El tamiz de los gays (mi zulú)

Una historia real que cuento en primera persona.

El tamiz de los gays

1 – Cara o cruz

Llegué a casa tan cansado el viernes que no sabía decidir entre echarme a dormir o salir a dar una vuelta. Me puse cómodo y me preparé un sándwich mientras vi un poco la televisión. Estaba mirando a la pantalla y me daba la sensación de estar perdiendo el tiempo; de que podría estar preparándome para irme a tomar unas copas. Ponían un concurso estúpido pero estaba distraído. De repente, dijeron que el concursante se jugaba a doble o nada su premio echando una moneda al aire. Me reí. Me pareció que yo estaba tan indeciso como aquel pobre que no sabía si lo iba a ganar doble o tendría que irse a su casa con el rabo entre las patas. El concursante decidió jugar y yo decidí jugar con él. Si ganaba, me iría a la calle; si perdía, me quedaría en casa. Tiraron la moneda al aire y me incorporé en el sofá atento. Después de hacernos pasar un rato de incertidumbre, el concursante levantó una mano y el presentador comenzó a dar gritos ¡Había ganado!

Me preparé muy bien, me miré al espejo y me dije: «Greg, hoy vas que rompes». Como era temprano, salí de casa dando un paseo. Todas las calles eran cuesta abajo y estaban aún bastante animadas; como yo. Sonó el teléfono. Era Fran muy entusiasmado porque Geli (Ángel) le había dicho que iba para Chueca con tres amigos nuevos (para los de fuera, Chueca es el lugar gay de Madrid). Me hizo ilusión porque casi siempre veía las mismas caras aburridas, pero sabía que la gente le daría vueltas a la placita esperando la mirada de uno de los nuevos. Le dije que iría para allá porque tenía tiempo de sobra. Cuando llegué ya estaba la placita bastante animada y Fran estaba sentado en un banco esperándome.

  • ¿Llego muy tarde? – le dije -; vengo andando desde casa.

  • ¡Joder! – exclamó - ¡No te cansas! Después de todo el día trabajando te hartas de andar.

  • No me importa – le dije -, me distraigo ¿A qué hora van a llegar estos?

  • ¡Ni idea, Greg! – se encogió de hombros -; cuando hablé con Geli me dijo que vendrían para acá cuando acabaran de hacer unas cosas.

  • ¿Unas cosas? ¡Mira, Fran! – le golpeé en el hombro - ¡Si esperas que Geli sea formal lo tienes crudo! De momento ni siquiera te ha dicho una hora concreta.

  • No me importa esperarlo – dijo indiferente - ¿Qué prisas tengo?

  • ¡Jo! ¡Ni yo! – le contesté -, pero ¿qué coño hacemos los dos aquí sentados quién sabe cuántas horas?

  • ¡No exageres!

  • ¡Bueno! – me levanté -, más tiempo tendremos de tomarnos unas cañas ahí enfrente.

  • ¡Eh, eh! – vino tras de mí -, que tu curras y lo ganas, pero yo no tengo el bolsillo muy saneado.

Después de tomar tres cañas cada uno hablando sin parar, no había llegado ni Geli ni nadie y la plaza estaba cada vez más animada.

  • ¿Nos vamos a quedar en la esquina toda la noche a ver si aparece Geli – bromeé – o piensas esperar hasta que amanezca a ver si no viene? Podríamos aprovechar y «hacer la calle».

  • ¡Espera un poco, hombre! – se molestó -; se habrán entretenido por algo.

2 – Maricón el último

Me daba la sensación de que en realidad Fran andaba detrás de Geli desde hacía tiempo y Geli pasaba bastante de él. Miré al otro lado de la plaza y me pareció oír mucho ruido, como si hubiese una pelea de mucha gente y las sillas y las mesas rodasen por los suelos y volasen por los aires. Luego, al poco tiempo, salió la gente huyendo y me pareció ver algo grande atravesar los aires en nuestra dirección ¡Era una botella de cerveza de cristal de un litro! (una litrona). Vino hacia nosotros y me escondí en la esquina, pero le dio de lleno a Fran en el hombro.

  • ¿Te han hecho daño? – me asusté - ¡Déjame verte!

  • ¡No, no! – gritó - ¡Estoy bien! ¡Ha sido de refilón!

  • Pues yo me voy de aquí – le dije -; cuando esto se pone de mal rollo

  • Yo me quedo – dijo seguro -. Voy a esperar a Geli.

  • ¡Lo siento! – tuve que gritarle -, nos veremos en otro momento.

Primero apreté el paso. La gente corría huyendo por aquella calle. Un poco más adelante me pareció que todo estaba más tranquilo y empecé a callejear sin rumbo fijo. En una de las calles estrechas y no muy iluminada, vi venir a cuatro tíos dando un paseo. Al acercarme, me di cuenta de que uno de ellos era Geli.

  • ¡Eh, tío! – le grité -, vengo de allí. Fran no se ha querido venir esperándote.

  • ¡Joder! ¿Qué pasa? – miró a lo lejos - ¿Hay pelea?

  • Yo no vuelvo, Geli – dije asustado -, a Fran le han dado un botellazo en el hombro pero sigue esperándote.

  • ¡Joder! – estaba indeciso - ¿Te importa quedarte con estos amigos mientras voy a buscarlo?

Miré a los amigos y no me parecieron gente con mala pinta, así que le dije que allí esperaríamos. Evidentemente, tuve que presentarme yo mismo. Uno de ellos, muy alto, se llamaba Quico, el otro, un poco más bajito, era Jose y el de altura más normalita era Andrés.

  • Nos dijo Geli que en Chueca había un ambiente de puta madre – dijo Jose -, pero la gente sale corriendo que asusta.

  • Quizá haya llegado la poli – le dije -; yo me he asustado y he salido por patas.

Me eché en la pared y apoyé un pié en ella mientras miraba a aquellas tres bellezas. La verdad es que estaban para ponerlos en cola y hacerle favores. De pronto, se me acercó Quico, el alto, y me puso los dedos índice de sus dos manos en la barriga como si fueran dos pistolas.

  • ¿Y ahora, qué? – me preguntó -; hemos venido en el coche con él. La verdad es que no tengo ni puta idea de cómo volver a mi casa ¿Alguna idea tuya?

  • ¡Sí, sí, claro! – me incorporé -; vamos a esperar a que vuelva con Fran y nos iremos a otro sitio a tomar la copa.

  • ¡No nos llevaréis otra vez al Black & White ese abarrotado de gente y de ruido! – dijo Jose -; yo prefiero los sitios más tranquilos.

  • ¡Espera, hombre! – le dije -, cuando recoja a Fran volverán. La cosa es no moverse de aquí para no perdernos.

Pero no había terminado de decir aquello cuando apareció un buen grupo corriendo que se daba patadas en el culo y entraron hacia nuestra calle.

  • ¡Si se acercan hacia nosotros – les grité – nos metemos en ese portal!

Y como veíamos que aún venía más gente, allí nos metimos, cerramos y esperamos un buen rato hasta sentir el silencio.

3 – El colador

  • No es este el lugar que nos ha dicho Geli – dijo Andrés -; en eso estoy de acuerdo con Jose.

  • No desconfiéis de lo que os ha dicho – aclaré -, que aunque haya coincidido hoy vuestra visita con una pelea, este sitio es pacífico.

  • Yo, al menos – dijo Jose -, ya no tengo interés por conocerlo. Me voy a casa.

Y sin decir nada más, salió del portal y se fue. Quico, Andrés y yo nos miramos sorprendidos.

  • No me gusta esa reacción – les dije -; antes de alabar o criticar algo hay que conocerlo. No voy a deciros que sea un sitio lleno de ángeles y santos, pero ¡joder!, ¡que peleas hay en todos los sitios!

Y acercándose a mí Quico curioso, me hizo una pregunta curiosa:

  • Nunca he venido, Greg, pero he oído que estos sitios de ambiente son… muy fríos.

Lo miré atentamente y me di cuenta de que su pregunta era sincera y no llevaba escondida ninguna mala intención. Así que me puse a contar la verdad de lo que yo conocía:

  • Los sitios de ambiente no son precisamente muy de mi agrado ¿Sabéis una cosa? Me gustaría salir un día, a medio día, con sol, a la calle a ver escaparates o a dar paseos por mi barrio, pararme a ver ropa, por ejemplo, y que se me cruzara una mirada sincera que me estuviese diciendo: «Me gustas». Pero eso casi no existe en este mundo gay. Tienes que venir aquí, donde sabes que todos vienen a buscar algo. Tampoco me creo mucho eso de que la gente viene a buscar algo estable o para toda la vida ¡Veréis! Cuando entras en Chueca, te conviertes en un escáner: «shu, shu, shu, shu, shu, shu…». Primero eliges a todos los chicos que para ti son 10. Te das unas vueltas, sueltas unas miradas… ¡Bueno! Como poco a poco los mejores van desapareciendo, te vuelves a convertir en un escáner: «shu, shu, shu, shu, shu, shu…». Esta vez clasificas a los chicos 9 y vas a por ellos con tus miradas o tu «¿Me das fuego?». Si no eres muy agraciado, a hacer el escáner otra vez y a elegir a los chicos 8. Depende de lo bueno que estés, es posible que empiece a amanecer y te vayas aburrido a tu casa sin haber ligado con uno cualquiera, haberos comido la boca y haber acabado haciéndoos una paja en un rincón. Y creo que eso es así aquí y en Pekín. O eres un yogurcito dulce de fresa o te mueres de asco. ¡Ya veis qué gilipollez! ¿Cuántas parejas son felices y uno está gordo y fofo y el otro tiene verrugas en la cara y un ojo mirando a El Escorial y el otro a Cuenca? Lo que vale es el amor ¿no? Otra cosa es que te apetezca venir a buscar a un bombón para hacerle una mamada una noche.

  • Es triste – dijo Andrés -, pero es así ¿no? Entonces, si esto es como un colador que primero deja pasar lo más fino, luego un poco más grueso y acaba quedándose para ir a la basura toda la morralla poco fina, prefiero quedarme en mi barrio y esperar esa mirada sincera que dices. Para obtener placer, tengo a estos cinco. No me importa pajearme.

  • Yo estoy indeciso – dijo Quico -, en realidad lo ideal es encontrar esa mirada embelesada posada en tu rostro pero desde un rostro bello. Es más difícil. Los gays no hacemos más que protestar porque se nos margina, se nos da de comer aparte, pero es que Chueca lo han elegido los gays. Nos marginamos a nosotros mismos y dejamos fuera a los hetero, pero luego les echamos a ellos la culpa de nuestra marginación.

  • Bueno, tampoco es un razonamiento malo – le dije -. El caso, es que si habíais venido a ligar, se acabó. Yo me voy a casa encantado de conoceros. Estoy muerto de cansancio de trabajar. Aquí tenéis mi teléfono.

  • ¡Espera, Greg! – buscó algo Andrés -; este es el mío. Podríamos llamarnos y dar una vuelta por un sitio normal. Los tres pensamos igual.

  • ¡Toma el mío! – dijo Quico -, la idea de Andrés me gusta. Tal vez se apunten Geli, Fran y Jose.

  • Ya lo veremos – dije poco convencido -; tendré que coger un taxi. No vivo cerca y no es ya buena hora.

4 – La vuelta

Salimos a la calle. Hacía fresco y Andrés se despidió de nosotros con sendos besos y se fue calle abajo.

  • ¡Eh, Greg! – me miró asustado Quico - ¿No irás a dejarme aquí solo, verdad?

  • ¿Por dónde vives?

  • Vivo donde da la vuelta el viento – dijo asustado -; donde la espalda pierde su nombre: donde Vallecas deja de serlo. No sé por dónde está. Si me dejas solo en esta calle un día cualquiera, te aseguro que no sé si estoy en Madrid, en Toledo o en San Sebastián.

  • No tienes mucho dinero ¿verdad? – me dio mucha lástima -. Un taxi hasta allí te costaría un huevo.

  • ¿Entonces qué hago? – miraba a un sitio y a otro - ¿Dónde puedo coger el autobús?

Me di cuenta de que dejarlo allí solo era una putada.

  • Si hubiese taxis por aquí… - me quedé pensativo -. ¡No! No está la noche para que los taxis se metan por estas calles. Es que podría coger un taxi, dejarte en Cibeles, en la parada del autobús, y seguir a casa. Pero me da que tendremos que ir a la parada andando.

  • Y… ¿eso está muy lejos? – su mirada destilaba tristeza -.

  • ¡Joder, Quico! – exclamé -; déjame pensar un poco. No te preocupes que no voy a dejarte solo. Esperaré hasta que te vea subido en el autobús.

  • No vuelvo a venir más por esta parte y de noche con Geli en su coche – me dijo cabreado -. Se va con Fran y me deja tirado.

Estaba verdaderamente asustado y no me parecía para tanto, pero si aquellas carreras por la calle lo habían asustado

  • Te dejaré subido en el autobús – le dije -; no te preocupes.

  • Es que de Vallecas conozco cuatro calles y ni siquiera sé los nombres – miró al cielo - ¿Qué autobús tengo que coger?

  • ¡Joder, tío! – le dije -, ahí sí que me has pillado. No tengo ni puta idea. Pero vamos andando hacia Recoletos y luego hasta la parada.

  • Si el autobús me deja en una calle de por allí que no conozco – me miró de cerca – ¡pasaré la noche también en la calle!

Íbamos caminando hacia el paseo y vi que no hacía nada más que suspirar y dar puñetazos y patadas en la pared.

  • Verás, Quico… - le dije asustado -; sólo se me ocurre una idea.

  • ¡La que sea, por Dios! – me agarró de los hombros -, pero no me dejes en la calle tirado.

Se sentó en un portal y parecía que iba a llorar. Para que no se sintiera tan mal y supiera que yo conocía la zona, me puse a hablarle, aunque no podía echarle el brazo por encima de sus hombros.

  • ¡Mira, Quico! – le dije - ¿A qué no sabes dónde estás sentado ahora?

  • Te he dicho que no tengo ni puta idea – me miró más tranquilo - ¿Es un sitio especial?

  • ¡Sí! Estás sentado en un portal de Belén – me eché a reír y me miró sonriente topando su cabeza con la mía -.

  • Esto es un portal, ¿no? – le dije -; pues estamos en la Calle de Belén.

  • ¡Eres gracioso, Greg! – me acarició la mejilla - ¿De verdad esta calle se llama Belén?

  • Sí, Quico – empezó a gustarme su mirada -. Te digo esto para que sepas que sé dónde estamos. Tenemos que dar un buen paseo, pero vamos a ir a donde paran los autobuses ¿Vale?

Cuando llegamos a la esquina de la calle, le señalé el azulejo con el nombre.

  • ¿Ves? – levanté mi brazo -. Ahora tendremos que andar mucho hasta el Paseo de Recoletos y luego hasta Cibeles. Es el sitio donde sé que paran los autobuses.

  • Por lo menos es seguro – me sonrió -. Me estaba poniendo malo.

Y mientras recorríamos con paciencia pero a buen ritmo, porque daba unos pasos enormes, la Calle de Fernando VI comenzó a decirme algunas cosas:

  • ¿Tu te crees que a un tío guapo le va a gustar un gigante como yo? ¡Un zulú! Tengo un pie que llega de aquí a Sevilla, la piel muy morena y la espalda llena de pecas, soy musculoso, sí, pero hay que subirse en una escalera para besarme ¡Jo! ¿Quién va a quererme?

  • No sé – dejé de andar y lo miré con descaro - ¿Me dejas probar si llego a lo del beso sin escalera?

Se quedó sorprendido de que yo le dijese aquello y creí que iba a molestarse y a ponerse a dar gritos, pero se acercó a mí en tres zancadas, me asió con fuerzas por los brazos, me levantó y me pegó un besazo que me dejó alucinado para toda la noche.

  • ¡Joder! – exclamó -, ¡por esta calle hemos pasado antes! Lo sé por ese edificio extraño.

  • Sí, es el edificio de la SGAE – le dije -. Es un poco raro.

  • ¿Y que coño es la «sae» esa?

  • Es la Sociedad General de Autores y Editores – le dije -; yo viví con mis padres muchos años un poco más adelante, en la Plaza de las Salesas. Luego ellos se fueron a San Sebastián de los Reyes. Les gusta la tranquilidad. A mí me sigue gustando el barrio donde nací.

  • ¿Dónde vives entonces ahora? – me echó su pesado brazo por los hombros -; si tienes que tomar un taxi… no estará muy cerca.

  • ¡Pues no! – le dije -; está un poco lejos para ir andando y es todo cuesta arriba.

Se echó a reír estrepitosamente y me miró sorprendido. Luego se fue quedando más serio y se acercó a mí. Se agachó y volvió a besarme.

  • ¡Me gustas, Greg! – dijo -; ya sé que eso no significa nada para ti, pero me siento el tolondrón ese gordo que se ha quedado en el tamiz para tirarlo a la basura.

  • ¡Eh, tío! – me asusté - ¿Qué estás diciendo? Eres guapo, por lo menos para mí. Lo de la altura y lo de tus pies… si no me lo dices, no le doy importancia.

  • ¿Sabes? – siguió andando y mirando al cielo -, si supiera dónde vives, te llevaría corriendo y en brazos.

  • Ya veo que eres fuerte – le dije -, pero está muy lejos.

  • No – se paró y me miró hacia abajo -, no estoy tan fuerte. Estoy queriendo decirte que… haría eso por ti.

Creo que se me abrió la boca y me quedé mirándolo en silencio. Seguimos andando sin decir palabra y quise romper el hielo:

  • Cuando lleguemos a Recoletos – le dije -, si viene un taxi, lo cogemos y que nos lleve primero a los autobuses.

Volvió a pararse y a mirarme.

  • Sé que pasas de mí – me dijo -, pero siento miedo a coger un autobús cualquiera sin saber dónde bajarme ¿No me dejarías dormir en el sofá de tu casa? Te prometo que lo único que quiero es no pasar la noche en la calle.

Me eché a reír y noté que creía que me estaba burlando de él.

  • Sigamos andando hasta el paseo para buscar un taxi – le dije serio -; me reía porque no podrías pasar la noche en el sofá de mi casa. Es de dos plazas.

Fue entonces él el que moría de la risa, pero entendió que yo no me negaba a que se viniera a casa.

  • ¿Puedo ir? – me preguntó ilusionado - ¿De verdad puedo ir?

  • ¡Vente! – le dije - ¡Vente a casa conmigo! Mañana te llevaré en metro a tu casa.

Vimos que se acercaba una luz verde y él levantó el brazo. El taxista paró, nos subimos al taxi y le dije al taxista: «A Bretón de los Herreros, por favor».

  • ¿Entro por Zurbano?

5 – La unión

Durante el viaje en taxi me rozaba de vez en cuando la pierna con su mano. Yo veía que el taxista nos miraba de vez en cuando por el retrovisor y no me moví para nada. Cuando llegamos a casa, subimos a mi pisito y tuvo que agachar un poco la cabeza para entrar.

  • ¡Me gusta! – dijo ilusionado - ¿Me gustaría tener uno así para mí, aunque tuviese que agacharme para pasar las puertas. Y es verdad que en ese sofá no podrías dormir tú siquiera. No me importa pasar la noche ahí sentado. No quiero que pienses que he venido para

  • ¡Anda, anda! – le dije –, pasa al dormitorio y que pase lo que pase.

Yo sabía que iba a pasar algo, pero cuando empecé a verlo casi desnudo, me asusté. Para mí su cuerpo era bellísimo, pero de unas proporciones… ¿Sería todo tan proporcionado?

Nos metimos en la cama y le salían los pies por abajo. No preguntó nada, se volvió hacia mí, me echó el brazo por encima y comenzó a besarme en la mejilla. Volví mi cara, le miré y comencé a besarlo. Hacer el amor con él la primera vez iba a ser difícil, pero pensé que tendríamos que buscar el truco. Él se colocó debajo y comenzamos a acariciarnos. Su polla se me clavaba entre las piernas. No me atreví a que me penetrara, pero él me pidió que entrase en él. Se puso boca abajo y lo abarqué como pude sintiéndome muy feliz de tenerlo. Bastante tiempo después, él mismo buscó mi miembro y lo llevó a donde quería. Empujé con cuidado y me apretó la mano. Seguí empujando y no fue tan difícil llegar al fondo. Comenzamos a movernos acompasadamente y, aunque se volvía para besarme, casi no podía. Me besaba la cabeza, me acariciaba. Por fin comenzó a llegarme el gusto y me corrí con todas mis fuerzas. Me quiso tener un rato dentro y luego se volvió y seguimos besándonos y fui bajando por su cuerpo (que no era el de un zulú precisamente) hasta encontrarme con su polla. No era pequeña, pero tampoco era enorme. Comencé otra vez las caricias y se la fui chupando despacio hasta comenzar una mamada con delicadeza. Me parecía feliz y me acariciaba la cabeza y la espalda. Hasta que empezó a moverse muy inquieto y se corrió de tal manera que su leche se salía de mi boca por todos lados.

  • ¿Estás muy cansado? – preguntó cortado -. Yo haría más cosas. Me encantas, Greg. Quiero disfrutarte.

  • Si quieres disfrutarme tanto como yo a ti – le dije – estaremos toda la noche despiertos.

Me sonrió y seguimos haciendo el amor casi toda la noche. De una forma y de otra. Parecía imposible que un chico tan grande fuese tan inocente, tan cariñoso, tan educado… Me quedé dormido en sus brazos deseando su protección cuando, en realidad, era él el que necesitaba sentirse protegido. Fue una sucesión de los más disparatados acontecimientos: un sorteo en la tele, un paseo a Chueca, una pelea, tres nuevos amigos, la ausencia de dos de ellos, el temor de otro, «el zulú», a sentirse solo en la calle por la noche. Mi casa. Un colador, un cedazo, un tamiz, que fueron llevando a aquella criatura hasta mi cama; hasta mi cuerpo; hasta mi corazón. Pero había un factor que yo no había tenido en cuenta. A mis 26 años, un gigante me atraía aunque fuese sólo para pasar una noche con él. ¡Pero el gigante tenía 22 años! Y se convirtió en mi jovencito preferido. No salimos de mi querido barrio de Chamberí, que me vio nacer, pero cerré el pisito de mis padres y alquilamos uno más grande en Luchana con el dinero del trabajo de los dos.

Esto lo estoy escribiendo con él mientras nos reímos recordando anécdotas de aquella noche, que no he detallado por no hacer este un relato demasiado largo. Hemos cambiado los nombres por razones obvias y no voy a dar nuestra dirección; está claro. Pero todo ocurrió así una noche de primavera de hace casi cuatro años.