EL TIEMPO - Sueño incabado de una pareja

Como, con el tiempo, una pareja vuelve a soñar tener por fin una vida juntos

No levantaba la vista de la  sopa mientras la removía con un aire pausado. Una sopa que le recordaba a aquella que preparaba su madre. Fuerte. Con sabor profundo.

Estaba ya totalmente fría. No humeaba, pero la cuchara no dejaba de crear círculos dentro del plato, sin intención de llevarla a la boca, mientras que su otro brazo reposaba inerte sobre la mesa, jugaba tímidamente con un pedazo de pan. Sentía, dentro del murmullo general de la sala, como algunos murmuraban sobre él. No percibía claramente lo que decían, pero notaba como un cierto chismorreo sobre su persona. Algo que le trasportaba a los veranos de su infancia, a sus vacaciones en el pueblo de sus padres, cuando en la esquinas se juntaban en pequeñas sillas la mujeres a coser y tras saludarlas, cortés y tímidamente, notaba el zumbido de las conversaciones que trataban de ser en voz baja y que denotaban el cotilleo de aquellas viejas y no tan viejas tratando de descubrir de quien era hijo o nieto.

- “¿Sigue sin apetito todavía o es que tampoco le gusta la cena de hoy?” – le preguntó una de las asistentas. La que más se preocupaba ante la apatía que demostraba a la hora de las comidas.

- “Huele muy bien, pero no me apetece, gracias” – le respondió con una leve inclinación de la cabeza mientras no ponía ningún impedimento para que le retiraran el plato de sobra del que no había probado bocado.

- “Ya verá como, con un pequeño esfuerzo, la tortilla si que se la termina entera” . Le dijo mientras le apretaba con cariño el hombro

Quiso seguir la misma rutina que había tenido con el plato de sopa, pero haciendo un esfuerzo, casi más por no volver a escuchar la misma cantinela, que por un afán de alimentarse, cortó un pedazo de la simple tortilla con el tenedor y se lo llevó a la boca, donde empezó a masticarla a pesar de que, jugosa y tierna como era, casi se deshacía por si sola.

- “Bueno al menos no se irá a la cama con el estómago vacío, señor serio” – le dijo con una excelente sonrisa la misma asistenta. La única persona que desde su llegada le había mostrado una cierta cercanía.

- “Gracias" – le contestó él, levantando la vista y devolviéndole su cortesía con una mueca de agradecimiento - " pero me he de preparar para la ‘operación bikini’, que el verano está a la vuelta de la esquina”

La chica explotó en una sonora carcajada ante la ocurrencia espontánea que alguien a quien, sin apenas conocer, se notaba que era diferente al resto de los internos.

- “Si le traigo unas fresitas, ¿se las va a comer?, le recuerdo que son afrodisíacas y muchas de las ‘chicas’ las han tomado hoy” – le guiñó pícaramente un ojo.

- “Solo un par y no muy grandes, dulce damisela” – respondió, pero esta vez de una manera más seca, como queriendo cortar tajantemente la conversación.

Como cada noche, y aprovechando que ya habían dejado atrás el frío del invierno y que disponía, por su condición en el centro como persona que se podía valer por si misma,  de una cierta libertad en cuanto a horarios, salía a pasear por el jardín. Era el único que lo hacía. Los demás internos, acabada la cena, se dirigían a la sala central, como autómatas, arrastrando cansinamente los pies a ver un rato la televisión antes de ir a dormir.

Se cubría el cuello con un pañuelo y con la manos en los bolsillos recorría todos los rincones, todos los trazados caminos del cuidado jardín para, al cabo de unos minutos, terminar sentado en el banco que presidía la pérgola  ubicada justo en el centro. Allí se sentía cómodo. Aislado y dueño de sus pensamientos y sus recuerdos. Evadido en mil sensaciones que se agolpaban en su mente y que le provocaban una sensación agridulce de los años vividos. Allí pasaba unos minutos hasta que el frescor de la noche le obligaba a retirarse a su cuarto sin pasar por la sala de televisión y juegos o lo que es lo mismo, sin relacionarse con ninguno de los demás residentes, incluso trataba de llegar a la habitación antes que su desagradable y rudo compañero, para que éste, ruidoso y sin el más mínimo sentido de la educación, lo encontrara ya dormido o al menos eso le hacía ver.

Hacía apenas dos semanas que se había instalado en el centro. Fue un acto apenas meditado. Sencillamente no quería seguir realizando para él solo las labores cotidianas de casa y por otro lado, a pesar de que su salud era buena, el miedo a que una noche se pudiera sentir mal y sin una ayuda cercana le provocaron la incertidumbre necesaria como para solicitar el ingreso en una residencia. Primero busco una sencilla, acorde a sus posibilidades económicas, pero fue su hijo, quien aportó el dinero suficiente para que pudiera optar a una de más alto nivel, no solo con mejores servicios sino estéticamente mucho más agradable, donde poder pasar cómodamente  el tiempo que le quedara de vida.

Su hijo llevaba años instalado en Nueva York, donde llegó para realizar un curso de especialización en su carrera de medicina y una vez acabado ya no regresó. Únicamente lo hacía en los períodos de vacaciones para verle y aunque le insistió en que se marchara a vivir con él al menos una temporada, pero él, amante del turismo en sus años de juventud, ya no quiso variar su estilo de vida y mucho menos empezar de nuevo en una ciudad totalmente desconocida. Aún así, se llamaban varias veces a la semana y se sentía orgulloso de la posición a la que había llegado su hijo tras toda una vida de esfuerzo y dedicación en los estudios. Solo le apenaba profundamente que su madre no hubiera podido llegar a verle alcanzar esa meta.

Los días transcurrían monótonos. No era una queja, ni  una decepción a la decisión tomada. Permanecía cómodo en su silencio y aislamiento. De vez en cuando salía a pasear por los alrededores. Contaba con el permiso del personal asistente. Únicamente se dedicaba a caminar. Siempre lo hacía a primera hora de la mañana, justo nada más terminar el desayuno y regresaba, como era obligatorio, a la hora de comer. Por las tardes acostumbraba a sentarse en algún rincón de la sala de juegos y lectura a echar una ojeada al periódico del día. Lo leía lenta y pausadamente, sin ninguna prisa y cuando lo acababa, se dedicaba a tratar de completar el crucigrama del día con el bolígrafo, totalmente de color negro, que desde el día que se lo regalaron no se había desprendido de él.

Llegaba la hora de la cena y de nuevo, aunque variara el menú, el apetito era el mismo, prácticamente inexistente.

Los únicos momentos que ansiaba que llegaran era cuando esperaba las llamadas de su hijo. La impaciencia se notaba en su rostro y en sus gestos en las horas previas a que se produjera. Siempre deseando esa llamada y siempre soñando que en una de ellas por fin le diera la noticia de que volvía a casa definitivamente.

Aquella mañana de domingo amaneció especialmente luminosa, tibia y radiante. Apuró su desayuno más deprisa de lo habitual y cogiendo uno de los periódicos recién llegados se fue a leerlo al jardín, sentado en el banco bajo la pérgola, antes de salir a dar su paseo matutino.

Antes de llegar a las últimas páginas ya había sacado de su bolsillo el bolígrafo negro para rellenar el crucigrama. Fue en ese momento cuando se apercibió de la fecha, algo que, normalmente, sucediéndose los días de manera rutinaria, no tenía nunca en  cuenta.

Después de tantos años seguía recordando ese aniversario. Seguía manteniendo en su mente la noche de aquel recién estrenado sábado en que ambos se conocieron. De nuevo los recuerdos se agolpaban cercanos, pero ya muy lejanos en el tiempo. Conversaciones, miradas, gestos, anhelos y sueños revivían al ver impresa en la parte superior del periódico la fecha, treinta y seis años después, en que se conocieron.

Una vez el sol se instaló definitivamente en la mañana se decidió a salir al exterior del recinto. Con un paso más lento de lo habitual, rememoró de nuevo como cambió su vida desde aquel día. Como alegrías y dolor se mezclaron para siempre y como un sueño palpable se evaporó con el paso del tiempo, pero nunca el olvidó llegó a apoderarse de tantos y tantos momentos.

Caminaba y la veía a ella, como cuando, una vez recién terminada su relación, la contemplaba en cualquier lugar. Como los lugares visitados se convirtieron en santuarios para rememorar su persona.

Habían pasado muchos años, pero aquello que siempre aseguraron, estaba siendo  evidente en ese momento con solo leer una fecha en un periódico, jamás el olvido se antepondría a los sueños vividos.

Su enorme sonrisa, su mano apoyada en su brazo cuando le hablaba, su ironía al responderle cuando él le decía que la quería, se paseaban junto a él por las calles semivacías de ese domingo.

Llegó justo a la hora de la comida.  Con el mismo escaso apetito de siempre a pesar de ser el día en que solía ser más apetitosa. Entró el último al comedor y se dirigió, sin saludar a nadie, a su mesa de siempre, donde como siempre desde que llegó desayunaba, comía y cenaba solo. Una única vez le ofrecieron cortésmente compartir mesa y rechazó la invitación con sequedad pero también con educación. - “No se preocupe" – contestó – " Me gusta aquí. Prefiero estar sentado frente a la puerta”. Nunca más volvieron a comentarle que no comiera solo.

Le servía una ración, de algo parecido a paella, una asistenta que se había incorporado hacía un par de días. Era correcta en el trato, pero muy poco habladora. Su asistenta-amiga tenía fiesta semanal. Era con la persona con quien más palabras cruzaba y con la única con quien tenía una cierta cercanía y complicidad.

Estaba a punto de llevar la primera cucharada a la boca cuando vio que entraba en el comedor la directora del centro que acompañaba a una señora que la tenía cogida del brazo y justo detrás de ambas dos señoras de menor edad. “Serán sus hijas o nueras” , pensó sin saber por qué ya que jamás se le venían a  la mente comentarios de ninguna persona de centro o de sus familiares.

La directora y la señora mayor se pararon junto a una de las mesas de la zona más cercana a la entrada y señaló hacía un sitio libre. Observó como ésta la escuchaba y le sonreía en plan cariñoso. Las dos señoras se acercaron. La besaron y acariciaron efusivamente, tratando de sofocar unas lágrimas que estaban a punto de aflorar mientras que ella, su madre o su suegra, les pasaba la manos por la cara y por un momento pareció entender que les decía: - “Niñas, estaré bien, ya veréis”.

Las “niñas” volvieron a besarla y se giraron para marcharse a la vez que al unísono sacaban unos pañuelos de papel del bolsillo de sus pantalones para secarse los ojos empapados de humedad.

La directora del centro ayudó a la señora mayor a acomodarse en una silla y le presentó brevemente a sus circunstanciales compañeras de mesa. Él estaba sentado en la más alejada de la de ella pero se percató de cómo tragaba saliva y mantenía sus manos apoyadas nerviosamente sobre las piernas mientras esperaba que le sirvieran el primer plato.

Estaba a punto de  tomar el primer bocado, cuando notó que ella giró la cabeza tratando de ojear todo lo que había a su alrededor. Pudo ver una enorme sonrisa que no dirigía a nadie especial o quizás era enfocada a todos los presentes. Una sonrisa enmarcada por unos unos labios, que a pesar de las minúsculas arrugas denotaban una enorme franqueza. Todo el mundo estaba tan enfrascado en el rutinario quehacer de la comida que nadie prestaba atención a la recién llegada. Nadie excepto él y quizás esa insistencia fue la que le llevó a depositar el tenedor sobre el plato, sin haber probado bocado todavía y contemplarla con mas perseverancia a pesar de que, los metros de distancia entre los dos no le permitía distinguir con exactitud todos sus detalles.

Llegó un momento en que prácticamente dejó de pestañear. Clavó su mirada en ella. Sus recuerdos estaban en esos momentos disparados, como flashes de una cámara fotográficas se apretaban en su mente  y instantes lejanos de su vida comenzaron a fluir con el rostro de aquella mujer, pequeña y enjuta, clavado en sus pupilas.

- “Es… es ella” – balbuceó teniéndose a él mismo como único interlocutor.  - “Lo es” - asentó convencido de que a pesar del tiempo transcurrido, su físico menudo, su sonrisa amplia, no habían causado mella en su memoria.

En ese preciso instante recordó, treinta y tantos años después, lo que tantas y tantas veces habían comentado en todo de broma . -“Estaremos juntos en la residencia. Ahí viviremos por fin nuestro amor”.

De nada sirvió el enésimo intento de volver a llevar el cubierto a la boca. Su estómago estaba totalmente inapetente en esos instantes. Permanecía totalmente ajeno a sus necesidades. El segundo plato, ya también  impoluto también sobre la mesa, llevaba camino de convertirse en compañero del primero. Mientras ella continuaba escrutando a su alrededor entre pequeños bocados. La directora se le acercó y le comentó algo casi al oído a lo que ella respondió con un leve movimiento afirmativo con la cabeza.

Ante la evidente falta de apetito y la necesidad de estar a solas, abandonó el comedor y rompiendo su rutina de la sobremesa, salió al jardín sabiendo que en esos momentos nadie abarcaría ese espacio y nadie perturbaría la sensación de paz a la que estaba acercándose.

Era ella. Era la mujer de su vida. La mujer que durante años llenó sus sueños.

No lo podía creer. Aquellas fantasías que ambos compartían entre risas, sabiendo que era la unica posibilidad de estar juntos. Una posibilidad irreal, pero que les hacía mantenerse juntos cada noche en la distancia: - ”Nos veremos en el geriátrico” , se decían cuando las fuerzas flaqueaban. Y ahora, tantos años después, coincidían allí. De manera real, no como un sueño. Esta vez compartían el mismo espacio físico y solamente el tiempo diría si los años transcurridos habían supuesto el fin de aquellos recuerdos.

No sabía la manera en que debía acercarse a ella. Le aterrorizaba el miedo de pensar que cuando la tuviera enfrente, ella ya no supiera quien era él. Que aquellos cinco años de “unión” se hubieran evaporado de su mente. Sabía que no volverían a vivir aquel tiempo. Que la vida de cada uno había transcurrido por cauces muy diferentes. Que treinta años son mucho como para pensar, que al final de una vida.

Recorría los cuidados caminos del jardín pensando como en un zig-zag en el pasado y en el momento presente. Le venían a la mente todas y cada una de las noches en que en la penumbra de aquel cuarto hablaba con ella. En los poco momentos en que podían estar juntos. Los momentos furtivos que recordaban como aventuras de colegiales. - “Quince minutos, solo necesito quince minutos juntos a ti” , le repetía él, sabiendo que esos instantes  eran como una llama que hacía mantener vivo el amor que ambos se entrelazaban. Y ahora no sabía como enfrentarse a la lotería que la vida le estaba regalando. Llevaba poco más de dos semanas paseando cada día a solas por el jardín de la residencia, por las calles del pueblo y ahora se imaginaba paseando junto a ella. Sin nada más que la compañía que ambos se pudieran proporcionar. El volver a hablar. Él desde su alta estatura, ya reducida por el tiempo, ella mirándole desde abajo, con su sonrisa siempre perenne por delante. Y no parar de hablar, de sus hijas, de su hijo, de la vida que transcurrió en esos treinta años. Volver a charlar como los desconocidos que eran aquella fresca noche de finales de mayo. Y soñar que transcurre el poco tiempo que queda en esa compañía que tuvieron tantas y tantas veces de soledad.

Se acercó una de la cuidadoras: - “¿No va a entrar?, vamos a servir la merienda y además ya hace un poco de fresco” - le dijo en un tono ciertamente muy seco.

Con paso cansino caminó hacia el interior de la residencia pero llevaba dentro de si un evidente miedo a encontrarse con ella frente a frente. ¿Qué le diría cuando esto, algo inevitable de por si, ocurriera?.

Todo el mundo estaba ya en el comedor haciendo la merienda cuando él entró. Los menos capacitados la recibían de las cuidadoras sentados en su sillones mientras que los que se podían valer por si mismo ser servían directamente de las bandejas. Unas galletas, yogurt, zumos servían para romper la eterna rutina de la tarde, como la comida del mediodía ayudaba a pasar la de la mañana. Nada más atravesar el umbral de la puerta del enorme salón, que en esos momentos hacía las veces de salón de juegos, comedor, sala de televisión y de descanso, se puso a mirar a su alrededor esperando verla de nuevo, pero no supo distinguirla en medio de los demás residentes.

Se acercó a coger un kiwi, cabizbajo y pensativo, sin querer pensar en nada, cuando escuchó a su derecha: - “Antes apenas probabas la fruta” . Se giró y aquella mujer menuda, que pocas horas antes había entrado en el comedor, acompañada de dos mujeres de mediana edad, estaba también removiendo en el frutero.

No levantó la vista cuando él le respondió: - “Bueno, me gustaba mucho más el zumo de cebada” . Una cortada y apagada carcajada, acompañada de una brusca tos, salió de la garganta de su inesperada compañera.

Ninguno de los dos era capaz de mirar al otro. Él cortaba el kiwi por la mitad para, a continuación, clavar una cucharilla en él. Ella trataba de separar la pegada piel de la mandarina que había escogido, pero la insistencia que ésta exhibía, se encontró con unos dedos que, a pesar de no pedirle permiso, le arrebataron suavemente la pieza de sus manos  y comenzaron a pelarla. No se miraban con los ojos, pero no hacía falta que se presentaran. Ambos sabían en ese momento que habían coincidido en el lugar donde siempre soñaron encontrarse por última vez.

Terminaron la merienda en silencio, sin volver a mencionar palabra a pesar de que no se alejaron el uno del otro. La mayoría de los internos optaron por sentarse en los sillones que, sin estar marcados con sus nombres, sentían como propios. Solo unos pocos salieron al jardín a dar un corto paseo a pesar de que, aún quedando un buen tramo de claridad, la temperatura había bajado considerablemente.

- “¿Quieres dar un paseo? No se si has visto el jardín, pero es muy bonito ” – le preguntó él cortadamente.

- “Claro que me gustaría. Aún no conozco nada de aquí, no se si te has dado cuenta, pero he llegado justo a la hora de la comida. Me han acompañado mis hijas, ¿las recuerdas?” – le confió ella sin saber que él si se había percatado de su llegada.

Ella se colocó una suave chaqueta de punto sobre sus hombros y comenzaron a caminar por el sendero que siempre iba al mismo lugar y regresaba a mismo punto. Él le confesó que se fijó en sus hijas en el momento en que entraron en el comedor, pero que no las reconoció, ni siquiera a ella. Que fue poco después, mientras que observaba a su alrededor cuando empezó a darse cuenta.

Ella le comentó que se quedó boquiabierta cuando, al ir observando uno a uno a todos los comensales mientras le traían la comida, lo reconoció al él sin la menor duda de confundirse de persona. Que su corazón dio un salto de emoción. Había atravesado la puerta de la residencia con un cierto miedo y en ese momento, en el instante en que lo vió allí, solo en aquella mesa, apartado de todos sintió una enorme alegría y recordó cuantas veces habían hablado de ese momento, sabiendo que nunca se produciría.

Habían pasado muchos, muchísimos años sin hablarse, sin saber el uno del otro y en ese paseo y en los que vendrían se tenían que contar muchas cosas. Él le contó el porqué había ingresado en ese centro y ella le comentó que lo decidió porque una de sus hijas, la menor,  estaba siempre de gira por su profesión, mientras que la mayor se había marchado a otra región y ella no quiso irse de su casa, pero la edad no perdonaba y a pesar de la contrariedad que supuso en ella, prefirió estar en un lugar tranquilo donde no tuviera que preocuparse de nada.

Le preguntó por su hijo y él le comentó que se encontraba en Nueva York. Se casó y se separó, aunque no tuvo hijos pero estaba preparando su regreso definitivo a casa. Era lo que más echaba de menos.

No tuvieron que preguntarse nada. En el momento de la cena, ambos se sentaron juntos en la misma mesa que él ocupó desde el primer día en su soledad. Tantos años separados.. ¿cómo iban a seguir estándolo ahora?. Enseguida un murmullo se apoderó de la sala.

- “Por fin mi chico favorito saca su mejor sonrisa y .. ¿no será por la estupenda compañía que se ha buscado?”- comentó guiñándole un ojo a ella la asistenta con la que más confianza tenía.

- “Fui yo quien lo encontró perdido a él una noche de primavera de hace muchos años cuando usted ni siquiera había nacido, solo que le he dado un poco de margen para que aprenda a valorarme” – le respondió ella sonriendo pícaramente  con una complicidad que a la asistenta le pareció cercana y muy afable.

Salieron a pasear aquella noche, todos los mediodías, los domingos fuera del recinto. Todas las noches. Pasaban todas las horas del día juntos. No paraban de hablar, de comentar los detalles cotidianos, los chismorreos que acaparaban en los demás internos y se reían. Reían de una manera envidiosa para cualquiera que sabía que ese espacio estaba destinado a ser el final de sus días, mientras una pareja, para todos recién creada, estaba retrocediendo en el tiempo al paso agigantado de la felicidad y solo había transcurrido una semana. Una semana en la que sin haber tenido apenas el más simple contacto físico, un solo roce casual, habían sido más pareja que desde que se conocieron. Que desde que vivieron sus encuentros furtivos. Desde aquellas comidas en familia en que sabían que nunca habría más de lo que sentían en esos momentos. Y estaba sucediendo. Estaban viviendo el sueño soñado. En sus conversaciones aparecían sus hijos, sus padres, sus difuntos esposos, los encuentros furtivos, los dos de enero. Todo lo vivido era tema de conversación y como en aquellos instantes, cualquier roce era un escalofrío en la piel.

Su recuperada relación era el tema preferido de conversación de aquel manojo de viejitos encantadores que no sospechaban de donde venía esa confianza. Donde habían comenzado los paseos  a cualquier hora, las sonrisas, el estar a solas en cualquier comida del día.

Muchos domingos salían a pasear por el exterior del recinto. Iban de la mano. Cuando se paraban a contemplar algún escaparate, él la cogía de los hombros y más de una vez le depositaba un beso en su cabeza. Aún habiendo ya desayunado, en esas salidas, siempre paraban a tomar unos churros en la cafetería donde él acostumbraba a desayunar en sus escapadas. - “Cómo me gusta verle tan bien acompañado” – le decía la dueña del local a la vez que ella mojaba uno de los churros en el café con leche y lo ponía en su boca sin la menor posibilidad de responder.

Aquella mañana ella llegó a la mesa que compartían, pero él no estaba. Le pareció extraño ya que siempre era él quien estaba a diario  sentado y esperando que ella llegara. Pero aquel día no era así.

Preguntó a una de las asistentas y le comentó que él había entrado muy pronto en el comedor y pidió si podía desayunar antes de hora y lo hizo en la cocina con una jovialidad que nadie conocía.

Ella apenas probó bocado, únicamente sorbió en pocos tragos el insípido café con leche que le sirvieron. Estaba preocupada y se fue hacia el compañero de habitación de él. - “Pues no sé que le ha pasado hoy, se levantó muy temprano y se marchó” –  contestó a la pregunta con su habitual aire tosco y primitivo.

Ella no salió a pasear por el jardín a pesar de que el día invitaba a ello. Se sentó sola en un sillón de la sala principal, muy cerca de la ventana que daba acceso al recinto y su vista iba de las paginas del periódico del día a la verja de la entrada. Sobre las doce le vio aparecer. Saludó antes de entrar al barrendero de acostumbraba a adecentar la acera de la residencia y ella, muy enfadada, plegó el periódico y salió al jardín a esperarlo.

- “¿Dónde has ido. Dónde has estado. Crees que me puedes hacer esto sin tenerme preocupada?” – le soltó en una retahíla de preguntas que lo dejó poco más que sorprendido, aunque, sin hacer ningún caso del evidente enfado de ella, cerró la puerta de la verja y la tomó de la mano a la vez que depositaba un beso en sus labios ante las miradas indiscretas de algunos infelices compañeros.

Tratando de no demostrar más su rabia, ella se dejó llevar hasta la pérgola donde siempre acababan sentados en cada uno de sus paseos. Él le pidió perdón por el desplante, a la vez que, ella, haciéndose la muy enfadada, le ponía mala cara pero sin separar su mano de la de él. Solo la separó cuando él.. .la introdujo en el bolsillo de su americana para sacar un pequeña caja envuelta en un decorado papel con un lazo que le entregó sin apenas pestañear.

- “¿Qué es esto,  pavito?”. – le preguntó  ella con un tono mimoso e infantil, sabiendo perfectamente que era un regalo inesperado.

- “Es algo que, deseando siempre darte, jamás me pude imaginar que podría llegar a hacerlo. Es la esencia de tantos años de sueños, cari”. – le respondió poniendo en sus ojos toda la emoción que estaba sintiendo en ese momento.

Ella comenzó a abrir el pequeño paquete con una parsimonia que no se correspondía con el nerviosismo que estaba sintiendo interiormente. No podía sospechar que era y mucho menos, no podía entender que algo tan pequeño pudiera ser la excusa  escogida para esas horas que él permaneció fuera sin dejarle ningún aviso.

Cuando por fin pudo abrirlo el único gesto que hizo fue llevarse los dedos a los labios tratando de contener una emoción que brotaba dentro de ella  y que ya no era capaz de controlar.

No dijo una sola palabra. La humedad en sus ojos no le permitía distinguir más allá del rostro de él y mostrándole el regalo él solo le pudo decir:

- “Jamás regalé a nadie algo así porque jamás pensé que pudiera sentir la necesidad de casarme con alguien. Hace muchos años te dije que contigo me casaría, porque siempre te he amado" - y tras una breve pausa -  ¿Quiere usted, señora madura, casarse con este señor?” – respondió a su gesto mientras le tomaba ambas manos.

Ella acercó a sus labios esas manos que tomaban las suyas y depositó en ella un beso que acompañó con la humedad de una lágrima que no fue capaz de contener.

Elevó su vista cansada y mostrándole el anillo de compromiso que acababa de recibir le dijo:

- “Señor mío, treinta años después de aquella última vez, me va a convertir en su esposa. Deseo ser su mujer para los pocos o muchos días que nos queden por vivir, porque jamás dejé de amarle, porque siempre deseé este momento”. Y su rostro se llenó de una felicidad serena que se reflejó en el brillante que ya llevaba puesto en su dedo. Era el pasaporte de entrada a tantos años de sueños.

Entraron juntos y de la mano al comedor. Nada más sentarse en la mesa que los dos compartían  y en cuanto se acercó a servirles la asistenta con la que compartían una amistad más cercana, ella le mostró su anillo recién recibido. Ésta tomó el dedo en que lo había colocado y se lo acercó para verlo bien de cerca.

- “Y esto ... ¿a que es debido?” – le preguntó haciéndose la inocente y sabiendo perfectamente el significado.

- “Pues a que me ha pedido en matrimonio. Después de casi cuarenta años el señorito se ha decidido” – le respondió guiñándole un ojo.

- “Supongo que le habrá dicho que si ¿verdad?. Una no puede dejar escapar a un caballero así” – le siguió el juego.

- “Bueno, creo que me lo tengo que pensar, pero … solo un poquito eh” – le contestó a la asistenta pero mirándole a él a la vez que le acariciaba tiernamente la cara

- “Y ¿cuándo será el acontecimiento? Si es que ya tienen fecha – indagó ella.

- "Teniendo en cuenta que ya tenemos vivienda y el ajuar hecho, ¿para que vamos a esperar mucho, verdad mi amor? – esta vez fue él quien respondió – además, ya no somos unos mozos que se tengan que ir conociendo poco a poco”

- “En cuanto arreglemos los papeles” – terció ella – además tenemos que mirar el viaje de novios”

- “¡Hala,  qué bien! ¿y dónde piensan ir? – preguntó la chica.

- “Pues – se quedaron mirando los dos- ¿Paris? – le preguntó a él?

- “Si cariño, así, pase lo que pase, siempre nos quedará París, como en la película ‘Casablanca’, ¿verdad?” – le confirmó él.

- “Muchísimas felicidades a los dos, hacen una pareja estupenda” – les dijo la asistenta cuando ya los dejaba para ir sirviendo mesas.

Todo el mundo en el centro se fue enterando y no paraban de recibir felicitaciones, tanto de internos como de las cuidadoras. Se les veía una pareja feliz. ¿Quién les iba a decir que iban a cumplir aquel sueño fantasioso que tantas veces se transmitieron en la distancia y al frescor de las noches en las que ambos se encontraban?

Una de las felicitaciones mas sinceras fue la del nuevo compañero de habitación de él. Un recién llegado que sustituyo al primero que tuvo. Su carácter rancio y violento empeoró hasta tal punto que hubo de ser trasladado a otro centro especializado y con vigilancia continua. Con este le ocurría al contrario que con el otro. Se quedaban charlando hasta altas horas de la noche. Tenía un trato muy agradable y era capaz de conversar de cualquier tema.

- “No te creas que me alegra que te cases por el amor que le tienes – le dijo riendo delante de ella – si no porque así os darán un cuarto para los dos y … ¡me libraré de tus odiosos ronquidos, cabronazo!”.

- “¡Dios mío, no me acordaba " – dijo ella riéndose – "¡Qué años me esperan!”

Tuvieron que hacer varias salidas a los lugares de residencias de ambos para recoger la documentación necesaria que se necesitaba para los trámites de la boda. Cuando fueron a la casa de ella, le enseñó una cajita y le pidió a él que la abriera. Allí había poesías, algunas escritas con su propia letra, fotos, tres o cuatro relatos cortos que le escribió y una flor hecha con miga de pan y que aún conservaba. No se había desprendido de nada. Después de tantos años, todo lo había conservado secretamente. Le enseñó el cuarto desde donde ella se comunicaba con él, donde se dieron un  beso en una ocasión y allí estaban todos los discos que a lo largo de los años él le fue enviando. Había tres muy especiales porque las canciones las eligieron entre los dos y él se encargó de crear las carátulas. Prácticamente no hablaron en el tiempo que estuvieron en su casa. Pero la emoción de los recuerdos que allí se habían atesorado les dejó la convicción de que iban a dar el paso más deseado.

Las hijas de ella fueron ese domingo por la mañana a felicitarles. Se las veía felices. Estaban ilusionadas ante la enorme felicidad que su madre exhibía y no daban crédito cuando su madre,  con una gran dosis de engaño piadoso, les dijo que se enamoró secretamente de aquel hombre nada más conocerle. Ellas habían oído hablar tanto de él, incluso en los años posteriores a la pérdida definitiva de la relación, incluso amistosa, que lo aceptaron totalmente y le abrazaron diciéndole que su regalo de boda iban a ser las alianzas.

En ese momento llamó su hijo desde Nueva York. No podía contactar con él ya que se encontraba en otro estado en un congreso pero, con la ayuda de la directora del centro, le envió un e-mail anunciándole la noticia y esperando que pudiera asistir a la boda ya que deseaba que fuera su padrino.

Ya por teléfono le explicó quien era y con solo dos detalles él la recordó perfectamente. Siempre le tuvo un enorme cariño y le confesó que en su cuarto en el pequeño apartamento que tenía alquilado en Manhatan lo primero que hizo fue clavar en la pared una camiseta de su equipo que ella le regaló de pequeño.

La decepción que le supuso cuando su hijo le dijo, en la larga conversación que estaban teniendo, que no podría asistir a la boda quedó totalmente eliminada cuando le explicó que el motivo era porque en esos días debía dejar todo zanjado para regresar a casa y no llegaría a tiempo. Las lágrimas empezaron a brotar de sus ojos ante la tan deseada noticia.

Le pidió también que estuviera muy atento al correo porque en cuanto colgaran iba a reservar, como su regalo de bodas, el viaje de novios. - “¿Paris, me dices? Vais a estar en el mejor hotel de los Campos Elíseos, papá” – le dijo casi tan emocionado como él estaba en esos momentos.

- “En tren, eh, sobre todo, que sea en tren” – le advirtió cariñosamente él.

Los días de la semana transcurrieron, a pesar de que no había motivos, muy ajetreados. Siempre pensaban en algo urgente que hacer antes de que llegara el sábado por la mañana, el día veintiocho de mayo, la fecha que ambos eligieron.

- “Nena , - le dijo él – nos olvidamos de tu ramo de novia” .

- “Pavito, que ya te he dicho que el ramo es el regalo que me hacen entre todas las empleadas del centro. Deja de preocuparte que pareces una novia” – se burló ella en tono cariñoso

Por cualquier sitio que pasaban les ofrecían un comentario. - “Menuda habitación os están preparando para cuando represéis del viaje, capullines” – le dijo una interna con el esfuerzo que supone expresarse con una boca carente de dientes.

- “Ves, hasta eso lo tenemos solucionado” – le insinuó ella con una enorme sonrisa en sus labios.

Aquel sábado ella estaba radiante. Feliz. Iba a cumplir ese sueño de acabar sus días unida a la persona que más había llegado a amar. Su vestido era el mismo que había utilizado en la boda de su hija mayor. No hubo tiempo de hacerse uno y para ella era lo menos importante. Estaba recién maquillada. La asistenta que dieron la noticia por primera vez, con su anillo de compromiso recién colocado en el dedo, se encargo de dejarla bellísima y a la hora convenida salió de su habitación para dirigirse al comedor, que habían adecentado expresamente para celebrar el acto.

El juez de paz charlaba animosamente con la directora del centro y le comentaba que era la primera vez que realizaba un matrimonio en una residencia de ancianos. Habían quitado todas las mesas y todos los internos estaban eufóricos, sentados en la sillas, bien alineadas esperando que aparecieran los novios.

Llegó ella en primer lugar, lo que provocó una sonora carcajada. - “Uy.. que me la han dejado plantada junto al altar” – expresó ruidosamente la misma vieja desdentada que hizo el comentario de la habitación. Ella, con su habitual simpatía le saco la lengua. Le preguntó al compañero de cuarto de él y este le dijo que estaba ya preparado para bajar cuando en ese momento le llamó su hijo desde Nueva York. Las hijas y las nietas de ella se mantenían a su lado sin dejar de acariciarle las manos, la cara y depositarle suaves besos de tranquilidad.

- “Venga, estate tranquila , - le dijo él- ya voy a por  el no sea que con sus achaques no se pueda acordonar los zapatos, que desde que está comprometido lo veo muy torpe” . Y se marchó para ir a buscarlo y así calmar los nervios de ella.


Tras preguntar a un par de ancianos como llegar a la cima de aquella montaña lograron encontrar el camino correcto. Su hija menor paró el coche en un pequeño llano. Habían sido muchas horas de viaje y se notaba en el rostro de aquella mujer la evidencia del cansancio y del dolor. Mientras, la otra de sus hijas la ayudaba a salir del auto. La tomó de la mano que tenía libre ya que no se quiso desprender del jarrón de color negro que sostenía nerviosamente con la otra.

- “Mamá, creo que solo hay que subir un poco por este camino. Ahí se ve una ermita” – le dijo una vez su madre estaba ya en tierra firme.

En ese preciso instante otro coche paró cerca del suyo. Las tres mujeres se quedaron mirando. Ella lo reconoció nada más salir. Le pasó el jarrón a una de sus hijas y en cuanto tuvo a aquel hombre alto y desgarbado junto a ella se fundió con él en una apretado abrazo mientras las lágrimas se mezclaban en las mejillas de ambos.

- “Jamás pude imaginar como os habéis llegado a amar” – le dijo mientras con las yemas de los dedos le secaba la humedad de su ya arrugado rostro.

- “Cinco minutos, rey, solo cinco minutos nos han separado del sueño de ser marido y mujer. Después de media vida de sueños un infarto nos ha privado de cumplir ese sueño, ni siquiera nos ha quedado París” – le balbuceaba ella sin poder evitar que la pena le rompiera el corazón

De la mano de él subió por la empinada cuesta hasta llegar a la explanada de la ermita. Desde allí, se divisaba, abajo, el pueblo. Mucho más grande de lo que ella tibiamente recordaba por algunas fotos que le mandó hacía tantos años.  Ese era el lugar exacto donde él, su amor, siempre le dijo que deseaba descansar. Y ella iba a cumplir ese deseo.

Con mucho cuidado se subió sobre una peña, apoyada en una de sus hijas y en el hombro de él y vació el contenido del jarrón que se esparció por entre los árboles, las piedras y los matorrales ayudado por una ligera brisa, que de modo premonitorio había aparecido de repente. Ahora él formaba parte de ese paisaje que tantas veces le había comentado. Allí abajo aún permanecerían su casa, la terraza con aquella ducha, y en su memoria las llamadas de cada mañana que él le hacía antes de ir a desayunar.

Volvieron las tres camino a casa. Él decidió quedarse un día más y pasear por una ciudad que no visitaba desde que era pequeño. Se despidieron con el dolor que suponía haberse tenido que reencontrar en esa circunstancia y antes de partir le dio un sobre son algo que su padre le había enviado en el mismo e-mail donde le anunciaba su boda con la petición de que se lo entregara a ella si alguna vez se producía lo que inesperadamente sucedió

Ella no regresaría a la residencia. Se iría a vivir con su hija mayor y una vez habían transcurrido varios kms y con el alma ya más serena abrió el sobre y leyó las últimas palabras que, sin saberlo, él le había escrito:

TU SABES QUE SI UN DIA

ESPARCES EN ESTE MONTE,

ESTE POLVO QUE UNA VEZ

FUE MI CUERPO

ESTARÁS DANDO VIDA,

DARÁS VUELO

A AQUELLAS NOCHES

QUE UN DÍA

FUERON NUESTROS RECUERDOS.

ESTARÁS CREANDO

AL POSARSE EN ESTA TIERRA

LA ESENCIA QUENUNCA

NOS UNIÓ,

EL AMOR QUE JAMÁS

NOS SEPARÓ.

LA DULZURA,

TOSTADA EN EL TIEMPO,

A FUEGO LENTO,

QUE NUNCA NOS FALTÓ

Su rostro se apoyó sobre el papel una vez terminó de leer aquellas pocas líneas y las lágrimas volvieron a brotar de sus cansados ojos.

Jamás en su vida, en la corta vida que le esperaba, volvió a llorar como en ese momento.

FIN