El señor Ka (segunda parte)

Si ya le dije que si de subir a su habitación, ahora ¿como le digo que no?

Desde la altura la ciudad se descompone en otra. Las formas y los colores se ordenan de manera diferente y el trazado de las calles y avenidas iluminadas encuadran las moles de casas oscuras o levemente iluminadas de cada manzana. Cuando la altura es mucha, la urbe muta en un juego de colores como en la paleta de un pintor maníaco.

Así era lo que veía desde el balcón terraza de la suite del señor Ka. Dos habitaciones enormes y lujosas en el piso 15 con vista al mar. Salí a la terraza con plantas y un yacusi con cascada y me asomé a la baranda. Corría una brisa fresca y una sensación que nunca había experimentado me estremeció. El aire frío me acarició las piernas apenas cubiertas por debajo de la falda. Sentí la sensación de estar desnuda. Cobré consciencia de que apenas una bombachita me cubría la cola dura y ajustada por las medias. Solamente una pollerita mínima y por debajo, en pelotas, mi sexo al alcance de la mano. Me excitó pensar en el secreto erótico de las mujeres, sus culos, sus pubis bajo las faldas, la consciencia de saberse casi desnudas y rodeadas de hombres en las calles, en los transportes. ¿Se excitarían tanto como lo estaba yo ahora?

Mi mente no paraba. A punto había estado de decir que no y ahora me arrepentía de no haberlo hecho. ¿Qué estaba haciendo en medio de la noche en la habitación de un hombre, convertida en su fantasía sexual? Cada vez más caía en la cuenta de que al aceptar subir con él le había dado la esperanza de que más tarde o más temprano nos íbamos a enrollar.

Me apoyo en la baranda y miro el paisaje. El miedo no me deja pensar, tiemblo, todos los razonamientos se atolondran en mi cabeza. Me pregunto: pero al final ¿quiero o no quiero? Hasta ayer por la mañana estaba tan seguro, pero ahora no sé lo que me pasa. Siento que una marea incontenible me lleva al punto que ahora soy ella, llena de una sensualidad que desconocía, que me transforma. En mi cabeza los divido y Gabriel le pregunta a Gabi ¿Ya ti que te pasa? Mi yo ella le responde con mis fantasías más descaradas: Es re lindo, ¿no? ¿Acaso no ves cómo nos mira? No sabía hasta hoy que me encantaría ser deseada, seducida. Lo imagino tocándome por atrás, gimiendo, devorándome, y me derrito ¡no puedo más! estoy muy caliente y no sé qué hacer, aquí inmovilizada de terror, y contigo que lo único haces es hacerme dudar, Gabriel. ¡Por favor no te metas más! La voz del señor Ka llega desde la habitación detrás de mí y rompe mi ensoñación.

—¿Qué tomas? Tengo whisky, vodka, un gin tonic…o lo que prefieras, lo pido al servicio a la habitación.

—No sé. Un vodka con menta estaría bien.

—Claro que sí.

Llega con las copas y nos sentamos en unos sillones en la terraza. Saca de una cajita un poco de hasch y arma un pitillo que enciende.

—¿Quieres?

—Claro. A ver si puedo relajarme un poco.

Al rato todos mis sentidos se muestran alterados. Cada centímetro de piel es una célula fotoeléctrica de placer. Me encanta el roce de la pollera en mis piernas, la braguita que se mete y me acaricia los contornos internos de la cola, siento mi olor, los rulos que me acarician la cara, los pendientes. Le doy otra chupada al porro y le sonrío a Ka, me suelto, me entrego, soy una chica temblando frente al hombre que me quiere echar un polvo. Otra vez me llega su voz atravesando la nube de placer que me levanta del suelo:

—¿Y ahora?

Y me abandono a lo que sea, yo ya no puedo resistirlo más. Me resigno a mi destino. Solo pienso en que quiero lo que va a hacer el señor Ka.

—Lo que tú quieras. Guíame. Lo que tú quieras.

—Ven. —Me extiende la mano y el primer contacto físico sucede entre nosotros—.

Me lleva hacia adentro de la suite y me atrae con las manos tibias a cada lado de la cintura. Se me aflojan las piernas. Solo quiero que me toque, tocarlo, le abrazo el cuello. Nuestros cuerpos se funden en la tibieza de los miembros parados que se rozan, se acarician en un leve bamboleo. El beso me llega húmedo sobre los labios rojos, saca la lengua y me la mete con desesperación. Yo también lo hago. Me saborea, lo saboreo. Estamos así largo rato, alimentando nuestra calentura. De repente se separa un poco.

—¿Qué hago? —le digo, le imploro.

Cierra los ojos y aspira mi perfume con placer. Lentamente me lleva hacia la cama en la otra habitación y me deposita sosteniéndome de las manos, boca arriba. Mete sus brazos por debajo de la falda y me saca las medias desnudándome las piernas, aunque me vuelve a poner los zapatos finitos.

—Me gusta como luces con ellos —susurra.

Ahora sí estoy desnuda, con la tanga apenas cubriéndome. Las puntas de los dedos del señor Ka me acarician, una suave cosquilla, que sube desde abajo, entre las piernas, cerca del ano, con una lentitud calculada, a lo largo del pene. En la habitación solo se escucha cómo me arrancan un largo gemido. Unos segundos más tarde siento la lengua que me saborea la piel del lado interno de la pierna, y va subiendo sin prisa, hasta tocar la braguita. Y me caen las lágrimas porque ya no me caben más delicias en el cuerpo. Con una mano me acaricia suavemente la polla parada mientras la saca de su envoltorio de seda para besarla mientras con la otra me acaricia los huevos. Y cuando ya me tiene a punto caramelo, caliente como una brasa ardiente, gimiendo de manera salvaje como una hembra en celo que pide que la follen, finalmente reacciono y me siento en la cama y lo obligo a pararse y le acaricio la bragueta y lo desabrocho para sacar una hermosa verga rosada y bien dura que beso con una ternura como aquella que se dedica a los ancianos, con mis labios en una dulce trompita. Y no me da asco nada, y me encanta abrir los labios rojos y meterme la cabeza de la polla en mi boca húmeda para después sacarla y dejarla bien mojada y volver a empezar hasta tragármela entera, hasta la garganta, y aguantar quietita hasta que me viene la arcada que la saca y le arranca el grito más dulce de la noche. Y vuelta a empezar, mis labios en flor engullen el glande, lo lleno de saliva, lo aprieto suavemente y lo escupo. Así varias veces hasta que mi lengua baja por la pared de atrás hasta los huevos con pelitos y lo lamo, lo chupo lo beso. Un nuevo sabor se instala en mi boca. Pierdo toda noción. El tiempo se detiene, el mundo se detiene, no sé si pasó media hora o cinco minutos.

Entonces me levanto con una sonrisa perversa y me acomodo la ropa y camino sexy por el cuarto hasta el ventanal que cubre un costado de la habitación desde el piso al techo, por el que entra la noche iluminada, el ventanal que da a la acera de enfrente, al edificio de departamentos que tiene los ambientes iluminados con escenas familiares, en los sillones frente a la TV o las parejas disfrutando la brisa de la noche en los balcones. Y me quiebro hacia adelante y levanto la faldita de atrás y me apoyo en el vidrio helado para que todos vean mi culo redondo en la ventana y el leve pedacito de tanga que lo cubre. Estoy caliente.

El señor Ka se ríe y viene a mi rescate y me abraza, besa mi cuello, me acaricia la cola frente a la ventana, me levanta la falda y me da vuelta para que me apoye en el ventanal. Se arrodilla detrás de mí y hunde la cara en la raja de mi cola. La nariz me hurga entre las nalgas, las abre con las manos y después con la lengua se mete por la seda. Tiemblo y grito, un gemido desesperado, me corre las bragas y me humedece con la crema el dedo los dos dedos le digo que me duele y me dice que no va a doler nada que la crema con lidocaína anestesia pero que voy a sentir todo. Se levanta y  al volver me dice al oído desde atrás:

—Cuando yo te diga, aspira con todas tus fuerzas.

No sé lo que quiere, pero le obedezco sumisamente con la esperanza de que siga, que no se detenga. Se va por un instante y vuelve con un frasquito.

—Ahora, fuerte, aspira.

El efecto me hace temblar y me relajo tan completamente que no me duele nada que el señor Ka me esté abriendo el culo con su verga grande y tibia que me llena las entrañas. Un placer indefinido me domina, las manos contra el vidrio, las piernas levemente abiertas, empalada y jadeante que me hace acabar al instante en un grito irracional, doliente, aunque anhelante de que no pare, que me la meta todavía más. Me ahogo, no puedo respirar.

—¡Ahh!, ¡ahh!, ¡señor Kaaaaa! —me oigo gritar—, ¡más!, ¡más! ¡Deme más! ¡Ay, cómo me gusta, qué puta que soy, por favor!

Le muevo el culo hacia adelante y hacia atrás y con cada movimiento mi orgasmo se multiplica. Soy una playa, empujada por la energía de la marea que se retira y vuelve contra mí, una ola tras otra, en una sinfonía de placer. El efecto de lo que me dio a oler empieza a ceder y ahora el culo me duele, empalada como estoy por la carne generosa del señor Ka, que no se detiene y sigue bombeando y golpeando su cuerpo contra el mío. Se va para atrás y casi la saca de mi agujero, pero deja la cabeza adentro y vuelve con fuerza a meterla y sus huevos rozan los míos hasta la próxima oleada.

Me lo saco de encima y lo arrastro a la cama. Nos volvemos a besar con furia de amantes. Su boca huele a sexo. La faldita cae al piso y me pongo en cuatro como un perrito sobre las sábanas desordenadas. Me vuelve a lubricar y esta vez la cabeza entra con dolor hasta que llega el cuerpo de la polla y se acomoda a mi entrada y ya no me duele. Ka es un experto en demorarse, en saborearme. Y como se tarda, me toco, me masturbo para que se me pare de nuevo, de tan caliente que me tiene, follándome como a una perra. Le escucho un gemido sordo, grave, como de angustia. De repente se queda quieto, adentro, como esperando. La pija le palpita y el placer de la carne viva, latiendo, me asfixia. Al ratito vuelve a empezar, y mi respiración marca el ritmo de los sentidos: exhalo con grito de gata cuando entra, e inhalo cuando sale, en eso consiste mi gemido, tan felino que el señor Ka empieza a temblar como una hoja y en el último empuje, cuando siento que se tensa y me llena el culo con su palo duro y tibio, se derrama, se rompe, con un grito que me da miedo de que le esté pasando algo malo, la muerte dulce le dicen. Se le pone aún más dura —cómo es posible, pienso— y se convulsiona, apenas antes de que un torrente de semen me inunde las entrañas. No se apura, se demora en el orgasmo. Cada tanto le vienen arrebatos, un espasmo más leve y otro más, como el eco en la montaña. Se apaga pero igual se queda adentro, el tiempo en que siento que la pija se ablanda como la manteca hasta salirse. Y cuando la saca finalmente, un chorro de leche se derrama como el hilo de una catarata por mi pierna. Y cuando se va, cuando afloja la presión de su carne dentro de mí, me viene un segundo orgasmo, suave, placentero, delicioso que me hace suspirar hasta desmayarme entre las sábanas.

Desperté con los golpecitos en la puerta, el sol del mediodía difuminaba las formas de la terraza. Era un botones que traía un carrito con comida. Lo recibí envuelto en una bata sedosa que encontré al pie de la cama. El señor Ka no estaba pero en el carrito había una nota con los billetes, dos mil más que lo acordado. Me sentí muy puta. También me había dejado varias bolsas con ropa y zapatos de regalo.

Me enteré por Giuliani que, antes de irse para el aeropuerto, Fukuhara había firmado el contrato. Cuando comprobé que el banco había acreditado el cheque de la empresa mandé el telegrama de renuncia.