El tío del rodaje (parte 1)
Ancor tiene 23 años y va a empezar a trabajar de becario en el rodaje de una serie de televisión. Pablo, dos años mayor que él, es a sus ojos el macho empotrador perfecto y poco a poco hará que pierda la cabeza por él.
Miré el móvil y ya eran las nueve de la mañana. Estaba nervioso y se me notaba. Bueno, es algo normal en mí, para qué engañarnos. Bajaba la calle a paso ligero, era mi primer día de prácticas en el rodaje de una serie de televisión, la historia era muy chorra, un rollo de adolescentes. Las acepté casi a regañadientes la semana anterior, no sabía muy bien qué iba a hacer allí y en realidad el puesto que me ofrecían no se ajustaba del todo a mis estudios. ¿Arte? Pero si yo terminaba un grado en Comunicación, no Bellas Artes… Me prometieron que haría algo de producción, que la verdad me interesaba más, así que, como tampoco me habían ofrecido nada mejor en el último mes y medio, acepté.
Llegué a la entrada del sitio. El rodaje se hacía en un edificio antiguo, desvencijado en un barrio de la periferia de Madrid. Era mi quinto año en la capital y nunca había estado por allí, la zona más bien parecía un pueblo. Casas de dos plantas y calles en las que te perdías. Esta vez iba a tiro hecho pero el día de la entrevista mira que di vueltas. La puerta chirriaba, estaba entre abierta así que pasé dentro. Tras decir hola un par de veces, una mujer bajó las escaleras, pregunté por Mónica Fuentes, la que sería mi jefa.
¿Mónica? Ni idea, tardará en venir unas horas, creo. ¿Para qué la querías? – preguntó ella, contrariada.
Empiezo hoy las prácticas. Me llamo Ancor. En teoría estaré con el departamento de arte. – Le respondí dubitativo, mi carácter tímido es lo que tiene.
¿Ancor? Vale. No te preocupes que yo te busco trabajo y cosas que hacer. ¿Traíste ropa? Porque… - comentó ella mirándome de arriba abajo.
El nombre es canario. Pero mira, ¿otra ropa? Nadie me dijo nada. – La verdad es que me miré a mí mismo y a mi alrededor y, bueno, la cosa no cuadraba. No llevaba ropa de vestir, pero tampoco iba como un tirado. Un pantalón que me ponía de vez en cuando, un pulover que sí era más bien nuevo y una camiseta de diario pero que tampoco era vieja precisamente. Me di cuenta rápido que no iba muy acorde con el lugar; a mi alrededor eran todo botes de pintura, cemento, herramientas y polvo y más polvo.
No te preocupes que ya te doy algo. – Apuntó ella decidida. Tenía ganas de quitarse trabajo, eso seguro.
La acompañé por los pasillos de aquel extraño edificio. Entramos a una especie de baño, aunque solo lo dirías porque había un lavamanos con espejo; estaba todo repleto de pinturas, brochas, disolventes y material de obra. Me dio una camiseta llena de manchas de pintura y me dijo que entrara a lo que parecía ser un vestuario con baños individuales. Entonces, lo vi.
Estaba de espaldas, pero ya solo con eso empecé a notar algo. Una sensación, un cosquilleo. Casi temblaba. El pibe se estaba cambiando. Obviamente venía más preparado que yo y ya tenía puestos unos pantalones de chándal con pintura y tenía en las manos una camiseta vieja. Pero eso no era precisamente lo que más me interesaba. Me fijé en su pelo casi negro, como el mío. Tenía barba, cerrada.
Aparentaba mi edad (yo tenía 23 años entonces), algo más tal vez (luego supe que él tenía 25)
, pero me sentía un crio a su lado. Me resistí a mirarle el paquete. Aunque lo que más me llamó la atención era el tatuaje que le vi en la espalda. Rojas. Sí, tatuarse un apellido en grande ocupando media espalda es un poco cani; un poco mucho, para qué mentirnos, pero que quieren que les diga, me flipaba todo lo que veía y se me estaba poniendo dura, lo reconozco.
Siempre me han gustado los tíos de barrio, macarrillas, esos que en el instituto veías que eran los más populares. Los que tenían miles de amigos, tenían novia, los que perdieron la virginidad, los que te trataban por encima del hombro y vacilaban a todo quisqui. Yo, en cambio, siempre fui un enclenque bajito (no paso de 1,68), debilucho, el empollón de la clase. Con gustos un poco “raritos”, no sabía tener largas conversaciones con la gente. Me costaba, era un pibe muy tímido al que vacilaban rápido. Encima la sombra de la homosexualidad volaba sobre mí; no es que fuera afeminado, pero algo no les encajaba a los que me rodeaban.
En mi adolescencia no me comí ni una rosca. Apenas me lie con una chica en un cumpleaños. Ella estaba completamente borracha y la incitaron a liarse. No recuerdo quién besó primero. Era mi primer beso y me gustó. Creo. Estaba hiper nervioso. Temblaba como un flan. No me creía lo que había hecho. La chica tenía el pelo rizado, muy delgada y con unas tetas muy pequeñas. Era poca cosa. Raquel, que era como se llamaba si mal no recuerdo, me tocó el paquete así por encima, pero con lo borracha que estaba ella como para saber lo que hacía; cuando me fui a ir hasta me dio penita verla tan demacrada. Yo era consciente de todo, ni probé el alcohol; por aquel entonces me negaba a beber para no correr el riesgo de llegar a casa con el puntillo.
Después de eso, mi vida amorosa fue una larga travesía por el desierto. Como mucho, alguna paja pensando en algún cabrón del instituto. Había algún rumor de que era marica, infundado la mitad de las veces por Nelson, un tío gilipollas (llegó a confundir la bandera española republicana con la LGTBI) que decía a los cuatro vientos tener guardado un secreto mío. Con el tiempo supe que le gustaba más una polla que a un tonto un lápiz. ¡Ay la hipocresía!
En el bando femenino tampoco tenía un camino de rosas. Andrea, una tía delgada, con buenas tetas y muy echada para adelante. Demasiado. En el baile de fin de curso me sacó a la pista con un reguetón. Le encantaba jugar conmigo de cualquier manera. Pero en un momento dado me empalmé. Tanto roce es lo que tiene. Tremenda la cara de asco que puso la niñata. ¿Qué se esperaba después de estar perreando con Daddy Yankee de fondo? Me apartó con desprecio. El resto de la noche mis amigos pasaron a corear al unísono “Ancor está to’ palote”. Cosas de la vida.
Tendría que llegar a Madrid para dar rienda suelta a mis deseos. Nada más hacerlo pasaba más tiempo en chats haciéndome pajas por webcam que estudiando. ¿Mi primera vez? Bueno, uno me hizo chupársela después de haberle untado el pecho, la barriga, la polla y los huevos con nata. No estaba mal. Luego me follaron el culo por primera vez en mi vida. Lo hizo con delicadeza, todo hay que decirlo. Tenía un rabo que no era muy grande, 15 centímetros tal vez, gordita eso sí. Me gustó como lo hizo, lo reconozco. Era algo que estaba deseando. Quería que un rabo me abriera de una puta vez. Lo necesitaba. Me puso muchísimo lubricante y recuerdo estar boca arriba con las piernas sobre sus hombros, la imagen de él detrás de mí bombeando nunca la olvidaré.
¿Fue esa primera vez que yo esperaba? Pues no. Toby decía tener 23 años y ser de Estados Unidos. Por su aspecto y por otras pistas empecé a dudar que realmente esa fuera su edad. Resultó ser un tío muy turbio. En el ordenador tenía como una decena de carpetas de chicos a los que supuestamente les hacía books para ser modelos. Un pederasta en potencia el californiano. Presumía de haber desvirgado unos 50 culitos. Yo era el número 51 y, créanme, no me siento orgulloso.
Después de Toby pasaron muchos chicos. Polvos históricos, engaños amorosos, heteros curiosos, culebrones a tres bandas y también algún que otro berenjenal. Descubrí que me gustaba que me empotraran, las folladas salvajes eran por lo general las que más disfrutaba. Todavía recuerdo aquel casi cuarentón de barrio, de Fuenla para ser más exactos, que me hizo descubrir el placer de que me tiraran un buen lapo a la boca. Un tío alto, fuerte, rapado, barba rasurada, algún tatuaje y pendientes.
Lo mejor del macarra estaba entre sus piernas. Menudo pollón. Eso sí que era un rabo de casi 20 centímetros, buen grosor y con venas marcadas. De esos que te llenan la boca, te dan arcadas y empiezas a babear cuando te follan la garganta mientras te agarran la cabeza. Me hacía sentir bien perro. Eso sí, tenía apenas 20 años y tampoco estaba entrenado en el noble arte del gagging. Fue una lástima que se esfumara y no quisiera volver a saber de mí. Al final, luces y sombras de un postadolescente.
El sábado anterior a ese famoso lunes en el que comenzaba a trabajar en el rodaje de una serie de televisión vi a mi último ligue duradero. Mario. Un tío muy normalote con barbita sin cerrar y cara redonda pero que me cautivaba su inexperiencia con chicos y su vida hetero. Nos liamos un par de veces antes del verano. Casi no pasamos de los besos porque ninguno de los dos tenía sitio. Y digo casi porque una vez estuve a punto de llevarme su rabo a la boca en un rincón del Parque del Oeste (Madrid), típica zona de cruising. Pero cuando nos dimos cuenta estábamos completamente rodeados de una decena de pajilleros. Empecé a temblar y mi chico no estaba muy seguro tampoco, así que la operación mamada quedó para otra ocasión. Tras pasar las vacaciones fuera de Madrid acabó diciéndome que no quería volver a besarme.
Aquel fin de semana me dijo que se aburría y que quería conocer a esa gente de Carabanchel con la que había salido apenas una semana antes. Él congenió rápido con Carla, una tía que me caía genial y que era súper extrovertida. Días más tarde Mario llegó a intentar apostarme por WhatsApp que terminaría follándosela. Iluso. Lo cierto es que a ella terminaría debiéndole una por algo que ocurrió semanas después: me ayudó a dar el gran paso con Pablo.
Sí. Mi macarra del tatuaje en la espalda se llamaba Pablo. Me quedé embobado mirándole de reojo. Me saludó, pero apenas me salía palabra. Sentí rápido como una chispa. Una conexión entre nosotros dos. Lo veía como a uno de esos pibes del instituto que eran malotes pero tampoco eran unos tirados que acabarían sin oficio ni beneficio. Realmente, no sé si he sentido lo mismo en otro momento de mi vida por alguien. Lo único que quería era ser su perro.
Mi sueño de adolescente era ser amigo de ese tipo de pibes. Codearme con ellos. Especialmente de los más guapos. Tonto no era. En mi clase de la universidad los canis no abundaban, así que se me puso por delante esa oportunidad, intimar con Pablo Rojas, el macarra que se me había puesto por delante. Te miraba con esos aires de chulito, siempre seguro de sí mismo. Pero en el fondo era un tío normal. No era un tronista ni mucho menos. Se ve que al dejar de ser adolescente no pilló ese rumbo, aunque por lo que supe llevó unas pintas guapas de las que aún le quedaban señales: greñas o coletilla teñida de rubio, pendientes, piercing en el labio y no sé en qué otros sitios. ¿Cómo ese macho no iba a llevar tatuado su apellido?
Porque sí. Eso es lo que me parecía. Un macho dominante, aunque ni le enésima parte de lo que descubriría con el tiempo. Más con toda esa cantidad de pelos. Pero, por encima de todo, su labia y desparpajo. Sabía hablar con todo el mundo, incluso conmigo. El primer día tuvimos que pintar las paredes de lo que sería uno de los sets de rodaje; nos acompañaba Daniel, un chico de un pueblo de Guadalajara más bien reservado. ¿Me lo hubiera tirado? Pff si insisten, sí, vale, le hubiera puesto el culo. Pero no era Pablo.
Daba un brochazo y me temblaba la mano. Le miraba todo el rato de reojo y se me hacía el culo agua cada vez que me dirigía la palabra. Mi sonrisa se abría de par en par cuando me daba conversación. Quería ser su putita y él no se daba cuenta. Y todo eso en la primera mañana de conocernos. Nos quedaban por delante dos meses y medio de preproducción y rodaje. Iba a tenerlo a mi lado todo ese tiempo, por lo que ya se me empezaba a hacer el mundo cuesta arriba.