El síndrome del oso panda (8)

Pues fue sin ropa. Una cosa llevó a otra, y...

18

La comida, la sobremesa… (Lea)

—Podéis asearos en el baño de nuestro dormitorio, —dijo Sandra tras apurar la copa y tenderla en dirección a Christian, que la llenó de nuevo.

Se acercó a mí hasta que sus senos quedaron en contacto con mi brazo.

—Y ni se os ocurra vestiros —susurró en mi oído—. El día es largo aún… —concluyó dirigiéndome una mirada intencionada.

Christian y yo nos enjabonábamos mutuamente en la amplia ducha de nuestros anfitriones. A pesar del coito reciente, el pene de mi marido se resistía a abandonar completamente su dureza. Yo me sentía… Bueno, había experimentado un orgasmo king size, había sido un polvo excitante, con los otros dos haciéndolo a nuestro lado, y la mano de Jorge acariciándome los pechos mientras Christian me penetraba, pero me sentía insatisfecha.

«Y es que a quién de veras te habrías follado de buena gana es a Jorge —me dije a mí misma»

Decidí provocarle un poco:

—¿A que te habrías follado a Sandra?

—Pues sí —reconoció él sin ambages—. Claro que sé de otra que, si tardo un poco más en volver con el champagne, lo habría hecho de veras.

«¡Joder! finalmente sí me vio cuando estaba participando en la mamada a Jorge al borde de la piscina» —me dije avergonzada.

—Te conozco casi como si te hubiera parido —afirmó Christian—. Una pregunta a no responder, si no quieres: ¿se la chupaste a Jorge porque te apetecía, o más bien por ver qué hacía yo al verlo? —Y se quedó mirándome con gesto irónico.

«¡Joder!, efectivamente me conocía muy bien. Había sido un modo de probarme a mí misma, y de probar si él estaba verdaderamente decidido a “pasar a mayores”».

Quedé pensativa unos instantes. No me atrevía a expresar en voz alta lo que sentía, aunque mi rostro debió transparentarlo, a juzgar por la respuesta de Christian.

—Mira, creo que debemos dejarnos de subterfugios, y hablar por lo claro. Una pregunta para que te la contestes a ti misma: de no haber estado yo, ¿cuánto tiempo habrías tardado en pasar de hacerle una felación a Jorge a abrirte de piernas ante él? La pregunta equivalente puedo responderla sin pensarla demasiado: hubo un momento en que Sandra me estaba ofreciendo el trasero mientras se la mamaba a su marido. No pude resistir la tentación de meterle los dedos en el coño, pero de no haber estado tú, no habrían sido precisamente los dedos lo que le habría metido. Lo que quiero decir con todo esto es que, salvo que me digas lo contrario (y creo que no lo harás) ambos estamos deseando echar un polvo a nuestros anfitriones.

—No sé qué me pasa —convine con la vista baja—. Llevo todo el día completamente salida. No es que no me haya gustado que me lo hicieras tú, pero es que he quedado… con la sensación de querer más… no sé si me entiendes.

Yo al menos sí lo entendía Habíamos llegado a un punto en el que el intercambio había pasado, de ser una posibilidad más o menos aceptada por ambos, a casi una necesidad, de alguna forma ineludible por las circunstancias.

Cerré el grifo, y tendí a Christian una gran toalla.

—Por cierto, Sandra me ha dicho, esta vez por las claritas, que va de nudismo integral —le avisé.

—Muy conveniente —repuso con una media sonrisa.

Encontramos a Jorge y Sandra en una especie de pequeño porche que había en un lateral de su enorme cocina. Por supuesto, en pelotas.

La casa estaba construida en un terreno con fuerte pendiente, por lo que hubieron de excavar por dos de los cuatro costados, dejando una especie de pasillo formado entre la pared de la casa y el muro de contención.

En la parte de la cocina, probablemente a propósito, la separación era lo suficientemente grande como para que cupiera una mesa rústica de madera, un banco corrido de tres plazas, cuatro sillas del mismo material de la mesa, la barbacoa, e incluso un par de tumbonas en un extremo; un tejadillo cubría una buena parte del recinto.

Asomé la cabeza con cierta prevención, antes de salir: un macizo de plantas en la parte delantera, más el muro de contención en las otras dos, formaban un espacio abierto solo al cielo, y únicamente en la parte no cubierta por el porche; nadie podía vernos desde el exterior.

Jorge ya había prendido el carbón vegetal. Afortunadamente, una mínima brisa llevaba el humo fuera del espacio.

—¡Creíamos que os habíais perdido! —rio Sandra. Bueno, Christian, tú puedes hacer compañía a Jorge, mientras Lea y yo preparamos los entrantes que habéis traído.

Y me arrastró hacia el interior de la cocina tomada de una mano.

Nos quedamos solas. Y mientras quitábamos la protección de las bandejas y llenábamos platos con su contenido, Sandra me dirigió una mirada risueña.

—¿Todo esto para una comida? Va a sobrar para la cena, el desayuno de mañana… Creo que debemos guardar la mitad para otro momento, y si falta, siempre podemos venir a por más.

Se puso a mi espalda, con su cuerpo desnudo totalmente en contacto con el mío, y me abrazó posando las manos abiertas sobre mi vientre, mientras me besaba en el cuello. Sentía su pubis contra mis nalgas, y sus grandes pechos oprimidos contra mi espalda. Como antaño con Helga, una oleada de deseo me invadió, y noté que se me erizaba el vello.

—Dime la verdad, —susurró—. Le impedí hacerlo a Jorge, pero, ¿cómo lo habríais tomado si os proponemos cambiar de pareja después de… que tu marido me metiera los deditos en dónde-tú-ya-sabes, mientras el mío te manoseaba las tetitas?

Me daba mucha vergüenza confesarlo. Bueno, al menos estaba a mi espalda, y no podía ver cómo me había ruborizado.

—Yo, bueno… Christian y yo lo hemos hablado por encima, y… —balbuceé.

—¿Eso es un “habríamos aceptado” o un “de ninguna manera”? —preguntó—. Aunque, a la vista de que antes no le hiciste ascos a meterte en la boca “lo” de Jorge, y que Christian no se puso en plan Othello cuando te vio, supongo que es más lo primero que lo segundo.

»—Mira, —dio un sorbo a su copa antes de continuar—, yo ya entiendo que estás… que estáis llenos de dudas, Jorge y yo ya hemos pasado por eso, pero… —lo pensó un momento, y luego prosiguió—. Dime una cosa: ¿Cuándo Christian llamó a mi marido, y aceptasteis venir hoy, ¿no se os ocurrió pensar que quizá nosotros teníamos en mente hacer algo más que comer, ya me entiendes?

—Bueno, sí, —musité en voz baja.

—Voy a decirte cómo lo veo: Christian no aparta la vista de mi “cuquita”, sin contar lo de los deditos, tú has demostrado que estás, digamos, bien dispuesta a hacerlo con Jorge. Entonces, ¿cuál es el problema? Debéis tomarlo como lo que es: solo sexo, sin más historias. Ninguno de los dos quita nada al otro por echar un polvo a un tercero, y ya está. De manera que —giró alrededor de mi cuerpo, quedando abrazada a mí ahora de frente, y me dio un rápido beso en los labios— déjate llevar y no te hagas mala sangre. Y ahora, —se apartó y me propinó un ligero cachete en una nalga—, vamos a preparar todo esto, porque si seguimos así, no vamos a comer.

La ayudé a finalizar el trabajo, y a introducir lo que debía servirse caliente en el horno de microondas.

Terminada la tarea, se sentó en uno de los taburetes altos, dio un sorbito a su copa, y se me quedó mirando.

—Después de lo de esta mañana, y de lo que seguirá, —guiñó un ojo, riendo, y sentí que enrojecía de nuevo sin poder evitarlo— imagino que nos acompañaréis el día 1…

—Realmente no hemos tomado aún una decisión definitiva —mentí, evitando mirarla a los ojos—. Hemos estado buscando información en Internet sobre intercambio de parejas, pero hemos terminado aún más confundidos. Nada nos aclara cómo se llega a la decisión, cómo es la primera vez, y que sucede en la pareja después de esa iniciación —terminé, contando con los dedos.

—Bueno, ya el hecho de que hayáis estado dudando es significativo, porque quiere decir que no lo habéis rechazado de plano —sonrió con malicia—. Mira, nuestra común amiga Paula (no sé si te habló de ello alguna vez) tiene la teoría de que una pareja, después de unos cuántos años de vida en común, suele sufrir lo que ella llama “el síndrome del oso panda”.

«Claro que se lo había oído —pensé. Y me ruboricé de nuevo al pensar en las circunstancias en las que me lo dijo, y lo que sucedió después». Afirmé con la cabeza.

Apuró su copa antes de proseguir.

—Bien, la forma “normal” en que reaccionamos los humanos ante esta situación es que el macho de la especie se tira a su secretaria, pongo por caso, y la mujer al profesor de gimnasia, o algo así. Y ambos felices y contentos, ocultando al otro, por supuestísimo, lo que en nuestra sociedad se llama “infidelidad”, pecado nefando. Hi-po-cre-sí-a —silabeó—. Lo siguiente a considerar es el concepto mismo del sexo. Se supone —falsamente— que los seres humanos somos monógamos por naturaleza, y que el sexo solo puede practicarse con tu compañero “para toda la vida”. Tratar de mantener esa monogamia es el origen de todas las frustraciones e insatisfacciones que padecemos sobre el particular. Y es algo mucho más sencillo: dos personas —y advierte que no digo “un hombre y una mujer”— que se gustan, en lugar de reprimir las reacciones que se producen en ambos, se quitan la ropa, y echan un polvo. ¿A quién hacen mal con ello? ¿Por qué han de sentir después todos esos remordimientos y malos rollos que se suponen que deben acompañar al “pecado”? Y esto que digo está muy de acuerdo con la teoría de Christian, de que (te recuerdo) “un hombre y una mujer deberían poder aceptar sin problemas que el otro o la otra tuvieran esporádicamente sexo con terceros, sin que ello representara un drama”.

—Admito lo que dices, pero… quizá Jorge y tú habéis llegado un punto más allá —argüí.

—Podría seguir perorando sobre el particular, pero tengo un argumento mucho más sencillo —su mano, que había estado todo el tiempo en uno de mis muslos, se deslizó hasta la ingle, y quedó casi en contacto con mi vulva; sentí como una sacudida en el bajo vientre—. ¿No os ha parecido divino disfrutar del sexo, aunque haya sido con vuestra propia pareja, a la vista de otros? Con esto ya habéis trasgredido más del noventa por ciento de los tabúes y represiones que nos han imbuido desde niños. Entonces, ¿por qué no os decidís a contravenir el restante diez por ciento, y follamos con las parejas cambiadas?

—¿Qué sucederá el día 1, si finalmente nos decidimos a acompañaros —pregunté, desviando la conversación para evitar responderle.

—Bueno, te puedo decir lo que NO sucederá, que es posiblemente el origen de tus miedos. NO va a pasar que nada más echarnos la vista encima nos quitemos la ropa y nos follemos al que tengamos más cerca. No, realmente…

Le interrumpió la entrada de Jorge en la cocina.

—Vosotras aquí, dándole a “la húmeda”, mientras Christian y yo estamos fuera muertos de hambre. Y además, como no pongamos la carne en la brasas, dentro de poco no habrá brasas en que ponerla.

Entre los tres sacamos las bandejas, llevándolas a la mesa del exterior. Habíamos tenido la puntería de elegir un día en el que la temperatura iba a representar un record (de hecho, así fue) y aunque el sol no incidía directamente sobre nosotros por el tejadillo que cubría aquel espacio, el ambiente era sofocante. Incluso la ligera brisa que afortunadamente se llevaba el humo, era cálida, y contribuía más a incrementar la sensación de calor que a aliviarla. Agradecí estar completamente desnuda. Mi biquini, aunque muy pequeño, de seguro que me habría dado calor.

La comida transcurrió entre charlas intrascendentes, como si no estuviéramos los cuatro desnudos, ni decididos a follar con la esposa o el esposo contrario.

Mientras dábamos cuenta de los entrantes, advertí que mantenía los muslos apretados, como cuando estoy vestida en sociedad. Sonreí, y los separé un poco. Lo pensé, y tras encogerme de hombros, me abrí completamente de piernas.

«Total, no pueden verme nada que no hayan visto ya antes, en la piscina»

Ver no, pero tocar, sí. Jorge, tras dirigir una rápida mirada a mi entrepierna, puso una mano sobre uno de mis muslos. Debía haber decidido que ya conocía el tacto de mis pechos, pero no el de mi sexo. Me pasó una bandeja, y mientras yo tomaba de ella un hojaldre relleno, la mano fue a posarse en mi pubis.

Di un respingo, y miré en dirección a Christian, que estaba muy entretenido con Sandra y no había visto nada. Bueno, realmente yo no sabía dónde estaba la mano derecha de mi marido, me lo ocultaba la mesa.

La mano de Jorge abandonó su estratégica posición el tiempo justo para ofrecerme la bandeja de carne asada, de la que me serví un par de trozos. Realmente no tenía apetito… de comida. De “lo otro”, sí.

El hombre picoteó la carne de su plato. Luego me miró a los ojos y sonrió. No pude sostener mucho tiempo su mirada. Su mano fue a mi vientre, y le acarició en movimientos circulares. Mi marido estaba al otro lado de la mesa, separado de mí por no más de un metro, pero me daba igual: sentí una contracción en la vulva, y deseé desesperadamente que la mano se posara en ella.

Deslicé el trasero un poco hacia adelante en el asiento, y separé los muslos al máximo. Me estaba comportando de una manera desvergonzada, pero no me importaba: si los prejuicios no me lo hubieran impedido y, (todo hay que decirlo) si Christian no hubiera estado presente, habría aferrado el pene erecto de Jorge, e incluso me habría inclinado sobre él, y…

Jorge miró descaradamente mi entrepierna. Desde su posición no podía ver nada más, quizá, que el inicio de la separación de mi vulva. Hizo un gesto apreciativo, y la mano descendió, y repitió sus movimientos circulares de antes, pero ahora en mi sexo, con la palma de la mano abierta.

Dirigí de nuevo la mirada hacia mi marido. Estaba inclinado sobre Sandra, susurrando algo en su oído, con la boca a milímetros de él. Seguía sin poder ver su mano derecha, me lo impedía el tablero de la mesa.

Sandra se puso en pie. Pero ni entonces, la mano de Jorge abandonó mi sexo.

—¿Os apetece fruta, café, dulces, o alguna otra cosa? —dijo en nuestra dirección.

Jorge se levantó, rápido como el rayo:

—No, deja, cariño, ya nos encargamos Lea y yo…

Me puse en pie. Christian me dirigió una larga mirada, que finalizó con un gesto de la barbilla, como invitándome a que siguiera al otro hombre. Fui a la cocina tras él.

—Me encanta ver que tienes menos inhibiciones de lo que yo imaginaba… —dijo Jorge, haciéndome sonrojar.

—Bueno, nosotros pensábamos lo mismo de Sandra, hasta que… bueno, hasta que nos propusisteis lo de las vacaciones —repliqué en tono ligeramente cáustico.

—¿Cómo lo quieres? —preguntó.

«Tú encima y yo debajo» —pensé, sorprendiéndome a mí misma, pero dije:

—Solo, con hielo si puede ser…

Se puso a trastear con la cafetera exprés. Puso una cápsula, colocó la taza, y esperó a que se calentara.

—¿Andáis siempre desnudos por aquí? —pregunté, arrepintiéndome inmediatamente de haberlo hecho.

—Siempre que el clima lo permita y que estemos solos, o acompañados por personas como vosotros —respondió él—. Bueno, y cuando el clima no lo permite, siempre está la chimenea… ¿Has echado un polvo alguna vez ante el fuego, tú pareja y tú desnudos y arrebujados entre mantas?

Sentí una contracción en la vulva al representarme la escena. No respondí: desde el exterior, me llegó la risa excitada de Sandra.

Me asomé: un hilillo de vino tinto corría entre los pechos de la mujer, que Christian estaba enjugando con la lengua en ese momento.

Jorge me daba la espalda. Su cuerpo no estaba tan bien proporcionado como el de mi marido, pero de cualquier manera no era nada a despreciar. Mis ojos se clavaron en sus pequeñas nalgas prietas, en sus fuertes muslos, sus hombros… Estaba ligeramente bronceado por igual, seguramente fruto de tomar el sol desnudo. Sentí un estremecimiento de deseo.

—Tanto Sandra como tú estáis algo bronceados. ¿Cómo lo hacéis? —pregunté, por distraer mi mente de los pensamientos que la dominaban. Aunque fue peor…

—¡Ah! Tenemos un solario arriba, creo que no le habéis visto. Muchos días, a la caída de la tarde, Sandra y yo subimos a tendernos un rato al sol… desnudos —añadió innecesariamente, sonriéndome por encima de su hombro.

Me imaginé a mí misma tendida al sol, con la misma ropa que llevaba ahora, —o sea, ninguna—, y Jorge mirándome fijamente, posando la vista en cada pliegue y recoveco de mi cuerpo… Me recorrió un escalofrío.

—Coge un poco de hielo del dispensador del frigorífico —la voz de Jorge interrumpió mis pensamientos—. Esto ya está.

Llené un vaso con unos cuantos cubitos. Cuando me volví, Jorge venía en mi dirección con una bandeja… y la verga horizontal.

—Lleva esto fuera, mientras yo busco unos dulces para acompañar al café.

Tomé la bandeja. Él posó una mano sobre uno de mis senos y me besó rápidamente en la comisura de la boca. Sonrió, y se puso a rebuscar en los armarios.

Recuperé el movimiento, —había quedado como paralizada—; pero no pasé del dintel: Sandra se había tendido sobre una de las tumbonas, y se estaba aplicando crema solar de un frasquito. Tenía las piernas flexionadas, las rodillas apoyadas en los reposabrazos, y los muslos muy separados, mostrando sin ningún rubor aparente hasta lo más recóndito de su intimidad. Christian la miraba intensamente, a dos pasos de ella. Su actitud era la más clara invitación al sexo que había visto.

—Los cafés… —dije, más que nada para avisar de mi presencia.

Christian se volvió en mi dirección, con una mirada que me pareció ligeramente avergonzada… y su hermoso pene totalmente erecto, al máximo de su tamaño.

Jorge salió de la cocina. Imagino que intencionadamente —bueno, en realidad no podía evitarlo: yo ocupaba la mayor parte del ancho de la puerta— su cuerpo me rozó al pasar. Sentí la dureza de su glande deslizándose por mis nalgas… Me adelanté, y dejé la bandeja sobre la mesa.

—Tú lo tomas sólo, ¿no Christian? —dijo Jorge.

—Si gracias, —respondió mi marido, acercándose y cogiendo una de las tazas.

—Sandra con un poco de leche… —murmuró el hombre como para sí.

Yo endulcé el café, le revolví con la cucharilla, y vertí la infusión humeante sobre el hielo. Me senté, pero ahora en el lugar que antes había ocupado Sandra, en el extremo de la mesa contrario a la fachada. Lo hice con las piernas cruzadas, pero sonreí interiormente, bajé la pierna, y entreabrí los muslos. Jorge estaba entregando una taza a su mujer, que bebió rápidamente su contenido, tendiéndosela a Christian.

—Me alegra ver que te has “soltado” un poco, cielo —dijo Sandra dirigiéndose a mí—. Cuando comenzamos a comer, estabas tiesa como un palo, con los muslos apretados, mientras que ahora…

Sentí que me ruborizaba. Pero la nueva Lea, que llevaba toda la mañana desnuda ante nuestros anfitriones, abrió aún más las piernas, con un gesto desafiante. Sandra sonrió irónicamente, pero no dijo nada.

Dejó el frasco de la loción en el suelo, y se dio la vuelta, quedando tumbada boca abajo. Pero aún en aquella postura, las piernas formaban una amplia “uve”, que dejaba contemplar su vulva y la oscura depresión de su ano.

—Christian, amor —dijo con voz melosa—. Por detrás no puedo… ¿Serías tan amable?

Mi marido me dirigió una mirada pensativa, se encogió de hombros, y tomó el frasco. Pero en lugar de inclinarse sobre ella, se subió sobre la tumbona, arrodillándose con una pierna a cada lado del cuerpo de la mujer, y las rodillas en contacto con sus caderas. Dejó caer un chorrito de loción sobre su espalda, y comenzó a extenderlo con movimientos circulares.

Recorrió así los hombros, introdujo las manos por las axilas de la mujer —imagino que posándolas en la parte de sus grandes pechos que le quedaba accesible—. Nuevo chorrito sobre sus riñones, que sus manos distribuyeron por toda la zona, y llegó a las nalgas, que amasó entre sus dedos. Se volvió, me dirigió una larga mirada, se desplazó hasta los tobillos de ella, y luego prosiguió.

Como hipnotizada, contemplé el dedo índice de mi marido recorrer circularmente el ano de la otra mujer, lo que le arrancó un audible suspiro.

No quería seguir mirando. Me puse en pie, me volví… y tropecé con Jorge, que estaba a mi espalda. Él pasó los brazos en torno a mi cintura, acoplando su cuerpo desnudo al mío. Después, sus manos asieron mis pechos, y su miembro quedó apretado contra mis nalgas; sentí un estremecimiento de anticipación.

Se inclinó sobre mí.

—Sandra quiere follar al aire libre, pero hace aquí demasiado calor para mí. ¿Qué te parece si nos vamos a la piscina? —susurró en mi oído.

Me tomó de una mano, y le seguí. Volví la cabeza desde el último de los tres escalones: Christian estaba acariciando ahora la vulva de Sandra, pero la visión, extrañamente, me excitó aún más. Entré, y me dejé conducir por Jorge.

Llegamos junto a la pileta. Me soltó, y se lanzó al agua, hasta entonces plana como un espejo. Yo también estaba acalorada, de manera que me introduje a mi vez con gusto. Estuve nadando unos minutos. Después me tendí boca arriba con las piernas juntas, manteniéndome a flote con ligeros movimientos de las manos.

El hombre estaba parado junto al borde, y tenía sus ojos como brasas prendidos en mi monte de Venus. No debía ver mucho, de manera que decidí darle gusto, y separé las piernas.

Estuve así unos segundos. Sabía que le estaba mostrando desvergonzadamente el sexo, pero no me importaba. Alcé la cabeza, y le miré. Su mano se había introducido en el agua, pegada a su vientre, y provocaba pequeñas ondas en la superficie. ¡Se estaba masturbando!

Se elevó a pulso, sentándose en la orilla, y volvió a aferrar su dureza con una mano. Lo había hecho cerca, si no en el mismo lugar que por la mañana, cuando Sandra y yo… No podía separar mi vista del espectáculo.

—Quizá no te importe terminar lo que comenzaste antes de comer… —insinuó.

Me acerqué a él despacio, escenificando una indecisión que realmente no sentía. Me quedé mirando el glande oscuro, casi morado, que sobresalía por la parte superior de sus dedos, que subían y bajaban lentamente sobre el tronco.

Él sonrió, y retiró la mano, que apoyó, como la otra, en el borde de la piscina, detrás de él. Muy despacio, llevé la mano al cilindro palpitante, en el que resaltaban las gruesas venas. Le envolví con los dedos…

Y ahí terminaron mis escrúpulos y reticencias: me olvidé de todo, de mis inhibiciones, de los prejuicios según los cuales yo no debería hacer aquello… Incliné la cabeza, y rodeé el bálano con los labios, lamiéndole en redondo. El hombre suspiró. Introduje en mi boca toda la longitud que pude, sin llegar al punto en que me habría producido arcadas, y comencé a subir y bajar la cabeza. Mi otra mano fue a sus testículos inflamados, y los alojé en la palma…

A Christian no le entusiasma que le haga una felación, aunque tampoco le disgusta. A mí, sin embargo, me encanta sentir la caliente dureza en el interior de mi boca, y sin modestia, creo que soy buena en ello.

Desde luego, la expresión de Jorge parecía indicar que se encontraba en la gloria. Se inclinó, y me aferró los dos pechos con las manos. Yo tenía los pezones sensibles y duros como piedras, y el roce en ellos de los dedos del hombre me arrancó un gemido que no pude contener.

Mi mano izquierda, como dotada de vida propia, se introdujo bajo el agua, y comencé a acariciar mi propio clítoris con dos dedos, sin cesar en ningún momento de “atender” con la boca y la otra mano el pene de Jorge.

Sentí el principio de un orgasmo, y aceleré los movimientos de subida y bajada de mi cabeza. Un hilillo de mi saliva se deslizaba hasta las ingles del hombre, que continuaba amasándome los senos.

Entonces sucedieron dos cosas simultáneamente: los ligeros espasmos que experimentaba se convirtieron en convulsiones, el placer me invadió por entero, y gemí sin poder (ni intentar) evitarlo. La otra fue que advertí que el hombre estaba muy cerca de derramar su carga en el interior de mi boca (soy experta en presentirlo). Y no debía dejar que eso sucediera, porque ansiaba desesperadamente sentirle dentro de mí, ahora, no dentro de un tiempo. De manera que, cuando cesaron las palpitaciones en mi vientre, retiré la cabeza y los dedos de su verga.

Él se puso en pie, y se inclinó sobre mí, tomándome la mano que había apoyado en el borde de la piscina.

—Ven, estaremos más cómodos en una tumbona.

Salí del agua, y le seguí hacia las dos hamacas, que aún continuaban colocadas en paralelo, donde quedaron por la mañana. Acababa de experimentar un orgasmo, pero deseaba, necesitaba desesperadamente más. Me tendí sobre una de ellas, emulando la postura de Sandra de hacía un rato: rodillas flexionadas, muslos muy separados, mostrando sin pudor mi intimidad.

Se arrodilló, me aferró de los glúteos, y tiró de mi cuerpo, acercando mi sexo a su rostro. Me estremecí, anticipando (y deseando) lo que sabía que vendría a continuación.

Puso las manos en mis ingles, separando mis labios mayores, y se dedicó a mirar intensamente mi vulva. Sin que pudiera evitarlo, mis caderas se contrajeron, y mi trasero se separó de la colchoneta, elevando el monte de Venus en su dirección. Comencé a masajear mis pechos.

Por fin, su boca se posó en mi abertura, y sentí la lengua explorando el interior. Gemí.

Y justo en aquel momento, se me ocurrió pensar en que Christian y Sandra podían tener la misma idea que nosotros y decidir darse un baño, y volví la cabeza hacia la puerta. No había nadie, obviamente.

Una mano se posó sobre la mía derecha. La retiré, y permití que los dedos del hombre pellizcaran el pezón inflamado, hasta casi el dolor.

Y las lamidas del hombre en mi sexo seguían y seguían… Christian hacía en aquellas ocasiones algo que me volvía loca: se las apañaba para introducir la punta de la lengua en la entrada de la vagina, y la acariciaba en círculos. Deseaba sentir aquello, pero evidentemente Jorge carecía de aquella habilidad (cosa extraña, teniendo en cuenta su experiencia con muchas mujeres) y no lo hizo.

De nuevo el pensamiento insidioso me hizo girar la cabeza hacia la entrada. Nadie, seguíamos solos. Me representé la imagen de Christian contemplando la escena desde la puerta, mientras se masturbaba lentamente…

De repente, como una explosión, experimenté un orgasmo. Nada me lo había anunciado. Y mientras convulsionaba sin poder contenerme, escuché mis propios chillidos de placer. El hombre separó la cabeza de mi sexo, y me miró.

Le sonreí, pero mi cabeza, una vez recobrada su capacidad de pensar, estaba en otra parte.

«¿Qué me había llevado a correrme de aquella manera? Sentí un estremecimiento, cuando se abrió paso la idea de que había sido la imagen mental de Christian masturbándose mientras contemplaba cómo otro hombre me comía el sexo. Pero eso no podía ser. ¿O sí?»

Me sacó de mi ensoñación la voz de Jorge, que se había puesto en pie, y se inclinaba sobre mí.

—Te veo incómoda. ¿Temes que nos sorprendan Sandra y Christian?

—Bueno, no sé… quizá si —balbuceé.

Él sonrió.

— O poco conozco a mi mujer, o en estos momentos están muy, muy “ocupados”, y ni les pasa por la cabeza la idea de venir.

—¿Tú crees que Sandra y Christian…? —pregunté.

Él dejó escapar una risita.

—No creo, estoy completamente seguro. —De repente se iluminaron sus facciones como si hubiera tenido una idea—. ¿Quieres verlo? —preguntó. Observé que estaba masturbándose de nuevo.

«No sabía si quería o no. Bueno, antes, cuando había visto a Christian acariciando la vulva de Sandra, no había experimentado más que una ligera excitación. Para nada los celos que, solo unas semanas antes, me habría imaginado que sentiría».

Me decidí, y me puse en pie.

—De acuerdo, vamos —dije.

Él pasó un brazo sobre mis hombros, y aferró mi seno derecho. Bajé la vista: la mano continuaba subiendo y bajando sobre su pene.

Llegamos a la salida de la cocina al exterior, y asomé apenas los ojos:

Christian estaba arrodillado, con la cabeza aprisionada entre los generosos muslos de Sandra, que tenía el cuerpo arqueado, con la cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados. Los leves movimientos de subida y bajada de la cabeza de mi marido provocaban gemidos rítmicos en la otra mujer: por segunda vez en mi vida estaba siendo testigo del orgasmo de Sandra, y la visión me enervó totalmente.

Noté el cuerpo de Jorge que se pegaba al mío por detrás, y su pene alojado entre mis nalgas. Me estremecí visiblemente. Me encontraba mucho más allá del “punto de no retorno”, en un estado en el que siquiera me importaba el hecho de que mi marido pudiera verme.

Introduje la mano por detrás entre los dos cuerpos, y aferré el pene del otro hombre. Comencé a masturbarle despacio, sin apartar la vista de la escena que se desarrollaba a unos metros.

El cuerpo de Sandra se relajó, abrió los ojos, y me miró. Sonrió burlonamente en mi dirección y guiño un ojo. Luego se dio la vuelta, y se puso sobre las rodillas y las manos, con sus grandes pechos bamboleándose ligeramente con sus movimientos. La cabeza en la parte más cercana a donde nos encontrábamos.

Calculé que Christian, si aceptaba la clara invitación de la postura de Sandra, no tardaría en verme, y la idea me excitaba y me avergonzaba, todo al mismo tiempo. Pensé… no sé, en decirle a Jorge que nos fuéramos a otra parte (la idea de rechazarle ni me pasó por la cabeza) Pero no hubo opción: las manos del hombre separaron ligeramente mis nalgas, y noté el glande apoyado entre la vulva y el ano. Debió dirigirle con una mano, porque enseguida estuvo en la entrada de mi vagina. Empujó despacio, y le noté dentro de mí. Me incliné hacia delante, advirtiendo que ahora éramos visibles desde donde se encontraban los otros dos.

No pude evitar el gemido que me provocó la penetración, y eso advirtió a mi marido del hecho de que no estaban solos. Miró en mi dirección, y deseé que la tierra me tragara. Pero no podía moverme, estaba demasiado excitada y deseosa de experimentar un orgasmo liberador. Jorge comenzó a bombear a mi espalda. Una mano fue a magrear uno de mis pechos; la otra pasó en torno a mi muslo, y comenzó a acariciarme el clítoris.

Christian me dirigió una larga mirada. Supuse que se encontraba en un estado similar al mío, porque, sin apartar la vista de nosotros en ningún momento, penetró a Sandra desde atrás.

Notaba perfectamente el pene resbalando por mi interior, entrando y saliendo, provocándome unas sensaciones indescriptibles, que evidentemente eran incrementadas por el hecho de estar contemplando como mi marido estaba follando a Sandra ante mi vista. Y escuchaba el ¡plas, plas! de los muslos del hombre golpeando mis glúteos, y el mismo sonido, aunque amortiguado, proveniente de donde Christian embestía rápidamente a Sandra.

Primero fue como las ligeras ondas que se forman en el agua al lanzar una piedra. Las olas se fueron haciendo más y más grandes, y todo mi cuerpo se contrajo, invadido por el placer. Hube de agarrarme al marco de la puerta, porque mis piernas se negaban a sostenerme. Las sensaciones fueron incrementándose, y cuando se produjo el clímax, chillé sin poder contenerme. Poco a poco fui recobrando el uso de mis sentidos, hasta advertir que Jorge se había retirado. Me volví en su dirección.

Y entonces pasaron a nuestro lado, casi rozándonos, Sandra y Christian. La mujer, cogida de la mano de mi marido. (Iba a escribir “tirando de la mano”, pero eso hubiera dado una idea equivocada, porque él no se resistía, sino todo lo contrario)

—Vamos a nuestro dormitorio —informó ella—. Estábamos al borde del golpe de calor.

Él me dirigió una mirada con el rostro serio, y se dejó conducir.

—Pues no es mala idea —remachó Jorge, juntando su mejilla con la mía—. Quiero ponerme encima de ti, entre tus piernas, y follarte…

Me besó en la boca ardientemente, introduciendo en ella la lengua, mientras su mano acariciaba de nuevo mi sexo. Sentí en mi vientre el preludio de otro orgasmo, pero no me dio opción: se separó de mí, me tomo de la mano y me llevó al interior de la casa.

«¡Joder, esto es muy fuerte! —pensé mientras subía las escaleras que conducían a la planta superior—. ¡En la misma cama con Sandra y Christian! La idea me avergonzaba, pero al mismo tiempo… Me corrí otra vez, sin estímulo alguno. Fue un clímax suave, nada que ver con lo que había experimentado hacía unos instantes. Y me di cuenta de que, antes de producirme rechazo, la imagen me excitaba hasta el paroxismo».

Me quedé parada en la puerta del dormitorio. Christian estaba tendido boca arriba aferrado a los generosos senos de Sandra, y ella, acuclillada sobre el vientre de mi marido y de espaldas a nosotros, hacía subir y bajar su trasero con el pene de él insertado. Como hipnotizada, me quedé contemplando cómo su miembro entraba y salía de la vagina de la mujer, y escuché los sonidos rítmicos, entre jadeo y gemido, que exhalaba ella.

Jorge se había pegado a mí por detrás, y me estaba manoseando los pechos y el sexo. Me encontraba como flotando, con una tremenda sensación de irrealidad, y al tiempo, excitada como no recordaba haberlo estado antes en mi vida.

Me dejé conducir hasta la cama. Jorge me hizo ponerme de espaldas al lecho, y me empujó suavemente hasta que quedé, primero sentada y luego tendida boca arriba, a unos centímetros del cuerpo de Christian, que tenía los ojos cerrados.

El otro hombre se arrodilló en la cama. Me hizo deslizar hacia el cabecero, hasta que mi nuca quedó sobre la almohada. Entonces se ubicó entre mis piernas, que no era consciente de haber separado, y guio su pene con una mano hasta que quedó apoyado en mi vulva. La recorrió arriba y abajo unas cuantas veces, hasta dejarle inmóvil en la entrada de mi vagina. Me penetró muy despacio. Mi cuerpo se envaró, y dejé escapar un grito sofocado al sentirme llena de nuevo.

Sin cesar en sus movimientos de subida y bajada, que alternaba con otros circulares de su trasero (¿cómo sabía ella que eso volvía loco a Christian?) la mujer se inclinó, acopló su boca abierta a uno de mis pechos, y comenzó a succionar, mientras su mano estrujaba el otro.

No pude reaccionar. Estaba demasiado embargada por las sensaciones. Su marido empujaba y empujaba, a veces rápidamente, otras muy despacio, y yo estaba encadenando un orgasmo con el siguiente, en un crescendo de placer increíble.

Christian debía estar también al límite. Aferró a la mujer por las axilas, y los dos cuerpos enlazados giraron 180º en la cama, hasta que él quedó encima de Sandra. Comenzó a bombear rápidamente, casi con violencia, resoplando fuertemente. Ella chillaba sin control, gritando incoherentemente.

Y entonces la mirada de Christian encontró mi mirada, y mantuvo los ojos prendidos en los míos mientras, con el rostro contraído, se dejaba llevar por el placer.

Me invadió la madre de todos los orgasmos. Creo que yo también grité y supliqué, como fuera de mí, mientras sentía correr el semen caliente de Jorge en mi interior.

Después, nos quedamos todos inmóviles y en silencio. Finalmente, Sandra se incorporó y se puso en pie, tomándome de una mano y obligando así a su marido a retirarse de encima de mi cuerpo, y a mí a levantarme igualmente.

—Las chicas vamos a darnos una ducha —dijo risueña—. Mientras, los chicos podéis llevar a la terraza unos refrescos y algo de picar…

El agua tibia de la ducha corría sobre el cuerpo de Sandra y el mío. En aquel reducido espacio era imposible evitar que nuestros cuerpos estuvieran en contacto, y me sorprendió —sobre todo porque acababa de experimentar uno de los orgasmos más intensos de mi vida— que ello me causara una excitación incomprensible.

Sandra, con expresión juguetona, comenzó a extender gel de baño por mi espalda, lo que, dado que estábamos frente a frente, hizo que nuestros cuerpos quedaran en contacto.

—¿A que no ha sido tan malo? Confiesa…

Me decidí por la sinceridad:

—En contra de lo que pensaba, ha sido la experiencia más sensual de mi vida.

Sandra comenzó a frotar mi vulva con la mano enjabonada. Intenté apartarme, pero no me lo consintió.

—Oye, Sandra, eso no… Yo no…

—No seas estrecha —musitó con una sonrisa—. Esta mañana, en la cocina, ya me di cuenta de que te excitabas con mi contacto. Y estoy segura de que ya lo has hecho alguna vez con una mujer…

Recordé la escena en la cama con Germán y Helga, y debí enrojecer hasta la raíz del pelo.

—Bueno, realmente… sí una vez… Pero yo no soy lesbiana —agregué rápidamente.

—Otro prejuicio —sentenció—. Mira, los hombres son en esto de lo más estúpidos, y piensan que su hombría queda en entredicho si lo hacen con otro varón. Claro, que entre ellos solo podría ser por el culo —añadió pensativa—. Pero las mujeres somos diferentes. Yo pienso que no hay nada de malo en acariciar a otra mujer, y bueno, tú ya lo has experimentado…

Sus manoseos en mi vulva continuaban, y para mi sorpresa, experimenté un nuevo orgasmo. Sandra lo advirtió, rio bajito, y terminó de enjabonarse a sí misma.

Yo no sabía dónde meterme. Acababa de dar pruebas de que, efectivamente, no me disgustaba el sexo con otra mujer (cosa que hasta ahora no me había reconocido ni a mí misma) Y la visión del cuerpo desnudo de Sandra, como en su momento me sucedió con Helga, me producía sensaciones que no podía (más bien no quería) aceptar.

«Cuestión de prejuicios de nuevo —me dije—. Pero fuertemente implantados. Aunque, ¿no es peor que hace unos instantes me haya follado a su marido?».

Sandra se inclinó, y me besó en la boca. No fue un beso leve, sino pasional, similar al de Jorge hacía unos minutos. Luego guiñó un ojo, y salió del pequeño recinto, tomó una toalla y me la tendió.

—Vamos a la terraza con los chicos, que nos estarán echando ya en falta.

La terraza a la que se refería Sandra está separada del dormitorio por una cristalera. Da al monte cercano, y resulta muy fresca en verano, porque el sol no entra en ella.

“Los chicos”, como decía Sandra, estaban sentados en un sillón de cuatro plazas en la terraza, tiesos como palos. Habría dado algo por escuchar la conversación (si es que había habido alguna) que habían mantenido en nuestra ausencia.

Sandra, tras consultarme, sirvió dos Coca-Colas, y se sentó… arrimadita a Christian. No me quedó más remedio que hacerlo en el único sitio libre, entre ella y Jorge, aunque dejé entre el hombre y yo toda la distancia que pude. Lo cual no dejaba de ser un contrasentido, porque unos minutos antes, mientras follábamos, no hubiera cabido un papel de fumar entre ambos. ¡Cosas de la psique humana!

En serio, una vez pasada la excitación, me sentía un poco avergonzada, y hubiera deseado marcharme de allí para perderles de vista… si no fuera porque eso me dejaría a solas con Christian. Y no me atrevía siquiera a mirarle a los ojos.

«¡Qué demonios! —concluí—. ¿Por qué rayos me siento como en falta con mi marido? Él se estaba follando a Sandra a mi lado, de manera que…».

—Estaba pensando… ¡jajajaja! —la otra mujer rompió con su risa el incómodo silencio que reinaba—. Antes, cuando estábamos solas en la cocina, Lea me dijo que ella y Christian se estaban haciendo tres preguntas —contó con los dedos—: cómo una pareja llega a la decisión de participar en un intercambio, cómo es la primera vez que se hace y, por fin, qué sucede después en la pareja. Bueno, me reía porque ya están contestadas dos de ellas…

—Creo que la primera no, o no del todo —le interrumpí, sorprendiéndome a mí misma.

Sentí sobre mí tres miradas interrogadoras.

—Bueno, realmente… Es que… —no sabía cómo continuar para que me entendieran—. Bien, que hasta hoy Christian y yo hablábamos sobre la posibilidad de acompañaros el día 1, y no es lo mismo.

Sandra me miró enarcando las cejas, en una muda pregunta.

—Es que… bueno, veréis, a vosotros os conocemos desde hace mucho tiempo, y bien… pues hace un rato nos hemos…

«¡Basta de titubeos! —me dije—. Habla por lo claro»

—Lo que quiero decir —continué— es que hacerlo con vosotros ha sido algo casi natural, por la confianza que tenemos de años. Pero el día 1 habrá otras personas, puede que desconocidas, y eso lo hace todo diferente.

—Ya entiendo —afirmó Sandra—. Bueno, pues sobre lo de la decisión… Los dos miembros de una pareja como vosotros, ante esto, deberían ser lo suficientemente sinceros para decirle al otro “me apetece y quiero hacerlo”. Podéis, (espero que no lo hayáis hecho) mantener un diálogo para besugos del estilo, “lo que tú quieras, amor; no, cariño, solo haré lo que tú desees”, y no llegar a ninguna decisión, o lo que me parece peor aún, estar los dos deseándolo, pero no decírselo a la otra parte por temor a su reacción. Si estáis enamorados, como creo que lo estáis, deberíais tener la suficiente confianza como para que uno diga al otro que quiere hacerlo, y si al otro no le apetece pues le diga que no, y si también quiere, que sí, y ya está. Y otra cosa muy importante: que ninguno lo haga obligado solo por complacer al otro, porque eso podría dar lugar a toda clase de malos rollos posteriores. Se hace, pero convencidos ambos y de buena gana, o no se hace. Espero haber aclarado tus dudas —concluyó Sandra.

»—En cuanto a la tercera pregunta —su rostro se puso serio—, no tiene que pasar nada especial. Lea se ha follado a mi marido, mientras Christian me echaba un polvo, y los cuatro lo hemos disfrutado. Entonces, ¿por qué tiene que cambiar algo entre vosotros? Bueno, algo sí puede cambiar, o al menos lo ha hecho entre Jorge y yo. No lo buscamos, —al menos yo no lo hago— pero un par de veces me ha surgido la oportunidad de irme a la cama con un hombre que me gustaba, y no lo pensé. Y mi marido ha hecho algo parecido en algunas ocasiones. Pero tenemos un pacto él y yo: no ocultárselo al otro. Y os puedo asegurar que nuestra vida sexual es mejor que antes.

Le di la razón en mi interior. Christian y yo ya habíamos pasado por algo similar… aunque antes, y no después de decidirnos al intercambio. La única diferencia es que hacía un rato lo habíamos hecho cada uno a la vista del otro.

—Una cosa que me llena de curiosidad —intervine—. ¿Cómo son esas reuniones entre varias parejas…? Quiero decir, ¿cómo funciona? —traté de aclarar, sin poder evitar ruborizarme de nuevo—. ¿Os encontráis y, como en alguna peli porno que hemos visto, os quitáis la ropa inmediatamente y… ya sabéis?

Sandra sonrió maliciosamente.

—No suele ser exactamente así. Normalmente comemos o cenamos, eso sí, con una regla invariable: nadie se sienta al lado de su pareja “oficial”. Luego normalmente alguien propone un juego de carácter sexual. Por ejemplo, la última vez que estuvimos con más de una pareja, dejamos libre un extremo de la mesa. Una de las chicas se subió sobre ella, y caminó por encima como si fuera una pasarela de moda. Cada vez que se acercaba a un hombre, se ponía en cuclillas y le besaba, y él tenía derecho a quitarle una prenda. Luego pasaba al siguiente, y la cosa continuó hasta que la chica estuvo completamente desnuda. Entonces, el que le había quitado la última prenda la llevó al sofá. Después subió otra chica, y se repitió el juego. Hay una variante igual, pero con chicos sobre la mesa.

—Jorge rio con ganas—. Alguna hace trampa. Ca… —se interrumpió antes de terminar de pronunciar el nombre— se prestó a ser la primera, y no llevaba encima nada más que el vestido; de manera que cuando la segunda mujer quedó desnuda, ella ya estaba follando en el tresillo desde hacía un rato.

—Y después de tanta charla, supongo que contamos con vosotros el día 1… —Sandra se dirigía a mí.

La miré confundida, sin saber qué responder. Afortunadamente, Christian vino en mi ayuda. Y por primera vez desde… bueno, desde lo del dormitorio, nuestros ojos se encontraron, y me dirigió una sonrisa tranquilizadora.

—Salvo que Lea se oponga —sonrisa irónica— y me da que no lo hará, estaremos ese día en vuestra casa de la costa.

—¡Me encanta! —chilló Sandra, y se amarró al cuello de mi marido, propinándole un beso “de tornillo”.

Me molestó, ¡qué queréis que os diga! Otra incongruencia.

—¿Cómo se os ocurrió la idea de las vacaciones? —preguntó Christian mirando a Sandra. Pero fue su marido quién respondió.

—Bueno… Os dijimos que hacíamos intercambio con varias parejas. Una de ellas vive en Barcelona, de manera que ya podéis imaginar que nos vemos dos veces al año como mucho. La primera motivación fue, digamos, ampliar nuestras posibilidades, lo que de paso satisfaría en parte una de las fantasías de Sandra (y en menor medida, mía): participar en una orgía al aire libre.

—Pero creo haber entendido a Sandra que no va de que nos desnudemos nada más llegar y echemos un polvo con el primero que se tercie, y mucho menos a la vista de todo el mundo —argüí, sintiendo que el rubor subía a mis mejillas.

—Dije “inicialmente” —aclaró la aludida— lo que no impide que finalmente nos lo montemos todos juntos, si nadie tiene inconveniente, cuando hayamos llegado a tener ya la suficiente confianza.

—Has hablado de “la primera motivación” —intervino Christian dirigiéndose a Jorge— lo que significa que hay más de una.

—Pues sí —respondió el aludido—. La segunda consiste en una especie de estudio sociológico-sexual —compuso un gesto irónico—: comprobar cuáles de las parejas conocidas por nosotros os apuntaríais a algo como lo que proponemos. Hemos apostado Sandra y yo, y voy a perder la apuesta: yo pensaba que al final nos juntaríamos con los amigos de Barcelona y otra pareja conocida de Madrid únicamente, pero digamos que las gestiones que hemos hecho hasta ahora van por muy buen camino… —me miró con una sonrisa irónica, y sentí que enrojecía otra vez—. Y luego está lo que decía de la fantasía de mi mujer de participar en una orgía al aire libre.

—¡Vaya! —exclamó la aludida—. Aquí no se puede guardar ningún secreto. Bueno, pues mi marido ya ha dicho cuáles son mis fantasías en el terreno sexual —continuó—, aunque ha omitido algo: en esa orgía supuesta, me veo cambiando de varón cada poco tiempo, hasta haber follado con todos. Pero me gustaría conocer las vuestras… Tú primero, Christian.

—En mis sueños húmedos me veo en compañía de varias mujeres completamente desnudas, al aire libre, como Sandra —dijo, en respuesta a la petición de la otra mujer.

—¡Jajajaja! —reí—. ¿Y cómo ibas a hacer para “atenderlas” a todas?

—Yo no he dicho nada de follármelas una detrás de otra —replicó él, algo corrido—. Lo que me “pone” es imaginar un conjunto de cuerpos femeninos desnudos.

—O sea, la orgía de Sandra, pero siendo tú el único varón sobre la tierra —apostillé con tono falsamente irónico.

—La mía —comenzó Jorge sin que nadie le hubiera invitado a confesarse— consiste en compartir a una mujer con otro hombre. Lo que pasa es que la boba de Sandra no ha querido hasta ahora.

—Ya le he dicho que si quiere que alguien se la meta a alguien por el ano, que el otro tío se lo haga a él, —saltó rápida su mujer, riendo.

—Hay otras maneras… —rezongó él.

—Lea —me animó Christian.

Dudé unos instantes. A Christian se lo había contado, —fue el principio de mi narración del encuentro con Germán—. No me atrevía a repetirlo, porque esta vez no estábamos solos. Finalmente, me decidí:

—Más que fantasía, se trata de un sueño recurrente, —comencé con la vista baja—. Me veo desnuda, siendo penetrada por un hombre, mientras otro introduce su pene en mi boca, y varios más desnudos esperan su turno masturbándose.

—Sandra prorrumpió en carcajadas—. Mira tú: estos dos tienen fantasías complementarias: quedáis con tres o cuatro parejas; Christian se lleva a las mujeres a otra habitación, y mientras Lea se encarga de sus hombres.

La ocurrencia de la mujer provocó la hilaridad de todos.

—¿En serio han aceptado todas las parejas a quienes se lo habéis propuesto? —pregunté a Jorge.

—Bueno, ha habido de todo —respondió él—. Están las parejas de Madrid y Barcelona de las que hablábamos, que se apuntaron inmediatamente, pero con eso ya contábamos, aunque solo una de las dos de Madrid, porque los otros tienen las vacaciones después de agosto. Hubo un matrimonio que intercambió una mirada significativa entre ellos, y nos dijeron que sí en el momento. Otra de las chicas llamó a Sandra al día siguiente, y le hizo muchas preguntas. Al final, le confesó más o menos que ella quería, y que trataría de convencer a su marido. Hay otras dos parejas de las que no sabemos nada. De una de ellas, mi mujer dice que sí, que vendrán, pero yo no lo tengo tan seguro, conociéndole a él. Y estáis vosotros…

—O sea, que si nadie falla, seremos siete parejas —concluí.

—Por tu expresión, se diría que te encanta que haya variedad —rio él, y sentí que me ruborizaba nuevamente.

—Pues a pesar de que sois con mucho la pareja con ideas más liberales sobre el sexo, al menos sobre el papel, Jorge no lo tenía nada claro, aunque yo sí he pensado siempre que vendríais —afirmó Sandra.

—Seguís sin dar nombres… —insinuó mi marido.

—Es un tema muy delicado —se excusó Jorge—. Está claro que quienes nos acompañen sabrán lo que hicieron con los demás, y todo el mundo guardará silencio fuera de nuestro círculo, por la cuenta que les tiene. Pero imagina que decimos ahora a otra pareja que vosotros dos estáis dispuestos, y luego ellos se echan atrás: sería de lo más violento. Aunque algo podéis tener claro: además de porque nos parecía que había alguna posibilidad, os elegimos a todos en función del físico, de manera que las chicas pueden estar seguras de que no habrá calvos con barrigón, y los chicos de que todas son, al menos, tan bonitas como tu mujer y la mía.

—Os quedaréis a dormir… —invitó Sandra con mirada esperanzada, cambiando de tema.

Abajo, en el salón, sonaron varias campanadas del reloj de pared. Había perdido la noción del tiempo, pero hacía un rato ya que había oscurecido, y la terraza estaba en penumbra. Entonces recordé algo:

—¿Qué hora es? —pregunté.

Jorge se dirigió al dormitorio, de donde volvió unos segundos después.

—Las once —anunció—. Hora de ir pensando en cenar… Pero no habéis respondido a mi mujer…

—Lo había olvidado; no podemos quedarnos, porque mañana nos hemos comprometido a llevar a mis padres al aeropuerto a las seis de la mañana, —expliqué, sonriendo interiormente ante la cara de desilusión del hombre—. De hecho, tendríamos que irnos ya, nos queda como una hora para llegar a casa, y tendremos que dormir unas horas —concluí, poniéndome en pie, y advirtiendo la expresión de decepción del otro matrimonio.

—Pero… mañana, una vez que dejéis a tus padres en el aeropuerto no tendréis nada que hacer —arguyó Sandra—. ¿Por qué no venís aquí de nuevo, y pasamos el día juntos? De paso, podemos acabar toda la comida que habéis traído hoy…

«Y “de nuevo”, echamos otro polvo —pensé, pero no dije nada. La verdad es que no me habría importado, sino todo lo contrario».

Christian y yo nos vestimos con pena, porque nos habría apetecido sobremanera continuar la velada desnudos. Y, todo hay que decirlo, repetir la experiencia de la tarde. Eso, si los chicos estaban en condiciones de hacerlo…

Sandra y Jorge nos acompañaron hasta la puerta sin salir al exterior (ellos seguían en pelotas)

—¿Qué tal lo habéis pasado? —quiso saber Jorge.

—De maravilla, ¿verdad Lea? —respondió Christian.

Me limité a asentir con la cabeza.

Los besos de despedida fueron en la boca. Y mientras estaba abrazada a Jorge, yo vestida, él desnudo, pensé en el vuelco que había dado nuestra vida en solo unas horas.