El Sendero de la Sumisión
Una sumisa que no se atreve a "salir del armario" se pone en manos de un amo desconocido, al que conoce por internet; el cual la lleva hasta sus límites, e incluso mucho más allá
EL SENDERO DE LA SUMISIÓN
Por Alcagrx
I
Hacía media hora que había escrito aquel mensaje, pero todavía no lo había mandado. Seguía allí sentada frente al ordenador, sin terminar de decidir qué debía hacer; lo único que tenía claro era que cada vez le dolían más los pezones. Normal, pues hacía más de una hora que Silvia estaba frente a la pantalla; como de costumbre desnuda, con un gran consolador introducido en su vagina, y unas pequeñas pinzas de mariposa en los pezones, con dientes de sierra, cuya constante mordedura no le daba un solo momento de respiro. Además, por supuesto, de la fina caña de bambú que tenía justo a su lado, con la que de vez en cuando azotaba con fuerza sus muslos, sus pechos o su sexo; y de los dos juegos de esposas que aprisionaban sus muñecas y sus tobillos, unidos entre sí por una cadena que, estando de pie, le impedía subir las manos más allá de la cintura. Desde que había leído aquel correo, en la red social de BDSM que más a menudo visitaba, las ganas de convertir su vicio solitario en algo compartido no habían hecho sino crecer; y eso que el texto no explicaba demasiada cosa: “Amo experto y cruel, 50 años, me ofrezco para acompañar a mujeres masoquistas por el sendero de la sumisión. Garantizo el anonimato más absoluto, pues solo nos comunicaremos utilizando el correo. Conmigo descubrirás el auténtico placer que hay en la sumisión”.
Por alguna razón, aquel anuncio había despertado sus ansias de, como se decía a sí misma, “subir un escalón”. A partir de que, en plena adolescencia, descubrió -con un novio algo bruto- que lo que más la excitaba eran el dolor y la humillación, su vida había sido un auténtico infierno; pero de desesperación, no de sufrimiento. No tardó mucho en dejar de tener relaciones con hombres, pues ninguno de los que conoció se prestaba a sus juegos en serio; aunque, al principio, todos le seguían la corriente en las cosas más banales: unos azotitos en el trasero, un pellizco en un pezón… Pero cuando empezaba a pedirles más implicación, todos huían. No pudo evitar una sonrisa cuando recordó la cara de Roberto, su último novio, el día que ella le regaló un látigo; venía en una caja muy elegante, acompañado de unas esposas y de una nota manuscrita en la que Silvia le decía “Azótame hasta hacer sangre”. Firmada con un beso, pero impreso con los labios de su sexo; aún se acordaba del escalofrío de placer que sintió mientras, desnuda y esposada, se los pintaba con carmín. Ni que decir tiene que Roberto nunca llegó a estrenar el látigo; y que, al poco tiempo de eso, rompió la relación con alguna excusa banal que ella ya ni recordaba.
El siguiente paso de Silvia fue visitar algunos clubs de BDSM, en los que se llevó un gran chasco; la mayor parte de los hombres buscaban, en realidad, solo una chica con la que irse a la cama. Y el sado que allí se practicaba tenía un aspecto de lo más falso, pura escenificación; como le dijo un camarero, “de cartón piedra”. Así que, con el paso del tiempo, ella había ido cerrándose sobre sí misma; ahora, a sus casi treinta años, no tenía vida social, y su existencia consistía en ir del trabajo hasta su pequeño apartamento, donde sobre todo dedicaba su tiempo libre a navegar por páginas web de sado y a castigarse. Para eso tenía un verdadero arsenal de látigos, varas, fustas, esposas, pinzas, consoladores, estimuladores eléctricos, …; en realidad, y aparte de comer y pagar las facturas de la hipoteca y los suministros, todo el resto del dinero que ganaba lo dedicaba a eso. Pero cada vez le era más difícil alcanzar un orgasmo sola, castigándose a sí misma; hasta aquellas pinzas infernales, que le taladraban los pezones, se habían ido convirtiendo en pura rutina. Así que aquel anuncio la impulsó a escribir una respuesta: “Soy Silvia. 29 años, metro setenta y cinco, cincuenta y ocho kilos. Pecho mediano, pero duro y firme. Nalgas bien redondeadas, piernas largas y bonitas. Necesito que alguien me someta; no temo a la humillación o al dolor, y quiero que me enseñes ese sendero”. Justo el mensaje sobre el que su dedo índice se paseaba, indeciso, desde hacía largo rato. Al final resolvió solucionar el dilema por el mismo método que usaba para elegir sus castigos de cada tarde/noche: tirando los dados.
Con ellos elegía, según unas tablas que había elaborado, el tormento y su duración; así, por ejemplo, aquella noche le habían “tocado” tres horas con las pinzas en los pezones. Lo que, en verdad, era un castigo terrible, y no solo por las tres horas de sufrimiento que tenía más que garantizadas; sobre todo porque, al quitar las pinzas de sus senos, el regreso de la sangre a la tierna carne atormentada de cada pezón le provocaba un dolor intensísimo, de los más bestias que conocía. Y por partida doble, claro; tan fuerte era el dolor que Silvia nunca se las quitaba sin primero tomar la precaución de silenciar sus gritos, con una mordaza que contenía un gran consolador de goma, ancho y corto, que le llenaba por completo la boca y le impedía incluso mover la lengua. De hecho una vez se le olvidó ponérsela, y al poco tenía a la vecina llamando a su puerta, preguntando qué le había pasado. Pero lo que ahora iba a hacer, en principio, no necesitaba de tales precauciones; abrió un cajón de la mesa, tomó un dado y, tras pensar “impar sí, par no” cerró los ojos y lo hizo rodar sobre la superficie. Salió 5, así que sin dudarlo más hizo clic en “Enviar”; luego tomó otra vez aquel dado, y lo volvió a tirar mientras pensaba “multiplicado por seis”. Salió otro 5; y Silvia, con un suspiro, tomó de la mesa la caña de bambú y se dispuso a dar con ella treinta fuertes golpes en el interior de sus muslos.
No tardó más de una hora, casi exacta, en recibir la respuesta: “Silvia, no te arrepentirás de haberme elegido. Por tu breve mensaje supongo que eres de las que creen que ser sometida consiste sobre todo en soportar dolor físico. Lo es, sin duda, pero es mucho más que eso: la humillación, el temor o la ansiedad son casi igual de efectivos, créeme. A partir de ahora deberás seguir al pie de la letra todas mis instrucciones; obedeciéndolas, de modo progresivo irás hasta los límites de la sumisión, e incluso más allá. Aquí va la primera: supongo que estarás leyendo esto completamente desnuda; pero si no es así desnúdate, a partir de ahora deberás estarlo siempre cuando te comuniques conmigo, o cuando estés en casa tú sola. Y la segunda: tienes prohibido masturbarte sin mi permiso expreso. Nunca. Ahora quiero que me expliques todo cuanto puedas sobre tu vida; mándame un correo con los datos”. Silvia, muy excitada, comenzó por describirle como estaba justo en aquel momento, haciendo especial hincapié en las pinzas que le torturaban los pezones, en el gran consolador que desde hacía horas dilataba su vagina al máximo y en las marcas de azotes que cubrían sus muslos, y aún le dolían incluso sin tocarlas; luego le contó de su vida, de su trabajo -como oficinista en un conocido bufete de abogados, cuyo nombre por supuesto no le especificó- y de sus negativas experiencias en los clubes, o con sus novios.
Esta vez el Amo no tardó siquiera media hora en contestarle: “Tercera regla: a partir de ahora te queda prohibido usar ropa interior. Medias sí, si tú quieres, pero siempre cortas; nada de pantys, solo que lleguen hasta el muslo y sujetas mediante un liguero. Mientras siga haciendo calor, ponte para salir la falda más corta que tengas, o que puedas comprar, y una blusa ligera; o bien un vestido corto, da lo mismo. Son importantes dos cosas: la falda no debe ser más larga de medio muslo; si es más corta mejor, pues lo esencial es que, al sentarte, tengas que esforzarte mucho para no revelar tu sexo. Y que, si cruzas las piernas, la falda revele el nacimiento de tus nalgas. El escote, sea de la blusa o del vestido, deberá estar siempre abierto hasta el botón que quede justo por debajo de la línea inferior de tus senos; si dudas de cual sea, hay una sencilla manera de comprobarlo: deberás poder sacar ambos pechos por la abertura sin necesidad de desabrochar ningún botón más, y sin que el resto de la camisa -por debajo de ellos- se arrugue al hacerlo. Ahora quítate tus pinzas y tu consolador y vete a dormir; mañana, una vez que estés vestida, quiero que te hagas una foto y me la mandes; no necesito ver tu cara para nada, solo la ropa que lleves puesta”.
Al acabar de leer aquel mensaje Silvia tuvo cierta decepción; de alguna forma había pensado que recibiría, ya, su primer castigo impuesto por alguien distinto de ella misma; en realidad, eso buscaba desesperadamente. Pero no quiso arruinar tan pronto el juego; así que se puso la mordaza, se quitó las pinzas -el dolor fue terrible, incluso habiéndolas quitado una media hora antes de lo que había previsto inicialmente-, se levantó y sacó el consolador de su vagina, y luego se fue, andando lo que le permitían las esposas en sus tobillos, hasta el baño. Se lavó los dientes, hizo sus necesidades y se metió en la cama, desnuda y esposada; al apagar la luz su último pensamiento fue, en realidad, más un deseo: “Ojalá éste salga bien…”. Cuando, a la mañana siguiente, sonó el despertador Silvia no tuvo más remedio que empezar por quitarse todas las esposas; tenía el tiempo justo, y engrilletada iba demasiado despacio. Pero lo que sí hizo fue permanecer desnuda: así preparó -y tomó- su desayuno, luego se duchó y, por último, se enfrentó a su armario; tras una breve duda eligió un vestido veraniego bastante corto, hasta medio muslo, que se abotonaba de arriba abajo. Fue abrochándolo hasta llegar a su pecho, donde tuvo una duda; pues había un botón que quedaba, justo, a la altura de la base de sus senos. Probó de las dos maneras, pero al final resolvió que dejárselo desabrochado era demasiado descaro, y lo cerró; y, cuando ya iba a salir, recordó que debía hacerse la foto del conjunto. Sacó el móvil de su bolso, hizo unas cuantas -con cuidado de que no apareciese en ellas su cara- y luego salió, cerró la puerta y se marchó hacia el trabajo.
De camino al metro se dio cuenta de dos cosas: la primera, que llevar al aire su sexo le provocaba una sensación extraña; no exactamente erótica pero si muy excitante, algo así como el placer de hacer algo prohibido. Y la segunda que, sin duda, sus senos se balanceaban demasiado al andar; y, a diferencia de lo que sucedía con el hecho de no llevar bragas, esto sí que era algo que cualquiera podía apreciar. Probó a caminar un poco más despacio, pero el efecto era el mismo o peor; la parte alta del vestido mostraba un movimiento inconfundible para cualquiera que la mirase, agravado por el amplísimo escote que había dejado sin abotonar. Que a ella misma, o a cualquiera que midiese al menos un metro setenta, le permitía ver los senos con facilidad por la abertura, incluso si estaba quieta; no digamos ya, pensó para sí, si tengo que inclinarme hacia delante por algo, o que agacharme. Pero soportó estoicamente las muchas miradas que, de camino a la oficina, la repasaron de arriba abajo, y lo mismo hizo una vez en el despacho; de hecho, nunca hasta entonces tantos compañeros varones se habían acercado hasta su mesa, mientras ella estaba allí sentada y aduciendo las excusas más inverosímiles. Tanto era así que le costó encontrar un momento de soledad para mandar las fotos que se había hecho al salir, pues no había modo de que la dejasen tranquila ni un minuto.
II
Al llegar a su casa, aquella tarde, lo primero que hizo fue desnudarse; lo que no le llevó más que segundos, pues solo tenía que quitarse los zapatos y el vestido. Luego se puso unas esposas en las muñecas, por delante, y antes incluso de ir al baño se precipitó a su ordenador, para comprobar el correo; allí estaba el mensaje del Amo, enviado poco después de recibir las fotos que ella le había enviado: “Silvia, tan pronto desobedeces? La falda puede pasar, pero te faltó desabrochar, precisamente, el botón que habría convertido tu escote en algo obsceno, en vez de ser simplemente provocativo. Seguro que no hiciste la prueba que te sugerí; enseguida habrías notado que faltaba desabrochar otro. Así que ahora tendrás tu primer castigo. Vamos a usar las pinzas que tanto te gustan, pero esta vez de un modo distinto al que tú sueles; póntelas en los pezones, con cuidado de que muerdan la mismísima punta, y luego busca por tu casa algún objeto muy pesado e irrompible. Colócalo en el borde de una estantería, a la altura de tus pechos, y pon debajo algo mullido, por ejemplo un cojín que amortigüe el golpe; luego colócate justo enfrente, sujeta la cadena de tus pinzas al objeto, de modo que no pueda soltarse, espósate las manos a la espalda y da un paso atrás. Una vez que recuperes el aliento haz una foto de tus pezones y mándamela; ya te daré entonces mis nuevas instrucciones. Por cierto, si por lo que fuera no lograses arrancarte las pinzas, no te preocupes: busca un objeto más pesado, e inténtalo de nuevo”.
Al terminar de leer el correo un escalofrío recorrió el cuerpo desnudo de Silvia, de arriba abajo; la excitación y el miedo la hacían temblar mientras se colocaba las pinzas, cuidando de que los crueles dientes de sierra mordiesen lo más adelante posible en sus prominentes pezones. Algo que multiplicaba el dolor que le provocaban, pues la carne era allí muy tierna y sensible. Luego buscó, en el armario de su dormitorio, el objeto que le pareció más apropiado para el tormento: una bola de jugar a bolos que lo menos pesaría siete u ocho kilos, que Roberto había olvidado allí cuando marchó de su lado a toda prisa. Venía en una bolsa de cuero, de su mismo tamaño, que tenía dos asas, y al instante Silvia comprendió que tendría que torturarse un poco más; pues el único modo de pasar por allí la cadena que unía ambas pinzas era soltar la de un pezón, y una vez pasada entre las asas volver a colocarla en su sitio. Antes de hacerlo, sin embargo, organizó todo lo demás: colocó la bolsa en un estante del mueble del salón, puso debajo uno de los cojines del sofá y se colocó la mordaza. Hecho lo cual aflojó la pinza de su pezón izquierdo, ahogando un inmediato grito de dolor con la mordaza; rápidamente la pasó por entre las asas de la bolsa y, no sin un gemido, volvió a morder su pezón con ella. Luego se soltó una de las esposas, volvió a unir con ellas las manos en su espalda y, cerrando los ojos, dio un paso atrás.
Jamás había recibido un castigo semejante; sintió como si le arrancasen los pezones en vivo, y comenzó a chillar con auténtica desesperación. Al abrir los ojos pudo ver, además, que solo una de las dos pinzas se había soltado, dejando en el pezón izquierdo unas pequeñas gotitas de sangre allí donde la enorme tracción -pues eran pinzas de mariposa o japonesas, de las que tienen un mecanismo que hace que, cuanto más se tira de ellas, más aprieten- había desgarrado la carne. La otra seguía en su pezón derecho, aunque solamente mordía la mismísima punta; pero lo hacía con auténtica rabia, y el dolor que le causaba era intensísimo: le cortaba la respiración, y sus manos esposadas a la espalda le impedían poner fin a aquel terrible sufrimiento. Pues esa, además, era otra: en su infierno de dolor no lograba encontrar la llave, aunque acabase de usarla; por lo que tendría que ir hasta la mesita de noche si quería soltar las esposas, pues allí tenía las copias. Pero, por el momento, lo único que hizo fue dejarse caer al suelo, jadeante y sudorosa; con el movimiento de sus pechos, sin embargo, el dolor se acentuó, sobre todo en el pezón aún aprisionado. Por lo que Silvia, agotada, comenzó a llorar muy quedamente, mientras trataba de recuperar las suficientes fuerzas como para ir a por la llave. Tardó al menos un cuarto de hora; cuando, por fin, logró liberar sus muñecas y acto seguido retirar aquella maldita pinza, sus alaridos hubieran sin duda atraído al instante, de no ser por la mordaza, a todos, o a casi todos, los vecinos del bloque. Y aún necesitó otro poco antes de recuperar la suficiente presencia de ánimo como para hacerles fotos a sus pezones; el izquierdo ensangrentado, además de magullado, y el derecho amoratado en su punta. Además de estar ambos tan doloridos que el mero movimiento de sus pechos al respirar le hacía ver las estrellas.
Justo cuando iba a enviar aquellas fotos, se acordó de lo que el Amo le había dicho al respecto de no lograr arrancar las pinzas; pero le habían hecho tanto daño que se vio incapaz de repetir la experiencia, y resolvió ocultarle a su mentor que una no había terminado de soltarse. De poco le sirvió, sin embargo, la trampa, pues el correo que recibió volvió a hacer que aflorasen sus lágrimas: “No está mal, aunque esperaba más lesiones; parece que tus pinzas son más suaves de lo que tú necesitarás. Luego te mandaré un link para que puedas comprar unas de las que muerden en serio. De momento, y para compensar esa falta de fuerza, vas a repetir el castigo, pero ahora en los labios de tu sexo; espero las oportunas fotos. En los labios menores, por supuesto; en los otros no sería lo bastante doloroso…”. Cuando, unos minutos después, Silvia volvió a estar en la misma posición ante la estantería, solo que esta vez con los dientes de sierra de las pinzas clavados en sus labios menores, poco faltó para que no diese el fatídico paso atrás; pero el temor a perder a su nuevo mentor pudo más, y finalmente lo dio. El dolor, instantáneo y agudísimo, superó incluso al que había sufrido en sus pezones, y eso que, esta vez, ambas pinzas se soltaron casi al mismo tiempo; pero no lo hicieron sin antes lacerar la sensible carne de su vulva, provocando que Silvia, para tratar de distraer aquel dolor que le taladraba el vientre, comenzase a dar patadas al sofá como si sufriese un ataque de histeria. Y finalmente que se tirase al suelo, todavía esposada con las manos detrás, y se quedase allí un buen rato sufriendo convulsiones.
Las fotografías parecieron satisfacer al Amo, pues su siguiente correo ya no le impuso más castigos; al menos de momento, claro, pues contenía una lista con los artículos que, “para su correcta educación”, debía comprar; el más importante de todos era, según le indicaba, una máquina de administrar azotes (www.spankermachine.com) cuya principal ventaja era que tenía un regulador de intensidad, de uno a diez: “Así permite dosificar exactamente tus castigos: instrumento, número de golpes e intensidad. Aunque no sirve con los látigos de un metro o más, solo con útiles más cortos; como palas, varas, fustas, …”. No resultaba muy caro, sobre los cien euros, así que fue la primera cosa que pidió Silvia; cuando, después de formalizar el pedido, estaba mirando otros objetos en las páginas que él le había indicado, recibió un correo titulado “Instrucciones para mañana”: “Irás a trabajar como ayer, aunque acuérdate de no escatimar botones desabrochados. Me mandas la foto antes de salir, no lo olvides. Al caer la tarde, aprovechando que ya es viernes, tendrás que cumplir con otra tarea algo más difícil: vas a pasear desnuda y esposada por un monte. Mañana te mando los detalles, pero necesitarás de un vehículo; por eso te lo advierto ahora. Si no lo tienes puedes alquilarlo; hazlo para todo el fin de semana, pues lo volverás a necesitar el domingo”. Silvia le contestó en el acto, indicándole que tenía coche propio; y enseguida recibió la respuesta: “Vete a dormir, que ya es tarde. Eso sí, esta noche hazlo con las manos esposadas a la espalda. No quiero que te toques las partes heridas; sobre todo los pezones, deja que sufran rozándose con la sábana. Y aún menos que te masturbes, claro”.
Aunque le costó un poco dormirse, pues ciertamente el roce de la ropa en sus pezones era doloroso, al final lo logró. Y, cuando el despertador la sacó del sueño, despertó en mitad de uno especialmente intenso: estaba atada al mástil de un barco pirata, completamente desnuda y con todos los marineros a su alrededor, mirándola con caras lascivas; esperando a que un negro enorme, desnudo de cintura para arriba, la azotase usando un látigo grande y pesado. Seguramente, pensó mientras hacía sus tareas matinales, son los efectos de llevar dos días sin masturbarme… Al ir a vestirse notó los efectos de su castigo de la noche anterior, pues el roce en sus pezones de la blusa de seda que eligió le hacía dar frecuentes gemidos; la abrochó del modo prescrito -sería quizás más exacto decir “la desabrochó”- comprobando esta vez que sus dos pechos pudieran ser extraídos sin arrugar la parte inferior, y luego se puso una falda cortísima, que había comprado en un arrebato y que, hasta entonces, nunca se había atrevido a ponerse. Menos aún para ir al trabajo, claro, pues cubría -como máximo, y tirando mucho de ella- hasta un tercio de su muslo; llevándola sin bragas debía cuidar, al sentarse y para no mostrar el sexo, de cruzar a la vez las piernas, pero al hacerlo descubría todo el lateral del muslo, hasta el nacimiento de la nalga. Y remató el conjunto con unos zapatos negros de tacón alto, al menos ocho centímetros. Ni que decir tiene que su atuendo, tanto por la calle como en el metro y, sobre todo, una vez en su oficina, no pasó en absoluto desapercibido; algo que, para su sorpresa, le provocó una extraña sensación de excitación, hasta el punto de que un par de veces se tocó y se notó mojada.
También, sin embargo, su repentina ausencia de pudor en el vestir le creó un pequeño problema. Uno de los socios de aquella firma, Don Carlos, un abogado cincuentón pero bien conservado que se las daba de mujeriego, la hizo acudir a media mañana a su despacho, y una vez solos empezó a hacerle comentarios picantes sobre su aspecto; pero Silvia no se arredró: con su mejor sonrisa le dijo aquello tan oído de “Se mira, pero no se toca” y le advirtió de que, si se pasaba con ella un solo milímetro, le denunciaría. El hombre reculó enseguida, poniendo cara de estar bastante sorprendido; aunque no se pudo estar de decirle “Usted verá, señorita Silvia; yo no soy quien para decirle cómo ha de vestir. Pero, si piensa seguir haciéndolo así, le ofrezco venirse a trabajar a mi secretaría privada; no es necesario que haga usted nada que no quiera hacer, se lo aseguro, y ganará mucho más que ahora. Por mi parte, el solo hecho de verla vestida así ya me alegra el día; ojalá todas las chicas guapas se vistieran con esa elegancia y esa picardía…”. Ella prometió que se lo pensaría, y tras dedicarle su mejor sonrisa volvió a su mesa; donde, al igual que el día anterior o incluso más, no paró de recibir las visitas de sus colegas varones. De pronto muy interesados en todos aquellos expedientes que, justo debajo de sus senos expuestos, poblaban la mesa de trabajo de Silvia.
III
Al llegar a su casa, sobre las seis de la tarde, a punto estuvo de olvidar sus instrucciones y masturbarse allí mismo, sin ni siquiera desnudarse; pues entre las miradas de todos aquellos hombres, y el episodio con el abogado, lo cierto era que estaba excitadísima. Pero logró contenerse: se desnudó, y sin pensar en ponerse las esposas abrió el correo; allí estaba el mensaje del Amo, enviado algunas horas antes: “Hoy te has vestido muy bien. Y seguro que ya empieza a gustarte la cosa; no he conocido a ninguna mujer que no fuese al menos un poco exhibicionista, y tú no serás la excepción. Pero vamos con tu tarea para esta tarde/noche…”. Cuando terminó de leer lo que él le ordenaba, su primer pensamiento fue que sería incapaz; mejor aún, que prefería mil veces otro tormento con las pinzas que hacer tal cosa. Hasta el punto de que le escribió, con la intención de mandarla, una respuesta que solo decía “Cuál es el castigo si me niego a hacerlo?”. Pero al final no se la envió, pues temía que el castigo fuese tan sencillo como no volver a saber nada de aquel sádico que, por un lado, la estaba haciendo pasar ratos terribles; pero que, por otro, había logrado devolver a su vida la emoción que había perdido tiempo atrás. Por no decir la excitación; en aquel mismo instante Silvia notaba como las secreciones resbalaban por sus muslos, y eso solo de pensar en lo que se disponía a hacer. Porque una cosa ya tenía clara: lo haría, segurísimo que sí.
Se puso un chándal y, siguiendo el mapa de Google que el Amo -a falta de un nombre, ya se estaba acostumbrando a llamarlo así- le había enviado, condujo su vehículo hasta el extremo norte de aquel bosque, el más alejado de la ciudad; una vez que llegó al claro cuyas coordenadas él le había señalado depositó, en lo que parecía un reloj de cuco colgado en un árbol, una copia de las llaves de su vehículo y otra, mucho más pequeña, de la que abría las esposas. Acto seguido condujo retrocediendo, por carreteras vecinales, hasta el extremo contrario del bosque; serían unos diez kilómetros en coche, pero atravesándolo en línea recta, por la pista principal, no habría más que tres o cuatro. Al llegar al lugar señalado, un merendero con varias mesas de picnic que aquellas horas estaba abandonado, ya era de noche; Silvia aparcó su vehículo al lado del edificio, comprobó que el programa de cierre de puertas estuviese en la posición que ella deseaba -cierre automático, sin usar la llave, pasados treinta segundos después de haberse cerrado la última puerta- y luego se bajó y se dirigió al maletero. Lo abrió y, tras una mirada a su alrededor que le confirmó que allí no había nadie, se quitó el chándal y las zapatillas, tiró su ropa dentro del maletero y lo cerró; no sin antes haber sacado de él unas esposas, con las que aprisionó sus manos a la espalda mientras esperaba a oír el ruido que le confirmaría el cierre de las puertas del vehículo. Sonó casi al mismo tiempo que ella apretaba la segunda manilla, confirmándole que ya no había vuelta atrás; por lo que Silvia comenzó a andar, descalza, desnuda y esposada, en dirección al bosque. Aunque, en el preciso momento en que se internaba en la espesura, se detuvo en seco; pues se dio cuenta de que, con los nervios del momento, había cometido un terrible error: cómo iba a poder coger las llaves de aquel nido con forma de casita, una vez que llegase al otro extremo del bosque, teniendo las manos esposadas a la espalda?
Maldiciendo su poca cabeza, y mientras recordaba que el mensaje del Amo solo le decía que se colocase las esposas, no en qué lado, Silvia siguió caminando en dirección al interior del bosque. El camino era ancho y bastante recto, y había luna llena; así que, en principio, no debería encontrar dificultad alguna hasta llegar al nido. Y una vez en él solo se le ocurría una solución: si no lo recordaba mal, colgaba del árbol sujeto por una simple alcayata; así que, si con la cabeza lograba tirarlo al suelo, una vez hubiese caído podría alcanzar las llaves y liberarse. Tras lo que ya solo le quedaría desandar lo andado, y regresar a su vehículo; en total, si todo iba bien, una aventura de quizás un par de horas, como máximo tres. Sin embargo la cosa no iba a resultar tan fácil; en primer lugar porque, al cabo de como media hora de caminar -durante la que ya había tenido ocasión de herirse los pies más de una vez, con las piedras y ramas sueltas que había en el suelo- se topó con un impetuoso torrente que atravesaba el camino. Parecía bastante profundo, y bajaba muy rápido; recordó que aquella mañana había llovido, y pensó que esa debía ser la causa. Pero lo seguro era que la mejor forma de atravesarlo era el vado que formaba la pista; pues a ambos lados de ella el cauce había formado altos muros de rocas y tierra que, con las manos esposadas detrás, serían imposibles de superar.
Tan pronto como empezó a entrar en el agua Silvia se dio cuenta de dos cosas: estaba muy fría, casi helada, y bajaba con mucha fuerza. Conforme iba avanzando hacia el centro del cauce cada vez la cubría más, y le resultaba más difícil mantener el equilibrio; sobre todo porque la corriente arrastraba ramas, piedras y toda clase de cosas, que impactaban en su cuerpo desnudo y entumecido por el frío. Cuando llegó al centro exacto el agua le alcanzaba el sexo, y la fuerza del torrente era tal que trastabilló un par de veces; pero logró no perder pie, y poco a poco fue avanzando hacia la otra orilla. A la que finalmente logró llegar; aunque, al mirar sus piernas desnudas, comprobó que tenían multitud de golpes y heridas, producidas por el material de aluvión que había ido chocando contra ellas. Y también que le costaba moverlas, pues por poco no se le habían congelado. Para desentumecerlas trató de echar algunas carreras, pero enseguida desistió: si no andaba con cuidado las posibilidades de pisar algo puntiagudo, o duro, aumentaban exponencialmente, y su pies aun tenían que hacer todo el camino de regreso hasta el coche. Así que siguió andando muy atenta, sin despegar la vista del suelo que pisaba, un buen rato; hasta que, de pronto, unos ruidos de voces llamaron su atención. Por si acaso se apartó del camino y se internó en la espesura, ocultándose agachada tras unos matorrales; desde donde no tardó ni cinco minutos en ver pasar, por el camino, a dos cazadores armados con escopetas, quienes se alejaron hacia el torrente charlando entre ellos.
Si ya Silvia, desde que había empezado aquella aventura, estaba en un lógico estado de gran tensión, la inesperada aparición terminó de ponerla muy nerviosa: ¿y si uno de aquellos cazadores acechaba agazapado por allí, y en la oscuridad confundía su desnuda silueta con la de un animal? De inmediato comprendió que, tanto como le fuese posible, debía caminar por el centro de aquella pista ancha y abierta; pues era preferible ser descubierta, y pasar toda la vergüenza que hiciera falta, a recibir un disparo y no contarlo. Así que volvió al camino y siguió avanzando hacia el claro, al otro lado del bosque, donde le esperaban las ansiadas llaves. Lo que hizo durante la siguiente media hora sin novedad alguna, más allá de algún pinchazo en un pie por causa de las piedras del camino. Pero, cuando llegó a un punto desde el que se veía, a lo lejos y más abajo, el claro, se llevó un buen disgusto; alrededor del árbol donde había dejado escondidas sus llaves habían aparcado media docena, o tal vez más, de vehículos todoterreno. Y frente a ellos, aprovechando la luz de sus faros, estaban reunidos diez o doce hombres armados; aquello tenía todo el aspecto de una batida de caza, aunque lo que sorprendió más a Silvia fue no ver ningún perro con ellos. Será, pensó con un escalofrío, que cazan al acecho…
Como no podía hacer otra cosa se acercó cuanto pudo a aquel claro. Y, unos cincuenta metros antes de llegar, se ocultó apresuradamente entre unos matorrales, pues creyó oír pasos que se le acercaban; con la mala pata de que la mayoría eran zarzas, por lo que se arañó todo el cuerpo. Y además tuvo que reprimir sus enormes ganas de gritar, pues aquellas espinas se le clavaban por todas partes. Allí se quedó, inmóvil, durante lo que le parecieron horas; ya que los hombres iban y venían, alejándose y regresando en grupos de dos o tres, pero en ningún momento se marcharon todos del claro. Por culpa de su forzada inmovilidad, y sobre todo de su desnudez, al cabo de un rato Silvia comenzó a sentir bastante frío; aunque fuese verano, eran las tantas de la madrugada y estaba en plena montaña, por lo que la temperatura debía de haber bajado bastante. Pero, para cuando ya no podía controlar el temblor que agitaba su cuerpo y sus dientes comenzaban a castañetear, los motores de los vehículos se encendieron; de uno en uno fueron llenándose de hombres armados y, al cabo de unos minutos, desfilaron todos por el camino, alejándose en dirección contraria a donde ella estaba oculta. Tan pronto perdió de vista las luces salió de su escondite, con todo el cuidado de no rasgar más su piel desnuda con aquellas zarzas, y se dirigió al claro; allí estaba, esperándola, el nido de cuco, que además cayó al suelo al segundo intento que hizo Silvia para descolgarlo a cabezazos. Pero no cayó como ella hubiese querido, pues al tocar en el suelo rodó hacia la parte trasera del árbol; al asomarse, la chica vio que allí había una pendiente oscura, en la que no se veía ni traza de aquel nido. Aunque, al concentrar la mirada, pudo ver unos metros más abajo algo que, por su forma, podían ser las llaves de su coche.
Descendiendo con muchísimo cuidado por aquella pendiente, pues sus manos esposadas a la espalda le impedían apoyarse o sujetarse en nada, logró llegar hasta aquel objeto; efectivamente eran las llaves de su vehículo, aunque la pequeña -de las esposas- no se veía en parte alguna. Algo es algo, pensó, recordando que en el coche tenía otra copia; así que se agachó muy despacio y tomó las llaves con su mano derecha, se incorporó, y regresó hasta el árbol cuidando de no resbalar. Lo consiguió, y de inmediato emprendió el regreso; en el que, al menos hasta el torrente, no sucedió nada en absoluto. Pero llegando a él tuvo que detenerse y ocultarse de nuevo; aunque no sabía por donde habrían venido, pudo ver desde cierta distancia como dos de los cazadores estaban ocultos junto al camino, de espaldas a ella y acechando el vado. Algo que era lógico, pues se acercaba el alba, y a esa hora los animales suelen ir a beber; así que una vez más Silvia tuvo que esconder su desnudez entre los matorrales, y esperar allí hasta que, ya con la primera luz de día, un estampido de disparos la sobresaltó. Al que siguieron los gritos de triunfo de los hombres, contentos por haberse cobrado unos cuantos jabalíes; mientras ella, aterida de frío, esperaba a que marchasen de allí.
Cuando por fin lo hicieron serían, al menos, las nueve de la mañana, y para entonces Silvia estaba congelada, hambrienta, sedienta y muy cansada. Pero logró volver a cruzar el torrente sin ser arrastrada por las aguas, aunque esta vez le resultó imposible reprimir los gemidos de dolor que el agua helada, y los golpes que le daban los materiales que arrastraba, le provocaban. Y, una vez cruzado, caminó la media hora que le faltaba sin más novedad que un encuentro inesperado con la fauna del lugar: de pronto oyó un ruido a un lado de la pista y, sin tiempo para reaccionar, apareció en ella una hembra de jabalí, seguida por cinco jabatos. Silvia se quedó inmóvil, asustadísima, pues temió que el animal la atacase en defensa de sus crías; pero la bestia no le hizo el menor caso: cruzó rápidamente el camino, y desapareció con sus crías en la espesura del otro lado. Y no solo en eso tuvo suerte, pues cuando llegó hasta su vehículo el merendero seguía solitario; sin duda un golpe de fortuna, pues en sábado por la mañana no hubiese sido raro encontrar a alguien allí. Con una sonrisa de oreja a oreja Silvia abrió la puerta del copiloto de su auto y, tras bastantes contorsiones, logró coger de la guantera la copia de la llave de las esposas que allí tenía guardada; luego se las quitó, volvió al maletero, se vistió rápidamente con el chándal y las zapatillas y, una vez que se hubo sentado en el asiento del conductor, comenzó a reír y a dar gritos, como si se hubiese vuelto loca de remate.
IV
Después de darse una larguísima ducha, casi más para así calmar sus nervios que por otra razón, Silvia bebió dos vasos de agua y, resistiendo la tentación de mirar su correo, se tumbó a dormir. Cuando despertó era media tarde al menos, y de pronto se acordó de que tenía que informar al Amo sobre su aventura de la noche anterior; así que se incorporó, cogió el móvil y escribió un largo texto en el que se lo explicaba todo. Tardó unos quince minutos en recibir la respuesta: “Me alegro de que lo hayas disfrutado. Supongo que has dormido hasta ahora, así que estarás bien fresca y descansada; y tendrás hambre, seguro. Pide que te traigan una pizza; cuando llegue el repartidor, recíbele como, seguro, estás ahora mismo: completamente desnuda. Dale una buena propina, y pídele que te haga un montón de fotos, cuanto más obscenas mejor. Si quieres, tienes mi permiso para que dejes que te masturbe hasta el orgasmo; pero de momento nada de penetraciones. Y aún menos tocarte tú misma. Cuando hayas acabado me mandas todas las fotos en las que no aparezca tu cara; y, si decides dejar que te masturbe, graba tu sexo en primer plano mientras él te toca, y me envías también el vídeo”.
La espera del repartidor, aunque fue poco más de media hora, se le hizo a Silvia eterna. Pero finalmente sonó el portero automático, y abrió el portal; tras lo que, con manos temblorosas, entornó la puerta de entrada del piso, y se quedó esperando. Era un chico muy joven, de aspecto marroquí, y cuando la vio allí, sacando solo la cabeza por la puerta, lo primero que le preguntó fue si se encontraba bien; pues la cara de Silvia estaba roja como un tomate. Ella le dijo que sí, y sin más preámbulos le preguntó “Tienes tiempo para hacerme unas fotos? Te pagaré bien…”; a lo que el chico, después de mirar su reloj, contestó “Habrá de ser bastante bien, porque tengo más repartos que hacer”. Como no sabía qué más decirle, Silvia reunió toda su fuerza de voluntad y abrió de par en par la puerta del piso; el chico la miró de arriba abajo, dijo “Coño!” y entró, sin lograr apartar sus ojos de aquel cuerpo desnudo. Y, para cuando ella cerró la puerta y empezó la explicación que tenía pensada, estaba ya tieso como un poste; Silvia se dio perfecta cuenta mientras hablaba, con un simple vistazo al gran bulto que se había formado en su tejano: “Verás, es que mi novio quiere que me haga unas fotos muy sexy, y yo sola no me aclaro. Te parecen bien cincuenta euros, y me incluyes la pizza? Yo voy adoptando poses, y tú me haces fotos con mi móvil; por cierto, procura que no salga mi cara. Mi novio es un sinvergüenza, y luego se las irá enseñando a todos sus amigos, seguro”.
El chico, que había dejado la bolsa con las pizzas en el suelo, parecía haberse olvidado del dinero, porque cuando Silvia se le acercó con su móvil y el billete de cincuenta euros dejó éste sobre la mesa del recibidor, y comenzó a hacerle fotos como un poseso. Con lo que logró que, por primera vez, ella superase un poco su azoramiento: se rio y, cogiéndole de una mano, le dijo que fuera más despacio, que tenían tiempo. A partir de entonces comenzaron una persecución a dos por todo el piso; Silvia iba de un lado a otro, adoptando distintas poses, y el chico la seguía haciendo fotos. Al principio más recatadas, pero conforme ella iba sintiéndose más segura cada vez más obscenas; al final terminó tumbada sobre su cama, con las piernas abiertas formando una letra M mayúscula, mientras el repartidor fotografiaba desde muy cerca su vulva. Para entonces ya estaba bastante excitada, así que se decidió: “Si quieres puedes tocarme… follarme no, no me deja mi novio; pero no pasa nada si haces que me corra. Y grábalo; anda, hazme el favor…”. Al notar los dedos del repartidor en su sexo, torpes pero firmes, Silvia sintió como un poderoso calambre que le recorría todo el cuerpo, y comenzó a mover la pelvis arriba y abajo, buscando acompasarla a los movimientos del dedo que, muy poco después, aquel chico introdujo en su vagina. Solo pudo resistir, sin embargo, por breves instantes, pues para cuando él le metió un segundo dedo el mundo literalmente explotó; fue un orgasmo bestial, intensísimo, el mayor que ella recordaba haber tenido nunca.
Cuando, minutos después, recobró algo la compostura, comprobó que el chico seguía allí frente a su vulva, sentado en la cama y sin despegar la vista de su entrepierna. Silvia, queriendo ser amable, le dijo si podía masturbarlo, pero él se sonrojó casi más intensamente de lo que ella lo había estado al principio, y le dijo “Hace rato que me he corrido, tía. Estás más buena que un queso, sabes? Siempre que quieras una pizza me llamas; te doy mi número privado. Oye, cualquier día, a cualquier hora!”. Aunque, más que una persona, parecía un autómata, pues hablaba sin mover nada más que los labios, con la mirada fija en el sexo abierto de Silvia. Así que ella decidió levantarse, más que nada por desconectarlo, y fue hasta la puerta; el otro la siguió como alelado, ahora con los ojos fijos en su trasero, y no dijo nada cuando aquella belleza desnuda le quitó el móvil de la mano, y puso en su lugar el billete de cincuenta euros. Sin embargo reaccionó cuando ella le preguntó “Y la pizza?”; entonces abrió la bolsa, sacó de allí la primera del montón que llevaba y se la entregó. Junto con una tarjeta en la que estaba su teléfono, y mientras le preguntaba “La próxima vez me dejarás chuparte el coño?”. Silvia aún se reía cuando, tras empujarle fuera del piso y hacerle una caricia en la barbilla, cerró la puerta en sus narices.
Mientras comía la pizza se dedicó a seleccionar las fotos. La verdad era que aquel chico nunca se ganaría la vida como fotógrafo de desnudos, pues muchas estaban desenfocadas; y en bastantes otras se veía su cara, pese a lo que ella le había advertido. Pero el vídeo era perfecto: enfocaba su vulva a muy poca distancia mientras él la masturbaba; y además tenía como “música de fondo” sus suspiros y gemidos antes, y durante, aquel orgasmo bestial. Y, pese a las no aprovechables, el chaval le había hecho tantísimas fotos que Silvia pudo seleccionar, para enviarlas a su Amo con el vídeo, casi dos centenares; por lo que tardó un buen rato en cargarlas todas. Completado el envío se puso a ver la televisión un rato; por primera vez en mucho tiempo se sentía saciada, sin aquella sensación de agobio, de extrema necesidad de hacerse daño, que casi siempre la atormentaba. Pronto le llegó la respuesta, y pareció como si su Amo le hubiera leído el pensamiento: “Bien. Ahora descansa, te lo has ganado. Mañana por la mañana vas a dedicarte a tomar el sol, ya te diré dónde y cómo. Por cierto, supongo que ya habrás encargado tu máquina de azotar; te mando un número de teléfono donde puedes pedirles que, cuando la traigan, te hagan una demostración práctica. Llama ahora mismo”. Lo hizo al instante, y habló con un hombre muy amable que le dijo que no había ningún problema, pues el servicio era gratuito; pero que para poder hacerlo correctamente necesitaban algo de tiempo, y los correspondientes instrumentos. Ella le dijo que lo segundo no era ningún problema, y quedaron para el lunes a las cinco de la tarde.
Estuvo despierta hasta muy altas horas de la noche, pues al haberse despertado tan tarde no tenía sueño; pero al final cayó dormida, acurrucada en el sofá. Al despertar la televisión seguía encendida, y notó que tenía algo de frío; pese al calor reinante se había dormido sin cubrir su desnudez con nada, y se había enfriado un poco. Para resolverlo se dio una ducha caliente, y cuando miró el correo encontró instrucciones: “Hoy irás a pasar el día en la playa cuyas coordenadas te mando. No es específicamente nudista, pero allí se tolera la desnudez; tú, desde luego, vas a estar todo el tiempo desnuda. Desde que te bajes del coche hasta que regreses a él; incluso para comer, hay un chiringuito donde se permite hacerlo así. Ve y luego me cuentas”. Al leerlo se alegró, pues le apetecía ir a la playa; así que cogió lo necesario y se dispuso a salir. Ya en la puerta se rio para sus adentros, pues lo llevaba todo menos un bañador: la crema solar, el sombrero, la toalla, las chancletas… La única diferencia con sus anteriores expediciones playeras era que esta vez, bajo aquel pareo, no llevaba nada, ni siquiera un mini eslip de baño, lo único que en estos casos solía llevar puesto. La playa en cuestión estaba a menos de una hora de coche de la ciudad, y al aparcar vio que era bastante bonita; estaba concurrida pero sin exagerar, unos cientos de personas, y por lo que veía desde el aparcamiento casi todo el mundo iba con traje de baño: no vio más que un par de chicas en topless, y desde luego ninguna que fuese desnuda. Así que, desobedeciendo las instrucciones del Amo, se bajó con el pareo puesto -aunque con la intención de quitárselo una vez en la arena- cerró el coche y se dirigió a la pasarela de acceso a la playa.
Solo de llegar al cartel anunciador, en el que efectivamente se advertía de que allí estaba permitido el nudismo, se arrepintió de su desobediencia; así que dio media vuelta y, en pleno aparcamiento, se quitó el pareo y lo metió en el maletero de su vehículo. Para luego regresar hasta la pasarela, y hacer su entrada triunfal en aquella playa. Que le supuso un cierto chasco, pues más allá de un grupo de adolescentes nadie más pareció reparar en su desnudez; así que buscó un sitio un poco despejado, extendió su toalla, se encasquetó el sombrero, se untó crema solar y se tumbó boca abajo. No tardó, sin embargo, en acercarse a ella uno de aquellos chicos, quien le preguntó con expresión desafiante si quería que le untase crema en la espalda. Ya iba a despacharlo cuando se le ocurrió una idea que a ella misma le sorprendió por su osadía; le miró fijamente por encima de las gafas y, separando un poco sus piernas, le dijo “Solo sabes untar espaldas? No te atreverías con un cuerpo entero?”. La cara de aquel chaval fue como para retratarla, pero de inmediato cogió el bote de crema y comenzó a untársela, empezando por su trasero; estuvo largo rato, desde los hombros hasta sus pies, sobando a conciencia toda la zona dorsal del cuerpo de Silvia, hasta que ella decidió elevar la apuesta. Para lo que se giró, ofreciéndole su parte frontal, y le dijo “Si estás cansado puedes pedir a tus amigos que te ayuden…”.
Media hora más tarde el cuerpo desnudo de Silvia estaba tan cubierto de crema como para que la hubiesen frito; y tanto ella como, sobre todo, los chicos se hallaban bastante excitados. Ellos porque ya llevaban rato sobando aquel cuerpo, y sus hormonas desbocadas los estaban volviendo locos; y ella porque uno de los del grupo, más osado, se había pasado el tiempo masturbándola más que otra cosa. Pues Silvia nunca habría pensado que su vulva necesitase tanta crema solar, pero aquel chico lo tenía claro; desde que, junto con los otros cuatro, puso sus manos sobre ella no había dejado de trabajarle la zona genital, y al final no le dejó más remedio que levantarse, sacudirse aquellos moscones e ir a darse un baño. El agua fría la calmó un poco, y para cuando regresó los chicos se habían ido; seguramente a masturbarse, pensó… Así, entre baños de sol y baños de mar se le pasó la mañana, y para cuando notó que tenía hambre su reloj marcaba casi las tres; recordando lo que el Amo le había dicho se levantó y, sin molestarse siquiera en coger la toalla -la dejó guardando su sitio en la arena- o las chancletas tomó su bolso y se dirigió, desnuda como estaba, al chiringuito. La recibieron como si estuviese vestida, pues nadie hizo comentario alguno, aunque ella estaba bastante ruborizada; lo único especial que hicieron fue sentarla en una mesa justo en la entrada de la terraza, por donde pasaban todos los clientes que entraban y salían. Con lo que le costó más vencer el rubor, pero una sombrilla la protegía del sol, el vino blanco era seco y muy fresco, y la paella estaba muy buena; así que finalmente disfrutó de la comida, sin mayor problema que soportar las continuas miradas de los hombres del local. Algo a lo que acabó por acostumbrarse.
Hizo la digestión otra vez en su toalla, y entre más baños y más sol pasó el tiempo hasta que se dio cuenta de que se estaba quedando sola. Así que, tras darse una ducha -para lo que tuvo que caminar hasta casi la otra punta de la playa, otra vez bajo las atentas miradas de todos los clientes del chiringuito- recogió sus trastos y se fue hacia el coche. Pero, justo cuando iba a abrirlo, un policía municipal de uniforme la interpeló: “Señorita, abajo en la playa se puede practicar el nudismo, pero aquí ya no. O es que no lo sabe?”. Silvia, que no quería problemas con la ley, aplicó la misma receta que usaba siempre que algún policía la amonestaba; máxima humildad y simpatía total. El resultado fue óptimo, pues se libró de la sanción; pero al menos se estuvo media hora allí, desnuda en mitad de aquel aparcamiento, mientras “convencía” al agente para que no la multase por el método de mover mucho el torso, para que sus senos se agitasen, separar bien las piernas y hacer muchos mohines. Para cuando logró abrir el maletero, y recuperar su pareo, ya casi había oscurecido; así que regresó a su casa, con la idea -malvada- de pedir otra pizza para cenar. Pero lo cierto era que no tenía hambre; así que después de enviar a su Amo el usual resumen de actividades se comió un yogur, vio una película en la televisión y se puso a dormir antes de la medianoche.
V
El lunes se le pasó la jornada de trabajo realmente volando, pues estaba muy excitada pensando en el paquete que le iban a traer por la tarde; casi lo único de interés que le sucedió fue que recibió, entre las muchísimas vistas de colegas varones, una de Don Carlos. Pero el abogado, atareado como siempre, no se entretuvo demasiado: tras repasarla largo rato con la mirada, desde diversos ángulos y mientras ella trabajaba sentada en su escritorio, se limitó a decirle “La oferta sigue en pie, recuérdelo…” y marcharse. Ella le sonrió y no contestó nada, pero resolvió consultar el posible traslado con el Amo; era una idea que no le desagradaba, aunque fuera evidente que tendría que resistir “avances” más descarados que los de la primera vez con él. Pero por un lado el nuevo puesto supondría mayor sueldo, algo nada despreciable; y por otro la posibilidad de pasar menos horas en aquella aburrida oficina, pues el abogado en cuestión iba todo el día arriba y abajo. A las cuatro en punto de la tarde se levantó de su mesa, y se marchó alegando un recado urgente; con lo que llegó a su domicilio veinte minutos antes de las cinco. Donde, por supuesto una vez completamente desnuda, aun tuvo el tiempo suficiente como para prepararse un té -mientras dudaba si ponerse las esposas, lo que al final descartó- antes de que sonase el portero automático.
Cuando miró la pantalla vio a dos hombres de mediana edad, vestidos con sendos monos azules en cuyos bolsillos frontales figuraban las letras SM entrelazadas; les abrió el portal y, al igual que hizo con el repartidor de pizzas, se quedó esperándoles con la puerta del piso entreabierta, sacando al rellano solo la cabeza. Al llegar ellos frente a su puerta, llevando una caja de mediano tamaño, Silvia estaba casi más nerviosa que ruborizada; así que, sin saber muy bien porqué, les hizo una pregunta absurda: “Les importa que esté desnuda?”. Los dos hombres rieron, y el más alto contestó “Todo lo contrario, nos encanta. Además, la nota de servicio dice que ha solicitado usted una demostración completa del aparato; así que resulta inevitable. Pues no pretenderá probar la máquina con la ropa puesta, verdad?”. Las carcajadas de aquellos hombres fueron tan fuertes que Silvia, antes de que algún vecino se asomase a ver qué pasaba, terminó de abrir la puerta y les dejó entrar, para volver a cerrarla de inmediato una vez pasaron. Muy educadamente, pero aun entre risas, ambos le dieron la mano con completa naturalidad, como si el hecho de que estuviese desnuda fuese lo más normal; y acto seguido comenzaron a desempaquetar el aparato. No tardaron mucho, y mientras uno de ellos lo montaba el otro se puso a dar vueltas por el piso; Silvia, algo sorprendida, le siguió hasta el dormitorio, y allí el hombre le dijo “Estoy mirando dónde podemos montarle soportes para el aparato, sabe? Así podrá usarlo fácilmente en varios lugares, y no solo en uno; hemos traído media docena de ellos, con eso bastará”.
Tras una somera revisión le sugirió cuatro emplazamientos: el salón, la cocina, el baño y el dormitorio; ella dijo que le parecía perfecto y, durante la siguiente media hora, ambos hombres trabajaron codo con codo instalando los artilugios necesarios. Al acabar, el mismo hombre que había hecho la revisión del piso le enseñó cómo montar el aparato de azotar, que era algo mayor que un tubo de pelotas de tenis, en aquellos soportes; y le explicó para qué podía usarse en cada sitio: “En los de la cocina y del baño solo podrá usarlo estando usted de pie, o doblada por la cintura; ya sea sobre una mesa o una silla, o al inclinarse hacia delante hasta tocar el suelo. Como verá luego, en esos dos la máquina solo puede azotarla en sentido horizontal. Pero los de la sala y del dormitorio están colocados para que pegue de arriba abajo; con usted tumbada en la cama, en el sofá o incluso sobre una mesa. Lo que hace el impacto más fuerte, pues la gravedad ayuda al brazo extensor. Venga, se lo mostraré”. Uno a uno fueron visitando los distintos emplazamientos, y en cada uno de ellos el hombre colocó el cuerpo desnudo de Silvia, como si fuese una muñeca de trapo, en la posición ideal para ser azotada; la cosa llevó bastante tiempo, pues la gama de posturas era casi infinita. Y permitía recibir azotes en casi cualquier lugar del cuerpo: hasta en el sexo, la hendidura entre las nalgas o incluso las axilas, si se usaba uno de los soportes para golpeo vertical.
Cuando terminaron de ensayar posturas comenzó la explicación de los mandos del aparato; eran muy sencillos, pues en realidad una vez sujetada al soporte, y acoplado el instrumento de tortura que se iba a usar, solo había que enchufarla, darle al botón de arranque y seleccionar tiempo -de 1 a 5 minutos- e intensidad, esta del uno al diez. Además de que llevaba incluido un mando a distancia, con el que se podían variar ambas cosas sobre la marcha. Para cuando el hombre terminó Silvia empezaba a estar muy excitada; se daba perfecta cuenta de que el interior de sus muslos se estaba empapando con sus secreciones, y sobre todo de que ellos podían verlo perfectamente. E incluso olerlo, seguramente; así que decidió probar de inmediato. Fue hasta el armario donde guardaba sus instrumentos de tortura y, auxiliada por el hombre más alto, eligió una vara de un metro de longitud; él le enseñó como colocarla en el brazo extensor, y luego le dijo que se tumbase boca abajo sobre la mesa del salón comedor, desplazada hasta un sitio idóneo bajo el soporte. Ella obedeció, y cuando el hombre le entregó el mando a distancia encendió el aparato, puso el temporizador en un minuto y movió el otro mando hasta la posición 1. De inmediato la máquina cobró vida; y, con un ruido como el de un resorte, le dio el primer varazo en las nalgas, al que siguió otro un par de segundos después. Y luego otro, y otro más…
“El ritmo es de un golpe cada segundo y medio, más o menos; así que si selecciona usted un minuto recibirá unos cuarenta, y si pone cinco doscientos. Ahora vaya incrementando la intensidad; pero hágalo despacio, no olvide que esto pega bastante fuerte…”. Silvia, que llevaba ya en su trasero una docena de impactos del uno, estaba precisamente pensando que la fuerza del golpe no era excesiva; así que cambió al dos. Seguía siendo tolerable, pero la fuerza se había casi duplicado; y cuando probó el tres el ruido del golpe ya le anticipó que, a partir de allí, la cosa iba muy en serio. Aunque, cuando fue a probar en el cuatro, la máquina se detuvo; había pasado el minuto, así que Silvia resolvió probar en otra parte de su cuerpo. Se puso boca arriba, y giró el cuerpo hasta que sus senos quedaron justo bajo el brazo extensor; como no recordaba que el aparato seguía conectado, y que el selector de fuerza estaba en el cuatro, al poner otra vez un minuto en el temporizador se llevó, un segundo más tarde, un terrible varazo en ambos pechos. Que le hizo dar un grito de dolor, pues la vara había alcanzado uno de sus pezones, aún sensibles por el castigo con las pinzas de unos días antes. El hombre rio, y le dijo “Ya le advertí que vaya con cuidado; hay que ir poco a poco, acostumbrándose a cada nivel” mientras los golpes de vara seguían cayendo sobre los pechos de Silvia; pero la chica no quiso parecer débil ante aquellos hombres, y soportó los cuarenta golpes entre gemidos de dolor y alguna lágrima. Eso sí, sin atreverse a probar de momento el nivel 5.
Cuando se iba a levantar de la mesa el instalador la detuvo: “Espere, voy a enseñarle la postura más difícil. Para golpear su sexo tiene dos opciones: una es la que ensayamos antes, tumbada de espaldas sobre la mesa levanta usted la pelvis sujetándola con las dos manos en las caderas, formando un arco. La otra, por si no se ve capaz de mantener la posición, es ésta”. Mientras se lo explicaba le desplazó el trasero hasta el borde de la mesa, de forma que colgase un poco fuera de ella; luego le hizo abrir las piernas formando una letra M mayúscula, y sujetarse los tobillos con las manos, para evitar que los pies cayesen por el borde del tablero. A continuación bajó el soporte del aparato hasta que el brazo extensor quedó justo sobre la vulva de Silvia, que en aquella obscena postura estaba completamente abierta; y, antes de que ella hiciese nada, movió el selector que había en la parte alta del aparato hasta la posición 1. Era el temporizador, por lo que el brazo cobró vida y golpeó en sentido longitudinal, y con la intensidad cuatro que seguía siendo la seleccionada, el sexo de Silvia; esta vez pudo más el dolor que no su orgullo, pues sus labios menores seguían muy doloridos desde el ataque de las pinzas, y con un alarido se apartó de inmediato del radio de acción de aquel brazo. Lo que, una vez más, provocó las risas de los dos hombres.
“Ahora vamos a ensayar algo que, seguro, hará usted a menudo. Vaya a por su consolador favorito, y regrese aquí, por favor”. El comentario de aquel hombre, hecho mientras con una mano comprobaba la copiosísima humedad que hacía brillar sus muslos, logró que Silvia se ruborizase como una colegiala; pero se levantó de la mesa y fue al armario, de donde extrajo el consolador que usaba en sus navegaciones por internet. Cuando regresó a la mesa, los dos hombres habían levantado un poco el soporte del aparato de azotar, de forma que ahora los golpes cayesen como medio metro más arriba, y no tan en el borde. Ella se quedó allí al lado, con el consolador en la mano y sin saber exactamente qué debía hacer; los dos hombres volvieron a reírse, y le hicieron subir a la mesa de cuatro patas, con las rodillas muy separadas, las piernas bien abiertas y el trasero justo donde la máquina, en su nueva posición, iba a golpear. Mientras la colocaban así el que estaba justo detrás suyo, a muy poca distancia de su sexo, le dijo “Ya veo que esta vez no hará falta que lubrique usted el consolador… Vaya metiéndoselo; pero despacio, eh!”; un comentario que devolvió, otra vez, el rubor a las mejillas de Silvia, quien se apresuró a introducir el consolador en su vagina. Y, justo antes de que la máquina cobrase vida de nuevo, el mismo hombre le dio un consejo final: “Una vez comiencen los golpes, no tenga prisa; arriba y abajo despacio, movimientos lentos pero completos…”.
Mientras aquellos dos hombres se sentaban en sendas sillas frente a su sexo, de forma que pudiesen disfrutar del espectáculo desde un punto de vista privilegiado, la máquina comenzó a azotar su trasero. Al instante Silvia se dio cuenta de que habían reducido la potencia al menos al tres, si no al dos; los golpes eran tolerables, y combinados con el roce del consolador a lo largo de su vagina -pues, obedeciendo a los técnicos, cada vez metía el aparato hasta el fondo, y luego lo volvía a sacar lentamente, hasta que estuviese a punto de extraerlo por completo- más la excitación que acumulaba desde la llegada de aquellos dos hombres no tardó nada, entre suspiros y gemidos, en alcanzar un primer y potentísimo orgasmo. Pero no por eso la máquina de azotar paró; y, aunque su mano detuvo el movimiento que imprimía al consolador, tampoco se detuvo su constante penetración. Pues Silvia notó como uno de los hombres le cogía la mano con que lo sujetaba, y empujaba con ella el consolador para que siguiera taladrándola sin descanso. No tardó ni diez minutos en alcanzar el segundo orgasmo; y, cuando recuperó un poco el aliento tras la segunda vez, sudorosa y jadeante, solo miró hacia el hombre que sujetaba su mano y le dijo “Más, por favor! No pare, se lo ruego!”. Con lo que así siguieron rato y rato; para cuando el cansancio la venció el trasero de Silvia estaba rojo como un tomate, pues llevaba cientos de azotes acumulados. Ninguno muy fuerte, pero sí bastantes cientos.
Después de explicarle algunos detalles más, y de darle los documentos de la garantía, los dos hombres la saludaron muy cortésmente y se fueron. Tan pronto como estuvo sola Silvia se dirigió al ordenador, y escribió un correo a su Amo explicándole que ya tenía la máquina, y que la había probado hasta el cuatro; al cabo de como media hora recibió la respuesta: “Muy bien, pero ten en cuenta que no es un juguete; sirve para castigarte cuando lo merezcas. Hoy, sin embargo, te dejo que hagas tantas pruebas como quieras; comprendo que sería excesivamente cruel impedírtelo. Pero, a partir de mañana, solo podrás usarla cuando yo te lo diga, donde yo te lo indique y con la intensidad que yo te marque, estamos? Por cierto, este fin de semana te vas a Alemania; compra un billete de ida y vuelta a Berlín, con salida el jueves por la tarde -este viernes es fiesta, recuerdas?- y regreso el domingo tarde o noche. No es necesario que reserves nada más, ni que lleves equipaje; cuando la sepas, dime la hora de tu llegada y avisaré para que te vayan a buscar al aeropuerto. Aunque vas a estar con profesionales del sado, no hace falta que les pagues nada; por lo general “atienden” a hombres, así que la oportunidad de atormentar a una mujer les ha tentado lo suficiente como para trabajar gratis. Bueno, no exactamente, pues lo filmarán todo, y luego lo aprovecharán comercialmente; pero tienes mi palabra de que oscurecerán tu cara, para que no puedas ser reconocida”.
Una vez más, el Amo la llevaba hasta el límite: por un lado la idea hacía que sus secreciones se disparasen, pues era algo que siempre había soñado pero nunca se había atrevido a hacer. Pero por otro tenía miedo, y no de los golpes o las humillaciones; y si no era cierto lo que él decía, y luego la sacaban en internet a cara descubierta? Al final pudo más la excitación sexual, como era de esperar, y se apresuró a comprar unos billetes low cost a Berlín; una vez los tuvo escribió al Amo indicándole las horas de los vuelos, y aprovechando para consultarle su posible cambio de destino en la oficina. Esta vez él tardó más de una hora en responder; lo que permitió a Silvia, por supuesto no sin antes ponerse la mordaza, probar el aparato en todos los rincones de su cuerpo, en todos los soportes de la casa y en cuantas posturas se le fueron ocurriendo. Incluso se atrevió, por supuesto recibiendo los golpes en su trasero, a probar el nivel cinco de intensidad; logró terminar el minuto, pero para cuando cayó el varazo número cuarenta las lágrimas caían de sus ojos, y su trasero estaba surcado de finas líneas rojas. De hecho, durante ese minuto llegó la respuesta: “Te esperarán el jueves, a las 17:00 horas, en el vestíbulo de llegadas, con un cartel que dirá “Das Zuchthaus – Frau Silvia”. Por cierto, depílate bien antes de ir; ni un solo pelo del cuello para abajo, estamos? Respecto del trabajo, el cambio me parece perfecto; la única condición es que actúes de un modo aún más desvergonzado. Pero de momento nada de sexo…”.
VI
Al día siguiente los planes de Silvia sufrieron un imprevisto: cuando, a media mañana -para así asegurarse de que hubiera llegado- subió a la planta noble del edificio, para hacer saber a Don Carlos que iba a aceptar su oferta, no pudo pasar del antedespacho; la secretaria, telefonista, perro guardián o lo que fuera que allí estaba apostada, una mujer de mediana edad, rechoncha y con toneladas de rencor en la mirada llamada Eugenia, le dijo “No está, guapa. Ni hoy ni mañana vendrá, porque tiene un juicio muy importante. Si es por algo que realmente valga la pena puedo mandarle un WhatsApp, pero si no es así yo que tú no le molestaría con bobadas…”. Como lo suyo no corría prisa, Silvia le dijo que no era necesario, que ya volvería el jueves; aunque no iba a ser el mejor día, pues como máximo a las doce tenía que irse al aeropuerto. Pero lo cierto era que, para lo que tenía que decirle, tampoco necesitaba horas; así que regaló su mejor sonrisa a aquella mujer, le dio las gracias y regresó a su mesa, a seguir recibiendo las visitas de colegas. Y, al acabar la jornada, se dirigió a un salón de belleza próximo a la oficina, a preguntar por la depilación integral; aunque aquella tarde lo tenían todo ocupado, le dieron hora para el miércoles a la seis de la tarde.
Una vez en casa se desnudó, se colocó las esposas y abrió el correo, pero no tenía ningún mensaje del Amo. Así que se puso la mordaza y continuó experimentando con la máquina de azotar; descubriendo que podía detener los impactos en cualquier momento por el sencillo método de apagarla. Se armó de valor, se tumbó de espaldas sobre la mesa del comedor -después de colocar la máquina en el soporte del salón, apuntando a donde iban a estar sus nalgas- colocó el selector de potencia en el seis y avanzó el temporizador hasta el uno. Logró resistir cuatro impactos antes de darle al botón de paro; el dolor era intensísimo y duradero, pues el golpe inicial se iba convirtiendo en escozor, y cuando se acercó al espejo de su baño pudo comprobar que cuatro marcas rojas, perfectamente definidas, cruzaban su trasero de lado a lado. Ya no volvió a subir hasta el seis; sin pasar del cuatro, dedicó horas a hacer más pruebas con distintos instrumentos de castigo: palas, varas, incluso un cinturón, aunque resultaba difícil colocarlo en el brazo extensor de un modo efectivo. A la hora de cenar hizo una pausa para prepararse un emparedado, y cuando se lo estaba comiendo llegó un mensaje del Amo: “Me dijiste que tienes unas bolas chinas, verdad? Mañana ve a trabajar llevándolas dentro de tu vagina, y no te las quites hasta que te marches de allí. Si te corres, disimula como puedas; o mejor, no disimules. Que disfruten tus compañeros… Y ahora vas a castigarte; tú ya sabes por qué: te prohibí usar la máquina de azotar sin mi permiso, y seguro que llevas toda la tarde jugando con ella. Así que haz como el primer día; primero las pinzas en los pezones, y luego en tu sexo…”.
Cuando leyó aquello, a Silvia le vinieron lágrimas a los ojos; pues ni sus pezones ni los labios de su vulva se habían recuperado aún de los desgarros que el peso de la bola de jugar a los bolos les había causado. Pero obedeció al instante; media hora después estaba sentada en el sofá, con las piernas bien abiertas y llorando amargamente mientras, usando una crema que encontró en el baño, trataba de mitigar, untándola generosamente, el terrible dolor que torturaba sus pezones y su sexo. Su único consuelo era que, esta vez, las dos pinzas de los pezones habían cedido al primer tirón; ahorrándole así el plus de sufrimiento que, la ocasión anterior, le había causado la que se quedó colgada de la punta de uno de ellos. Pero, aún así, el dolor era realmente insoportable, y los pinchazos que provenían de las zonas castigadas continuaron un buen rato; cuando por fin notó que remitían se fue a dormir, no sin antes esposarse las manos a la espalda.
A la mañana siguiente el dolor casi había desparecido, pero el mero roce de la blusa de seda en sus pezones le hacía dar gemidos; por no decir el daño que se hizo en los labios menores, al separarlos para poder introducir en su vagina las bolas Ben Wa. Camino del metro empezó a notar el efecto que tan bien conocía: al moverse libremente, las pequeñas bolas que se hallaban dentro de las otras exteriores producían una vibración que, inconscientemente, activaba los músculos de su vagina; pues la sensación era como si fueran a caer de ella. Esas contracciones, a la larga, le acababan produciendo bastante excitación; por lo que, para cuando llegó al despacho, de buen grado se habría masturbado. Pero recordó la prohibición de su Amo y no lo hizo; aunque, para minimizar el efecto de las bolas, trató de no moverse mucho de su mesa. Algo difícil, porque sus compañeros no solo acudían hasta allí con cualquier excusa; también las usaban para mandarla de un lado para otro, trayendo y llevando expedientes. Pues así podían admirar sus senos en movimiento, y sus piernas casi por completo desnudas. Al final no llegó a ningún orgasmo, pero cuando terminó su jornada y se marchó al salón de belleza estaba muy cerca de ello. Hasta tal punto que, mientras se desnudaba en el vestuario del local para que la depilasen, extrajo las bolas tapando su boca con una mano, para cubrir sus gemidos de placer. Aunque luego cambió de idea, y volvió a introducírselas; pero, antes de tumbarse sobre la camilla, secó con todo cuidado su sexo, sus muslos y la hendidura entre sus nalgas, que estaban literalmente empapados con sus secreciones, usando la corta toalla que llevaba como única prenda.
La depilación no la ayudó tampoco demasiado a rebajar su excitación, pues por un lado era con láser, así que no le hicieron nada de daño; y por otro la búsqueda de los pelos de su ingle, o entre sus nalgas, la obligó a adoptar una serie de posturas obscenas que, unidas a los continuos tocamientos en su cuerpo y aunque la depilaba una mujer, más bien la pusieron otra vez cerca del abismo. Logró aguantar, aunque no sin terminar otra vez empapada; y además roja como un tomate, pues las miradas de aquella señora, de unos cincuenta y pico años, transmitían claramente su reprobación por tan impropia conducta. Al llegar a su casa se desnudó y retiró las bolas: hubiese pagado una fortuna por poder masturbarse, pero logró resistir la tentación; luego, como tampoco tenía ningún mensaje nuevo de su Amo, se hizo algo de cena y se puso a ver una película en el televisor. Cuando acabó se había calmado un poco, pues ya tuvo la precaución de ver una película que no la excitase aún más; de hecho, al ir cambiando los canales en busca de algo que ver se topó con Historia de O, que justo comenzaba, pero tuvo la prudencia de no detenerse allí. Vio una del Oeste, y al acabar se metió en la cama; pero, entre la excitación que le habían producido las bolas, el depilado, y los lógicos nervios por lo que iba a hacer al día siguiente, le costó mucho dormirse.
El despertador la sacó de otro sueño erótico: esta vez era Don Carlos el que le enseñaba el uso de la máquina de azotar. Su primer pensamiento fue que tenía que hacer su maleta, pero luego recordó que el Amo le había dicho que no llevase equipaje; así que se limitó a meter dentro de su bolso un cepillo de dientes. Y, después de desayunar y de asearse, se vistió para la ocasión: una blusa de las de costumbre, abierta hasta debajo de sus pechos, y una falda de lino que, aun siendo larga hasta casi los tobillos, se abotonaba por delante, y de arriba hasta abajo. Lo único que tuvo que hacer para convertirla en una prenda obscena fue abrochar solo la cintura y los dos botones más altos; de este modo al caminar se abría mostrando sus piernas por completo, e incluso permitía ver retazos de su sexo recién depilado. Pero, sobre todo, al sentarse se volvía una trampa mortal: ambos lados de la falda caían hacia izquierda y derecha, dejando al aire las piernas y la parte baja de su vientre. Por lo que, si no las cruzaba a la vez que se sentaba, ofrecía amplias vistas de su sexo a quien tuviese enfrente; algo que, como pudo comprobar ya en el metro, atraía un montón de hombres a su vagón. Y hacía que muchos de ellos, en vez de colocarse al lado de donde se sentaba para poder verle los pechos por el escote abierto, prefiriesen ir a colocarse al frente, justo en la otra pared; desde luego, ninguno de los cuatro caballeros que se sentaban delante de ella se movió de su sitio hasta que Silvia, descruzando sin ninguna prisa sus piernas, se levantó para bajarse de aquel vagón.
El recurso también funcionó en su visita a Don Carlos. El abogado, muy amable, la hizo sentar en el sofá para las visitas que había en su despacho, haciéndolo él en una butaca justo enfrente; Silvia, que se dio perfecta cuenta del punto de vista algo más elevado de su anfitrión, tras sentarse se limitó a juntar las rodillas, dejando caer a los lados la falda pero sin cruzar las piernas en ningún momento. Una estrategia que tuvo un efecto evidente, pues aquel hombre estuvo mucho más pendiente de tratar de ver su sexo que de lo que negociaron. En síntesis, él le ofrecía integrarse en lo que llamó pomposamente “su equipo”, con un aumento en su sueldo de casi el treinta por ciento y la posibilidad de viajar bastante; como era fácil suponer, Silvia salió de allí con un nuevo destino dentro de la empresa, y además autorizada por su nuevo jefe para ausentarse aquel mismo día desde las doce. Así que dedicó el resto del tiempo a trasladar todas sus cosas al antedespacho de Don Carlos, donde le dieron una mesa justo frente a la de aquella mujer malcarada, la tal Eugenia; cuando fueron las doce se despidió de ella y del jefe, y marchó en un taxi al aeropuerto.
Durante el trayecto siguió comprobando el efecto devastador que aquella falda provocaba en los hombres, pues se dio perfecta cuenta de que los ojos del conductor no se despegaban del espejo retrovisor interior, que antes había orientado, convenientemente, hacia la ingle de su pasajera; así que, para evitar un accidente, no tuvo más remedio que cubrirse un poco. Lo mismo sucedió en el control de seguridad, pero esta vez con su escote; todos los empleados parecían desvivirse por ayudarla: a revisar si llevaba líquidos, a poner el bolso en la cinta, e incluso a recoger de ella sus escasos objetos personales, tras la inspección. Una vez subida al avión, que despegó puntualmente hacia Berlín, estaba sin embargo demasiado nerviosa para pensar en eso; así que de pronto tropezó con la mirada atónita de su compañero de asiento, y al bajar los ojos descubrió que, con la falda caída a ambos lados y las piernas algo separadas, exhibía abiertamente su vulva recién depilada. A punto estuvo de cubrirse otra vez; pero, recordando lo que le esperaba aquel fin de semana, pensó que no le iría mal practicar un poco. Y, por otro lado, allí no había peligro de accidente; así que dedicó una sonrisa pícara a aquel hombre, y luego continuó leyendo su revista sin taparse ni un milímetro.
VII
Al salir al vestíbulo de llegadas del aeropuerto le costó muy poco ver a la persona que la estaba esperando. Era una mujer de mediana edad, vestida de un modo que parecía vagamente militar: botas altas, negras, falda recta gris hasta debajo de la rodilla y una blusa de manga corta bien planchada, de color pardo, con dos bolsillos en el pecho y hombreras sujetas con un botón. Llevaba en la mano el cartel que el Amo le había dicho, y cuando Silvia se puso delante de ella y le dijo su nombre no sonrió, y tampoco modificó ni un ápice su cara inexpresiva; se limitó a desplegar una bolsa de plástico que llevaba detrás del cartel, del tamaño de las que se usan para la basura, y a alargarle luego una mano abierta, como si le estuviese pidiendo que entregara algo. Silvia le dijo, en los idiomas que sabía, español e inglés, que no tenía nada para ella, pero la mujer no solo no cambió de actitud, sino que le hizo el inconfundible gesto con la mano de que lo entregase rápido. Como lo único que llevaba era el bolso, se lo dio; la mujer lo cogió, lo metió en aquella bolsa, y volvió a hacerle el mismo gesto imperiosamente. Unos segundos después, y viendo que Silvia no sabía qué hacer, cambió de actitud: dio un bufido como de fastidio, dejó la bolsa en el suelo y, utilizando ambas manos, comenzó a desabrochar los -pocos- botones que la blusa de Silvia llevaba cerrados.
La chica dio un respingo, aunque la dejó hacer; mientras pensaba cómo era posible que aquella mujer fuese a desnudarla allí, en medio de la terminal. Pero al instante recordó un artículo que había leído no hacía mucho, en el que se decía que los alemanes son muy tolerantes con el desnudo en público; de hecho, solo se sanciona si alguien se siente ofendido por ello, y eso no suele pasar nunca. Así que, aunque ruborizada hasta la raíz del cabello, dejó que la mujer soltase aquellos tres botones y, con gesto brusco, le quitase la camisa; pero la cosa no iba a quedar ahí. Pues una vez que la hubo metido en la bolsa, le volvió a hacer el mismo gesto con la mano de que entregase algo. Esta vez Silvia lo comprendió perfectamente: dando un suspiro, separó los brazos de sus pechos, desabrochó los tres únicos botones que mantenían la falda sujeta a su cintura, y se la entregó. Allí se quedó, desnuda excepto por sus zapatos de tacón alto, mientras la mujer doblaba la prenda sin prisas y la metía también en la bolsa; aunque no tenía frío notaba como su cuerpo temblaba, y no sabía a dónde mirar, avergonzada, mientras un numeroso grupo de curiosos -todos muy sonrientes- se iba arremolinando alrededor de ellas. Faltaba aún, empero, un detalle: la mujer, tras guardar la falda, rebuscó dentro de su propio bolso hasta sacar un par de esposas; eran de un modelo policial, de las que tienen en la cadena que las une un asa alargada, de cuero, que sirve para que el agente pueda llevar, tirando de ella, a la persona esposada. A un gesto de la mujer Silvia extendió sus dos muñecas, poniéndolas a poca distancia una de otra, y dejó que la esposase; y, a continuación, caminó detrás de su captora, que avanzaba tirando del asa, en dirección a la calle. Seguida de los aplausos y las risas de los mirones, que seguramente pensaban que aquello era algún tipo de acto publicitario.
Caminaron un buen trecho, primero siguiendo la terminal y después por el aparcamiento, hasta llegar a una furgoneta pequeña, de color gris, en cuyo lateral se podían leer las letras DZ. La mujer abrió el portón posterior, y tan pronto como lo hizo Silvia pudo ver que, en el compartimento de carga, había una jaula grande, como las que se usan para los perros; de la que la otra abrió la puerta para luego, con un gesto, indicarle que entrase. Silvia obedeció al momento, sobre todo porque aquella prolongadísima exhibición pública de su desnudez la tenía al borde del ataque de nervios; no solo por los mirones de la terminal, sino también por los cientos de personas con los que, de camino al vehículo, se habían cruzado. De los que solo algunos hicieron como que no la veían; la mayoría la miraban, muy sonrientes, le decían cosas que no entendía y, algunas veces, aplaudían alegremente. Una vez estuvo dentro de la jaula la mujer cerró la puerta y la sujetó con un candado; luego cerró también la de la furgoneta, y Silvia oyó como se subía al asiento del conductor y arrancaba. No tardaron en alcanzar una autopista; pese a que Silvia, por la posición en la que estaba, no podía ver más que un poco de cielo azul, notaba la velocidad a la que circulaban. Y, aunque no llevaba el reloj, calculó que habrían circulado más de una hora, pero menos de dos, cuando la furgoneta disminuyó la velocidad; tras lo que no pasarían más de quince minutos hasta que se detuvo.
Cuando la mujer abrió las dos puertas, la del vehículo y la de su jaula, lo primero que hizo fue coger el asa de las esposas y tirar de ella; provocando que Silvia, que en aquel justo momento trataba de sacar sus pies calzados del estrecho espacio en el que había viajado, perdiese el equilibrio y cayera de bruces al suelo. La mujer le dijo algo que no entendió y volvió a tirar del asa, esta vez hacia arriba; con lo que Silvia, para evitar que le hiciese más daño, se incorporó todo lo deprisa que pudo. Le dolía una cadera y un codo; pero sobre todo ambas muñecas, por los fuertes tirones que la otra daba de las esposas. Sin embargo, y como aun había luz de día, ponerse en pie le sirvió para ver donde estaba: en un patio bastante grande, rodeado por un alto muro de obra con pequeñas almenas, dentro del cual había un edificio con aspecto de cárcel decimonónica. Era rectangular, de planta y dos pisos, y tenía rejas en todas sus ventanas; mientras seguía a su carcelera hacia la puerta de acceso pudo ver que no era muy grande, pues el costado largo tenía cinco ventanas por piso y el corto, por el que entraron, tres. Una vez dentro, pudo comprobar que su estado de conservación era precario: la pintura, en crema con algunos detalles en azul, tenía muchos desconchones, el suelo era de hormigón muy gastado, y las rejas se veían oxidadas. Tuvo que superar dos de ellas, trastabillando por los frecuentes tirones de las esposas, hasta llegar a una habitación donde su carcelera la hizo entrar. Rejas que abrieron sendas mujeres muy parecidas, en edad, aspecto y uniforme, a la que la había traído hasta allí; las cuales no hicieron comentario alguno, ni alteraron su expresión facial, y les dejaron pasar como si ingresar a mujeres desnudas en aquella cárcel fuese algo que hacían muy a menudo.
En la habitación solo había una mesa -sobre la que se veían papeles- con una silla detrás, y un sillón de ginecólogo; en el que, por supuesto, su carcelera la hizo sentar una vez que le hubo quitado las esposas y los zapatos. Ella misma le colocó los pies sobre los soportes extensibles, separándolos y haciéndola adoptar la postura obscena que Silvia ya conocía de sus revisiones ginecológicas: las piernas abiertas al máximo y el trasero avanzado hasta el borde del asiento, para exhibir por completo el sexo y el ano. Luego se marchó, y fue sustituida por otra mujer que solo difería de las anteriores en que llevaba unos guantes de látex; durante quince minutos ésta rebuscó, con sus dedos y con un espéculo que sacó del bolsillo, en sus dos orificios. Y, cuando se dio por satisfecha, le indicó por gestos que se incorporase; cuando la tuvo en pie le hizo revolverse el pelo y luego abrir la boca, la cual escrutó con detalle. Hecho lo cual la llevó hasta la mesa y, con un tampón de tinta, le tomó las huellas dactilares; tras lo que dio una voz y otra carcelera entró, la cogió de un brazo y se la llevó dos puertas más abajo. Eran las duchas, y allí Silvia no necesitó de gesto alguno para saber lo que tenía que hacer: el agua estaba tibia, así que se remojó, se enjabonó y se aclaró; luego se secó con una toalla que le facilitó la guardesa, se la devolvió -el gesto que hizo la mujer era evidente- y salió de allí tras ella. Para volver a la habitación de la que había venido, sobre cuya mesa le esperaba un juego completo de grilletes.
Silvia se limitó a quedarse muy quieta mientras la guardesa, auxiliada por otra, se los colocaba: un collar de acero del que salía una cadena hasta la mitad de sus pantorrillas, donde se bifurcaba en otras dos bastante más cortas que terminaban en sendas esposas para sus tobillos; y, a la altura del ombligo, otras dos esposas, éstas para sus muñecas y separadas por una cadena de algo menos de medio metro, soldada a la descendente. Una vez consideraron que su cuerpo desnudo estaba lo bastante encadenado, la misma guardesa la cogió de un brazo y, por una escalera estrecha, le hizo subir dos plantas; el suelo de la escalera era de piedra, muy frio, y al pasar por el primer rellano no vio nada destacable. Aunque al llegar al segundo se llevó una sorpresa, pues estaban en un pasillo con celdas en ambos lados; contó cuatro y cuatro, con las puertas abiertas. Pero lo sorprendente no era eso, sino que junto a siete de ellas había otros tantos hombres de pie, en posición de firmes; y todos en la misma situación que Silvia: desnudos, y cargados con idénticas cadenas que ella. Ninguno dijo una sola palabra, y ella tampoco -pues temía ser castigada si abría la boca-; se limitó a caminar junto a la guardesa, pasando por entre los hombres, hasta que llegaron junto a la única puerta que no tenía a nadie al lado. Donde su acompañante la colocó en la misma postura que los demás; para luego regresar al principio del pasillo, y dar una voz. Los siete hombres se movieron, entrando en sus celdas, y Silvia hizo lo mismo; al cabo de un minuto la guardesa pasó frente a su celda y cerró la puerta, dejándola sola allí dentro.
Era un espacio de quizás dos por tres metros, con un catre, un lavabo y un inodoro; tenía una ventana pequeña, fuertemente enrejada, y en una pared un cartel con las reglas de la prisión. Al que Silvia se acercó de inmediato, para descubrir que estaban en alemán e inglés; al leerlas descubrió que su primera impresión había sido correcta, pues el silencio era allí obligado. También que debería permanecer siempre desnuda y encadenada, y que la masturbación estaba rigurosamente prohibida, así como los horarios de aquella cárcel; pero en ningún sitio se mencionaban paseos o tiempo libre, por lo que empezó a temer que pasaría allí encerrada todo el fin de semana. Pero poco tiempo tuvo para pensar, pues enseguida se abrió una trampilla en la puerta y una mano le pasó la cena: una sopa de verduras, un par de salchichas con puré y una pera, así como un botellín de agua. Se lo tomó todo sentada sobre el catre, que era más bien duro, pues tenía hambre; con las lógicas dificultades por sus manos esposadas. Diez minutos después de terminárselo aquella trampilla se volvió a abrir, y le gritaron algo que no entendió; pero imaginó lo que era, y acercó la bandeja vacía: una mano la cogió, para luego volver a cerrar la abertura. Tras lo que se apagaron las luces de la celda, que quedó iluminada por la escasa luz de luna que entraba por la ventana.
VIII
Silvia tardó mucho en quedarse dormida, y no solo porque las cadenas que llevaba le dificultaban muchísimo encontrar la postura adecuada. Era sobre todo el nerviosismo lo que la mantenía despierta, la incertidumbre de estar en manos de otros y no poder evitarlo; hasta entonces, incluso sus experimentos más audaces habían requerido de su voluntaria colaboración: por ejemplo con la máquina de azotar, pues en cualquier momento podía detenerla. Pero ahora estaba allí encerrada, desnuda y encadenada, y totalmente a merced de lo que aquellas mujeres quisieran hacerle; con un escalofrío se dio cuenta de que, si decidieran matarla, nadie podría impedirlo, pues su Amo era el único que sabía dónde estaba. Sin embargo, aquella situación no solo le provocaba miedo; a la vez notaba una creciente excitación sexual, hasta el punto de que si se hubiese atrevido, de seguro hubiera violado la prohibición y se hubiese masturbado. Pero una mirada a la parte superior de la pared donde estaba la puerta de la celda le disuadió de intentarlo; en ella había una pequeña semiesfera violeta, con una minúscula luz led en su interior, que con toda seguridad había de ser una cámara de vigilancia. Con un suspiro de frustración descartó la idea, y un rato después se quedaba dormida.
La despertó una guardesa, sacudiéndola con muy malos modos. Aún era de noche, pues en la celda seguía habiendo solo luz de luna, y lo primero que notó Silvia fue que tenía frio; al haberse dormido desnuda sobre aquel catre, en el que no había mantas ni sábanas, se habría enfriado un poco. Pero la mujer que le había despertado no tenía tiempo que perder: la levantó tirando de su brazo y, auxiliada por otra que las esperaba junto a la puerta, la llevó casi en volandas hasta el piso inferior. Una vez allí entraron en una habitación en cuyo centro había una mesa rectangular, de como un metro por dos y con su plana superficie a un metro del suelo; como las que se usan en las autopsias, pensó Silvia mientras que le abrían las esposas de sus muñecas. Cuando la tumbaron boca abajo, lo primero que sintió fue un dolor en el vientre: eran las esposas que le acababan de soltar, que colgaban de la cadena central y se clavaban en su cuerpo al estar tumbada sobre ellas. Pero, mientras ella pensaba eso, las dos mujeres no habían estado ociosas: primero la esposaron otra vez, tras estirar sus brazos al frente, empleando otro juego de manillas que colgaba bajo el extremo de la mesa. Y luego hicieron lo mismo con sus pies, sujetándolos con una cadena -y sus correspondientes grilletes- que había en el otro extremo.
Aunque ya imaginaba qué iba a pasarle, Silvia dio un respingo cuando vio que las dos mujeres se acercaban a un armario en la pared, y sacaban de él sendos látigos cortos: no medirían mucho más de medio metro, pero eran gruesos y de cuero trenzado, uno en negro y el otro marrón, y parecían muy pesados. Tan pronto como los empuñaron se colocaron una a cada lado de la chica, y sin mediar palabra comenzaron a darle latigazos con todas sus fuerzas; desde el talón hasta los hombros, durante unos diez o quince minutos no dejaron rincón por golpear, concentrándose sobre todo en la parte trasera de los muslos, las nalgas y la parte alta de la espalda. Silvia chillaba de dolor y se debatía en sus cadenas, pues aquello era mucho más doloroso que el nivel seis de la máquina que tenía en su casa; cada golpe le causaba, además del intenso dolor del impacto, un escozor creciente, cada vez más insoportable, que nacía poco después de recibirlo. Como si, pensó, estuvieran echando sal en las heridas. Fue incapaz de contar el número de latigazos, aunque aquellas mujeres sí que lo hacían; con disciplina germánica se detuvieron al llegar a los cincuenta de cada una, y entonces repitieron a la inversa el proceso de traerla hasta allí: la soltaron, la levantaron de la mesa, le juntaron otra vez las manos con las esposas que le habían estado lacerando el bajo vientre mientras la azotaban, y la llevaron de regreso hasta su celda. Allí quedó Silvia otra vez encerrada, llorando quedamente y sin saber cómo tumbarse en el catre; pues incluso con aquella poca luz podía ver que las marcas de los latigazos, unos profundos surcos amoratados, se extendían también por los laterales de sus muslos y de sus nalgas.
Cuando, unas horas después, se abrió la trampilla de la puerta y una mano le alargó la bandeja del desayuno, lo primero que hizo Silvia fue dar un respingo, pues se temió que volviesen por ella. Pero al ver lo que era se calmó, se levantó y se acercó a recogerla; al final había logrado tumbarse sobre el lado donde veía menos marcas, y aunque eso le provocaba dolor, era lo único que podía hacer si no quería estarse horas y horas de pie. Para tomarse el desayuno ensayó, sin embargo, otra estrategia, ya que sentarse le pareció imposible: puso la bandeja sobre el catre, se arrodilló delante, y así se tomó lo que le habían traído. Al cabo de un rato le recogieron la bandeja, y pudo oír el ruido de las otras puertas abriéndose; pero la suya no se abrió, y después de oír los pasos de los hombres saliendo de aquel piso todo volvió a quedar en silencio. Así seguía cuando, muchas horas después, le entraron la bandeja de la comida; y así siguió hasta un buen par de horas después de haber comido. Entonces por fin se abrió la puerta: eran las dos guardesas que la habían sacado de madrugada, por lo que Silvia empezó a temblar de miedo. Y hacía bien, porque volvieron a llevarla a la misma habitación; solo que esta vez le quitaron todas sus cadenas y la tumbaron, entre sus gemidos de dolor, boca arriba sobre la mesa, para luego sujetarla allí con los grilletes que había en sus dos extremos.
Aquella vez los latigazos fueron aún más dolorosos; y no solo porque las partes de su cuerpo donde cayeron, en especial los pechos y el sexo, fuesen más sensibles. Sobre todo porque la postura de Silvia, boca arriba, le permitía ver cómo caían los golpes sobre su cuerpo desnudo; lo que añadía, al dolor físico, el desconsuelo de ver caer los latigazos sin poder hacer nada. Más allá, claro, de retorcerse como una loca en sus ligaduras y aullar de dolor; pero eso no solo no disminuía la duración, o la intensidad, del terrible castigo. Era más bien todo lo contrario; aquellas mujeres parecían estimularse con sus chillidos, y cada vez pegaban más fuerte, aunque una vez más se detuvieron al llegar a cincuenta cada una. Esta vez, sin embargo, no la devolvieron a su celda; una vez que le hubieron colocado de nuevo todas sus cadenas y grilletes la bajaron hasta la planta principal, y la sacaron al patio. Donde pudo ver que sus siete compañeros de cautiverio estaban atareados, con palas, cavando un enorme hoyo; lo que hacían bajo el constante “estímulo” de las guardesas, que los azotaban con unas fustas de montar cortas y rígidas, que llevaban una especie de cordel de igual longitud en su extremo. Que era con lo que les pegaban; el golpe, pensó Silvia, debía de ser muy doloroso, porque los que lo recibían reaccionaban al instante gritando y retorciéndose; pero las marcas que les dejaba eran, sin duda, mucho más finas que las que ella llevaba por todos los rincones de su cuerpo desnudo.
Como nadie le había indicado por donde podía o no circular, se acercó hasta el borde del foso; al hacerlo, y por estar a pocos metros de ellos, se dio cuenta de una cosa que no había observado la noche anterior: todos aquellos hombres llevaban sus penes encerrados en jaulas de castidad, y a juzgar por la parte frontal de las que pudo ver más de cerca, tenían una sonda introducida en sus uretras. Algo que uno de ellos le confirmó indirectamente cuando, por supuesto sin dejar por ello de trabajar, orinó copiosamente: el chorro era tan redondeado, perfecto, que había de provenir de un tubo insertado en su pene hasta muy adentro. Lo que le sorprendió más, sin embargo, fue que aquellos hombres no parecían siquiera darse cuenta de su presencia; únicamente uno de ellos le dirigió una mirada que, a Silvia, le pareció más de conmiseración que de otra cosa. Pero no estuvo allí mucho tiempo: al cabo de quizás media hora una guardesa vino a buscarla, y se la llevó otra vez hacia el interior del edificio. Donde, mientras subían por la escalera, Silvia se dio cuenta de que nunca en su vida había tenido más miedo que en aquel momento; el dolor de sus heridas era terrible, sin duda, pero aún era mayor el sufrimiento psíquico que le producía el temor a recibir, de modo inminente, algún tormento más. Así que, cuando superaron la primera planta y siguieron hacia arriba, se sintió muy alegre; y, cuando la volvieron a dejar encerrada en su celda, casi hubiera dicho que el escozor en las heridas de los latigazos parecía menos intenso.
IX
Con el paso de las horas, sin embargo, el miedo perdió intensidad, pues nadie volvió a acercarse por su celda hasta que, ya oscuro, se abrió la trampilla y le pasaron la cena; y, una vez que devolvió la bandeja, tampoco sucedió nada: al cabo de un rato se apagó la luz, y lo único que pudo hacer fue buscar una postura en la que sus heridas no la atormentasen demasiado. Pero no lo logró, o al menos no lo bastante como para poder dormirse, pues además del dolor cada ruido que oía, por pequeño que fuera, la sobresaltaba; recordaba la noche anterior, y no hacía más que temer que viniesen a por ella. Sin embargo no fue así: para cuando volvió a hacerse de día Silvia seguía estando dolorida, cansada, muerta de sueño y asustada; si entonces se lo hubiesen ofrecido, sin dudarlo se hubiese vuelto ya a su casa. Pero aquellas mujeres no parecían precisamente compasivas, así que cuando le entraron el desayuno lo tomó, y simplemente siguió esperando. Oyó, eso sí, como abrían las otras celdas, y se llevaban a los siete hombres -era de suponer que a seguir con la zanja- pero su puerta permaneció igual; y tan pronto como se fueron todos a la soledad se le sumó el silencio. Cuando, horas después, le trajeron la bandeja con la comida, casi hubiese preferido que la sacasen de allí para torturarla; y al entrarle la cena, después de todo un día encerrada y sola, estuvo a punto de romper la regla del silencio y pedirlo. Pero se contuvo.
Llegaron sobre la medianoche, para cuando Silvia, agotada por el dolor, la soledad, el silencio y, sobre todo, las casi veinticuatro horas que llevaba sin pegar ojo, se había quedado profundamente dormida. El procedimiento fue el mismo: una guardesa la sacudió hasta despertarla, y entre dos la bajaron; pero esta vez a la planta baja, a la habitación donde entró por primera vez al llegar a aquella extraña cárcel. Como siempre, sin decir una palabra, le quitaron sus cadenas y la sentaron en el sillón de ginecólogo; pero esta vez no se limitaron a dejarla allí, sino que la sujetaron fuertemente a él con muñequeras, tobilleras y correas en los muslos, la cintura, las pantorrillas y los codos. Una vez que la tuvieron inmovilizada una de las mujeres salió, y regresó con un aparato que parecía una radio, sobre una mesita con ruedas; al mirarlo Silvia vio que tenía un montón de cables y contactos, y empezó a temer lo que aquello pudiese ser. Enseguida sus sospechas se convirtieron en certeza, pues las dos guardesas comenzaron a ponerle pequeñas pinzas de cocodrilo en los pezones, los labios del sexo y el clítoris; y, para rematarlo, le introdujeron en la vagina y en el ano sendos consoladores conectados también al aparato, que sujetaron con una fina correa a la que aprisionaba su cintura. Con todo ello le hicieron bastante daño, pues las pinzas eran pequeñas pero mordían con gran fiereza, y los consoladores se los introdujeron sin primero lubricarlos; pero lo que a Silvia le preocupaba más en aquel momento era lo que podía pasar cuando conectasen el aparato.
Por supuesto, tan pronto como aquellas mujeres acabaron de ponerle los electrodos lo conectaron; el aparato emitió un zumbido siniestro, como si se estuviese cargando, y mientras lo hacía las dos guardesas apagaron la luz y se marcharon de la habitación, dejándola allí sola y a oscuras. Pero en absoluto aburrida: la primera descarga le llegó a los pocos segundos, y la sintió en su vagina; fue muy intensa pero breve, y a Silvia le provocó una dolorosísima contracción muscular, como si hubiese sufrido un calambre en el bajo vientre. Para cuando estaba recuperando el aliento sobrevino otra, quizás no tan fuerte pero más duradera; esta vez el calambre se concentró alrededor de los labios de su vulva, y le hizo dar el primer grito de dolor. Y, justo en el mismo momento en que ese se detuvo, el siguiente: esta vez sintió como si alguien acabase de golpearle con fuerza el seno derecho, un dolor intenso y profundo que solo podía significar una mayor intensidad de la corriente. Para entonces la chica ya gritaba a pleno pulmón, y su cuerpo desnudo empezaba a cubrirse de una capa de sudor; lo que por otro lado empeoraba su situación, pues aumentaba la conductividad. Las descargas siguieron llegando durante horas y horas, unas más fuertes, otras más prolongadas… En su estado era obvio que Silvia no podía contar el tiempo, pero para cuando la luz del día empezó a entrar por la ventana de la habitación hacía horas que estaba allí sentada, sufriendo aquel tormento; que era tanto físico como psicológico, pues el programa del aparato era completamente aleatorio. Así que, en los momentos de descanso, el temor a una próxima descarga potente la invadía; e, invariablemente, eso acababa sucediendo.
Puntuales como siempre, las guardesas vinieron a soltarla a tiempo para que tomase el desayuno; en realidad, acudieron cuando se completaron las seis horas en la máquina que prescribían las instrucciones recibidas. Esta vez sí que tuvieron que hacerlo ellas todo, pues Silvia estaba semiinconsciente: levantarla a fuerza de brazos del sillón, ponerle otra vez todas sus cadenas y llevarla a rastras hasta su celda, donde la tiraron sobre el catre y se marcharon. Allí se quedó un tiempo, hasta que reunió las fuerzas suficientes como para incorporarse un poco; tenía, pensó, una sensación de completo agotamiento similar a la que sentiría si la hubiese atropellado un camión, pero por otro lado estaba muy contenta. Pues era ya domingo, salvo que hubiese contado mal los amaneceres; así que pronto saldría de aquí, y podría volver a su vida normal. Porque algo sí tenía claro: aquella experiencia había sido demasiado para ella; una cosa era torturarse un poco a sí misma, o exhibirse con desvergüenza ante los hombres, y otra muy distinta ser sometida a aquellas palizas. Vamos, que su masoquismo no llegaba a tanto. Así que, cuando horas después le entraron la comida, la cogió con alegría y se lo comió todo con apetito; y cuando, un rato después de haber comido, las dos guardesas vinieron a por ella, las recibió con su mejor sonrisa. Y las acompañó de gusto, haciendo un esfuerzo por caminar.
Las cosas, sin embargo, no sucedieron en absoluto como ella esperaba. Una vez que llegaron a la planta baja, en vez de irse hacia la entrada las dos mujeres la obligaron a seguir bajando las escaleras, hasta llegar al sótano; allí Silvia vio otra hilera de celdas, estrechas y oscuras, y al fondo del pasillo una angosta escalera que seguía bajando, hacia la que fueron. Cuando llegaron a su final, un nivel más abajo que el primer sótano, estaban en una habitación cuadrada y muy pequeña, de no más de dos metros de lado, en cuyo suelo se veía una trampilla enrejada que una de las mujeres levantó. Al comprender que pretendían meterla en aquel pequeño agujero, cuyo volumen no alcanzaría el metro cúbico, Silvia empezó a temblar, llorar y pedir clemencia; pero lo único que logró fue que sus torturadoras se riesen de ella. Entre su agotamiento y las cadenas que la aprisionaban, a las dos guardesas no les costó más que unos cinco minutos meterla allí, doblada sobre sí misma, cerrar la reja con un candado y marcharse del lugar. Por supuesto tras apagar la luz y cerrar la puerta, ignorando por completo las lastimeras súplicas de la prisionera. La cual, para entonces, no era ya que tuviese miedo; sentía puro pánico, aunque con el paso de las horas se le fueron acabando tanto la voz como las lágrimas. Pero no la desesperación, que no hacía sino crecer y crecer.
Silvia permaneció allí durante dos días casi completos; un tiempo que la propia supervisora de la prisión, a la que llamaban Die Aufseherin, consideraba peligroso para la salud mental de cualquiera. Por supuesto sin comer ni beber nada -aunque lo había hecho justo antes de ser encerrada-, pero además sin saber cuándo podría salir, haciéndose sus necesidades encima y sin oír un solo ruido o poder ver la luz; por no decir la incomodidad que suponía, incluso para alguien joven y en buen estado de salud, permanecer tanto tiempo en aquella posición tan incómoda. Además, en el caso de Silvia, su encierro había ido precedido de dos tandas de cien latigazos y seis horas de tortura eléctrica, por lo que no se podía decir que, cuando la encerraron allí, estuviese en óptima forma. De hecho la supervisora, transcurridas las primeras veinticuatro horas y por temor a un desastre irreparable, se acercó personalmente hasta la puerta de aquel sótano, descalza y llevando una pequeña linterna para que Silvia no la viese ni la oyese; allí estuvo un buen rato, hasta que se cercioró de que su víctima respiraba y no había perdido la razón. Lo que comprobó porque, muy de vez en cuando, la chica emitía unos gemidos lastimeros, y decía en voz baja algo como “Por piedad, que alguien me saque de aquí, por favor!”.
Pero su anónimo cliente -todos los pormenores del servicio habían sido negociados usando el correo electrónico, y el pago le había llegado por vía de un servidor anónimo- había sido inflexible, tanto en los detalles de la estancia de Silvia como en su conclusión: alguien iría a recogerla el martes por la tarde, y entre tanto ella tenía que esperarle en el agujero. Así que allí seguía la chica cuando el rescatador llegó el día previsto, en un todoterreno que aparcó en el patio de la prisión; después de los saludos, y de las explicaciones de rigor, la comitiva -presidida por la supervisora- descendió hasta aquel lóbrego sótano por la estrecha escalera, escasamente iluminada. Y, al llegar hasta la puerta de la habitación y abrirla, un fuerte olor a excrementos les golpeó el olfato; tras encender una bombilla de muy escasa potencia, la única que había en el lugar, comprobaron que Silvia seguía viva, pues se movió de un modo reflejo y emitió un gruñido. Tenía los ojos cerrados, pues tras tanto tiempo a oscuras incluso aquella tenue luz era mucho para ellos; pero al poco los abrió, y con la mirada completamente perdida pudo ver como las guardesas abrían la reja. Hecho lo cual la sacaron del hoyo a fuerza de brazos, cerraron la reja otra vez y luego la depositaron, cargada de cadenas y sucia de sus propios excrementos, sobre ella. Para entonces Silvia, que mientras la sacaban del hoyo sólo gemía, ya había recuperado algo el sentido; así que, cuando oyó una voz masculina que decía “Por fin puedo ver tu cuerpo completamente desnudo; ya era hora, aunque seguro que, una vez limpia, lucirás mucho mejor” enfocó sus ojos sobre la persona que había hablado. Y, tras reconocerle, logró decir con un tenue hilo de voz: “Don Carlos, por favor, sáqueme de aquí! Se lo suplico…”.
X
Meses después, sentada en su mesa del antedespacho de Don Carlos y mientras esperaba que él llegara, Silvia recordaba los acontecimientos que se sucedieron a partir de que identificó a su salvador. Entre dos de las guardesas la sacaron del sótano y la llevaron a las duchas, donde la limpiaron a fondo; alguna de las múltiples heridas de latigazos que cubrían su cuerpo se había infectado un poco, con lo que el intenso frotado a que la sometieron aquellas mujeres le arrancó, otra vez, chillidos de dolor. Una vez que la consideraron lo bastante limpia, pero siempre sin quitarle las cadenas, la sacaron al patio, para que el tenue sol la secase; para entonces Silvia ya podía tenerse en pie, pero temblaba como una hoja, tanto por su extrema debilidad como por el aire frío que circulaba a aquella hora. Allí estaba también Don Carlos, vestido con un elegante traje gris y fumando un cigarrillo; él la tranquilizó diciéndole que solo estaba esperando a que estuviese lista, y que luego se irían juntos. Y le contó cómo había llegado hasta allí: “Anoche recibí un extraño correo: en él alguien que no se identificaba me contaba todas tus peripecias desde que te pusiste, por así decirlo, bajo sus órdenes, y me explicaba que estabas en una cárcel por tu propia voluntad, donde eras torturada. Al principio pensé que era una broma, pero iba acompañado de unos cortes de vídeo en los que se veía a una mujer desnuda y esposada caminando por un bosque, y luego en lo que parecía una vieja prisión; estaba claro que eras tú. Como no tenía tu teléfono, esperé hasta esta mañana y a primera hora lo pedí de la oficina; allí me confirmaron que no habías ido ayer lunes, y me dieron tu número. Pero cuando te llamé nadie me contestó”.
Silvia recordaba el momento con todo detalle; sobre todo que, antes de seguir con su explicación, Don Carlos la tocó por primera vez, en aquel preciso instante. Hizo una pausa en su discurso y, mientras comenzaba a acariciarle un pecho suavemente, continuó: “Poco después de intentar llamarte me llegó otro correo del mismo origen; me explicaba que llevabas día y medio enterrada en vida, y que no saldrías del hoyo hasta que yo fuera a buscarte. Así que hice los necesarios preparativos, y aquí estoy”. Para entonces la otra mano de Don Carlos ya estaba también sobre ella, en concreto en una de sus nalgas; aunque en algún momento, al pasarla sobre las marcas del látigo, le arrancaba breves gemidos de dolor, aquellas caricias estaban llevando a Silvia, por primera vez en su vida, a un estado muy próximo a la felicidad. Así que le dejó hacer sin decir nada; y, cuando las guardesas le quitaron las cadenas, se dejó envolver por él en una especie de sábana, con la que la llevó en brazos hasta el asiento trasero del vehículo. De allí se fueron directamente a una clínica de los Alpes suizos, donde Silvia quedó ingresada durante bastante tiempo; aunque ella no pudo determinar el lugar exacto donde Don Carlos la llevó, pues por el camino se durmió, o más bien perdió el conocimiento, varias veces.
El día en que, a la hora del desayuno, el director médico de la clínica le advirtió de que iba a darle ya el alta, pues estaba por completo recuperada -con discreción suiza, jamás preguntó el origen de sus heridas, aunque le debió de resultar obvio- a media mañana se presentó Don Carlos a buscarla, llevando un gran ramo de flores; en un lujoso vehículo la acompañó a un restaurante típico, donde almorzaron disfrutando de unas espectaculares vistas a los Alpes. Y allí mismo, lo recordaba perfectamente, fue donde él se le declaró: “Silvia, sería absurdo que negaras tus tendencias masoquistas y exhibicionistas; y yo, por mi parte, no voy a negarte que la idea de ser tu amo me seduce. Así que te propongo que te conviertas en mi esclava de manera permanente; tu única obligación será obedecerme siempre, sin dudar y sin reservas, pero te prometo que jamás te haré cosas como encerrarte en un hoyo oscuro. Me gustas demasiado como para desperdiciar así tu belleza”.
Ella se quedó en silencio, pensativa, durante algunos minutos, y luego le dijo “Amo, me pegarás tan brutalmente como hicieron las guardianas?”; pero él se rio, y le contestó “Ya te he dicho que, para mí, eres demasiado hermosa como para desfigurarte. Sin duda que algún latigazo vas a tener que soportar; qué sería de una esclava sin el látigo? Pero mi intención no es hacerte daño porque sí, sino educarte en la sumisión; así que los castigos serán siempre proporcionados. Y, por supuesto, necesarios. En fin, ya basta de hablar: ve al baño, y quítate la ropa interior y las medias. Luego lo guardas todo en tu bolso, desabrochas la falda y la camisa como sabes hacerlo, y regresas aquí; cuando llegues a la mesa quiero que te arrodilles a mi lado, y que, a la vista de todo el mundo, me entregues tus prendas íntimas”. Silvia, mientras le escuchaba, iba notando como sus secreciones impregnaban las bragas que llevaba puestas; y, al levantarse para ir hacia el baño, pudo ver cómo, en el centro del asiento que sus nalgas acababan de abandonar, se había formado una pequeña mancha de humedad.
La llegada de Don Carlos a la oficina interrumpió los recuerdos de Silvia. Tras decir buenos días depositó unos papeles en la mesa de Eugenia, y luego fue hacia su despacho diciendo “Señorita Silvia, venga un momento por favor; he de dictarle unas cartas”. Ella le siguió de inmediato, y una vez dentro cerró la puerta con llave y se despojó de la poca ropa que llevaba: un vestido que se abotonaba de arriba abajo, en el que solo había abrochado el botón central y tres más en cada dirección, por lo que fue cosa de segundos. Luego se acercó a la mesa del abogado; y al hacerlo apreció que, mientras ella se desnudaba, él había sacado de un cajón unas pequeñas pinzas de mariposa, unidas por una corta cadena. Con una ancha sonrisa, y tras rodear la mesa de su despacho contoneándose de modo lascivo, Silvia arrodilló su espléndida desnudez frente a la butaca de Don Carlos, y adelantó sus pechos para recibir las dos pinzas; cuando él se las colocó no pudo reprimir sendos gemidos de dolor, por la intensidad con que aquellos aparatos crueles mordían sus sensibles pezones, pero no perdió la sonrisa. Como tampoco lo hizo mientras le abría la cremallera del pantalón y sacaba su miembro semierecto; aunque no tuvo más remedio que abandonarla un poco después, para poder introducir el pene de su Amo hasta el fondo de su garganta.
Una vez que su Amo estuvo completamente erecto, Silvia hizo lo que él le había enseñado: se sentó en la esquina de la mesa de despacho, abriendo sus piernas al máximo, y esperó a que la penetrase. Pero, antes de hacerlo, Don Carlos tenía otra idea: sacando de un cajón de su mesa una vara fina y corta, de una especie de plástico, comenzó a azotar la vulva de su esclava, que en aquella posición estaba completamente ofrecida; al principio con suavidad, pero después cada vez más fuerte, hasta que ella comenzó a gemir más de dolor que de deseo. Entonces dejó de golpearla, y comprobó con su mano que estuviese a punto; con una sonrisa, la sacó empapada en sus secreciones, por lo que se la dio a lamer. Y, mientras Silvia obedecía, la penetró de un fuerte empujón; la chica se estremeció de placer, y de inmediato se agarró a su Amo rodeándolo con los brazos, como si quisiera llevar el miembro de él aún más lejos dentro de su vientre. Ninguno de los dos tardó más de unos minutos en llegar al orgasmo; poco después, y mientras seguían aun abrazados, jadeando, Don Carlos acertó a decirle “De esta noche no pasa; estoy loco por probar tu máquina de azotar a la máxima potencia. Así que puedes ir preparándote: te voy a marcar el culo como nunca lo he hecho antes…”. Ella le miró haciendo un mohín como de decepción; y luego le preguntó, traviesa: “Solamente mi culo, Amo?”.