El síndrome del oso panda (3)
Tras el relato mutuo de sus respectivas infidelidades, Christian y Lea consiguen aceptar la situación. Christian está solo en casa, cuando suena el timbre de la puerta...
5
Conversaciones de alcoba (Christian)
Cuando terminé de hablar, Lea me estaba mirando, y las lágrimas corrían en torrentes por sus mejillas.
—¿Qué vamos a hacer ahora, Christian? —me preguntó con voz entrecortada.
No lo sabía.
—¿Estás enamorado de ella? —preguntó con un hilo de voz.
Negué con la cabeza.
—Yo… solo te quiero a ti —dije con la voz quebrada.
Instantes después, la dejé sola en nuestro dormitorio, convertida en un mar de llanto. Cogí una botella de agua fría del frigorífico, y me senté en el sofá.
No podía reprocharle su infidelidad. No había hecho ni más ni menos que yo, aunque con la diferencia a su favor de que para ella fue una aventura de una tarde, mientras que la mía duró toda una semana.
¿La seguía amando? Por supuesto que sí, y la vida sin ella a mi lado me parecía algo vacío, inconcebible. Pero los prejuicios implantados en mis genes, que venían de muchas generaciones, me empujaban a cortar nuestra vida en común.
A la una de la mañana ya me había repetido a mí mismo todos los argumentos que, en abstracto, me habían parecido antes muy modernos y liberales: eso de que estábamos en Europa, no en un país de esos en los que está tolerado el asesinato por honor, etcétera, etcétera. Pero esto era real: Lea se había entregado a otro hombre, mientras yo me follaba a Caitlyn en Nueva York. Y esto no era una abstracción, dicha cuando creía estar seguro de su fidelidad.
A la una y media, me estaba preguntando qué diferencia había entre mis actos y los suyos, y concluí que ninguna. Que ella tenía el mismo derecho que yo a sentirse engañada y ultrajada, a haberme dejado solo en la cama, como ahora estaba ella.
A las dos, comencé a preguntarme si podría, si ambos podríamos, continuar nuestra vida en común como si no hubiera sucedido nada. Y decidí que yo al menos sí. Que Lea me importaba demasiado como para no tratar de olvidar lo ocurrido aquella noche entre nosotros, o al menos, aceptarlo y vivir con ese conocimiento.
E influía mucho en mi decisión el hecho de que, a pesar de todos los pesares, su relato me había excitado.
Entré en el dormitorio. Lea, sin duda agotadas ya sus lágrimas, se había quedado dormida, en posición fetal. Sentí una oleada de ternura que me desbordaba, y aparté un mechón de sus cabellos que ocultaba parte de su rostro.
Se despertó. Me miró… no sé cómo describir esa mirada: ¿esperanza en la que no quería creer? ¿remordimientos? Pero había también amor, mucho amor.
Me tendí en la cama a su lado, y la besé suavemente en los labios. Se aferró desesperadamente a mí, sollozando muy quedo, y correspondió al beso. Me aparté los segundos precisos para despojarme del pijama, y me introduje desnudo entre las sábanas, a su lado. Ella se quitó el camisón, y pegó su cuerpo desnudo al mío. La penetré suavemente, sin violencia alguna, mientras cubría de besos su rostro.
Fue sin duda el coito más tierno y tranquilo que habíamos experimentado juntos, lo que no obsta para que en un momento determinado, mientras se dejaba invadir por un orgasmo que me pareció intensísimo, gritara en mi oído “Te amo, Christian, ¡oh!, cómo te amo”.
Y eran más de las tres cuando se quedó dormida abrazada a mí, con el rostro sereno, en paz.
Antes de abandonarme a mi vez al sueño, se me ocurrió un pensamiento inquietante: que ambos habíamos roto los sellos y abierto los siete cerrojos de una puerta que posiblemente ya no volvería a estar completamente cerrada nunca más.
Y que ni ella ni yo (o eso pensaba al menos) opondríamos ya la misma resistencia si se nos daban en el futuro las condiciones que nos llevaran a follarnos a otra Caitlyn u otro Germán.
Pero a pesar de eso, dormí profundamente.
6
La vida sigue… (Christian)
Habían pasado dos meses desde aquella noche en la que nos confesamos nuestras infidelidades mutuas.
Durante unos días, la situación fue algo tensa entre nosotros, y yo percibía una especie de muro de cristal que nos separaba. Las pocas veces que hacíamos el amor, había en ambos como una especie de reserva, algo que nos impedía entregarnos completamente.
Y en aquellas ocasiones, mientras mi pene entraba y salía de su conducto, me asaltaban visiones de aquel cuerpo desnudo entre los brazos de otro hombre.
La primera vez, aquellos pensamientos me hicieron perder la erección casi por completo, aunque no lo suficiente como para que Lea no experimentara un orgasmo. Pero yo me retiré de ella sin eyacular; era la primera vez que me sucedía.
No volvimos a intentarlo hasta un par de semanas después. En esa ocasión, e influido sin duda por mi larga abstinencia, la excitación consiguió que evadiera mi mente de aquellas imágenes.
No fue nada distinto de lo que habíamos experimentado durante los últimos años de nuestro matrimonio. Pero cuando Lea comenzó a sentir un orgasmo, las dichosas visiones volvieron… En aquella ocasión, sin embargo, la imagen mental de mi mujer penetrada por otro hombre, consiguió el efecto opuesto: me excité hasta extremos que no recordaba desde hacía mucho tiempo en mi relación con ella, y comencé a follarla con un ritmo frenético, mientras le gritaba más que decirle que era mi amor, que solo la quería a ella… Lea pareció salir de su apatía, y todo fue como al principio: jadeó, me mordió y se debatió entre mis brazos, embargada por las sensaciones de un clímax intensísimo.
Y poco a poco, las cosas volvieron a su cauce: desapareció aquel velo que empañaba nuestra relación. Volvieron las risas y las bromas, y ahora hacíamos el amor casi a diario.
Solo que había algo en lo que yo no quería pensar: habría dado algo por ver aquellas fotografías de Lea desnuda, pero no me atrevía a pedírselo. Y en cada ocasión, imaginarla de aquella forma me provocaba el inicio de una erección.
Y llegó el mes de junio.
7
Conversaciones de alcoba (Christian)
8 de junio
Lea volvió de su viaje a Barcelona al día siguiente. Como de costumbre, no encontraba las llaves en el bolso, con lo que hubo de llamar por el videoportero. La esperé con la puerta abierta. Soltó la bolsa de viaje al verme, y me abrazó. Nos besamos apasionadamente, en mi caso con una cierta sensación de remordimiento.
Cuando nos separamos, cerré la puerta, pero al darme la vuelta, advertí que Lea no estaba. Tomé su bolsa de viaje, y me dirigí al salón. Ya en la entrada, vi sus zapatos en el suelo. Un poco más adelante, a la mitad de camino a nuestro dormitorio, estaba su falda. Me agaché a recogerla. Más allá, su blusa hecha un rebuño. La tomé igualmente, y abrí la puerta de la alcoba. Sus bragas estaban tiradas un poco más adelante, y Lea me esperaba tumbada en nuestra cama, completamente desnuda, con las piernas flexionadas, los muslos muy separados, y los brazos tendidos en mi dirección.
Me quité la ropa a tirones, y me tumbé sobre ella. Nos comimos las bocas, con besos que expresaban el deseo que nos consumía a ambos.
Me arrodillé entre sus piernas, inclinándome. Puse las dos manos en sus ingles, y me detuve unos instantes a contemplar su sexo; luego enterré mi boca en él. Lea se debatía entre mis brazos, profiriendo pequeños gritos, que se convirtieron en un gemido prolongado cuando comenzó a experimentar las primeras contracciones de un orgasmo.
—¡Métemela, Christian! —jadeó—. Llevo deseándolo desde que salí de Barcelona.
Me arrodillé sobre la cama, y tiré de ella en mi dirección, hasta que su trasero quedó sobre mis muslos. Llevé mi erección con una mano hasta que el glande quedó en contacto con la entrada de su vagina, y la froté por toda su vulva.
—¡No puedo más, métemela ya! —casi chilló, con el rostro contraído por el deseo exacerbado.
La penetré de un solo empujón. Me ensalivé los dedos, y mientras empujaba y me retiraba alternativamente, comencé a frotar su clítoris. De alguna manera consiguió incorporarse, abrazándose a mi cuerpo, mientras jadeaba profundamente.
Su orgasmo me impulsó a incrementar el ritmo. Su trasero comenzó a oscilar arriba y abajo, mientras chillaba descontrolada, en el paroxismo de su placer, provocando mi eyaculación inmediata.
Aún nos quedamos abrazados en la misma postura mucho tiempo, besándonos sin la urgencia de unos momentos antes. Finalmente, deshizo el abrazo, y se dejó caer de costado en la cama.
Y entonces las vio. Sus gafas de sol estaban sobre la mesilla de noche en “su” lado de la cama, donde sin duda las había dejado Helga la tarde anterior. Yo no me había dado cuenta. Debí ponerme pálido como un cadáver.
—¿Cómo han llegado aquí mis gafas? —preguntó Lea extrañada—. Si las dejé… —se interrumpió, y enrojeció hasta la raíz del cabello.
Pero yo no estaba para advertir aquel detalle. Me consumía el remordimiento, y sentí que no podía disimular, que merecía saberlo.
Lentamente, comencé a hablar…
8
Visita de una desconocida (Christian)
7 de junio
Aquella tarde y noche estaría solo en casa. Acababa de regresar de dejar a Lea en el aeropuerto, camino de Barcelona, donde tenía una amiga que celebraba esa noche la despedida de soltera. Raro, porque la boda se celebraba en Madrid, pero…
Le había reservado por Internet habitación en un hotel de cinco estrellas, y al hacerlo, me asaltó la idea de que igual no la utilizaba (o lo hacía en compañía) Lo aparté rápidamente de mi mente.
A pesar de mi pensamiento después de que nos contáramos nuestras infidelidades mutuas, en el sentido de que habíamos roto un tabú, y que ahora sería más sencillo caer en una nueva tentación, tenía que confiar en ella, porque de otro modo las dudas y las sospechas nos destruirían.
«¡Una tarde para mí solo! ¿Qué haría?»
Bien, lo primero, ropa cómoda. Camiseta de manga corta, pantalón fresco, y náuticas sin calcetines. Después, un Cardhu con hielo, generosamente servido. Y la prensa del día, que muchas veces se quedaba sin leer.
Me acomodé en una butaca, y encendí el televisor. Solo como ruido de fondo, para mitigar el desacostumbrado silencio.
Abrí el periódico. Casi daban ganas de dejar de comprarle: el conflicto de Siria, muertos y más muertos. La hambruna en el Sahel. Pasé rápidamente las páginas hasta llegar a la sección de deportes. La Liga de fútbol ya sentenciada. Las declaraciones de unos y otros sobre el “trascendental” partido del domingo. Ahogué un bostezo, y bebí un buen trago de mi vaso, en el que el hielo comenzaba a derretirse.
Y entonces sonó el timbre de la puerta. Me extrañó, porque había vídeoportero en el portal y nadie había llamado. Me encogí de hombros mientras me dirigía a abrir. Seguramente sería un vecino, o alguien habría abierto abajo al visitante, fuera quién fuese.
Quedé embobado con la puerta entreabierta: rubia y de ojos azules, aspecto nórdico, con el cabello recogido en un moño. Veintinomuchos años, —calculé—. Un rostro entre infantil y maduro, de pómulos altos, labios llenos, rosados sin necesidad de carmín, precioso. Una sonrisa encantadora. Y un cuerpo… Una blusa blanca, con el escote desbocado, dejaba al descubierto el inicio de sus pechos. En la parte inferior, un pantalón color crema, muy ajustado hasta las rodillas, pero amplio a partir de ese punto; unas sandalias doradas completaban el conjunto.
Salí del trance rápidamente. Había estado varios segundos recorriéndola con la vista, de una manera francamente descortés. Compuse una sonrisa invitadora.
—Hola, Christian —dijo el hada nórdica aquella, con un ligero acento extranjero—. No me conoces: soy Helga, una amiga de Lea. Anteayer se dejó en mi casa las gafas de sol, y he venido a devolvérselas.
Mientras tomaba la manita que me había tendido, recordé que, efectivamente, mi mujer me dijo días atrás que había extraviado las gafas.
Le franqueé el paso.
—Lea no está, pero es igual, entra —invité.
—¡Ah, vaya! No sabía. ¿He venido en mal momento? —preguntó como si temiera que su presencia me molestara… aunque ya estaba dentro.
—No, de ninguna manera —respondí—. Pero no podrás verla: estará en Barcelona hasta mañana.
La seguí por el pasillo. ¡Dioses, vaya cuerpo! Mi vista quedó prendida en sus nalgas: altas y firmes, se balanceaban al andar de un modo capaz de producir una erección a cualquiera.
Se sentó en la misma butaca que yo había ocupado hasta hacía unos instantes, con las piernas ladeadas. Seguía con su sonrisa encantadora, mirándome como si esperara algo de mí. Tragué saliva.
—¿Te apetece beber algo? —pregunté con voz ronca.
—Lo mismo que tú —respondió, tomando mi vaso y mirándole al trasluz. Luego le llevó a sus labios y bebió un sorbo. Después, fue recorriendo el borde con la punta de la lengua, sin dejar de mirarme con una sonrisa traviesa.
Le dejó de nuevo sobre la mesita. Se quitó las sandalias muy despacio, sin dejar de mirarme, y subió los pies sobre el asiento. Tragué saliva nuevamente. Si alguna vez había tenido claro de una mujer que estaba dispuesta a follar, fue aquella.
—¿Hace mucho que conoces a Lea? Mi mujer no me ha hablado nunca de ti —pregunté, aunque me importaba un bledo su respuesta: solo quería escuchar de nuevo su voz.
—No, hace poco tiempo. De hecho, solo desde la semana pasada. Nos presentó… alguien que conocemos las dos, y congeniamos enseguida. Vino a mi casa a ver… unas cosas, se quedó a cenar, y dejó las gafas olvidadas en el recibidor.
«¿Por qué esa vacilación antes de decir quién las presentó, y qué es lo que fue a hacer a su casa? —me pregunté. Pero tampoco me importaba el detalle en aquel momento».
Bebí lo que quedaba en el vaso, y serví una buena medida de whisky. Se lo ofrecí. Ella removió con el dedo índice los cubitos de hielo, y luego se llevó el dedo a la pequeña “o” formada por sus labios, introduciéndole y sacándole varias veces de una forma muy sensual. Y seguía sonriendo y mirándome con aquella cara de malicia que me estaba causando una erección de campeonato.
«¿Y si me equivoco, intento algo con ella y me arrima una hostia? —dudé—. Lo peor no es eso, sino que se lo contaría después a Lea. Pero no, nadie actúa como ella si no es para provocar».
Volvió a llevarse el vaso a los labios. Uno de los cubitos se desplazó, y parte del contenido, hielo incluido, fue a parar a su escote.
—¡Ah!—rió, ahuecando su blusa, con lo que quedaron al aire sus senos—. ¡Está muy frío!
Esto es algo relativamente común, me ha sucedido un par de veces, pero tuve la impresión de que había volcado a propósito una parte del líquido, aunque también pudo haber ocurrido a causa de la impresión. Me puse en pie.
—Espera, traeré algo para que te seques.
Volví con una toalla. El escote estaba aún más bajado, y las hombreras de la blusa, en los codos. Estaba prácticamente desnuda de cintura arriba. Le ofrecí la toalla.
—Sécame tú —pidió con su sonrisa pícara—. No puedo soltar la blusa, ¡está helada!
Lo dudé un buen rato (dos segundos) Finalmente me decidí, y comencé a lamer los pequeños regueros de whisky.
«Ahora es cuando me sacude —temí por un instante».
Pero no sucedió. Cuando mi lengua enjugó las pequeñas gotas de uno de sus pezones, echó la cabeza hacia atrás, con un gesto de indudable placer.
—Quítate eso, que lo pongo a secar —ofrecí.
No lo dudó ni un instante, y sacó la prenda por su cabeza. Advertí que también la cinturilla del pantalón estaba mojada, y decidí jugarme el resto.
—Te has mojado también el pantalón. Dámelo, que lo tiendo con la blusa.
Con una sonrisa maliciosa, se puso en pie, descorrió una pequeña cremallera en la parte posterior, y se lo quitó también. Debajo había unas braguitas blancas muy sexy. Sin dejar de mirarme con “aquella” sonrisa, se las bajó por las piernas, apartándolas de un puntapié.
Me quedé mirándola embobado. Si vestida ya me había parecido preciosa, su cuerpo desnudo era la perfección hecha mujer. Salí del trance, recogí la ropa del suelo, y me dirigí al aseo, donde desplegué un colgador sobre el que extendí su ropa.
A mi vuelta, la encontré recostada, con una pierna pasada sobre uno de los brazos del sillón, y la otra doblada sobre el asiento, mostrándome el sexo sin recato alguno.
Se me olvidó todo: Lea, mi decisión de no volver a tener una aventura, todo. Solo estaba pensando en una cosa: aquella mujer era sexo en estado puro, y se me estaba ofreciendo.
Me arrodillé ante ella, y lamí los restos de la bebida que aún quedaban en su piel. Había un minúsculo charquito en su ombligo, y metí en él la punta de mi lengua. Después fui bajando; me entretuve en su terso vientre, lamiendo. Remoloneé en su monte de Venus. Descendí un poco más. Estaba ya a punto de llegar al pliegue del inicio de su sexo.
Salió de su inmovilidad, para asirme por el cabello con las dos manos, y tirar de mi cabeza en su dirección. Me besó. ¿Beso? Me quedo corto. La frase correcta es “se comió mi boca”.
Pasé los brazos en torno a ella, y mis manos comenzaron a acariciar la suave piel de su espalda. Y nuestras bocas no se separaban. Introduje la lengua entre sus labios, y la suya salió a su encuentro. Lamí todo el interior, que sabía a whisky. Cuando toqué con la punta su paladar, emitió una especie de sonido gutural.
Sus manos fueron a mi espalda, asieron la camiseta y tiraron de ella hacia arriba, intentando quitármela. Para facilitarle la tarea, me separé un poco, y aproveché el espacio para poner la palma de mis manos sobre sus pechos, notando cómo sus pezones crecían bajo mis dedos. Hube de dejarlos con pesar para sacar los brazos de la prenda, que fue a parar al otro lado de la habitación.
Sentí sus dedos maniobrando en mi cintura, tratando de desabrochar el botón que cerraba mi pantalón, y decidí facilitarle el trabajo. Más que nada porque estaba ansiando el contacto piel contra piel. Me puse en pie, me desprendí de la prenda junto con el slip, y mi erección brotó orgullosamente horizontal, al máximo de su tamaño.
Volví a la posición anterior, pero ahora fui yo quien tomó sus mejillas entre mis manos y comí sus labios con la boca entreabierta. Y, cambiando las tornas, ahora fue su lengua la que buscó la mía, y se enredó con ella.
De repente se desasió de mí, y se puso en pie.
—No me has mostrado tu casa… —dijo en tono meloso.
«Se desnuda, permite que le lama el cuerpo, me besa, y en lo más interesante, me pide que le enseñe mi casa» —pensé. No lo entendía, y me sentí un poco frustrado.
En una reacción inesperada, echó a correr por el pasillo. La seguí. La encontré en la cocina, sentada sobre la encimera y con los pies sobre ella, muy abierta de piernas. Me miró con una sonrisa falsamente inocente.
—Quiero hacerlo en todas las habitaciones… —dijo con su voz profunda.
«Pues no le voy a negar el capricho…» —me dije.
Me doblé por la cintura, e introduje la cara entre sus muslos. Me demoré unos instantes para contemplar aquella maravilla de sexo, sin sombra alguna de vello. Mis manos fueron a sus pechos, y enterré la lengua en su vulva. Me rodeó el cuello con los brazos.
Durante unos segundos, lamí a conciencia todo el interior. Dirigí la lengua hacia arriba, tropezando con la pequeña dureza de la cúspide. Helga comenzó a gemir bajito.
Puso su mano en mi frente, haciendo que perdiera contacto con su sexo. Se bajó rápidamente del mostrador, me dirigió una sonrisa juguetona, y corrió de nuevo hacia el pasillo. Me fui tras ella. No estaba en el dormitorio, ni en el salón. Miré en la habitación de invitados. Tampoco. Volví al dormitorio, y entré en el aseo.
Helga estaba doblada por la cintura de espaldas a mí, con las manos en el lavabo, mostrándome hasta el pliegue más íntimo. En su rostro, medio vuelto, había una sonrisa de malicia.
«Pues si quieres que te lo haga en esa postura, por mí no hay inconveniente» —me dije.
Guié mi erección con una mano, y recorrí con el glande toda su abertura varias veces.
Me vino una idea que me hizo sonreír interiormente. Hasta ahora, la iniciativa había sido más o menos suya. Era hora de apuntarme un pequeño tanto.
Apoyé el glande en su ano, y apreté ligeramente. No tenía la menor intención de penetrarla por allí, pero quería saber cómo lo tomaba.
—Oye, no me importa, pero quizá deberías… ¿tienes algún lubricante? —preguntó con voz contenida.
—¿Lo has hecho alguna vez? —pregunté a mi vez.
—No, a mi marido no le gusta. Pero siempre tiene que haber una primera ocasión para todo…
—Yo también prefiero tu otro agujerito —bromeé, mientras empujaba ligeramente con el glande en contacto con el vestíbulo de su vagina.
—¡Sí!, hazlo —murmuró ella con la voz entrecortada.
Dos centímetros. Me detuve, y me aferré a sus pechos con ambas manos. Empujé un poco más. Casi la mitad de mi miembro había desaparecido en su interior… Y entonces, ella desplazó el trasero hacia atrás, mientras exhalaba un ligero gemido, quedando empalada en mi erección.
Me moví muy despacio, haciendo resbalar mi pene lentamente, dentro y fuera de su lubricado conducto. Me estremecí de pasión; no tardaría mucho en correrme.
De repente, y como ya había hecho antes, se incorporó, me miró con una sonrisa de malicia, se desasió de mis manos, y salió rápidamente del baño.
A pesar de mi tremenda excitación, comenzaba a joderme el jueguecito. Me había interrumpido cuando estaba a punto de eyacular.
Pero el enfado se me pasó como por ensalmo; al entrar en el dormitorio, la encontré tendida boca arriba en nuestra cama, con las piernas separadas, mostrándome lo que acababa de hurtarme.
Me subí sobre el colchón, arrodillándome entre sus muslos. La tomé por las nalgas y tiré de ella en mi dirección. Su sexo quedó a centímetros de mi dureza. Me incliné ligeramente hacia adelante, y la penetré. No poco a poco como antes, sino de un solo envión. De sus labios brotó un gemido excitado, y arqueó el cuerpo.
Comencé a embestirla rápidamente; Helga se dobló por la cintura, y se aferró a mis cabellos. Dolía como el demonio, pero no me importó. Mis manos agarraron sus glúteos, amasándolos entre mis dedos.
Había quedado sentada sobre mis muslos, contorsionándose, en el paroxismo de su placer. Sus brazos se cerraron en torno a mi cuello, y comenzó a besarme espasmódicamente, mordiéndome los labios, mientras su boca pugnaba por aspirar el aire que le faltaba.
Se derrumbó sobre el lecho, gimiendo acompasadamente. Me dejé caer sobre ella, y cerré mis brazos en un estrecho abrazo en torno a su espalda. Ella cruzó las piernas en torno a mi cintura, y se aferró a mis nalgas. Mantuve la siguiente penetración como si pretendiera traspasarla.
—¡Ay, Christian! ¡Por Dios! ¡Sigue, no pares! ¡Me estoy… ah… corriendo!
Bastaron cuatro o cinco penetraciones más para que mi erección pulsara dentro de ella, proporcionándome un inmenso placer, mientras Helga sollozaba y gemía entre mis brazos, entregada a las convulsiones de su orgasmo.
Solo cuando me quedé solo, encajaron un par de piezas en mi cerebro: ¡Helga! ¿No se llamaba así la mujer del fotógrafo con el que Lea había tenido una aventura? Pero no, debía tratarse de una coincidencia. Me acosté.
«¿Cómo cuento esto a Lea? No, no puedo contárselo, imposible. Menos aún, porque esta vez se trata de una amiga suya —pensé, mientras el sueño comenzaba a invadirme».