El sexo maravilloso de la aymara boliviana
Nada más ver su raja marcada en el vaquero sentí la imperiosa necesidad de besarla en los labios, en los labios mayores, en los menores y en el clítoris.
Encontré su figura de indígena boliviana vestida con una blusa blanca y unos pantalones tejanos que se ajustaban a cada pliegue de su cuerpo, destacando con énfasis sus pequeños pechos, los michelines de su cintura y la figura de su coño. Una descarga nerviosa sacudió mi cuerpo y mis ojos se clavaron en la sutil prominencia dividida en dos por la naturaleza y destacada por la presión del pantalón.
Las ropas debían corresponder a una etapa de su vida en la que su cuerpo no era tan voluminoso. El tronco y la cabeza predominaban en el conjunto de su figura. Las piernas eran cortas, aunque sus muslos exhibían una fortaleza apreciable.
La vi, a Yuriana, de pie junto al pequeño muro que circunda el monumento a Francesc Macià en la plaza de Catalunya. Como ella, una treintena de mujeres y hombres de aspectos muy parecidos esperaban pacientes que algo sucediese.
Estaba sola. Una chispa de esperanza brillaba en sus ojos. Ocupé el espacio que quedó libre a su lado. Desprendía una fragancia agradable. Su pelo, de un negro azabache, circundaba el contorno de su cara ayudado por dos orquillas.
El maquillaje denotaba buen gusto; y las ropas, también. Vestía una blusa clara y floreada de la que emergían los pechos desafiantes.
Alternaba las miradas al reloj y al teléfono con el escrutinio de las avalanchas de peatones de cruzaban la calzada. No advirtió mi presencia. Yo no encontraba la fórmula para llamar su atención. Todas mis ocurrencias que se fraguaban en mis neuronas se diluían antes de exteriorizarse en palabras.
- Disculpe señor, me puede decir si el barrio de Sant Andreu queda muy lejos de aquí. – me sorprendió ella.
- Creo que sólo hay cuatro o cinco estaciones de metro.
- ¿Y para ir andando?
- Andando, sí está lejos.
- Gracias.
- ¿Puedo ayudarle en algo? ¿Tiene algún problema?
No, no podía ayudarla. Esperaba a su prima. La llevaría a casa de una familia para cuidar a una anciana. Se habían citado a las cuatro y pasaba más de una hora. Y tenía el teléfono desconectado.
Le invité a un té o un café. No por amabilidad, ni por hospitalidad. Desde el primer instante que la vi creció en mi el deseo irrefrenable de indagar en su sexo.
Tuve que utilizar una aparente ingenuidad para ganar su confianza. Le aseguré que su prima la llamaría en un momento u otro. Aquel número de teléfono era la única conexión que tenía con Barcelona. Sin ella, se sentía perdida y abandonada. Había pagado la habitación de una pensión para una semana, y sólo le quedaban tres noches. Su prima tenía los ahorros que envió por giro postal desde La Paz dos días antes de subir a un avión.
Intenté tranquilizarla. Le ofrecí una alternativa. Podría encargarse de la limpieza de mi piso y de cocinar a cambio del alojamiento. Se asustó con mi propuesta. Yo podría ser un sádico o un mafioso. Le enseñé mi documento de identidad para que facilitase mi nombre y el número a su prima.
Comprendí su desconfianza. Intenté convencerla con un arrebato de sinceridad.
- No te pido nada más a cambio de vivir en mi casa. Sólo tendrás que cocinar y limpiar –dije como si se tratase de una broma.
Me miró desconcertada. Sus ojos me decían que nunca se le hubiera pasado por la cabeza relacionarse a esos niveles con un desconocido.
- He aceptado su invitación porque me pareció usted un señor amable. Estoy casada y tengo dos niñas. No he volado casi diez mil kilómetros para hacer de prostituta. No necesito a ningún hombre. Mi marido es muy macho.
Me costó tranquilizarla y, al mismo tiempo, seducirla. ¿Por qué nunca he conocido a una de esas mujeres que se arrojan inmediatamente a los brazos de un hombre, se abren de piernas, y le comen la polla a cualquier desconocido que se tropiezan en el metro o en el autobús?. Siempre me ha costado ingenio y paciencia.
- Sólo quiero darle garantías de que no ocurrirá nada que usted no desee, pero es una mujer joven y atractiva. No podrás evitar que los hombres la miremos con deseo.
Le enseñé mi documento de identidad y le pedí que enviase mis datos a su prima. Era una buena garantía de mis intenciones.
El desconcierto me dio la oportunidad de profundizar un poco más. A su vez, le pedí su documento de identificación.
- ¿Es usted policía?
- No. No soy policía. Sólo te pido reciprocidad.
Mis cálculos no iban muy errados. Tenía treinta y dos años y había nacido en Huancané, Bolivia. De la etnia Aymara, me precisó. Su prima mantenía un silencio desesperante. El lugar de la cita se había despoblado.
- Necesito ir a la pensión –me dijo mientras contemplábamos escaparates
en la Puerta del Ángel.- Está en la calle del Carme. ¿Sabe usted cómo llegar
desde aquí?
Había olvidado una agenda con el teléfono del domicilio donde trabajaba su prima. Sólo para urgencias, le había dicho.
Aproveché el paseo hasta la pensión para los primeros contactos físicos. Prodigaba los roces que había disimulado mientras miraba blusas, pendientes y pañuelos en unos grandes almacenes. Tocaba su mano; la cogía del brazo; posaba mis dedos en su espalda; asía suavemente el hombro; o la rozaba con mi cadera. Todo acompañado siempre con una sonrisa ingenua. Aproveché para agarrar su mano al cruzar la calle a la carrera con el semáforo en rojo; le tomé por los hombros para esquivar a otros paseantes; o cogí su nuca para indicarle el nombre de la pensión. Cada contacto con su cuerpo aumentaba mi deseo.
Subí con ella sin esperar su invitación. El cuarto sólo constaba de una cama, una mesita y un armario minúsculo. La ventana se asomaba a un patio de luces al que difícilmente podrían acceder los rayos del sol.
Extrajo de su maleta una carta y anotó el número en el teléfono. Aprovechó para ir al lavabo y yo para curiosear en su maleta. Algunas blusas, unas chaqueta de lana, un par de pantalones y dos faldas. Sujetadores y bragas ocupaban el fondo, escondidos bajo la ropa de calle. Había también un par de sobres con fotos.
Esperé sentado en la cama. Entró y se dejó caer cansada y preocupada. Reposó su cabeza sobre la almohada con la mirada perdida en el techo.
- ¿Estás cansada?
- Estoy desesperada. ¿Qué puedo hacer? Sola. Con un desconocido. Indefensa.
Me asomé a su cara y un par de lágrimas brotaron de sus ojos. Yo era su única esperanza en esos momentos. Clavé la mirada en sus pupilas unos segundos. Acerqué mis labios a los suyos, pero giró la cabeza. La besé en la mandíbula levemente. Tomé su barbilla y la sujeté. Volví a mirarla con más intensidad si cabe y sonreí. Esta vez mis labios se posaron sobre los suyos. Ardían. Suspiró. Volví a unir mis labios a los suyos; los apresé entre mis dientes sutilmente. La punta de mi lengua exploró y saboreó el carmín. La suya respondió a la provocación y se deslizó por los míos. El juego las obligaba a encontrarse y enredarse en caricias volátiles. El deseo prendió como una llamarada. Nuestras bocas se fundieron. Se devoraban desesperadas.
No hubo palabras. Un cruce de miradas agitaba un deseo incontrolable.
Mi lengua rozó insistente el lóbulo de su oreja. Se estremeció. Besé su cuello y su cuerpo tembló.
Desabroché la blusa mientras mi boca recorría su mandíbula y se deleitaba con el sabor de su piel. Nuestras bocas se buscaban hambrientas a cada instante. Mis manos palparon cada milímetro de su piel morena. La liberé del obstáculo que se interponía entre mi mano y sus pechos. Unas tetas de forma cónica. Pequeñas. Puntiagudas. Los pezones emergieron duros y desafiantes al roce de mis dedos. Un profundo suspiro acompañó el surgimiento de aquellas dos aceitunas oscuras que coronaban unas aureolas de chocolate.
Mis besos recorrieron toda la piel de los senos. Arrancaban gemidos incesantes. Su boca reclamaba mi boca sin cesar, y le regalaba mi lengua para que bailase con la suya un vals embriagador.
Durante unos segundos, que parecieron una eternidad, extraje los pantalones adheridos a sus nalgas y a sus muslos, como una segunda piel. La contemplación de una braguita blanca que dejaba traslucir el vello del pubis me produjo un sofoco, un ardor que surgía de cada poro de mi piel y se concentraba en la cabeza de mi polla. Antes de descubrir el tesoro aymara, gocé de los sabores que encontré desde sus pechos hasta su vientre. La profundidad de sus aspiraciones, los suspiros y los jadeos se alternaban y acompañaban un movimiento pendular de sus caderas.
La suave prominencia pélvica estaba cubierta por un bosquecillo de vellos sedosos que bajaba por sus ingles. Me detuve en contemplar aquella maravilla de la naturaleza. Del centro de la espesura emergía la delicada colina de sus labios mayores que bajaba desde el pubis hasta la proximidad del ano, un claro longitudinal en medio del bosquecillo. Un pliegue carnoso oscuro y laberíntico asomaba entre los labios mayores dividido por la línea, casi inapreciable, que señalaba la división de los dos hemisferios. Un descarado apéndice, similar a un maní, en forma y tamaño, emergía en el extremo superior del claro. Y en el extremo opuesto, en el extremo inferior, ni los pliegues rugosos ni los tersos labios lograban camuflar la entrada al paraíso de la voluptuosidad. Aspiré la fragancia que emanaba del interior de su coño. Y me lancé desesperado a gozar del néctar que fluía de sus profundidades.
Absorbí las partículas acuosas que se esparcían sobre los vellos. Arrastré mi lengua por sus ingles y por el interior de sus muslos. La entrada de la chocha se hizo más visible, más amplia. Me pareció verla palpitar. La fragancia se intensificaba a cada segundo. No resistí la tentación de pasear la punta de mi lengua por las colinas de sus labios mayores antes de perderme en el laberinto rugoso que emergía entre ellos.
Acomodé su cuerpo transversalmente en la cama. Abrí bien sus piernas y me arrodillé en el suelo ante un paisaje excitante y abrasador. Contemplé extasiado el valle cubierto por el matorral. Su chocha quedó ligeramente abierta al doblarle las piernas y apoyarlas sobre sus costados. Posé mi boca sobre la raja y besé los labios vaginales como había besado antes los de su boca. Mis labios entreabiertos atrapaban la carnosidad de sus labios mayores. Mi lengua jugaba a reconocer cada pliegue o rugosidad de los labios menores y embriagarme con su sabor. Absorbí la piel de los labios menores y se desplegaron como dos pétalos enormes. Quedaron abiertos como dos alas de mariposa. El interior brillaba por la humedad. Conducía al clítoris, grueso y erecto que emergía de su capuchón. Lamí de abajo arriba el interior de cada uno de los pétalos. Sus flujos y mi saliva lubricaban todo el espacio. Mi lengua jugó con los pliegues de la piel. Recorría toda la raja, inspeccionándola detalladamente y provocándome una sensación deliciosamente embriagadora.
Los gemidos orientaban el rumbo de mi lengua en su deambular por el coño mojado de la mujer aymara. Las fragancias sexuales del altiplano boliviano penetraban en mis fosas nasales. Ella balbuceaba palabras incomprensibles. Me excitaba y me incitaba a intensificar los besos y la presión de mi lengua. Hurgué en el orificio que se abría anhelante en la parte inferior de la raja. La abundancia de flujo respondió a mi provocación. Introduje dos dedos hasta palpar una superficie rugosa en la parte superior de la vagina. Se inflamó al primer contacto como un globo. Un movimiento rítmico de su pelvis agradeció mis caricias internas. Ascendí por sus labios menores con mi lengua dibujando un zigzag y rozando los mayores hasta encontrar el clítoris erecto. Lo chupé. Me lo introduje entre los labios y lo saboreé. Me deleité con su forma ovalada. Lo moví entre mis labios como si fuese el hueso de una aceituna. Sabía que estaba jugando con los dos puntos más sensibles de su cuerpo. Los gemidos se transformaron en pequeños gritos contenidos, confundidos con una respiración agitada e irregular. Mi lengua bailaba alrededor del clítoris lentamente. El movimiento de su pelvis y de sus caderas se aceleró progresivamente. Atrapó mi cabeza con sus muslos y gimió con desesperación. Se convulsionó todo su cuerpo. Las cadera golpeaban a un lado y a otro, desencajadas. El terremoto duró apenas unos segundos. La agitación disminuyó lentamente, acompañada en todo momento por un sonido gutural indefinible. El néctar de su orgasmo resbalaba por mi mano hasta mi codo. Un fluido denso y blanquecino desprendía un olor ácido y salado.
Levanté la cabeza un instante sin retirar los dedos. Seguía acariciando el pequeño espacio rugoso. Volvieron los gemidos. El movimiento de sus caderas. La ansiedad de su pelvis. El interior de su coño se había inflamado aún más. Algunas lágrimas resbalaban por sus sienes. Sus ojos me miraban confiados. Una sonrisa relajada se dibujó en sus labios. Besé su boca. Nuestras lenguas volvieron a encontrarse por unos instantes.
Me incorporé para contemplarla. Realmente, su torso era voluminoso. Las dos tetas puntiagudas se levantaban en el pecho como dos conos coronados por los pezones. Contemplar su cuerpo entregándose al placer me provocaba una excitación próxima a la culminación. Yo permanecía vestido aún, pero notaba mi polla mojada, dejando escapar unas gotas de placer, babeando el líquido que precede a la corrida.
Acaricié superficialmente su coño deleitándome con la sedosidad del vello. El roce del clítoris provocó automáticamente unos gemidos. Me arrodillé de nuevo y me comí su coño con ansiedad. Me emborrachaba con la humedad que inundaba toda la raja. Mordisqueé, lamí, acaricié con labios y lengua cada rincón de la raja. Y me detuve para volver a chupar el clítoris. Sentir su dureza entre mis labios. Apreciar su forma con la punta de mi lengua. Provocar su locura, incrementaba mi erección. Lo forcé de un lado a otro con la lengua arrancando espasmos continuos. Volví a introducir dos dedos para palpar y excitar esa pequeña superficie rugosa que se inflamó al primer contacto. La respiración se agitó de nuevo con aspiraciones profundas y expiraciones sonoras acompañadas de resoplidos. Esta vez presioné con mis dedos enérgicamente. Mi lengua y mi boca también actuaban sin contemplaciones. El segundo orgasmo empezó a fraguarse al instante. Otra vez el movimiento de su pelvis implorando la invasión de su coño; suplicando besos, caricias de mis labios; rogando que mi lengua no se separase del clítoris. Las caderas golpeaban a un lado y a otro, arriba y abajo. Un grito contenido coincidió con un espasmo que contrajo su cuerpo y volvió a atrapar mi cabeza entre sus muslos. Con la cara pegada a su coño me costaba respirar. Apenas podía oír sus gritos. Pero conseguía mover mi lengua y continuar excitando el clítoris. El flujo denso de su coño inundó de nuevo mi mano y chorreó por mi brazo. Pasó el primer terremoto con fuertes espasmos, pero, antes de que llegase la relajación, brotó una nueva convulsión con mucha contundencia. Los gritos apenas podían salir apagados de su garganta. Sus muslos me apretaban con tanta fuerza que sólo oía mi propia respiración. Notaba mi brazo completamente empapado. Mis dedos acariciaban la rugosidad inflamada que se asomaba al exterior de su coño. Acerqué mis manos a sus tetas para pellizcar sus pezones, pero los tenía apresados con dos dedos y tiraba de ellos como si quisiera arrancárselos.
Los espasmos se intensificaban. Lo notaba por la presión de sus muslos en mi cara. Luego decrecían y antes de apagarse definitivamente volvían a provocar convulsiones casi dolorosas. El borde de la cama estaba completamente empapado y el reguero que corría por mi brazo había formado un pequeño charco en el suelo.
Un par de sacudidas más de menor intensidad pusieron progresivamente el final a la secuencia de orgasmos, corridas realmente, porque Yuriana –recordé su nombre- se había chorreado en abundancia.
Dejó caer las piernas sin fuerza sobre mis hombros. Su respiración era agitada aún. Acarició con una mano mi incipiente calvicie frontal.
Pasé mis manos por su vientre y rodeé sus cadera para llegar a sus nalgas, mojadas también. Se estaba relajando paulatinamente. Besé cariñosamente su pelvis peluda y los labios mayores. Chupé los pétalos de los menores y saboreé el néctar que habían generado las explosiones sexuales en sus entrañas. Noté los calambrazos que mis labios provocaban en su cuerpo. Estuve tentado de reanudar la excitación, pero su respiración parecía cansada.
Finalmente, acaricié el ano con dos dedos y noté la relajación que le produjo el roce.
Me tumbé a su lado mirando al techo. Tenía los ojos cerrados. Bese sus labios y se abrazó a mi cuello.
Debí quedarme dormido un instante. O traspuesto. El sonido del teléfono me devolvió la consciencia.
Era su prima. Estaba esperando en la plaza de Catalunya. Se limpió apresuradamente con unas toallitas húmedas y se embutió en los vaqueros.
Antes de salir de la habitación tuve que agacharme para besarla en la boca con pasión.
- Me ha hecho usted volar por unos instantes hasta el Altiplano.
- Me debes una –contesté.