El Sombrero del Destino
Yo, Aront, era un tranquilo barquero en el río rojo, pero eso fue hace tiempo. Ahora soy un guerrero que, con sus hombres, voy a asaltar la Torre Solitaria, buscando el Sombrero del Destino. Y todo por la bella Isel, mi hechicera. (Relato para Caronte)
El Sombrero del Destino
Yo, Aront, era un tranquilo barquero en el río rojo, pero eso fue hace tiempo. Ahora soy un guerrero que, con sus hombres, voy a asaltar la Torre Solitaria, buscando el Sombrero del Destino. Y todo por la bella Isel, mi hechicera. Ella me lanzó a esta alocada búsqueda, y no puedo hacer otra cosa porque al final la encontraré también a ella. Antes del ataque, como siempre en que entrábamos en acción, volví a revivir el momento en que fui embrujado.
Yo cruzaba con mi balsa a los viajeros, y me ganaba bien el sustento en aquellos oscuros días. Protegido por mi Gremio y por la costumbre, ser barquero en los distintos ríos que atravesaban el vasto continente meridional era realmente una buena forma de vivir, pues con la caída del Reino Blanco, muchos puentes habían resultado destruidos pero los caminos seguían siendo transitados.
Aquel día primaveral, una hermosa y joven dama, llevando un caballo de las riendas se plantó delante de mí.
–Necesito pasar a la otra orilla –dijo la mujer. Yo, que no la había visto llegar, le eché una larga mirada. Y lo que vi me gustó.
–Ya sabes el precio –comenté, el Gremio fijaba las tarifas, y todo el mundo sabía cuanto se cobraba y que se hacía por adelantado.
–No tengo la moneda, pero puedo pagarte de otra forma –dijo la joven con la mirada fija en mí. La protesta que iba a pronunciar murió apenas pensada ¿soborno? No es que fuera infrecuente, por lo que sabía, se habían dado casos, pero a mí no me había pasado nunca. Bien mirada, la dama podría conseguir cualquier cosa que deseara; hermosa era, buen tipo se adivinaba bajo la ropa, y además esa mirada.
–¿Qué me ofreces? –inquirí haciéndome el inocente.
–Me ofrezco a mí misma, mi cuerpo puede ser tuyo.
Yo volví a mirarla con detenimiento, no muy alta, una larga túnica que no lograba disimular las curvas. El largo pelo recogido en una trenza dejaba enmarcado un bonito rostro y un cuello apetecible. En conjunto, la dama transmitía sensualidad y una promesa de placer. No lo dudé.
–Lo acepto como pago, ven –dije señalando la cabaña al lado del embarcadero.
–No, aquí no, cuando pasemos –la mirada de la chica fue definitiva, comprendí que se entregaría solo tras cruzar el río, así que me encogí de hombros; el viaje sería cobrado, si no antes entonces después.
–Embarca pues, que nos vamos.
La hermosa y misteriosa dama subió a la balsa, con un bastón, el caballo y una bolsa de viaje como único equipaje. Yo empuñé la pértiga e impulsé la balsa hacia el río. Con la pericia de años y el conocimiento de aquella parte del histórico río, rápidamente nos encontramos en medio del río. Aunque preocupado por guiar correctamente la embarcación, vi por el rabillo del ojo que la desconocida me observaba con atención.
En la otra orilla no tenía ninguna cabaña pero sí que había un pequeño bosque denso. Allí me dirigí seguido de la hermosa joven, el caballo quedó atado a un árbol. Una vez en el bosque, me giré y encaré a la mujer.
–Desnúdate –ordené.
–Espera, la cosa no es así –dijo la mujer acercándose.
Entonces conocí otra faceta de la misteriosa dama: ella siempre llevaba la iniciativa, o mandaba, que es igual. Pero no me importó demasiado en ese momento.
Para empezar, asió mi verga por la ropa, mientras depositaba un lascivo beso en mi boca. Yo no salía de mi asombro cuando la hábil mano de ella logró la plena erección del miembro solo con pellizcárselo. En dos latidos, separó la boca, soltó la polla, asió mi camisola y, de un rápido movimiento, dejó al aire mi torso. Otros dos latidos, y me vi completamente desnudo, con la polla elevada al cielo y deseosa de recibir las atenciones de la joven y vestida dama.
Ella se agachó, rodilla en tierra, entreabrió la boca y desde el glande hasta la base, fue introduciendo toda la verga. No era la primera vez que me chupaban la polla, pero el arte de aquella desconocida me dejó desconcertado. Apretando lo justo, y en los momentos adecuados, el vaivén de meter y sacar la polla de la boca se convirtió para mí en lo más parecido a follar un coño estrecho. Y la sensación de plenitud se elevó hasta mi cabeza.
No obstante, la dama no me permitió correrme. Cuando estaba a punto, paró y se sacó la polla de la boca, dejándome un tanto frustrado. La sensación duró lo que tardó ella en acometer de nuevo la polla, con una técnica si acaso mejor, pues la presión de la boca sobre el miembro variaba en función de cómo estaba de introducido en la boca. De nuevo, cuando estaba a punto de alcanzar el orgasmo, ella volvió a parar. No hubo una tercera.
La mujer hizo que me tumbara en la hierba, boca arriba, con la polla anhelante. Con un movimiento rápido se quedó desnuda. Mientras me regodeaba en la visión de su perfecto cuerpo, ella se quitó el lazo que sujetaba la trenza y dejó libre el rubio cabello. Casi creí ver un rayo de luz cuando ella ondeó la cabeza para liberar el pelo. Acto seguido, situó un pie a cada lado de mis caderas, se agachó, apuntó el glande en la entrada de su sexo y se dejó empalar.
Casi me corrí de la impresión de aquel cuerpo tan perfecto siendo penetrado por mi polla. Logré asir a la dama por la cintura antes de que ella iniciara su vaivén sobre el falo. De nuevo, la dama dominaba una técnica que ni siquiera sabía que existiera. Usando sus músculos, la dama apretaba la polla cuando se movía, en los momentos cruciales. Una y otra vez, subiendo y bajando. Y de nuevo se movía, con esa técnica que me llevaba a la cima; pero cuando estaba a punto de alcanzar la cumbre, ella se paraba, esperaba un instante y luego reiniciaba el movimiento.
Tres o cuatro veces paró. Yo estaba en el borde del precipicio, deseando librarme al gozo sublime. Al cabo, noté que ella no paraba, mi excitación era tan elevada, que nunca había experimentado tal deseo de correrme.
–¡Dame tu orgasmo! –pidió ella–. ¡Dámelo!
–Es todo tuyo –grité mientras me corría.
Ella no paró aunque sintiera que soltara chorros de semen en su interior. Seguía moviéndose sobre la polla y yo chillaba de placer al correrme en un orgasmo sin fin. Unos cuantos latidos después de que yo empezara, ella alcanzó su orgasmo. Mirando a lo alto, mostrándome su perfecto cuerpo, se corrió jadeando en un lenguaje desconocido. Pero seguía moviéndose.
Tal fue el tiempo que estuvo moviéndose, que a mí el orgasmo duró incontables minutos, en los que trataba de separarme de la mujer, pero ella no se dejaba, concentrada en su propio orgasmo.
–¿Quien eres? –logré articular antes de desmayarme.
–Soy Isel, y tu serás el poderoso caballero Aront que encontrará el Sombrero del Destino –dijo ella, en ese instante, me desmayé.
Cuando desperté me acordé de las palabras de la mujer. Me erguí llamándola, pero no obtuve respuesta.
–¡Isel! ¡Isel! ¿Donde estás? –grité varias veces.
Terminé de levantarme. A un lado estaban mis ropas, miré en todas direcciones, pero no la vi. Junto a las ropas había una espada que refulgía. Me vestí con rapidez, tomé la espada y fui a la orilla. El caballo seguía amarrado al árbol, pero no se veía ni su bolso de viaje ni a ella. Desconcertado, así la espada, que súbitamente pareció tener vida propia, o eso o que mi brazo la controlaba perfectamente pese a que nunca había empuñado un arma así, algo había cambiado en mí.
–¿Quien eres, Isel? –grité la pregunta, porque algo no parecía ir bien. La espada era como la extensión natural de mi brazo, y yo no era espadachín sino barquero, y constantemente acudía a mi mente el Sombrero del Destino–. ¿Qué me has hecho?
Totalmente confuso, resolví regresar a la otra orilla y dirigirme al pueblo, a preguntar al anciano Artodec, pues la sabiduría del venerable guerrero era muy conocida en el entorno.
Monté al caballo de Isel en la balsa y bogué al embarcadero de la orilla donde me crucé con la extraña, donde amarré la balsa y monté en el equino para dirigirme al cercano pueblo en busca de la opinión del sabio. Lo encontré como siempre, en la puerta de su casa, fumando en una gran pipa y viendo pasar el tiempo.
–Venerable Artodec, tengo que contarle algo.
–¿De qué se trata, Aront?
Le conté todo el episodio con Isel, sin ahorrarme nada. Cuando acabé le enseñé la espada al anciano, este la cogió y, dando una gran calada a la pipa, se quedó un rato pensativo y luego habló.
«Hace más de trescientos años, un gran ejército, formado por todas las criaturas buenas de este mundo, unidas en una Gran Alianza, venció a las fuerzas del mal, y fruto de esa victoria fue la paz de la que disfrutamos hasta hace cincuenta años. Los objetos del poder del malvado Rey Negro, un poderoso hechicero, pasaron a las manos de los grandes reyes, que hicieron buen uso de ellos. Pero las fuerzas del mal, aunque derrotadas, nunca fueron eliminadas.
Hace cincuenta años, cuando yo era joven, la paz se vio en peligro. Aprovechando la debilidad del Rey del momento, y el olvido de los dioses, un malvado hechicero oscuro robó los objetos y asesinó al monarca. Ese brujo fue capturado y muerto sin haber revelado el paradero de los objetos. Los tiempos posteriores han sido oscuros, la paz se ha quebrado y nuevamente fuerzas del mal y criaturas oscuras campan por el continente meridional; la magia, otrora poderosa en manos de los magos y hechiceras, que se servían de ella para hacer el bien se ha vuelto descontrolada, casi todos los seres mágicos o no la controlan, o solo lo hacen parcialmente. Y los reyes que sucedieron al asesinado no han sido capaces de restablecer la paz.
Las consecuencias de todo eso ya las conoces: caminos inseguros, hordas de seres inmundos recorren el continente, nadie está a salvo.
Y ahora vienes tú, con uno de los objetos del poder: la Espada Luminosa, y me dices que una mujer te la dejó después de follar con ella y desmayarte. Y que, además, te ha dejado una misión: localizar otro de los objetos del poder, el Sombrero del Destino.»
El anciano se calló; parecía pensar, por lo que opté por callar y esperar a que continuara.
«Pienso que tu Isel es una hechicera, y además poderosa. Pero también lo es del bien, y debe ser de los pocos seres mágicos que controlan la Magia y sus poderes. Has tenido suerte, porque otra hechicera que no controlara la Magia y habrías muerto.
Eso sí, te ha dado un poder, seguramente lanzó un hechizo mientras follabais; te ha convertido en el Guerrero de la Espada Luminosa, y te ha dado una misión. Seguramente pensarás que puedes olvidarla y quedarte siendo quien eres, pero no es así. Tienes una misión y deberás cumplirla, no cabe otra opción, y triunfar o perecer en ella. Además presiento que tu bella hechicera estará cerca cuando la necesites y, si triunfas, la tendrás a tu lado.
Habrás de emprender el camino, te sugiero que no lo hagas solo. El caballo y la espada te guiarán por el continente hasta donde se oculta el Sombrero. Te prevengo que existen muchos peligros en esa búsqueda, pero también una gran recompensa y, sobre todo, en tus manos estará el futuro de estas tierras.»
Después de hablar, el anciano me devolvió la espada, que la blandí con brazo experto, y se calló. Entendí que no tenía nada más que decir, así que me despedí y fue a mi casa a preparar la partida.
Esto pasó hace casi un año, pero me parece que fue hace un rato, de lo vívido que tenía todo el recuerdo.
La Torre Solitaria parecía ser fiel a su nombre, pero no era así. Llevábamos un par de días vigilándola y habíamos podido vislumbrar unos cuantos defensores, Orcor. Pero no serían solo las criaturas oscuras visibles las que defenderían la Torre, algo en el ambiente nos hacía pensar que había otras defensas. Eri, mi lugarteniente, era algo sensible a la Magia, y aseguraba que había algún ser mágico dentro, y seguramente oscuro.
Pero seguro de mi mágica Espada Luminosa, no me preocupaba si existía o no un ser de magia oscura. Además, después los éxitos anteriores, no me cabía duda que alguien nos ayudaba, y casi estaba seguro de quien era, alguien que solo vi una vez hasta el momento.
Largo tiempo había pasado desde que hablé con el venerable Artodec, antes de irme de mi pueblo, les pedí a mis dos mejores amigos, Zor y Eri, que me acompañaran. Por supuesto les conté todo lo que había pasado y lo que iba a emprender, el bueno de Zor se entusiasmó como siempre hace con todo, Eri tampoco puso reparos, se ve que la vida en el pueblo no les acababa de gustar y querían aventura; a fe que la tuvimos.
Hasta llegar a la falda del Monte Olvidado, donde está la Torre Solitaria, tuvimos que buscar alguna pista del dichoso sombrero. Preguntamos un poco, el caballo de Isel nos llevó al norte, y encontramos a Z, el misterioso adivino, antaño poderoso hechicero y que hoy, perdida la Magia, solo conservaba su sabiduría y su visión del futuro.
Él nos señaló que los objetos del poder del rey robados eran: la Espada Luminosa, que obraba en mi poder, y capaz de vencer a cuantos enemigos osaran enfrentar; el Sombrero del Destino, con el poder de dar a su propietario una inteligencia y sagacidad únicas; la Cota Irisada, que confería al que la portaba una invulnerabilidad del cuerpo; las Botas Veloces, calzado con ellas, cualquiera podía viajar incansable; la Capa de Invisibilidad, cuyo poder es obvio; y el Escudo Protector, elemento defensivo completo.
Tras el robo, el maligno mago los había dispersado antes de ser capturado, y no dejó más que pistas vagas. Nos las dio todas y nos deseó suerte, pues como Artodec, el viejo brujo también pareció poner esperanza para el mundo en la búsqueda que íbamos a realizar; algo me decía que tras el primer objeto habríamos de seguir buscando.
La Torre Solitaria es una torre rodeada por un pequeño muro. Parece una torre vigía, pero se apreciaba que era sólida, probablemente construida en los antiguos tiempos y señalada por el transcurso del tiempo en sus envejecidas piedras. Nuestro pequeño grupo estaba compuesto por media docena de seres.
Axel, el bello elfo, señaló una de las ventanas de la torre. En ella podíamos divisar una sala levemente iluminada, seguramente por un fuego del que se veía el humo por encima de las almenas.
–Puedo subir por la pared de la torre y entrar en ella por aquella ventana. Luego tiraré una escala de cuerda y subís todos. Seguramente podremos hacernos con la torre desde arriba.
–Y cogeremos a todos los defensores desprevenidos –añadió Zor.
–Me parece buen plan –dije yo–. Pero haremos dos grupos, uno entrará por esa ventana y el otro atacará la puerta, así separaremos a los orcos que no sabrán qué ataque responder y nos haremos con la torre en poco tiempo.
–¿Quien formará el grupo de escalada? –preguntó el mediano Mahi.
–Creo que tienen que ser los más ligeros. Axel que trepará, y luego tú y Lía –comenté señalando a cada uno–. Zor, Eri y yo os daremos tiempo para que entréis y luego atacaremos la puerta.
El plan parecía ambicioso y arriesgado, pues no sabíamos la disposición interior de la torre y, por otra parte, la puerta podría ser más fuerte de lo que pensaba. Tenía lagunas, todos lo sabíamos, pero era lo único que podíamos hacer.
Esperamos a la noche. A la hora convenida nos separamos los dos grupos. Axel, Mahi y Lía se acercaron a la torre desde el norte. Se situaron junto al muro, invisibles para los vigías de lo alto. Nosotros nos acercamos desde el sur, por la parte de la puerta y esperamos.
Axel, con la habilidad propia de los de su raza, señores de los acantilados del oeste, fue trepando por el muro, sin hacer ningún ruido, hasta que alcanzó la ventana. Desapareció dentro y se escuchó un leve rumor de caída. Luego la cuerda que llevaba descendió por el muro. Mahi y Lía treparon por ella. Cuando advertimos que desaparecían en el interior, lanzamos nuestro ataque.
Zor se ocupó de las bisagras de la derecha, y Eri de las correspondientes a la izquierda. Les pusieron esa mezcla que los enanos utilizan para hacer saltar la piedra en sus minas, una cuerda empapada en el líquido que las llanuras del sur produce y que utilizamos para las lámparas bastó para que, una vez encendidas, nos retiráramos un poco.
Sendas explosiones sacudieron las puertas que, despojadas de sus bisagras, cayeron con estrépito hacia fuera de la torre. De inmediato fuimos hacia el hueco que antes tapara la puerta con las espadas desenvainadas. Tras la señal que fue la doble explosión, en el interior de la torre se escuchó el combate que libraban nuestros amigos.
Una patrulla de seis orcos salieron a nuestro encuentro, nos lanzamos espadas en mano a por ellos, que se dividieron para enfrentarnos. Aunque mi espada era más poderosa y yo estaba concentrado en la lucha con dos enemigos, pude ver por el rabillo del ojo como Zor caía y Eri se batía como podía. Cuando me libré de mis adversarios, que no eran rivales para mi Espada Luminosa, y me volví a ayudar a mis amigos, pude ver que ambos habían caído, no sin antes acabar con tres rivales. El último cayó ante mi arma.
No tuve tiempo más que para comprobar que las heridas de mis compañeros no eran vitales, pues otros tres enemigos bajaban por las escaleras. Antes de llegar al suelo, uno de ellos murió abatido por una flecha lanzada por Axel desde lo alto. Intuí que el grupo que entró por la ventana había acabado con los enemigos de aquella parte y bajaba a ayudarnos. No hizo falta, mi mágica espada acabó con los dos orcos que me alcanzaron.
Al acabar la refriega hicimos inventario de daños. Zor tenía una fea herida en un costado, Eri solo un fuerte golpe en la cabeza, Axel, Lía y yo estábamos indemnes mientras que Mahi sangraba por el hombro por una cuchillada. Dejé a nuestra compañera con los heridos y, acompañado del Elfo, procedimos a registrar el edificio.
Repasamos toda la torre, desde el piso inferior a las almena, atentos por si encontrábamos algún hueco, una señal de piedra removida, una trampilla oculta; pero fue en vano. Si allí estaba el Sombrero, no éramos capaces de dar con él.
Eri se recuperó del golpe. Le pregunté si seguía sintiendo la presencia de la magia en la torre, y como me dijo que sí, le pedí que nos acompañara a Axel y a mí para registrar de nuevo el edificio, pues pensé que allí done sintiera más la presencia, encontraríamos algo.
Y así fue. En el piso inferior, cerca de una esquina, las sensaciones de mi lugarteniente se hicieron más fuertes, buscando piedra a piedra dimos con una que se movía; al empujarla con fuerza apareció una escalera. La Torre tenía niveles por debajo del terreno. Iniciamos el descenso los tres.
La escalera desembocaba en una ancha habitación, con varias puertas en sus paredes. No se veía a nadie. Puerta a puerta fuimos probando. En la tercera que abrimos, no me cupo duda de que algo había, seguramente protegiendo el Sombrero. Espada en mano nos adentramos por aquel pasadizo, apenas iluminad por unas teas ardientes. En el espacio, semejante a una cueva, en el que llegamos, había algo, o alguien, que repentinamente nos atacó.
Seguramente la magia de mi espada me salvó de perecer, pues respondiendo con voluntad propia evitó el ataque. Mis amigos no tuvieron tanta suerte. Ambos cayeron abatidos por una especie de rayo. Me lancé hacia el ser que moraba en aquella cueva. Un rayo procedente de ese ente apagó todas las teas; luchaba a oscuras y lanzaba estocadas y mandobles a diestro y siniestro.
La Espada Luminosa debía tener un gran poder sobre los seres del mal, pues aunque ciego estaba, ella siempre sabía dónde estaba el enemigo. Algo hizo que, en un momento dado, me diera la vuelta y lanzara con fuerza el arma, que topó con algo duro y se clavó en ese algo. Un gran grito taladró mis oídos, cuando sentí un fuerte golpe y me desmayé.
Cuando desperté me llevé la mayor sorpresa de mi vida ¡Isel estaba delante de mí!
–Ya sabía que lo lograrías –me dijo–. Y aquí está tu recompensa.
–No quiero recompensa –dije–. Solo te quiero a ti.
–Yo soy el premio –comentó con una sonrisa, y empezó a desnudarse.
Solo tenía ojos para ella. Ver cómo se iba quitando prenda tras prenda, y descubrir, por segunda vez, el cuerpo que iba a disfrutar era un espectáculo que me tenía totalmente atrapado. Sin embargo, la mirada periférica no pudo dejar de observar que estaba en una estancia distinta a la que me desmayé. Iluminada suficientemente por algunas antorchas, parecía la habitación principal de un palacio. Probablemente me habían traslado desde la cámara de la pelea con el ser mágico a esta ¿quien y cómo? No sabría decirlo, pues Isel no parecía extraordinariamente fuerte. ¿Y por qué estaba aquí? No sería por la sesión de sexo que iba a tener. Pero estos pensamientos se vieron interrumpidos por la mujer.
De pronte me percaté de que estaba completamente desnuda y se inclinaba sobre mí, a partir de ese momento mi mente y mi cuerpo entraron en una vorágine de sentidos que no soy capaz de poner en pie con orden.
Fui consciente de cómo, entre besos y caricias, me fue desnudando; de cómo se hizo con mi polla y me llevó casi al cielo a base de lamer, chupar y jugar con ella. Nuevamente apretando y soltando en el movimiento de su boca de la punta a la base, consiguió que casi me corriera. Ya me empezaba a acostumbrar a su técnica de llevarme a las puertas del orgasmo para después parar, y eso me ponía a cien.
Me dejé llevar, con Isel tenía que ser así, aunque ahora era consciente de que no se trataba de una mujer cualquiera. No solo su condición de hechicera o de mujer hermosa, era poder lo que emanaba de ella, y yo lo sentía así. Mis intentos de llevar la iniciativa fueron anulados nada más pensar el ellos.
Como la vez anterior, me situó boca arriba para empalarse en mí. Y otra vez empleó su técnica de apretar con los músculos de la vagina cuando se movía arriba y abajo. Esta vez estaba preparado, así que cuando sentí que estaba a las puertas, traté de contenerme para no correrme. Mi aguante tuvo su recompensa cuando vi que ella iba a correrse antes que yo. Me dejé ir, y tuvimos un orgasmo a la vez. Como la primera vez, habló en lengua extraña, quizá me lanzara otro conjuro
–¡Dame tu orgasmo! –pidió ella mientras gemía de placer–. ¡Dámelo!
–Es tuyo –grité mientras me corría.
Seguimos moviéndonos, pero esta vez no me desmayé. Y ella fue consciente de ello. Seguramente esperaba que volviera a perder el sentido para desaparecer otra vez. No ocurrió.
Finalmente paró de moverse, se tumbó sobre mí y dejó que la abrazase. Y así, abrazados, estuvimos un buen rato.
–Enhorabuena Aront –dijo al cabo del tiempo.
–¿Por qué enhorabuena?
–Por aguantar mi envite sin desmayarte, eres el primero que lo hace.
–¿Te gusta que se desmayen los hombres con quienes follas?
–Sí, así me puedo ir sin problemas –me dijo divertida.
–¡Ja, Ja, Ja! –me reí.
–!Ja, Ja, Ja! –se rió con una risa muy agradable.
–Y ahora hablemos de otra cosa.
–¿De qué?
La tumbé boca arriba, me incorporé un poco, como mirándola desde arriba, le miré a los ojos y pregunté.
–¿Porqué me convertiste en guerrero y me diste la Espada Luminosa?
–Hay cosas que son como son, y otras que necesitan serlo –dijo misteriosa–. Tú estás llamado a alterar la historia de este mundo. Como ahora, que has demostrado que eres capaz de formar un pequeño grupo y alcanzar el objetivo que te propuse.
–¡Ah, sí! El Sombrero del Destino –dije con cierta sorna.
–Tú ríete, pero has llegado hasta aquí.
–Pero porque sabía que al final te encontraría.
–¿Solo por mí? ¿Y para eso has arriesgado tu vida y la de tus amigos? No, hay algo más y lo sabes.
–¿Qué puede haber más importante para mí que encontrarte?
–Examina tu interior –me respondió misteriosa–. Es cierto que te dejé la Espada Luminosa y que mi conjuro te convirtió en guerrero, pero ¿acaso no has disfrutado este tiempo como tal? ¿Acaso la Espada no responde a tu brazo como si fuerais uno? ¿No es cierto que algo te dice que estas llamado a grandes empresas?
Bajo sus palabras tenía que reconocer que algo de verdad había en lo que me decía. Cada vez estaba más acostumbrado a la Espada, al peligro y al riesgo. Y cada vez sospechaba más que había otras razones para haberme lanzado a la aventura.
–¿Te volverás a ir? –pregunté, en parte para desviar un tema espinoso.
–Puede, hay que localizar los Otros objetos del Poder, y no basta con eso, habrá que llegar hasta el final para acabar con las fuerzas del mal definitivamente –dijo mirándome a los ojos–. Soy una de la ultimas de mi estirpe, y tendré que ir y venir. No siempre podré estar a tu lado.
–Entonces, ¿te unirás a mí?
–Más bien, tú te has unido a mí. Y estaremos juntos.
La trascendencia de estas palabras y lo que significaban bajo sus penetrantes ojos verdosos me llenó de paz y de futuro.