El Señor que vino de lejos

Prepararía su mente, prepararía su alma, no era una mujer inconsciente, sólo una mujer enamorada del amor. Una semana. Una semana para soñar.

EL SEÑOR QUE VINO DE LEJOS

Cierto aire de melancolía atrapaba la mente de Rosa, como si de un sueño se tratase, iba dibujando estelas en su pensamiento, líneas difusas que se yuxtaponían a su inteligibilidad. Se preguntaba el porqué, el cómo y el cuándo, como todo ser humano, pero además se preguntaba el: “para quién”.

El sentimiento en su interior era profundo, fuerte, extenuante.

Un abanico de posibilidades se abría en su camino, inversamente proporcional a sus necesidades. Ella, ser sencillo, humilde, no necesitaba demasiado para ser dichosa.

¿Tal vez alguien a quien entregarle toda su vida?

¿Tal vez alguien a quien dedicarle cada segundo de su existencia?

¿Tal vez alguien que supiese responder  a su llamada de deseo y ofrecimiento con una mirada de fuego?

Rosa soñaba.

Soñaba en pasear cogida de la mano de su amante, canjeando miradas de deseo, pequeños roces y susurros a plena luz del día.

Soñaba con redescubrir el amor. Esa palabra tan trasnochada y que durante toda la eternidad ha sido motor del universo.

Soñaba, soñaba con esa mirada dulce, lasciva, penetrante, indecorosa, tierna e inocente a la vez.

Soñaba con esos gestos, esos que solo entienden los amantes, los recién amantes. Esa presión de manos mutua, intentando parar el tiempo, ganar segundos a la vida, crear su propia esfera dentro del mundo que les envuelve. Ese roce suave y tibio, al ir paseando por no importa donde, haciendo caso omiso de lo ajeno, indiferentes a los movimientos que se suceden a su alrededor. Solo su mundo. Su mundo y ellos.

En esas cavilaciones andaba, cuando recibió la llamada.

Era un hombre mayor que ella, experimentado y curtido en la vida y en las artes amatorias, culto, delicado, y cuyo especial refinamiento hacían que vibrara cada milímetro de la piel de Rosa.

Le decía que iría a verla, Rosa temblaba de emoción, era la primera vez que alguien la iba a visitar, después de tanto tiempo...desde su separación. Le conocía desde hacía tiempo, él sabía todos sus secretos, sus deseos más íntimos, sus más oscuros anhelos. Y…ella le deseaba, más que a nada en el mundo.

Prepararía su mente, prepararía su alma, no era una mujer inconsciente, sólo una mujer enamorada del amor. Una semana. Una semana para soñar.

Soñaba, soñaba.

¿Cómo entregar su cuerpo, poniendo a salvo su corazón?

Ya la habían lastimado, no quería que sucediese otra vez, ella lo entregaba todo, y, a cambio sólo pedía cariño, sólo quería ver en el rostro del ser amado, esa luz, esa ilusión.

Le vio aparecer; en efecto, era un hombre de aspecto dulce pero enigmático a la vez, tenía algo turbador.

Sin más preámbulos, Rosa se abalanzó a su cuello apretando su cuerpo contra el suyo, y, buscando su boca le prodigó toda clase de besos. Él dejó caer su maleta al suelo, respondiendo inmediatamente a la efusividad de ella. Se abrazaron largo rato, y después del primer arrebato, colorada como una colegiala, se separó de él ofreciéndole un vaso de agua fresca. Se disculpó por haber sido tan efusiva, a lo que él sonrió.

Había dispuesto la mesa con esmero para que su amante pudiese disfrutar, a la par que de su compañía de un ambiente exquisito: un mantel de hilo bordado artesanalmente por manos de mujer lagarterana, vajilla de fina porcelana de la cartuja, cubertería de plata, vasos de cristal de la ciudad de Murano, unas velas dispuestas sobre un candelabro de herencia familiar, un jarroncito con flores de jazmín recién cortadas, un excelente vino añejo de su tierra, escanciado media hora antes, una bandeja de fruta fresca, un frugal aperitivo, y, como plato principal, cordero al horno con frutas de la huerta, acompañado de una vistosa ensalada.

No dejaban de mirarse a los ojos mientras se deleitaban con la primorosa cena.

Terminada ésta, ella preparó un té de menta, que sabía que era su preferido, y se lo sirvió en el saloncito de estudio… esperando.

Él le dijo…Amapola… y ella supo que la sesión había comenzado.

Lentamente fue desnudándose ante él, dejando sus ropas escrupulosamente colocadas sobre una silla. Él la observaba complacido, pues ella le había dicho en multitud de ocasiones que su cuerpo era imperfecto.

Tenía, efectivamente algún kilo de más, pero bien dispuesto, lo que la hacía una mujer verdaderamente deseable.

Era una hembra de piel muy blanca, sus pechos eran generosos, al igual que su trasero, su cintura esbelta, sus piernas bien contorneadas, y su rostro de facciones muy agraciadas y de aspecto muy dulce, en el cual destacaban, por su hermosura, sus enormes ojos azules.

Ella se arrodilló ante él y bajó la cabeza. Con movimientos controlados se dispuso a besarle los pies después de haberle descalzado con sumo cuidado. El le indicó que levantase la cabeza y que le mirase, pero que después debía observar la norma de no mirarle directamente a los ojos, a no ser que él se lo ordenase. Así lo hizo. Arrodillada, seguía a los pies de su amante.

Bajó la mirada y vio cómo las manos de él iban a acariciar sus pechos. Tras una suave caricia, sus dedos aprisionaron sus pezones, y se mantuvieron allí, firmes, apretando durante largo rato.

Rosa sentía un placer inmenso, sobre todo porque a la intensa presión seguían momentos de relajación, aunque en  ningún momento se los soltaba.

La excitación de ella hacía que se inclinase hacia atrás, lo que provocaba que él tuviese que apretar más y más, escuchando de su boca gemidos de hembra en celo.

Ella notaba pequeños espasmos a la entrada de su sexo, y una incipiente humedad que amenazaba con exteriorizarse, el vello de su cuerpo erizado sobremanera, y en su mente una obnubilación que le hacía casi perder el contacto con la realidad.

Fue entonces cuando, abriendo las rodillas y haciendo deslizar estas sobre la alfombra, alcanzó con su pubis un tobillo de su Señor, y sin pedirle permiso empezó a frotarlo contra él provocándole un intenso orgasmo.

Quedó vencida a sus pies.

Sintió cómo él le atenazaba el cabello y hacía que se incorporase de su estado de postración. Una vez en pie, le dijo…mal…muy mal, no debiste haberte corrido sin mi aprobación. Ella se sintió avergonzada. Él le dijo que su apresuramiento debía costarle un castigo, a lo que ella accedió con la cabeza.

Él se retiró durante un rato, ella ni pestañeó.

A su vuelta vio cómo disponía sobre la mesa del saloncito algunos objetos. Ella estaba asustada. Le dijo: - por favor, no sea muy duro conmigo, nadie me ha castigado antes-.

Él le dijo que sería todo lo duro que debía ser, pero que si ella no podía soportarlo, le dijese una palabra…y todo terminaría. La palabra era: …cerezas.

Le cubrió los ojos con un pañuelo blanco, anudándolo a la parte posterior de su cabeza.

Le ató sus muñecas con una cuerda, firmemente, y sintió un tirón que la obligaban a caminar al antojo de su Amo. Ahora se sentía como una esclava a merced de su dueño.

Llegaron  después de caminar un rato a algún sitio de la casa. Ella por el tacto de sus pies adivinó que era la bodega. Sintió cómo tiraba de sus cuerdas y la obligaba a mantener sus brazos en alto. Tiró más. Su cuerpo quedó estirado, pero las plantas de los pies se mantenían en el suelo.

Él le dijo: -amor, esto te va a doler, pero si no tienes fuerzas, dime la palabra, y todo terminará-.

Puedes gritar lo que quieras, no me detendré si no me la dices, voy a hacer que no olvides el día de hoy, y no sólo por tu actitud impulsiva, sino simplemente porque tengo grandes deseos de oírte gritar.

Rosa se sentía excitada, no sabía lo que le iba a hacer, cuando de repente sintió una dolorosa presión en sus pezones con algo metálico, algo que le produjo mucho dolor, aunque no consiguió arrancarle un quejido, sólo apretaba los labios.

Curiosamente se sintió húmeda de nuevo, aguantaba ese dolor y ello le producía placer.

Él le dijo…separa las piernas.

Sintió la mano exploradora de su amante Amo, rebuscado entre sus pliegues, y cómo éste introducía sin ningún recato sus dedos en su sexo.

Le colocó unas pinzas en sus labios mayores, en total seis, y un objeto frío en el interior de su vagina. Aseguró dicho objeto con unas cuerdas, para que no se le saliese, hundiéndolas en su rajita y tensando las pinzas, luego las anudó a su cintura, con lo que quedaban fuertemente afianzadas. El objeto era grande. Costaba mucho mantenerlo dentro sin que le provocase dolor, cuanto más estando tan ahondado en sus entrañas.

Ella aguantaba.

Tensa, estaba pendiente de los movimientos de su dueño, intentaba adivinar qué es lo que seguiría a continuación.

Sin esperarlo, debido al silencio reinante, sintió un dolor lacerante que le hizo poner su cuerpo en guardia, le siguió una suave caricia, sus glúteos habrían enrojecido, y su vagina humedecido.

A ese golpe, dado, según ella creyó entender con una vara de bambú, le siguieron otros, siempre seguidos de la correspondiente caricia.

Eran golpes intensos, pero Rosa no gritaba, sólo gemía y suspiraba con la boca entreabierta, y sentía deslizar su humedad por el poco espacio que incomprensiblemente había dejado el artefacto colocado en su interior.

Le oyó decir: -amor, ahora va en serio, cierra las piernas-. Ella obedeció.

El grito se debió oír desde el otro extremo de la casa.

Él le dijo…cuenta los azotes… vas a recibir veinte, este primero no cuenta, si te equivocas volverás a empezar a contar.

Ella empezó a contar después de sentir en su piel el segundo azote, que la hizo gritar nuevamente…uno, el siguiente fue todavía más intenso…dos, el tercero más…tres.

No podía evitar quejarse, gritar o llorar. Al llegar a diez,  observó que paraba el castigo, y el artefacto en su interior empezó a moverse, a bailar, a girar. Eso la desconcertó, provocándole nuevas sensaciones placenteras, no podía comprender eso, ella no había sentido jamás goce en su vagina. Sintió un nuevo golpe, volvió a gritar, pero esta vez, inquieta como estaba había olvidado contar. Lo siento amor, empieza de nuevo, le dijo él.

Empezó de nuevo, esta vez más rápido. Cuenta deprisa -le gritó él- ¡esclava!

No le daba casi tiempo a contar tras el impacto y su reacción natural. Apretó los dientes y sin emitir un quejido siguió contando…cinco, seis…la intensidad era demasiado fuerte para ella, que tenía la piel tan suave y blanca, sentía los golpes en sus nalgas, la parte superior de sus piernas, por su parte posterior y anterior, y la zona de su pecho.

Sentía al intruso vibrar en ella, compartiendo el dolor que le producía el castigo con el placer inesperado que le proporcionaba éste. Notó cómo se humedecían las cuerdas entre sus piernas, y cómo las pinzas adormecían sus labios vaginales. Sentía la presión en su clítoris y un impulso empezó a hacerla mover para alcanzar su orgasmo.

Recordó entonces que el principal motivo de su castigo había sido el de su impaciencia para correrse, y mentalmente se abstuvo de hacerlo. Entre golpe y golpe, contándolos le suplicó  a su Señor que la dejase correrse, a lo que él le respondió con un tajante..NO.

La cuenta llegó a veinte, tras los otros once del descuento. Su Amo se detuvo. Sintió un tirón en sus pezones, que la hizo gritar nuevamente. El metal de ellos había desaparecido.

Sin soltarle las manos, y completamente estirada, notó que él le separaba las cuerdas de sus pliegues, pero no se los retiraba. Le gritó que abriese las piernas, y posteriormente le introdujo su miembro por el ano, sin miramientos, de golpe.

Esta vez el grito fue ahogado por las manos de su amante, que le tapó la boca, y ella se sumergió en llanto presa de la humillación. Nadie la había sodomizado jamás.

Él empezó a acariciarle los pechos, dulcemente. Los pezones doloridos fueron tornándose sensibles nuevamente a las caricias, y las embestidas de él le parecieron hermosos lazos de amor y dolor al unísono.

Él le susurró al oído…te quiero amor, te quiero. Córrete como la esclava que eres de tu Amo, de tu Señor, de tu Dueño..Ahora, ahora, ahora,… ya.

Rosa llegó para su Señor, con una intensidad brutal, no sólo una, sino cinco veces seguidas, a cual más placentera y excitante. El último orgasmo la dejó sin conocimiento.

Despertó tumbada en la cama, con su cuerpo lavado,  perfumado, y siendo acariciada por su amante con una crema calmante.

La mirada de él reflejaba tanta ternura como no hubiese podido imaginar, le besaba la frente, las mejillas, y tenía los ojos ligeramente húmedos.

Te quiero, -le susurró dulcemente-, pero ¿porqué no paraste la sesión?, ¿porqué no me dijiste la palabra de seguridad? - sabes que me hubiese detenido enseguida-.

Ella le dijo: -MI AMO, simplemente porque… YO TAMBIÉN TE QUIERO-.

-MADDY.