El sueño de una noche verano (Versión pajillera)
Una noche calurosa, una chica compartiendo habitación con su hermano, y un descubrimiento.
A veces, ocurren cosas que marcan un antes y un después en tu vida. Y la que os voy a contar posiblemente sea la más importante de la mía.
Aquel verano acababa de cumplir dieciséis años y era una chica un poco pava. No salía apenas con chicos y el poco contacto con ellos se limitaba a un morreo bastante asquerosito con un compañero de clase el año anterior. Eso sí, en ese último año rara era la noche en la que antes de dormirme no enviaba a mi mano a bucear entre las piernas.
Mis padres habían alquilado el típico apartamento diminuto en el típico pueblo playero, con sus chiringuitos, sus aglomeraciones, sus chiringuitos, sus guiris, sus chiringuitos… En fin, que el apartamento sólo tenía dos habitaciones y un año más tendría que compartir cuarto con mi hermano David, que tiene tres años menos que yo. Nunca me había importado porque me llevo bien con él, pero ese año yo tenía nuevas aficiones y él llevaba una temporada con el carácter torcido, raro en él, porque hasta entonces había sido un cielo de niño.
El caso es que allí estaba yo, dando vueltas en la cama por tercera noche consecutiva, sin poder aliviarme del calor que desprendía la casa, y lo que es peor, del que desprendía mi entrepierna. La paja que me hacía en la ducha al volver de la playa estaba bien, pero no era lo mismo. Tocarse de noche es distinto, la cama, la escasez de ropa, ese semisueño tan rico que a veces incluso me vence antes de correrme, cuando el calentón no es importante.
Pero aquella noche lo era. Llevaba horas sin poder dormir. El murmullo de las terrazas del pueblo se había ido diluyendo y ahora el silencio sólo era perturbado de vez en cuando por el torpe y lejano grito de algún borracho. En la otra cama intuía a David durmiendo boca abajo, como solía hacer. Estaba como un tronco. Volví la mirada hacia el techo y en ese momento un pensamiento me sobresaltó como suelen hacer las cosas que nunca te esperas, las inconcebibles. Volví la mirada hacia él y confirmé que efectivamente, David dormía profundamente y tenía la cabeza girada hacia la pared. Nada me impedía hacerlo sin que se diera cuenta. Concretar ese pensamiento me produjo una descarga que fue directa hasta mi coño. Cerré las piernas de golpe y se me aceleró el pulso de tal manera que incluso temí que él pudiera despertarse por los latidos. Me llevé la mano al pecho para callarlo, y cuando me calmé no tuve que desviarme mucho. Volví a mirarle y posé las manos suavemente sobre mis tetas, sin mucha decisión, y al sentir el contacto de mis pezones la descarga volvió a bajar justo donde antes. Volví a cerrar las piernas pero esta vez frotando los muslos entre sí. Estaba tan excitada que me dio vergüenza.
¿Cómo podía estar haciendo “eso” delante de él, y encima mirándole? En mi casa no somos muy liberales. Nada de verse desnudos, ni cosas así. Desde que me hice mayor como mucho me habían visto alguna vez en ropa interior y últimamente ni eso. Cada ver era más pudorosa y a pesar del calor dormía con una camiseta hasta casi la rodilla y unas bragas discretísimas, por si la camiseta amanecía más arriba de lo debido. Por eso la situación aquella me destrozó los esquemas del decoro que hasta entonces, pajas aparte, mantenía cara al mundo.
Lo cierto es que mirarle no sólo me servía para asegurarme de que no me pillara, sino que descubrí que me excitaba. No puede aguantar más y deslicé una mano hacia mi sexo. La camiseta me impedía llegar a la zona con comodidad, así que alcé un poco el culo y me la subí hasta la cintura. Esperé un segundo para ver si se movía y sin dejar de mirarle posé mi mano sobre la tela de braga. A través de ella podía notar perfectamente el perfil de mi pubis, y algún pelito que atravesaba el tejido rozaba con la yema de mis dedos. Lo más curioso es que ya no sentía tanto a través de lo que me decía mi cuerpo, sino de lo que me decía mi cabeza, del hecho de estar acariciándome a su lado, a un metro escaso de él, de mezclar en un mismo momento su presencia y lo mojadas que tenía las bragas, cosa que hasta entonces no concebía ni como posibilidad.
Me estuve acariciando por encima un rato hasta que decidí meter la mano por un lateral. Doblé un poco la rodilla para facilitarme la tarea y… Dios mío, cuando me toqué no me lo podía creer. Estaba tan mojada que casi me meto un dedo sin querer. Sabía que podría correrme así en poco tiempo, pero estaba incómoda, y ya puestos, quería hacerlo bien. Me quedé unos segundos en silencio, analizando con detalle su respiración para intuir un posible despertar, y cuando estuve convencida no lo dudé. Volví a levantar el culo pero esta vez para quitarme las bragas. Fue una sensación extraña. Nunca me las había quitado delante de él. En realidad nunca me las había quitado delante de nadie, y descubrí que además de hacerlo, pensar en lo que hacía, verbalizarlo aunque sólo fuera dentro de mi cabeza me excitaba aún más. El roce de la tela contra mis muslos al quitármelas sonaba en toda la habitación, al tiempo que para mi repetía “me las estoy quitando” como si no acabara de creérmelo. En un gesto inconsciente de pudor me cubrí con la camiseta. El triángulo negro de mi pubis resaltaba muchísimo entre el blanco de mi piel, la sábana y la camiseta. Era como si toda la habitación mirara hacia allí. Durante un momento no supe que hacer con las bragas y las coloqué entre el colchón y la pared.
Fue volver a mirarle y mi mano se abalanzó de nuevo sobre el coño. Los dedos se deslizaban entre los labios con tanta facilidad que a veces me costaba acertar en el clítoris y quedarme en él. Seguía mirándole y de nuevo tenía la sensación de que me iba a correr demasiado rápido. Quería algo más, quería… estar desnuda. Me senté en la cama y me quedé pensativa, analizando las posibilidades. Volví a mirarle y me quité la camiseta despacio, en esta ocasión más por recrearme que por prudencia. Inmediatamente agarré la sábana que estaba retirada a los pies de la cama pero no me cubrí con ella. Me quedé así, sentada, desnuda, y desnuda me fui girando hacia él, maldiciendo el ruido del somier y rezando para que no se despertara. Ahora no, y no ya por la vergüenza que podría pasar, sino por cortar ese momento.
No quería moverme más por si acaso. Ya estaba como quería, frente a él, y me recosté contra la pared. La noté fría y algo áspera, lo que me hizo sentir aún más mi desnudez. Los pezones se me endurecieron de nuevo. Recogida con placer esa información, ni siquiera me pensé el siguiente paso. Me abrí de piernas y ya abandonado todo prejuicio comencé a masturbarme no ya sin dejar de mirarle, sino viéndole, observando con detenimiento su espalda, y cómo la sábana, aunque le cubría, dibujaba perfectamente la forma de su culo. Joder, pero si hasta ese día ni siquiera sabía que tuviera culo. Mientras mi cabeza seguía recreándose en la situación, la mano que me quedaba libre lo hacía con mis pechos, jugueteando con los pezones. Y justo en ese momento, ocurrió.
David se dio la vuelta. Me quise tapar tan deprisa que no acerté con la sábana hasta el tercer intento. Me tumbé y me cubrí sin querer mirarle. Dios, como me haya visto me muero de vergüenza. Después de un rato sin atreverme a dar señales de vida, deshice el ovillo en que me había convertido y le miré aprovechando la maraña de pelo que tenía sobre la cara. Vi que seguía dormido, y por un instante, una milésima de segundo apenas, entre todo el alivio que me inundó, reconocí la sensación de decepción. Esto me tuvo confundida un momento, pero enseguida borré esa idea de mi mente y decidí terminar lo que había empezado. Ahora podía ver, entre la penumbra anaranjada que ofrecían las farolas de la calle, su pecho, a medio hacer, y esa carita de ángel recién llegado a un mundo que no entendía, que le venía grande, con ese grano que tanto le jodía ver en el espejo. Tumbada de costado, casi boca abajo, con una pierna flexionada para dejar paso a la mano, me volví a masturbar, despacio, recorriendo mi piel con la otra mano, sin preocuparme de silenciar mi respiración, cada vez más profunda, hasta que me corrí, y aunque no lo necesitaba, emití un ligero gemido al llegar. No lo necesitaba, nunca gemía al tocarme, lo hice porque quería hacerlo.
Entonces, ya saciada, desvencijada sobre la cama, con el pelo todavía en la cara, como si acabara de sufrir la peor de las palizas, retomé esa sensación que había censurado minutos antes, y me di cuenta de que no era nueva, que era la misma que sentía cuando de pequeños, David y yo jugábamos y él me miraba de esa forma, así, con devoción, como si estuviera ante una aparición. Hacía poco que había cambiado esa mirada, que se había empezado a desviar hacia otras partes de mi cuerpo. Y con ella también cambió el carácter. Seguramente porque no supo entender ese cambio. Yo lo entendí ese día. Lo que él no sabía es que esa mirada, que viniendo de otros me solía cortar, cuando venía de él no sólo no me importaba, sino que me gustaba. Porque podía notar perfectamente que además de deseo, y curiosidad, y culpa, había algo más. Y se lo hice saber de la única manera que se me ocurrió, retiré la sábana hacia los pies, y me dormí.
Desde ese día, mi vida, y mi manera de verla, cambió.
Y la de él, también…