El taxista

Historia de la caída en picado de un hombre que se casó con quien no le convenía.

EL TAXISTA

El callado funcionario de prisiones canario, de pelo rizado y muy moreno de tez, acudió a mi celda y me condujo a una sala amueblada con una mesa y dos sillas de plástico donde me esperaba un señor joven, de barba muy poblada y prácticamente calvo. Una cámara en un rincón del techo nos vigilaba. Sin más, el carcelero cerró la puerta con llave a mis espaldas. Me dirigí al desconocido.

—¿Quién es usted?

El barbudo me tendió la mano para estrechármela. Lo hice.

—Me llamo José Luis Lacruz y soy psicólogo especializado en la rama de Criminología.

—¿Policía entonces?

—No, no soy policía, aunque colaboro habitualmente con la Policía. Estoy elaborando un estudio sobre reclusos que están en diferentes cárceles españolas por haber cometido delitos como los que usted ha cometido: violación con premeditación y alevosía. Y por medio de este estudio tratar de extraer conclusiones que sirvan en un futuro para prevenir la criminalidad.

—Ya. ¿Y que quiere exactamente?

—Entrevistarle. Quiero que me cuente su historia desde el principio. Estoy interesado en su caso.

—Ya declaré en su momento todo lo que tenía que declarar —objeté—. ¿No le vale con eso? ¿No ha leído las declaraciones?

—Las he leído y releído —repuso sonriente—. Me las conozco al dedillo. Pero no, no me vale. Necesito conocer más detalles. Necesito saber la historia en profundidad.

—¿Y qué saco yo con todo esto?

—Ventajas. Colabore conmigo haciendo memoria y yo hablaré con el director de la prisión para que le recorten la pena uno o dos meses. Hasta puedo hacer que le trasladen a una cárcel privada donde nadie le acosará. Se acabó ir a la ducha con un corcho metido en el culo. Sé que los violadores no son los presos con mejor reputación del mundo. Conozco a gente influyente que puede hacer cosas por usted: comisarios, funcionarios del Ministerio del Interior. Pero primero, usted las tendrá que hacer por mí. Quiero adentrarme en su mente. Quiero conocer todos los entresijos de su caso.

En la cárcel aprendes a desconfiar de todo el mundo sin excepción. Quizá todo lo que me estuviera contando el barbudo fuera una trola, pero había poco, por no decir nada, que perder. Decidí ver el sentido práctico de las cosas. Encima de la mesa había una cajetilla de tabaco rubio.

—¿Puedo coger un cigarrillo?

—Claro, quédese la caja.

Me senté y acto seguido se sentó José Luis. Alargó el brazo para darme fuego y luego él se encendió un cigarrillo.

—Mire, José Luis, voy a ser muy claro: no sé si podrá usted cumplir alguna de sus promesas o será como con los partidos políticos cuando ganan las elecciones, que no cumplen ni la mitad. No me he puesto a dar saltos de alegría cuando me ha dicho que puede reducir mi condena en uno o dos meses, primero porque me han condenado a veinte años, y uno o dos meses es una insignificancia, y segundo porque no sé si me suicidaré el mes que viene. Dicho esto, lo que si le agradecería, y es el mejor favor que me puede hacer, es conseguirme un par de cartones de tabaco para hacerme la vida más llevadera.

—Délo por hecho.

—Y un último favor, si puede ser, ¿podría traerme una bolsa de golosinas? Es otro de mis vicios. Y si no es mucho pedir con predominio de nubes y evitando las que sepan a regaliz o a anís; las odio.

—Cuente con el tabaco y con las golosinas. Mañana se lo traeré todo. Seguramente en una sesión no podrá contármelo todo.

—Entonces vamos allá —accedí antes de tomar una profunda bocanada de humo.

Uno nunca sabe dónde situar el comienzo de una historia. Las cosas se van al garete porque en un momento previo cometimos un error, y por culpa de este error, se desencadena una imprevisible sucesión de hechos que cada vez es más desagradable. Por un clavo se pierde una herradura, dice el refrán, y no seré yo el que lleve la contraria a la sabiduría popular. Por experiencia sé que una mala mujer te puede salir más cara que una puta de lujo. Mi error se llamaba y se llama Eva Núñez Salgado. Con lo bien que estaba yo soltero y entero. Apenas he ligado en mi vida y me atraía más la idea de casarme que de seguir solo por mi falta de recursos lingüísticos para seducir, pero cosas tan trascendentes como casarse hay que pensarlas con mucho detenimiento antes de hacerlas. Y es que, a todas horas me pregunto: ¿quién me mandaría a mí casarme con una tía tan joven e inmadura a quien sacaba ocho años?

Eva era y es muy atractiva, eso salta a la vista. Cuando la conocí tenía veintiún años y era la típica chica graciosilla y pizpireta que solía acaparar la atención de los demás y obtener constantemente favores y consideraciones de todo el mundo con su encanto natural. Perdone que no le enseñe ninguna foto, pero es que me requisaron todo en recepción cuando entré en este hotel. En otros aspectos, su vida había sido muy errática: trabajos temporales, estudios que empezaba y que no terminaba, oposiciones a las que se apuntaba y luego no se presentaba. Lo que sí tenía claro es que quería un marido. Decía que no le gustaban las aventuras de una noche. Y también quería ser madre. Su hermana, cuatro años mayor que ella, iba por el segundo hijo y ella no quería ser menos.

Yo estaba muy enamorado de ella porque me había hecho caso desde un principio y supongo que ella de mí no tanto. Pero la tía me cuadraba bastante bien porque no tenía pintas de ser la típica guarrilla y yo también quería una novia seria para formalizar una relación. Mi error o uno de mis numerosos errores fue dejar nuestro régimen matrimonial en gananciales. Nunca hay que dejarse llevar por el furor entusiasta de los buenos momentos, porque los malos momentos acechan a la vuelta de la esquina, dispuestos a jugártela al menor descuido. De todas formas, las cosas importantes de la vida se aprenden cuando ya es demasiado tarde para que te sirva de algo saberlas.

Hasta aquí todo relativamente bien. Yo, tras mi paso por varias empresas, había juntado todos mis ahorros y un pequeño préstamo de mis padres para comprarme una licencia de taxi. En el trabajo hacía más horas que un reloj, pero ganaba bastante y vivíamos decentemente, por no decir bien.

A los cuatro años de estar casados, ella se quedó embarazada y tuvimos a Ana María, nuestra hija. Acabábamos de mudarnos a un piso nuevo y espacioso, después de haber vivido de alquiler hasta entonces.

Y entonces se produjo la catástrofe, el detonante del desastre absoluto en el que se convertiría mi vida posterior. Recuerdo que ocurrió en la madrugada del viernes al sábado y que abundaba el trabajo, o, al menos, a mí se me estaba dando la noche especialmente bien. No eran ni las dos de la madrugada y ya había recaudado un buen manojo de billetes que guardaba doblados en el bolsillo delantero con cremallera de mi polo.

Acababa de dejar a un señor a un par de manzanas de mi casa y pensé en pasarme por casa para dejar el dinero en un lugar seguro. No me habían atracado nunca, pero tampoco te puedes fiar. Normalmente cuando llevo bastante dinero encima y no quiero perder tiempo lo guardo en una bolsa negra, que oculto bajo la rueda de repuesto que está debajo del maletero. Sin embargo, aquella noche opté por subir a mi piso en lugar de depositar la pasta en su escondrijo habitual porque la última carrera me había dejado a cuatro pasos de allí.

Como vivía en un cuarto (ahora también vivo en un cuarto aunque, como usted sabe, este lugar sólo tiene dos plantas), normalmente subía siempre en ascensor, pero aquella noche estaba estropeado, así que no me quedó otra que subir por las escaleras.

Al llegar a mi rellano pasé hasta de encender la luz comunitaria, que acababa de apagarse, pues tengo un led en mi llavero que me sirve para estos menesteres. Por supuesto que abrí la puerta con un sigilo de ninja dedicado a robar cuadros en un museo. Mi hija no podría estar sino dormida y supuse que mi mujer, también. Aunque me equivocaba.

Al ver luz en mi dormitorio y escuchar voces, me mosqueé, pero solo por un efímero momento, porque supuse que Eva estaría escuchando la radio o viendo la televisión. No tenía intención de despertarla, pero viendo que no estaba dormida quise acercarme a saludarla.

No creo que se pueda describir con palabras lo que sentí en aquel momento: el intolerable dolor que me impactó, la rabia más absoluta, la desolación más descarnada. Me he mortificado miles de veces rememorándolo, recreando la escena, a sabiendas de que esto no es beneficioso para mí, pero no puedo evitarlo. Tus padres y demás familia te vienen impuestos y tus hijos también. En la vida solo eliges a tu pareja y si ésta te falla, todo se derrumba a tu alrededor como un castillo de naipes en medio de un huracán.

Mi mujer estaba desnuda en la cama con un individuo igualmente desnudo con aspecto de macarra. Llevaba el pelo rapado, era bastante musculoso y estaba depilado. Llevaba varios tatuajes, pero solo me fijé en unas letras chinas que llevaba en el cuello y en una tela de araña cuyo centro era uno de sus codos. Una demoledora mezcla de odio, asco y decepción me sacudió por completo.

Ella lo estaba masturbando y el tipo gruñía contenidamente. Me quedé pasmado contemplando aquella escena sin poder reaccionar. Eva dio los últimos movimientos en el enorme pene erguido del desconocido y el tipo eyaculó en sus menudas tetas, con su rostro transido, crispado por el placer orgásmico, mientras ella se frotaba el semen por sus pechos como el que se aplica gel mientras se ducha.

Entonces repararon en mi presencia. La puerta estaba entreabierta y, como he dicho, mi llegada había sido sobremanera sigilosa. Mi mujer fue la primera en tomar la palabra. Sus explicaciones fueron ridículas, un disparate descomunal, un insulto a cualquier inteligencia.

—David, esto no es lo que parece. Estoy ayudando a un amigo a vencer su miedo al sexo. Solo le estaba haciendo una paja.

—¡Serás hija de la gran puta! —chillé—. ¿Pretendes que me crea esa estupidez? —respondí ofendido y supongo que con alguna vena del cuello un poco hinchada—. Te lo estabas tirando y os he pillado con las manos en la masa.

—¡Te lo juro por Dios! —insistió ella vociferando.

—Sí, ¡los cojones!

Era increíble. Además de haberla pillado poniéndome los cuernos in fraganti, aún tenía valor para mentir con todo el descaro del mundo. Esta tía era puta, reputa y recontraputa.

Mi respiración estaba muy agitada. Traté de serenarme, pero no me fue fácil. Sobre todo cuando aquel chulo se me acercó y me puso una mano en el pecho, tratando de mediar en el enfrentamiento. Considero que la verdadera culpable en estos casos es la parte conocida, Eva en mi caso. Es evidente que él no se la habría follado si ella no se hubiese dejado. Yo al tiparraco en cuestión ni lo conocía ni quería saber nada de él, pero convendrá conmigo en que aquello hubiera sacado a cualquiera de sus casillas.

—Tranquilito, eh —dijo sin levantar mucho la voz.

—¡Pero cómo que tranquilito! ¡Me habéis jodido la vida! ¡Me cagüen vuestra puta madre!

—No te cagues en mi puta madre —pidió el tiparraco de los huevos.

Luego, el tipo se arrogó el papel de defensor de las pobres e inocentes mujeres que se dedican a tirarse a todo el que pueden mientras sus maridos se matan a trabajar durante jornadas interminables. Y eso sí, muy educado y cortés. Claro, como a él no le había puesto nadie los cuernos, y aquello ni le iba ni le venía, podía mantener la calma.

—A mí no me falte al respeto —repuso chulesco levantando un dedo admonitorio y amenazador.

En ese momento oí lloros provenientes de la otra habitación. Con aquel jaleo, lógicamente, Ana María, la pequeña, se había despertado. Eva salió del dormitorio en porretas en dirección a la habitación de la niña.

—Ve: ya ha despertado a la cría —me dijo el pavo con recochineo.

El muy cabrón además provocaba, sabedor de que seguramente él era más fuerte y yo saldría malparado. Y eso que yo iba vestido y además me embargaba una furia salvaje.

—A las mujeres no se las falta al respeto de la manera que usted lo ha hecho, ¿me ha entendido? Lo que tenga que decir, lo dice de una manera civilizada; no sé si me explico.

Tuve que hacer un esfuerzo titánico para contenerme, pero me controlé:

—Seguiré sus enseñanzas. No hay más que verle para saber que es usted todo un ejemplo de caballerosidad y bonhomía.

Ahora pienso que quizá lo mejor hubiera sido agredir al desconocido, un cabezazo en el tabique nasal que le hubiera pillado desprevenido. Aunque hubiera salido perdiendo, habrá sido lo más digno, mas tuve la suficiente sangre fría para no hacerlo. Las discusiones a grito pelado nunca resuelven los problemas, solo los postergan. El alboroto había alertado a un vecino que en ese momento llamaba al timbre y aporreaba con los nudillos la puerta.

Aquel tiparraco nauseabundo no paraba de provocar. Le hacía gracia la situación. Actuaba como si el intruso fuera yo. Seguramente buscaba pelea, para poder acusarme de algo cuando denunciara aquello, porque no pensaba perdonar a mi mujer ni loco. Una cosa es un desliz puntual en los inicios de una relación y otra muy distinta, tolerar aquello cuando ya hay una hija de por medio. Y no pensaba perdonarla, sobre todo, porque tuve la impresión de que aquello no era la primera vez que lo hacía. Anoté mentalmente que tendría que hacerle las pruebas de la paternidad a la niña, no fuera a ser que me la estuvieran dando con queso y mi hija, no fuera mi hija.

—No se lo tome tan a pecho —seguía el muy cabrón—. No estábamos haciendo nada malo.

Usé mi cintura dialéctica para no perder los estribos. La misma cintura que uso en el taxi para contrarrestar y repeler a la gente que se mete conmigo.

—No, qué va. Estabais haciendo algo muy bonito, de eso no me cabe ninguna duda.

Dicho esto salí del piso, cerrando la puerta a mi espalda. Afuera estaba Nacho, uno de mis vecinos de rellano, vestido con la bata por encima del pijama.

—¿Qué está pasando, David? ¿Qué es ese griterío? Hemos estado a punto de llamar a la policía.

Fue tarde cuando caí en la cuenta de lo que tendría que haber hecho, pero en ese momento estaba muy alterado y no podía pensar con toda la frescura que hubiera debido. Por vergüenza, para que nadie se enterara de que era un cornudo, por no montar una escena, me importó más guardar discreción que soltárselo todo. Lo ideal es que hubiera venido la policía para ver a ese cerdo desnudo en mi dormitorio. ¿Pero cómo retenerlo? Para ello debería haber cerrado la puerta por fuera con dos vueltas y dejar luego la llave metida en la cerradura. Pero todo esto se me ocurrió demasiado tarde.

Tampoco hubiera sido mala idea haber dejado a Nacho que entrara en mi casa, para que más adelante, cuando se celebrara la vista del juicio, pudiera testificar a mi favor. Pero me empeñé en que no quería armar un escándalo en el vecindario. De modo que no supe reaccionar oportunamente. Me supe tan cargado de razón, que no preví contratiempos.

—No ocurre nada. He discutido con mi mujer, pero ya nos hemos calmado. Lamento haberte despertado.

—Está bien, tranquilo. Si necesitáis algo, ya sabéis donde estamos.

—Gracias, de verdad.

Y dicho esto regresó al interior de su piso. Su mujer le esperaba en el umbral de la puerta, ataviada también con bata, despeinada y exhibiendo un rostro somnoliento.

Justo después, el amante ilegal, salió de mi piso. Se notaba que se había apresurado a vestirse para tomar las de Villadiego. Ya nos había jodido bastante a mí y a mi mujer. Evidentemente, no podía retenerle, así que le dejé marchar, confiando en que la justicia me vengaría.

—Que pase una buena noche —saludó nuevamente el despojo humano que había destruido mi matrimonio dándome unas palmadas en la espalda. Aunque, en honor a la verdad, insisto en que era la zorra de mi mujer la verdadera culpable, la diablesa lujuriosa que se dedicaba a follar en secreto en nuestra cama conyugal.

Cuando se hubo marchado fui al juzgado de guardia a poner una demanda de divorcio. No entiendo mucho de estos temas, pero me pareció lo más oportuno. La chica que me atendió me dijo que eso era del ámbito civil y que acudiera el lunes al juzgado de primera instancia. Me advirtió de que necesitaría un abogado.

Llamé a un amigo soltero y le conté ansiosamente lo sucedido. Apeló a la tranquilidad y me ofreció dormir en su sofá-cama hasta que se aclarase todo aquello. Volví a casa para recoger unos cuantos enseres personales y allí me encontré con dos policías nacionales en la entrada hablando con mi mujer. El que llevaba la voz cantante era corpulento y muy canoso, con el pelo casi por completo blanco. El otro era joven, larguirucho y llevaba unas patillas muy finas.

—¿Es usted David Aguirre Sanz?

—Sí.

—Su DNI —pidió muy serio.

Saqué la cartera y le enseñé el DNI.

—Vacíese los bolsillos y póngase de espaldas apoyando las manos contra la pared.

—Pero esto es el colmo. ¿Se puede saber a qué viene esto?

—Usted sabrá.

Odiaba a esos tipos, sobre todo al del pelo canoso. Su mirada era desabrida, extraviada, su tono de voz, hiriente. Por lo visto, ellos ya me habían juzgado. Me helaban la sangre con su autoritarismo gélido. Y aún los odiaba más porque aquello que me estaban haciendo era injusto a todas luces. Mientras el joven me cacheaba, tras pedirme que me vaciara los bolsillos, traté de explicarme y hacerles recapacitar.

—Cuando he llegado a casa, me he encontrado a mi mujer en la cama

El canoso me interrumpió:

—A mí no me cuente su vida. Lo que tenga que decir ya se lo contará al juez. Tenemos una declaración de su mujer que dice que ha ejercido usted violencia psíquica sobre ella. Y el vecino de al lado ha confirmado que ha oído una discusión esta noche, que usted mismo ha reconocido. Y ahora se viene con nosotros.

Fuimos en el coche patrulla al Juzgado de Violencia sobre la Mujer. Allí me llevaron a la presencia de un abogado del turno de oficio llamado Ernesto Tovar a quien conté en privado lo acontecido. Luego, un auxiliar de justicia nos condujo a mi abogado y a mí ante la juez ataviada con toga. Llevaba el pelo corto y entrecano y estaba un poco entrada en carnes. A su lado, en el estrado había una Secretaria Judicial con gafas de aparatosa montura de color rojo, que no levantó la vista de la mesa; parecía estar leyendo algo.

—¿Sabe por qué está aquí?

—La verdad es que todo esto me parece kafkiano. Yo no he hecho absolutamente nada.

—Responda a lo que se le pregunta.

—No.

—Su mujer le he denunciado por malos tratos.

Tal era la tensión que había acumulado que no pude evitar que me entrara una risa floja.

—Esto es alucinante. Yo no he hecho nada.

—Tenemos un atestado de una pareja de policías nacionales que han acudido a una llamada de emergencia de su mujer al teléfono de atención a las mujeres maltratadas. Ella dice que han tenido una violenta discusión. Sus vecinos han confirmado que han oído gritos desde su casa.

Traté de no perder el control de la situación.

—Sí, ya sé que han oído gritos. Resulta que cuando he llegado

—Señor Aguirre: Responda a lo que se le pregunta, no me obligue a tomar medidas por desacato —me interrumpió la juez silabeando las palabras como si fuera un niño o no entendiera bien el idioma—. ¿Ha discutido con su mujer sí o no?

Tierra trágame, pensé. Que alguien me diga dónde está la cámara oculta. Que alguien me saque de esta pesadilla, por favor. Esto no puede estar pasando. Renuncié a oponer resistencia para no empeorar las cosas.

—Sí, he discutido con mi mujer —reconocí, a la expectativa de que me dejara explicarme.

—¿Sabe usted que el maltrato psíquico es un delito tipificado en el artículo 153 de Código Penal? ¿Y sabe que le puede caer hasta un año de prisión por ello?

—No, no lo sabía —suspiré resignado ante aquel atropello institucional múltiple (si un una carretera hay choques múltiples, también puede haber atropellos múltiples).

—Pues debería saberlo. Ahora cuénteme su versión de los hechos —me ofreció con una especie de irónico fastidio.

—He llegado a casa y me encontrado a mi mujer masturbando a un desconocido. Y encima, la muy puta, aún ha tenido la desfachatez de decirme que era una especie de terapia para ayudar a aquel tipo a superar una especie de trauma sexual.

—¿Tiene alguna prueba?

—Señoría: ¿qué prueba quiere que tenga? Le estoy contando la pura verdad. Llego a casa y me encuentro a mi mujer en la cama con otro. ¿Qué quiere? ¿Qué me ponga a grabarlo por el móvil? Estaba deshecho, descompuesto, alterado. Todo sucedió muy rápido. Me enfadé y grité, eso es todo. Tenía motivos de sobra para estar cabreado. Yo soy la víctima aquí.

—Su vecino oyó gritos suyos y de su mujer, pero no oyó, ni vio nada más.

—El pavo que se había cepillado a mi esposa no levantó la voz, por eso no lo oyó. De hecho, poco después hablé con mi vecino y yo mismo reconocí que mi mujer y yo habíamos discutido.

—¿Por qué no dijo nada del desconocido?

—Porque me daba vergüenza admitir que mi mujer me los había puesto. ¿Entiende? Y el desconocido aprovechó para salir cuando mi vecino se retiró, por eso no le vieron.

La juez me contempló en silencio, trasluciendo desinterés; no parecía creerme.

—Su mujer me ha asegurado que estaba sola y que usted había tomado un par de copas. Y que se enzarzaron en una fuerte discusión que empezó usted por un asunto doméstico.

La indignación se apoderó de mí:

—¡Eso es mentira! —bramé.

La juez me fulminó con la mirada:

—O habla en un tono normal o le mando ahora mismo a prisión preventiva. Y créame que no se lo voy a advertir más veces.

—Es mentira —repetí más apaciguado, pero estaba desesperado, desquiciado ante tanta falsedad—. Yo venía de trabajar y no bebo cuando conduzco. Iba a hacer un pequeño receso para dejar en casa el dinero que había ganado.

—Mire, de momento le voy a dejar el libertad con una orden de alejamiento de su domicilio hasta que se celebre el juicio. No podrá acercarse a menos de un kilómetro de los sitios por donde se mueva su mujer. Teniendo en cuenta que hay una menor, será ella quien se quede de momento en el domicilio conyugal.

Fue todo un mazazo, como los que dan los jueces cuando dictan sentencia.

—¿Puedo pasar por mi casa a recoger unas cosas? —pregunté psicológicamente destrozado.

—Sí, pero lo hará en presencia de dos policías y de un representante del Juzgado.

—No tuvo usted suerte —dijo José Luis, el investigador de mi caso—. El sistema judicial no es perfecto.

El cenicero rebosaba de colillas.

—No, no tuve suerte —repetí con la mirada absorta—. Nadie me hizo caso. Mi palabra no valía nada, a pesar de no tener antecedentes. Tan solo tres o cuatro multas de tráfico. Toda una hazaña, si tenemos en cuenta que soy taxista. Con la Justicia hemos topado, amigo Sancho. Me habían convertido en un maltratador; mi palabra no valía nada. El juicio fue un disparate mayúsculo; una calumnia se sucedía detrás de otra. Aquello parecía Dawson City, cuando la época de la fiebre del oro y todo lo controlaban los mafiosos. Todo lo que allí se decía era infundado, pero todo valía, a nadie se le caía la cara de vergüenza; había que darle la vuelta a la tortilla como fuera. De todos es sabido, que la mejor defensa es un buen ataque.

—Al final le cayeron ochenta días de trabajos en beneficio de la comunidad. Nadie le condenó a estar en prisión. Ni siquiera pasó una noche en el calabozo.

—Ya, pero eso no fue lo peor. Ella, aprovechando la coyuntura, pidió el divorcio y se quedó con la casa, cuya hipoteca aún tardaré treinta años en pagar. A mi hija llevo sin verla desde aquella noche. Pienso en ella cada noche. Es terrible, inhumano. Para colmo me condenaron a pagarle alimentos a mi hija y a mi ex. Entienda que la rabia me quemaba por dentro. Entienda lo que vino después. Entienda como podía sentirme. Yo era el violento maltratador por haber levantado la voz y ella la pobre e inocente maltratada. ¿Y que hay del daño psíquico que ella me había infligido? ¿Eso no contaba?

—Mañana continuaremos —repuso José Luis poniéndose en pie.

—No olvide el tabaco y las golosinas, aquí, aparte de leer y hacer pesas, no hay mucho por hacer.

—Cuente con ello.

Al día siguiente, a la misma hora reanudé mi narración, con una enorme bolsa de chucherías variadas delante de mí.

Carlos Ledesma, un amigo que tengo y que está soltero me dejó dormir en su casa y me ayudó a superar todo aquello. Tuve que dedicar ochenta jornadas a hacer todo lo que se le ocurrió al Juez de Vigilancia Penitenciaria: limpiar restos del botellón, recoger los escombros en que se había convertido una vieja casa en cuyo solar iban a edificar, ayudar a ancianos a subir y a bajar de las ambulancias en un geriátrico. Pero le contaré cuál fue el detonante que me hizo pasarme al lado oscuro como vengador justiciero de todos los hombres cornudos y apaleados del mundo. Después de una agotadora sesión de trabajos en beneficio de la comunidad, me asaltó una chica jovencilla con piercings y dos coletas con mechas de color violeta, que estaba haciendo una encuesta para no se qué observatorio de estudios sociales para la igualdad. Solicitó un minuto de mi tiempo y accedí con resignada curiosidad:

—¿No le parece injusto —me dijo— que las mujeres, estadísticamente, ganen un veintitrés por ciento menos de sueldo que los hombres por hacer el mismo trabajo?

—El problema no es quién gana más, sino quien disfruta de ese dinero —repuse—. ¿Por qué no hacen alguna encuesta para variar sobre quién disfruta del dinero?

Me miró extrañada. Era demasiado cuadriculada como para no ceñirse al guión.

—Tiene que responder: Muy justo, justo, injusto, muy injusto.

—Entonces digo justo.

—¿Está usted casado?

—En trámites de divorcio.

—¿Y su mujer trabajaba fuera de casa?

—Mi mujer trabajaba principalmente en casa. Pero seguramente tenía una fuente de ingresos complementaria, un sobresueldo. De hecho, era una experta haciendo manualidades. Tenía muy buena mano para la artesanía.

La chica no captó mi sarcasmo y yo no quise entrar en detalles.

—¿Y que le parece que las mujeres dediquen un cuarenta y dos por ciento más de tiempo que los hombres a las tareas domésticas?

—Muy injusto. De todas formas, a mi mujer le gustaba mucho frotar: se ejercita así. En casa, algunas hacen lo que les gusta, mi ex entre ellas —dije por quitármela de encima.

Mi vida estaba hipotecada. Iba a trabajar el resto de mi vida en beneficio de una tiparraca innoble, sin palabra y sin un ápice de lealtad. Las instituciones públicas que yo sostengo con mis impuestos se habían reído de mí y habían machacado mi dignidad como una apisonadora. Uno siempre piensa que la vida le va a deparar algo bueno, hasta que uno se despierta un mal día arruinado, sin ganas de nada, sin saber de qué clase de maldición ha sido víctima para que su vida se haya convertido de la noche a la mañana en un estercolero. Y viendo que la mujer que creía amar es la mayor aberración en el mundo. No se puede hacer a la idea del sinnúmero de horas que tenía que trabajar para que me quedaran quinientos euros limpios, una vez descontados: impuestos, gastos del coche, manutención de mi ex y de mi hija e hipoteca íntegra del piso familiar.

Mi amigo me brindó su casa y su apoyo moral, pero no fue suficiente. Alguien lo iba a pagar. Individuo (o, para ser más exactos, individuas) de esa especie protegida llena de maldad lo iba a pagar.

Por esos días, una tía que tengo soltera en un pueblo falleció, dejándome en herencia algo de dinero y una casa vieja rodeada por una finca rústica. Como el pueblo apenas distaba sesenta kilómetros de la ciudad donde vivo, decidí trasladarme allí. Tampoco era cuestión de abusar de la amistad de Carlos Ledesma. Ya me había hecho el favor de acogerme en su casa unos días y ya se sabe que las visitas suponen dos alegrías: una cuando vienen y otra cuando se van.

Dado que el sistema me había arruinado decidí darme yo mismo la puntilla, el remate. Yo no iba a dejarme explotar por una puta del calibre de mi ex. Teniendo en cuenta que la pena de muerte había sido derogada de nuestro sistema penal, no había nada que temer. Una idea empezaba a fraguarse en mi mente. Pensaba hacer la justicia que los encargados de administrarla me habían negado.

Instalé en mi coche una mampara de plástico transparente, de manera que el compartimento trasero fuera estanco. Y después coloqué un dispositivo con un gas somnífero que compré en Internet y que puse junto al freno de mano. Internet era maravilloso, nadie controlaba la venta de medicamentos. Y uno podía buscar lo que precisara en un país donde fueran más permisivos que el propio en ese aspecto.

Un sábado a eso de las cuatro de la madrugada recogí en las proximidades de una zona de marcha a una chica de veintitantos años. Antes de subir se despidió de un grupo de jóvenes rubios en su mayoría que tenían aspecto de extranjeros, erasmus de Europa del norte, quizá. La despidieron entre chanzas y bromas. Ella era guapa, iba llamativamente maquillada y tenía un cuerpo muy bien moldeado. E iba sola. No sabía que había sido elegida para ser violada.

—Buenas noches. A la calle Rogelio Antúnez, número diecisiete, por favor.

—Vamos para allá —repuse pulsando la tecla de la bajada de bandera en el taxímetro.

Accioné el dispositivo y el gas empezó a inundar el espacio trasero. Aunque se diera cuenta de que se estaba adormilando, es difícil que notara que era a causa de un gas, pues era invisible. De todas formas, ella, desde atrás, no podía abrir las ventanillas y mucho menos las puertas porque yo lo controlaba todo desde el asiento del conductor. Un sistema de protección infantil que accioné en cuanto se subió me lo permitía.

Por el espejo retrovisor la vi removerse inquieta en el asiento. Supuse que había bebido porque sus reacciones y sus movimientos eran lentos, pausados.

—Tengo sueño —dijo en un tono desfallecido, casi inaudible.

—No te preocupes —la tranquilicé artero—. Enseguida estarás en casa —aunque no especifiqué que en la mía.

Ella se durmió al poco y conduje hasta el terreno donde vivía. La saqué del coche con cuidado (no vea lo que pesaba la condenada), la llevé a la cama de mi dormitorio, allí la desnudé con cuidado de no despertarla. El somnífero se reveló potente y eficaz. La sujetaba con un brazo y con el otro le desprendía de la ropa. Primero la chaqueta, luego una blusa de un color entre el naranja y el marrón, después la falda de tubo marrón, las botas altas y con hebilla trasera y las medias negras. Los abalorios consistían en unos cuantos collares que tuve que quitar uno a uno, porque no pude quitárselos por encima de la cabeza.

Por un momento ella se removió inquieta, agitada en la cama, pero no se despertó. Solté su sujetador y aparecieron unos pechos compactos y pequeños como la masa de unos bollos antes de entrar en el horno. Estaban coronados por dos areolas de color salmón rematadas por unos pezones arrugados. La entrepierna no tenía desperdicio. LLevaba muy poco vello en su monte de Venus y tenía unos labios prominentes y hermosos.

La examiné de arriba abajo como un forense contempla un cadáver. Llevaba un complejo tribal en la zona lumbar y una cicatriz muy vistosa en la parte interna del muslo.

De súbito, sonó un móvil que guardaba la chica en un bolsillo interior de su chaqueta, con estridencia, dándome un susto de muerte. Miré la pantalla. Un tal "Joaquín (Facultad)" quería hablar con ella. Que se jodiera Joaquín, la facultad y la madre que los vomitó a todos. Cogí el móvil y lo estampé con todas mis fuerzas contra la pared. No se rompió. Maldije en arameo y en otras lenguas muertas que ignoraba conocer. Recogí el insidioso y resistente aparato, lo puse sobre las frías losas de la casa y lo aplasté con la suela del zapato repetidas veces hasta que sus sesos eléctricos se desparramaron por el suelo.

Pensaba secuestrar a mujeres, violarlas y hacerlas lo que me apeteciera con sus cuerpos. Lavaría mi semen a conciencia por si alguna pensaba que había sido violada y las devolvería a cualquier punto discreto de la ciudad: un parque o un callejón. Por supuesto que sin ropa interior y aligeradas del vil metal. Les inyectaría una buena dosis de ajenjo con una aguja, mancharía sus ropas con alcohol y parecerían las típicas guarras resacosas, que no son capaces de recordar qué había ocurrido la noche anterior, porque de tan arrastradas y facilonas, no saben ni con quién se han acostado.

El plan era perfecto, nadie sospecharía nada y yo me vengaría de las mujeres, a las que tanto odiaba por culpa de mi ex. Me había convertido en todo un misógino. Me vengaría de esas tan celosas de su intimidad que piensan que sus atributos son privados y solo los va a degustar quien ellas quieran; de esas tan altivas y engreídas que saben que pueden elegir y te miran como si fueras un espantajo; de las que se saben de memoria quienes han sido sus amantes y las que, de tan promiscuas, han perdido la cuenta; de las que solo piensan en la cuenta corriente o en las cuentas no tan corrientes de los collares de perlas; de esos seres presumidos y tan sumamente bellos…. Mi vida estaba perdida, condenada de antemano al fracaso y ya se sabe que de perdidos al río.

El producto que la chica había inhalado la había dejado fuera de combate. Estaba dormida como un tronco. En cualquier caso y como precaución, la até con una cuerda al cabecero metálico de la cama, por ambas muñecas. Y sus pies los até con firmeza a las patas de la cama. Pensé que así debían estar siempre las mujeres quietas, calladas y a tu completa disposición.

Me desnudé yo también al notar los primeros síntomas de erección. Manoseé sus pechos, viendo como recuperaban siempre a su posición inicial como si fueran de goma. Le metí un dedo en su vagina, luego amplié la prospección a dos y después a tres. Tampoco me privé de acariciar su culo de ensueño. Seguía durmiendo como un lirón.

Al cabo decidí pasar a mayores. Me coloqué encima de ella y empecé a penetrarla. No, decididamente aquello no era divertido. Lo bonito de follar es que tu pareja se mueva, te haga cosas. Mi miembro se me bajaba cada dos por tres. Era incapaz de mantener la erección, a pesar de que intenté consumar el coito infinidad de veces.

En esas estaba cuando me sorprendieron dos guardias civiles apuntándome con sendas pistolas. En ese momento no pude imaginar cómo me habían podido atrapar tan rápido. Luego me enteré de que el tal Joaquín, un amigo de la chica secuestrada, había grabado el momento en que ella cogía mi taxi. La llamada, cortada de forma abrupta, despertó su suspicacia. Viendo que no estaba en su casa puso una denuncia en una comisaría. Se temía que algo malo la había pasado. Al principio no le hicieron mucho caso, porque la chica era mayor de edad y el hecho de que no estuviera en su casa, no significaba nada, pero accedieron a ver vídeos suyos de móvil y en el último aparecía el número de mi licencia de taxi mientras ella se disponía a abrir la portezuela. A alguien se le ocurrió cotejar los datos y, después de unas sencillas comprobaciones, todo fue cuestión de ponerse en contacto con la guardia civil y detenerme. Pensaron que iba a matarla, y no iba a hacerlo, pero con mis antecedentes y teniendo una orden de alejamiento de mi mujer en vigor, mi credibilidad era menor que la de la selección de fútbol de Madagascar en un mundial. Me cayeron una veintena de años por secuestro y violación con los agravantes de premeditación y alevosía.

—¿Se arrepiente de lo que hizo?

—Me arrepiento de no haber podido llevar a cabo mi plan más veces. No esperaba que me atraparan tan pronto. No obstante, aquí encerrado vivo mejor que fuera. Aquí tengo comida, leo bastante, hago ejercicio físico y tengo asistencia médica a mi disposición. Y lo mejor de todo es que no tengo que trabajar más para esa zorra.

—¿Y no pensó en que podría crearle un trauma a esa chica a la que usted secuestró? ¿No pensó que esa joven estudiante no tenía ninguna culpa de lo que a usted le había pasado?

—La verdad es que me la traía al pairo todo eso. Yo tampoco tenía ninguna culpa y mire lo me que pasó.