El taxista y el mecánico.
Un principio sin fin...
—Please… may I… go to the… bathroom?
— ¡Vaya!, al fin conseguiste decirlo, ¡felicidades!
Y pude liberar con satisfacción el aire que aún mantenía en los pulmones. Me retiré rápidamente al servicio antes de que mi rostro empezara a sonrojarse. En realidad solo quería impresionar un poco a mis compañeros pero los esfínteres me traicionaron.
No logré el objetivo con los demás chicos de mi aula, o eso creí porque mientras el profesor me felicitaba en voz alta todos los demás conservaban su rostro serio.
Todos… menos uno…
— ¡Wow! –exageró cuando regresé del baño— ya quiero que me enseñes a decir eso.
—Ya, pues tampoco es que es tan complicado.
—Pues no lo será para ti. Aparte de nerd, creído –me recriminó con burlona gracia.
—Calla ya –respondí divertido—, que si nos escucha nos bota de la clase.
—Sí si –se apuró—... luego me ayudas con tus apuntes por fa . Que yo no doy pie con bola con el inglés.
—Vale, te ayudo pero ya cierra esa bocaza que si te escucha…
—Ya, ya… si es que cuando te lo propones…
—Ja, idiota.
—Creído.
Me miró desafiante, como si quisiera iniciar una pelea. Sabía muy bien lo que significaban sus ojos cuando me miraba así, lo observé serio para averiguar quién ganaba en la “pelea de miradas”.
No duramos mucho tiempo, ambos explotamos al mismo tiempo en una sonora carcajada que se escuchó en todo el salón, ni contarles la manera en la que el profesor nos fulminó con la mirada.
Reímos por lo bajo y continuamos con lo nuestro. Él era bruto, o bien un poco lento para aprender. Yo era más bien una especie de ratón de biblioteca. ¿La razón por la cual nos llevábamos bien? Pues ni idea, no recuerdo cuales fueron nuestras presentaciones ni nada por el estilo. Solo recuerdo las conversaciones y las risas, esos momentos en los que parecíamos encontrarle el lado gracioso a todo.
No era un aula de escuela o colegio. Era un curso de inglés, de esos que son populares en todo sitio. En ese entonces yo tenía 12 años y él uno más. No era recomendable que nos juntáramos, o eso decían los pocos profesores que ya nos conocían, pues éramos las ovejas negras del grupo. Sí, nuestra pareja dispareja lograba arrancar sonrisas a más de un compañero y a no menos profesores.
Transcurrían nuestras bien queridas vacaciones, en el mes de junio para ser más exactos. Y esa habilidad que tienen los menores para hacer amigos nos puso las cosas mucho más fáciles. No era de extrañarse entonces que nuestra amistad se fortaleciera con cada día que pasaba.
Él era bruto, como ya dije, pero siempre admiré esa habilidad para encontrarle el lado positivo a todo. Yo también hacía bromas y me reía, pero además sabía valorar un espacio a solas; en contraparte se puede decir que veía la vida de diferente forma que él. Era tal vez eso lo que nos juntaba, el saber que el otro tiene lo que a uno le hace falta.
Lorenzo, siempre recordaré ese nombre. El mío era algo más corto: Dani. Ahora que lo pienso, ese par de nombres jamás conjugó y nunca se hubiese escuchado algo bonito si se los juntaba.
Ambos sabíamos que el tiempo avanzaba y el curso algún día acabaría. Las vacaciones terminarían y las circunstancias que nos unían desaparecerían. Nadie le dio importancia, ¿quién a los 12 piensa siquiera en el futuro como algo más que la oportunidad para vivir nuevas experiencias? Yo al menos no era consciente de lo que quería o sentía hacía mi amigo, pasaría una década para lograr comprenderlo al fin…
Pero volviendo al pasado, nuestra amistad logró ir más allá de aquel instituto. Supongo que el ser casi vecinos ayudó mucho para el efecto. Volvíamos juntos a casa y juntos de casa partíamos al siguiente día. Él con su tez trigueña y el pelo corto, yo con mi alta estatura y el cabello despeinado. Alfa y Omega en muchos sentidos…
Sin embargo algo sucedió a finales de curso; cuando en uno de los exámenes finales el clima se encaprichó y terminé enfermo… en cama durante todo el día. Hubiese sido igual al siguiente amanecer de no ser porque saqué fuerzas de donde nunca supe y logré presentarme al examen. Su alarma fue inminente.
— ¡Pero qué crees que haces hombre!, ¡que te vas a poner peor!
—No exageres —mascullé débil—, que ya tengo suficiente con mi madre que casi no me deja venir.
—Pensaba pedirle al profesor que te pospusiera el examen ¿no se le ocurrió eso a tu mamá?
—No sé qué te sorprende –dije adolorido en todos los sentidos—, ya sabes que soy como un bicho raro en esa casa.
No respondió, me ayudó a sentarme y con unos pequeños tips del examen anterior (que yo mismo le había dado) me ayudó mucho para superar la prueba de aquel día. No me fue tan bien como esperaba pero al menos logré presentarme. Acordamos con el profesor posponer la última prueba para unos días más tarde, cuando me sintiera mejor.
Ya en el autobús el ambiente se tornó pesado. Ninguno hablaba y al llegar a nuestra estación se limitó a ayudarme a bajar y emprendió el rumbo solo, adelantando su paso.
—Y ahora qué te pasa –reclamé casi gritando por la distancia.
—Tú qué crees –se volvió y el tono irónico de verdad me incomodaba.
—No sé qué bicho te ha picado Loren, yo sólo quiero aprobar bien ese maldito curso.
—Ya lo sé –su tono de voz cambió y se acercó a paso lento.
—A veces no te entiendo hombre, de veras.
—Yo tampoco –parecía triste.
— ¿Cómo que “yo tampoco”?
—Pues que hoy te he visto entrar a la clase enfermo, con bufanda y adolorido… y… —se agitaba— y no sé. Me he puesto como loco.
— ¿Cómo loco?
—Sí, mira, yo pensaba pedirle al profe que te pospusiera el examen. Si lo lograba tenía planeado visitarte en la tarde para darte la buena noticia y que no te preocuparas tanto por la puta prueba esa… quería comprarte algo y –se sonrojó un poco— sorprenderte…
— ¿Y por eso estás así? –no pude evitar una risilla.
—Anda ya, búrlate si quieres – me dio la espalda de nuevo y empezó a caminar.
—No no —reprimí la risa todo lo que pude—, no es eso, venga ya, no te enojes.
—No me enojo Dani –reparó levantando la voz mientras seguía caminando.
—Espera, espera… ¡Espera felpudo!
No tenía salida, debía llamarlo por su apodo. Nuestros amigos del curso querían venganza por tantas bromas jugadas y le encontraron el apodo perfecto a un cuerpo que se asemejaba mucho al de un oso de peluche: Felpudo. Él se reía siempre que los demás le decían así, pero en esta ocasión no le causó la más mínima gracia el que yo le haya llamado de esa manera. De todas formas se volteó y sonreí intentando quitarle importancia.
—Sabes que no me gusta que me llames así –dijo entre triste y enfadado.
—Claro que sé, pero nunca me has dicho el porqué
—Pues… pues porque eres tú.
—Ya –contesté algo sorprendido—, hoy sí que estás raro.
—Dani –tomó un poco de aire para continuar, al parecer esto iba en serio— hay algo que quiero decirte…
— ¿Sí?
—Mira –y el color invadía su rostro—, durante todo este tiempo… yo…
— ¿Tu?...
—Yo…
— ¡Ay! –tuve que interrumpirlo, un dolor punzante se alojó en mi cuello, recordándome la amigdalitis que llevaba.
— ¿Estás bien?
—Si si, pero recordé que tengo que pasar por la farmacia para ponerme una inyección.
—Dale, te acompaño entonces –sonaba algo frustrado.
Y seguíamos caminando, me había perdido el momento que habría cambiado muchas cosas en el presente. Quise recuperarlo ignorante de todo lo importante que fue, pero ya se había perdido para siempre.
—Y bien –comencé de nuevo al estar cerca de la farmacia— ¿qué era eso que ibas a decirme?
—Nada importante –sentenció seco—, ¿cuánto dices que cuesta esa inyección que debes ponerte?
—Nada, ya la tengo comprada –respondí señalando mi maleta— solo tengo que pedir que me la…
Me detuve en seco, la farmacia estaba cerrada y la más cercana se encontraba realmente lejos.
— ¡Fantástico! –Reclamé cansado— me va mal en el examen, mi mejor amigo no me quiere decir lo que piensa y ahora no puedo ponerme la bendita inyección. ¡Vamos, que mi día no puede ir peor!
—Ey, ey, tampoco es para tanto –ahí estaba de nuevo esa forma tan suya de contradecirme.
Ambos estábamos estresados. Nos sentamos en la acera sin decir nada, pensando en todo.
—Será mejor que regrese a casa, no quiero enfermar aún más.
—Claro, pero se me acaba de ocurrir una idea. Papá me enseñó a inyectar hace no mucho… —sus ojos dudaron mientras lo proponía— si quieres… podemos intentarlo.
No estaba seguro de si era o no buena idea. Pero al caso sería de más ayuda que simplemente no inyectarme y pasar el día sin el medicamento.
—Bu… bueno –una sensación extraña se apoderaba de mi estómago—, pero la inyección debe ponerse en…
—El trasero –completó mi frase con una pícara sonrisa
—Ey, que no te hagas ilusiones eh –me contagió su alegría.
—Ninguna Señor…
— ¿En mi casa o en la tuya?
—En la del paciente, la costumbre es que el doctor lo visite, no al revés.
—Venga ya, payaso. Vámonos rápido, que mamá no tardará en llegar y no quiero contarle que aun no me la pongo.
Y nos fuimos a casa. Loren terminó siendo muy ceremonioso al cruzar la puerta de entrada. Mi vivienda estaba desordenada hasta el último trasto, ni idea del porqué miraba con expectante curiosidad cada detalle. Le ofrecí un refresco y acto seguido me dispuse a acomodarme en el sofá, bajándome un poco el pantalón para que la vergonzosa tarea se efectuara rápido.
— ¿Qué hace pervertido? –preguntó chistoso.
—Cállate y apúrate por favor, no sea que me arrepienta.
Antes de darme la vuelta pude notar que su tez se iba poniendo nerviosa y tragó un poco de saliva, me pregunté por última vez si sabía lo que hacía, pero no había de otra; tendría que confiar en Loren si o si.
Estaba en un error si pensaba que dominaba la situación, ya que di un respingo cuando la piel de su mano rozó mi trasero. Lo notó, pero no dijo nada al respecto.
Lo siguiente que sentí fue el frío contacto del alcohol y después… cosquillas. No pude evitar reírme al sentir la aguja entrar despacio.
—Lo siento, lo siento –reía mientras seguía sintiendo el cosquilleo en mis bajos.
—Si te sigues moviendo así te va a doler más cuando la saque –dijo más serio que la muerte.
—Que te estoy diciendo –hice un puchero para contener una carcajada— que… lo siento.
—Ya está –parecía contento— ¿ahora me puedes decir qué te ha hecho tanta gracia?
Me levanté un poco el pantalón y giré mi cuerpo para contarle acerca de esa manera graciosa que tengo yo para reaccionar ante una inyección.
Jamás estuve reparado para lo siguiente…
Al rotar mi cabeza y cuerpo enteros, me llevé la sorpresa de que se había recostado junto a mí y en ese momento su rostro estaba a escasos centímetros del mío.
—Dani –dijo mientras su aliento llegaba con calor hacia mi boca— lo que quería decirte era que…
Y lo besé, sí, yo lo besé… al segundo, pensando en nada. Era un impulso, algo que nunca supe que quería y en ese preciso instante descubrí. No lo dejé terminar su maldita frase. Es cierto que intuía vagamente sobre lo que se trataba, pero no estaba seguro de querer escucharla. Ni siquiera sabía si me daría miedo o alegría confirmar lo que ya suponía.
Y me devolvió el beso, tímido, como si su lengua pidiera permiso para jugar con la mía. Cerré los ojos y mucho más que un simple escalofrío me revolvió el cuerpo entero. Ni viajé a la luna ni me escabullí entre las estrellas, solo era un simple mortal que a sus pocos años descubrió lo maravilloso que puede resultar un beso cuando se da con las personas que realmente queremos, pero esa ya lo habían escuchado. El caso es que los labios de mi chiquillo amigo traspasaron una barrera que hasta el día de hoy me es difícil de describir. Y no solo mi boca reaccionó, sino también mis dedos que se retorcían un poco y dudando otro tanto se aferraron a su cuello.
Y como las desgracias, o en este caso las alegrías, nunca llegan solas, mis neuronas empezaron a conectar varios recuerdos; pensé en nosotros, en nuestra amistad, en los días del curso, en como habíamos llegado a esto y en lo que vendría. Fue muy confuso de principio a fin y para colmo de males el temor que tuve por lo que hacía no me dejó terminar de organizar mis ideas y justo cuando decidí que me sentía a gusto besándolo decidió apartarse.
Un último toque de sus labios y mis ojos se abrieron interrogantes. Se alejó un poco y entonces su mirada se centró en la mía. Yo vi ternura y un amor que siempre me había pasado inadvertido. Él debió ver confusión, miedo y ese cariño recién descubierto.
— ¿Estás bien? –preguntó calmado, su esfuerzo habrá hecho para pronunciarlo, pues las gotas se asomaron por su frente.
En cuanto a mí, ¡bah! que puedo decir, con lo atolondrado que estaba no quise ni hablar al respecto, así que no le respondí, y en vez de eso acerqué rápidamente su rostro al mío; como queriendo perderme de nuevo en su calor, confirmar que lo que sentía era cierto.
Y vaya que lo conseguí, pues las oleadas de calor empezaban a acrecentar y el sudor mojaba un poco mi cabello. No quise que pare, traté de besarlo con todo el aliento que tenía. Por nada del mundo me hubiese despegado de él, hacerlo significaba enfrentarme a las preguntas cuyas sombras me amenazaron de a poco.
Mi infantil conciencia ganó terreno, una palabra retumbó en mi cabeza, dando golpes por aquí y por allá. El letrero en neón que rezaba “¡MAL!” me obligó a conseguir un poco de voluntad y separarme.
Me arrepentí nada más hacerlo. Deseé besarlo de nuevo, pero él, tal vez viendo mi confusión, decidió verme a los ojos.
Esta vez yo perdí la guerra de miradas, no pude sostenerla, mi confusión aún existía y no entendí cómo él podía estar tan tranquilo en aquella situación. No sabía qué hacer, así que lo abracé en medio del mutismo de mi guerra interior.
Él me apretó con fuerza y sin tener idea de lo que pasaba me sentí tan frágil que lo primero que se me vino a la mente fue llorar. No era el único, ambos rompimos en llanto, yo porque no atinaba qué más hacer y él tal vez por lo mismo.
Hubo un momento de relativa calma, cuando el pesar se fue y pudimos vernos a los ojos de nuevo. Sonreímos, y creo que el contacto visual estaba bien, pero yo necesitaba decir algo.
—Y bien —sonreí aún inseguro—, ¿y ahora qué?
—No sé –se encogió de hombros con esa sonrisa pícara que me empezaba a gustar—, pero yo tengo mucho calor.
Y se sacó la ropa a una velocidad asombrosa. Lo imité sin decir nada, imaginando mucho y pensando seriamente en poco. Al final sólo nos quedamos en bóxers. Y no sé porqué, pero me pareció tan natural volver a acostarme en aquel sofá junto a él semidesnudo que si alguien me hubiese dicho que eso también era incorrecto se me habría zafado el último tornillo que me quedaba.
Loren me recibió con su enorme sonrisa, el rubor en el rostro y los nervios en las manos. Nos acostamos de lado, mirándonos el uno al otro, deseando que ese momento traspasara las barreras del tiempo y la lógica.
Y lo besé de nuevo, esta vez de manera paulatina. Jugando un poco con todo y emprendiendo caricias que de a poco se quedaban sin pudor alguno. Los minutos transcurrían y con ellos las pausas que a veces necesitábamos para respira.
Creo que después de todo era un acto recíproco, porque cuando me subí encima de él y acariciaba su rostro, Loren a cambio me abrazaba con fuerza, logrando que nuestros cuerpos se unan más y el calor sea compartido. Y a ratos, cuando él me mordisqueaba el cuello y su cuerpo estaba encima del mío, yo le apretaba sin pudor las nalgas, intentando transmitirle todo el placer que me daba con sus dientes. Y de paso, claro está, le quitaba de a poco su ropa interior junto a la mía.
La gente suele decir que en aquellos momentos suele pasar lo inevitable. Pero me temo que en mi caso cada sensación era un mundo diferente; así, si alguno de los dos le hubiese propuesto al otro ser penetrado ambos hubiésemos dicho que no. Y no porque no lo queríamos, sino porque ambos sabíamos que era un límite que aún no estábamos dispuestos a superar.
Sentí su miembro restregarse palpitante contra el mío, sí. Y debo decir que ha sido una de las mejores experiencias que he tenido. Acariciarlo mientras me besa y viceversa, sentir su temperatura junto a la mía, el sudor e incluso las lágrimas. Cada punto de aquel encuentro accidental y a la vez único ha hecho que su nombre se niegue a borrarse de mis neuronas.
Permanecimos así, sin prisas. Intentando que nuestros movimientos se asemejen lo más posible a una cogida, besándonos desnudos, sonriendo cada tanto, pensando en no pensar e ignorando el futuro. Estúpidos de nosotros, el futuro y nuestras propias decisiones iban a despedazarnos como el lobo despedaza a su presa.
Él se corrió mientras sus brazos me apretaban con toda la fuerza que tenía y la misma sensación de total cercanía que me produjo su corrida excitó en sobremanera la mía, que vino unos cuantos segundos después. La magia cumplió su objetivo, las hormonas dieron por acabada su misión, el placer se vio saciado y la tediosa hora de volver a la realidad había llegado.
Más silencio, solo el débil sonido del aire entrando y saliendo de nuestros pechos a un ritmo cada vez más bajo. Un poco de duda al principio y luego el miedo de no saber qué decir.
Temí, sí, sobre todo cuando le vi sonreírme y… empezar a vestirse sin decir nada. Dudé sobre lo siguiente a decir y temí el ser rechazado. Al igual que él me vestí y con el mismo silencio me quedé sentado, perdiendo mi vista en algún punto en el suelo y engendrando un pequeño vacío.
Él me miró sentado en el otro mueble. A veces parecía querer decir algo pero se arrepentía. Yo quería pronunciar algo, emitir algún sonido que le dijera lo bien que me sentí. Pero las palabras simplemente no me salían, nunca he sido bueno para mostrar mis emociones y peor aún para confesar mis sentimientos. Es tal vez por eso que ahora intento tomar casi toda la culpa de lo que pudo pasar y no pasó.
¡Estúpidos!, mamá llegó y la oportunidad se fue. Una débil despedida y un escueto adiós bastaron para darme cuenta de que el tema nunca se volvería a tocar entre nosotros.
No me equivoqué, al día siguiente aún seguía enfermo, pero nuestros temas de conversación solo trataban los tópicos de siempre. No había nada nuevo, mis vagas e infantiles indirectas chocaron como agujas en su caparazón de fingida amnesia.
Cada vez entendía menos, ¿qué era entonces eso que me quería decir?, lo analicé con ese feo defecto que tengo por entenderlo todo, así que supuse que prefirió callárselo por su propio bien. No me subestimé en aquel tiempo, pero empecé a pensarlo desde todos lados y concluí que no era un buen partido para él después de todo. La sensatez debió advertirle sobre semejante unión y no debía culparlo por eso.
Los siguientes días solo reforzaron mi teoría y lo que predije algún día sucedió: Las circunstancias que nos unían desaparecieron y el curso de inglés llegó a su fin. En la ceremonia de clausura intenté buscarlo para despedirme de él como se debe pero un compañero me dijo que se había marchado temprano. Entendí entonces que se había acabado lo que nunca empezó y aquella misma noche, vestido con un traje bonito me descubrí a mí mismo llorando en la terraza de la recepción.
El tiempo pasó, pero solo para mi cuerpo. Mi mente seguía recordando al portador de aquella sonrisa entre sexy y explosiva que me saludaba todos los días, al mismo hombre cuyos labios eran totalmente inexpertos para pronunciar el inglés, pero diestros para permitir uno de los momentos más felices de la historia…
10 años pasaron como el rayo, Loren y yo dejamos de ser un par de estudiantes…
Ahora somos el taxista y su mecánico...