El sorteo (I)
Me follé a la mujer de uno de mis mejores amigos. No fue premeditado; fue un juego en el que ella se involucró con pasión; un sorteo que supuso una especie de intercambio de parejas.
No fue idea mía. La propuso Jaime medio en broma, medio en serio. La primera sorpresa fue que las chicas, nuestras esposas, se echaron a reír y nos lanzaron el reto.
- No hay huevos.
Jorge y Eduardo aceptaron. Pensaban que todo quedaría en una broma. Lo mismo que pensaron las chicas. Yo no me lo acababa de creer y tampoco confiaba en que llegásemos hasta el final. Sólo Gema puso cara de asco, pero aceptó con algunas condiciones y creyendo, como todos los demás, que nunca se llevaría a cabo.
- A mi no me toca ni mi marido, así que no penséis que yo me voy a dejar manosear por nadie. ¡Qué asco!
El caso es que tres meses más tarde estábamos a casi setecientos kilómetros de Madrid, en un hotel de Rosas, sacando el papelito que decidía en que habitación nos tocaba pasar la noche a los hombres. Habíamos llegado hasta allí creyendo que alguien se echaría atrás a última hora y se acabaría el juego. Yo era el segundo en sacar la bola. Nuestras esposas ya estaban alojadas. Sí, el juego consistía en pasar dos noches con una mujer que no fuese la nuestra. O que ellas pasasen la noche con un hombre que no era su marido. Algo así como un intercambio de parejas. Tres condiciones: mantener en secreto con quién se había pasado la noche, no preguntar sobre la identidad, no podía ser con la propia esposa, ni repetir con la misma mujer. Lo que sucediese dentro de cada habitación era cosa de la pareja que allí pasaba la noche. De nadie más.
Jaime le había tirado los tejos a Daniela, mi esposa, entre bromas y juegos en muchas ocasiones. Había hecho algo muy parecido con Ana y Julia, las parejas de Felipe y José, respectivamente. Mis ojos se iban siempre hacia Julia. Hacía tiempo que la tenía en mi punto de mira, pero ella era muy esquiva con todos, especialmente con Felipe, su marido. El pobre sufría continuos desplantes, pero seguía perdidamente enamorado de ella. A Julia le daba asco todo lo relacionado con el sexo. Eso decía, aunque se maquillaba y se vestía como si estuviese permanentemente buscando una presa. Aquel juego iba a ser mi única oportunidad de acercarme a ella, pero mi sueño estaba en manos de la suerte. Ana me parecía inalcanzable incluso en un sorteo. Era delgada, un poco más alta que las demás, las tetas pequeñas puntiagudas los pezones siempre erectos. Le gustaba ir sin sostén para presumir de sus tetas. Además tenía un culo perfecto. Sus nalgas se levantaban solas y desafiantes. Sus muslos se arqueaban ligeramente en su interior para destacar el arco prominente de su pubis. Un sueño imposible al que yo renuncié desde el primer momento.
La primera noche me tocó la habitación 328. La puerta quedó entornada cuando su ocupante la abrió al escuchar mis golpes con los nudillos. Esperé un minuto antes de entrar, según las normas del juego. El corazón me palpitaba agitado. La habitación estaba en penumbra. Sólo la luz de la terraza se colaba por la rendija de la cortina.
Me tumbé desnudo en la cama. El rechazo formaba también parte del juego; y se permitía la persuasión para alcanzar el objetivo. Fue una concesión que se hizo a Julia para lograr su participación. En cualquier caso, la seducción también era uno de los retos del juego. A ver quién se atrevía con Julia.
Intenté adivinar la identidad de la hembra que yacía a mi lado. Aspiré su fragancia e intenté reconocer su silueta en la penumbra. Imposible. Acaricié su cabello. No me rechazó. Lo tenía liso, media melena. Menos Julia, podía ser cualquier otra.
Me aproximé. Me daba la espalda y respiraba con tranquilidad. Acaricié su hombro y su brazo. No se inmutó. La besé en el cuello y suspiró. Reconocí con mi mano su figura. Sus caderas anchas y sus muslos voluminosos me dieron las pistas suficientes. Aquel torso delgado que tenía a mi lado, sus caderas anchas y sus nalgas voluminosas correspondían a la pequeña Marta, la mujer de Jaime. Compartía con ella gustos literarios y musicales, y coincidíamos en otras muchas apreciaciones personales. En algunas ocasiones había notado su proximidad casi provocadora mientras paseábamos, pero nunca hubo ninguna referencia al sexo o a los atractivos físicos. Las otras chicas murmuraban cuando nos veían distanciarnos de los demás, enfrascados en nuestras charlas sobre literatura o música. En raras ocasiones la había mirado como mujer, como pareja sexual, pero esa noche estaba excitado con el juego y pensaba follar con quien fuese. Hubiese preferido a la voluminosa Julia o al culo respingón de Ana, pero aprovecharía lo que el destino me regalaba. Marta también tenía sus encantos.
Besé su cuello y mordisqueé el lóbulo de su oreja. Froté mi erección en sus glúteos voluminosos y suaves. Giré su cara y besé sus labios; los saboreé; los lamí con mi lengua hasta que asomó la suya y ambas se envolvieron la una con la otra. Los pezones de sus tetas pequeñas reaccionaron desafiantes a mis caricias. Sus gemidos me decían que le gustaba. Pasé la palma de mi mano por su estómago y su vientre suavemente. Giró el torso para facilitarme las caricias. Sus caderas iniciaron un leve movimiento presionando sobre mi polla. Bajé hasta su pubis. Introduje mi dedos en su braguita. Los enredé en el vello. Se deshizo de su minúscula prenda con una agilidad inusitada. Mi mano aprisionó sus labios mayores y los amasé hasta notar la humedad que manaba de sus entrañas. Cogí sus labios menores y los dos pétalos se abrieron dejando escapar el rocío de su interior. Estaba empapada.
Seguía morreándola. Unas veces con mucha dulzura y otras con violencia, metiendo la lengua hasta su garganta. Ella respondía con la misma contundencia. Me agarraba la nuca y me apretaba contra su boca. Me mordisqueaba los labios y jadeaba.
Recorrí el interior de sus muslos con mi mano. Era como tocar un paño de seda o de terciopelo, cálidos y tersos. Se abría de piernas invitándome a palpar de nuevo su sexo. Tras merodear unos minutos por sus ingles, atrapé su coño con mi mano de nuevo. Deslicé mi dedo corazón hasta la entrada de su culo. Busqué el flujo que manaba de su vagina. Lo utilicé para lubricar su ano e introducir el dedo.
- No. Por ahí no. Por favor. – Me suplicó.
No hice caso a su súplica. Sólo retiré el dedo tras comprobar que entraba sin resistencia. Pasé mi mano por la hendidura de su coño, empapada, y la puse sobre el clítoris. Sus espasmos se repetían con cada caricia. Sus caderas se contoneaban buscando que mis dedos coincidieran con la entrada de su chocha. Introduje dos dedos y su pelvis se movió pidiendo más.
Nuestros labios apenas se separaban unos segundos y nuestras lenguas no cesaban de danzar la una alrededor de la otra.
- Jamás pensé que tendría una oportunidad como esta – le susurré.
- Nunca pensé que yo me atrevería. Nunca creí que nos dejásemos llevar por esta locura, pero Carpe Diem-
Le dije que había soñado muchas veces con situarme entre sus piernas; colocarme por detrás entre sus nalgas voluminosas; estrujar sus tetas; y penetrar su culo. Mentí.
Mis palabras surtieron efecto. Se excitó aún más. Besé sus tetas. Las cubrí de besos desde las axilas. Mordisqueé sus pezones mientras frotaba el clítoris. Tuvo su primer orgasmo, acompañado de gritos apagados y convulsiones. Cuando se relajó, la besé el estómago y la leve y prominente tripita, antes de llegar al pubis. Chupé su vello y a continuación sus labios mayores, y pasé mi lengua por ellos hasta encontrar el ano y presionarlo con mi lengua. Regresé a la chocha. Chupé los labios menores que sobresalían de los mayores como dos pétalos lánguidos, gruesos y empapados.
Ella gemía y suspiraba; jadeaba y se convulsionaba; contenía los gritos de placer cuando mi lengua se concentraba sobre su clítoris. Sus movimientos se aceleraron cuando introduje dos dedos en su vagina. La zona superior de la cavidad húmeda y viscosa se inflamó notablemente. Aumentó el ritmo de sus movimientos. Con mi cabeza atrapada entre sus muslos apenas podía oír algunos balbuceos. Creí que mis tímpanos reventarían por la presión de sus piernas cuando llegó un orgasmo intenso que no tenía fin. Me hacía daño en el cuello con sus convulsiones, pero apretaba mi cabeza contra su sexo con ambas manos. Los movimientos de su vientre levantaban sus voluminosas nalgas de la cama y caían pesadas sobre las sábanas.
Cuando pude levantar la cabeza, contemplé en la penumbra sus dos manos espachurrando sus tetas con rabia. Mi cara estaba empapada con los flujos de su coño. No fue obstáculo para que nos besáramos de nuevo. Me tumbé sobre ella. Sentí mi capullo deslizarse en su interior con mucha facilidad. Estaba completamente abierta. Lo saqué y lo metí varias veces. Marta emitía un leve quejido cada vez que lo sacaba. Movía su pelvis buscando de nuevo mi polla. Frotaba mi capullo con la parte superior de su vagina, la que dicen que es el punto G. Movía sus caderas y gemía pidiendo más polla. Se la metí toda. Follamos con suavidad, con ternura, a un ritmo lento, casi imperceptible y sin dejar de besarnos. Sus manos acariciaban mi espalda y mis costados; se apoderaban de mi cintura y de mis glúteos. Al meterla toda, rozaba alguna zona que le provocaba verdaderos espasmos, A veces se movía para incrementar el ritmo ligeramente y poco después volvía al reposo. Luego me pedía que la metiese hasta el fondo y allí la dejé; apretando, moviéndola para rozar con el capullo la zona que provocaba los gemidos. Empezó a sollozar.
- Me estoy corriendo otra vez; es un orgasmo muy fuerte; que me llega desde la cabeza a los pies. Creo que voy a morir de gusto – Susurró apretando los dientes y clavándome las uñas en la espalda.
Aceleré el ritmo tenuemente y su orgasmo se intensificó. Gimoteaba y sollozaba al mismo tiempo. Me insultaba y me daba las gracias al mismo tiempo en un delirio que parecía no tener fin. Hice un gran esfuerzo para no soltar mi lechaza en sus entrañas aprovechando aquel momento tan dulce. Poco a poco fue disminuyendo el ritmo de sus caderas, pero continuaba con mi polla en las profundidades.
Se relajó con un beso que nuestras lenguas hicieron abrasador. El deseo se mantenía vivo entre nuestros cuerpos. Finalmente, giró la cabeza y suspiró profundamente.
- Estoy extenuada. Necesito dormir un poco.
La ayudé a girarse hasta quedar bocabajo después de sacar mi polla dura poco a poco. la coloqué entre las suaves y enormes nalgas. Moví las caderas buscando con la polla la entrada de su culo. La insistencia de mis suaves embestidas vencieron la resistencia inicial y el estrecho agujero empezó a ceder. Mis labios besaban su nuca y sus hombros. Se estremecía con cada beso. Apreté un poco más y mi capullo se abrió camino hacia su interior. Emitió un leve quejido, pero yo continué empujando suavemente hasta que atravesé la frontera del esfínter. Me quedé quieto unos segundos para que su culo se adaptase. Cuando se relajó empecé a mover mis caderas suavemente hasta que se la metí toda. Sacaba el capullo hasta colocarlo en el esfínter y oír un inapreciable gimoteo. Y volvía a meterla hasta el fondo. Siempre con suavidad.
- ¿Te duele? – le pregunté en una ocasión.
- Sí, un poco. Córrete pronto, por favor.
Aceleré las embestidas. Ahora la sacaba completamente y se la metía con menos miramientos. Entraba y salía sin dificultad. Ella seguía quejándose. Continué metiéndola y sacándola cada vez más enérgicamente. El placer se incrementaba cada vez que cruzaba aquella estrechez. Me detuve en varias ocasiones para controlar la eyaculación. El culo de Marta me daba mucho gusto, demasiado gusto para consumirlo en unos segundos. Hasta que sentí la fuerza de la lechaza concentrada en la punta de mi polla. Coloqué el capullo en el esfínter y lo deslicé adentro y afuera sintiendo su presión. El placer se hizo insoportable. Un potente y abundante chorro de leche me liberó de la deliciosa opresión. Escuché sus sollozos pero apreté con fuerza y con rabia para meterla profundamente. De mi garganta salieron sonidos ininteligibles que me ayudaban a multiplicar el gusto que encontraba en aquel culo rodeado de nalgas voluminosas, mullidas, suaves y calientes.
Caí sin fuerzas sobre su pequeño cuerpo al expulsar la última gota. Ambos estábamos exhaustos. Unos segundos más tarde, me dejé caer hacia mi lado de la cama y su cuerpo se giró acompasado con el mío. Inconscientemente, nuestros labios volvieron a unirse ahora en un roce suave y dulce de amantes. Amasé y exprimí sus pequeños pechos. El roce de los pezones la agitó nuevamente. Así me quedé dormido.
La luz del día penetraba por la rendija de la cortina amenazando con desvelar nuestro rubor. La magia de la noche se había desvanecido y la realidad podría mostrarnos la crueldad de nuestro juego.
- Antes de marcharme me gustaría satisfacer una de mis fantasías más recurrentes. – Le dije tras darle los buenos días y mirar el reloj para comprobar que me quedaban menos cuarenta y cinco minutos. Los hombres teníamos que estar a las nueve y media en el comedor.
- ¿No has tenido suficiente? Has hecho conmigo lo que has querido.
- Sólo me gustaría poder contemplar durante unos segundos la hermosura de tu chocha. Ver cómo mi polla penetra a través de esa hendidura y desaparece en tu interior. Tápate la cara para cumplir con las normas del juego y no vernos en ningún momento.
Abrí las cortinas y me coloqué de rodillas ante sus piernas abiertas. Sus rodillas levantadas y sus piernas encogidas me mostraban su coño y su culo. Tenía ante mí el triángulo de su pubis cubierto de vello. El clítoris asomaba tímidamente entre los labios mayores. Los labios menores emergían entre los mayores como dos pétalos marchitos. Los abrí con mis dedos y ante mi se ofreció la entrada brillante y rosada a la vagina de Marta. Froté mi capullo con el flujo que empapaba la raja y empujé suavemente. Mi polla desapareció en su interior. Sus piernas abrazaron mi cintura y embestí media docena de veces mientras besaba sus pezones. Se me puso muy dura. Ella notó esa erección y apretó mi polla con su coño. Se me escaparon algunas gotas, pero no había tiempo para una nueva sesión.
Me hubiese gustado ver su mirada en ese instante.
Media hora más tarde, me sentaba a la mesa con mis amigos para desayunar. Prohibido hacer ningún comentario sobre lo ocurrido la noche anterior. Nos miramos todos serenamente. En el fondo, nos quemaba la incertidumbre de saber quién había dormido con quién aquella noche. El secreto formaba parte del juego.
Cinco minutos más tarde llegaron ellas y se colocaron en la mesa de al lado. Nos dieron los buenos días con una sonrisa. Hubo cruces de miradas, cada cual con su respectiva esposa y con la amante nocturna. No hubo tiempo para observar a los demás, aunque Daniela ponía sus ojos en otro cuando yo la miré.
Aquella mañana recorrimos el kilómetro de playa que nos separaba del casco urbano. Siempre los mismos grupos: Jaime, Felipe y José hablando de fútbol, probablemente; Daniela, Ana y Julia, con sus modas, decoraciones y famosas; Marta y yo a lo nuestro.
- ¿Has leído el último de Millás?
- No. Este año me he liado con El lobo estepario, Cien años de soledad, y Madame Bovary. Y ahora estoy con El Quijote.
- Buena cosecha.