El sexo, una aventura cotidiana
Una mujer de 40 años se ve sorprendida imprevistamente, por una aventura de la que emerge con dos amantes
Hace unos meses, Superpopelle reeditó uno de aquellos viejos relatos de las revistas de los años 70: Crema catalana. Me pareció una idea excelente resucitar esos magníficos autores que fueron pioneros en este tema. Esta serie de relatos que intento ir enviando para su publicación, es mi granito de arena, aunque apenas he podido rescatar unos pocos. Animo a los que hayan sido mas previsores, y tengan aun alguna de aquellas revistas, a que los saquen a la luz, para intentar enseñar algo a los nuevos autores.
Tengo cuarenta años. Considero que soy una mujer atractiva y en la playa, cuando me comparo con las muchachas me encuentro casi tan apetecible como ellas. Digo esto, no para cultivar mi ego, sino para ser mejor comprendida en mi problema.
Me casé a los veinte años y me considero afortunada con el marido que he elegido. El sigue siendo tan gentil conmigo como cuando nos casamos y, en cuanto a sexo, creo que fue él quien me lo enseñó todo.
Debido a una delicada operación, quedé imposibilitada para tener niños. En esa circunstancia, mi marido me brindó todo su apoyo y en mis fueros más íntimos no me puedo ocultar la circunstancia de que, con un par de niños mi vida hubiera sido más completa, pero, y por esas cosas del destino me tocó a mi sufrir las consecuencias y, como tal, he adoptado la circunstancia más adecuada a mis necesidades, siempre con calma y filosofía.
A lo largo de muchos años mi marido fue mi único refugio: vivía para él y, a pesar de tener alguna posibilidad de trabajar, me conformé en servirle. Luego, de común acuerdo decidí comenzar a trabajar como guía de turismo de una importante agencia barcelonesa y, hasta el momento, me siento muy feliz en mi tarea. Mi marido nunca fue demasiado fogoso; durante mucho tiempo hicimos el amor sólo una vez por semana y con cierta monotonía.
Más adelante con una atenta lectura que hicimos por sugerencia de una amiga de varios libros de los doctores Masters y Johnson, nuestra óptica sexual varió fundamentalmente, pero no hasta el extremo de iniciar una verdadera revolución en nuestras costumbres, porque no nos pareció interesante practicar nunca el «menage a trois», las prácticas homosexuales o cualquiera de las variantes aperturista que ellos proponen. Sin embargo, y en el aspecto absolutamente privado, la teoría de ellos nos sirvió para ampliar nuestro espectro y huir de la monotonía.
Mi vida transcurrió durante todo ese tiempo sin problemas y la madurez llegaba a mi vida con cierta placidez. Sentía que había vivido bien y no tenía nada de que arrepentirme. Mis esfuerzos por mantener mi pareja no habían sido denodados porque nuestras relaciones eran lo suficientemente cálidas y cordiales como no necesitar angustiosos esfuerzos.
Hasta que una noche de junio, particularmente calurosa, llegué a un hotel romano, comandando una expedición turística que la agencia me había encomendado. Esto no tenía nada de extraordinario, puesto que una vez por semana iniciaba el mismo periplo, y hacía ya seis meses que me movía con mucha destreza en ese oficio. Nunca le había sido infiel a mi marido y, verdaderamente, no tenía ninguna necesidad de hacerlo. A menudo recibía invitaciones de turistas aburridos, pero ya había aprendido a desecharías con la mejor de mis sonrisas.
Durante esos dos días en que permanecía alejada de mí casa, repito, mi vida transcurría en la más absoluta normalidad. Esa noche de junio arribé como de costumbre al hotel; ya había anochecido y el calor romano era insoportable. Al llegar a mi habitación, sólo pensé en desvestirme y en ducharme, puesto que me sentía verdaderamente agotada.
Estaba desnuda bajo la ducha cuando un empleado del hotel, moreno, de no más de veinte años y de hermosos ojos se hizo presente para avisarme que tenía una llamada telefónica y que, por un desperfecto de la centralita del hotel, no me habían podido avisar por el sistema normal.
Me sentí algo sorprendida por esta molestia pero me agradó la complacencia con que el muchacho miraba mis piernas. Aguardó pacientemente mientras yo me rodeaba con una amplia toalla y tomaba la comunicación y, debo admitirlo, yo no hice nada por cubrir demasiado generosamente mi epidermis, pero en ningún momento considero haber perdido el más elemental recato. En cuanto terminé mi baño, me dispuse a reposar y pedí un whisky con coca-cola.
El encargado de traérmelo fue el mismo muchacho que antes me había turbado. Yo estaba desnuda bajo las sábanas y las transparencias permitían entrever, con relativa comodidad, mis formas. El muchacho se azoró notablemente y sufrió una erección que intentó disimular con todos los medios a su alcance. Pero fue en vano. De golpe, yo me sentí aturdida; tuve la impresión de que un largo estremecimiento me recorría y acerqué al muchacho hasta mi lecho y le practiqué la «fellatio in extremis». Mis masajes pronto surtieron efecto y él obtuvo su recompensa.
Luego, debió marcharse de nuevo al trabajo, aunque me prometió que en cuanto terminara su turno volvería a visitarme. A estas alturas de las circunstancias yo me sentía sumida, por una parte, en un éxtasis que, hasta entonces, no había conocido; por otra, mi culpabilidad había crecido a pasos agigantados y no sabía qué hacer; deseaba echarme de nuevo en brazos de mi marido y contarle mi humillante aventura y, a la vez, quería volver a gozar, lo más rápido posible, la piel ardiente de ese turbador muchachito.
Creo que dormite un rato. No sabía qué hacer. Me disculpé ante el resto de la comitiva, arguyendo una súbita bajada de presión. Serían las once de la noche cuando el muchacho retornó. Fue para mi inolvidable. Hicimos el amor durante largo tiempo y yo me sentía poseída bajo todas las formas.
Hacia el amanecer, mi amante partió y, por la mañana, cuando retomé mi trabajo, aún conservaba la excitación que había generado mi encuentro de la noche anterior. Debo confesar que me sentía en un estado de turbación que nunca antes había experimentado. Cuando regresé al hotel, mi sensación aumentó hasta un grado indescriptible. Pero la ansiedad por el muchacho me seguía dominando. Hacia las ocho me avisó que dos horas más tarde podría visitarme.
Me duché y me pasé todo el tiempo de la espera eligiendo la ropa más sensual; nuevamente, la idea de ser poseída por el efebo me excitaba sobremanera y quería presentarme lo más hermosa posible. Cuando llegó, los preámbulos fueron casi infinitos e hicimos el amor largamente, prodigándonos toda suerte de refinamientos. Casi de madrugada, yo debí partir hacia el aeropuerto para emprender el regreso y recuerdo que en el avión aún me parecía sentir el frescor de su piel en las manos. No sabía, sin embargo, cómo enfrentarme a mi marido. No sabía qué decirle y ante las consecuencias que podía tener mi desliz, decidí, por primera vez en veinte años, mentirle.
Hice como si nada hubiera pasado y aguardé con una ansiedad rayana en la enfermedad el jueves siguiente. Mi amante me aguardaba; evidentemente, él también intuía que ésta, la que estaba viviendo, era una aventura diferente. Convinimos un nuevo encuentro para la noche y, una vez llegado el momento, nos entregamos a todos los juegos del amor.
Sin embargo, cuando ya habíamos finalizado, mi compañero me dijo que tenía un amigo colega de trabajo en el hotel que se sentía fuertemente excitado conmigo y que deseaba poseerme. Yo no cabía en mí de la sorpresa. Antes de que pudiera reaccionar él ya había llamado por el intercomunicador a su amigo y éste se había presentado sin ningún rubor.
Yo pensé en el escándalo que mis gritos podían ocasionar. Pensé en la separación que, seguramente, demandaría mi marido, en mi frustración, en la pérdida de mi trabajo, de mi lugar en mi sociedad. Fue un torbellino del que sólo las caricias del segundo muchacho lograron liberarme. Por primera vez en mi vida fui poseída por dos hombres a la vez.
Desde un punto de vista sexual, creo que nunca creí que el éxtasis total me fuera accesible. Pues bien, aquella noche las caricias de los dos muchachos me enfervorizaron a tal punto que prácticamente, luego, no pude pegar los ojos de la excitación. Los mismos juegos en trío se repitieron a la noche siguiente y cuando pisé nuevamente Barcelona decidí contar todo lo que me había ocurrido, con pelos y señales, a mi marido. En cuanto tuvimos un instante de intimidad comencé mi relato y cualquiera puede imaginar mi sorpresa al ver que. en un comienzo, no me dio crédito:
Me observaba complacido, como si yo estuviera inventándole la historia que él siempre quiso escuchar de mí; luego, comenzó a excitarse mientras yo hilvanaba mi crónica y comenzó a requerir cada detalle; en determinado momento su excitación fue tal que hicimos el amor con una violencia y un deseo inigualables. Desde entonces, nuestra frecuencia sexual ha aumentado considerablemente y, semana a semana, él goza hasta el delirio con el relato de lo que me acontece con mis amantes romanos.
Con respecto a ellos, creo estar en lo cierto cuando afirmo que no estoy ni remotamente enamorada de ninguno de ellos, pero lo cierto es que me excitan y que por alguna razón muy especial me cuesta muchísimo prescindir de nuestros encuentros.
Con mi marido, como ya he dicho, todo marcha sobre rieles. Ahora bien: yo me pregunto hasta cuándo va a durar la farsa, qué va a ocurrir el día que mi marido, se entere de que todo es absolutamente cierto y que no le invento una historia erótica, qué va a suceder el día que por una u otra razón, los muchachos romanos me abandonen.
Me siento madura y realizada como mujer y tengo miedo de perderlo todo pero, con el tiempo, me he convencido de que mi única manera de conseguir la felicidad es continuando mi marcha por el filo de la navaja. No quiero ni pensar en el día en que todo esto termine.