El sueño del norte. (1)
Como una chica de 22 años, aficionada al metal y a la literatura fantástica, y dispuesta a cumplir su sueño, encuentra el amor de su vida en las frías tierras del norte.
-2ºC. El termómetro no mentía, el frío quebraba los huesos como un martillo imparable. El hielo que cubría la carretera brillaba por los primeros rayos de un sol que, en invierno, solo se dejaba ver unas cuantas horas al día en los cielos del norte. Había llovido la noche anterior. Mi bicicleta destartalada, encontrada en el granero mugriento y abandonado de mi nueva casa de campo, resbalaba continuamente, lo que me obligaba a ir a pie. Acababa de llegar hacía a penas una semana a la ciudad, aunque mas que una ciudad, se trataba de un pueblo grande, mirases donde mirases había bosques, hierva, naturaleza salvaje entremezclada con las construcciones, algunas de madera y pintadas de blanco y rojo, rodeadas de vallas y abetos, y otras más modernas, más cosmopolita, que, aunque desentonaban un poco, habían sabido adaptarse al paisaje y no resultaban asfixiantes, como la de las grandes ciudades. Mi nuevo hogar, pensé con optimismo, con ganas de descubrir los rincones de aquellas calles, pero no sin cierta nostalgia de mi lugar de origen, más cálido, mas familiar, mas fácil. Era otro clima, otro idioma, y otra cultura. La gente caminaba por la calle sonriendo, hablando entre ellos, yo miraba a mi alrededor con los mismos ojos con los que mira un niño el mundo, dispuesta a disfrutar de esa tierra fría pero explosivamente fértil. Los peatones me miraban también con cierta curiosidad, al fin y al cabo, no dejaba de ser un pueblo y todos, aunque fuera de vista, se conocían. De todas maneras, yo nunca pasaba desapercibida porque, desde pequeña, me negué a ser una mas, y mi forma de vestir lo demostraba. Mis rastas ya llegaban por la cintura, caían como raíces sobre mi abrigo negro y largo de paño, cubriéndome la espalda y los hombros. Mi bufanda verde oscuro me tapaba los labios, y por debajo de ella asomaban mis cientos de amuletos y cachibaches colgados al cuello. Agradecí a mis botas negras de borreguillo que no resbalaran mucho sobre el hielo. Caminaba despacio por la acera revisando cada señal de tráfico, cada cartel de cada tienda, observando amablemente a la gente, que, aunque no pudieran verla, sabían por el brillo de mis ojos que se dibujaba una sonrisa en mis labios, emocionada, y ellos me correspondían sonriendo también. Era gente amable, todo lo contrario a lo que suelen decir de los nórdicos, mi nerviosismo y, en cierta parte, mi miedo, se fue desvaneciendo poco a poco, como el hielo.
Tras trabajar unos años en España, y por la situación a la que había llegado su economía, ahorré todo lo que pude (que no era poco, ya que mi abuela desgraciadamente murió y me dejó una buena herencia) y me llené de valor para cumplir mi sueño, vivir en Escandinavia. Gracias a unos antiguos conocidos que habían emigrado hacía ya algunos años encontré una preciosa casa de campo con un granero y un trozo de terreno, y pude contactar con los dueños, que enseguida comprendieron que venía de fuera y me ayudaron en lo que pudieron. Alquilé la casa por fin, recogí mis cosas y marché rumbo a las gélidas tierras nórdicas, en busca de mi propia aventura, de sentirme de una vez por todas viva. Mi nueva casa estaba en la periferia, pero en bicicleta (si el hielo de la carretera me lo permitía) me plantaba en 5 minutos en el centro del pueblo.
Llevaba ya un buen rato caminando y cargando con la bici, que chirriaba constantemente. Me moría de frío, así que decidí entrar en una cafetería, aparqué la bici fuera, le puse el candado y entré, frotándome las manos que ya estaban insensibilizadas y entumecidas. Se trataba de un lugar muy acogedor, todo era de madera y olía a incienso y cerveza, una combinación realmente perfecta, para mi gusto. Las mesas eran de roble envejecido y la luz tenue. Había poca gente. En la pared había una cornamenta de reno, en la zona abundaban esos animales en estado salvaje. Me quité el abrigo y la bufanda de lana verde, dejándolos sobre una mesa con dos sillas en una esquina del local. Un camarero de unos cuarenta años se me acercó y me dijo algo que no entendí, pues por aquél entonces solo sabía hablar inglés y eso me valía perfectamente para poder comunicarme con todo el mundo. Le respondí educadamente que no le había entendido, y enseguida soltó una risilla y se dirigió a mi en un inglés más que entendible. Le pareció curioso que no hablara el idioma autóctono y le expliqué que era extranjera y me acababa de mudar. Me dijo entre risas que él era el dueño del local, que me daba la bienvenida al pueblo y que viniera siempre que quisiera, que me atendería personalmente en inglés. Yo reí y me pedí un té verde con mucha azúcar. El se retiró también riendo hacia la cocina. El ambiente era muy agradable, saqué de mi bolso mi novela y me puse a leer tranquilamente. en una mesa a mi izquierda una pareja hablaban bajito, y enfrente mío, tres chicos se reían a carcajada limpia, con sus cervezas en la mesa. De vez en cuando, desconcentrada por el ruido, subía la cabeza y les miraba. Uno de ellos hablaba y los otros reían, llevaban camisetas de algunos grupos, alguna pulsera de cuero, y melenas. Eran mi debilidad, los hombres con el pelo largo. Ellos charlaban distraídos y yo podía observarles por encima de la prosa de Tolkien con total libertad. Uno llevaba el pelo por los hombros, liso y negro, con aros en las orejas, otro, el de la melena rubia que caía en forma de trenza sobre su espalda, parecía un elfo, lampiño, con los ojos azules y los rasgos suaves y bellos. Pero el tercero, el tercero fue el que captó toda mi atención. Tenía el pelo castaño por la mitad de la espalda, ondulado. Sus ojos eran oscuros, y sus rasgos duros, ocultos tras una perilla perfilada de tal manera que le marcaba bien el ángulo de la mandíbula. 'Un auténtico vikingo' pensé divertida. El simpático camarero interrumpió mis cabilaciónes cuando me trajo el té, disculpándose de haber tardado, que su ayudante de cocina era un patoso que había hecho un desastre y tuvo que limpiarlo. Yo me reía de su historia, la escenificaba con gestos y parecía indignado, su trato tan atento me hizo sentir en casa. Cuando se marchó, eché tres terrones de azúcar en el té y seguí leyendo, sumergida totalmente en la tierra media que se escondía entre las páginas.De pronto, risas de nuevo, los chicos de enfrente. Levanté la vista dándome cuenta que llevaba más de cinco minutos absorta y que el té se estaba enfriando. Dejé la novela para darle un sorbo, y cuando levanté la cabeza descubrí sorprendida que el 'vikingo' me miraba desde la otra mesa, mientras sus amigos seguían charlando y parecían no darse cuenta que su amigo ya no participaba en la conversación. Aquello me pilló desprevenida, no esperaba tener sus ojos clavados en mi de aquella manera, así que bajé la mirada avergonzada y hice ver que no había visto nada. Me puse nerviosa como una cría de quince años, y empecé a tener calor mientras el sudor frío recorría mi espalda. Otro sorbo de te con la mirada fija a la mesa, por si acaso. Agarré el libro y, fingiendo normalidad, empecé a leer de nuevo hasta que se me olvidó aquello. Al cabo de un rato, tras pedirme otro té, los chicos se levantaron para irse. Cuando ya estaban en la puerta me atreví a levantar la mirada y observarles de soslayo, y justo en ese maldito momento el chico de la perilla se giró y me miró de nuevo. En esa ocasión controlé mejor la situación, bajé de nuevo la mirada y me repetí una y otra vez que no pasaba nada, que me miraba por que no me había visto nunca o algo parecido. Debo reconocer que cuando le vi de pie, me llamó mucho mas la atención. Medía un metro ochenta, supongo que es la altura media en los hombres, su espalda era ancha y parecía un toro. Lo que yo decía, un vikingo del norte, un bárbaro. Me reí de mi misma por haber reaccionado de esa manera tan infantil, me acabé el té, pagué y me despedí del camarero, diciéndole que volvería por ahí. El señaló una estantería llena de libros que había en el local, me dijo que me había visto leyendo y que podía coger los que quisiera, que tenían una biblioteca para los clientes habituales. Yo me alegré mucho de aquella noticia, había encontrado mi guarida en mi nuevo pueblo.
El sol ya se ponía y a penas eran las 6 de la tarde. Había comenzado a llover, y no me quedó mas remedio que volver de nuevo andando hasta mi casa, aunque tampoco estaba tan lejos. Llegué calada hasta los huesos, me desnudé y me envolví en una toalla mientras llenaba la bañera, puse música suave e incienso, alguna vela y espuma en el agua humeante. Mientras me daba el reconfortante baño y jugueteaba con mis pechos, recordé la mirada del chico de la tetería, y su melena en movimiento cuando se dio la vuelta, dándome la espalda y cerrando la puerta tras de si.
... Continuará...