El Servicio

Aburrida en un pueblito de Argentina, las cosas solo pueden mejorar. ¿O no? Soft Femdom.

Un nuevo año lectivo. El primer mes de clases empezaba, abrí el aula de Literatura, encendí las luces y ventilé. Mientras el pasillo se llenaba de los grititos alegres de mis alumnos acomodaba todo lo que iba a necesitar ese día, dejé mi cartera en un cajón de mi escritorio y me senté con el listado frente a mí y esperé. Sonó la campana en el patio y de a poco los estudiantes se fueron acomodando en el aula.

Mientras los esperaba pensé en todo el trayecto que recorrí hasta llegar a esta situación. La mayoría de los alumnos me conocía, quizás alguno no tenía todos los datos por protección paternal pero todos cuchicheaban lo mismo de mí. La profesora perversa, la atrevida, la paria social. No había sido removida del cargo, aún, pero no dudaba que esperaban el mínimo de mi parte para hacerlo. No les iba a dar el gusto.

¿Qué me había pasado? Nada del otro mundo, simple aburrimiento y un par de malas decisiones. ¿Malas decisiones? No sé qué tan malas, quizás algunas cuestionables. No intento desligarme de mis acciones ni buscar excusas baratas, admito que quizás algún grado de delito hay en todo lo que aconteció el año pasado. Por el momento, si tenía suerte, todo era cuestión de tolerar una mala reputación hasta el fin de mis días.

Todo comenzó un día igual a este, en el mismo colegio, pero un año atrás. Ese año se cumplían 13 años desde que trabajaba en ese secundario privado, el mismo secundario donde me eduqué. A excepción de mis años de estudio viví en esa región toda mi vida, conocía a cada uno de los campos que rodeaban los pueblitos de la zona, conocía cada calle de cada uno de esos pueblitos, conocía los paisajes en todas las estaciones y me comenzaba a cansar de esa monotonía.

Egresé del instituto con el mayor promedio, viajé a Buenos Aires dónde en tiempo y forma me recibí de profesora de literatura, la falta de contactos y una cara aniñada (y una inexperiencia considerable) me alejaron de las oportunidades laborales en la ciudad. El año acababa y mi instituto querido me contactaba para dar clases allí, lo que iba a ser unos años de experiencia se volvió mi cargo principal, tomé otros cargos que fueron y vinieron, ahorré y compré una casita a mis 30 años, el tiempo pasé entretenida acopiando cosas para la vida diaria, con mi familia, mis amigos de toda la vida.

En los pueblos casi no hay gente de mi edad, muchos nos vamos a la ciudad a estudiar, los menos inteligentes se quedan o los que tienen que ayudar a su familia, los que fracasan o no son deslumbrados con las luces de la gran urbe vuelven, como yo. Por más que la gente del pueblo se refiera a mí como “profesora” como si fuera un título nobiliario y por más que mis padres se hinchen del orgullo me sentía fracasada. El objetivo de la casa, el auto, los bienes materiales, el viaje a Europa eran puro entretenimiento para quitar de mi cabeza los objetivos que abandoné en Buenos Aires.

Todo cae por su propio peso; el peso de mi dolor era grande, y como tal, caí haciendo mucho ruido. Tenía 35 años cuando arranqué en marzo a dar mis clases, solo trabajaba de mañana y tenía toda la tarde para mí. Ahora las tardes se sentían vacías, durante el verano un turista se encargó de satisfacer todos mis caprichos amorosos pero él también debía volver a su hogar y me dejó sola, aburrida y frustrada. Los hombres de mi pueblo no son opción, suelen ser aburridos y no me siento cómoda con ellos, y la mayoría de los de mi edad están casados.

Las clases comenzaron normalmente, a esos alumnos los conocía desde que ingresaron a la secundaria, a algunos los conocía porque eran de mi pueblo, a unos 10km del pueblo donde se encontraba el instituto. Era la única profe de literatura por lo que atendía a todos los años y conocía a cada niño como si fueran míos, sabía sus fortalezas y sus debilidades en la materia incluso de algunos conocía las personales. Las clases ya estaban diagramadas y variaban muy poco de año a año. Lo único que cambiaba en el aula era la fecha, al menos así lo percibía yo.

Finalizó el primer día y me volví manejando a casa. No sé cómo es en otros lados, pero aquí, por la proximidad de los 5 pueblitos que componen nuestro municipio, nos manejamos “a dedo”. Existe el transporte escolar (porque cada pueblo tiene su escuela pero quizás los padres optan por mandar a su hijo a otra), hay autos particulares y quien no tiene espera al costado de la salida del lugar y comparte auto con alguien que va al mismo lugar. Nos conocemos entre todos, no hay mayores miedos de “levantar” a alguien. En esa ocasión levanté a Rosa, que venía del acto de principio de año de su nene más chico y volvía a casa.

La distancia hasta el otro pueblo la pasamos entre actualizaciones de chusmerío, comentarios sobre cómo crecen los niños, proyectos a futuro. Su hijo mayor estaba en el último año, era mi alumno, no era el peor pero era muy distraído, le costaba avanzar a la par de sus compañeros. La familia hacía un enorme esfuerzo por pagar su instituto con tal de que reciba todo el apoyo posible, el muchacho quería terminar e incluso ir a la Universidad. Rosa me pidió si podía recibirlo en casa para darle una clase semanal, lo que necesitaba Diego era un espacio tranquilo donde concentrarse y con tantos hermanitos en su casa parecía imposible. Pese a que me ofreció pagar las clases insistí en que sea gratuito, el niño necesitaba un espacio tranquilo y donde lo controlen, yo no tenía mucho que hacer y me daba mucha felicidad pensar en que dos horas semanales contribuirían a que termine de estudiar.

El viernes era el día pactado y un desanimado muchacho apareció la puerta de mi casa. Nadie quiere estudiar los viernes pero pensé que era una buena forma de que aprenda que un pequeño sacrificio le abría las puertas a nuevas oportunidades. Con el cuaderno en mano y su cartuchera flacucha Diego se acomodó en la mesa de mi comedor. Leímos la lectura de la semana, incluso le recité, por un momento hasta sentí que era muy entretenido hacer clases personalizadas. Hasta que aparte la vista del poema y lo descubrí mirándome el escote. Mi mente se nubló y perdí el hilo de la lectura, atiné a caminar para apartarme de su mirada, en vano un muy distraído alumno se perdía en mi piel sin darse cuenta que ya lo había advertido. Di por finalizada la lectura y yéndome hacia la cocina le pedí que transcribiera su parte favorita del poema para analizarlo. Volví, y posicionándome a su lado, sorteé el momento incómodo durante el resto de la clase.

La semana siguiente lo encontré mirándome, perdido, durante la clase, en algunos recreos, en la clase consulta en mi casa. Era un niño muy distraído que encima fantaseaba con algo peligroso. El tiempo pasó y al no poder encontrarme en su rango de visión el muchacho buscó la proximidad que le ofrecía al sentarme al lado suyo. Los viernes se convirtieron en un suplicio donde yo no sabía si tolerar su vigilancia atenta o el rose “casual” que se producía cada vez que el me alcanzaba un mate, una hoja, una lapicera. Niño tonto, no sabía con lo que se metía. Mi principal problema era que ansiaba que llegaran los viernes, porque me gustaba sentirme así de deseada, me gustaba descubrir las excusas que usaba para tocarme accidentalmente, una vez fingió confundirse y entrar al baño de profesores a los segundos después de que yo entrara.

¡Es que ilegal no era! El niño repitió un año en secundaria y lo pasaron al Instituto para evitar que siga perdiendo años. Era ya un joven de 18, cada vez más lo veía como un joven y no como el borreguito de 13 que se sentó al fondo de mi aula con mucho temor. Era un joven de 18 años que buscaba constantemente una razón para encontrarme a solas. No sé bien cuando nació su obsesión por mí, no sé si quiera si yo tuve que ver con eso, lo único que sé es que comencé a ceder en un juego de seducción que iba más allá de lo que yo imaginaba.

Yo le llevaba 17 años de diferencia, cuando iba a la secundaria jugaba en el recreo con Rosa, su madre; todo en mí me decía que debía ignorar al niño. Sin embargo, no me resignaba a dejar de lado mi única diversión. Voy a enfrentar un hecho: todo lo que hice fue porque estaba extremadamente aburrida. Quizás me porté un poco mal, y quizás en otra situación no lo hubiera permitido, ahora mismo me siento arrepentida pero en ese momento se sintió muy bien.

A fines de abril cedí un poco el límite y dejé que durante la lectura de los viernes apoyara durante 5 segundos su mano en mi muslo, luego de que sacudiera una miguita que se me había caído. Uno… dos… tres… cuatro… cinco… junto con un cosquilleo en mi entrepierna me levanté a buscar más agua para el mate, respiré profundo y volví al comedor a terminar la clase.

Quizás ese fue el día del quiebre. El resto de la tarde el recuerdo de su mano volvía una y otra vez a mí. Sin cenar y con el deseo de por fin dormirme para no pensar más me acosté. Pasaron los minutos dando vueltas en la cama sin lograr olvidar la sensación de cosquilleo que me produjo ese contacto, intenté ver algo en la tele pero no podía concentrarme. Me levanté de la cama a buscar un vaso de agua, la brisa fría del otoño acarició mi piel desnuda y mis pezones reaccionaron. Supe qué era lo que deseaba hacer y qué me iba a traer un profundo sueño.

De nuevo en mi cama tomé una de mis almohadas y me senté con las piernas abiertas sobre ella. Presioné fuerte mi clítoris contra la tela suave y me moví, adelante, atrás, adelante, atrás. Cabalgué en la soledad de mi habitación y me tiré contra el colchón en un intento de sentir más, mi cuerpo tembló de regocijo. Apreté con fuerza un pezón mientras imaginaba los labios del niño mordiendo aquello que tanto anhelaba. Mi pelvis se movía violentamente contra la almohada y notaba el húmedo calor que brotaba de mi entrepierna mojando mi tanga, inundando toda la tela de esa desesperación sexual que crecía en mi interior. Si la conciencia fuera un nudo en ese momento unas manos mágicas de deseo y lujuria lo desataron y dejaron ir junto con todos mis prejuicios y miedos. Solo sentí el placer, y me perdí en la cumbre de las delicias mundanas.

Todas las noches que siguieron repetí esa danza hasta dormirme, y cada vez la imaginación era menos decorosa. El viernes siguiente la ansiedad de que Diego llegara a mi casa era grande, tenía todas las actividades listas en la mesa y yo sentada, inquieta, en el sillón veía pasar los minutos. Clap, clap, clap. Lo oí aplaudir desde la puertita de mi jardín delantero. Lo hice pasar con rapidez y con una charla corta lo senté a estudiar. Debía leerme El burlador de Sevilla. Me pasee por el comedor, por el living oyendo su voz titubeante. Se mezclaba las palabras, se confundía quizás porque no era la lectura a la que estaba acostumbrado.

Empezó mal, se le trabó la lengua.

-          Ma… Ma… Marete…Mata…

Con una carcajada lo interrumpí:

-          Mataréte. Mataréte la luz yo. – Me tomé el tiempo de explicar la conversación entre Isabella y Don Juan y vi como su cabecita conectaba ideas.

-          Ellos estaban…

-          Si, si, ellos  tuvieron relaciones.

-          ¿No era que en esa época no se podía?

-          Bueno, siempre se pudo. – miraba su cara por fin prestándome atención, ese día me puse algo escotado porque realmente desea ser observada pero el niñito ahora me miraba a los ojos. Me puse del otro lado de la mesa y me incliné, ofreciendo la vista más tentadora que se me ocurría a la vez que le susurraba – Que no se deba no significa que no se pueda.

Sus ojos bajaron a mi escote y lo último que queda de mi conciencia, de mi rectitud emergió a mis mejillas y las inundó de rojo. Me incorporé quitándome de su vista y me senté a su lado, me sentía sucia. Tomé el ejemplar de estudio y me puse a leer en voz alta, intentando no perder el hilo de la narración. Con el rabillo del ojo me di cuenta que me miraba fijo, se acercaba cada vez más a mí. En una pose en la que parecía acompañar la lectura con la vista pero en realidad yo sabía que se perdía en mi pecho. Lo tenía próximo a mí. Leí quizás una hora, comenté algunas cosas sin moverme de lugar, sin alejarme de él pero sin avanzar. El cosquilleo de hace una semana era ahora el doble de intenso y sin contacto alguno.

Interrumpí mi lectura para pensar. El silencio se adueñaba de la escena pero Diego paciente se acomodó en su silla a esperar. Pensé durante unos cuantos segundos si estaba segura de lo que quería hacer, si realmente quería voltear ese límite. No, no quería, era un niño, era mi alumno, no podía perder mi posición de profesora solo por esto. Entonces nació la idea que eventualmente me costó todo aquello que yo tenía.

Miré a Diego de frente y lo encaré:

-          ¿Te gusta verme las tetas?

-          S… si… - el niño se vió atrapado por fin y no mintió.

-          ¿Imaginás cosas cuando las mirás? – Silencio – No pasa nada, vos contame qué es lo que está pasando.

-          A veces, si, a veces imagino cosas.

-          ¿Y qué cosas?  - Diego ya no quiso hablar, seguro pensaba que contarme algo de ese estilo era motivo de expulsión – Este es un espacio seguro, nada de lo que digas se va a saber, me preocupa únicamente tu estudio. -  el niño no hablaba y me arriesgué – Si yo te cuento algo mío, ¿vos me responderías lo que pregunté? -  Alzó su vista del suelo como aceptando el trato – Me gusta mucho que me mires.

-          Quiero tocarlas. – susurró.

Tomé una de sus manos y la dirigí a uno de mis senos, al principio sobre la tela tocó con timidez y luego fue afianzando el tacto hasta sostenerla con firmeza. Suspiré de placer, todo resto de cuidado lo perdí en ese suspiro y él lo notó y comenzó a masajearme con las dos manos.

-          ¿Qué más imaginaste?

-          Comerlas – Diego ya respondía sin miedo.

-          Voy a cumplir todo lo que imaginás – Le dije mirándolo a los ojos, obligando a que me mire con la misma seriedad. Pero tenés que jurar que vas a obedecer siempre.

-          Si.

-          “Si” ¿Qué?

-          Si, lo juro.

-          “Si, lo juro” ¿y qué? – me miró titubeando – “Si, lo juro, Señora”.

-          Si, lo juro, Señora.

Palabras mágicas. Lo llevé de la mesa al sillón y nos sentamos allí. Me quité la remera y el corpiño ante su mirada atónita. Me acomodé en el sillón y tomando su cabeza dirigí su boca a mi pezón. Es que planeaba cumplir lo que me pidiera, a mi manera. Diego comenzó a chupar el pezón como si fuera realmente un niño, sorbía con fuerza, mordía, de vez en cuando lamía. Cada tanto levantaba la vista de su labor y mientras le acariciaba en la cabeza lo alentaba a seguir. EL muchacho se ocupó de ambos pezones hasta quedar erguidos los dos. Podía notar su ansiedad, las ganas de tocarse, sus manos que querían conocer más de mi cuerpo. No se lo permití, con suaves golpecitos en su mano impedía que ocurriera alguna cosa más. El muchacho cedía y volvía a masajear mis tetas, en ese área él podía arrancarme los pezones que yo solo me iba a dignar a disfrutar. Casi finalizaba la hora de la clase cuando lo separé de su labor. Lo hice sentarse en el suelo, a mis pies, y mientras acariciaba su pelo azabache.

-          Yo sé cómo son los chicos de tu edad – así comencé mi lección -  No pueden guardar secretos, siempre alguien lo tiene que saber. Pero eso sí tiene que ser un secreto, cómo sé que es difícil para vos no contarlo te doy permiso para decírselo a un amigo, solo a uno. ¿Si?

-          Si.

-          “Si” ¿Qué?

-          Si, Señora.

-          ¿Querés masturbarte esta noche?

-          Si, Señora – Cuando lo dijo sin necesidad de que lo corrigiera sentí como un calor enorme crecía en mi entrepierna.

-          Masturbate, entonces. Pero durante todos estos días que lo hagas quiero que vayas probando una gotita de tu semen, con cada acabada la gota tiene que ser un poco más grande. ¿Si?

-          Si, señora. – Yo era fuego en mi vagina.

Lo acompañé a la puerta de mi hogar aún sin cubrirme los senos. Antes de abrirle la puerta le di un profundo beso donde con mi lengua penetré sin aviso su boca dejándolo asombrado. Lo miré a los ojos y le dije “Fuiste un buen chico.” Lo vi irse unos instantes, cerré la puerta y corriendo fui a tirarme en el sillón donde todo había sucedido. Nada más hicieron falta un par de sacudidas en mi clítoris y tuve uno de mis mayores orgasmos ahí tendida, sola, recordando al muchachito sumiso y solícito que se encargó de endurecerme las tetas.

No fue una semana habitual la que siguió a ese día. Diego continuaba mirándome el pecho desde su pupitre pero ya no buscaba encontrarme sola en un pasillo o en el patio. Identifiqué a su confidente porque tenía pocos amigos íntimos y ese niño ya estaba viéndome diferente también. Esperé paciente al viernes sin saber bien si Diego iba a aparecer. El recuerdo de nuestra experiencia me extasiaba cada noche y compré un vibrador para acompañar esos momentos.

Ese viernes siguiente directamente lo llevé al sillón, dónde de nuevo me quité la remera (el corpiño ya no lo tenía puesto) y le indiqué que comenzara su labor mientras yo le leía El burlador de Sevilla desde dónde nos habíamos quedado. Cada tanto lo paraba para asegurarme de que entendiera algún detalle en particular. Cuando finalizaron las dos horas de clase lo senté de nuevo a mis pies para hablar de algunas cosas importantes.

-          ¿Le contaste a algún amigo lo que hiciste conmigo?

-          Si, Señora. – Bajó la vista como avergonzándose de haberlo contado.

-          No te avergüences, bonito, si yo te di permiso es porque está bien. ¿Le contaste a Fernando?

-          Si, Señora.

-          ¿Y Fernando que te dijo?

-          No me creyó.

-          ¿No? Suele pasar nadie creería que yo te permito hacer algo así. ¿Tenés ganas de que te crea?

-          Si, Señora. – dudó unos segundos en seguir hablando – Igual después me dijo que le cuente.

-          ¿Ajha? ¿Quería detalles?

-          Si, Señora. Le conté todo y dijo que iba a hacer como si fuera real.

-          ¿Qué hicieron luego de que le cuentes?

Dudó: - Nos fuimos a dar una vuelta, Señora. Y… y Fernando se masturbó mientras le conté.

Me sorprendió Fernando, pero supongo que los adolescentes suelen ser así de calentones.

-          ¿Te masturbaste con Fernando?

-          S… Si… Si, señora.

-          ¿Hiciste lo que prometiste?

-          Si, Señora. Fernando también.

-          ¿Fernando?

-          Si. Quiere conocerla, Señora.

-          ¿Y vos qué pensás de eso?

-          Yo no sé, Señora.

-          Tranquilo, me parece una buena idea. Si él quiere conocerme, entonces yo quiero conocerlo pero sólo si vos querés que esto suceda - Acaricié su cabecita adorable y le sonreí – Si te interesa, ofrecele venir con vos el próximo miércoles a las cinco de la tarde.

-          Si, Señora.

-          Prometo que la vas a pasar bien. Eso sí, tenés que decírselo en persona, jamás pueden hablar de esto por celular o por papel, nada. Tienen que aprender a comprometerse de palabra. ¿Entendido?

-          Si, Señora.

Esa noche casi no dormí, sabía lo que se estaba generando pero lejos de temer me sentía totalmente extasiada. Fernando era un niño de una familia más acomodada que la de Diego pero bastante problemático en la escuela como su amigo. Imaginé la situación entre los dos: Diego relatando su anécdota con su profesora y Fernando no pudiendo evitar masturbarse hasta el punto que Diego también lo hizo. Me pregunté si esa era la primera vez que compartían tanta intimidad y estallé de placer imaginando a Diego probando su propio semen.

De más está decir que lunes y martes en el Instituto me cruzaba con la mirada de ambos jovencitos, Fernando genuinamente intrigado. Con mi mayor aspecto de ajena los ignoré, excepto el miércoles cuando los dos fueron los últimos en salir del aula y le guiñé el ojo a Diego. Salí de la clase lo más rápido que pude, me ocupé de los quehaceres del hogar para que el tiempo pase y cerca de las cinco me senté en mi sillón a esperar.

Clap, clap, clap. Abrí mi puerta con mucha dignidad, sin que se note mi ansiedad. Se encontraban Diego y Fernando atravesando mi jardincito. Diego con su habitual cara de distracción, Fernando con los ojos abiertos sin poder creer lo que veía. Sonreí, finalmente Diego decidió traerme a su amigo ya sea para demostrar que no mentía o por una genuina búsqueda de placer, no me importaba.

-          ¿Qué les dijeron a sus padres? – Pregunté dirigiéndome a Diego mientras los invitaba a sentarse en el sillón.

-          Que íbamos a dar una vuelta, Señora.

-          ¿Les dieron una hora para volver?

-          Si, Señora, antes de la cena.

-          Bien.

-          Fernando, Diego te contó lo que hace conmigo ¿También tenés ganas de probar?

-          Si, Señora – Su respuesta satisfacía a todas mis expectativas. Quería que Diego le muestre el ejemplo de cómo referirse a mí, quería que le enseñe cómo obedecerme.

-          Que quede claro. Van a ofrecerme un servicio y a cambio, les voy a pagar con mi amor, mi respeto y mi enseñanza. ¿Quieren ser parte de mi servicio?

-          Si, Señora. – Respondieron a la vez, mirándome a los ojos, seguros de lo que querían. Tenía en mis manos a dos muchachitos que poca idea de la vida tenían y me excitaba de solo pensar que, en una forma extra y bizarra, eran míos.

Me quité la camisa y me senté entre los dos. Los puse a lamer mis pezones mientras yo gozaba de sus lenguas, si era increíble tenerlo a Diego comiéndome las tetas fue extraordinario tenerlos a ambos. Cada tanto Fernando intentaba frotarse el bulto y si bien me costó un poco más que con Diego a fuerza de golpecitos en la mano dejó sus intentos. Esa tarde la pasé entre los dos, recibiendo un excelente masaje basado en la estimulación de mis pezones, cerré los ojos y gocé. Cuando quizás había pasado una hora los senté a mis pies, en el suelo.

-          Estuvo exquisito. ¿Cómo la pasaste Fernando?

-          Muy bien.

-          “Muy bien” ¿Qué?

-          Muy bien, Señora.

-          ¿Tienen ganas de volver el próximo miércoles?

-          Si, Señora.

Los acompañé hasta la puerta de mi casa.

-          Fernando, tenés a Diego para hablar de esto, pero conozco a los chicos de tu edad y se cuentan todo. Si querés hablar de esto te doy permiso para contárselo solo a uno más.

-          Si, Señora.

Lo tomé de la cara y le di un beso que respondió a lengüetazos. “Fuiste un buen chico”. Diego también recibió su beso y su ya habitual saludo: “Fuiste un buen chico”. Me agradecieron y se fueron. Me quedé sola en casa y comencé con la verdadera acción junto a mi vibrador, mientras lo alternaba entre mi clítoris y mis pezones mientras recordaba a esos dos muchachos masajeando, lamiendo, comiendo y mordiendo; y estallé de placer.

Decidí que los viernes iba a mantener las horas de estudio de Diego, se las merecía y yo no debía interferir con su educación. Ese viernes le permití masajearme los senos mientras le leía, o de premio si escribía algo propio o trabajaba alguna actividad le dejaba lamer. Los miércoles Diego y Fernando venían puntuales a ofrecerme placer.

En una ocasión Diego le dio un golpecito en la mano a Fernando puesto que se estaba tocando por encima del pantalón. Sonreí, le indiqué que solo yo podía decidir qué se podía hacer pero por ser tan buen segundo al mano podía hacerme sexo oral. Era algo que yo venía deseando pero no sabía cómo proponer, tenía puesta una falda corta que levanté mientras abría las piernas y Diego, con el orgullo reflejado en su cara, se arrodilló frente a mí y se inclinó a cumplir con su deber. Esa fue la primera vez que tuve un orgasmo en su presencia, yo gemía enloquecida mientras asfixiaba con mis piernas a Diego y sostenía del pelo a Fernando pidiéndole que me muerda los pezones.

Debí darme cuenta de los celos de Fernando, claramente se sentía en desigualdad con su amigo. Diego me había traído, Diego lo retaba, Diego me comía la vagina. El siguiente miércoles me preguntó si podía traer a alguien más, a una amiga. Acepté y grande fue mi sorpresa cuando una semana después descubrí que, parada entre los dos con mucha vergüenza, se encontraba la hermana de Fernando.

Esta vez eran Fernando y Lucía, su hermana, los que se sentaban en el sillón. Yo de pie frente a ellos, Diego sentado en el suelo según mis órdenes al lado mío, “como un perro” pensé cuando lo vi. Le expliqué a Lucía que ella podía elegir quedarse o no, prometí que si se quedaba iba a recibir mucho placer. Estaba claro que Lucía y Fernando tenían una relación muy estrecha, mucho más estrecha que la de ser hermanos.

-          Si, Señora, quiero unirme al Servicio. – Dijo con dulzura.

Me sorprendí. El Servicio. Le habían asignado un nombre a nuestra actividad de los miércoles y lejos de disgustarme me enorgullecí. Le indiqué que si así era debía sellar su promesa lamiendo mi entrepierna. Enferma del poder que esos tres críos me otorgaban los mandé a desnudarse, excepto a Lucía que ya se encontraba a mis pies lamiendo los labios de mi vagina con sus ojitos cerrados. Todavía de pie frente al sillón ordené a Diego y Fernando que se sienten y se masturbaran mutuamente. En conjunto era una imagen idílica, mis muchachos totalmente desnudos dándose placer, la nueva integrante dándomelo a mí. Estuve así un buen tiempo hasta que decidí premiar a mis dos muchachos, quitando a Lucía de mi camino me acerqué a ellos.

-          Fernando, vas a ser mi sillón, quietito.

Sin demasiada parafernalia me senté sobre el pene erecto del muchacho, su considerable tamaño explicaba por qué su hermana era tan íntima. Le ordené a Lucía continuar con su trabajo que se acercó gateando y lamía mi vagina a  la vez que el pene de su hermano. Sonriendo le ofrecí a Diego probar a su amiga, sin dudarlo se posicionó detrás de Lucía y mirándome la penetró. Mis movimientos pélvicos marcaban el ritmo de toda la orquesta de cuerpos allí presentada. Plena y satisfecha por el placer que me daban el pene y la lengua de los hermanos me relajé.

Me despedí de cada uno con un beso y un “fuiste buen chico”, “fuiste buena chica”. No fui consciente hasta mucho más tarde que ese día nació la mayor rivalidad. Fernando todavía no sentía que yo le favoreciera a pesar de sacrificar a su hermana, creía que Diego tenía el mayor beneficio porque yo básicamente lo había degradado a ser mi asiento. A su vez, Diego notaba que su amigo intentaba llamar la atención de mis favores y consideraba que penetrarme a mí, aun siendo considerado un objeto, era el mayor beneficio.

Empezó entonces un esfuerzo en llamar mi atención que a lo largo de los meses se convirtió en la incorporación de uno y otro integrante hasta que El Servicio llegó a constituirse por 3 mujeres y 7 hombres. Acepté a cada uno, les expliqué las reglas, a todos los despedí con su correspondiente beso y felicitación. Por lo general, usaba los penes de Diego y Fernando, lo que claramente profundizó su competencia. Todos los integrantes en algún momento del día pasaban por mi cuerpo para satisfacerme, el living se llenaba de cuerpos desnudos que obedecían y esperaban que los empareje con otro. Descubrí que mi verdadera pasión era ser la directora de esa orquesta erótica que se presentaba en mi casa cada miércoles. Los niños variaban en edad, la mayoría eran mis alumnos del último año, los demás eran jovencitos que se quedaron en el pueblo y estaban más que agradecidos de pertenecer al Servicio.

Durante el Servicio, me sentaba en el sillón mientras alguno comía de mi vagina y daba direcciones sobre lo que debían hacer. Me daba especial satisfacción ver como penetraban a Lucía, en una ocasión incluso le di placer con mi vibrador la vi acabar a mares y luego mandé a su amiga a limpiarla con la lengua. Lucía tenía una voz profunda y grave por lo que sus gemidos se distinguían de las demás chicas. Comencé a invitarla más temprano los miércoles, yo misma lamía su clítoris durante es sesión privada hasta dejarla ardiendo, cuando por fin llegaban los demás la mandaba desnuda a abrir la puerta y seleccionaba al muchacho de mi gusto del día para que la tomara contra el sillón. Yo al lado de ellos observaba todo mientras el novato del momento se encargaba satisfacer  mis pezones y algún otro lamía mi vagina.

Se convirtió en costumbre que lleguen y se desnuden para mí, esperaban pacientes parados detrás del sillón a que los convoque y les ordene la acción del día. Todos sabían las reglas de discreción, incluso armaban coartadas para explicar dónde estaban; todos obedecían a Diego y Fernando, que al fin y al cabo funcionaban como mis capataces; todos buscaban satisfacerme. Llegué a probar su lealtad incluso pidiendo a uno de los más nuevos que se pare frente a mí y me habrá las nalgas, primero lamí y lengüeteé para relajarlo; luego introduje un dedo en su ano, no obtuve resistencia. Ordené a Lucía que continuara comiendo ese culito nuevo y cuando por fin vi su cara de placer perdido mandé a Fernando a penetrarlo. Ni Fernando ni el muchacho se quejaron, aún con cara de desconcierto se pusieron en cuatro – el niñito con su cara contra el sillón mientras yo acariciaba su tierna cabellera dorada – y de a poco el pene de Fernando se introdujo. Unos segundos después comenzó el lento movimiento pélvico que indicaba que ese pene gustaba, entonces ordené a Fernando darle sin piedad. Mientras esa escena se desarrollaba a mi lado, tendido en la alfombra Diego recibía sexo oral de otro de los muchachos a su vez que comía la vagina de una de las niñas nuevas. Lucía de pie contra el sillón era penetrada por el segundo muchacho que me entregó Diego, Lucía gemía para mí, me miraba a los ojos cada vez que yo la buscaba, me pedía que la reconociera como mía. Uno de los novatos, sentado al lado mío, mordisqueaba mis pezones mientras que la última jovencita que acepté se asfixiaba entre mis piernas con un potente orgasmo que desgarró mi cuerpo. Todos eran míos, todos ellos obedecían sin más solo porque yo les garantizaba que iban a recibir placer.

Finalizaba la intensa sesión con los niños sentados a mis pies, acariciándose y respondiendo mis preguntas. Comencé a ofrecerles salir del Servicio si así gustaban pero ninguno me lo pidió. Me tomaba el tiempo necesario para despedir a cada uno con un largo beso donde mi lengua conocía cada parte de su boca, me excitaba sentir el sabor de los fluidos todavía presentes. Solía terminar los miércoles acostada en mi cama recordando, tocándome, acabando de nuevo.

Finalizó el año con una de esas situaciones, quizás lo que hacíamos estaba un poco mal pero durante todo el año tuve algo que esperar, algo que me hacía feliz, no se sentía mal, la cara de admiración de esos niños no hacía que se sintiera mal. En diciembre, el primer miércoles los reuní en mi casa como siempre pero había una sorpresa.

-          Queridos, tengo algo que decirles – anuncié mientras acariciaba la cabeza de Fernando que era una de las más cercanas – Este es nuestra última reunión del año.

Sus caritas desconcertadas hicieron brotar en mí una intensa humedad.

-          Si, queridos. Sus padres los van a necesitar esta temporada – nuestra región es turística y la mayoría de los jóvenes del pueblo trabajan durante el verano para ayudar a sus familias con la ola de turistas. Admito que yo, a la vez, esperaba que llegara el verano para probar cuerpos un poco más experimentados – El Servicio por el momento es suspendido hasta nuevo aviso. Hoy vamos a disfrutar, a darnos placer, a recordar este momento. Los que se vayan a continuar sus estudios: ¡Felicitaciones, mis niños, sobrevivieron el último año!

Esa tarde me arrodillé sobre el sillón e inclinada sobre el respaldo recibí cada uno de los penes del Servicio. A su vez tenía a las niñas mordisqueando tetas y clítoris debajo de mí. Diego y Fernando tenían experiencia penetrándome, los demás no tanto, uno incluso era la primera vez que me probaba y su excitación lo llevó a un frenesí, un movimiento tan desesperado que terminó llegando muy rápido a su orgasmo. Le ordené acabar en la boca de Lucía que en ese momento sorbía de mis labios vaginales. Vacío de semen no me servía de mucho así que cuando finalizó me acomodé sentada en el sillón y le hice ponerse en cuatro frente a mí para ser mi butaca. Apoyé los pies y mientras una de las niñas me los lamía observé en la alfombra el círculo de sexo oral que había mandado a crear. Vi esa ronda sexual y lo guardé en mi memoria: el mejor mandala, no por su simetría de cuerpos sino por el equilibrio de placeres provocados.

Era la última reunión, quería algo especial para ellos, algo que nunca hubieran hecho. Moví mi butaca humana al otro lado de la habitación y me senté sobre esta espalda arqueada. Ordené a las 3 chicas arrodillarse en el sillón como yo lo había hecho y di permiso a los 6 varones que quedaban para cogerlas cuanto quisiesen. Mientras los veía acabar uno a uno y oía a las niñas gemir me toqué, mojando la espalda del joven que se mantenía con firmeza sirviéndome como mueble. Esperé a que todos hayan terminado para levantarme e indicarle a mi butaca que se acueste boca arriba sobre la alfombra, el muchacho estaba con el pene tieso, completamente excitado ante mis órdenes. Le ordené masturbarse mientras todos sus compañeros lo miraban, sentados a su alrededor. Llamé a Diego y sentándome en el sillón lo hice masturbarme sin que deje de mirar a sus compañeros.

-          Ya terminá de una vez, alfombra roñosa – Ordené, y del pene del muchacho brotó semen como si de una fuente bizarra se tratara. – Chicos, limpien.

Ellos ya sabían bien que hacer y con sus lenguas se repartieron el néctar del jovencito que yacía deshecho en el suelo. Diego, a mi pies, se mantuvo en su lugar, observando pero siempre atento al movimiento de sus dedos. Cuando los demás finalizaron les pedí que se vistieran mientras yo buscaba algo en la cocina. Volví con 10 cajitas de regalo, una para cada uno. Era balas vibradoras para las chicas y unos huevitos masturbadores para los chicos, un pequeño regalo que les ofrecí para Navidad. Agradecieron, sonrieron, dos de las chicas lloraron. Ese era el fin del Servicio para algunos, deseaba no volver a verlos más, que triunfen en la ciudad, que no vuelvan a este condenado pueblo, a los que debían quedarse: todavía eran míos, lo iban a ser para siempre pero a pesar de que consideren eso un honor yo sabía en el fondo que tendrían que haberse ido muy lejos.

Los despedí con un beso más largo de lo común. Los últimos en despedirme fueron Lucía, Fernando y Diego; los hermanos se fueron con tristeza y Diego se quedó solo, titubeó pero finalmente dijo:

-          ¿El viernes vengo Señora?

-          No hay razón, Dieguito. Las clases ya acaban, me encargué de que tuvieras las mejores notas, ahora toca que te concentres en la Universidad.

-          Yo quisiera venir, Señora – Suspiró triste. Lo miré y pensé, quizás no era tan malo tener un contacto por el momento, hasta que consiguiera un visitante más apetecible.

-          Bien, pero no para estudiar. – Cerré la puerta dejándolo del otro lado.

Pasé dos excelentes viernes donde hice lo que quise con el muchacho, durante todo el año no solo aprendió sobre literatura sino que desarrolló una extraordinaria habilidad complaciéndome sexualmente. Sabía dónde tocarme, que responderme, como moverse. El living de nuevo fue escenario de nuestra lascivia y disfruté viéndolo caminar desnudo trayéndome comida, bebida, cualquier cosa que yo pidiera. La visita se extendía varías horas donde él se dedicaba a mi exclusivamente y yo le daba el honor de recibir cada uno de mis orgasmos en su boca.

Luego supe que Fernando se había percatado de estas sesiones personales que mantenía con su amigo. El último viernes del año tenía yo a Diego acostado en la alfombra mientras me sentaba en su cara y sentía su lengua revolver mi interior, lo sostenía del pelo y gemía perdida en un estremecimiento que sacudía todo mi cuerpo. Hoy golpes y gritos fuera de mi casa y no pude reaccionar hasta que alcé la vista y encontré a Rosa, la madre de Diego, en el umbral de mi puerta con los ojos como platos sin creer lo que veía.

Rosa se abalanzó a mi corriendo y me tiró al suelo intentando asfixiarme, Diego aún con el pene erecto la separó y la llevó del otro lado de la habitación. Rosa viéndolo desnudo comenzó a gritar aún más. Entonces vi a Fernando asomado por la puerta contemplando el drama. Tomando su ropa y todavía desnudo Diego salió con su madre, empujando a Fernando que perdió el equilibrio y cayó sobre mis hortensias. Yo llevaba un vestido liviano que me puse tranquilamente mientras el resto de mis vecinos miraban curiosos, miré durante largos segundos a Fernando que temeroso ni atinó a levantarse. Sin expresar nada con mi rostro di media vuelta y me encerré en mi casa.

Está de más aclarar que el resto del verano no vi a Diego y si me cruzaba a alguno de mis servidores los ignoraba por completo para proteger su reputación. Quienes no me ignoraban eran los habitantes del pueblo que hablaban de mi incluso estando presentes; los más dignos susurraban mis pecados con Diego, los más ofendidos me insultaban de una vereda a otra. Legalmente no había mancha en mis actos: Diego era un joven de 19 años en ese momento y fuimos sorprendidos luego de que acabase el año escolar y con las notas cerradas. Lo único que quedaba era comentar los hechos de ese viernes con todo aquel que no se hubiera enterado y exagerar mis actos (que por más que se esforzaran en inventar historias ninguna era mejor de la verdadero secreto que guardábamos).

Pasé todo enero saliendo muy poco, hasta ese momento yo era invitada a las reuniones de la gente más importante del pueblo y en un segundo ni mis padres querían verme. En febrero me enteré de una junta de firmas para sacarme de mi único cargo, de mi trabajo, el Instituto era privado por lo que echarme era muy simple. A fines de febrero llegó la llamada tan temida en que el director del Instituto ofrecía reunirse conmigo, lloré e imploré, juré que todo lo que se decía era mentira. Finalmente el directo aceptó visitar mi casa para hablarlo en persona y explicarme su decisión. Yo no necesitaba que me lo explique, no le convenía tenerme dando clases con tantos padres molestos. Esa noche lloré durante horas y hora hasta quedarme dormida.

Dicen que luego de tocar el fondo solo queda subir. La mañana siguiente me desperté determinada a salvar mi pellejo y mientras desayunaba llegó un mensaje privado a mi Instagram. Entonces vi la oportunidad que se servía sola y la tomé.

Esa tarde esperé impaciente al director mientras organizaba mi contraataque. Oí los golpes en el frente de la casa y apurada cerré la puerta del baño, acomodé los almohadones del sillón y me dirigí a recibir al director.

-          Francisco, buenas tardes. Pase. – El director tenía unos 60 años, era un hombre regordete y deprimente.

-          Buenas tardes, Mariela. Son unos minutos, no quería dejar de hablar con vos, te oía mal en el teléfono.

Quebré mi voz y baje mi mirada.

-          No puedo creer que me pase esto.

-          Tendrías que haberlo imaginado.

-          ¡Pero yo jamás haría eso! ¡Jamás, jamás! Rosa me escracha porque no tiene nada para denunciarme.

-          ¿Cómo?

-          Yo jamás tocaría a Diego – mentí llorando – Es un niño tan bueno, comprometí todo el año, puse todo mi esfuerzo en que terminara la secundaria. No entiendo por qué me pasa esto.

-          ¿Nunca estuviste implicada con el niño?

-          Jamás, señor, jamás. Ese tipo de niños no me gusta, a mi me gusta… No. No tiene sentido…

-          Si te libera de las acusaciones tiene sentido – me dijo mientras se acomodaba intrigado en el sillón. Me senté a su lado y timida continué.

-          Me gustan grandes, adultos, mayores. Ya sabe, señor… Me gustan experimentados. Canosos, que se vean bien inteligentes, maduros.

Indirectamente lo describí a él, ensalzando sus características. A la vez que mi miraba iba al suelo y cuando finalicé mi descripción del hombre que me excitaba lo miré a los ojos. Lo desarmé. La charla iba hacia cualquier dirección excepto la de despedirme.

-          Me gusta satisfacer a un hombre que sabe lo que quiere, que me lo pide. No se me ocurriría tocar a un niño cuando podría tocar a un hombre de verdad. – Suspiré angustiada – Ya nada importa, nadie me cree. Estoy sola para siempre. – Una lágrima excelentemente actuada rodó por mi mejilla y el director la atrapó con su dedo índice.

-          Mariela…

-          Francisco…

-          Si eso es verdad…

-          ¿Por qué no lo sería? ¿No lo entiende? Todo este tiempo lo esperé a usted, creí que por su divorcio no iba a querer saber nada de una toda chiquita como yo y no lo molesté. Y pasó el tiempo y usted jamás se me insinuó, yo no supe que hacer o decir y ahora ya no tengo ninguna oportunidad.

Lloré desconsolada, advertí que me calentaba solo con mentirle, solo con imaginar la ilusión del tonto viejito que asombrado me ofrecía un pañuelo a la vez que se acercaba más a mí. Era mío.

-          Mariela…

-          ¿Si, Francisco?

-          Si lo hubiera sabido… Yo…

-          ¿Si, Francisco?

-          Sos una joven tan atractiva, jamás imaginé…

-          Ya no tiene sentido, señor. Todo está perdido.

-          Lo siento tanto. Los padres firmaron y a la escuela no le conviene esta clase de desastre.

-          Lo sé, señor, lo sé. Nada puede hacerse, lo entiendo. Es solo que… Me arrepiento de no haberle dicho nunca que… Que… - Llanto de nuevo.

El director, inocente, se inclinó a abrazarme pero yo le encajé un beso, rodeé con mis brazos su cuerpo hasta acariciar su espalda. Sin dejar de besarlo me incorporé y subí a sus piernas. Comencé a moverme presionándome contra su ingle, su barriga molestaba mi trabajo y lo acomodé recostándolo para acceder a todo su cuerpo. El hombre gimiendo cedió hasta estar completamente acostado en el sillón, intento tocarme pero yo le retiré las manos excusándome con que quería que fuera una despedida, que yo me iba a encargar de él.

-          Tengo una sorpresa - susurré mientras desabrochaba su pantalón – cierre los ojos, señor, quiero complacerlo.

El tonto hombre cerró a los ojos y a la vez de la cocina apareció Diego, que cauto y silencioso se acercó al sillón. Con mis manos todavía acariciando al viejo vi como Diego se arrodilló a mi lado en la alfombra y comenzó a lamer el pene que de a poco se erectaba. Comenzó a practicarle un profundo sexo oral, atragantándose, babeándolo, mientras yo rápidamente saqué mi celular y comencé a filmar, Diego miraba a la cámara y con cara de vicioso mostraba la lengua cada tanto con toda su saliva chorreando por la barbilla. Yo filmaba desde un ángulo que parecía que Francisco era quien lo hacía y cada tanto cambiaba a cámara frontal dónde se veía claramente la cara del viejo que con los ojos cerrados gemía disfrutando. Vi que sus puños comenzaron a cerrarse con fuerza e intuí lo que seguía a continuación, filmé a Diego recibiendo los chorros de leche del director a la vez que se oían unos rebuznos profundos que indicaba la satisfacción del viejo. Diego abrió la boca y mostró todo el semen y con una sonrisa mirando a la cámara se lo trago. Paré la filmación, en el instante mandé la grabación al celular del director.

Cuando sonó el timbre del mensaje el viejo abrió los ojos y casi muere del susto al ver a Diego a su lado en el suelo, y más cuando me vio usando su celular. Diego sostuvo al viejo que atónico intentaba llegar a mí. Agendé a Diego en el celular y le mandé el video recibido.

-          Francisco, lo siento pero no puede despedirme.

-          ¡Dame ya mi celular! ¡Diego, haceme caso, soltame!

-          No, Francisco, usted va a hacer caso. A menos que quiera que mande este video al grupo de WhatsApp de su familia.

-          ¿Qué…?

Me puse a reproducir el video sexual.

-          Que mal. Me intenta echar por algo que usted mismo hace ¡y con el mismo alumno!

-          Doy fe que el único que me puso una mano encima fue el director – dijo Diego con una sonrisa.

-          ¡Nada de eso es cierto!

-          ¿No? ¿Es que acaso no acaba de dejarme su semen en mi boca? – comentó Diego sonriendo y pasándose la lengua por lo labios, lo miré orgullosa.

-          Es injusto, Diego, quizás deba mandar este video al grupo de vecinos, para que sepan qué clase de hombre es Francisco.

-          Quizás sea lo correcto – Acordó el joven – Si a vos te lo hicieron ¿por qué a él no? Además esta vez es con pruebas.

El viejo comenzó a llorar y suplicar. Me reía de verlo tan desarmado, todavía tenía el pene al aire, se veía patético.

-          Tranquilo, Francisco, esto se arregla muy fácil. Solo no debe quitarme mi cargo. Por supuesto que el video me queda en garantía pero prometo no usarlo para otra cosa. – El viejo balbuceaba lloriqueando y distinguí que aceptaba el trato. – ¿Le gustó el servicio? Diego tiene una habilidad impresionante ¿no?

A carcajadas nos despedimos del deshecho director.

-          Diego, gracias por tu ayuda.

-          Siempre para usted, Señora.

-          Éxitos en tu primer cuatrimestre.

-          Gracias, señora – Lo vi alejarse, supe que esa era la última vez.

Comenzó el nuevo año lectivo. En contra de todos los petitorios me senté en mi escritorio esperando que mis alumnos entren al aula. Ellos sabían lo que se rumoreaba sobre mí, no me importó, incluso comencé a abrazar la idea de que esos rumores me ponían en un misterioso pedestal que indignaba a los más grandes pero tentaba a los jóvenes. Al fondo del aula vi a un muchachito que sonreía y me miraba algo picarón. Me levanté, tomé el listado de asistencia - todos ellos eran míos, iban a ser míos, tarde o temprano - y comencé a pasar listado.