El soldado que me amó

Parte de la vida de Diego y Francisco.

El soldado que me amó

1 – Promenade

Era mi costumbre tomar el coche y salir de la ciudad al campo, a sitios que me aconsejaban por su belleza. Había visitado vastas planicies frondosas atravesadas por riachuelos de agua helada, cuevas misteriosas, alturas casi inaccesibles que me permitieron ver gran extensión de paisajes bellísimos alrededor y bosques aparentemente inexpugnables.

Buscando en un mapa, descubrí por casualidad un lugar muy aislado. Pensé inmediatamente que podría encontrar allí esa soledad que a veces buscaba sin conseguirlo. Pregunté a unos amigos, pero ninguno sabía de qué lugar se trataba ni había estado allí nunca. Creí entonces que era el lugar apropiado para perderme… y me perdí. Lo que al principio no pretendía ser sino un paseo solitario, cambió mi vida para siempre.

Dejé el coche cerca del camino y de una cabaña aparentemente abandonada y tomé una senda flanqueada por pequeñas llanuras moteadas de flores. Poco a poco, las llanuras fueron haciéndose más pequeñas y comenzaron a aparecer peñascos y tierra estéril. La senda comenzó a cubrirse de hierba húmeda; seguramente, aquellos parajes no eran muy visitados. Pero yo seguí caminando solo, adentrándome en un paisaje casi salvaje. A mi derecha quedaba una pared de rocas grises y a mi izquierda se fue acentuando la profundidad. A lo lejos, me pareció ver una aldea casi tapada por una cortina de niebla. Seguí caminando sin apartar la vista de aquel paisaje hasta que noté que mi cuerpo caía al vacío y tropezaba en una y otra pared de piedra desnuda. Cada vez eran más frecuentes los golpes y me pareció que me hundía en una grieta rocosa más y más profunda y angosta. Finalmente, topé con el fondo. No sabía cuántos metros había caído golpeando aquí y allá, pero poco a poco fui sintiendo los dolores que me avisaban de un accidente que podría ser peligroso. Entonces, me sentí solo, aislado e incapaz.

Intenté incorporarme de alguna manera, pero mi cuerpo estaba muy dolorido. Miré a un lado y vi cómo se cerraba la grieta en el suelo. Hacia el otro lado había más espacio, pero acababa en una pared imposible de escalar. Pensé en todo aquello que el dolor me permitía pensar y acabé gritando como pude sin esperanzas de que alguien viniera a socorrerme. Si llegaba la noche y el frío, moriría. Tal vez, pasado un tiempo, alguien descubriría un cadáver putrefacto por el olor o simplemente un esqueleto cubierto de ropas destrozadas.

No podía venirme abajo. Tenía que hacer cualquier cosa para subir por aquellas paredes casi verticales. Si no hubiese tenido dolores tan fuertes, hubiese podido subir apoyándome en una pared con el cuerpo y en la otra con los pies. Grité cuanto pude, pero nadie aparecía. Llegó un momento en el que me rendí al destino pensando en que pasaría lo que tuviese que pasar. Pero, de pronto, un rato de sufrimiento después, me pareció que caían piedras desde arriba y oí alguna voz ¡Dios mío! ¡Puedo estar a salvo!

2 – Descente

Escuché con atención y me pareció oír dos voces ¡Alguien sabía que yo estaba allí abajo! Seguían cayendo trozos de piedra y me tapé la cara para evitar más golpes. Cuando me la descubrí, observé una cuerda gruesa que bajaba arrastrando por la pared de enfrente y oí una frase: «Attendez, s’il vou plaît» ¡Era francés! Comencé a ver a alguien descender por la cuerda agarrándose a unas piezas que se deslizaban por ella. Grité en francés: «C’est que je ne peux pas!».

En pocos segundos, volví a oír otra frase: «¡Eduardo, échame el botiquín!».

  • ¡Soy español! - le grité por si me oía -.

  • ¡De acuerdo! – volvió a gritarme - ¡Ten paciencia, que no tardo en llegar!

Advertí que yo llevaba puesta la sudadera con la bandera francesa que me regaló Nicole. Aquel hombre que bajaba me había visto claramente antes de caerme allí y pensó que era francés. Pero… ¿quién era? Me pareció que bajaba aprisa y con un uniforme militar. Estaba endeble y no volví a gritar. Un joven bajaba ya muy cerca de mi y me sentí mejor. Cuando puso sus pies a mi lado, se desenganchó de la cuerda y se acercó a mí.

  • Soy vigilante de esta zona – me dijo -; te he visto entrar desde la torre de vigilancia, pero no pensaba que ibas a pasar por aquí. Creí que eras francés por tu aspecto y por esta bandera ¿Cómo estás?

  • Mal – le dije -; muy mal. Me duele todo y los dolores son insoportables.

  • Traigo un botiquín – me dijo – que no es precisamente de primeros auxilios. Está más que completo, pero hay medicamentos que no puedo ni debo usar sin consentimiento de un médico. Si te doy un analgésico cualquiera, no nos servirá de nada. Voy a ponerte un inyectable en vena, pero no digas que te he inyectado ¿Comprendes?

  • Sí, sí – respondí asustado -, eso no me preocupa, pero me gustaría salir de aquí.

  • Voy a pedir auxilio por radio – dijo -; te subirán en una camilla especial. Yo mismo sé cómo moverte y no correrás riesgo.

Sacó una jeringuilla hipodérmica y la llenó de un frasco mediano. No me dijo qué iba a ponerme.

  • ¡Cuidado! – exclamé - ¡Soy alérgico al Nolotil!

  • No importa – contestó preparando la inyección -. Esto no te hará ninguna reacción.

Nos quedamos en silencio, subió mi manga y buscó la vena. Poco después comenzó a inyectarme y no sentí nada. Comenzó a hablarme y le escuché atentamente.

  • Para moverte – dijo – es imprescindible que me digas dónde te duele más ahora. Dentro de un rato notarás que te relajas y desaparecen los dolores. Repito; no digas que te he inyectado, por favor. Te he puesto morfina para que no sufras. La ayuda tardará.

Comencé a quejarme y a llorar sin poder moverme y, acercándose a mí, me abrazó y me besó en la mejilla.

  • ¿Cómo te llamas? – dijo -.

  • Soy Diego ¿Y tú?

  • Soy Francisco – contestó -. Desde que paraste junto a la cabaña te vi desde mi torre. Luego pasaste muy cerca y no me viste. No quise gritarte que esto es zona militar muy peligrosa. No se puede vallar. Pero no pensaba que no verías este peligro.

  • Iba demasiado pendiente de las vistas – le aclaré -; no podía imaginar que aquí hubiese una trampa así.

  • Es una trampa natural – me dijo secándome las lágrimas -, pero estás a salvo y me tendrás contigo hasta que vengan a auxiliarte.

  • El dolor comienza a bajar – le dije - ¡Gracias!

Miró a nuestro alrededor y encontró mi cartera. La abrió, la miró un solo momento y la cerró.

  • Yo te la guardaré – dijo - ¡Eres muy guapo!

  • ¿Qué? – me extrañó oír esas palabras de un militar -.

  • ¡Sales muy bien en las fotos! – dijo - ¡En serio!

  • ¿Y por eso te parezco guapo?

  • ¡No! – contestó mirándome sin parpadear -; aunque sea militar, no soy ciego ¿Cómo van esos dolores?

  • ¡Desaparecen! – me extrañé - ¿De verdad me has puesto una droga?

  • Sí – dijo -, sabía que tendrías que estar muy dolorido y cuando las heridas se enfrían duelen más. Soy sanitario además de militar, pero eso no se puede inyectar sin permiso de un médico. No quiero que sufras.

Lo miré asombrado. Si llego a saber entonces que era gay como yo, me hubiese hecho muy feliz. Pero no dijo nada. Pensé que si era militar no podría ser gay.

  • ¡Francisco, Francisco! – me asusté – no siento nada, sino frío.

  • No te preocupes - me dijo quitándose el chaquetón -. Te echaré esto por encima y te daré calor con mi cuerpo. Esta zona es fría, pero además estamos como enterrados bajo la tierra.

Me abrazó y puso su mejilla pegada a la mía cubriendo la otra con la palma de su mano cálida. Volví un poco la cabeza, lo miré y le sonreí. Era muy guapo para mí, aunque mis amigos dicen que no tengo muy buen gusto, pero su cercanía y su olor me estaban llevando a otro sitio.

  • No lo creerás, Francisco – le dije en voz baja -, pero me siento muy a gusto contigo.

  • Es de la medicina – me habló al oído -. Te hará sentirte muy bien y sin dolor.

Miró luego hacia arriba. Era imposible ver a su compañero ni que él nos viera. Se volvió a mirarme. Algo sabía de mí. Sonrió y rotó su cara sobre la mía hasta que sus labios rozaron las comisuras de los míos. Creí que me había drogado demasiado y estaba alucinando, pero siguió un movimiento lento y me besó. Mi inclinación gay y su belleza, me hicieron seguir aquel juego. Nos besamos un rato largo, pero sin tocarnos. Yo no podía moverme y no sentía nada, pero lo hubiese abrazado y acariciado.

  • Tu me plais – le dije -.

  • Toi aussi – contestó -.

Me entendía perfectamente. Sabía lo que le había dicho. Volvió a abrir mi cartera y estuvo mirando algo.

  • Qu’est que tu cherches? – le pregunté -. Peux-je t’aider?

  • Non, merci – se oyeron unos motores – Parlons l’espagnol!

Le sonreí y quise acercarme a él, pero volvió a besarme.

  • Ya están ahí – dijo -; a ver qué dicen por la radio.

3 – Demain le matin

Llevaba ya bastante tiempo en el hospital; como un mes. Tuve que pasar una operación larga, pero no sentí nada anestesiado. Luego me pusieron más medicamentos y, según entendí, morfina para los dolores. Me aburría muchísimo todos los días y ya podía caminar y asomarme al pasillo, pero tenía que esperar a que el doctor me diese el alta. Me senté en la cama agobiado. Casi nadie fue a verme. Ya se sabe; cada uno tiene sus obligaciones cuando uno está solo o enfermo.

Iba a echarme un rato en la cama, cuando entró una enfermera con alguien que me era conocido.

  • ¡Diego! – dijo la chica - ¡Averigua quién viene a verte!

¡Oh, no, Dios mío! El chico que venia con ella, con ropas muy modernas y muy caras, era ¡Francisco! Era el militar que me auxilió un mes antes. Comencé a sentirme nervioso y la enfermera creyó que me pasaba algo. Sencillamente, estaba muy emocionado

  • ¡Si me pasa algo! – le dije - ¡No esperaba esta sorpresa!

Salió la enfermera y nos quedamos solos. Se acercó un poco a mí.

  • ¡Mon amour! – me miró triste -, comment es-tu?

  • ¡Oh, mon cheri! – me incorporé hacia él -, je pensa que je ne te verret pas jamais une autre fois.

  • Mañana por la mañana te darán el alta – dijo ya en español -; me lo ha dicho el doctor. Vendré a recogerte y te llevaré a casa.

  • ¡Gracias! – me sentí muy feliz -; te diré mi dirección. Mi casa estará abandonada. No te asustes.

  • Sé dónde vives, Diego – dijo pícaramente -; lo leí todo en tu cartera. En ella había también una llave suelta. Perdona mi intromisión, pero he estado en tu casa sin tu permiso y he dejado todo limpio; para pasar revista.

  • Te lo agradezco – le dije -, toma mi casa como si fuese la tuya. Me salvaste la vida.

  • Como habrás imaginado – dijo -, yo también vivo solo. Tout seule!

  • ¡No era el efecto de la morfina! – dije extrañado -. Ahora no estoy drogado.

  • ¡Non, mon cheri! – exclamó -; clavé mis ojos militares en ti en cuanto te vi. Me llamó mucho la atención aquella bandera francesa andante y atrayente. Soy militar, pero no soy tonto, aunque la verdad es que jamás pensé que ibas a caer allí. Acudí corriendo. Estaba seguro de que iba a recoger tu cadáver. Cuando oí tu voz en francés, sentí la vida.

  • Pues me la diste, Francisco – le dije -. Estoy deseando de salir de aquí para abrazarte.

  • Shhhhhhh – se asustó - ¡Calla, calla! Ya llegará el momento.

Hablamos mucho, pero cuando se refería a los malos momentos que pasé en el fondo de aquel cañón, me hacía revivir los malos recuerdos y no los buenos. Sin embargo, él necesitaba saber algunas cosas; necesitaba asegurarse de que yo no me dejé besar y acariciar por él al estar drogado.

  • Te lo repito, Francisco – le dije -, no sé si esa droga produce ese efecto, pero ahora hace un mes que no me la ponen y volvería a hacer lo mismo, o quizás lo que no pude hacer, también ¿Por qué insistes?

  • Estoy muy inseguro de mí mismo – dijo -; necesito oírtelo decir a ti; que me lo repitas. Pero eso será mañana por la mañana, cuando salgas de aquí.

4 – Je t’aime, adieu

Cuando me dieron el alta y salimos del hospital (me llevó ropa nueva), nos dirigimos a un lujoso coche aparcado a un paseo del hospital. Me asombró que un simple militar tuviese un coche así.

  • ¿Es tuyo? – le pregunté -; pagarás mucho al mes por tenerlo.

  • No. Déjame explicarte – dijo -. Primero iremos a una casa que tengo. La heredé de mi madre que, a su vez, la heredó de mi padre. Mi padre era diplomático. Quizá ahora no te extrañe que hable francés. También hablo inglés y bastante alemán.

  • ¡Claro! – exclamé -, te entiendo.

  • Mi padre viajaba mucho – continuó – y mi madre se empeñó en que debía tener una buena educación. Me dio los estudios que quise, asistente sanitario, pero me enseñó muchas más cosas y en casa se hablaba una mezcla de todos los idiomas. A mí me gustaba. Sin embargo, cuando me vi también sin madre, me metí en el ejército. En realidad era un poco mayor para empezar, pero mi currículo me sirvió. Ya ves, ahora estoy esperando como vigilante un puesto que me merezca la pena, pero me gusta.

  • Tu puesto me ha salvado, Francisco – le sonreí -; ya te ha servido de algo importante.

  • Sí – contestó mirándome prudentemente -, para conocerte.

Nos reímos y seguimos por una avenida muy ancha y muy larga. Estaba toda llena de casa lujosísimas, como palacios. Noté que aminoraba la marcha y le vi usar un mando a distancia muy pequeño. Cuando avanzamos unos metros más vi la puerta de un garaje abrirse. Pertenecía a un caserón grande y lujoso rodeado por jardines. Entramos y metió el coche en un garaje de la casa. Se bajó él primero y luego bajé yo un tanto asustado o asombrado. Abrió una puerta y me tomó de la mano. Recorrimos un pasillo ancho hasta llegar a una salita que parecía un recibidor con un vestidor. Cuando abrió la puerta doble que había a la derecha, me deslumbró la vista de un gran salón y de unas escaleras de mármol.

  • Era la casa de mis padres – dijo -; ahora es mía, pero me compré un estudio. Esto es demasiado grande para vivir yo solo. El servicio lo mantengo, pero ya no vive aquí. Vienen a mantener la casa y el jardín ¿Te apetece tomar algo?

  • Sí, por favor – le dije – ¡Algo que no sepa a hospital!

Fue entonces cuando me empujó hacia detrás de una puerta y me abrazó y nos besamos. Me parecía estar drogado.

  • Tomemos algo antes – dijo -, tengo que enseñarte mucha casa.

La cocina era enorme. Más grande que todo mi apartamento. Sacó unos bocados deliciosos y algo de vino. Brindamos y nos llevamos las copas agarrados de la cintura.

  • Esta será nuestra casa si quieres, Diego – dijo -, es mejor que un apartamento, mucho más grande. Nos permitirá tener un lugar para cada cosa ¡Podemos tener una sala sólo para ver cine! En la parte de atrás había un almacén que lo convertí en gimnasio. Te gustará.

  • Haces muchos planes demasiado deprisa – le sonreí -; me asusta un poco.

  • ¿Te apetece compartir tu vida conmigo? – habló en serio -.

No tuve que pensar mucho. A mi mente me vino su rostro cuando yo yacía en el fondo de una grieta y llegó él.

  • Sí – se perdió mi mirada - ¡Déjame compartirlo todo contigo!

Llegamos a una habitación de la planta alta y nos echamos en la cama. No pasó nada inesperado. Comenzamos a besarnos cada vez con más pasión, tuve el gusto de quitarle su uniforme y follamos hasta que fue de noche. Cuando terminamos, nos duchamos y nos pusimos unas ropas más cómodas que guardaba en el armario. Bajamos al salón, no al de la entrada, sino a uno que quedaba tras las escaleras. Al entrar me asusté. Había cinco sirvientes que nos saludaron con máximo respeto y una mesa muy larga para los dos. Fue nuestra primera cena juntos, pero hubo muchas más; muchas más.

Vivimos locamente enamorados tres años. Él cambió a un puesto mucho mejor. Yo comencé haciendo algunos cambios en la casa, pero volví a mi trabajo para ocupar algo de tiempo.

Un día, un maldito día, llegó con una sonrisa diferente. Iba a estar 6 meses fuera.

  • ¿Fuera? – le pregunté asustado - ¿Dónde es fuera?

No puedo decírtelo, Diego – miró a otro lado -, pero volveré con bastante tiempo de vacaciones y volveremos a retomar esta vida.

Hicimos el amor de una forma un poco especial. El día siguiente lo dedicó a preparar unas maletas con bastantes cosas.

Desde lo alto de la escalera de entrada me despedí de él. Un coche oficial estaba esperándolo en la puerta. Cuando desapareció tras la valla, entré en la casa, tomé el teléfono y llamé al trabajo. Les dije que me ausentaría unos 6 meses por problemas familiares.

Cuando pasaron unos dos meses, llamaron a la puerta unos militares. Traían unos papeles en las manos. Francisco había muerto en Afganistán. Estuve algún tiempo sin hacer nada y la comida iba casi siempre de vuelta a la cocina.

Francisco me lo había dejado todo, pero me faltaba lo más importante: él.