El tesoro secreto del Sultán
Jules es un ladronzuelo que ha crecido en un potentado país árabe. Su suerte ha dependido siempre de lo que sus manos consiguen hurtar. Sin pasado ni recuerdos de los que fueran sus padres, piensa que no tiene nada que perder cuando acepta el desafío de robar parte del tesoro que el Sultán acumula en su cámara secreta. Pero, una vez dentro, no cabe en su asombro, al comprobar que aquella arca de abundancia es custodiada por una criatura, que no debería ser real ni existir en este siglo. Ahora, su destino le es arrebatado, y lo que ocurra con él, en un futuro próximo, dependerá de las intenciones de este ser irreal.
Restaban unos pocos minutos para los rezos de la tarde, y unos centímetros para llegar a su objetivo. El ladronzuelo permaneció escondido, respirando lo mínimo, agazapado en el rincón menos iluminado de la galería. Para completar con éxito esta empresa, debía hacer uso de toda la astucia e inteligencia con la que se había valido todos esos años, usurpando en las arcas de los comerciantes de “Sharjah”.
La voz gutural del muecín proclamando “Allahu Akbar , Alá es grande”, se escuchó a través de las reducidas ventanas e hizo eco en el corredor. Tanto en la ciudad como en el palacio, las labores cesarían y los hombres se arrodillarían hasta tocar con sus frentes el suelo, en sumisión a Alá. Los instintos de Jules se pusieron en alerta y su postura se volvió rígida. Había llegado el momento de dar paso a la parte final de su recorrido. Asomó la cabeza para comprobar, y vio que los guardias habían dispuesto sus tapices, en el suelo, y sus cuerpos estaban orientados hacia el sur, hacia la Meca. Salió de su escondrijo, y tan ligero como una pluma, sus pasos recorrieron la distancia que faltaba; traspasando las puertas de roble que le dirigirían a la galería subterránea donde se encontraba el tesoro.
Bajó la angosta escalera, apenas iluminada por unas gastadas antorchas, con el plano de aquella sección del palacio grabado en la memoria y la espalda pegada a la pared. Cuando descendió el último de los escalones, una oscuridad cegadora lo recibió, y el frio mortuorio de los corredores que jamás han visto la luz del sol caló en sus huesos. Avanzó de frente. No utilizó la linterna que siempre llevaba consigo, era un riesgo que no podía darse el lujo de correr. Cualquier seña de su presencia en aquella laberíntica caverna, pondría en riesgo su cabeza. Así que se dejó guiar por el instinto y el tacto de sus bien entrenados dedos.
Después de internarse por varios pasillos serpenteantes, los dígitos del joven reconocieron la acorazada puerta. Eran de acero doble, frío al tacto. No había cerrojos que le impidieran la entrada, ni candados que entorpecieran sus pasos; era demasiado fácil violar aquella cámara, y eso le inquietó. Suspiró para calmar sus ansias, obligando al miedo que, pretendía amedrentar al coraje que lo había guiado con éxito hasta allí, a relegarse al rincón más profundo de su ser. No dudaría. No cuando al otro lado del umbral, se encontraba la fortuna que tanto ansiaba. Las riquezas que lo alejarían del oficio, haciéndolo olvidar todas las privaciones y carencias que sufrió desde niño. Con la decisión reafirmada y la adrenalina corriendo por sus venas, empujó con sus dos manos las pesadas puertas, que no ofrecieron la menor resistencia.
En cuanto se internó en la cámara, la sala se iluminó como por arte de magia. Los ojos de Jules se maravillaron al contemplar la abundancia de aquella bóveda, la cual abarcaba el tamaño de un estadio de futbol. Tapices enormes ornamentaban las paredes; jarrones persas, chinos y árabes, decoraban las hornacinas de mármol. Y tesoros: baúles rebosantes de joyas y monedas de oro. Abrió su mochila, dispuesto a llenarla con todo lo que en ésta cupiera, y se agacho sobre el baúl que estaba más a la mano.
Cuando cogió la primera de las monedas, las puertas se cerraron con un pesado golpe tras su espalda, confinándolo dentro. El corazón del ladrón se detuvo y sus inseguridades se acrecentaron. Aguzó el oído y miró de refilón en busca de cualquier indicio de la presencia de guardias. Nada. Solo su agitada respiración daba cuenta de la existencia de vida dentro de aquella habitación, por lo que hizo acopio de entereza y continuó con la tarea que le urgía acabar. Era demasiado tarde para dar marcha atrás, se había arriesgado a violar la seguridad del palacio del Sultán y no se iría sin lo que ambicionaba.
Con manos presurosas, cogió collares, diademas y pulseras de plata y oro, engarzadas con finas piedras, que serían avaluadas en miles de dólares en el mercado negro. Cogió también otro lote de monedas antiguas: doblones de oro, cubiertas de suciedad y de unos cinco milímetros de grosor. No estaba seguro si podría venderlas en los barrios bajos, pero bien valía la pena conservarlas como un recuerdo de su osadía. Si salía con bien, su nombre sería celebrado en toda la región por los que le precedieran. Recorrería la ciudad en boca de todo ladrón que quisiera hacerse de fama prestada, jurando haber compartido un plato de shwarma junto a él, o bebido de su misma jarra de vino. Mientras que Jules estaría gozando de los beneficios de lo hurtado, a miles de kilómetros, en alguna isla del mediterráneo. La sonrisa del muchacho se amplió ante las posibilidades que se abrirían con lo ya recaudado.
—Inshallab — saludó con rudeza la criatura que custodiaba aquel templo de opulencia, quién se alió del eco que producía la bóveda para hacer reverberar su voz y tornarla amenazante. El usurpador dio un respingo y cayó sobre su trasero. No había notado su presencia, concentrado y embobado como se encontraba, acumulando en su gastado bolso los tesoros que tan a su disposición se descubrían. «Recibiría su merecido castigo, igual que los que antes osaron invadir sus aposentos, con la idea de hacerse con lo que ahí se acumulaba en abundancia» , farfulló internamente y una sonrisa maliciosa asomó en sus labios. Era su obligación y su deber proteger las riquezas de su amo y la cumpliría sin demora; pues al correr de los siglos, aquello era la única diversión que los interminables días le proporcionaban a su longeva existencia.
Lo observó con detenimiento. A simple vista, parecía un ladrón más: de cuerpo alto y espigado. La estampa propia de los que se dedicaban al oficio de arrebatar de las arcas de los favorecidos lo que no les pertenecía. Bajo el corriente thobe, se apreciaban unas piernas largas y agiles, que seguro utilizó con pericia, al escalar las murallas de palacio. De sus hombros amplios, descendían un par de brazos firmes, no demasiado musculosos, que terminaban en unas finas manos, a penas curtidas por el trabajo duro. Su piel oscurecida por el sol lo hacía confundirse con cualquiera de los nacidos en esta región, pero Sakhr podía reconocer un engaño en cuando lo veía, y se encontraba en presencia de uno. Los mechones mal teñidos de negro, que eran visibles bajo el kaffiyeh, comenzaba a revelar el bronce original de su cabellera. Y sus ojos… Había algo en aquellos iris, camuflados tras las lentillas color avellana, que le hicieron recordar el pasado. Tenía que verlos, conocer su real apariencia, sus secretos. Agitó la mano con impaciencia y se deshizo de las mentiras que cubrían al ladronzuelo.
Jules se tapó la cara con su mano libre, cuando una ráfaga de viento hizo volar el turbante que cubría su cabeza. Sintió como si arenilla se introdujese en sus ojos y los restregó para disipar el ardor. Escondió bajo su túnica el morral con la fortuna que había conseguido acumular, para disimular una falsa inocencia, a quien fuera que lo había sorprendido. Cuando sus ojos dejaron de lagrimear, levantó la vista buscando la procedencia de la voz que lo había sobresaltado. No esperaba ser descubierto tan pronto. Había sido cuidadoso en todo momento, cerciorándose de no ser seguido cuando comenzó esta aventura. Había revisado varias veces el plano del edificio la noche anterior. Y se había vuelto a asegurar con sus informantes de confianza que nadie, ningún guardia, ni personal del servicio, tenía permitido bajar a aquella sección subterránea del palacio. Por ello, la sorpresa y el asombro le hicieron restregar nuevamente sus ojos, para asegurarse de que era real lo que ellos contemplaban.
El otro ocupante de la habitación reposaba con soltura y pereza, sobre la cima de una de las montañas de tesoros dispersas en la estancia. Vestía un holgado pantalón de algodón, que se afirmaba a sus caderas con un lazo color turquesa; su pecho, tapado por un ceñido y diminuto chaleco de seda adornado con pedrería, dejaba al descubierto sus brazos y vientre. Era de figura esbelta, y de piel color canela. Poseía un rostro exótico y hermoso; sus mejillas eran lozanas y sonrosadas, y en medio de una de ellas, se distinguía un lunar de color negro, con la forma de una lágrima, que la decoraba con coquetería.
—¿Quién es, que haciendo gala de osadía, irrumpe en mis aposentos? —preguntó tajante el extraño personaje, irguiendo su espalda para mirarlo, inquisitivo—.¿Acaso es un necio, un insensato, que no teme por su vida?… ¿O es acaso, una ofrenda de mi amo para mi disfrute, y así disminuir mi hastío?
—Inshallab —respondió el joven y retrocedió, cauteloso.
El temor por su vida le aconsejaba no bajar la guardia y emprender retirada. El residente de aquella bóveda no aparentaba más edad de la que él poseía. Sus cabellos largos estaban sujetos en una alta coleta; finas trenzas, adornadas con piedras preciosas caían en cascada sobre sus hombros. Grilletes de cobre rodeaban sus delgadas muñecas y delicados tobillos, con el sello de Soleimán impresos en ellos. «¿Un genio?, pero son solo cuentos de niños», se dijo, consternado, mirando a la criatura con renovada desconfianza.
Una nueva inquietud le embargó. Con cada relato que escuchara de pequeño sobre estos seres de magia pura e intenciones dudosas, incontables advertencias les acompañaban: «No te dejes engañar con sus argucias, no les des pie a que te confundan con sus arengas. Es fácil para los incautos perderse en sus encantos, en el ámbar refulgente de sus ojos maliciosos». Pero, a pesar del temor que aún recorría sus entrañas, Jules no veía malicia en aquellos ojos que lo miraban con intensidad, como queriendo desvelar su alma, con la sabiduría de quien ha vivido miles de años y ha visto de todo en esta vida. Y había también un dejo de soledad; una melancolía que era disimulada con maestría, que parecía emanar de cada poro de su cuerpo, sin el consentimiento de su dueño y flotaba libre en el aire. Se sintió sobrecogido, y parte de su propia melancolía se hizo presente.
—Inshallab—volvió a saludar, e hizo una reverencia en señal de humildad—. ¡La gracia de Alá sea con usted, genio poderoso! —El aludido descendió veloz y acortó la distancia que los separaba. La mitad de su cuerpo se había condensado en suave humareda, que iba dejando una estela plateada por donde flotaba. Se detuvo frente al muchacho, suspendido en el aire, igualando sus alturas.
—¡Inshallab, forastero!—respondió, enérgica, la criatura agraciada con la belleza de los seres de naturaleza mágica—. Me llaman Sakhr, el efrit. Por favor, no me confundas con aquellos seres de baja clase que adornan los cuentos infantiles de tus hermanos de occidente. —Sus dedos largos y fríos le sujetaron el rostro y lo acercaron. Sus ojos lo escrutaron con demasiado interés. Por un momento, su corazón se paralizó, y una imperiosa necesidad de abrazar a la menuda figura lo embargó.
El rostro del efrit, a tan solo unos centímetros del suyo, le bañaba con su aliento con olor a sándalo, que su cerebro asoció con otro muy diferente: a salitre y a mar. Cerró los ojos. Por unos instantes, creyó sentir la brisa marina acariciándole el cuerpo, y a lo lejos, el júbilo de una risa melodiosa flotando sobre el ruido de las olas. Se sentía... No sabía describir con exactitud los sentimientos que evocaban aquellas fragancias; aquellas memorias que estaba seguro de que no eran suyas. No recordaba su procedencia, ni siquiera el rostro de sus padres. Sólo sabía que no pertenecía a esa región, todos sus rasgos lo delataban. Había vivido en las calles la mayor parte de su infancia, hurtando para poder comer, huyendo de los Matawain y de la policía. Había adecuado su apariencia para semejarse a los nativos de aquella urbe, para confundirse con los ciudadanos de Sharjah, para no seguir siendo tratado como un paria, haciéndose con un nombre y una pequeña fama. Y así estar sobre sus pares, los que aún le miraban con desconfianza.
—¡¿Has venido por mí?! ¿Volviste a cumplir tu promesa? —preguntó el ser mágico, devolviéndolo al presente.
El muchacho observó los ojos de su interlocutor y casi se perdió en ellos. Un extraño brillo emergió de sus doradas profundidades, una llama de esperanza acarició sus pupilas, la cual se desvaneció en una exhalación, al percibir la confusión que aquellas palabras provocaron en su interior.
—¡Vienes a pedir!¡ ¿Verdad?!—exclamó Sakhr, desdeñoso. Su tez de porcelana se transformó en una máscara de desprecio y frialdad. Soltó el rostro del joven y retrocedió molesto—. ¡Todos son lo mismo! Todos los ladrones sólo tienen una cosa en sus corazones: su propio beneficio. ¡Nada más los alienta ni los conmueve!... No les importa arriesgar sus cabezas, en pos de las riquezas que consiguen al terminar el día. —Cruzó sus brazos sobre el pecho, y deambuló la estancia de un lado a otro. A medida que se elevaba, su enojo se incrementaba. En aquellos ojos, no había reconocimiento y eso lo lastimó. Sólo ignorancia; la ignorancia de quien se dejaba influenciar por los motivos egoístas de otros. Había tiempo; si jugaba bien sus cartas, esta vez recuperaría su libertad—. ¿Qué deseas de mí? —preguntó—: Riquezas, joyas, una flota de navíos… La promesa de un amor eterno.
—¡No! Yo… —Trató de justificarse, pero la evidencia era clara y no podía mentir sobre sus intenciones. —Me disculpo por interrumpir su tranquilidad. ¡Oh, poderoso efrit! —Jules pensó que lo mejor era pretender ignorancia, al tiempo que se levantaba sin apartar los ojos del efrit y retrocedía para devolverse tras sus pasos—. Me he perdido en este laberinto de corredores. ¡No pretendía hacerle mal, se lo juro! Me marcharé por donde vine. No volverá a saber de mi persona. —El mayor enarcó una ceja y una sonrisa fría torció su boca. Un humo negro los envolvió a ambos. El rostro agraciado y andrógino lo contemplo con rasgos duros, carente de emociones, mientras la mayoría de su cuerpo se desdibujaba. El muchacho apenas si distinguía la delgada silueta.
En un movimiento fluido, el ser mágico descendió enpicado y arrancó la bolsa que aún mantenía oculta tras su espalda, desvelando su engaño.
—No está en tu naturaleza hablar con la verdad, ¿no es cierto, Jules Favre? —La sorpresa en los ojos del ladronzuelo no se hizo esperar—. No te asombres joven que naciste en otro continente. Yo sé todo lo que hay que saber, en especial de argucias… —La gracia que antes engalanara sus rasgos se fue transformando por la cólera; dejando unas rendijas enormes en su rostro, en las que parecían brotar las llamas del infierno. Un temor aún mayor embargó al muchacho, al presentir el inminente final de su corta vida, y no se equivocaba. Aunque no estaba en los planes de Sakhr matarlo de inmediato. Primero, lanzaría el anzuelo, dejaría que el arraigado instinto de supervivencia de los humanos se encargara del resto. Después de una pausa dramática, las palabras de la criatura adquirieron un tono lúgubre que hicieron estremecer el cuerpo del joven—. La muerte es el destino para los que obran mal, para los que ambicionan lo que no les pertenece.
—¡Piedad! —suplicó Jules, arrodillándose en el piso, mostrando arrepentimiento—. ¡No tenía alternativa! —mintió—. Mi cabeza apenas si se sujeta de sus hombros. He de pagar una deuda si pretendo conservarla por muchísimos años. ¡Te lo suplico!… Sé misericordioso
—Has de conservar intacta tu cabeza si accedes a una simple petición… —expuso Sakhr, suavizando sus rasgos y dispersando gran parte del humo que entorpecía la visión del muchacho—. Sólo si accedes a acompañarme lo que resta de este día y el siguiente. Hasta que la luna alcance su cenit en el firmamento. Y he de recompensarte —agregó—, con todo lo que abarque aquel roñoso bolso. Sólo si tu compañía me hace olvidar la soledad tan grande que se acumula en mí añeja alma. ¡Lo juro por Alá!…De lo contrario —sentenció, con un brillo malicioso en sus pupilas—, me haré con cada gota de tu sangre, y bañare con ella los tesoros que tanto ambicionas.
Jules se levantó del suelo alarmado. Recorrió la estancia ya despejada, en busca de la manera de huir de la suerte que le aguardaba. No había nada: ni puertas, ni ventanas por donde escapar, ni una angosta rendija por la que escurrirse. La magia del efrit había transformado aquella suntuosa cámara en una reducida habitación; cuya única decoración era un diván persa y una mullida cama, provista de una gran variedad de coloridos cojines. Tragó saliva. La voz de la razón le decía que hubiera sido mejor continuar con los hurtos menores que habían mantenido su barriga llena todos esos años. Pero su conciencia no lo había detenido cuando se asoció con aquellos comerciantes avezados en las apuestas. Al contrario, el ego de salir airoso al violar pequeñas arcas, lo alentó a aceptar aquel desafío. Miró directo a los ojos de oro líquido, aún temeroso de pronunciar la afirmación que ellos esperaban ansiosos. Suspiró y masculló su acuerdo, aceptando el trato. ¿Qué otra opción le quedaba? Se encontraba sin escapatoria, a merced del ser cuya belleza de hielo le contemplaba, satisfecho de la turbación que aquella extraña petición causaba en él.
La criatura, que ahora se reclinada con aparente calma sobre el sofá, apenas sí era capaz de disimular la emoción al escuchar la respuesta afirmativa salir de los labios del extranjero. La suerte, o la providencia, habían traído ante su presencia a aquel joven mozo que no recordaba su pasado, pero que era pieza relevante en el futuro de ambos. Se serenó y relajó su postura; cada segundo de impaciencia, sólo añadía otro siglo a los que ya pesaban en su alma. Sus labios esbozaron una sonrisa astuta. Con un gesto de la mano, dio vida a uno de los tapices colgados en la pared, y ordenó a éste que acercara al muchacho a su presencia. El joven se sujetó con firmeza de las hebras que se deshilachaban de la vieja alfombra, asustado del vaivén que lo mecía mientras era elevado del suelo.
—Responde, joven de ojos transparentes, como el mar cuando amanece calmo. —Le dio una honda calada a su shisha y degustó el sabor del tabaco. La alargada pipa era uno de los pocos deleites que aún podía disfrutar su efímero cuerpo. Exhaló el humo, el cual salió en volutas trasparentes, que dibujaron barcos navegando el cielo raso, yse desvanecieron en cuanto tocaron el techo. Sus pensamientos siempre se dirigían hacia el mar: la libertad y la dicha que aquel extenso manto cristalino le proveyó por un cortísimo periodo de tiempo, era lo único que lo mantenía cuerdo después de tantas décadas de cautiverio—. Dime, Jules… Tal vez tú puedas aclarar una interrogante que lleva siglos sin desvelárseme y que hoy me apremia conocer su respuesta. Responde… ¿Quién es más culpable? ¿Aquel que incumple la palabra empeñada, o el incauto qué acepta el pacto a sabiendas de que será engañado?
La inquietud por aquella pregunta comenzó a empañar la frente del joven. Intentó hallar una respuesta inteligente, un discurso sabio y rebuscado que le diese la seguridad de permanecer con vida otro par de horas.
A pesar de las promesas de la criatura, que le aseguraba salir con bien y con fortuna si accedía a su petición, Jules no se fiaba del taimado efrit. Sospechaba que contestase lo que contestase, jamás saldría de sus labios la réplica que éste deseaba oír. De seguro había algún truco tras aquella pregunta, algún engaño para torcer más su suerte—. Ambos… —dijo, tras infructuosos esfuerzos por encontrar una mejor respuesta. No quiso forzar más a su agitado cerebro, dejó que la experiencia de crecer entre timadores diera voz a sus palabras—. Ambos son culpables… Y ninguno de ellos —expuso—. El mentiroso sólo engaña porque está en su naturaleza hacerlo, no conoce de otros medios. Y el incauto… el ingenuo sólo cree lo que su corazón le aconseja creer. —Sahkr sonrió complacido.
—Una vez formulé esta pregunta a un marinero, cuyo rostro se ha desvanecido por completo de mis memorias. —« Sólo la intensidad de sus ojos claros aún permanece grabado en mis recuerdos, y el brillo de sus pupilas cuando se tornaron maliciosas y se tiñeron de avaricia», evocó—. Ambas respuestas son similares —dijo con pesar—. Me entristece darme cuenta de que la astucia prevalece en las palabras, que tan sabias se exponen, de boca de los que hacen de su oficio el engaño. Pero así es la naturaleza humana, ¿no? Seres en cuyos corazones predomina la deslealtad, la codicia… Todo por favorecerse a ellos mismos, y acumular bienes mal habidos. Traicionar a lo que les son queridos.
—¡No!…
Jules quiso refutar, aclarar que él no era esa clase de individuo, que jamás había dañado a nadie, pero no era cierto. Se había beneficiado de la abundancia de otros, arrebatándoles lo que habían conseguido con esfuerzo. Decidió guardar silencio, no añadiría más atenuantes a su crimen. Se sentía demasiado expuesto ante la mirada de aquel ser, que ahora era dueño y señor de su destino.
—Has de saber, muchacho… —Sakhr se enderezó, y obedeciendo a su orden, la alfombra dejó caer al ladronzuelo sobre la amplia cama que estaba dispuesta en la estancia. Flotó hasta ella y se sentó sobre las piernas del joven—. Que hace mucho no recibo la visita de un mozuelo de tan buen ver, como el que tengo ahora en frente, y espero contar con tus atenciones las siguientes horas. —El extranjero lo contempló con una expresión de asombro y desconcierto en sus rasgos varoniles—. La compañía es escasa para los seres de mi naturaleza —agregó el efrit.
Acarició el pecho del muchacho, que se apreciaba tenso y con músculos bien definidos bajo el algodón del thobe. En los orbes agua marina de éste, se percibía la inquietud y el temor que lo mantenía paralizado y desconfiado debajo de él. Podía oír los engranajes del cerebro, buscando la trampa en las caricias sutiles que recorrían sus hombros y cuello, que descendían tanteando la firmeza de sus brazos. Pero no había trucos en sus acciones, ni engaño en las ansias que le hacían anhelar aquellos ojos vivaces, empañados con el fuego de la pasión y el deseo. Ni tampoco maldad en la necesidad de volver a sentir la calidez que, una vez, le regalaran aquellas manos expertas.
—Sé mi compañía esta noche —susurró, mientras descendía sobre los labios del que pronto se convertiría en su amante—. Concédeme el placer que puedan proveer esas manos firmes. Haz que la soledad y el tedio, que se acumulan con los siglos, desaparezcan por unas cuantas horas.
Sondeó con su lengua la boca del más joven, esperando que estos se abrieran para él y le diesen la bienvenida. Luego de unos segundos de duda, cálido aliento salió de de estos, y un suspiro ahogado le concedió la aceptación que necesitaba. Sus lenguas se enlazaron, manos trémulas ascendieron recorriendo su espalda, internándose inseguras y ansiosas bajos sus prendas. Sus labios se devoraron con hambre y sus cuerpos siguieron el ejemplo, moviéndose sinuosos al compás del fuego que les recorría las venas y se transformaba en deseo puro y sin filtro.
Guiado por el instinto, el muchacho invirtió sus posiciones y descendió con sus labios y lenguas por la piel color canela y con sabor a sal. Los gemidos débiles lo incentivaron a seguir explorando. Recorrió todos los surcos, todas las elevaciones de aquella lasciva figura. Arrancó la escasa ropa, poseído por una necesidad, que no sabía existiera dentro suyo, pero que lo apremiaba a continuar aventurándose, descubriendo todo lo que aquel cuerpo podía ofrecer. Sus manos recorrieron la virilidad de la criatura mágica, quien gemía y se retorcía bajo sus atenciones. Descendió aún más, para explorar con sus dígitos la entrada que ya se encontraba dispuesta y anhelante para él. Sin perder tiempo, se despojo de su vestimenta, de todas las barreras que le impedían hundirse con prontitud en el esbelto cuerpo; e introdujo su hombría en la calidez, que le apresó de inmediato y le cortó el aliento por unos segundos.
No cesaron de acariciarse en lo que restó de la tarde, de darse mutuo placer con besos y mordiscos cada vez más desesperados. Y continuaron hasta que se adentró la noche y se anunciaba el alba. Sakhr dejó que el cuerpo del más joven lo apretase y lo moldease a su antojo, pues sabía que aquellas manos lo reconocían, a pesar de no ser consciente de ello. Cuando el cansancio del muchacho los obligó a separarse, el efrit descansó sobre el agitado pecho de éste, permitiendo que el aliento cálido le bañase el rostro. Lo contempló con tristeza, al comprobar cuán parecidos eran sus rasgos y cuán desolado se quedaría su espíritu cuando la alma prestada que habitaba bajo el pecho que lo mecía, se devolviera tras sus pasos, con los bolsillos llenos y el corazón carente de remordimientos.
—Pero aún nos queda tiempo, marinero —susurró, robándole un beso a esos labios que no conocían del paso inmutable del tiempo, ni de la prolongada ausencia del ser amado—. Aún falta para que descienda la hora impuesta por mi verdugo.
Jules despertó con la mirada expectante de unos ojos dorados, que le recibieron con una sonrisa perspicaz cuando lo vieron desperezarse. Alargó el brazo y acarició el semblante de porcelana del efrit, lo acercó para besar sus rojos labios con ternura, y estos se abrieron de inmediato, introduciendo su inquieta lengua para que él la mordiese y saboreara.
Extensas bandejas de plata fueron dispuestas sobre su regazo, en cuanto se incorporó para sentarse. Sació su estómago con las delicias que Sakhr hizo aparecer para él, y reposó su casi repuesto cuerpo sobre el mullido lecho. Disfrutó de la pereza, contemplando el cuerpo desnudo de la criatura, que reposaba con holgura a los pies de la cama, fumando de su alargada pipa, y que le narraba historias de piratas, de sultanes y jeques, con el romanticismo propio de los versos del oriente. El anhelo de permanecer los días venideros, en compañía del efrit, empezaba a cimentarse en su pecho. De escuchar aquellos relatos que tan apasionado contaba. Pues, aquella voz le hacía sentir en calma, le embargaba el corazón de una paz que jamás había sentido, y que no sabía qué necesitase. Pero la luz del sol que ascendía con prisa tras las falsas ventanas, que ahora decoraban la estancia, eran un recordatorio de que aquel paraíso inventado pronto llegaría a su fin.
Una opresión se asentó en el pecho del muchacho, al reconocer que no quería que el sueño acabase. La intranquilidad de nuevo se adueñaba de su alma, pero esta vez, era la suerte de Sakhr lo que lo inquietaba. Debía de haber una forma de permanecer junto a la criatura de magia pura, una manera de mantenerle cautivo entre sus brazos. Se sorprendió al sentir la posesividad aflorar desde el rincón más oscuro de su ser, ante la idea de que otro incauto consiguiera poseer con besos desenfrenados el cuerpo que él había gozado y recorrido con caricias. Al imaginar la posibilidad de que, en un futuro quizá próximo, otro astuto y sagaz ladrón, recibiera como recompensa los lamentos apasionados de los que él se había hecho adicto.
La separación, que se anunciaba próxima, mortificaba al joven más de lo hubiese imaginado cuando aceptó aquel trato. Sería libre y con más riquezas de las que en su vida soñase. El efrit había dado su palabra, jurado por Alá, y a estos seres mágicos no se les permite faltar a su promesa cuando invocan el nombre de quien los creó. Pero, aun así, no se sentía contento; al contrario, un peso grande afloraba desde muy dentro de su pecho. Un remordimiento pesaba en su conciencia. El reconocimiento de una injustica, de un acto cruel, que intentaba emerger para cambiar el destino del desdichado.
—¿Continuarás aquí cuando me haya ido?—preguntó, a sabiendas de que la respuesta sería afirmativa—. ¿No serás castigado por enriquecerme?
—Pierde cuidado, forastero —respondió el efrit, restándole importancia a la preocupación del muchacho, escondiendo el dolor que esta nueva ausencia provocaría en su alma—. Mi suerte fue echada hace mucho. He de seguir custodiando las riquezas de mi dueño, de todos sus descendientes. Hasta que el que me colocó los grilletes que me atan a su gente tenga a bien quitarlos y devolverme la libertad.
La silueta delgada, que se acomodó entre sus piernas, le hizo mandar al olvido todas las interrogantes que estaban tiñendo su tranquilidad. El cuerpo en el que ardía el deseo, y cuya prueba tácita aguijoneaba en su esfínter, pidiendo entrar, le devolvieron las ansias de perderse en los carnosos labios. No dejándole pensar en otra cosa que no fuera el sabor a miel de sus besos, o en la pasión que despertaban éstos y que recorría como una llamarada su piel, con cada uno de sus toques.
Jules perdió la cuenta de las veces que aquella carne se hundió en su interior, y de las veces que él se internó el cuerpo frágil, que correspondía con entusiasmo a cada una de sus invenciones en el lecho. Sus ojos de nuevo cansados se negaron a cerrarse, a pesar de que sus músculos exhaustos le pedían a gritos una merecida siesta. Luchó por permanecer despierto, contemplando la belleza de porcelana de aquel ser irreal, que pronto desaparecería de su vida. Quien, con el tiempo, no sería más que un recuerdo que evocar cuando la nostalgia lo colmase.
De nuevo, la inquietud estaba haciendo mella en la recién conseguida dicha del joven. Pero, aunque le dio batalla al agotamiento, éste fue más tenaz y lo obligó a refugiarse en los brazos del reposo. Se aseguró de acomodar el sudoroso y satisfecho cuerpo de su amante bajo el suyo, creyendo que de esa manera, lograría retenerlo por más tiempo. Pero, pese a que su cuerpo permaneció dichoso, envuelto en el olor de la criatura, su sueño no fue sosegado. La angustia y el dolor de unos sollozos melancólicos agitaron su mente, y le descompusieron el rostro que permaneció sumido en el corto letargo que le permitió la incertidumbre.
Una cadenciosa voz lo despertó del sueño poco placido en el que se encontraba sumido. Una voz cándida y hechizante, comparada sólo con la de las sirenas que embaucan a marineros incautos. Una canción melodiosa que desbordaba melancolía era entonada, en un lenguaje tan antiguo como el tiempo mismo. Creyó reconocer lo que aquellos versos contenían: una tragedia, un engaño.
Un vaivén conocido mecía la angosta cama en la que reposaba, y el camarote de un viejo navío lo recibió cuando abrió los ojos. Fuera de la redonda escotilla, la luna se alzaba majestuosa en el cielo, confiriéndole un halo místico a la figura desnuda que la contemplaba con pesar. Sus cabellos caían sueltos y lacios. Su melena azabache semejaba al manto nocturno en el firmamento, gracias al brillo de las cuencas de cristal que pendían de sus trenzas dispersas, que reflejaban la luminosidad de las estrellas. Flotaba sobre su espalda, mecida por la suave brisa que entraba por las rendijas del compartimento de madera, descubriendo su espalda y acariciando el respingado trasero. «Una belleza arrobadora, un espejismo del oriente, la musa de los marineros», aquellas palabras con las que le describiesen los poetas vinieron a su mente.
Las memorias, los recuerdos, la culpa y la vergüenza, emergieron desde el centro de su conciencia como veneno invadiendo su sistema. Se tapó la cara con ambas manos, demasiado avergonzado de sus actos del pasado como para encarar al que le esperaba con el cuerpo tembloroso por el aire frio de la costa. «He de resarcir aquella injusticia» , se dijo Jules, y se bajó del lecho para pararse tras la espalda del más delgado, cuya figura gallarda seguía siendo tan firme y deseable como en aquellos tiempos.
Ahora que el baúl de sus recuerdos había sido abierto, los sentimientos afloraron sin cesar; las memorias de un tiempo en el que sus pasos los guiaba el viento y las ansías de aventura. Tomó un mechón de los cabellos con olor a jazmín y los llevó a sus labios. Sintió al otro estremecerse al reconocer su tacto. La piel de la espalda del mayor, que descansó sobre su pecho, se sentía fría. No se equivocó al aventurar que había pasado las horas que restaban contemplando la esfera plateada. Aquella luna de poderes místicos, que se había teñido de rojo al ver el sufrimiento del muchachito inocente que, sin su consentimiento, se había desprendido de su existencia mortal para unirse a la esclavitud de los de su estirpe. Recorrió con la yema de sus dedos los delgados brazos, y fue descendiendo hasta alcanzar sus manos y entrelazar sus dedos en la que se encontraba libre. La otra, distraída, acariciaba un pequeño y oxidado cofre de cobre.
Había otra caja sobre el escritorio de la estancia: estrecha y alargada; adornada con rubíes y esmeraldas. El muchacho estaba seguro de que, si la destapaba, ésta contendría una daga de empuñadura de plata, decorada con oro y piedras preciosas. La hoja sería curva, capaz de atravesar la armadura más sólida de una sola estocada, y continuar su recorrido hasta hundirse en la piel y encajarse en los huesos. Estaría grabada con una inscripción antigua, decorada por símbolos que el mismo Alá recitara a sus profetas.
La recordaba, había sido parte de un botín con el que se hicieran, después de asaltar aquel navío francés. Cuando la diosa fortuna les favorecía; cuando entre sus marineros navegaba un joven inexperto que no era consciente de su sangre mixta. A quién nombraron su talismán, pues cada aventura que emprendieron desde que éste pisara cubierta, terminaba victoriosa. Colmando sus arcas de riquezas, y a quien después de ganar sus favores y su lealtad con engaños, había condenado a portar los grilletes que atan a todos los de su especie.
—Nunca los ojos de los hombres presenciaron una fiesta como el espectáculo de su gracia —recitó lo versos que antes cantara aquel que una vez amó y traicionó de forma vil. Le dio la vuelta para contemplar por última vez el rostro, cuya belleza irreal era empañada por la tristeza—, ni la volverán a ver —continuó. Acarició con el pulgar los labios que se apretaban temblorosos, conteniendo las emociones que no disimulaban sus empañados ojos—. Pues, aquel que nació con la bendición de Alá y la carga de su linaje maldito, recibió bien por mal y fue recompensada su lealtad con traición.
—Has vuelto marinero —sollozó Sakhr, sin poder contener su agitación. El joven no contestó. Sus labios esbozaron una sonrisa tímida a modo de disculpa, para luego destapar la alargada caja y tomar entre sus manos la daga que ésta contenía.
—He vuelto, mi preciado talismán. —La culpa era evidente en el rostro oscurecido por el sol del oriente. El marinero cortó sus muñecas sin titubear, esbozando sólo una mueca que crispó sus labios como muestra de dolor. Entrelazó ambas manos y se las llevó a los labios. La sangre corrió copiosa de las heridas y empañaron los grilletes que se tornaron de un dorado refulgente—. Sé que las disculpas no repararan el daño causado —dijo con sincero arrepentimiento—. Te he encadenado a las riquezas de mi linaje. Uno a uno, mis descendientes te han obligado a enriquecer sus arcas y hacerlos poderosos. Me disculpo en su nombre, aunque no puedo juzgarlos. No cuando yo mismo falté al juramento que te hiciera cuando prometí liberarte, una vez la fortuna dejara de serme esquiva. —Suspiró y sus ojos se tiñeron de remordimiento—. Estaba en los planes de Alá que naciera huérfano, que viviera los pesares de quien no tiene nada, del que vive con el miedo de perder lo que le es más preciado: su libertad. —Sakhr acarició con sus labios los del más joven y compartieron un beso cargado de ternura y añoranza, de rencuentro y despedida.
Jules se separó de la boca que no volvería a saborear. Guardando en sus memorias la gloria a la que ésta lo conducían. Besó su mejilla, pidiendo disculpa a esa última lágrima que derramase su amante, cuando al despertar del letargo de la pasión, se encontrara portando los grilletes que lo esclavizarían de por vida. —Si Alá te condenó a ser esclavo, permanece esclavo —recitó—; pero si por la ambición de los hombres te han arrebatado la gracia de Alá, te devuelvo tu libertad. —El cuerpo del ser de magia contenida se estremeció al sentir como el conjuro modificaba su esencia—. De ahora en más, yo pagaré el precio de tu condena. Te entrego mi nombre para que lo hagas tuyo y me apropio de tu nombre, y tu destino.
Ambos se miraron, sintiendo como los rezos hacían lo suyo. El muchacho sintió sus fuerzas mermar y su conciencia tambalearse. Su sangre ardía en sus venas, mientras sus huesos se diluían. Apenas si conseguía mantener los ojos abiertos, pero se esforzó para no cerrarlos. Quería rememorar, por última vez, el rostro del que una vez amase; de la figura con la gracia de una ninfa, que jamás volvería a estrechar. Era doloroso. El cambio que se suscitaba en su interior, alterando su estructura, era desgarrador. Pero no se quejaría, no pronunciaría ningún lamento ni una súplica para que mitigase. Soportaría en silencio aquella tortura tan merecida. Aquel tormento era poco castigo comparado con la injusticia que había cometido.
Los ojos de Sakhr miraban sus muñecas, ya libres de ataduras, con temor e ilusión. Nuevas lágrimas nublaban sus ojos y rodaron por sus altos pómulos, para caer terminar sobre las manos traslucidas que aun retenían firmeza las suyas.
—Vuela alto pajarillo —expresó el joven, antes de que su cuerpo se condensaba y se volvía efímero. Para transformarse después en humo, en una ilusión que pronto se evaporaría—. Sé feliz donde quiera que te lleven tus pasos. —Jules contempló el rostro anegado en lágrimas, hasta que la oscuridad lo envolvió y su cuerpo, ya materia inconstante, fue succionado por el pequeño cofre que se convertiría en su prisión y su morada. «Inshallab, dueño de mi alma».
Epílogo
El bullicio en cubierta lo despertó. Sujetó su cabeza cuando pareció que estallaría al enderezar su cuerpo con prisa. Había estado soñando algo importante, pero no podía recordar qué era. Se colocó las botas y subió a cubierta. Se admiraba de aquellos marineros que, después de la juerga que compartieran hasta la madrugada, se encontraban tan animosos, realizando sus labores en cuanto había repuntado el alba. Las jarras de cerveza y vino abundaron en el comedor, como en cada ocasión que celebraba la pesca de un buen botín. Y éste había sido cuantioso. Los mantendría meses sin necesidad de zarpar ni arriesgar sus vidas. Eran tiempos de calma, de un descanso bien merecido para todos lo que navegaban a su lado.
Los hombres de mar le saludaron con entusiasmo en cuanto le vieron emerger. Tripulantes fieles y leales, a los que les confiaría su vida sin dudarlo. La mayoría tripulación de su padre, quienes le habían jurado lealtad y acompañado en cada una de sus aventuras, cuando éste se retiró.
—¿Hacia dónde fijo curso, capitán? —preguntó el que operaba el timón. «¿Hacía donde?» , Jules miró a todos sus navegantes. ¿Por qué tenía la sensación de que faltaba uno de ellos?
Se frotó el pecho cuando una inquietud emergió y lo oprimió. Quizá el exceso de vino lo tenía melancólico, se convenció. Aquella sensación se evaporaría en cuanto pisaran puerto, estaba seguro. Pronto atracarían y pisarían suelo firme. La compañía de unas bellas hembras le quitaría cualquier atisbo de ansiedad que se anidara su pecho. Ojalá tuviese suerte y encontrase una hembra delgada, de piel color canela y ojos dorados como el sol, y en cuya espesa cabellera, se reflejara el brillo de las estrellas. Volvió a restregar su pecho cuando un dolor agudo caló en este. «Faltan pocas millas para pisar tierra », se dijo . «Pronto cobijaré un cuerpo candoroso y bien dispuesto bajo el mío, y llenaré un poco esta soledad que parece querer adueñarse de mi alma».
—Que el viento nos guie a puerto seguro, marinero —proclamó. Las velas parecieron entender su orden y obedecieron al instante. Se inflaron, atrapando el viento que soplaba furioso, y dirigieron el barco con rumbo al horizonte.
Escondido sobre una nube, una figura menuda vigilaba atento el barco lleno de hombres intrépidos. El mal había sido reparado, y la gracia y bondad de Alá, echaron por tierra el tiempo transcurrido, volviendo todo a su estado inicial. Dirigió su alfombra en dirección contraria al marinero. Ahora era libre para elegir su destino. Quizá volvieran a cruzar sus caminos algún día. Cuando la sangre del marinero no corriera furiosa ante la promesa de una nueva aventura, de un tesoro por descubrir. Quizá, si la necesidad lo obligaba a requerirlo antes, le hiciera una visita en sus sueños, para dormitar a su lado y empaparse del olor y el calor del cuerpo que añorase por siglos. Quizá, no estaba seguro… Dejaría que el viento que los guiaba a ambos, decidiera.
FIN