El síndrome del oso panda (4)

Cuando Lea dice a Christian que ella es la culpable de la visita de Helga, él no entiende nada, hasta que se lo explica.

9

Conversaciones de alcoba (Christian)

Cuando terminé de contarle mi aventura con Helga, escruté el rostro de mi mujer, sin lograr hacerme una idea acerca de sus sentimientos.

«No parecía dolida, sino pesarosa» —constaté con asombro.

Tomó las gafas de la mesilla, y las miró pensativamente. Luego, volvió a depositarlas donde estaban.

—No puedo reprocharte nada, Christian —dijo en tono contenido—. La culpa ha sido mía.

La miré estupefacto.

—Yo también tengo que contarte algo, y después de que lo haga, entenderás lo que digo.

E inició el relato, mientras yo la miraba sin saber qué pensar.

10

Un encuentro inesperado (Lea)

4 de junio

Con el transcurso del tiempo, las cosas habían vuelto a su cauce, y la relación entre Christian y yo era de casi normalidad, como antes de nuestras respectivas infidelidades, (por cierto, palabra proscrita entre nosotros). Y digo “casi”, porque había momentos en los que nos mirábamos sin hablar, y no había sonrisa que acompañara a esa mirada.

Pero había algo peor, que no podía contar a Christian en modo alguno: y es que en las raras ocasiones en que me permitía recordar la sesión fotográfica, me excitaba enormemente. Trataba de apartar de mí esos pensamientos, pero volvían, insidiosos. Afortunadamente para mi paz interior, era prácticamente imposible un nuevo encuentro con aquel hombre, porque no estaba nada segura de poder resistirme a una nueva proposición por su parte, si me miraba de nuevo con aquellos ojos, y sobre todo, si volvía a contemplar los pliegues junto a su boca.

¿Me había enamorado de él? Rotundamente, no. Se trataba de algo atávico, una atracción puramente animal.

¿Y Christian? No me había atrevido a preguntarle si había vuelto a establecer contacto con Caitlyn. Sobre todo, el relato de su despedida en el aeropuerto John F. Kennedy, me había dejado muy pensativa.

Pero sin embargo, recordar la relación de Christian con Caitlyn no me producía celos ni rencor, sino otro sentimiento muy difícil de analizar: ternura. ¿Absurdo, verdad?

Con todo, lo que me preocupaba era que los dos habíamos atravesado una línea roja, y que detrás de ella habían quedado las ataduras que hasta ese momento nos habían ayudado a mantenernos fieles al otro. Una vez traspasada esa línea invisible, imaginaba que sería mucho más sencillo que uno de los dos, o ambos, repitiéramos la experiencia si se daban las condiciones adecuadas.

Y al pensar en esto, me refería más a mí misma que a Christian; porque seguía teniendo fantasías de las que formaban parte una máscara veneciana, un vestido vaporoso que no ocultaba nada, y unas mejillas con dos pliegues en la comisura de los labios que se ahondaban al sonreír.

Fue pura casualidad. O el destino, que es la casualidad con otro nombre.

El caso es que yo había ido a una agencia de viajes a recoger unos billetes de avión a Barcelona que había encargado por teléfono, y después de hacerlo me entretuve mirando folletos. Quedaban dos meses para las vacaciones de verano, y aún no teníamos una idea muy clara de a dónde ir.

Estaba ya casi decidida: haríamos un crucero por el Caribe. Escuchaba muy atenta las explicaciones de la empleada sobre clases de camarotes y precios, cuando me sobresaltó una voz profunda a mi espalda. Una voz que reconocí de inmediato:

—¡Lea!, por fin te encuentro.

Me volví, y quedé paralizada. Otra vez aquellos ojos, y los dos pliegues en las comisuras de su boca, ahondados por la sonrisa franca con la que me contemplaba.

—Yo… me alegro de verte, Germán.

Entonces reconocí a la mujer que esperaba unos pasos detrás de su marido: Helga, la “virgen del lirio”, con una sonrisa cortés en sus labios. Y mi confusión llegó a extremos inimaginables.

—He intentado conseguir tu número de teléfono, pero nadie de mi círculo te conoce. Es que hay algo que quiero darte… —continuó diciendo Germán.

No podía seguir manteniendo aquella conversación delante de la empleada, cuyo rostro mostraba a las claras que había percibido en mi actitud que estaba pasando algo raro. De manera que recogí dos o tres folletos que había sobre la mesa, y le dije algo como que “tenía que consultarlo con mi marido”.

Nada más ponerme en pie, él me tomó de un brazo, conduciéndome hacia donde le esperaba la Venus rubia.

—Ven, voy a presentarte a Helga, mi mujer. ¿Recuerdas la fotografía que te mostré?

¡Vaya si la recordaba! Era el mismo rostro, aunque un poco más maduro que en la imagen. Y el mismo cuerpo, cuyas formas resaltaba un vestido vaporoso acorde con los días de calor, anormal en esas fechas, que estábamos viviendo.

—Encantada de conocerte al fin, Lea. Germán me ha hablado mucho de ti —dijo la beldad nórdica aquella mientras me besaba en las mejillas.

«¿Estará enterada de mi aventura con su marido? —me pregunté confundida»

Imaginaba que Helga había visto mis fotografías, y mi sensación de vergüenza era terrible. Pero luego caí en la cuenta de que, por la profesión de él, sería algo normal hasta cierto punto la presencia de mujeres desnudas en su estudio, y me tranquilicé un poco.

—¿Os parece que vayamos a algún sitio tranquilo a charlar? —preguntó él, tomándonos a cada una de un brazo.

Minutos después, estábamos sentados los tres en la terraza de un bar elegante, acorde con el barrio en el que había tenido lugar el encuentro.

—¿Champagne? —me preguntó cuando se acercó el camarero, y la nueva visión de los dos pliegues de sus comisuras me dejó inerme.

—Es muy pronto para mí —respondí—. Prefiero un zumo de naranja natural.

—Agua sin gas para mí —eligió Helga.

Cuando el camarero se alejó, él me tomó una mano sin disimulo. Quedé petrificada. Sobre todo porque Helga seguía manteniendo su sonrisa de hada nórdica.

—Verás, estaba intentando localizarte para darte una copia de las fotografías que tomé en tu posado —dijo él con absoluta tranquilidad—. He imaginado que querrías tenerlas…

—Eres muy amable, pero… —reconsideré mi primera intención: iba a decir que no, pero eso podía resultar sospechoso a los ojos de su mujer—. Claro, yo había pensado ir a tu estudio, pero ya sabes, no encontraba el momento —mentí.

—Después nos acercamos a casa, y te las doy… —ofreció.

Seguía con mi mano entre las suyas, y hube de apartar la vista para no seguir contemplando su rostro.

—Debes ser una mujer muy especial —dijo Helga con su ligero acento extranjero—. Germán quedó muy impresionado.

—Gracias, pero no me considero más que una mujer normal y corriente.

Poco a poco estaba recuperando la tranquilidad, después de la inmensa sorpresa del encuentro.

«¡Si al menos él me soltara la mano y dejara de sonreír!»

—No, no —refutó la otra mujer—. En las fotografías no se ve tu rostro, pero es algo que hay en tu actitud, en tus movimientos y posturas. Pocas mujeres son capaces de mostrarse desnudas como tú lo haces, una mezcla de inocencia y provocación, no sé cómo definirlo —concluyó.

Debí enrojecer hasta la raíz del cabello. Me repetí el argumento de que Germán, por su profesión, etcétera… Y decidí contraatacar.

—Eso no es cierto. Tu fotografía, ya sabes, la del lirio, es algo tan hermoso que quita el aliento. Y la forma en que te muestras sin ropa, hace que la impresión que se recibe al verla sea de… virginidad, es la palabra.

—¿Te gusta mi cuerpo? —preguntó la mujer sin perder su expresión angelical.

—Bueno, yo… sí. No, es que… —balbuceé—. Quiero decir que, aunque yo soy heterosexual… —no sabía cómo continuar—. Pues eso, que aprecio la belleza física, tanto masculina como femenina.

«¿Por qué habían cruzado aquella mirada de inteligencia? —me pregunté»

—Estamos aquí, charlando, y aún tenemos que ir a casa —advirtió él—. Y probablemente a Lea se le hará tarde, imagino que tu marido esperará encontrarte a su vuelta —terminó, dirigiéndose a mí.

—No, por eso no os preocupéis —dije sin pensarlo—. Christian está de viaje, y no vuelve hasta mañana.

Me arrepentí inmediatamente de mis palabras.

«¿Habrá sonado como un ofrecimiento? —me pregunté—. Aunque claro, esta vez con Helga presente, no hay posibilidad de que se repìta…»

Pero la simple idea de desnudarme de nuevo ante él, y de que me hiciera el amor, me había excitado enormemente.

—¡Ah! Estás casada —afirmó más que preguntar Helga.

—Pues sí, desde hace cinco años.

—¿Tienes alguna foto de tu marido? —solicitó la mujer.

En aquel momento, no me extrañó. Luego he pensado que es normal pedir que te enseñen las fotografías de los niños (que no tenemos) pero la del marido… Extraje el teléfono móvil del bolso, y le mostré unas cuantas: un primer plano del rostro de Christian; el busto de Christian vestido con traje y corbata. Y varias de las últimas vacaciones, con Christian en bañador. Vi claramente el gesto apreciativo de Helga, que las miró todas dos o tres veces.

—Es un hombre muy atractivo —dijo en tono admirativo.

Sentí una absurda punzada de celos. Absurda, porque ella solo había visto a Christian en fotografías, pero yo me había follado a su marido.

—¡Ufff!, hace un poco de calor aquí. Seguramente podemos continuar esta conversación más cómodamente en nuestra casa —ofreció Helga, devolviéndome el móvil.

Unos minutos después, me encontré en uno de los asientos de cuero traseros del carísimo Bentley Mulsanne de Germán, sentada al lado de la mujer. Y me sorprendí a mí misma contemplándola: se había deslizado hasta el hombro un tirante de su vestido veraniego, dejando al aire uno de sus pechos, y la falda, subida hasta las ingles, dejaba al descubierto la totalidad de sus muslos. Yo nunca había deseado a una mujer, por lo que al principio no supe reconocer que la ola de excitación que me recorría no tenía nada que ver con Germán. El descubrimiento me dejó estupefacta.

—Tienes una piel muy bonita —dijo ella, mientras su mano comenzaba a acariciar la cara interna de uno de mis muslos.

El roce de la punta de sus dedos me enervó, de la misma forma que habría sucedido si se hubiera tratado de una mano masculina. Y sentí el impulso insensato de conocer el tacto de su seno. Me contuve a duras penas. Estaba absolutamente confundida. Noté que me estremecía toda, mis pezones se envararon, y una ola de deseo casi insoportable me asaltó. Aparté la vista de su pecho a duras penas, dirigiéndola hacia el exterior.

—Te quedarás a cenar con nosotros, ¿verdad? —ofreció la mujer—. No sé si sabes que hoy es el cumpleaños de Germán.

—No, no lo sabía, —conseguí decir, con la vista obstinadamente fija en otra cosa que no fuera Helga—. Razón de más para que os deje después de que tu marido me haya dado las fotografías. Imagino que querréis celebrarlo en la intimidad… ¡Ah!, felicidades, Germán.

Él hizo un vago gesto de reconocimiento con la mano derecha.

—De ninguna manera —protestó ella—. Antes al contrario, nos encantará contar con tu presencia. Será como otro regalo… ¿Verdad, Germán?

—La presencia de Lea es siempre un obsequio para los sentidos —musitó él.

—Pues está hecho —concluyó la mujer.

Cuando me apeé del automóvil mis piernas temblaban ligeramente, y me encontraba como en una nube, con la sensación de que se trataba de uno de esos sueños agradables, de los que no quieres despertar, aunque era consciente de que la presencia de Helga era un seguro de que en esta ocasión no habría sexo con Germán.

Ella me enlazó por la cintura, y mantuvo la mano allí hasta que el ascensor se detuvo en el ático.

Una vez en su amplio salón (en el que había estado únicamente de visita la vez anterior) Helga se dirigió a su marido:

—Las chicas vamos a refrescarnos un poco. Mientras, tú preparas las fotografías de Lea en el portátil, y sirves unas copas.

Y me condujo a su dormitorio, de nuevo con un brazo pasado en torno a mi cintura.

Era la única pieza de la casa que Germán no me había mostrado en mi anterior visita: se trataba de una habitación inmensa, decorada con mucho gusto, con una cama de dimensiones enormes. En una de las paredes de la alcoba, advertí el hueco abierto de entrada a un vestidor de generosa extensión. Una segunda puerta daba paso a un baño dotado de un jacuzzi en el que podrían acomodarse cuatro o más personas. Dos cabinas dotadas de cerramientos translúcidos ocultaban la ducha y el inodoro.

—Seguramente te apetecerá refrescarte —me ofreció, mientras comenzaba a desnudarse.

De nuevo me quedé alelada. Su cuerpo había madurado, al igual que su rostro, desde que su marido le tomó la famosa fotografía. Lucía una piel impecable, de tono rosado. Como ya había visto en la imagen, sus pechos no eran muy grandes, pero de forma perfecta, como las proporciones de sus largas y esculturales piernas. Deshizo el moño en el que había llevado recogido el cabello hasta ese momento, y una cascada de hebras de oro se derramó sobre sus hombros; hube de apartar la vista, completamente confundida, de su pubis completamente depilado, en el que se distinguía claramente el inicio de la hendidura de su sexo, y que prometía la misma suavidad al tacto que el culito de un bebé.

Me sonrió invitadora. Y yo, como en trance, me quité toda la ropa, y entré con ella al descomunal aseo. Se dedicó a regular la temperatura del agua, volviéndose de vez en cuando en mi dirección con una sonrisa. Finalmente, hizo brotar del techo de la cabina un amplio abanico de finísimos hilos de agua, y se introdujo debajo. Me hizo una seña para que la imitara, y lo hice sin pensarlo.

Me acercó un dispensador de gel. Extraje una porción, que comencé a extender por mi torso, como sonámbula, mientras ella hacía lo mismo. En aquel reducido espacio, eran frecuentes los roces de nuestros cuerpos, y cada uno de ellos me producía un estremecimiento.

«¿Qué demonios te pasa? —me reproché a mí misma—. Es una mujer; bellísima, pero mujer. Y tú nunca lo has hecho más que con varones».

Con una sonrisa traviesa, depositó en la punta de mi nariz una pella de espuma. Sonreí a mi vez, y repetí su acción. Para mi confusión, llevó las dos manos a mis pechos, dejando en cada uno de los pezones una sutil porción de burbujas de jabón. Antes de darme cuenta cabal de lo que hacía, había puesto a mi vez en los suyos sendos vellones de espuma, mientras ella mantenía su sonrisa. Retiré las manos rápidamente, absolutamente perpleja por haber sido capaz de hacer algo así, y por otra cosa: la rugosidad de sus pezones erectos en mis dedos, me había causado una nueva oleada de excitación.

Y entonces me besó en la boca. No fue un beso pasional, apenas un roce con sus labios, pero la caricia me dejó como paralizada. Porque, en contra de lo que siempre había creído que era mi inclinación sexual, el beso no sólo me gustó: estimuló mi líbido como hasta ese momento únicamente lo habían conseguido los de un hombre.

Afortunadamente, cerró el paso del agua, y abrió la puerta. Tomó dos grandes toallas blancas de un estante, y me ofreció una de ellas.

—He deseado hacerlo toda la tarde —dijo, guiñando un ojo.

«¿Ducharse o besarme?»—dudé»

Me condujo de vuelta a su dormitorio y después al vestidor, tomada de la mano. El espejo de cuerpo entero me devolvió la imagen de los dos cuerpos desnudos. Y de nuevo, la visión me produjo un estremecimiento inexplicable.

—Mi ropa ha quedado en tu dormitorio. Espera que voy a por ella —dije, iniciando la salida. Pero me retuvo, cogiéndome de un brazo.

—Mejor te presto algo más fresco —ofreció, mientras abría un par de cajones—. Tenemos la misma talla más o menos… Quizá soy unos pocos centímetros más alta, y bueno, tenemos distintas medidas de pecho, pero eso no importará demasiado. —Por fin, pareció decidirse por algo, y me lo entregó.

¡Un camisón corto! ¡Y encima semitransparente! Se trataba de una prenda que se sujetaba con dos cintitas en los hombros, gran escote en “V” y fruncida bajo los senos, que no me llegaba ni un palmo por debajo del sexo.

Me quedé mirándola sin saber qué pensar. ¿Pretendía que me exhibiera así ante su marido? No me habría importado sin la presencia de ella; de hecho, mi cuerpo ya no tenía ningún secreto para él, y además, una vez que hubiera aceptado ir a su casa, todas mis defensas habrían sido sobrepasadas, y me habría vuelto a entregar a Germán sin dudarlo. ¿Pero con ella allí?

—Pruébatelo. Seguro que te sienta bien —me dijo, mientras se miraba al espejo con una prenda sobrepuesta, similar a la que me había entregado.

Me lo puse. En la intimidad de mi dormitorio, con Christian, habría dicho que era “sexy”. En aquellas circunstancias, el adjetivo era “escandaloso”.

—Oye, Helga, creo que no… Quiero decir que no es apropiado… —titubeé.

—Mmmmm, será tu regalo de cumpleaños para Germán —dijo como si se tratara de lo más normal del mundo—. Además, —se inclinó hasta que su boca quedó cerca de mi oído— conociendo a mi marido, terminaremos las dos desnudas más pronto que tarde.

Y me besó el lóbulo de la oreja. De nuevo, el extraño estremecimiento recorrió todo mi cuerpo. Y no satisfecha con eso al parecer, sus labios fueron al hueco de mi clavícula. Ahora fue una conmoción que me recorrió por entero. Y que, para mi extrañeza, me excitó sexualmente.

Y entonces volvió a besarme en la boca, esta vez con los labios entreabiertos.

Noté que me mojaba toda.

«¡Joder, Lea! —me reproché interiormente—. ¿Qué coño te pasa? Es una mujer»

Me la quedé mirando de hito en hito.

—Ya. O bien es que nunca antes has besado a otra mujer, o es que dudas si estoy enterada de que hiciste el amor con mi marido después de la sesión fotográfica —dijo con absoluta tranquilidad—. Mira, cariño, Germán y yo no tenemos secretos el uno para el otro.

—¿Y a ti no te parece mal? —pregunté completamente aturdida.

—En absoluto. Tenemos un acuerdo tácito entre nosotros: ambos somos libres de tener encuentros sexuales con otras personas. Y nos lo contamos todo. No te avergüences —añadió, al ver el rubor que había subido a mis mejillas—. Se trata de algo natural.

No pude responder: no sabía qué decir ante aquello, que estaba mucho más allá de mi capacidad de comprensión. Porque, aunque Christian y yo nos habíamos contado nuestras experiencias, aquello había representado una crisis en nuestro matrimonio, que había estado a punto de acabar en ruptura.

Me besó de nuevo, esta vez en el cuello, provocándome una nueva sacudida de excitación. Luego pasó un brazo en torno a mi cintura, y me llevó hacia el salón.

Germán estaba sentado ante un ordenador portátil. Se volvió cuando hicimos nuestra entrada, y silbó por lo bajo al contemplarnos medio desnudas.

—Simplemente, preciosas —dijo admirativamente—. Es una lástima que no pueda fotografiaros.

—Ven, Lea, acércate —me invitó la mujer.

El monitor estaba ocupado por una imagen de mi cuerpo, completamente desnuda, tendida en la chaise longue . Pero el fondo monocolor ante el que había posado, se había transformado mágicamente en un enorme balcón, a través del cual se veía el Gran Canal de Venecia.

El hombre se levantó para dejarme sitio. Durante unos minutos, atónita, estuve mirando las fotografías. En una de ellas aparecía de espaldas, asomada a aquel mismo balcón, sin más ropa que la máscara que me cubría el rostro. Me abochornaron algunas de las imágenes, en las que mi sexo se mostraba con todo detalle.

«¿Cómo ha podido hacer esto? —me pregunté aturdida».

Tuve que repasarlas dos veces, para al final terminar dando la razón a Helga: de no haber sabido que era yo misma la modelo, habría pensado que se trataba de una profesional con mucha experiencia en lo de posar desnuda.

—Toma, —ofreció Germán tendiéndome un pendrive —. Aquí tienes una copia de las fotografías, para que puedas verlas siempre que quieras, o mostrárselas a tu marido…

—¿A Christian? Ni loca —casi grité.

—No veo por qué no —dijo Helga con cara de inocencia—. ¿O es que no le contaste tu aventura con mi marido?

—Bueno, yo… —tartamudeé—. Si, se la conté, pero aquello estuvo a punto de costarme nuestro matrimonio. De ninguna manera quiero recordárselo.

—Dais al sexo una importancia que no tiene. ¿Ves que yo me haya puesto celosa? —preguntó Helga, dejándome asombrada—. Tenéis un montón de prejuicios y tabúes sobre esto, cuando es lo más natural del mundo: ¿a ti te apetece acostarte con Germán? Pues bien, no veo por qué no has de hacerlo.

»—Tienes que separar los dos conceptos, sexo y amor —continuó—. Yo estoy locamente enamorada de Germán, siempre estaré a su lado —afirmó—. Y disfrutamos de muy buen sexo juntos. Pero ello no es obstáculo para que, cuando se me presenta la ocasión de acostarme con un hombre interesante, lo haga. Y no hay problemas ni reproches, simplemente se lo cuento a mi marido, y él hace lo mismo cuando, como en tu caso, encuentra una mujer con la que le apetece tener sexo.

Quedó pensativa unos segundos antes de continuar.

»—¿Sabes qué me gustaría ahora mismo? —preguntó retóricamente, respondiéndose a sí misma a continuación—. Pues que estuviera Christian con nosotros. Imagina: los cuatro en nuestra cama. Germán haciéndote el amor a ti, mientras Christian me penetra. Tu marido es un hombre muy atractivo, y me gustaría acostarme con él alguna vez.

Advertí que se había erizado el impalpable vello de sus brazos con la imagen. Pero no era la única: representarme mentalmente la escena me había causado un estremecimiento de excitación en el bajo vientre.

»—Ya sé que nunca lo has hecho, y que ahora te parece impensable. Pero, si alguna vez tienes ocasión, no lo dudes: se trata de una experiencia de lo más erótico, —concluyó.

Nos interrumpió la llegada de Germán con tres copas de champagne .

—¿Conversaciones de mujeres? ¡Huy, huy! ¿Qué estabais diciendo de mí? —preguntó, mientras nos entregaba las bebidas.

Helga le besó suavemente, como había hecho conmigo al salir de la ducha.

—Que tengo mucha suerte al tenerte. Y que es tu cumpleaños, y voy a darte tus regalos.

Se levantó, dirigiéndose al aparador, de donde retornó con un pequeño paquete. Germán le abrió, y después la caja que había en su interior. Silbó por lo bajo.

—Te has superado, cielo —agradeció, besándola de nuevo a continuación—. ¿Cómo sabías que me apetecía tener un Rolex?

—Cuando se ama, deben conocerse los gustos y deseos del otro.

—Oye, has dicho “regalos” en plural, pero yo solo veo uno —dijo él con gesto de extrañeza.

—El otro te lo dará Lea —respondió ella. Y dirigiéndose a mí—: Ponte en pie, cariño.

La obedecí, extrañada. Antes de que pudiera preverlo, Helga me había quitado el camisón, dejándome completamente desnuda ante su marido, que me miró con una sonrisa excitada.

—Verdaderamente, sabes cómo anticiparte a mis deseos, y te amo por ello —dijo él, abrazándola a continuación.

Me sentía como desplazada. El matrimonio ante mí, morreándose como si estuvieran solos, y yo en pelotas, sin saber qué hacer. Pero al mismo tiempo, estaba muy excitada. ¡Ella me había ofrecido como presente, lo que quería decir que Germán iba a hacerme el amor!

«¿Y Helga? —me pregunté con un estremecimiento».

Esta vez fue Germán quién me tomó de la cintura, con la mano abierta sobre mi vientre, y me condujo hasta el dormitorio. Me senté en el borde de la cama con las piernas muy juntas, y esperé…

Había perdido de vista a la mujer. Cuando se acercó a nosotros, ella también se había quitado la breve prenda, y su desnudez, en contraste con la figura vestida de su marido, me enervó de nuevo; traía en la mano una tela negra. Se inclinó hacia mí, y me vendó los ojos. Yo la dejé hacer.

Durante unos segundos, hubo sonidos de roce de ropa, e imaginé que Germán se estaba desnudando a su vez. A punto estuve de quitarme el tejido que me impedía la visión, pero Helga me sujetó las manos con las suyas, y al hacerlo, noté el roce de uno de sus pezones en mi mejilla.

Fue como una explosión. Una sacudida de placer me recorrió el vientre, y habría dado algo porque el hombre me penetrara de inmediato. Pero eso no sucedió.

Helga se sentó a mi lado; noté su cadera en contacto con la mía, y enseguida su mano fue a uno de mis senos. Quise decirle que no, que yo no lo había hecho con ninguna mujer, pero no podía articular palabra. Y lo que es peor… ¡me estaba gustando!

Mi otro pecho fue cubierto en seguida por la boca del hombre. Intenté controlar los estremecimientos que me sacudían, pero en vano. Y entonces la mujer sustituyó su mano por los labios, que se cerraron en torno al pezón, succionando ligeramente, para a continuación rodearle con la lengua. Estaba fuera de mí, excitada como nunca me había sentido, y noté las contracciones precursoras del orgasmo.

La boca del hombre fue descendiendo gradualmente. La noté sobre la parte baja del pecho, luego sobre el ombligo. Comenzó a lamerme todo el vientre. Quería sentirla en mi sexo, como en la ocasión anterior, y solo un resto de pudor me impidió pedírselo. Advertí que en algún momento había separado los muslos, e imaginé que mi vulva había quedado expuesta a las miradas de los dos, pero no me importó. La lengua llegó al pubis, y luego lamió las ingles, con una lentitud desesperante para mi deseo. Mi cuerpo era recorrido por escalofríos, aunque la temperatura era cálida en la habitación.

La boca de Helga se posó sobre la mía, con los labios entreabiertos. Sabía que era la suya, porque aún notaba la mano del hombre sobre un seno, y su lengua demorándose en las cercanías de mi sexo, sin tocarle. Como ida, me dejé llevar por el primer beso pasional de una mujer. Su lengua recorrió el interior de mi boca, lenta, pausadamente. Y entonces, la lengua del hombre se posó sobre mi clítoris, sus labios se cerraron sobre él, y succionó.

Fue como una sacudida, que me dejó devastada. Elevé el monte de Venus sin poder evitarlo, y el orgasmo me invadió. Creo que chillé sin intentar siquiera evitarlo, mientras oleadas de placer me recorrían por entero. Duró no sé cuántos segundos, hasta que poco a poco las contracciones fueron remitiendo, sin desaparecer del todo.

Tomé nuevamente conciencia de mi cuerpo. La boca de Helga ya no presionaba la mía, y mis pechos no eran ya acariciados por manos o bocas.

Pero la tregua no duró: al fin, una lengua se posó de nuevo sobre mi clítoris, causándome un nuevo espasmo. Luego fue toda la boca pegada a mi vulva, mientras el apéndice húmedo recorría todo su interior. Las convulsiones de un nuevo orgasmo se iniciaron nuevamente, al principio débiles, aunque iban in crescendo .

Había mantenido el brazo del lado “Helga” sobre la cabecera, en una posición que me estaba causando ya calambres. Quise ponerle sobre el lecho, pero se posó sobre la espalda de la mujer, inclinada sobre mí.

Me quedé helada. ¡Era Helga la que me estaba haciendo un cunnilingus ! Pero la sensación duró poco, borrada por otra: a pesar de ser consciente de que la lengua enredada en mi clítoris era la de la mujer… ¡me estaba corriendo de nuevo!

Y en ese momento hubo un roce suave y húmedo en mi mejilla. Toqué el pene del hombre, le aferré, y le introduje en mi boca como posesa, mientras me sentía recorrida por una sucesión de espasmos, cada vez más intensos.

Germán jadeaba fuertemente, mientras yo me aplicaba instintivamente a hacerle una soberana felación. Entretanto, la punta de la lengua de Helga se introdujo ligeramente en mi vagina, y recorrió circularmente su entrada.

Hubo otra convulsión intensísima, y de nuevo perdí la consciencia, dejándome llevar por las sacudidas que me recorrían el vientre. Me asfixiaba literalmente, con la dureza del hombre llenando por entero mi boca, y hube de apartar la cabeza, tratando de aspirar rápidas bocanadas de aire. Y de nuevo, fui consciente de mi cuerpo, que aún experimentaba pequeñas contracciones.

¿En qué momento había subido los pies sobre la cama? Porque era así como me encontraba, con la espalda apoyada en unos cojines, y los muslos separados en un ángulo imposible.

Las manos de Helga me despojaron del pañuelo que impedía mi visión. Me sonrió seductoramente. Germán tiró de mis piernas, dejándome de nuevo tendida sobre el lecho. Tomándome de las nalgas con una mano me elevó ligeramente, sentí su dedo extendiendo algo ligeramente frío en el vestíbulo de mi vagina; inmediatamente, su pene estuvo en la entrada de mi conducto. Empujó ligeramente, y me encontré llena de su erección. La sensación fue indescriptible.

Mientras, Helga se había arrodillado, con una pierna a cada lado de mi cabeza, de cara a su marido. Su sexo quedó a centímetros de mi boca…

«¡No! —grité interiormente— ¡eso no!»

Germán empujaba y empujaba. Al principio despacio, pero su ritmo se iba incrementando poco a poco. Estaba a punto de correrme otra vez, sentía el orgasmo próximo… Y me encontraba en un estado de exaltación increíble.

Sin pretenderlo conscientemente, mi lengua tocó el sexo de Helga… ¡sabía a fresa! No me resultó desagradable, como habría pensado si hubiera podido pensar en algo con el pene del hombre colmando mi interior.

Una especie de calambre que partió de mi vientre me recorrió por entero; me envaré, y mis labios quedaron en contacto con el sexo de fresa. Como ida, mis manos fueron a las nalgas de Helga, y comencé a dar rápidos lengüetazos en el interior de su vulva. Por enésima vez, perdí casi la consciencia, mientras me dejaba llevar por un orgasmo increíble. A pesar de ello mi boca, como desconectada de mi cerebro, debió continuar con su trabajo, porque sentí que la mujer convulsionaba sobre mí. Y mis manos fueron a sus senos, que estrujé y acaricié.

Una vez extinguidos los espasmos de placer, advertí que Helga se ponía en pie. Se dio la vuelta, y se tumbó sobre mi cuerpo. Su boca comenzó a comerse literalmente la mía. Dejé de notar la presión de su pubis. Miré. Germán había elevado ligeramente su parte posterior, y la estaba penetrando desde atrás.

Ella se agarró fuertemente a mis pechos, mientras yo sentía las embestidas del hombre en su cuerpo. Jadeó intensamente, y con su mirada prendida en la mía, se dejó llevar a su vez por el placer.

Escuché los fuertes resoplidos del hombre que con los ojos cerrados, y las manos aferradas a las caderas de su mujer, empujaba con fuerza.

Finalmente, el hombre debió eyacular en el interior de Helga, que se dejó caer desmadejada sobre mí, y se tumbó a un costado de nuestros dos cuerpos enlazados.

—Ha sido… ¡guau! —dijo ella, mientras me acariciaba tiernamente las mejillas—. Te repito lo que te decía antes: si os decidís, podemos hacerlo los cuatro juntos. No os arrepentiríais, en serio.

Cenar los tres desnudos fue toda una nueva experiencia para mí. Helga parloteaba sin cesar, mientras su marido se limitaba a mirarnos con los ojos como brasas, y los jodidos pliegues resaltados por una semisonrisa.

El postre, fresas, entre otras frutas cortadas en pedacitos, dio lugar a un nuevo capítulo de aquella orgía de sexo: Helga tomó uno de los frutos rojos entre los dientes, y acercó su boca a la mía. Sin pretenderlo, mis manos fueron nuevamente a sus senos, mientras tomaba la mitad de la fruta. Nuestras bocas quedaron en contacto, pero a aquellas alturas, ya no sentía nada más que una excitación in crescendo .

—Helga, amor, se me ocurre… —dijo él con una sonrisa lobuna—. ¿Querrías servirnos de frutero?

Le miré, extrañada. Ambos se pusieron en pie, retirando de la mesa cubiertos, vasos, platos y fuentes, excepto la del postre. La mujer se tendió sobre la mesa, con una sonrisa traviesa. Su marido volvió de la cocina con un spray de nata. Cubrió sus dos pezones, y el ombligo de la blanca cremosidad, y finalmente dejó una buena porción sobre su sexo. Luego colocó trocitos de fruta en su pecho, vientre y muslos.

—Mmmmm, ¿qué te apetece? —me preguntó el hombre.

—Yo pues… —murmuré.

—Podías empezar por la nata de mis tetitas… —me invitó Helga.

Sin pensarlo, me incline sobre su seno izquierdo, y lamí la crema. Noté que el pezón se endurecía con el contacto. Mientras, su marido se dedicaba a limpiar el ombligo. De vez en cuando tomaba un pedacito de fruta entre sus dientes.

Le imité, después de saborear la nata del otro pecho, y comí también algunos trozos. Al hacerlo, mi boca se cerraba sobre el fragmento de piel alrededor de la porción de postre y, una vez retirada, mi lengua insistía hasta dejarla limpia. Muy pronto, el cuerpo de Helga, que tenía los ojos cerrados, comenzó a verse sacudido por estremecimientos.

Pronto quedó únicamente el vellón blanco entre sus piernas. Germán pegó su cuerpo desnudo al mío, por detrás, y sus manos se posaron en mis senos.

—He reservado lo mejor para ti… —susurró en mi oído.

No lo dudé. Mi boca se cerró sobre el sexo de la mujer, y comencé a lamer y sorber. Helga, con el rostro contraído de placer, se contorsionaba sobre la mesa.

Las manos de Germán fueron a mis ingles. Sin previo aviso, su pene en erección me invadió desde atrás, y una sacudida de goce me enervó. Me dividí en dos: mis manos y mi boca se recreaban con el tacto y el gusto de aquel hermoso cuerpo femenino y, al mismo tiempo, cada centímetro de mi vagina disfrutaba de la sensación de la masculinidad del hombre resbalando por mi húmedo interior…

«No puedo contárselo a Christian esta vez. De ninguna manera» —pensé mientras me dirigía a casa en el taxi llamado por Germán, después de que yo hubiera rehusado su ofrecimiento de llevarme en su auto.

Pensé en la proposición de Helga —los cuatro juntos en la misma cama—, y la idea me enervaba. Imaginé la escena: Christian tumbado sobre Helga, follándola apasionadamente, mientras yo contemplaba la escena, puesta sobre las manos y las rodillas, mientras Germán me embestía desde atrás. Casi podía sentir otra vez su pene colmándome, y mi mente representaba la imagen de la erección de Christian entrando y saliendo de la rosada vulva de la mujer…

Advertí que se me habían enderezado los pezones, y percibí claramente la humedad en mis bragas, efectos ambos de mi ensoñación.

«Olvídalo —me dije—. Christian no aceptaría algo así, y yo misma no estaba segura de poder hacerlo».