El sexshop de la calle Sierpes

Un chico que ha descubierto recientemente su gusto por otros hombres decide ir a un sexshop sevillano donde sabe que puede tener contacto con otros chicos.

El sexshop de la calle Sierpes

Os voy a mi historia: tengo 22 años y hasta hace un par de meses tenía novia. Follábamos y nos iba más o menos bien, pero a mí siempre me gustó mucho ver pornografía, y solía hacerlo a espaldas de ella. Una vez, por curiosidad, entré en una página porno gay, porque siempre me habían llamado mucho la atención cómo lo hacían los tíos entre sí, y lo que vi me gustó muchísimo. Tanto es así que me hice un asiduo de las páginas gays, y siempre que podía me enganchaba a ver fotos y vídeos y a leer relatos eróticos entre hombres. El caso es que cada día me interesaba menos mi novia, y follar con ella me costaba cada vez más trabajo; se dio cuenta, claro, y un día rompió conmigo diciéndome que estaba claro que había otra, porque ya no me excitaba con ella. Qué lejos estaba de imaginar la verdad

El caso es que le había cogido cariño, es cierto, pero la ruptura con mi novia me permitió una libertad enorme, y entonces decidí aprovecharla. En mis incursiones en Internet leí que había un sexshop en mi ciudad, Sevilla, en la calle Sierpes, donde había, entre las cabinas de visionado, unos agujeros practicados en las paredes, con sus puertecitas por si el usuario de la cabina quería ver, o no, lo que pasaba al lado. Leí un relato precisamente en esta página, titulado "El adolescente en la sex shop", que se desarrollaba allí, y me resultó de lo más excitante.

Así que una tarde, armándome de valor (jamás había tenido ningún contacto físico con hombre alguno), me encaminé a la calle Sierpes. En un pasaje de esta famosa vía sevillana estaba el sexshop, llamado Fantasías. Al entrar me acordé de lo que decía el relato que había leído, que lo primero que llamaba la atención era el color carne de la epidermis humana con la que estaban tapizadas las paredes, a fuerza de carátulas de DVD o portadas de revistas porno. Me di un paseo por el lugar, para ver como era. La primera parte del establecimiento tenía una serie de estanterías con películas y revistas, y más al fondo estaban las cabinas. Cuando llegué hasta aquella zona, notando como el corazón se me aceleraba, lo primero que me llamó la atención era que había varios hombres paseando delante de las puertas de las cabinas. Todos ellos se miraban de hito en hito, con una mirada que ciertamente no era neutral, sino que buscaba escrutar los deseos de los demás, por si coincidían con los propios

Vi cerca de mí una cabina con la luz apagada, así que entré en ella. Había un sillón y un televisor delante, y a ambos lados de la cabina, como decía aquel relato que leí, había efectivamente sendos portillos cerrados. Me senté en el sillón y eché unos euros para ver una película. El canal que saltó era de una orgía de tíos: un chico se la chupaba a otros dos, metiéndose en la boca inverosímilmente unas pollas enormes, y a mí se me empezó a poner el nabo como un misil. Seguí viendo un poco más, y cuando uno de aquellos tíos se corrió en la boca del chupador, y acto seguido el otro, con el mamón poniendo los ojos en blanco, creí que me moría del gusto

Entonces le eché valor, y abrí, con mucho cuidado, como sin querer hacer ruido, el portillo que tapaba el agujero que comunicaba con la otra cabina. El portillo del vecino estaba abierto, y por ella pude ver a un chico como de 25 años, con el pelo largo, lacio y sedoso, que me miraba penetrantemente. Miré hacia su entrepierna, y allí, masajeada por su mano, se erigía una hermosa polla, larga, aerodinámica, con una cabeza no muy grande pero bien proporcionada. El chico debió notar mi deseo, porque se incorporó y acercó su precioso nabo hacia el agujero desde el que yo le miraba. Un momento después, aquella maravilla cruzaba el agujero y aparecía en mi cabina.

Mi corazón pugnaba por salírseme por la boca, pero, en vez de eso, me lancé de cabeza a lo que había ido allí: acerque mi lengua hasta aquella hermosura, y la deslicé, suavemente, por el capullo, que estaba húmedo por el líquido preseminal: fue como una revelación: aquel tacto sedoso, aquel sabor deliciosamente acre, extraordinariamente morboso, era lo más excitante que había probado en mi vida: nada que ver con las tetas de mi novia, ni con su coño… era otra cosa, tan diferente, tan estimulante que mi polla, dentro del pantalón, pugnó por salir de su prisión. La liberé y empecé a hacerme una paja, mientras abría la boca y me metía, ya sin tapujos, aquella hermosa herramienta dentro. Tener la boca ocupada por algo tan goloso fue una experiencia irrepetible: dicen que la primera polla que te comes te deja marcado para siempre, y creo que es verdad. Era como tener algo gordo, duro y blando a la vez, en la boca, caliente, palpitante, un pedazo de carne vibrante que me volvía loco. Lamí el glande, con detenimiento, cada pliegue, cada rincón del prepucio, y después me metí entero el nabo; descubrí entonces que tenía excelentes tragaderas, una inclinación natural que facilitaba la entrada de aquel rabo con relativa facilidad. Empecé entonces un metisaca, tragándome aquella masa de carne caliente; sólo quería pensar en el placer que estaba sintiendo con aquella estaca que me llegaba hasta la garganta, que salía deslizándose por mi lengua, para entrar de nuevo

De repente, sentí algo líquido, espeso, viscoso, que salía de la punta del capullo; el tío se estaba corriendo en mi boca, y yo, tan excitado como estaba, sólo acerté a, como había visto en los vídeos de Internet, situar mi lengua de tal forma que el chico se corriera encima de ella, un trallazo tras otro, lo menos seis o siete: el sabor de su leche, que era una de las incógnitas que tenía, me resultó agradable, algo ácido pero tremendamente excitante. Paladeé su semen y me volví a engullir el nabo, ahora rebozado en su propia leche, hasta que noté que la polla empezaba a dar muestras de flacidez, y entonces, con gran pesar, aprecié que el chico se retiraba. Todavía acerté a darle un último lametón al capullo, antes de que desapareciera por su agujero, y tuve la suerte de llevarme una última gota de aquella especie de requesón en la que se había convertido la lefa del chico. Me puse en pie, aún relamiéndome de la leche que atesoraba en mi boca, y me volví hacia el otro portillo que había en la otra pared de la cabina; lo abrí, y allí había otro hombre, este algo mayor, como de treinta años, jalándose la polla. Me pasé la lengua, rezumante de leche, por los labios, y el tío entendió enseguida: se puso en pie y un momento después emergía por el agujero su nabo: era algo más pequeño que el que me acababa de comer, pero no estaba nada mal. Tenía, sin embargo, la cabeza más grande que el otro: me la tragué sin pensar, y comencé a chuparla con ansia, con ganas de comérmela, literalmente. El tío debía estar ya muy caliente, porque se corrió enseguida. Recibí su leche en mi boca, mi propio nabo como una piedra, delicioso semen que fui tragando poco a poco, hasta que el tío, de forma un tanto inesperada, se retiró y cerró el portillo.

Me acababa de tragar la leche de dos hombres, pero estaba lejos de sentirme saciado. El portillo de la cabina de al lado estaba cerrado, así que parece que allí no había nadie. Salí al pasillo; por allí seguían algunos hombres, paseando hacia un lado y otro. Miré en las cabinas y vi una con la luz apagada y una luz encendida en la de al lado. Entré en ella y abrí el portillo: el hombre de la otra cabina tendría como cuarenta años, y entre sus piernas, con los pantalones bajados, se apreciaba un buen vergajo, grande y, sobre todo, gordo. Saqué la lengua por el agujero, como una puta en celo, y el tío no tardó mucho en pasar su nabo hasta mi cabina, a través de aquel morboso hueco. Era un pollón de categoría, caliente como si estuviera a más de cuarenta grados, con las venas palpitando. Lo chupé con glotonería, y el tío debía tener un gran aguante porque tardó un buen rato en derretirse en mi boca: su leche era especialmente suculenta, más hecha, más abundante. Se retiró con presteza, así que no pude relamerle el capullo, como hubiera querido.

Salí al pasillo. Estaba salido como una perra, pero no quedaba en ese momento nadie fuera, y todas las cabinas estaban con las luces encendidas, señal de que estaban ocupadas. Pero necesitaba más: entonces tuve una idea loca: puse la mano sobre el pomo de la cabina más próxima, e intenté abrir: sorpresa, no estaba cerrada, así que abrí la puerta: me encontré a un hombre como de treinta años, de rasgos sudamericanos, sentado con los pantalones a mitad de los muslos, mientras se jalaba una polla bastante considerable. Me quedé indeciso, pensando que el tío podía mandarme al carajo, pero no fue así: me hizo una señal, indicándome su nabo y haciendo el gesto universal de chupar. Entré en la cabina y me puse de rodillas delante de él: me metí aquel nabo en la boca, el primero que podía chupar sin tener una pared de madera por medio, y así pude también chuparle los huevos, tragarme entera aquella tranca enorme, hasta que el hombre empezó a correrse largamente en mi boca, como si hiciera un año que no lo hiciera.

El tío se levantó, se subió los pantalones y se fue, dejándome con la boca llena de su esperma y mi nabo a punto de reventar. No podía más; entonces vi que el portillo de la derecha estaba abierto, y que desde allí me había estado viendo un tío, que ahora sacaba la lengua por el agujero de la forma más descarada. No lo dudé: me acerqué el agujero, me saqué el nabo y lo pasé a la otra cabina a través de él: el tío se lo zampó de inmediato, y supe entonces lo que es el placer de que te hagan una buena mamada: las que me hacía mi novia no me producían ni la décima parte de gozo que aquella boca glotona y guarra, morbosa y excitante. Sentí que me corría, y entonces pude disfrutar del placer de sentir de cómo se tragan tu leche, eso que mi ex novia nunca consintió en hacer… El tío tragó y tragó, hasta que se hartó, y entonces se salió y, supongo, se fue.

Yo, exhausto, me resbalé hasta el suelo, y mi boca quedó a la altura del agujero: había restos de leche de una corrida anterior, en la pared de mi cabina, y sin pensármelo, lo chupé.

Cuando salí de la cabina (el estómago lleno de leche, la lengua viscosa, los labios rezumantes) no había nadie en los pasillos y todas las luces estaban encendidas. Decidí que, por aquel día, ya había sido suficiente.

Claro que hubo más días