El síndrome del oso panda (5)
Tras aclarar lo sucedido con Román y Helga, reciben una proposición de sus amigos Jorge y Sandra.
11
Conversaciones de alcoba (Christian)
De nuevo, 8 de junio
Ahora todo estaba claro. No había dejado olvidadas las gafas, sino que Helga las había cogido de su bolso con el fin de tener un pretexto para venir a nuestra casa. Pero había aún un par de detalles que no cuadraban.
—¿Sabían Helga o Germán dónde vivimos? —le pregunté.
—No —respondió pensativa. Luego me miró de frente—. No se lo he dicho nunca; en ambas ocasiones estaba decidida a no volver a verles, y quería mantener mi anonimato.
—¿Y estaba Helga enterada de lo de tu viaje a Barcelona?
Lea lo pensó unos instantes.
—No, que yo sepa, aunque… espera: si cogió las gafas de mi bolso, pudo mirar la dirección en mi documento de identidad. ¡Joder! Y llevaba en él también los billetes de avión. La muy… zorra, vio la ocasión de echarte un polvo cuando yo estuviera fuera, y la aprovechó. Igual no debería decírtelo, pero le mostré unas fotografías tuyas, y dejó muy claro que le gustabas.
«Estamos hablando de una nueva infidelidad de ambos como si fuera la cosa más natural del mundo» —pensé—. Pero había algo aún que quedaba por aclarar:
—Oye, lo del sexo con otra mujer es nuevo. ¿O no?
Lea bajó la vista y enrojeció ligeramente.
—Nunca antes lo había hecho, no sé qué me pasó. Fueron las circunstancias, el ambiente, no sé. Aunque tú ya sabes por experiencia propia que Helga es sexo en estado puro, la mujer más sensual que he conocido.
—¿Lo disfrutaste? —pregunté.
Me miró a los ojos. Seguía ligeramente ruborizada, pero decidida a decir la verdad.
—¿Te sentirías mejor si te dijera que no, que me vi obligada en cierta forma, que estaba avergonzada, y que no lo pasé nada bien? Lo siento, pero la verdad es que eso no sería cierto: perdí la cuenta de los orgasmos que me provocaron entre ambos. ¿Y tú? —preguntó a su vez.
—Como ya te he contado, la deseé desde que le puse la vista encima —respondí—. Ella me facilitó mucho las cosas, dejando claro desde el primer momento que estaba decidida a follar, pero no te puedo asegurar que, de no haberlo hecho, no hubiera terminado por proponerle echar un polvo. Y tienes razón, esa mujer es muy ardiente, y…
Lea dio voz a mis pensamientos de hacía unos instantes:
—¿Te das cuenta de que estamos hablando de esto como si se tratara de algo normal, como si follar con otros no fuera nada del otro mundo?
—Verás, en la ocasión anterior, después de decidir que te quiero demasiado como para permitir que “aquello” rompiera nuestra relación, me asaltó un pensamiento, muy al final, después de que hiciéramos el amor: pensé que ambos habíamos roto un tabú, y que si se presentaba de nuevo la ocasión, no opondríamos la misma resistencia a dejarnos llevar. Dicho en otras palabras, que ya no podíamos ninguno garantizar que, si se daban las circunstancias apropiadas, no volveríamos a hacerlo.
—Lo que me importa es saber cómo te sientes… —musitó Lea con los ojos empañados.
—Voy a imitar tus palabras de antes: debería sentirme engañado, ofendido, no sé, y esto a pesar de que tú no has hecho nada distinto de lo que yo hice. E incluso con la misma mujer —no pude evitar el sarcasmo—. Pero no es así como me siento. Esta vez no me parece una tragedia, y… —medité unos segundos mis siguientes palabras antes de expresarme en alta voz— casi me parece trivial, algo que, —lo hemos hablado algunas veces— debería ser natural si pudiéramos evadirnos de nuestros prejuicios. Lo importante para mí es que siempre sigamos amándonos como hasta ahora.
Lea se tumbó sobre mí, y la sensación de su piel desnuda en contacto con la mía me hizo recuperar la erección en alguna medida. Me besó ardientemente.
—Lo único que no soportaría es que cuando en el futuro tengas una nueva ocasión de ponerme los cuernos, me lo ocultes. Quiero que me lo cuentes, como has hecho hoy. Y ante todo y sobre todo, que aunque te folles a otras, me sigas queriendo únicamente a mí.
—Oye, hay algo… has dicho que fuiste a casa de Germán y Helga a recoger una copia de las fotos. Quiero verlas.
—¿De veras quieres? —preguntó con un dejo de extrañeza en la voz.
Afirmé con la cabeza. Se bajó de la cama, y admiré su cuerpo desnudo mientras se dirigía al salón. La seguí. Encendió su portátil, y estuvo revolviendo entre un mar de carpetas, hasta abrir una. Las miniaturas me indicaron que era la correcta, aun antes de que ella las pusiera en modo presentación. Me cedió el asiento, quedándose a un lado.
Una cosa fue su relato de cómo poco a poco fue desvelando partes de su cuerpo hasta aparecer gloriosamente desnuda, con el sexo expuesto en primer plano, y otra diferente verlo. Proyectaba una imagen que se me antojó aún más sensual que la de Helga mostrándome su feminidad en el sillón. Aparté la imagen mental de unos ojos masculinos contemplando aquel cuerpo a través del visor de su cámara, y disfruté de la visión.
Lea se sentó sobre mis muslos, mientras yo volvía a iniciar la visualización.
—¿No hay más? —pregunté cuando llegué a la última fotografía.
—Esas son todas —afirmó. Luego cambió de tono—. Oye, ¿esto que estoy notando en mi cosita es…?
Elevó ligeramente el trasero, y aferró mi pene, que efectivamente se había empinado hasta rozar su vulva. Se elevó aún más, y fue bajando lentamente, guiándole con la mano hasta quedar ensartada en él. Me aferré a sus pechos, y la besé en el cuello, lamiéndoselo a continuación.
—Ven, vamos de nuevo a la cama —musité con voz ronca de deseo.
Tampoco esta vez hubo preámbulos: me tendió los brazos, recibiéndome entre sus muslos muy separados, la penetré de inmediato, y no tardamos en conocer de nuevo el placer de otro clímax casi simultáneo.
Satisfecha de nuevo, me empujó hasta que quedé tendido a su lado, y se abrazó a mi cuerpo.
—Voy a tener que llamar a Helga de vez en cuando para que te entrene… Los resultados son espectaculares —sonrió con gesto de malicia.
—Mmmmm, pero sin su marido, y cuando tú estés. Así el entrenamiento dará mejores resultados —sonreí de oreja a oreja.
Me propinó un cachete juguetón en una nalga. Luego bostezó sonoramente y se acurrucó en mi pecho.
—Estoy muerta de sueño… —murmuró.
—A saber qué hiciste anoche.
—Compartí habitación con mi amiga Paula —dijo con voz soñolienta— ¿te acuerdas de ella? La de las tetas grandes y el marido sobón. Pero la muy tonta no quiso… —terminó bromeando.
Me acordaba. No pertenece al círculo de matrimonios, pero la había visto algunas veces en compañía de Lea. Y una vez estaba también su marido que, efectivamente, parecía desnudar a Lea con la vista.
«Bueno, si a eso vamos, a mí tampoco me habría desagradado metérsela a Paula entre los pechos, en plan “cubana” —pensé»
—¿En serio no te follaste a Paula? —seguí su broma.
Pero Lea no pudo responderme: estaba dormida. O al menos lo fingía.
Mientras Lea respiraba acompasadamente entre mis brazos estuve pensando en que, si la vez anterior habíamos roto esa especie de tabú que mantiene la fidelidad en un matrimonio, en esta ocasión habíamos cruzado una especie de Rubicón. Y ahora no habría nada que nos impidiera a ninguno de los dos repetir la experiencia.
«Ya sabes, tío, “no hay dos sin tres” —me dije—. Además, Lea casi me había autorizado. ¿Cuáles habían sido sus palabras? ¡Ah, sí!
“Lo único que no soportaría es que cuando en el futuro tengas una nueva ocasión de ponerme los cuernos, me lo ocultes. Quiero que me lo cuentes, como has hecho hoy. Y ante todo y sobre todo, que aunque te folles a otras, me sigas queriendo únicamente a mí.”
¿Y yo? ¿Seré también capaz de autorizar a Lea a que tenga sus propias aventuras sexuales?»
Me quedé dormido.
12
Una proposición deshonesta (Christian)
En aquel momento obviamente no me pareció extraño, aunque después, a la luz de lo que sucedió a continuación, pensé que el hecho de que Jorge hubiera iniciado aquella conversación no tuvo nada de casual.
Y es que llevábamos ya unos minutos hablando del sexo en general, y de la infidelidad más en particular.
—Todas esas teorías están muy bien —intervino Sandra, su mujer—. Pero probablemente, si personalizamos el asunto, puede que vuestra opinión no sea la misma.
Dejé la taza de café sobre la mesita de centro, y la miré fijamente.
—¿Dónde quieres ir a parar?
—A ver si recuerdo vuestras palabras… Tú, Lea, has dicho que, después de unos años de matrimonio, es comprensible que cualquiera de los dos miembros de una pareja, si se les presenta la ocasión, puedan mantener una relación sexual esporádica con otro u otra, y que en el siglo XXI eso no tendría por qué representar ningún drama. ¿Estoy en lo cierto?
—Sí, pero…
—Deja que termine —interrumpí a mi mujer, intrigado.
—Gracias —dijo ella—. Y tú, Christian, has expresado la teoría de que, idealmente, si consiguiéramos olvidar todos los tabúes que nos imbuyen desde pequeños, y si el sexo no llevara aparejadas todo un montón de represiones, sentimientos de celos y posesión, etcétera, en ese mundo ideal, dijiste, si no recuerdo mal, que un hombre y una mujer que viven juntos podrían mantener relaciones sexuales ocasionales con otras personas sin ocultárselo a su pareja. ¿Fueron estas tus palabras?
—Más o menos —acepté—. Lo que, como ves, quiere decir que Lea y yo tenemos opiniones similares al respecto.
—Decía que ahora se trataba de personalizarlo. Y, desde la confianza que tenemos después de años de amistad, os pregunto: ¿alguno de vosotros dos ha sido infiel al otro?
Mi mujer y yo nos miramos consternados. Lea es de rubor fácil, pero en aquella ocasión, el tono de sus mejillas era rojo subido.
«¿Acaso sabían algo? —me pregunté—. Pero no, era imposible».
Jorge dejó oír su risa.
—No se trata del juego de la verdad ni nada parecido, así que no tenéis por qué responder. Vamos a plantearlo de otra manera: supongamos que una noche llega Christian a casa y te cuenta que acaba de beneficiarse a, pongamos, su secretaria. ¿Qué harías?
—Bueno, yo… —comenzó Lea, dudando unos segundos antes de responder, y no sin dirigirme antes una mirada entre avergonzada y cómplice—. Creo que me sentiría mal, por supuesto. Pero eso sería preferible a enterarme por un tercero de que tiene un lío con ella. No sé qué haría en ese caso, no lo he pensado, —mintió—, pero así sobre la marcha creo que le haría sufrir un poco, pero acabaría por perdonarle —terminó, oprimiendo mi mano sobre el asiento, después de dirigirme una rápida mirada.
—¿Y tú Christian? —Sandra se dirigía ahora a mí con gesto de malicia—. Imagina que un día Lea te cuenta, por ejemplo, que ha encontrado a un antiguo compañero de Universidad, y que han echado un polvo en recuerdo de los viejos tiempos. ¿Qué te parecería?
Yo ya llevaba pensando en ello unos segundos previendo que me harían la pregunta, pero aún no había conseguido llegar a elaborar una respuesta. Eso sí, la imagen mental de Lea follando con otro, aún en abstracto, —y eso que ya había aceptado sus “deslices”— me produjo un vago desasosiego.
—Veréis, —comencé—. Decía que si consiguiéramos dejar atrás los tabúes, y los sentimientos de celos y posesión, no tendría nada de particular aceptar (y voy a personalizarlo, como queréis) la idea de que Lea viviera sus propias aventuras. Siempre a condición, añado ahora, que se tratara solo de sexo, sin más connotaciones. Pero es que todas esas represiones están implantadas fuertemente en todos nosotros, de modo que puede que no me fuera fácil aceptarlo. Pero, si queréis que vaya un paso más allá… Pues bien, creo que podría perdonar la infidelidad.
—Siguen hablando vuestros prejuicios —reprochó Jorge—. Ambos habéis dicho “perdonar”, y eso implica que pensáis inconscientemente que el hecho de que vuestra pareja tenga sexo con otro u otra es una falta.
—Hay parejas que incluso van varios pasos más allá —terció Sandra—. Seguro que conocéis la existencia de clubs de intercambio, donde ya no es solo que los dos follen con otros, sino que en la mayoría de las ocasiones lo hacen a la vista de su pareja. ¿Os parece normal y correcta esta forma de proceder?
—Por lo que sabemos, —respondió Lea por los dos con una evasiva— tales clubes han proliferado últimamente, lo que quiere decir que debe haber muchas parejas dispuestas a montárselo de esta manera.
—Eso no es una respuesta —dijo Jorge.
—Veréis, Lea y yo hemos comentado el tema en alguna ocasión —intervine—, y no nos parece ni bien ni mal; siempre que los dos estén de acuerdo, pues bendito sea. Seguro que lo pasan en grande.
Decidí que ya estaba bien de que fuéramos nosotros los únicos interrogados.
—A mí lo que me gustaría ahora, y supongo que también a Lea, es conocer vuestra opinión sobre todo ello, porque no habéis soltado prenda ninguno de los dos…
El otro matrimonio intercambió una mirada cómplice.
—De acuerdo, —concedió Sandra—. Pero necesito vuestro compromiso de que nada de lo que digamos a partir de ahora saldrá de aquí.
Ahora fuimos Lea y yo los que nos miramos. Pero en nuestro caso no se trataba de complicidad, sino de sorpresa.
—Tenéis nuestra palabra —respondió Lea en nombre de ambos.
—Bien. Os vamos a ahorrar los antecedentes; algún día quizá os hablaremos de una crisis que tuvimos en nuestro matrimonio a comienzos del año pasado —comenzó Jorge—. El sexo entre nosotros se había convertido en algo maquinal, previsible. Ninguno de nosotros estaba satisfecho, era como si nuestra relación se hubiera detenido en un punto, y no pudiera progresar más allá. Llegamos incluso a pensar seriamente en separarnos.
Lea y yo nos miramos sorprendidos. De algo como eso no suele hablarse abiertamente, y ellos lo estaban haciendo con absoluta tranquilidad.
Sandra rió con ganas.
—Habéis quedado como si os hubiera dado un aire. Pues esperad, que no hemos terminado…
—Os cuento esto solo como introducción a algo que… ¡Va!, lo diré sin más circunloquios: Sandra y yo hemos practicado el intercambio con otras parejas en varias ocasiones —concluyó Jorge.
Y se quedó mirándonos con gesto socarrón, esperando que reaccionáramos. Y es que Lea se había puesto roja como la grana, mientras que yo sentí, por el contrario, que me huía la sangre de la cara. Porque lo que me temía es que a continuación nos propusieran hacer cama redonda los cuatro, y eso…
—Veréis, —continuó Sandra— no llegamos a ello sin hablarlo mucho, y os confieso que la primera vez casi me desmayo cuando me encontré desnuda en brazos de otro, pero lo entendemos de una forma similar a la de vuestras teorías de hace un rato; se trata de una especie de paréntesis, en el que cada uno de nosotros acepta que el otro mantenga un encuentro sexual con otra u otras personas, y lo que os puedo asegurar es que, al contrario de lo que probablemente estáis pensando, nos seguimos amando con locura y nuestra relación es ahora más intensa que antes en todos los aspectos, sexo incluido.
—Pero todo esto viene a cuento de otra cosa, y es que tenemos que haceros una proposición, —intervino Jorge.
«Ya está: ahora es cuando me dice que quiere follarse a Lea» —pensé.
Yo creía que el rostro de mi mujer había alcanzado el tono de rojo más subido, pero me equivocaba: estaba mirando a nuestros amigos con los ojos desorbitados y las mejillas como la grana; de seguro, porque sus pensamientos iban por los mismos derroteros que los míos.
—No es lo que estáis pensando, o no exactamente —advirtió Sandra, sonriendo con picardía—. Primero escucharnos, y os pedimos que no os sintáis ofendidos por nuestras palabras. Porque valoramos vuestra amistad y, pase lo que pase, pretendemos continuarla. Y si no aceptáis, pues no sucede nada, lo comprenderemos.
—Creo que debemos dejarnos de rodeos —dijo Jorge, tomando una mano de su mujer—. Los padres de Sandra tienen una casa en la costa que ya no utilizan, son demasiado mayores para viajar hasta allí. Está muy aislada, es grande, y puede alojar a varias parejas sin estrecheces. Hemos contratado a unas personas para que la limpien, realicen las reparaciones que sean necesarias, y la acondicionen para pasar las próximas vacaciones de verano en ella.
—El plan completo es disfrutar del sexo sin restricciones durante esos días con quienes acepten acompañarnos —aclaró Sandra—, y con “disfrutar del sexo” quiero decir follar con cualquiera que nos apetezca y también esté dispuesto a hacerlo. Y nos gustaría que vosotros dos fuerais una de esas parejas, si queréis.
Yo abrí la boca para responder (aún hoy no sé qué iba a decirles) pero la mujer me interrumpió antes de que consiguiera articular palabra.
—No, Christian, no se trata de que toméis ahora una decisión, porque —sonrió irónicamente— está claro que diríais que no. A partir de este momento, os ruego que hagáis como nosotros: esta conversación no ha tenido lugar. Tenéis casi treinta días, hasta fin de mes, para hablarlo entre vosotros, y os pediría que lo hicierais sinceramente, y que no os dejéis llevar por los prejuicios. Al fin y al cabo, estamos en el siglo XXI, y sois personas de mente abierta. Solo os recalco que, si al final optáis por acompañarnos, lo hagáis sin reservas de ningún tipo, decididos ambos a mantener relaciones sexuales con otros, porque esa es la finalidad de estas atípicas vacaciones, que pueden ser para todos nosotros la experiencia más sensual y excitante de nuestras vidas.
Se hizo un espeso silencio que duró unos minutos, en cuyo transcurso ellos, con las manos enlazadas, nos miraban con una sonrisa tranquila, sin tratar de forzar la respuesta.
—¿Quiénes… serían los demás? —conseguí articular al fin.
—Eso es parte del compromiso de confidencialidad que os pedí antes —respondió Jorge—. Solo os diré que hemos hecho o nos proponemos hacer este mismo ofrecimiento a cuatro o cinco parejas, puede incluso que alguna conocida por vosotros, aunque nadie sabrá quiénes son los otros hasta que nos encontremos en la casa. Porque la idea es que siquiera nos digáis sí ni no; simplemente, si estáis de acuerdo, aparecéis por allí el día 1 de agosto. Y si no, pues tan amigos.
Y nos entregaron un plano de situación de la casa en cuestión que, al menos sobre el papel, parecía bastante aislada, y estaba situada frente a la playa, a corta distancia.
Por más que lo intentamos Lea y yo, no conseguimos recordar después de qué hablamos a continuación, si es que hablamos de algo.
Durante el trayecto de vuelta a casa nos mantuvimos en un mutismo casi absoluto, perdidos cada uno de nosotros en sus pensamientos. La proposición de Jorge y Sandra me había excitado, no voy a negarlo. Otra cosa diferente era pensar en las implicaciones de aquello. ¿Estaba yo dispuesto a hacer una cosa así? No, me respondí a mí mismo, quizá demasiado rápidamente.
En un momento dado, miré a Lea, sentada a mi lado en nuestro auto. No había más luz que la que procedía de la iluminación pública de la calle, pero a pesar de ello me pareció advertir en sus mejillas “ese” rubor. Y sus pezones (no usa nunca sujetador) abultaban la leve tela de su blusa.
«¿Qué piensa ella de la proposición?» —me pregunté.