El sótano
El peligro de la muerte excita deseos inconfesables.
El bombardeo se intensificó; ahora los cimientos temblaron, chirriaron las paredes, y desde el otro lado del tragaluz roto llegaron los fogonazos, las vaharadas de polvo y el aullido de las sirenas. La ciudad se caía a trozos y el edificio también.
El contable ya no soportó más, ni el calor, ni el polvo, ni el hambre, ni esos aullidos horribles que anunciaban el final. Se tiró contra la puerta y arañó los bultos de la barricada, las sillas, las cajas de ladrillo roto, salió al mundo exterior y se perdió para siempre.
Los niños aguantaron en el rincón. El partisano seguía allí, él había prometido defenderlos. Y la señorita, la de las manos como de seda.
Temblaba como una hoja, de cansancio, y de hambre. Abrazaba con las piernas el cuerpo del hombre, y con los brazos le apretaba, al desconocido, y ansiaba su peso contra ella como si fuera el último abrazo, la única protección. Se notó con las piernas desnudas y frías cuando el vestido, hecho harapos, le resbaló hasta los muslos. En el rincón oscuro se dejó caer, sin notar las durezas de la caja de madera, los trastos mugrientos, nada. No sintió nada. La luz del exterior desdibujó sombras grotescas en la pared y el techo, y entonces, en ese momento, fue cuando agarró al partisano, lo tiró sobre su cuerpo y lo agarró para siempre.
Soltó un gemido animal, y su voz se diluyó en el polvo, y el brillo de los incendios. Los niños lloriquearon.
Se rindió a los temblores de su propio cuerpo, que no eran instinto ni eran nada, sólo sujetaba al hombre. El partisano no dijo ni una palabra. Apoyó sin querer su mejilla áspera contra la de ella, y la niña se abrazó más fuerte. En la pesadilla, aspiró su olor a tabaco, a sudor rancio. Hundió los labios en el cuello arrugado, lloró de placer al restregarse contra él, y otra vez aquel gemido, el ansia gutural de la carne, lo que quería sin querer nada en realidad. Las manos del hombre apartaron torpes la falda, primero con remordimiento, después se abandonó, y los dedos ásperos acariciaron la piel de sus piernas, el vello suave y la carne firme. Apretó con fuerza, sin miramientos, y el cuerpo frágil de la muchachita se arqueó hacia él.
El sonido de los aviones se ahogó con la explosión. La metralla golpeó el edificio de enfrente.
La muchacha hundió las uñas en el cuello del partisano, y de pronto él subió por su cuerpo y le apretó los pechos. Fue violento y horrible. La muchacha apretó contra sí las caderas del hombre, las carnes duras contra la barrera de ropa, su terror y su inocencia. Una vez le dijeron que ella iba a tener una boda preciosa, algún día. Viviría feliz y sin sentir asco por nada. Abrió los ojos. Más allá de sus lágrimas, las sombras y el humo vio la realidad del hombre, le magreaba las tetitas, su cuerpo intocable, y ella se frotaba contra él desesperada como una fulana, una vaca en celo. Y se odió por ello.
El partisano la iba a desvirgar. Se imaginaba el terror de ese momento y lo que pasaría después. Las chicas ya no se casan. Se preñan de desconocidos y mueren de hambre.
En la guerra
Rompió a llorar, por el miedo y el asco. Iba a morir, y el hombre también. De peste, de hambre y de desesperación. El dolor que iba a sentir dejó de importarle, y tampoco importaba si no sentía nada. Todo daba igual y por eso se restregaba aún con más fuerza, porque después todo iba a terminar y ya tenía ganas de ese final. Podía aceptarlo.
El hombre murmuró algo, se agitó sobre ella y se enderezó. Al apartarse, la muchachita dejó de notar su olor y volvió a temblar de frío. Se vio a sí misma, con las piernas muy abiertas y recostada bajo el cuerpo agotado del partisano. Él se abrió el pantalón y apareció el cuerpo bamboleante e hinchado del pene. La muchacha lo miró con ojos vacíos, sin reaccionar, y el hombre lo tapó con las manos, pero a ella no le molestó verlo, aunque tampoco le gustó. Se quedó quieta, indiferente, y él apresuró aquel momento, porque era la última humanidad que le quedaba. Le quitó las bragas y volvió con aquel primer abrazo, y entonces por primera vez la besó.
Fue un beso sin vida. La muchachita dejó de temblar, y de pronto el tiempo empezó a pasar más despacio. Entre el humo y los gritos pudo oír su propia respiración, los jadeos del partisano y los lloriqueos de los niños. Cerró los ojos al notar la primera embestida. Entre sus piernas abiertas y frías fue penetrada sin remedio, su propia carne despertó en el roce violento y húmedo. Se arqueó contra el hombre, había soltado un grito sin quererlo, y sintió calor dentro de ella, palpitante, doloroso, cada vez más, y entonces arañó, gimió un sollozo entrecortado, casi con desesperación. El calor la quemó un instante, el hombre se apoyó contra ella y la atrapó.
Sólo pudo oír a los niños. Seguían allí. El dolor le paralizó las piernas mientras seguía recibiendo en sus entrañas las embestidas del hombre. Ahora él se había incorporado y la miraba a los ojos, y ella se agitaba presa del instinto. Sintió las humedades resbalando por su vagina y su vello húmedo contra el calor del extraño. Ya no había dolor, solo ansia. Devoraba el pene con las carnes, y su garganta seca bebía el sudor en el cuello del hombre. Los dos estaban igual de sucios y hambrientos, no iba a engañarse. En aquel sótano reconoció la verdad, lo único que le quedaba era la podredumbre, el olor a polvo y jugos del deseo que se metían en su nariz y la hacían moverse más y más rápido. Sus caderas blancas y frágiles se rindieron a la violencia, y el hombre empujó con más fuerza, la obligó a moverse a su ritmo. Los niños debían de ignorarlos, como si fueran dos animales de corral ajenos al mundo exterior. Pero lo cierto es que también eran ajenos a sí mismos, el hombre y la muchacha se agitaban por separado, chocando sus carnes con violencia pero sin prestarse atención, sin pensar en nada.
Ella gimió agotada, inmóvil. El partisano lanzó un pequeño aullido de victoria cuando las carnes de ella se contrajeron y apretaron el pene en un orgasmo silencioso. Aún empujó y forcejeó con la vagina irritada de la muchacha, y eyaculó lentamente mientras salía de su cuerpo, ya sin sentir nada. Ella se incorporó deprisa, apretando las manos contra su entrepierna mojada, sin saber por qué. Se tapó como pudo y cerró los ojos. El hombre se dejó caer contra la pared, aún con los ojos puestos en ella.
El bombardeo había pasado, ahora un olor a ceniza y carne quemada llegó por el tragaluz, y los gritos de alguien.
La muchacha empezó a toser. Aún tardaría en morir.