seguir que aún queda faena.

Ya lo creo que quedaba faena. A eso de las una de la tarde la abuela se fue a hacer la comida. Para que no dudase de mi laboriosidad, y aunque estaba agotado, le dije que seguiría un poco más. En cuanto me dejó solo me dediqué a fumar y a ojear algunas revistas. La mayoría eran de caza y pesca o de coches. Ni un mísero centímetro de piel femenina a la vista.

Después de comer, la telenovela y una breve siesta en la sala de estar volvimos a la faena. Pasaban las horas, el montón junto al Land-Rover crecía y apenas habíamos vaciado la mitad del trastero. Debajo de una lona polvorienta encontré un baúl de madera en buen estado y lo abrí. Estaba lleno de ropa femenina. Vestidos, faldas, blusas y algunos zapatos.

—¿Y esta ropa, abuela? Está en muy buen estado.

Se acercó y aprovechó la pausa para secarse el sudor de la frente con su impoluto pañuelo. No parecía cansada en absoluto, cosa que comenzaba a molestarme un poco. Yo estaba hecho polvo. Miró algunos de los vestidos y sonrió.

—Esta ropa es mía, de cuando era joven. No me acordaba de que estaba aquí.

—¿De cuando eras joven? Pero si todavía eres joven —dije. No podía dejar pasar la ocasión de hacerle un cumplido aunque fuese uno tan obvio y previsible.

—Ay... Eres un cielo, Carlitos. —Me dedicó una tierna sonrisa y examinó otra de las prendas—.Son grandes para tu madre y no creo que tu tía Bárbara quiera ponerse algo tan pasado de moda. Las llevaremos a la parroquia. A alguien le servirán.

Estuve a punto de hacer una broma sobre el cura del pueblo llevando uno de esos vestidos pero sospechaba que a mi religiosa abuela no le haría gracia. Y estaba cansado incluso para hacer bromas. Llevamos el pesado baúl a mi habitación, igual que habíamos hecho con un par de cajas de libros en buen estado y un reloj de cuco muy bonito que tal vez podría arreglarse. Mi dormitorio provisional amenazaba con convertirse en el nuevo trastero, pero no hice ningún comentario al respecto. Ya imaginaba que mi abuela no podría deshacerse de golpe de todos los objetos de su marido.

Cuando ya anochecía y estábamos a punto de irnos a cenar sucedió algo que cambiaría de forma drástica los acontecimientos de los meses venideros. Un hallazgo que me traería problemas pero también muchas y variadas satisfacciones. Bajo otro montón de revistas y cómics de posguerra, encontré una vieja caja de madera. No sin cierto esfuerzo, ya que la tapa estaba clavada, conseguí abrirla. Entre serrín reseco encontré unas diez botellas de cristal negro, pequeñas y planas como esas botellitas de whisky que llevan los alcoholicos en el bolsillo en las películas americanas. Saqué una y miré la curiosa etiqueta. En ella aparecía el dibujo del típico forzudo de circo, de brazos enormes y gran bigote, marcando bíceps y montado en un sonriente toro como si fuese un caballo. Encima podía leerse: “Tónico reconstituyente y vigorizante del Dr. Arcadio Montoya”.

—¿Y esto que es, abuela? —pregunté, más que por curiosidad por descansar un poco.

Se acercó y miró la botella con una mueca de desagrado.

—Poco después de casarnos, un feriante charlatán que pasó por el pueblo convenció a tu abuelo para que le comprase ese potingue. ¡Una caja entera, para colmo! Tu abuelo a veces era muy crédulo, sobre todo con estas cosas. El sinvergüenza aquel le soltó un par de palabras de ciencia y picó como un besugo.

—¿Pero al menos funcionaba? —volví a preguntar. Cualquier excusa era buena para prolongar el descanso unos minutos.

—Ni idea. Por supuesto no le dejé que probase ni un sorbo ¡A saber qué lleva ese brebaje! Si ese tipejo era doctor yo soy la Reina de Saba. Anda, ponlo en el montón de la basura.

Miré las botellas y en efecto ninguna de ellas había sido abierta. En parte porque la etiqueta me parecía curiosa y sería un buen adorno para mi habitación cuando volviese a casa, en parte porque entre los indescifrables ingredientes del bebedizo me pareció ver la palabra “alcohol”, introduje con disimulo una de las botellas en el amplio bolsillo de mi chándal antes de sacar fuera la caja. Ni por asomo sospechaba lo importante que sería esa pequeña botella en los acontecimientos venideros.

A eso de las nueve, y apara mi inmenso alivio, la abuela dio por terminada la jornada. Cenamos y después nos duchamos (no juntos, por desgracia). Esa noche ni siquiera encendí la tele. Estaba tan cansado que me fui directo a la cama. No estaba acostumbrado a madrugar ni mucho menos a pasarme el día trabajando. Estaba cansado incluso para hacerme la “paja de buenas noches”. Llevaba todo el día pensando en hacer otra visita nocturna al dormitorio de la abuela y volver a rociar mi esperma sobre el rosal a la luz de la luna, cosa que me había resultado tan extraña como excitante e incluso algo poética. Pero estaba demasiado agotado como para que una paja ninja subido a un arcón en la alcoba de una señora dormida saliese bien. Por primera vez en mucho tiempo solo me había masturbado una vez en todo el día, y no estaba seguro de si eso era bueno o malo. Escondí la botella de tónico en mi maleta, me fumé un cigarro y en pocos minutos me quedé dormido.

No me extenderé mucho sobre lo que ocurrió al día siguiente. Para empezar solo diré que nunca en mi vida había trabajado tanto. Tras alimentar a las gallináceas mi abuela anunció que tocaba limpiar el gallinero y el corral, una actividad nada agradable que nos llevó un buen rato. Después me tocó doblar el lomo para arrancar malas hierbas en el huerto, cosa que me provocó dolor de espalda. Pasar el viejo cortacésped manual alrededor de la piscina me produjo dolor de hombros. Y por si fuera poco después de comer volvimos al trastero, donde aún quedaba una buena cantidad de basura por sacar.

Por supuesto, no dejaba de deleitarme siempre que podía con los encantos rurales de mi compañera de faena. Mientras cargábamos entre los dos una pesada mesa reparé en que el calor y el esfuerzo no solo enrojecían sus mejillas, sino también sus hombros y el pecoso pecho, la suave zona ente el cuello y el apretado canalillo. Mi erección no era tan constante como el día anterior pero aún así en algún momento la entrepierna de mi chándal abultó más de lo que debería y tuve que disimular.

A última hora de la tarde me moría por unos minutos de descanso. Podía simplemente decirle a la abuela que quería parar un rato, cosa que le parecería bien, o al menos no daría muestras de lo contrario. Sin embargo, no quería que pensara que era un vago o un niñato quejica. De repente, llevado por una especie de extraño y primario instinto viril, quería que esa mujer me viese como a un hombre. No como al bebé al que le cambiaba los pañales o al niño al que llevaba de la mano de paseo por el campo. Además, mi padre le había hablado de mi proverbial pereza y quería dejarlo por mentiroso. Recordé la conversación del día anterior sobre las llaves del Land-Rover, y cuando soltamos la mesa junto al vehículo le di unas palmadas a la carrocería.

—Oye abuela, ¿me das las llaves? Si consigo que arranque podemos comenzar a llevar trastos a los contenedores y despejar un poco este desastre.

Igual que el día anterior, vaciló unos segundos antes de hablar y su dulce semblante dejó traslucir su incomodidad.

—Las llaves... —dijo, antes de soltar un largo suspiro.

Me acerqué a ella y le puse la mano en el hombro. Era la primera vez que la tocaba desde que había pasado a formar parte de mis fantasías. Su piel estaba muy caliente, por el trabajo y la bochornosa temperatura vespertina. Se me aceleró el pulso y la sangre acudió a toda velocidad a mi cipote. “Tranquilo, joder. Es solo un hombro”, me dije.

—Si no quieres que conduzca el coche del abuelo no pasa nada, lo entiendo. —Moví la mano y le acaricié el brazo desde hombro hasta el codo. Creo que nunca había tocado nada tan agradable como esa piel—. Es solo que vendría bien ir adelantando trabajo, y no esperar a cuando venga mi padre o el tío, que a saber cuando vienen.

—No es eso, cariño. No me importa que lo uses. Ya sabes que tu tío lo usa a menudo y no me importa. Prefiero que alguien lo conduzca a que esté ahí parado.

Moví la mano de nuevo hasta su hombro y apreté un poco. Si ese trozo de piel expuesto a los elementos era tan suave la piel de sus muslos o sus tetas debía ser una locura. Bajó la vista, evitando mirarme a la cara, y temí que reparase en el bulto de mi entrepierna. Con mucho tacto, le agarré la barbilla entre el pulgar y el índice y la obligué a mirarme, en plan machote. Un gesto un tanto ridículo teniendo en cuenta que era bastante más alta que yo. Sus ojos verdes brillaban tras los cristales de sus gafas. No eran muy gruesos pero no me gustaba que velasen esa mirada tan expresiva.

—¿Qué ocurre entonces? —pregunté. Aunque mis manos prácticamente no ejercían fuerza alguna la tenía atrapada.

—Verás, hijo... Tu padre me dijo que no te diese las llaves —confesó, tras otro profundo suspiro.

—¿Qué? ¿Y eso por qué?

—Dice que si tienes coche te irás al pueblo o a la ciudad cada dos por tres.

Estaba tan indignado que mi erección comenzó a remitir y pude relajar la postura. ¿Mi viejo no quería que condujese? Fue él quien insistió en que me sacase el carnet en cuanto cumplí los dieciocho. Lo que más me molestaba era que hubiese puesto en una situación tan incómoda a aquella mujer tan bondadosa.

—Eso no es verdad. ¿Cómo te voy a dejar aquí sola con todo este trabajo? Yo lo decía solo por ayudar y ahorrarte faena.

—Ya, pero tu padre...

—Mi padre lo que no quiere es que aproveche para escaquearme, y eso no lo voy a hacer. Al contrario. Lo voy a usar para trabajar, que es lo que él quiere. Además, si quisiera ir al pueblo podría ir andando, y aquí estoy ¿no?

—Está bien —dijo, tras una pausa pensativa. Cruzó los brazos sobre los pechazos y me dedicó una mirada que pretendía ser desconfiada—. Pero no me engañes, ¿eh?

—¿Pero como te voy a engañar yo a ti?

La agarré por la cintura y me aupé para besarle la rubicunda mejilla, un poco más cerca de los labios de lo habitual, pero no tanto como para resultar sospechoso. La cercanía de su cuerpo hizo fluir la sangre de nuevo. Iba a arriesgarme a un segundo beso pero ella se escabulló, risueña.

—Anda, anda... Que siempre te sales con la tuya, tunante —dijo, antes de entrar en la casa.

La verdad es que era una de las pocas ocasiones en que mi labia me había servido para convencer a una mujer de que hiciera algo, al menos sin estar ella borracha o fumada. Estaba claro que mi abuela estaba acostumbrada a ser servicial con los hombres, como la mayoría de las mujeres de su generación y clase social. La esperé junto al Land-Rover, satisfecho y empalmado. Decidí que debía tener cuidado con las muestras de afecto. Era una mujer cariñosa que no rehuía el contacto físico, aficionada a los besos y a dar largos abrazos, pero si me pasaba de la raya y detectaba algún matiz sexual en mi actitud la situación podría volverse desastrosa.

Cuando regresó me subí al asiento del conductor. Mi abuelo había comprado aquel Land-Rover a principios de los 80, de segunda mano. Era un vehículo robusto y espacioso que me encantaba, y realmente me alegraba poder conducirlo al fin. Tenía capacidad para seis o siete personas. Los asientos traseros eran como dos pequeños sofás colocados uno frente al otro y aún así quedaba mucho espacio para cargar trastos. Lo arranqué y en efecto no había problema alguno. El motor sonaba de maravilla, y miré a la viuda de su anterior dueño con una amplia sonrisa.

—Ya te dije que funcionaba —dijo ella, sonriendo también.

—¿Por qué no subes y damos una vuelta? Así nos da un poco el aire.

—¡No, hombre, no! —exclamó de pronto, con tanta energía que temí haber dicho algo inconveniente.— ¿Pero tú has visto lo sucio que está? Así no sale de la parcela. Mañana lo lavamos.

No quise insistir, inspiré una vez más ese agradable aroma a coche usado y me bajé. El sol ya se estaba poniendo y no trabajamos mucho más antes de la cena.

Esa noche, cuando me tumbé en la cama, me dolía todo menos la nariz y la polla. Estaba contento por el curso de los acontecimientos pero temía no poder soportar otra jornada tan intensa y decepcionar a mi abuela. Tan hecho polvo estaba que no pude ni dedicarle una paja. Era la primera vez en mucho tiempo que pasaba un día entero sin masturbarme, y decidí consolarme tomándomelo como un logro. Al fin y al cabo era un hombre. Un hombre capaz de trabajar duro, conducir un Land-Rover y tratar a una mujer con autoridad. Y un hombre hecho y derecho no se pasa el día cascándosela como un mono. Usé las fuerzas que me quedaban para fumarme un porro y rezar a los dioses campestres para levantarme al día siguiente en plena forma.

Los dioses campestres pasaron de mi culo. Cuando me desperté me sentía como si me hubiesen apaleado con tuberías de plomo. Tenía unas agujetas horribles y punzadas de dolor en cada músculo de mi maltrecho cuerpo. Me senté al borde de la cama, dudando si me quedaba energía suficiente para levantarme o tendría que decirle a mi abuela que su querido nieto era un petimetre de ciudad incapaz de trabajar tres días seguidos.

Barajé la idea de fumarme un canuto en plan terapéutico para calmar los dolores, pero la abuela y yo solíamos hablar durante el desayuno y no era tan cándida como para no notarme el colocón. Entonces moví un pie y rocé el asa de mi maleta, que guardaba bajo la cama. Recordé algo, la abrí y saqué la botellita oscura con el forzudo y el toro en la etiqueta. “Tónico reconstituyente y vigorizante del Dr. Arcadio Montoya”.

—Reconstituyente y vigorizante... —murmuré, acariciando el tapón.

Antes de darme cuenta la había abierto y olisqueaba su contenido. No era lo que se dice un aroma embriagador pero tampoco me dio ganas de vomitar. ¿Que era lo peor que podía pasar si lo probaba? Si me ponía enfermo, al menos tendría una excusa para quedarme en la cama. Además, tenía algo de alcohol, y eso podría entonarme un poco. Le di un breve sorbo y lo mantuve unos segundos en la boca. No estaba malo del todo. Era como un licor suave con un extraño sabor, una mezcla de regaliz, café, miel, y otras cosas que no pude identificar. Pegué un buen trago y noté un agradable calor en el pecho. Le puse el tapón a la botella y la escondí en un compartimento de mi maleta.

Si el brebaje funcionaba supuse que tardaría un rato en hacer efecto, así que saqué fuerzas de donde pude para ponerme mis pantalones de chándal negros y una vieja camiseta azul con el logotipo de un taller mecánico en la espalda. Fui hasta la cocina y cuando llegué por suerte mi abuela estaba de espaldas, cortando pan en la encimera, y no me vio hacer una mueca de dolor cuando me senté a la mesa.

—Buenos días —dije, intentando mantenerme erguido.

—Buenos días, cielo —saludó ella. Volvió la cabeza para sonreírme y me olvidé por un segundo de los dolores— ¿Has dormido bien?

—Oh, sí. De maravilla.

Mientras se movía por la cocina aproveché para admirar sus rotundas formas. Ese día su vestido era blanco con finas lineas verticales negras y moradas. Unas líneas rectas que sus redondeces convertían en vertiginosas curvas. Juraría que ese vestido era unos centímetros más corto de lo habitual, ya que además de las rodillas dejaba a la vista el comienzo de los muslos. Esos magníficos jamones que había visto a la luz de la luna y me moría por ver de nuevo. Cuando se sentó frente a mí en la mesa obligué a mis ojos a centrarse en su rostro y ataqué el desayuno. Además de estar derrengado tenía un hambre atroz.

—¿Estás cansado? Ayer nos pegamos un buen tute.

—Estoy bien. Como nuevo —mentí, cual bellaco—. ¿Y tú? ¿Estás cansada?

—Que va, hijo. Yo ya estoy acostumbrada —dijo, en tono resignado.

—Pues acostúmbrate a tener ayuda, porque voy a estar aquí una buena temporada.

—Ay, sí. Es una alegría tenerte aquí, Carlitos. No solo por la ayuda, también por la compañía.

Su sonrisa se ensanchó y le brillaron los ojos. Me costó apartar la vista de su rostro para untar una tostada . Estaba claro que la pobre se sentía sola en aquel caserón alejado de la civilización. Me constaba que tenía amigas, pero eran mayores que ella, las típicas viejas de pueblo que solo sabían cotillear y quejarse de sus achaques. Dijese lo que dijese aún era joven y compartir la casa con alguien joven le resultaba agradable.

—Aunque mi padre piense que quiero escaparme en el Land-Rover, a mí también me gusta estar aquí... Y tu compañía.

—Ay, pero qué encanto —dijo ella, riendo—. Anda, ven aquí.

Entonces se levantó, se acercó a mí, me agarró la nuca y se inclinó para darme un largo y sonoro beso en la frente. No había previsto que mis palabras de cariño (totalmente sinceras, por si alguien lo duda) provocasen esa reacción. Mientras sus labios tocaban mi frente yo solo podía pensar en que sus leviatánicos pechos estaban a escasos centímetros de mi rostro. Controlé el impulso de tocarlos y me limité a aspirar el agradable aroma a pan caliente, fruta y tierra húmeda que despedía su cuerpo. Mi polla se puso dura tan deprisa que incluso a mí me sorprendió. Por suerte volvió a su asiento y no reparó en el repentino bulto.

Mientras terminaba de desayunar me di cuenta de que el tónico del trastero estaba haciendo efecto. Los dolores estaban desapareciendo y notaba cada vez más energía. No era sugestión, ni que los besos de mi abuela tuviesen poderes curativos. El calor que había sentido en el pecho al beber de la botella se extendía ahora por todo mi cuerpo, como suaves oleadas de fuerza vital. A lo mejor me estoy flipando un poco, pero no soy médico y no se me ocurre forma mejor de describir lo que sentí en esos momentos.

Diez minutos más tarde, en el gallinero, me sentía en plena forma. De hecho, nunca me había sentido tan bien, tan fuerte y enérgico. Mientras mi abuela hacía tareas domésticas yo fui a lavar el Land-Rover. A pesar de la roña acumulada, lo dejé impecable en menos de una hora, tanto por fuera como por dentro. Cuando lo vio abrió mucho los ojos y se llevó las manos al pecho.

—¡Pero si lo has dejado como nuevo!

—Bah, no estaba tan sucio como parecía —afirmé, quitándole importancia a mi hazaña.

Nos pusimos a trabajar en el trastero y me movía como si la gravedad terrestre hubiese disminuido alrededor de mi humilde persona. Levantaba a pulso armatostes que el día anterior no habría podido mover sin ayuda y los lanzaba al montón de desperdicios como si fuesen almohadas de plumas. De vez en cuando la abuela me miraba, sorprendida por mi inusitada energía, y muchas veces nuestras miradas se cruzaron, pues yo no le quitaba ojo a su cuerpo, y no me molestaba demasiado en disimularlo. Porque, para mi sorpresa, el tónico revigorizante del doctor nosecuantos tenía un potente efecto secundario: un inusitado aumento del deseo sexual. Podéis imaginar el efecto que tuvo en alguien como yo.

Comencé a notarlo después del desayuno y a media mañana era insoportable. Tuve que ir al baño dos veces para intentar aplacar mi exagerada calentura. La primera vez que descargué en el lavabo mi erección no disminuyó en absoluto. Una hora después, cuando volví a mandar a mis soldaditos por el desagüe, se me quedó morcillona unos minutos pero muy pronto volvió a estar dura como un leño. Para colmo estaba obligado a trabajar codo con codo junto a una mujer que ya me excitaba antes de tomarme el puto brebaje. Si ella se dio cuenta no lo demostró, pero le miraba el culo y las piernas con tanto descaro que me habría sentido un pervertido de no ser porque en aquellos momentos solo funcionaba la parte más animal de mi cerebro.

A eso de las una paramos. Ella su puso a hacer la comida y yo me senté en la mesa de la cocina a beberme un botellín de cerveza, como ya había hecho otras veces. Normalmente hablábamos un poco, pero ese día yo solamente bebía y la miraba moverse por la cocina, canturreando y dando algún traguito a la copa de vino blanco que solía tomarse antes de la comida. Yo estaba más tenso que las cuerdas de un piano. Cuanto más la miraba más miedo me daba no poder controlarme, y no podía apartar los ojos de ella. En un momento dado se dio la vuelta y se acercó a la mesa. Fue un milagro que consiguiese mirarla a la cara y no a las tetas.

—¿Estás bien, cielo? Estás muy callado —dijo.

Me miraba con cierta preocupación, pero no demasiada. Quizá mi estado no era tan evidente a la vista como yo pensaba.

—Sí. Estoy bien.

Mi voz me sonó ajena, como si fuese otro quien hablase. Ella cogió el botellín de la mesa y lo levantó frente a sus ojos antes de tirarlo a la basura.

—Hijo, no bebas tan deprisa que te va a sentar mal. —Dicho esto sonrió, sacó otra cerveza de la nevera, la abrió y la puso en la mesa—. Toma, anda, que hoy te lo has ganado. Has trabajado como un león. Y yo que ayer te vi cansado y pensaba que hoy iba a tener que darte el día libre... ¡Ja ja!

Di un trago de cerveza y el poco raciocinio que me quedaba decidió que era buena idea intentar mantener una conversación. Si me concentraba en otra cosa tal vez dejaría de sentir como mi verga palpitaba entre mis piernas.

—¿Que... Que hay de comer, abuela?

—Albóndigas. ¿Te gustan, verdad?

—¡Joder... Me encantan! —exclamé.

Volvió la cabeza y me miró por encima de las gafas. No parecía enfadada, tan solo sorprendida.

—Pe... Perdona.

—No pasa nada. Tu padre y tu tío también son muy malhablados. Llevo toda la vida riñéndoles pero nada, ni caso. Fíjate que una vez que estábamos en la mercería... Tendría tu padre cinco o seis años... Pues estábamos en la mercería y...

Ella continuó parloteando, contando alguna anécdota familiar que seguramente ya había relatado mil veces. Yo apenas la escuchaba. Estaba empapado en sudor y no era solamente por el calor. Me terminé la cerveza de un trago y me levanté. Mi erección era tan potente que a pesar de los boxers y el chándal apuntaba hacia adelante, como un misil guiado por calor. Y la fuente de calor era una mujer madura que amasaba bolas de carne picada, ajena a lo que estaba a punto de ocurrir. Había perdido por completo el control de mis actos.

Me coloqué detrás de ella y puse mis manos en su cintura, justo donde las anchas caderas se estrechaban. La tela de su vestido era más fina de lo que parecía y noté el calor de su piel en mis dedos. Dio un pequeño respingo y volvió la cabeza, con una tierna sonrisa en sus labios rosados. Sin duda pensaba que iba a darle una inesperada e inocente muestra de afecto, un beso en la mejilla o un abrazo. Se equivocaba. Su expresión cambió por completo cuando notó mi erección en su culo y mis manos se aferraron a sus tetas como los bichos esos de la película Alien se aferraban a la cara de sus víctimas. Soltó un grito ahogado y una bola de carne picada cayó de sus manos a la encimera.

—Carlitos... ¿qué... qué haces? —consiguió decir. Su voz sonaba temblorosa y más aguda de lo habitual.

Yo no hablaba. Mi respiración era como la de un morlaco a punto de embestir (quizá por eso la etiqueta del tónico tenía un toro dibujado). Amasé sus grandes ubres con más fuerza, tan mullidas como imaginaba que serían, inabarcables para mis manos. A pesar de las cuatro capas de tela entre ambos, mi chandal, su vestido y la ropa interior, pude notar como la punta de mi estoque se hundía entre sus carnosas nalgas. Al fin reaccionó e intentó apartarme con sus manos pringadas de aceite de oliva, carne picada y ajo.

—¡Carlitos, por Dios! ¡Carlos!

Oírla gritar mi nombre y ordenarme que parase no me afectó en absoluto. Se apartó de la encimera y me llevó consigo, pegado como un koala a la espalda de su madre. Yo gruñía de pura excitación animal. Ella gemía y gritaba mi nombre una y otra vez, sacudiendo todo su cuerpo para librarse de mí. Me agarró las muñecas para apartar mis garras de sus senos pero no lo consiguió. Como ya dije, el tónico había aumentado mi fuerza. En su desesperación, mi abuela dobló el cuerpo hacia adelante, y eso me hizo levantar los pies del suelo, con gran parte de mi verga embutida entre sus nalgas. Aguanté sus sacudidas como un jinete de rodeo montando una yegua salvaje.

—¡Suéltame! ¡Carlos, por el el amor de Dios! ¡Para!

Entonces solté su teta izquierda y agarré su hombro derecho, rodeando su cuello con mi brazo pero sin llegar a ahogarla. Con la otra mano me bajé los pantalones y los gayumbos. Ella gritó e intensificó sus esfuerzos para liberarse. Conseguí levantarle el vestido hasta la cintura y pude notar la suave piel de sus posaderas en mi polla. Cuando estaba a punto de bajarle las bragas las leyes de la física se impusieron. Puede que el tónico me diese fuerza extra pero no hacía milagros; mi abuela era más alta y corpulenta que yo, y finalmente consiguió zafarse de mi presa. Agarrándome del brazo, me bajó de su espalda y me empujó, haciéndome caer de culo al suelo, con los pantalones por las rodillas y mi rabo tieso balanceándose en todas direcciones.

Se quedó mirándome, asustada y confusa, mientras recomponía su vestimenta. Tenía las mejillas encendidas, su pecho subía y bajaba deprisa y le temblaba el labio inferior. En algún momento de la refriega había perdido las gafas y sus ojos húmedos me miraban muy abiertos, como si fuese un extraño. Pero yo no estaba dispuesto a rendirme. Me puse en pie, el agresivo cíclope de mi entrepierna la miró fijamente y volví al ataque. Me lancé sobre ella con los brazos extendidos, buscando de nuevo sus pechos con mis ávidas manos. Entonces mi abuela demostró que además de ser fuerte tenía buenos reflejos. Antes de que pudiese volver a tocarla dio un rápido paso lateral y agarró el mango de una sartén. Lo último que vi antes de perder el conocimiento fue ese círculo de hierro trazando un arco en dirección a mi cabeza.

¡PLANK!

CONTINUARÁ...