El señor Ka (primera parte)

Mi jefe me dice que para firmar un contrato un empresario japonés quiere que vaya a cenar con él vestido de mujer. Dilemas de un chico andrógino.

Giuliani me llama a la oficina para decirme que el japonés llega mañana, que es importante porque si firma el contrato para asociarse en la obra de la represa tenemos asegurados los próximos tres años de trabajo y una ganancia inmensa para la empresa, lo que significa que Giuliani se va a llenar de plata y a lo mejor nos toca algo.

Al día siguiente lo vamos a buscar al aeropuerto con el cartel dibujado en cartulina “Kazuo Fukuhara”. Giuliani está nervioso y cuando lo ve llegar se deshace en reverencias. Me da vergüenza ajena. Es un tipo simpático el japonés, de unos cuarenta años, alto, flaco, elegante y, al parecer, decidido. En el viaje va en la parte delantera del auto pero se da vuelta para charlar conmigo en un perfecto castellano. Lo llevamos al hotel e insiste en que tomemos una copa antes de despedirnos. El jefe, que a todo le dice que sí, me mira con cara de no vas a irte ahora. En el bar, Kazuo me habla a mí y casi no le dirige la palabra a Giuliani. Nos reímos,  cuenta anécdotas de su vida en Tokio. Al final, parecemos un grupo de amigos de toda la vida riendo y tomando juntos.

A las diez de la mañana está en la empresa, traje caro impecable, camisa blanca, sin corbata. Las chicas lo miran, gusta, tipo seductor, reparte sonrisas. Nos encerramos en el despacho de Giuliani a discutir los entretelones del contrato. Se lo nota contento a Fukuhara. Parece que va a firmar. Charlamos. Me incomoda que no deje de mirarme. Pasa un rato y los dejo. Se quedan discutiendo los detalles.

Al día siguiente -no sé por qué me acuerdo que era un martes-, Giuliani me llama a la oficina. Me recibe con cara de espanto.

—No firma

—¿Cómo que no firma? —mi asombro se empareja con el del jefe—. Ayer estaba decidido.

—Me llamó anoche. No quiere, tiene condiciones —hace una pausa—. El único que nos puede salvar eres tú.

—¿Yo? ¿Cómo? No le entiendo.

—Quiere algo.

—¿Algo cómo qué?

—No sé cómo te lo vas a tomar, pero él lo propuso como lo más natural. Verás, el japonés quiere invitarte a cenar.

—Y bue…no es…

—Espera, no te apresures a contestar —hace una larga pausa—. Hombre… a ver cómo te lo digo… Mejor te lo digo directo. Mira, lo que Fukuhara quiere es transformarte en una mujer, según sus indicaciones, y llevarte a cenar. Me dio a entender que le gustas mucho. Supongo –aunque no lo aclaró- que querrá follarte —me molesta su sonrisa irónica, pero al instante se pone otra vez serio—. Ofreció pagarte una buena suma por esto y además firmaría nuestro contrato, por lo que yo también te recompensaría. —Se hace un silencio—. No te lo pediría si no fuera tan importante. Pero ten en claro que en esto hay mucho dinero en juego y si se cae el contrato por tu culpa, despídete de la empresa.

No salgo de mi asombro. Fukuhara quiere hacerme su puta y el hijo de puta de Giuliani quiere que me follen para salvarle el culo a él. Me da vueltas la cabeza y sólo me sale decir:

—¿Cuánto dinero quiere pagar por mí?

—Diez mil euros. Yo te daría otros cinco mil, si firma.

—…

—Piénsatelo, es mucha pasta.

Y aquí estoy, seis de la tarde en la entrada del hotel Plaza esperando, como indica mi contrato. A saber, se me paga para que me transformen como ha indicado Fukuhara y luego tendremos una cita, iremos a cenar. Todo ello por 10 mil euros, sin obligación de nada más. Si lo acompaño a su habitación y se satisface conmigo el contrato establece que me pagarán 3 mil adicionales, lo que sumado al cheque que Giuliani me dio por la tarde hacen dieciocho mil en una noche de actuación. Yo pretendo que solo sean quince y salvar mi virginidad.

No es que no entienda a Fukuhara, quiero aclarar. Yo, es que, aunque no me guste le veo la lógica. Para que me entendáis, si te miras al espejo desnudo y tienes, digamos 18 añitos y lo que ves es un cuerpo de hombros finitos, el torso estrecho, la cintura mínima, un culo redondito y parado que se continúa en unas piernas torneadas, la piel levemente morena, lo sabes. Eres plenamente consciente de que te ha tocado un cuerpo de chica, por lo que vives para esconder el defecto que te avergüenza para que nadie lo note. Y de esto hace muchos años y los rulos rebeldes estirados hacia atrás y unidos con una banda que los sujeta detrás del cuello. Pero el japonés se ha dado cuenta de solo mirarme un par de veces. El muy cabrón.

O sea, que acepté. Necesito la pasta. Me reciben dos señoras muy bien puestas que me conducen a una habitación del primer piso. Me sirven un té que bebo mientras se preparan. Y luego otro. Me dicen que va en las indicaciones. Al rato estoy flotando en un mar dulce de sensaciones, dejándome mecer por la droga que me han dado. Me desnudan y me acuestan en una camilla boca abajo. Siento las manos que suben y bajan con cremas acariciándome las piernas y la cola. Se detienen un rato en mi desfiladero pero no me importa. Al rato sacan la crema y siento el frescor de la piel depilada. Me dan la vuelta y repiten con el frente, las piernas, los genitales, las axilas. Me dejo hacer, suspendido en mi mundo, drogado y feliz. Me invade una tibieza en el cuerpo tan placentera que se me pone dura como nunca. Sin embargo, no pierdo la consciencia. Me toman de las manos, salgo de la camilla y me ponen de pie para ponerme una bata suave, como de seda. Veo mi ingle al descubierto, lampiña. Mi piel desnuda se estremece con la sensualidad del roce de la tela y me abandono a un placer absoluto que me era ajeno hasta ahora. Ambas señoras se ríen porque se me abulta por delante con la pija parada. Me vuelvo a abandonar al efecto dulce de la droga y pierdo el sentido del tiempo y de lo que pasa. Cuando despierto, ya no soy yo. Tengo rulos que me caen a ambos lados de la cara. El espejo me devuelve la imagen de una mujer joven y hermosa, los labios carnosos de color rojo intenso, los ojos delineados, las pestañas largas y las cejas depiladas. Se me calientan las mejillas y me paso la lengua para probar el gesto de mi boca.

Mis manos lucen uñas largas y pintadas al tono de los labios.

—¿Soy yo? Díganme si estoy soñando

—Es lo que estaba dentro de ti —dice una de las mujeres—. El resto lo agregas tú.

Me sacan la bata. Me brilla la piel.

—Ponte estas —me alcanzan unas braguitas negras que deslizo por las piernas y se ajustan en la raja de mi culo. Por delante no puedo evitar que me sobresalga, cómo podría si estoy cada vez más drogado y caliente. Desde atrás, la rubia me instala un corpiño que llena con unas tetas de silicona color piel. El peso y la consistencia me dan la sensación de ser verdaderas.

—Siéntate. Aquí tienes las medias. —Me alcanzan unas de nailon negras, transparentes de tan finitas. El roce me subleva la piel y loco de placer y las subo con deleite retardado. La medibacha me sube aún más las nalgas, las veo por atrás, en el espejo doble en el que estamos. Mi culo, apretadito, perfectamente redondo, culmina por arriba en el triángulo mínimo de la tanga.

—Tengo un cuerpo increíble —pienso— ¿Estaré haciendo bien?

—Y ahora los zapatos —me alcanzan unos del tipo stiletto, de taco aguja—. Todo te queda tan bien —dice la señora—.

Me enfundo una pollera de goma, cortita, ceñida a la cintura que se abre a los costados y realza mis caderas más una blusa de encaje negra transparente y con escote que deja los brazos al descubierto y apenas me tapa los hombros.  Me quedo fijado en el espejo y me embarga una vergüenza infinita por comprobar lo mucho que lo estoy disfrutando:

—No sabía que podía ser tan puta. —Lo digo en voz alta y las mujeres se ríen.

Me completan con aros, pulseras, un colgante, anillos, una cartera sobre, chiquita, que debo llevar en la mano. Adentro hay condones y crema lubricante. La rubia me pulveriza un delicioso perfume de mujer de arriba abajo. Me levanta la falda y rocía también entre las piernas.

—Ahora sí. Te ves preciosa. Nadie podrá dejar de mirarte esta noche. La otra, la que no es rubia, llama por teléfono y cuando cuelga me anuncia:

—En 15 minutos, el señor Fukuhara te espera en el lobby de la planta baja.

—Y suerte —dicen ambas.

Me muero de los nervios. Trato de caminar con naturalidad por el pasillo, como si siempre hubiera sido así. Floto acompasadamente por la alfombra. Doy pasos cortitos, por los zapatos, un pie delante del otro hace que la cadera se mueva como un péndulo. Ya no titubeo pero, aunque parezca seguro, por dentro estoy aterrado. De una habitación salen dos chicos jóvenes. Noto que me miran. Se hacen un gesto de aprobación entre ellos. Me sonrío. En el ascensor comparto con una pareja de ancianos, ella me saluda y yo le devuelvo un mohín. Me parece que todos se dan cuenta.

El lobby está lleno de gente que entra y sale. Soy el centro de las miradas. Voy directo a los sillones en los que noto que está el señor Fukuhara. Me reconoce. No podía ser de otra manera pues él ha manejado todos los hilos de mi feminización.

—Hola, Gabi —lo dice porque mi nombre es Gabriel—, gracias por haber aceptado.

Me trata con naturalidad, como en los días anteriores, como cuando reíamos como viejos amigos en un bar de hombres. Eso me tranquiliza un poco.

—¿Vamos? ¿O quieres tomar una copa antes?

Mi voz sale masculina, no gruesa pero chocante con la chica sexy que la emite.

—Mejor vamos. Si tomo algo más no respondo por mí. Tal vez caiga muerto antes de salir.

Se ríe con ganas y me señala la salida. Todos nos miran. Somos en verdad llamativos. Una mujer que se dirige al mostrador le hace una sonrisa evidente, provocadora. Se ve que está acostumbrado porque ni lo nota.

En el restó nos sientan en un lugar apartado, al lado de un gran ventanal, a través del cual se ve la costa iluminada y unas luces de barcos a lo lejos.

—Señor Fukuhara, yo quería…

—Llámame Kazuo, por favor. O Ka si te resulta difícil. —No sé por qué siento que le tengo confianza.

—Señor Ka —digo, y se ríe con ganas—. Tal vez sea porque estoy muy nervioso, pero hay mucho que no entiendo de todo esto.

—Como quieras. Si te parece empecemos por los porqués. Por qué estás aquí, por qué te he pedido que seas la mujer que yo veo en ti. Hace algunos años, viajé a Tailandia en un viaje de negocios y conocí a un chico que se prostituía como ladyboy en las calles de Bangkok. Después de nuestra primera noche quedé obsesionado con ella. Era el mejor sexo que jamás había tenido en mi vida —hace una pausa—. Espero que los detalles no te molesten.

—No, no. Para nada.

El mesero interrumpe para tomarnos el pedido. Nos trae un coctel fuerte que bebemos mientras me cuenta.

—Lo follaba por el culo cada vez más salvajemente. Su deleite era tan grande que gemía largamente, un grito único que me excitaba de tal manera que el mundo se disolvía en el éxtasis de sentirme cabalgado hasta que me dejaba exhausto. Igual pasaba cuando me la chupaba y me descargaba en su cara, aunque en realidad era ella la que lo hacía, lamiéndose, riéndose de mí, sabiendo que yo le pertenecía, que habría hecho lo que fuera para que volviera al día siguiente enfundada en la pollera negra cortita, tan gótica, con ese gesto en los labios rojos que me la paraba irremediablemente.

Pero Anong —así se llamaba— se iba poniendo cada vez más demente. Me obligaba a sus caprichos y a sus locuras a toda hora. Una vez se propuso penetrarme. Yo no quería pero ella me envolvía, me desarmaba. Una noche, después de chupármela hasta dejarme inmóvil, la dejé hacer. Fue mi primera vez. Otras veces traía un novio que tenía. Yo debía sentarme y ver cómo era penetrada por esa verga enorme del mono que la acompañaba. Y volvía a gemir con ese grito que me enloquecía. Imagínate que tan grande era mi goce que me derramaba sin necesidad tocarme. Ese gemido me acompaña cada noche, pero ahora como angustia por su ausencia. Yo hacía lo que él quería con tal de volverla a ver. Dejé de ocuparme de la empresa y no volví a Japón. Gasté más dinero que el que tenía en sus inacabables apetencias. Era viciosa, le gustaba que nos drogáramos con todo lo que estaba a nuestro alcance. Y el alcohol, terminábamos borrachos en los lugares más recónditos de la ciudad. Follábamos donde nos encontrara el deseo, tanto en un hotel caro como en un callejón sucio. Poco a poco logró que me  abandonara a todas sus locuras. Yo también la chupaba, podía estar horas haciéndolo. Empezaba por la boca y bajaba por su cuerpo delgado hasta la bombacha. Le olía el sexo y le acariciaba el bulto. Confieso que al principio me costaba pero al final terminé gozando el meterme su pija en la boca y lamerla lentamente hasta ponérsela dura. Tenía una leche espesa y abundante con la que me llenaba la boca. Todo lo hacía para escuchar ese gemido que me tenía desesperado.

Aquella noche, cuando la tenía enterrada en su culo redondo, acostada sobre la mesada de la cocina de una casa que apenas conocía, rodeado de olor a comida, sentí la presencia detrás de mí. Quise defenderme pero ella me ordenó que siguiera, pasara lo que pasara, que así lo quería. Otra vez no pude decir que no. La verga enorme se abrió paso entre mis nalgas y me lastimó al entrar. Anong gimió como de costumbre, largamente. Todo me tembló, sentía la sangre corriendo en torrentes por todo mi cuerpo, cada vena, cada arteria, el chorro rojo circulando. Empecé a temblar. El grito de Anong, mi pija en su culo, la del hombre disfrutando en el mío. El orgasmo me inundó las entrañas de leche tibia, al mismo tiempo que me derramaba como nunca lo había hecho adentro de mi amante. Y su gemido en mi cabeza. Después de las últimas convulsiones de mi sexo me desmayé.

Desperté y estaba solo en mi hotel, más confundido y cansado que lo que había estado nunca. Hacía días que no me bañaba y las ojeras y la barba crecida denotaban en mi cara los excesos de Anong. Todavía no sabía que nunca más volvería a verla. Pero no la encontré más. La busque por días, por semanas. Recorrí todos los burdeles, las calles de Bangkok, pero no hubo caso. Se había disuelto en el aire, se había llevado con ella toda mi vida. Nadie sabía nada. Pagué detectives, soborné policías inútilmente. Jamás apareció.

Tarde varios meses en recomponerme, la empresa estaba casi quebrada. Volví a empezar nuevamente y descubrí el valor de los contactos. En unos años recuperé mi posición y volví a poner a la constructora en el primer nivel en el que está ahora.

Creí que había recuperado mi vida hasta que te vi en el aeropuerto. Supongo que ya sabes lo que pasa en verdad, que te pareces tanto a él que ahora, al verte transformado en ella estoy temblando por tu presencia. Aun cuando sepa que tú no eres ella. Perdón por haberte obligado.

—Obligado no estoy. Fue mi decisión. Pagó por mí, lo mismo que hizo con él.

—Se sonríe con mi franqueza—. —Tienes razón. Así empezó todo con ella.

Las dos horas siguientes nos divertimos el uno con el otro. El señor Ka no jugaba a seducirme y eso me soltó. Hice mi papel de mujer a la perfección y lo disfruté. Como habían dicho las señoras, algo adentro mío se soltó naturalmente. Me acomodé a su juego y deje que mi lado femenino jugara la partida de seducción en la que estábamos ambos empeñados. A medida que pasaba la noche, el personaje iba a ir dominándolo todo. Terminamos de cenar y salimos a caminar por la costa.

—Tengo que entender que todo lo que tengo puesto es lo que ella usaba. Esta pollera, el perfume, las medias…

—Sí, ella era así, exudaba sensualidad, la veías y no podías no darte vuelta. Espero que no te moleste lo que voy a decir, porque lo mismo me pasa contigo desde el día que te vi.

—Solo que yo no soy gay.

—Solo que tú no eres gay, claro. Pero tienes una femineidad tan tuya, tan natural, que creo que deberías pensarlo. A lo mejor… ¿Serías sincero conmigo si te preguntara?—.

—Qué cosa.

—Cómo la estás pasando.

—Creí que sería peor. Aunque hay algo que todavía me confunde, la verdad es que no paro de estar excitado de verme así, debe ser la droga que me dieron a tomar sus empleadas. ¿Cree que me veo bien? Porque siento que cada paso que doy me hundo más y más.

—Sí, claro que te ves bien, te ves más que bien. Tan bella como Anong.

Dejo de habar y solo camino junto a él. No sé qué hacer con mis sensaciones, la cabeza me da vueltas como la rueda de la ruleta y desconozco en qué número caerá la bola.

—Llegamos —la ensoñación se rompe—. ¿Te tomas la última arriba?

Esa es la pregunta de la noche, de toda la puta noche, la pregunta que espera el señor Ka, la pregunta que supe que me haría y que me atormenta desde que bajé al lobby del puto hotel ¡Qué odio tengo! Digo que no y me voy a mi casa sin saber si firmará o no el contrato, a la espera de mañana. En el peor de los casos, gané 10 mil si no firma. Si firma, 15 mil. No voy a ceder a su jueguito. Lo mejor va a ser que le diga que no.

—Vale, la última —juro que me salió de adentro, inesperadamente—

[CONTINUARÁ]