El Sendero de la Esclavitud

Continuación de mi primer "Sendero..."; Silvia es entregada por su amo a otro hombre, en pago de una deuda, y su nuevo dueño decide ponerla a trabajar: luchando contra otras mujeres, y haciendo de presa en una cacería.

EL SENDERO DE LA ESCLAVITUD

Por Alcagrx

I

Hacía ya tantos días que Don Carlos estaba como ausente, que Silvia empezó a pensar que había dejado de gustarle. Al principio le pareció que eran cosas del trabajo, y no le dio más importancia; pero conforme pasaba el tiempo él cada vez le hacía menos caso, y su preocupación se convirtió en verdadero temor. Y eso que Silvia hacía todo cuanto podía por mantenerle interesado en ella; comenzó, por ejemplo, por actuar con más descaro en la oficina: para gran disgusto de Eugenia, cada vez que Don Carlos necesitaba algo iba a buscarlo ella misma, en vez de, como hasta entonces hacían, llamar por el interfono a aquella mujer, para que se ocupase ella. Con lo que, dado que siempre estaba completamente desnuda en aquel despacho, Silvia aprovechaba para pasearse así no solo por la planta noble, sino por las demás del edificio; algo que, desde luego, hacía muy felices a los empleados de sexo masculino. De hecho, la chica acabó por ir al trabajo sin llevar ropa alguna ya desde que, en el coche de él, salían desde su casa; un hábito que en el ascensor del aparcamiento, compartido con otras oficinas, le había costado ya más de un bochorno. Por no hablar de las miradas de desprecio con las que Eugenia la castigaba cuando, desnuda como el día que nació pero bastante más crecida, se ponía a trabajar en su mesa del antedespacho, justo frente a aquella rechoncha y amargada mujer. O cuando iba y venía de algún recado, agitando sus senos y sus nalgas tanto como podía al pasar frente a ella.

Tampoco había forma de interesar a Don Carlos en el sexo; de hecho, hacía casi dos semanas que no lo hacían. Y eso que Silvia llegó a sugerirle que probaran el aparato de azotar, a su potencia máxima, sobre sus senos y su vulva; algo que, desde el día en que lo usaron así por primera vez sobre sus nalgas, le provocaba escalofríos solo con pensarlo. Pues la máquina, en sólo un minuto de funcionamiento, le había dejado el trasero tan marcado que después, y durante algo más de una semana, tuvo que sentarse siempre sobre un cojín de plumas; cuya funda tenía que cambiar a diario, además, pues sus laceradas nalgas la dejaban llena de manchas de sangre. Así que la sola idea de lo que aquella máquina podría llegar a hacerle a su pecho, o a su sexo, le daba auténtico pánico. Pero Don Carlos, con sempiterna sonrisa triste, declinó la oferta; y volvió a hacer lo mismo cuando Silvia, después de una noche en la que vieron juntos, en el televisor, la Historia de O, le miró muy seria y le dijo “Amo, quiero que me marque como a O, en la grupa y empleando un hierro al fuego. Así seré suya para siempre. Y, si eso no le parece suficiente, anille mis pechos, y mi sexo; de esa forma todos podrán ver que soy suya” . Él movió la cabeza suavemente, como sorprendido, y solo le contestó “¿De verdad que harías una cosa así por mí?” ; a lo que Silvia, desnuda a sus pies, respondió sin palabras: tomó en sus manos el pene de Don Carlos, y lo acarició y besó hasta que se puso erecto. Y aquella vez, por fin, logró que tuvieran sexo; aunque ella tuvo que hacer todo el trabajo, sentada a horcajadas sobre su miembro. Tan pronto acabaron, sin embargo, él le acarició la cabeza y se retiró a dormir; dejándola allí, arrodillada en el suelo del salón y muy entristecida.

A la mañana siguiente, mientras desayunaban, Don Carlos le explicó por fin lo que le preocupaba; mientras acariciaba distraídamente el sexo de Silvia, como quien acaricia el lomo de un animal doméstico, le dijo “He cometido un tremendo error, y no sé si podré salir de esta. Te ahorraré los detalles, pero el caso es que diseñé un entramado de sociedades pantalla para un cliente, y no ha funcionado como esperaba. En pocas palabras, le he hecho perder un buen montón de millones, porque Hacienda le ha pillado” . La sonrisa con la que Silvia acogió su explicación le dejó muy sorprendido, pero ni siquiera se detuvo a pensar por qué ella se alegraba tanto; lo que tenía que decirle a la chica era demasiado serio para entretenerse en detalles: “Es un cabrón, un mal bicho, un traficante internacional que está relacionado con gente de la peor calaña; me ha dado sólo dos opciones, y si no hago una de las dos cosas me hace matar, eso seguro. Pero la primera es del todo imposible, pues no tengo ni de lejos los cien millones que me reclama; ya le he ofrecido todo lo que tengo, pero mi patrimonio ni se acerca a esa cifra, como máximo supone la mitad. Y por otro lado el dinero que me pide es un auténtico abuso; según mis cálculos, le habré hecho perder no más de setenta u ochenta millones. En fin, qué más da eso; o hago lo que me dice, o puedo darme por muerto” .

Mientras Don Carlos hablaba Silvia había ido separando cada vez más las piernas, y a la vez adelantando su sexo; mientras con una de sus manos, apoyada sobre la de él, hacía que la masturbase con vigor. Incluso logró, tras empujarlo con uno de los suyos, que él le introdujese uno de sus dedos en la vagina; el movimiento del cual, suavemente hacia dentro y hacia afuera, la hacía gemir cada vez más de deseo. Estaba tan feliz, por no ser la causa de la desdicha de su amo, que notaba como sus muslos se iban empapando con las secreciones de su sexo, y como sus pezones se ponían duros y tiesos; así que con la mano que le quedaba libre comenzó a acariciarse ambos pechos,  pellizcando sus pezones de vez en cuando. Pues sabía que era algo que a él le gustaba mucho hacer, y pensaba que así le incitaría a pellizcárselos. Ya iba a llevárselo a la cama, para tratar allí de hacerle olvidar sus penas, cuando se dio cuenta de que le faltaba un dato, y le hizo la pregunta que él estaba esperando: “¿Pero, cuál es la otra opción que le ha dado, Amo?” . Don Carlos le respondió de inmediato, pero con un hilo de voz y mirando al suelo: “Que te entregue a ti. Además de todo mi patrimonio, claro” .

Las manos de Silvia se quedaron inmóviles, como paralizadas, mientras Don Carlos seguía explicándose: “Ya sé que no tengo derecho a pedírtelo; es por esa razón que no te había dicho nada hasta ahora. Pero el plazo que me dio termina mañana, así que lo único que puedo hacer es huir tan lejos como me sea posible; y rezar para que no me encuentre. En cuanto a ti, tampoco puedo pedirte que vengas conmigo, pues eso no haría más que ponerte en constante peligro; él creería que me habías ayudado, y cuando nos encontrase nos mataría a los dos. Así que lo mejor será que regreses a tu vida anterior, y que me olvides. Y no te preocupes por tu empleo; si lo quieres aún, hablaré con mis socios: ellos te devolverán al trabajo que tenías, y manteniéndote el sueldo actual. Pero yo no voy a poder hacerte, como me gustaría, un buen regalo de despedida; el muy cabrón de Marko sabe el dinero que tengo, y dónde, e iría a por ti para recuperar lo que yo te pudiese dar” . Para cuando terminó, Silvia ya se había recuperado de la sorpresa inicial, y tenía muy claro lo que iba a hacer; arrodillándose frente a Don Carlos, tomó el miembro de su amo con ambas manos y, antes de ponerse a lamerlo y chuparlo, sonrió y le dijo “Amo, lléveme a ver a ese tal Marko cuanto antes” .

II

A la mañana siguiente, temprano, emprendieron el viaje. Silvia se había vestido con cierto recato, siguiendo las instrucciones de Don Carlos: con un traje de chaqueta gris muy profesional, de falda hasta las rodillas, y zapatos de medio tacón. Además, se había recogido el pelo en un pequeño moño, llevaba la blusa abrochada modestamente y se había puesto ropa interior; hacía tanto tiempo que no la usaba que, al principio, la sensación le resultó muy extraña. A diferencia de lo habitual, aquel día no les llevó el chófer; Don Carlos conducía en silencio, y así se mantuvo todo el camino: primero rodearon Madrid por la M40, y luego tomaron la A42 dirección Toledo. Pero no entraron en la ciudad, sino que la evitaron siguiendo la ronda que va uniendo los miradores sobre el Tajo; hasta que llegaron a una casa de campo muy grande, rodeada de jardín y con unas hermosas vistas sobre el río y el casco urbano, no lejos del Parador. Por alguna razón, Don Carlos habló entonces por primera vez: “A estas casas de campo les llaman cigarrales, por la gran abundancia de cigarras que hay en la zona, ¿sabes?” . Un comentario que, en la situación en que estaban, a Silvia le pareció muy absurdo, casi surrealista, y la reafirmó en lo que pensaba: que su amo estaba incluso más nervioso que ella. Así que no contestó nada.

Cuando llegaron frente a la verja del jardín les atendió un hombre muy fornido, con aspecto de boxeador y llevando una chaqueta abierta, bajo la cual se podía ver perfectamente una pistola. Aunque no les preguntó nada, pues ya parecía conocer a Don Carlos; se limitó a abrir la verja y a decir, con un acento que a Silvia le pareció del este de Europa, “Marko les espera en la piscina” . Aparcaron frente a la casa, y al bajar la chica vio que su amo echaba a andar hacia un lateral, muy decidido; ella le siguió disciplinadamente, y tras rodear el edificio llegaron a la piscina. Donde lo primero que vio fue a media docena de chicas haciendo distintas cosas: una tomaba el sol, la otra nadaba, dos jugaban con una pelota sobre la hierba y las otras dos charlaban, sentadas al borde del agua y con los pies dentro de ella. Enseguida se dio cuenta de que las seis chicas tenían varias características comunes: todas tendrían entre dieciocho y veintipocos años, eran muy guapas, tenían cuerpos espectaculares, y estaban completamente desnudas. A continuación, su mirada se dirigió hacia el porche contiguo, donde pudo ver que, detrás de una mesa a la sombra del voladizo del tejado, se sentaba un hombre muy alto y bastante delgado, de mediana edad; llevaba el pelo muy corto, rapado al estilo militar, y vestía un bañador de estilo hawaiano, alpargatas y una camisa abierta, que dejaba ver algunos tatuajes en su velludo pecho.

El hombre les hizo seña de que se acercasen a la mesa, y una vez los tuvo enfrente le soltó a Don Carlos, en un español casi perfecto: “Ya sabía yo, Carlos, que acabarías por traerme a la puta. En fin, sentaos aquí; y tú, mujer, explícame porqué tendría que quedarme contigo en vez de los otros cincuenta millones de euros” . Silvia se sentó en uno de los mullidos sillones, manteniendo sus rodillas muy juntas para dar una imagen lo más profesional posible, y le contestó “Señor Marko, no se trata de lo que yo pueda valer, es que mi Amo no puede pagarle más. Ni aunque le mate. Así que, en realidad, sus opciones son solo dos: cincuenta millones y su cadáver, o cincuenta millones y yo, viva. La de cobrar de él los cien millones es una opción que, simplemente, no existe” . Marko se rio, y durante un rato contempló la extraordinaria vista de Toledo que tenía enfrente; luego se giró a Don Carlos y le dijo “Parece que tu furcia le echa valor a la cosa. ¿Le has dicho ya en qué condiciones me la quedaría, si es que lo hago? Porque, según mis contables, con tu patrimonio no llegamos a cubrir ni cincuenta, de los ochenta y pico millones que me has hecho perder. Mucho habrá de sufrir para que llegue a compensarme mínimamente; piensa que, ahora mismo, en los mercados de esclavas de Oriente Medio una mujer así no llega a valer medio millón. Porque sin duda parece tener un buen cuerpo, y es muy agradable de cara, pero ya ha dejado atrás sus mejores años” . Señalando, mientras decía eso, a las seis chicas que, sin atender a lo que allí se hablaba, retozaban desnudas en la piscina.

Antes de que Don Carlos, que miraba al suelo y parecía abochornado, pudiese contestar, lo hizo Silvia: “Señor Marko, no voy a negarle que ya tengo treinta años, aunque personalmente creo que estoy mejor que muchas de esas chiquillas. Pero esa no es la cuestión. Yo, a diferencia de ellas, estoy dispuesta a ser su esclava, y sin ponerle ninguna condición; haga conmigo lo que quiera, como quiera y cuando quiera. Imagino, sin embargo, que no tiene intención de matarme; si quisiera sangre preferiría, seguro, la de mi Amo antes que la mía, pues yo no le he hecho nada. Y calculo que tampoco pensará mutilarme, pues de poco le iba a servir en semejante estado. Pero, de cualquier modo, tampoco me preocupa mucho eso; en Don Carlos encontré lo que toda mi vida estuve buscando desesperadamente, un Amo, y si no tengo más remedio que perderle que sea porque me entrega a otro, por cruel que pueda ser. Así que soy suya desde ahora mismo, si usted me acepta” . El discurso hizo bastante efecto en aquel hombre, pues se quedó inmóvil, con expresión asombrada, y tardó cerca de un minuto en decir algo. Pero finalmente se decidió, y mirando a Don Carlos le dijo “Tú vete ya; no quiero verte nunca más. Mis contables se pondrán en contacto contigo, para que transfieras tu patrimonio donde te indicarán. Si falta algo, o te retrasas, ya sabes lo que te espera; así que espabila” .

Cuando Don Carlos se levantó del sillón y, antes de marcharse, dirigió a Silvia una mirada triste, la chica notó como se le humedecían los ojos; pues aquel hombre había significado para ella, durante algún tiempo, la felicidad más absoluta. Pero la voz de Marko la devolvió de golpe a la realidad; aún no había desparecido Don Carlos de su vista cuando le oyó decir “Lo primero, ahora, es comprobar el producto que acabo de comprar tan caro” . Silvia, al oírle, se puso en pie y comenzó a desabrochar los botones de su chaqueta, pero el hombre la detuvo: “No, no se desnude usted. Prefiero que lo hagan mis hombres; con un par de ellos habrá suficiente para que comprenda bien dónde está, y lo que le espera. Limítese a soltarse el moño, por favor” . Mientras la chica obedecía tocó un timbre que había sobre la mesa, y cuando acudió el criado le dijo algo en una lengua que a Silvia le pareció eslava; el camarero asintió al acabar de escucharle, y sin más trámite cogió a Silvia del pelo y se la llevó de allí, tirando de él. Así rodearon la casa, por el lado contrario al que la chica había llegado, y fueron hasta otro edificio con aspecto de caballeriza; al entrar, Silvia vio que efectivamente eso era, pues veía aperos para caballos y paja, y observó que en el establo la estaban esperando dos hombres, con un aspecto muy similar al que les había abierto la verja.

Solo de llegar donde estaban uno le dio una bofetada que la tiró al suelo. De inmediato ambos se lanzaron sobre ella, y a tirones le arrancaron la ropa; lo hicieron con toda la brutalidad de que fueron capaces, que era mucha, y para cuando Silvia se quedó solo en ropa interior ya tenía todo el cuerpo dolorido; sobre todo los brazos, pues al quitarle la chaqueta, y la blusa, se los habían retorcido. Además estaba sucia, cubierta con el polvo de aquel suelo; y cuando uno de ellos sacó una navaja pensó que, al menos, el sujetador y la braga no se los arrancarían a tirones. Solo acertó, sin embargo, con el primero; mientras el hombre de la navaja cortaba los finos tirantes y la cinta trasera del sujetador de Silvia, y se lo quitaba, el otro sujetó con una mano enorme la parte frontal de sus bragas de encaje y, después de darle un par de violentos tirones, logró rasgarlas y quitárselas. Pero no habían acabado, ni mucho menos: mientras la chica los miraba desde el suelo, desnuda, dolorida y cubierta de polvo, ambos se quitaron pantalones y calzoncillos, exhibiendo al hacerlo sendas erecciones de tamaño respetable. Luego, el que había usado la navaja la sujetó por un pecho y una nalga y, a tirones y empujones, colocó a Silvia a cuatro patas; tan pronto como estuvo así notó como el otro, de un fuerte empujón, la penetraba hasta el fondo de su vagina. Lo que le hizo dar un chillido de dolor, pues estaba por supuesto completamente seca; un grito que, de inmediato, el de la navaja aprovechó para meterle su miembro en la boca, diciéndole “¡Chupa!” .

Durante un buen rato estuvieron así, hasta que el hombre que taladraba con gran furia su vagina logró eyacular, llenándola con su semen; tan pronto como se retiró de ella el otro, que aún no había concluido, salió de su boca y se apartó un poco. Enseguida comprendió Silvia porqué, pues notó una bota en su espalda y, al instante, cómo el primer hombre la aplastaba con fuerza contra el sucio suelo, boca abajo; tras lo que el otro, al que había hecho la felación, se iba hacia la parte de atrás de su cuerpo, le apartaba las piernas de una patada y, una vez arrodillado entre ellas, la penetraba por el ano. Esta vez el grito de Silvia fue aún más desgarrador, pues no se lo esperaba; además de que el miembro de aquel hombre era bastante ancho, por lo que, con sus rápidos y furiosos embates, le hizo muchísimo daño. Aunque, y por suerte para ella, su agresor tardó poco en eyacular; al cabo de un par de minutos virtió su semen en el recto de la chica y se puso en pie, gruñendo de satisfacción. Agotada y dolorida, Silvia se quedó inmóvil, tumbada de medio lado sobre aquel suelo polvoriento; hasta que los dos hombres, que ya se habían vuelto a vestir, se pusieron a darle patadas en el costado y en el trasero, mientras le decían “¡Levántate, zorra!” . Haciendo un gran esfuerzo les obedeció, y una vez que logró ponerse en pie vio a Marko; apoyado en la pared, a pocos metros de distancia de ellos, contemplaba con una sonrisa cruel su cuerpo desnudo, sucio y maltratado.

III

“Bajadla al sótano y esposadla como a mí me gusta” , fue lo único que dijo. Pero a aquellos dos brutos les bastó: uno la volvió a coger del pelo y, a tirones, la llevó hasta un rincón de aquel edificio donde había una trampilla en el suelo. El otro la abrió, y bajaron por unas escaleras interminables hasta un sótano oscuro y húmedo, con el suelo también de arena polvorienta; una vez allí el que la llevaba del pelo la tiró al suelo de un empujón, y ambos hombres cogieron, de un gancho en la pared, sendos juegos de esposas. Pero no se las pusieron como ella esperaba, sino de un modo que, con el tiempo, descubriría que era mucho más diabólico: uniendo cada tobillo con la muñeca del mismo lado. Una postura que permitía, por ejemplo, que Silvia fuese penetrada tanto por delante como por detrás, pues no impedía que separase sus piernas al máximo; pero que la imposibilitaba casi para hacer cualquier otra cosa, pues la obligaba a mantener una de tres posturas, todas ellas incomodísimas: sentada, doblándose por la cintura hacia delante, arrodillada, o tumbada boca abajo -o sobre un lado- y con las piernas encogidas. Y desde luego le impedía usar las manos para casi todo, pues para poder acercarlas a su cuerpo tenía que doblar también la pierna correspondiente hasta donde le resultase posible. Lo que de inmediato comprobó, pues se puso a hacer, para deleite de sus captores, toda clase de contorsiones; hasta que los dos hombres se cansaron de mirarla, y se marcharon por donde habían venido, cerrando aquella trampilla tras subir la escalera. Y dejando a Silvia al hacerlo, además de desnuda, sucia y esposada, en la más absoluta oscuridad, y en el más completo silencio.

Aunque no tenía manera alguna de contar el tiempo, por lo que nunca supo cuánto duró su encierro, Silvia permaneció en aquel sótano durante casi dos semanas; en las cuales su única compañía fueron las ratas, a las que oía corretear por los rincones, y las visitas de los hombres de Marko. Que tampoco eran muy frecuentes; una vez al día le bajaban algo de comer y un cubo con agua, y el hombre que lo hacía aprovechaba para recoger los excrementos que encontrase -Silvia no tenía otra forma de aliviarse que buscar, arrastrándose y a tientas, algún rincón donde hacerlo-, para después limpiar con un trapo húmedo el sexo y el ano de la chica. Y, si le apetecía, penetrarla acto seguido; algo que, en ocasiones, algún otro hombre bajaba a hacer, proporcionándole una visita inesperada. Pero eso tampoco resultaba demasiado frecuente, y casi siempre era para penetrarla brutalmente por el ano, haciéndole tanto daño como podían; pues, como había podido ver Silvia al llegar con Don Carlos, en aquella casa no les faltaban chicas con las que desahogarse si querían sexo por la vía “normal”. Así que la mayor parte de su tiempo lo pasaba sola y a oscuras, aunque fue habituando progresivamente la vista a la oscuridad, y descubrió que no era absoluta; después de intentar, infructuosamente, subir las escaleras -en la forma en la que estaba esposada, la posibilidad de caerse por ellas era máxima- se dio cuenta de que por las rendijas de aquella trampilla se colaba un poco de luz.

Para cuando vinieron a sacarla de allí, sin embargo, llevaba tanto tiempo encerrada que Silvia estaba a punto de perder la razón; llevaba ya unos días hablando sola, o a las ratas, y mantenía una permanente sonrisa de enajenada. Al ver que la levantaban del suelo entre dos hombres empezó a decir cosas incoherentes, y no paró hasta que los mismos que la cargaban la tiraron, sin más contemplaciones, a la piscina. Algo que ella no se esperaba, pues desde que salieron de las caballerizas la luz exterior le había obligado a cerrar los ojos, y que la devolvió a la realidad de golpe. Tan pronto notó como el agua la rodeaba, y le impedía respirar, empezó a tratar de liberarse de las esposas haciendo unos movimientos frenéticos, que no cesaron hasta que Marko, que estaba dentro de la piscina, la levantó del fondo y la llevó a la superficie. Silvia comenzó a toser, pues había tragado mucha agua, pero aunque trató de abrir los ojos aún no pudo; y así seguía cuando uno de los hombres la sacó del agua, tirando de las esposas, y depositó su desnudo cuerpo en la hierba, junto a la piscina. Ya no tan sucio como al salir del sótano, pues mucho del polvo y de la suciedad que acumulaba tras su encierro se habían marchado con el baño forzoso. Pero para Marko eso no era suficiente aún: así que ordenó a sus hombres que fueran a buscar un limpiador de agua a presión al garaje, y que la lavasen a fondo con él. Lo que hicieron de inmediato, entre los gritos de la chica; pues el chorro de agua tenía mucha fuerza, y le hacía daño allí donde impactaba.

Mientras uno de aquellos animales la enjabonaba, Silvia, que había ya recuperado bastante el sentido, se atrevió a abrir un poco los ojos, y lo que vio le produjo un terror infinito; pues otro de sus torturadores acababa de meter en su vagina el fino tubo por el que salía el agua, y se disponía a volver a conectar el chorro. Trató de apartarse, contorsionándose mientras decía “¡No, no, eso no, por favor!” , pues temió que la fuerza del agua la reventaría por dentro; pero las fuertes manos del hombre que la enjabonaba lo impidieron, y cuando el otro puso en marcha el aparato su vagina recibió, de lleno, el chorro de agua fría. Al momento se dio cuenta de que habían reducido la potencia del aparato, pues el impacto fue bastante menor que, por ejemplo, el que había sufrido cuando el agua golpeó sus pechos; pero aún y así fue muy doloroso, y sobre todo muy duradero, pues el hombre mantuvo el aparato conectado, dentro de su sexo, al menos dos minutos. Y, cuando por fin lo paró, se limitó a trasladar el mismo tubo al interior de su recto, y a volver a conectarlo; allí lo dejó incluso por más tiempo, sacándolo y metiéndolo varias veces para así limpiar bien los restos de heces que pudiera haber en su intestino. Para, cuando consideró que estaba lo bastante limpia en su interior, sacar el tubo, regular otra vez la presión del agua al máximo y, durante otro buen rato, rociarla a fondo, para quitar de su cuerpo todo resto del jabón con el que su compañero la había limpiado. Incluso de su cabeza; pues el hombre, aunque dándole fuertes tirones que le hicieron mucho daño, también le había enjabonado el cabello con un champú.

Cuando acabaron, el cuerpo desnudo de Silvia quedó sobre un charco de agua, pero ya limpio; mientras la chica sollozaba quedamente, y agitaba la cabeza como diciendo que no, dos de los hombres procedieron a quitarle las esposas que, durante casi dos semanas, habían mantenido cada uno de sus tobillos sujeto a la muñeca del mismo lado. La chica tardó un poco en probar, pues temía hacerse daño con el movimiento; pero finalmente estiró el cuerpo, muy despacio, hasta quedar tumbada boca arriba en aquel charco, y enseguida levantó los brazos por encima de su cabeza, comprobando que podía hacerlo sin más que cierto dolor de articulaciones. En ello estaba cuando oyó la voz de Marko, que la miraba plantado de pie junto a ella: “He de reconocer que no sabía muy bien qué hacer con usted. Durante estos días lo he pensado, pues tengo que serle sincero: su principal utilidad para mí, que era humillar al imbécil de Carlos, ya la ha cumplido de sobra, y para follar tengo a muchas chicas; por cierto bastante más jóvenes. Así que finalmente he decidido alquilarla; desde luego que no recuperaré todo el dinero perdido, pero lo que consiga sacar por usted será un pequeño complemento de lo que le saque a Carlos. Reconozco que su oferta -hacerle lo que quisiera- fue tentadora, pero yo no soy un sádico; así que, pensé, si no voy a disfrutar torturándola, mejor busco a otro que lo haga, y me pague por ello, ¿no? Resumiendo: la van a llevar con un hombre que hará con usted lo que tan valientemente aceptó de mí. Y luego con otro, y  otro… Hasta que no le encuentre clientes, señorita Silvia; pero calculo que, con este cuerpo suyo, puedo sacarle aún entre cinco y diez años de rendimiento” .

Silvia no tuvo tiempo de contestarle, pues al momento notó que la mano de uno de los guardaespaldas de Marko la sujetaba por un brazo, mientras que el otro le agarraba un pezón y tiraba de él; así fueron hasta el garaje, donde el que la sujetaba por el pecho abrió el maletero de un enorme BMW, y le hizo señas de que se metiera. Ella trató de levantar la pierna lo bastante para poder entrarla primero en el cofre, pero no lo logró, pues aún no había recobrado la suficiente flexibilidad; mientras el otro hombre le daba cachetes en el trasero, para que espabilase, Silvia optó entonces por meter primero la cabeza y el tronco, y luego el trasero y las dos piernas. Tuvo éxito: una vez estuvo dentro los hombres cerraron la tapa con un fuerte golpe, y poco después oyó como el motor se ponía en marcha; cuando el vehículo arrancó su cuerpo desnudo y mojado estuvo un rato dando bandazos de un lado al otro, golpeándose en las paredes del maletero. Pero al cabo de como media hora notó que cogían una autopista, pues la velocidad aumentó y se mantuvo constante, y los baches y las curvas cerradas cesaron; así continuaron por lo menos una hora, hasta que de nuevo la velocidad se redujo, y se produjeron algunas paradas que Silvia identificó como cruces. Por fin, en una de las paradas el motor se detuvo, y oyó las dos puertas delanteras; al poco, ambos hombres abrieron el maletero, y le hicieron señas para que saliera de él.

IV

Cuando Silvia logró sacar su cuerpo desnudo de aquel maletero -algo que, entre el dolor de sus articulaciones y los golpes que se había dado allí dentro, le costó lo suyo- pudo ver que estaba frente a la puerta de una nave industrial bastante grande, en medio de un paisaje abandonado y reseco. El terreno era ondulado, pero con pocos árboles; a simple vista le pareció que el automóvil había ido en dirección sur, en vez de ir hacia Madrid, y sin duda no se equivocaba, pues estaban algunos kilómetros al sur de Almagro, en la provincia de Ciudad Real. Mientras uno de los dos hombres la sujetaba de un brazo, el otro abrió el portalón corredizo de aquella nave; su interior fue para Silvia una sorpresa, pues lo primero que vio fue un teatro griego, o más bien una plaza de toros rectangular, con gradas en sus cuatro lados y un portón de acceso de dos hojas, abierto justo frente a ella. Calculó que podría acomodar fácilmente a dos centenares de personas; y que su escenario central, de arena fina como en las plazas de toros, mediría unos veinte metros de lado. Pero los hombres no entraron allí, sino que la llevaron, rodeando aquella especie de teatro o plaza, hacia un lateral de la nave; allí pasaron por una puerta a otro espacio, en el que no había más que una docena de celdas, todas de barrotes de hierro -que iban de suelo a techo- y de pequeño tamaño, no más de tres por dos metros. Sus dos acompañantes abrieron la puerta de una de ellas -estaban todas vacías- y, de un empujón que la hizo caer sobre el suelo cubierto de paja, la metieron dentro y volvieron a cerrar.

Cuando se fueron, Silvia se quedó allí sola, en la penumbra. Pero por poco rato, pues media hora más tarde entraron otros dos hombres, llevando a una chica morena y muy menuda que iba discutiendo con ellos; por supuesto estaba también completamente desnuda, tenía poco más de veinte años y un cuerpo delgado y esbelto, muy de deportista, con unos pequeños pechos de pezones prominentes. Los hombres la encerraron en una celda al lado de la de Silvia, y antes de marcharse les dijeron a las dos “Como comprenderéis hay cámaras de vigilancia, así que no queremos oír ni una palabra. Si habláis entre vosotras, probaréis el látigo antes de hora” . La chica, al oír eso, puso cara de susto y dejó de protestar; a Silvia, que ya tenía experiencia con el látigo, las palabras del hombre no la asustaron tanto como a su compañera, pero por si acaso optó por no decir nada. Y así seguían ambas cuando otros dos hombres trajeron a la tercera chica, igual de desnuda; esta vez era una morena de pelo muy rizado, cuerpo rotundo y ojos asustados, con grandes pechos y anchas caderas, a la que hicieron la misma advertencia cuando la encerraron. Silvia pensó que tendría su edad, y se fijó, cuando trajeron a la cuarta, en que todas tenían sus cuerpos sin ningún tatuaje, e iban rasuradas por completo. En las siguientes horas aquello se fue llenando de prisioneras, y para cuando la última celda fue ocupada un hombre, muy bien trajeado, se acercó hasta estar frente a todas ellas, y con una sonrisa empezó a hablarles.

“Algunas habéis venido ya alguna otra vez, pero para las novatas voy a recordaros las reglas. Ahora os numerarán, y luego sortearemos el orden de los combates; antes de empezar pasarán los apostadores a veros, para tener más datos antes de decidirse. Y luego empezaremos con las peleas. Recordad, la única regla es que no hay reglas; así que está todo permitido, hasta que una de las dos diga que se rinde. O, si no puede hablar, golpee el suelo tres veces con la palma de la mano. Por cierto, esta vez se han modificado los premios y los castigos; sobre todo estos últimos, porque el público se quejaba de que algunas de vosotras poníais poco interés. Pero vamos, ya lo habréis leído en los contratos que habéis firmado: las que pierdan en primera ronda recibirán, en cuanto acabe su combate, cien latigazos; las que caigan en la segunda ronda, cincuenta. Y, de las tres que lleguen a la final, la que gane se llevará el premio de diez mil euros, la segunda se irá sin premio ni castigo, y la tercera… veinticinco latigazos. Así que espero que todas saquéis la rabia que lleváis dentro; y, por la cuenta que os tiene, que peleéis como leonas” . Entre las doce chicas se produjo un murmullo de indignación, y una de ellas comentó en voz alta “¡Pero qué cabrones! Por mil asquerosos euros que te pagan por venir, y lo más posible es que nos vayamos de aquí molidas a latigazos. Si ya era jodido cuando a las que perdían el primer combate les caían cincuenta…” . Pero no les dieron demasiado tiempo para lamentarse, pues el hombre que había hablado ordenó que se acercasen a los barrotes; y cuando obedecieron fue pasando frente a las celdas con un rotulador negro grueso, pintándoles a cada una un número entre el uno y el doce. Lo que hizo en cuatro sitios: por delante, sobre el pecho izquierdo y en el lado derecho del pubis; por detrás, junto a su hombro derecho y sobre su nalga izquierda.

A Silvia le tocó el siete, y mientras se lo pintaba en los cuatro sitios de rigor el hombre le dijo “Marko ya ha firmado por ti, ha cobrado los mil euros de tu participación, y obviamente recibiría el premio que obtuvieses. Te advierto que me ha pedido que, si hubiese de azotarte, lo haga con más saña que de costumbre; y, sobre todo, que te deje presenciar el castigo de la primera que pierda. Así te haces una idea de lo que te espera, si no te esfuerzas” . Cuando acabó de marcarlas, uno de sus ayudantes trajo una pizarra sobre un caballete, que colocó frente a las jaulas; otro llegó con un saco pequeño, y el que parecía ser el jefe comenzó a sacar de él bolas numeradas. A Silvia le tocó pelear el tercer combate, y contra la chica número dos; tras cierto esfuerzo, pues no la tenía cerca, vio por entre las otras que su contrincante iba a ser una chica muy delgada, alta de más de metro ochenta y de pelo largo y lacio, que ponía cara de tristeza. Y se dio cuenta de que, por los emparejamientos de la pizarra, si superaba la primera ronda su adversaria sería Cinco o Doce; a la segunda no la conseguía ver, pero Cinco estaba allí a su lado: era la chica menuda, con aspecto de deportista, que había llegado al encierro en segundo lugar, justo después que ella. Y que se quejaba tanto. Mientras Silvia iba pensando qué hacer, pues en su vida había practicado la lucha, y menos desnuda y contra otra mujer en igual estado, empezaron a llegar los apostadores; y, durante la siguiente hora, el pasillo de las jaulas fue un constante trasiego de hombres mirando, y tomando notas.

Una vez que terminaron la inspección y se fueron, primero a apostar y luego a sus sitios en las gradas, el jefe anunció el primer combate, Once contra Tres; las dos chicas en cuestión fueron sacadas de sus jaulas, y llevadas al centro del escenario. Pero no solo las que iban a pelear: a Silvia también la sacaron de su jaula, aunque a ella la llevaron a una especie de palco, para que viera desde allí el combate. La sentaron en el banco de primera fila, donde al poco se le reunió el jefe; el cual, tras poner una de sus manos sobre el muslo de la chica, le dijo “He pensado que, siendo tu primera vez, te vendría bien ver también el combate, y no solo el castigo a la perdedora. Relájate y disfruta” . Lo que no era fácil de hacer, pues el griterío era ensordecedor; además de que Silvia estaba extraordinariamente nerviosa, tanto por su situación -desnuda en medio de todos aquellos hombres enardecidos- como por saber que pronto iba a tener que pelear. Pero, mientras notaba como la mano del jefe exploraba cada vez más arriba de su muslo, y más cerca del sexo, trató de concentrarse en el espectáculo; que era en el fondo muy sencillo: dos mujeres desnudas, peleando como fieras. Una de ellas, Tres, era la única mulata del grupo, y tenía el cuerpo como tantísimas mujeres caribeñas: senos, caderas y sobre todo nalgas prominentes, además del pelo algo rizado. La otra, Once, era mucho más mediterránea de aspecto, una chica delgada y no muy alta, con el pelo lacio y senos pequeños y firmes. Fue la que tomó la iniciativa, pues cuando las dos se lanzaron, una contra la otra, agarró con su mano derecha el pecho izquierdo de su contrincante, y le clavó con fuerza las uñas en él.

La mulata se retorcía de dolor, y daba grandes aullidos mientras trataba, tirándole de los pelos, de que la otra le soltase; al final lo logró, tras darle a su contrincante un fuerte rodillazo en el sexo. Cuando Once cayó a suelo, con las manos en su entrepierna para tratar de mitigar el dolor del golpe, Tres se sentó sobre ella, y comenzó a darle bofetadas con una mano, mientras con la otra le retorcía un pezón; Once trató desesperadamente de sacársela de encima, pero el peso de la mulata era demasiado para ella. En un último intento desesperado buscó los ojos de Tres con sus dos manos, pero la otra apartó la cara para impedírselo; y, acto seguido, la cogió del cuello y comenzó a estrangularla. Once aguantó un poco, mientras seguía tratando de apartar de encima suyo el cuerpo de la mulata, pero al final se rindió, pues se estaba ahogando; con la mano derecha dio tres palmadas sobre la arena, y su competidora le soltó el cuello. Tras lo que, sudorosa pero sonriente, se puso en pie y saludó al público, que chillaba enfervorecido. Once, mientras tanto, solo trataba de recuperar el resuello, por lo que no opuso resistencia cuando los hombres la esposaron por las muñecas y los tobillos; hecho lo cual uno tiró al máximo de sus brazos, y otro de sus piernas, por los eslabones de los dos juegos de esposas y hasta que quedó extendida en el suelo, boca arriba.

Cuando otro de los hombres se acercó llevando un látigo Silvia, que para entonces ya tenía una mano del jefe en su vulva -ella misma separó un poco sus piernas para facilitárselo- y la otra en uno de sus pechos, comprendió en el acto lo que iba a suceder. Así fue, pues el hombre lanzó el látigo hacia atrás y lo descargó, con todos sus fuerzas, sobre los pechos de la chica; quien lanzó un alarido de dolor mientras una estría roja y ancha se los cruzaba de lado a lado, pasando sobre su pezón derecho. Once empezó a retorcerse lo poco que sus captores le permitían, pero de nada le sirvió; de inmediato cayó sobre su cuerpo desnudo el segundo latigazo, esta vez cruzándole el vientre, luego el tercero, otra vez allí mismo, el cuarto justo sobre su ombligo, cruzando la tripa, el quinto en los muslos … Para cuando su verdugo descargó el quincuagésimo trallazo la chica ya casi ni gritaba, ni se retorcía; pero, una vez que los dos que la sujetaban le dieron la vuelta, y los azotes comenzaron a llover sobre su espalda, sus nalgas y la parte trasera de sus muslos, pareció revivir un poco. Aunque con mucha menos energía, comenzó otra vez a debatirse y agitarse, y a gritar pidiendo clemencia; lo que, por supuesto, de nada le sirvió, pues el verdugo, entre los alaridos de satisfacción del público, prosiguió con su cruel labor hasta el final. Cuando el centésimo azote cayó sobre sus ya castigadas nalgas, Once estaba al borde de la inconsciencia; uno de los hombres que la sujetaban, sin quitarle las esposas, cargó su menuda desnudez sobre uno de los hombros, y se la llevó de allí a un destino desconocido. Al pasar cerca de ella, Silvia pudo ver que de algunas heridas de Once manaba sangre, aunque menos de la que, por el intenso color rojo de las marcas que había dejado el látigo, ella habría esperado. Y luego, mientras uno de los hombres la llevaba de vuelta a su jaula, solo logró pensar en una cosa: tenía que ganar como fuese, para evitar recibir aquel horrendo castigo.

V

Su turno de pelear aun tardó un buen rato, porque el segundo combate se prolongó más que el primero. Pero finalmente vinieron a buscarlas, a ella y a Dos; cuando Silvia tuvo al lado a su competidora, de camino hacia el escenario, se dio cuenta de que Dos era al menos media cabeza más alta, y sobre todo extraordinariamente delgada. Tenía un cuerpo igual que el de las modelos de pasarela: piernas interminables, esbeltas y de muslos finos, caderas huesudas y cintura estrecha; todo ello rematado por unos pechos mínimos, además con pezones pequeños, y una cara alargada y triste, enmarcada por una melena castaña muy lacia. De hecho, el rasgo de ella que más destacaba era su sexo, completamente depilado; pues tenía los labios mayores muy prominentes, y mucho más grandes de lo que sería normal. Por otro lado, parecía ausente, como si no se diese bien cuenta de lo que le estaba pasando; pero cuando las pusieron una frente a la otra, y sonó la campana, se lanzó directamente a agarrar a Silvia por sus pechos. Ésta, al verla venir hacia ella, cargó a su vez; las dos chocaron y cayeron al suelo juntas, rodando por él en un amasijo de brazos y piernas. Dos buscaba insistentemente los pechos de su adversaria, y finalmente consiguió atrapar con la mano izquierda el pezón derecho de Silvia; cuando comenzó a retorcérselo, con sus dedos huesudos, los gritos de dolor de su víctima enardecieron aún más al público. Silvia, para zafarse, le daba golpes con sus manos por todo el cuerpo, pero no lograba que la otra soltase su presa; al final, y desesperada por el tremendo dolor que sentía, pasó al ataque: agarró a Dos por los labios mayores de su sexo con la mano derecha, y comenzó a estrujárselos con toda la fuerza de que fue capaz. Tuvo éxito, pues la otra chica soltó su pezón, y se concentró en tratar de que Silvia la soltase; pero ésta continuó apretando con todas sus fuerzas, mientras con la otra mano la agarraba del pelo, tirando hacia atrás de su cabeza.

Aunque no tenía manera de verlo, pues Dos se había doblado sobre sí misma y le privaba la visión de su vulva, Silvia había atrapado entre sus dedos la mitad superior del sexo de su oponente, y estaba aplastándole también el clítoris; por eso los gritos de dolor de Dos eran tan terribles, y sus aspavientos tan exagerados. Tanto, que hicieron que Silvia se diese cuenta de que, si no aflojaba, ganaría. Y así lo hizo; además, aunque le dolía muchísimo el pezón derecho, como la otra había soltado su presa ya no tenía que preocuparse más que de atormentar a su competidora, pues ella no estaba siendo sometida a ataque alguno. Aguantó apretando casi un minuto, mientras que Dos trataba de que apartase la mano de su vulva por todos los medios: tirando de su brazo, clavándole las uñas en la mano… Pero todo fue inútil, y finalmente Dos no pudo soportar más aquel dolor lacerante; dando un grito desesperado comenzó a picar con la palma de una mano en el suelo, no tres sino casi una docena de veces. Silvia, entonces, soltó por fin su presa, y retiró la mano del sexo de su adversaria; al hacerlo notó que le dolía todo el brazo, desde el hombro hasta los dedos, y comprendió que era tanto por la enorme fuerza que había hecho, como por los golpes y arañazos con los que Dos había tratado de apartarla. Pero, cuando la llevaron de vuelta a su jaula, mientras los hombres esposaban a Dos y la preparaban para el látigo, Silvia no pudo reprimir una sonrisa de satisfacción; estaba realmente excitada, y no solo era la adrenalina: al tocarse la vulva con su mano izquierda la notó empapada, y al mirar a sus muslos los vio brillar con sus propias secreciones.

Aquella vez tuvo que esperar, como un animal desnudo y enjaulado, al menos una hora, mientras se celebraban los otros tres combates de la primera ronda, y el primero de los de la segunda. En particular, Silvia pudo comprobar que el combate entre Cinco y Doce duraba muchísimo; pues entre que los guardias se las llevaron a las dos y el regreso de Cinco, pasó casi media hora. Y, viendo el estado de la vencedora, Silvia comprendió que el combate había sido, con seguridad, el más duro de todos; pues el cuerpo menudo y atlético de su futura adversaria estaba literalmente surcado de arañazos, alguno incluso sangrando un poco, como el que le cruzaba de arriba abajo el muslo derecho. Y, además, la chica se tocaba todo el rato su pezón izquierdo, que parecía medio arrancado; a Silvia le pareció como si la otra se lo hubiera mordido, y se sorprendió a sí misma con un pensamiento realmente malvado: que, cuando le tocase luchar contra Cinco, debía concentrar sus esfuerzos en castigarle ese pezón herido. Sin embargo, cuando por fin las sacaron a las dos de sus jaulas, y las llevaron a pelear al escenario, Silvia se dio cuenta de que la victoria iba a ser incluso más fácil de lo que esperaba; pues Cinco caminaba renqueando, y dando unos gemidos lastimeros. Además, cuando estuvieron de frente Silvia pudo ver que tenía los labios mayores de su vulva ensangrentados, como si las uñas de su anterior adversaria se hubiesen ensañado también allí; así que resolvió concentrar su ataque en el sexo de su adversaria, como había hecho en el combate anterior y con gran éxito.

Esta vez, cuando sonó la campana fue Silvia la que se abalanzó sobre la otra; con el impulso, y por sus mayores peso y envergadura, la derribó al suelo, cayendo sobre ella. De inmediato agarró el sexo de Cinco, esta vez usando su mano izquierda, menos dolorida; pero la otra la apartó de un empujón, y volvió a ponerse en pie. Durante los siguientes cinco o diez minutos Silvia trató de derribarla otra vez, o al menos de sujetarla, ya fuese por el sexo o por uno de sus pezones; con preferencia por el izquierdo, pues visto de cerca aún parecía más malherido. Pero Cinco, mucho más ágil que ella, se zafaba cada vez, y además le iba dando puñetazos; en los riñones, en el vientre, y sobre todo en los pechos. Silvia estaba cada vez más cansada, y empezaba a dudar de si alcanzaría la victoria; pero finalmente logró, en una de sus embestidas, que las dos cayesen al suelo, cayendo ella encima de Cinco. Y, en el mismo momento de la caída, se dio cuenta de que tenía frente a su cara el pezón herido de su competidora; sin pensárselo ni un minuto Silvia lo aprisionó entre sus dientes, y comenzó a morderlo con decisión. El efecto fue inmediato: Cinco comenzó a dar unos terribles aullidos, y se desentendió de todo lo que no fuese gritarle que parase, que se rendía, y que por favor no le arrancase el pezón. Algo que Silvia no tenía intención de hacer, pues además no había hecho presa en la anterior herida, sino medio centímetro más abajo; aunque se dio cuenta de lo fuerte que la estaba mordiendo por el sabor metálico de la sangre de Cinco, que notó enseguida en su boca.

De nuevo en su jaula, Silvia se fijó en que Tres, la chica mulata, estaba también allí encerrada, por lo que dedujo que habría vencido en su segundo combate, el primero de la segunda serie; y no tuvo que esperar mucho más hasta que trajeron a la tercera vencedora: Diez, una mujer de unos treinta y cinco años, de aspecto anodino. Seguramente por eso no se había fijado antes en ella: metro sesenta de estatura, un cuerpo regular, con sus curvas pero sin ser nada destacable, pechos medianos pero un poco caídos y nalgas pequeñas y redondas. Sin duda, pensó Silvia, el secreto de su éxito debía de estar en sus habilidades para la lucha, pues prácticamente no se veía sobre su cuerpo señal alguna de los dos combates que ya tenía que haber ganado; la única, quizás, era el enrojecimiento de su carne en varios sitios, sobre todo en la cintura y los muslos. Pero ni arañazos, ni heridas visibles; parecía como si hubiese ganado muy fácilmente sus dos peleas. Cuando las sacaron a las tres a la pista, Silvia vio que por el camino Diez comentaba algo en voz baja con la mulata, y que esta asentía; pero no pudo oír el diálogo, con el estrépito que formaba aquel público tan enardecido, y para cuando el maestro de ceremonias logró que se hiciera el silencio, las dos ya habían acabado de hablar. Una vez callados los espectadores, el jefe anunció el combate final: “Hemos llegado al plato fuerte del espectáculo, la pelea a tres. Como saben ustedes, aquí también vale todo; ganará la última que quede en pie, y será tercera la que primero se rinda. Pero antes, disponen ustedes de cinco minutos para hacer las apuestas que deseen; recuerden que, para la final, la apuesta mínima es de cinco mil euros. Y, como siempre, la apuesta máxima es de un millón. Señores, por favor hagan sus apuestas, faites vos jeux, place your bets” .

Cinco minutos más tarde sonó la campana que daba inicio al combate, y al instante sucedió algo que Silvia comprendió demasiado tarde: las otras dos se lanzaron sobre ella, la tiraron al suelo y, mientras la mulata se sentaba sobre sus piernas, Diez se sentó sobre sus costillas, sujetándole los brazos con las rodillas y estrangulándola con ambas manos. Mientras notaba como le faltaba cada vez más el aire, Silvia comprendió que tenía que haberse puesto de acuerdo con Tres, mientras Diez peleaba su segundo combate; al no haberlo hecho, permitió que fuesen las otras quienes tomasen la decisión más correcta: eliminarla primero a ella, y luego competir entre las dos por el primer premio. Pero con la seguridad de que, la que perdiera de ambas, al menos se iría sin haber recibido un solo latigazo. Sin embargo, ya era tarde para rectificar; sin duda la falta de experiencia la había condenado. Así que hizo lo único que podía hacer para, al menos, no morir asfixiada; con su mano izquierda, que pese a tener el brazo correspondiente aprisionado por Diez aun podía mover, comenzó a golpear el suelo con la palma. Con lo que se produjo un murmullo de decepción entre el público, pues de seguro esperaban más espectáculo, pero al momento Diez la soltó; cuando ella y Tres se levantaron, dejándola libre, Silvia empezó a llorar mientras, entre toses, recuperaba el resuello. Y no dejó de hacerlo cuando dos de aquellos hombres, tras esposarle las manos a la espalda, la cogieron cada uno de una pierna y la levantaron, con lo que quedó cabeza abajo; una vez alzada, cada uno pasó una corva de la chica por su respectivo hombro, y luego se apartaron uno de otro lo que las piernas de Silvia dieron de sí. Dejándola así colgada, formando una letra Y; con su sexo abierto, y ofrecido al látigo.

El primer latigazo la pilló completamente por sorpresa, pues el verdugo se había acercado por su espalda; Silvia sintió un dolor terrible en su sexo, y comenzó a aullar como un animal malherido, mientras su vulva adquiría un color rojo intenso, pues el impacto la había seguido de arriba abajo. Se debatió tratando de soltarse de sus captores o, al menos, de juntar las piernas; pero los que la sujetaban eran fuertes, y no la soltaron por más que se agitó. Tan pronto como sus convulsiones se calmaron un poco le cayó el segundo latigazo, esta vez un poco cruzado pero alcanzando de lleno el clítoris de Silvia, que seguía chillando histéricamente mientras el público aplaudía, y animaba al verdugo con gritos enardecidos. El tercero volvió a ser perfectamente recto, y a seguir de arriba abajo su vulva; lo mismo el cuarto, y el quinto, pero el sexto de nuevo cayó algo cruzado. Para entonces Silvia estaba ya semiinconsciente, al borde del desmayo; tanto por el intensísimo dolor que sentía, como por aquella postura, que hacía llegar más sangre de la debida a su cabeza. Pero no paraba de gritar y de debatirse, y aun mantuvo la suficiente lucidez como para poder escuchar al maestro de ceremonias anunciando, entre los vítores del público, “Caballeros, los latigazos siguientes pueden dárselos ustedes; voy a abrir la subasta del primero: ¿Quién da más?” . A partir de ahí, al terrible dolor de los siguientes golpes se sumó el sufrimiento añadido de tener que esperar, entre uno y otro, unos minutos que se le hacían eternos; pues cada vez había que llevar a cabo la oportuna subasta. Aunque, al menos, los azotes ya no cayeron todos en su sexo; pues los mismos hombres que la habían mantenido en aquella incómoda postura, abierta de piernas y cabeza abajo, la dejaron caer al suelo; donde Silvia quedó acurrucada, llorando y gimiendo.

Lo peor, sin embargo, fue la intensidad de los restantes azotes; pues, si el verdugo ya la había golpeado con fuerza, los espectadores, espoleados sin duda por el dinero que habían pagado, ponían en sus golpes toda la rabia de la que eran capaces. Utilizaban, además, un látigo mucho más pesado que el que habían empleado los guardias para azotar su sexo, y procuraban descargar los golpes en los lugares donde más daño podían hacer; aunque Silvia, pese a lo mucho que las manos esposadas a la espalda limitaban sus posibilidades de defensa, trataba de ovillarse en el suelo, para proteger sus pechos y su vientre. Con lo que la mayoría de latigazos cayeron sobre su espalda, sus nalgas y la parte posterior de sus muslos; pero cada impacto de aquel terrible instrumento dibujaba sobre su cuerpo desnudo un surco profundo, que enseguida adquiría un color rojo intenso, y arrancaba de la chica un grito desgarrador. Haciendo además que se agitase de modo descontrolado; algo que más de uno de sus verdugos aprovechó, aun incumpliendo las condiciones de la subasta, para alcanzar su vientre o sus pechos con un segundo azote. Al menos dos o tres veces lo consiguieron, y cada vez que aquel pesado látigo alcanzaba el torso de Silvia, hundiéndose en sus pechos hasta casi alcanzar las costillas, el dolor del golpe era tan intenso que le cortaba la respiración. Pero finalmente dejaron de azotarla, y comenzó el combate final; aunque se celebró allí a su lado, Silvia ni se enteró de quién lo ganaba: sumergida en su pesadilla de sufrimiento, solo oía los vítores del público, y los latidos de su propio corazón.

VI

Contrariamente a lo que Silvia esperaba, no se la llevaron a enfermería alguna, sino de vuelta al maletero del coche que la había traído allí; a cuyo interior los dos hombres que la transportaban la tiraron como a un fardo, entre sus gemidos de dolor y sin molestarse, siquiera, en quitarle las esposas que sujetaban sus manos a la espalda. Metida dentro de él regresó a la casa de Marko, y al llegar el chofer y su acompañante la llevaron directamente a verlo; como Silvia no podía andar, uno de ellos la cargó sobre el hombro, y al llegar al porche -donde el jefe les esperaba- tiró su cuerpo desnudo y maltratado al suelo; aunque, por fortuna, sobre la hierba. Y junto a una tumbona en la que una de aquellas bellezas que siempre pululaban por la piscina tomaba el sol, por supuesto desnuda. Silvia, al caer, redobló sus gemidos; más fuertes fueron aun cuando Marko, cogiéndola por el pelo, la hizo incorporarse hasta que quedó sentada, y le dijo “Ya veo que hacer dinero con usted me va a costar más de lo que imaginaba. En su primer intento solo ha logrado que recupere mil euros, lo que asciende la prima de inscripción para cada chica, pues lo que aposté lo perdí; a este ritmo, necesitaríamos treinta y cinco mil peleas solo para que recupere lo que Carlos me dejó a deber. Y aún tardará días en volver a estar a punto. Está claro que tendré que buscarle alguna tarea que sea más rápida y productiva…” . Mientras la chica de la tumbona la contemplaba con mucha más curiosidad que lástima, Marko hizo un gesto a sus dos hombres, quienes la volvieron a levantar y la llevaron, directamente, a aquel sótano en el que había pasado tantos días; donde, una vez tirada en el suelo, le soltaron una de las esposas. Pero solo fue para volver a sujetarle de inmediato las dos manos con ellas, aunque ahora por delante; antes de irse, uno de los hombres sacó de un bolsillo un tarro grande y redondo, y se lo tiró al lado diciéndole “Ponte esto a menudo, sobre todo en el coño; verás como pronto estarás lista para que te follen, zorra” .

Esta vez estuvo allí encerrada más tiempo, casi tres semanas; durante las dos primeras, los hombres se limitaron a bajarle comida y agua una vez por día. Pero, a partir de los quince días, el que hacía la visita diaria inspeccionaba a fondo las heridas de Silvia, con una linterna que llevaba y mientras la tocaba con toda la rudeza de que era capaz; hasta que una vez, y pese a los gemidos de dolor de ella, dijo antes de irse “Ya estás a punto” . A la mañana siguiente vinieron a buscarla, y la sacaron por fin de aquel sótano lóbrego; aunque Silvia tuvo que cerrar los ojos, porque la luz la cegaba, esta vez había soportado con más entereza el encierro, y además ya imaginaba lo que iban a hacerle. Por eso, cuando los chorros de agua a presión comenzaron a martirizar su cuerpo desnudo, su única sorpresa fue que no la hubieran tirado a la piscina, como la primera vez; seguramente, pensó, porque en aquella ocasión ya no la hubieran pillado desprevenida, con lo que prefirieron llevarla directamente a lavar. Una vez estuvo bien mojada, dos hombres cogieron sendos cepillos rústicos, de cerdas duras como clavos, y tras frotar una gran pastilla de jabón por todos los rincones de su cuerpo, comenzaron a restregarla con gran fuerza. Le hacían mucho daño, sobre todo en la entrepierna y en los pechos, y Silvia no pudo reprimir sus gemidos; pero no le hicieron caso alguno, y después de volver a aclararla a manguerazos la dejaron allí, secándose al sol.

Para cuando, quince minutos después, dos hombres vinieron a buscarla, Silvia ya se atrevía a entornar un poco sus ojos; así que pudo ver el interior de la casa mientras, desnuda y esposada, la llevaban por interminables pasillos hasta llegar a una puerta, a la que llamaron. Oyó la voz de Marko, diciéndoles que entrasen, y al hacerlo Silvia vio que estaban en un saloncito pequeño, en el que había un tresillo frente a la chimenea, por supuesto apagada; en los dos sillones estaban sentados Marko y otro hombre, de su misma edad, mientras que en el sofá se sentaba un tercero más joven. Los dos desconocidos iban muy elegantes, de traje y corbata, mientras que Marko, como al parecer tenía por costumbre, llevaba bañador, camisa hawaiana y chanclas. Al verla, le hizo gesto de que se acercase, y cuando la tuvo frente a ellos dijo “Caballeros, esta es Silvia, la chica que les ofrecí. Inspecciónenla bien, y díganme si cumple con sus exigencias” . Mientras el más maduro miraba, el joven se levantó, se acercó a ella y comenzó a examinarla como si fuese un animal: tras hacerle separar las piernas la tocó por todas partes, metiendo para ello los dedos en su sexo, en su ano y en su boca; luego magreó sus senos, sus nalgas y sus muslos, y finalmente la hizo correr un poco en el sitio, dar saltos y hacer flexiones. Una vez que la mandó parar, y mientras Silvia jadeaba, algo cansada y sudorosa, el hombre contempló un rato como se balanceaban sus pechos con el jadeo; y luego se giró al más mayor y le dijo “A falta de la revisión médica parece que nos vale, sí” . El otro asintió, y Marko dijo a sus hombres que se la llevasen a la enfermería; lo que de inmediato hicieron, trasladándola a una habitación justo al lado de aquella. Donde un hombre con bata blanca le hizo un chequeo muy completo, que incluyó la toma de muestras de su sangre, su orina, su saliva y sus secreciones vaginales.

Siempre sin quitarle las esposas, los dos guardias la llevaron a la cocina, donde por fin pudo comer sentada a una mesa; aunque no le dieron cubiertos, y tuvo que hacerlo con sus manos esposadas. Luego le dijeron que se quedase allí, ayudando a recoger; entre lavar los cacharros, y fregar repisas y suelo, se le fue un buen rato. El suficiente, al parecer, para que el médico obtuviese los resultados de sus análisis, porque al acabar no la llevaron de vuelta al sótano sino hasta la explanada que había frente a la casa; donde Silvia, ya con la visión plenamente recuperada, pudo ver que la esperaba lo que parecía una furgoneta de reparto, pero sin marcas. Cuando abrieron el portón trasero se llevó una sorpresa; pues en su interior, sujetas por las esposas que juntaban sus respectivas muñecas a dos barras que corrían a lo largo del techo, había como una docena de chicas; todas por supuesto completamente desnudas, de edades no muy superiores a la de ella -como máximo unos treinta y cinco años- y sentadas en los dos bancos laterales. Uno de los guardias empujó la hilera izquierda de chicas, hasta que logró hacer un hueco donde hizo sentar a Silvia; y, una vez sentada, le levantó las manos hasta la barra del techo. Tras lo que soltó una de las esposas con su llave, la pasó por detrás de la barra y la volvió a sujetar en la muñeca de ella, que quedó así amarrada al pasamanos. Para luego, y no sin antes acariciar con una mano sus dos senos, cerrar la puerta, dejándola, junto con las otras, en la más completa oscuridad; hecho lo cual el vehículo arrancó.

Así circularon un par de horas, quizás algo más, hasta que la furgoneta se detuvo; esta vez no las soltaron de aquellas dos barras, sino que hicieron algo más sencillo: desatornillar las dos y retirarlas del techo, con lo que todas las chicas quedaron libres a la vez. Aunque por supuesto seguían esposadas; así se bajaron del vehículo, y tan pronto como se apeó Silvia reconoció el paisaje, pues era muy parecido a algo que había visitado con Don Carlos: el Parque Nacional de Monfragüe, en la provincia de Cáceres. Ya supuso que no estaría en el mismo parque, pues era un lugar demasiado público para reunir en él a doce chicas desnudas y esposadas; pero los encinares, el rio, y las paredes rocosas a ambos lados, le recordaron sin duda a aquella zona, y pensó que estarían unos kilómetros Tajo arriba. O, más bien, hacia el sur del parque, pues aquella era una zona de grandes fincas privadas, en una de las cuales habían estado comiendo -con amigos de su amo- cuando hicieron la visita. Estaban en una explanada, junto al rio, y además de la furgoneta había allí aparcado un lujoso todoterreno; del que, una vez que todas se bajaron, se apeó el mismo hombre maduro que había supervisado su inspección en casa de Marko. Los dos hombres que las habían traído las pusieron en fila de a una, dando frente al todoterreno, y cuando estuvieron alineadas el otro sacó un papel y, para sorpresa de Silvia, pasó lista. Después de comprobar que no faltaba ninguna se dirigió a una de ellas por su nombre, Marta Gómez, y le indicó que no había firmado en todos los documentos; uno de los ayudantes le acercó una carpeta, y la chica firmó, con alguna dificultad por causa de las esposas, un montón de papeles. El hombre maduro, que se había dedicado a manosearla mientras la chica los firmaba, se apartó entonces un poco de ella, y comenzó su discurso al grupo.

“Todas, excepto Silvia, sabéis a qué habéis venido aquí; así que lo que voy a explicar será para casi todas un mero recordatorio. Sois los trofeos de una cacería que durará toda la noche; cada una ha recibido ya su prima de salida, y las que al amanecer regresen aquí mismo, recibirán cinco mil euros adicionales. Mientras que las que sean capturadas serán llevadas al cortijo, donde quien las cace podrá hacer con ellas lo que se le antoje; durante el resto de la noche, y por todo el día siguiente. Salvo matarlas o mutilarlas, claro está; nadie quiere líos con las autoridades. Por eso habéis firmado los formularios de descargo” . Después de decir eso, el hombre miró directamente a Silvia y le dijo “En tu caso, Marko ha hecho los trámites por ti, pero yo prefiero tener tu firma en un documento. Así que no te vayas aún, por favor. Las demás, ya podéis huir donde queráis; la finca se extiende por más de veinte kilómetros en todas direcciones, así que no hay peligro de que os salgáis de ella. Pero recordad que, si alguna se marcha fuera de sus límites, pierde todo el dinero, incluidos los dos mil euros de la prima inicial. Y, desde luego, la posibilidad de regresar nunca más. Ahora marchaos, que la cacería comenzará en más o menos una hora” . Las otras once mujeres no se hicieron rogar; todas echaron a correr, descalzas, desnudas y esposadas, y en pocos minutos se perdieron de vista, mientras Silvia acompañaba a aquel hombre hasta el todoterreno. Sobre cuyo capó firmó un papel que le pasaron; no tuvo tiempo para leerlo completo, pero pudo ver que aceptaba sufrir toda vejación o lesión excepto “si suponen una mutilación grave o la muerte de la firmante”. Y, tan pronto como le devolvió el bolígrafo, el hombre le dio una palmada en el trasero, diciéndole “¡Vete!” ; ella echó a correr rio abajo, y enseguida se perdió de vista detrás de unas encinas.

VII

Silvia descubrió muy pronto que la mejor forma de caminar por aquel terreno era hacerlo por la orilla del rio, manteniendo los pies en el agua; pues allí las piedras eran más redondeadas, y no herían sus pies descalzos. Además de que, pensó luego, así no dejaba huellas de sus pasos. Como todas las otras ya habían marchado hacía rato no pudo ver donde se ocultaban, y por la poca luz de día que quedaba supuso que ya no tenía demasiado tiempo; pero, unos minutos más tarde, vio lo que estaba buscando: una pequeña cueva en la roca, a unos veinte metros de altura sobre el lecho del río. Sin duda iba a serle difícil subir hasta allí por aquel roquedo, y más con sus manos esposadas; pero, si lo lograba, estaba bastante convencida de que nadie la buscaría en ese sitio, y de paso estaría más resguardada para pasar la noche. Así que se puso a la tarea: avanzó con gran cuidado, para no herirse las manos o los pies con los afilados cantos de las rocas, y para cuando se hizo oscuro estaba a pocos metros de su objetivo. Pero, aunque por poco, una vez llegó debajo comprendió que no lo alcanzaría nunca; pues, para llegar hasta la abertura, tenía que trepar unos tres metros por una pared casi vertical, y esposada eso le iba a ser imposible. Así que se resignó a acurrucarse entre las rocas que la rodeaban, y a esperar allí los acontecimientos. El primero de los cuales fue, sin duda, el intenso frio; pues minutos después de anochecer la temperatura empezó a descender, y los veinte grados -más o menos- a que estaban cuando bajaron de la furgoneta se convirtieron, muy pronto, en quizás unos diez. Por lo que, aunque Silvia estaba resguardada del viento que circulaba rio arriba, su cuerpo desnudo comenzó a temblar, mientras se le ponía toda la carne de gallina.

De pronto oyó un zumbido, y se quedó por completo inmóvil; hizo bien, pues frente a ella, unos metros más alto, pasó un dron, cuya silueta pudo ver perfectamente a la luz de la luna. El cual, para disgusto de Silvia, no siguió su camino, sino que se quedó parado frente a las rocas que la ocultaban por un tiempo; luego se elevó lentamente, hasta estar a la altura de la parte superior del acantilado, y tras moverse un poco a un lado y al otro finalmente se marchó de allí. Silvia, viendo estos movimientos, pensó que seguramente la habría detectado; ya fuera por la imagen o, como había visto en una película, por sus emisiones térmicas, si tenía un detector de infrarrojos. Así que, entre esa sospecha y el terrible frio que tenía allí quieta, decidió cambiar de escondrijo; para lo cual, y aun con mayor cuidado que al subir, emprendió el descenso de aquel roquedo. Aguzando el oído por si volvía el dron, y la vista para evitar caerse, o herirse con las piedras en sus pies descalzos, regresó hasta el lecho del río; y, procurando arrimarse lo más posible a las rocas, comenzó a caminar rio abajo. Enseguida se dio cuenta de que, aunque estuviese moviéndose, allí aún hacía más frío que en su escondite anterior, pues corría un viento helado; cada vez tiritaba con más fuerza, y notaba como le dolían los pezones, de tan duros como los tenía. Pero siguió avanzando en silencio, y un rato después vio otro posible escondite, una hendidura entre las rocas que estaba a nivel del suelo; el único problema era que se encontraba en la otra orilla del río.

Al principio descartó de plano la idea de cruzar a nado, pues aunque la corriente no parecía muy fuerte las esposas se lo iban a hacer muy difícil, sino imposible; y, dada la anchura del Tajo en aquel tramo, lo más seguro era que en la parte central no hiciera pie. Pero luego se lo pensó mejor, pues aquel sitio sería ideal para resguardarse del frio; pero sobre todo porque en su orilla no veía más escondite que algún matorral bajo, y si el dron que la buscaba tenía una cámara térmica, eso no le iba a servir para nada. Así que se armó de valor y entró en el agua; la cual, para su sorpresa, solo estaba un poco más fría que el aire que la rodeaba. Caminó hacia el centro de la corriente hasta que dejó de hacer pie; a partir de ahí extendió sus dos brazos hacia delante, y comenzó a patalear tan fuerte como pudo. No tuvo que impulsarse así más que un minuto o dos, pero fue tiempo suficiente como para que la corriente la arrastrase veinte metros río abajo; para cuando volvió a hacer pie ya no veía la hendidura en la roca, así que procuró caminar río arriba mientras iba avanzando hacia la otra orilla, y a la vez saliendo del agua. Pero, en cuanto estuvo fuera, se dio cuenta de un problema con el que no había contado: tenía mucho más frío que en la otra orilla, al estar empapada, y por supuesto no había por allí nada con lo que secar su cuerpo desnudo. Así que se limitó a sacudirse tanto como pudo; algo para lo que no tuvo que esforzarse mucho, pues sus temblores eran ya, casi, auténticas convulsiones.

Apresuró el paso, y en pocos minutos llegó frente a la grieta; era, en efecto, una abertura lo bastante grande como para que dos personas pudiesen entrar por ella de lado, y daba acceso a una especie de gruta. Silvia no se lo pensó dos veces; después de dar una última mirada al exterior, por si hubiera regresado el dron -al apresurar el paso se había despreocupado de eso- entró en la oscuridad. Pero no dio más de dos o tres pasos: de pronto un haz de luz iluminó su desnudez, aun empapada, y una voz dijo “¿Lo ves? Ya te dije que, tarde o temprano, alguna iba a refugiarse aquí. La experiencia es un grado, chaval; no en vano es mi sexta cacería…” . Aunque no veía nada, deslumbrada por la luz, Silvia comprendió que lo único que podía hacer era salir corriendo, y eso hizo; pero no llegó muy lejos, pese a que corrió sin preocuparse del daño que las piedras hacían en sus pies descalzos. De pronto tuvo la sensación de que alguien golpeaba con un martillo su espalda, sus nalgas, la parte trasera de sus muslos… Los golpes eran tan fuertes que la hicieron caer al suelo; en especial, uno que sacudió su gemelo izquierdo, cuando el músculo estaba en su máxima extensión. Allí se quedó, gimiendo de dolor mientras sujetaba su pantorrilla con ambas manos, y enseguida se vio acompañada de dos hombres llevando armas largas; parecían extraterrestres, por los visores nocturnos que llevaban en sus cascos, y Silvia comprendió, por la anchura del cañón de las armas, que le habían disparado con balas de goma. De ahí el dolor terrible que sentía, y el hematoma que ya veía formarse en su pantorrilla; pues le habrían disparado desde no mucho más de ocho, o diez, metros.

Uno de los dos cazadores entregó la escopeta a su compañero, y se acercó a ella; pero no fue para ayudarla, sino para inmovilizarla más. Mientras le esposaba los tobillos y soltaba una de las esposas de sus muñecas, pero solo para volver a sujetarle de inmediato las manos a la espalda, Silvia se fijó en que el hombre iba vestido de camuflaje, y llevaba botas militares; cuando terminó de inmovilizarla la levantó, se la cargó sobre el hombro como si fuese un saco, e iniciaron la marcha río arriba. No tardaron más de diez minutos en llegar a un lugar donde se formaba un pequeño valle, que se alejaba del lecho del Tajo; los dos hombres, llevando a su presa desnuda, remontaron por aquel valle hasta llegar al lugar donde había un todoterreno aparcado. Era un Land Rover de los clásicos, el modelo corto y descapotado; pero, contrariamente a lo que Silvia esperaba, los cazadores no la tiraron en la trasera del vehículo, sino que la sentaron sobre el capó. A continuación soltaron una de las esposas de sus muñecas, y la sujetaron al retrovisor lateral del vehículo; luego, con otro par de esposas, sujetaron la otra muñeca de Silvia al retrovisor del lado contrario, y finalmente hicieron lo mismo con sus tobillos, pero sujetándolos a los extremos del guardabarros delantero. Con lo que la chica quedó amarrada sobre el capó, con los brazos y las piernas completamente extendidos; y con su sexo y su ano abiertos y expuestos, solo algunos centímetros más arriba del emblema de la marca, que coronaba el radiador del vehículo.

En esta incómoda y obscena postura la llevaron hasta el cortijo, en un trayecto que duró algo más de media hora. Un tiempo que a Silvia se le hizo eterno, pues los caminos estaban llenos de baches, que lanzaban su espalda y su trasero contra el capó; además de obligarla a dar tirones de las esposas que la inmovilizaban, haciéndose daño en muñecas y tobillos. A ello cabía sumar el frio de la noche; aún mayor al circular a cierta velocidad, y con su desnudez por completo expuesta a la corriente de aire que el vehículo generaba con su avance. Pero, sobre todo, Silvia estaba muy asustada; pues en aquella postura temía todo el rato que los retrovisores cediesen, y se cayera del capó hacia delante, sujeta solo por sus tobillos; lo que de seguro, a aquella velocidad -el Land Rover iba muy deprisa, o al menos eso le parecía a ella- le supondría ser atropellada sin remedio. Sin embargo tal cosa no sucedió, y para cuando vio a lo lejos una gran casa de campo empezó a tranquilizarse un poco; algo que, enseguida pensó, no tenía mucho sentido, pues lo que le aguardaba en aquel lugar podía ser mucho peor que haber hecho aquel trayecto desnuda, expuesta a la intemperie, y atada allí encima. De momento lo único que le pasó, una vez que el vehículo se detuvo, fue que sus dos cazadores la levantaron del capó, tras soltar las esposas que la mantenían allí sujeta; para de inmediato volver a esposarla de pies y manos, sujetándole estas a la espalda. Hecho lo cual la metieron en una gran jaula cuadrada situada justo frente a aquel caserón, de unos tres metros de lado y toda ella de barrotes metálicos, tanto las paredes como el techo; aún no había allí ninguna chica más, y a Silvia le recordó las que se usan en los circos para exhibir a las fieras. Como no podía hacer nada más, acurrucó su cuerpo desnudo en una esquina de la jaula, muerta de frío, y se puso a esperar su destino.

En las siguientes horas fueron trayendo más chicas, igual de desnudas y ateridas de frio que ella, y para cuando amaneció allí había encerradas nueve; por tanto, pensó Silvia, tres han conseguido escapar. Se alegró por ellas, pero tenía otras cosas de que preocuparse; la primera, el dolor en los hematomas que las balas de goma le habían provocado: podía ver, claramente, los que se habían formado en sus piernas y en sus glúteos. Ninguno hacía menos de cinco centímetros de diámetro; y al contacto con el suelo, o con los barrotes, le hacían ver las estrellas. El segundo era el frío, que con el amanecer parecía haber aumentado; al respirar formaba nubes de vaho, y estaba tan congelada que casi no sentía manos y pies. Y el tercero era el temor por lo que fuesen a hacerle aquellos hombres; los cuales, por el momento, se habían sentado a desayunar alrededor de una fogata que habían encendido, y en la que asaban una comida cuyo olor martirizaba a Silvia, para entonces muerta de hambre. Un fuego que hicieron a la suficiente distancia, por supuesto, como para que no calentase a las nueve chicas desnudas que esperaban, dentro de la jaula, a que decidiesen qué hacer con ellas. Y estaba claro que ideas no les faltaban; Silvia pilló algunos retazos de las conversaciones de los cazadores, todos por supuesto bien abrigados, y lo que oyó aún le provocó más escalofríos: uno las quería marcar al fuego, como reses, otro molerlas a palos… En lo único en que todos coincidían era en lo que iban a hacer tras el desayuno: tener sexo con ellas; y, aun así, algunos decían que por delante, y otros que mejor por detrás. Entre las risas del grupo, oyó a uno decir “No compares, tío, es mucho más humillante para ellas. Y, además, la mayoría son muy estrechitas por detrás, y vírgenes; reventarles el culo es una verdadera gozada, créeme” .

VIII

A partir de que los cazadores terminaron de desayunar, tanto el cortijo como sus alrededores se convirtieron en una auténtica orgía. Primero sacaron a las nueve chicas de la jaula, después de quitarles las esposas que ligaban sus tobillos, pero no las que les mantenían las manos a la espalda; luego se las repartieron entre ellos, y comenzó la “fiesta”. Silvia fue incapaz de contar cuántos hombres habría allí, pues a los que iban vestidos de cazador se les sumaron otros muchos, salidos del cortijo; lo seguro era que, al menos, eran el doble que las nueve chicas, sino más. Tampoco fue capaz de llevar la cuenta de los hombres que la penetraron, ni del número de veces que lo hacían o por dónde; pues lo único que realmente la preocupaba, desde el primer contacto que tuvo con él, era vigilar lo que hacía uno de aquellos hombres que habían salido de la casa. Por lo que le hizo mientras uno de los cazadores, un chico de unos treinta años provisto de un miembro formidable, la penetraba tumbado sobre una manta, junto al fuego; Silvia, siempre con las manos esposadas atrás, se había sentado sobre el pene del hombre, y hacía todo el trabajo hasta lograr que él eyaculase. Buscando de paso su propio orgasmo, pues aquella postura era sin duda su favorita, ya que le permitía controlar por completo tanto la penetración como su propia excitación, a base de dosificar los movimientos. Algo que hizo hasta que ya no pudo más: cuando notó que aquella maravillosa sensación la invadía, se empaló hasta el fondo en aquel miembro descomunal, cerró los ojos, y se dispuso a disfrutar del momento.

Al instante, un terrible dolor en sus pechos la sacó, de golpe, del extático trance en el que se había sumergido. Al abrir los ojos, pudo ver junto a ella a un hombre de cierta edad, con el pelo blanco y una sonrisa cruel, que no vestía de cazador; se había acercado sigilosamente, y en la mano derecha tenía una fina vara de material plástico, con la que acababa de propinar un fuerte golpe sobre los senos de Silvia. La chica se puso de inmediato a chillar, olvidándose por completo del orgasmo que había empezado a construir; pero no tenía modo de apartarse, y tampoco de proteger su pecho. Pues el hombre que la penetraba la sujetaba por sus caderas, al estar a punto de descargar su eyaculación; y las manos esposadas detrás le impedían taparse los senos, o tratar de mitigar el dolor frotándoselos. Así que nada pudo hacer Silvia cuando el hombre del pelo blanco, justo en el mismo momento en que el cazador eyaculaba copiosamente en su vagina, lanzó un segundo -y aún más tremendo- varazo contra sus dos pechos; más allá, claro, de verlos hundirse bajo la vara, y después saltar en todas direcciones, como si hubieran enloquecido y tratasen de separarse de su torso. Aparte, por supuesto, de aullar de dolor a pleno pulmón, pues aquel segundo impacto fue lo bastante atinado como para dar de lleno en sus dos pezones; los cuales, por el efecto combinado de su excitación y del frio de la mañana, estaban duros como piedras.

El hombre, sin perder la sonrisa, se alejó de allí, sin duda en busca de otra víctima a la que flagelar; Silvia lo siguió con la mirada, aunque las lágrimas nublaban un poco su visión, y pronto vio como hacía lo mismo a otra chica que estaba, también, siendo penetrada en la misma postura en que lo acababa de ser ella: se quedó justo a su espalda, para que ella no lo pudiese ver, y en el momento en que su víctima comenzó a gemir de satisfacción, iniciando un orgasmo evidente, se puso a su lado y le cruzó los pechos con la vara. Esta vez, sin embargo, la azotada dio un salto al recibir el trallazo, pues el hombre que la penetraba no la tenía sujeta; tras saltar cayó al suelo justo al lado de él, dando fuertes alaridos mientras su agresor continuaba golpeándola con la vara, ahora en todos los rincones de su cuerpo desnudo. Pues la otra, gracias a sus convulsiones, se lo ponía muy fácil. Los golpes cayeron en sus nalgas, en sus muslos, sobre su espalda… la chica lloraba y le suplicaba que parase, pero el hombre continuó golpeándola; hasta que el cazador que la había estado penetrando hasta entonces se incorporó y, poniéndola de cuatro patas y con la cara en el suelo, se puso detrás de ella y volvió a penetrar su vagina. Mientras concluía lo que había comenzado, dando fuertes arreones que provocaban que la chica arrastrase sus pechos por el suelo, el hombre de la vara buscó el modo de colocar algún otro golpe sobre la piel desnuda de la penetrada; pero, ante el riesgo de golpear al cazador, acabó por ir en busca de una nueva víctima. Y así siguió, repartiendo golpes de vara a todas, sin que en ningún momento Silvia -que le vigilaba tanto como podía, por si regresaba- le viese penetrar a ninguna de las chicas; de hecho, a ella misma volvió a visitarla una segunda vez, mientras uno de los hombres la penetraba desde detrás y ella tenía medio cuerpo doblado hacia delante, por la cintura. Pero esta vez los dos golpes de vara con los que el hombre le cruzó la espalda, aunque fueron igual de dolorosos, al menos no la pillaron por sorpresa.

Cuando llegó la hora de comer, los hombres volvieron a encerrarlas en la jaula y se fueron al interior del cortijo; las nueve quedaron bajo un sol que ya calentaba con fuerza, doloridas, cubiertas de semen y sin agua ni comida con las que aliviarse un poco. Silvia pudo observar que ninguna de sus compañeras había escapado a las atenciones del hombre del cabello blanco, pues todas presentaban, como mínimo, media docena de marcas rojas de vara, gruesas y profundas; en especial en los pechos, donde parecía haberse ensañado con las nueve. Y, además, casi todas tenían grandes hematomas en sus piernas, sus glúteos, sus muslos y su espalda, como consecuencia de haber sido “cazadas” con aquellos dolorosos proyectiles de goma. Pero estaba claro que su sufrimiento no había concluido aún, pues al día aún le quedaban algunas horas; al acabar de comer, los hombres salieron de nuevo al patio, y se sentaron en el suelo frente a la jaula, formando un corro. El del pelo blanco, que parecía ser el más sádico de todos, les propuso jugar “a lo mismo que la otra vez”; los demás asintieron entre vítores, y el que lo había propuesto se giró hacia las nueve prisioneras desnudas y les dijo: “El juego consiste en poner a prueba vuestra fuerza de voluntad. Iréis saliendo una por una, os tumbaréis en el suelo aquí delante nuestro, con las piernas bien abiertas y el culo alzado, y yo os daré seis golpes de vara en el sexo. La que logre ofrecer su vulva a los seis azotes no recibirá más; la que no lo consiga será colgada de un árbol, y azotada hasta que no le quede un centímetro de piel sin marcar. Por cierto, después de recibir cada azote podéis chillar, llorar, revolveros… aliviaos como queráis, excepto con las manos, claro, pues no os las vamos a soltar; pero cuando yo os lo indique debéis recuperar la posición para el siguiente golpe. Y, antes de que os lo administre, numerar el que hayáis recibido y dar las gracias. Si no lo hacéis, no contará para la media docena” .

La primera que sacaron de la jaula fue la chica a la que habían hecho firmar unos documentos antes de empezar la cacería, a quien el maestro de ceremonias había llamado Marta Gómez; morena, de no más de metro sesenta de estatura y con un cuerpo pequeño pero muy bien proporcionado, parecía ya conocer el ritual, pues no necesitó de más instrucciones: tan pronto como salió de la jaula se dirigió a donde los hombres habían formado el corro, y se tumbó boca arriba en el suelo, con los pies apuntando hacia ellos. Luego separó las piernas y, usando sus brazos esposados como soporte, levantó el trasero tanto como pudo alcanzar; su menuda desnudez quedó formando un arco, con su sexo completamente abierto, obscenamente ofrecido al corro de observadores. Silvia se fijó en que tenía los pechos, pequeños y puntiagudos, literalmente cubiertos de varazos, pero en cambio no logró ver sobre su cuerpo hematoma alguno; para su suerte, pensó, debieron de cazarla por algún otro método distinto al que usaron con ella. Aunque poco tiempo más tuvo para pensar en eso, pues tan pronto como Marta adoptó la posición el hombre del pelo blanco se puso a su lado, mirando hacia el público; luego levantó aquella vara con la que las había estado torturando toda la mañana y, con todas sus fuerzas, la descargó sobre la entrepierna de la chica. El efecto fue inmediato: la azotada salió despedida hacia un lado, y comenzó a rodar por el suelo mientras gritaba con desesperación; todos los músculos de su cuerpo se tensaron al máximo, como si fueran a romperse, pero cuando el verdugo le ordenó, poco después, que recobrase la posición, lo hizo. Y no solo eso, sino que logró decir, entre sollozos y con un hilo de voz, “Uno; muchas gracias, Amo” ; poco antes de que el segundo azote la volviese a sumir en un infierno de dolor.

Para pasmo de Silvia, la chica logró soportar los seis golpes de vara; aunque cada vez le resultaba más difícil recuperar la posición, sin duda por conocer de sobra el terrible dolor que la esperaba tan pronto como lo hiciese, pudo aguantar hasta el final. Y cuando, llorosa, renqueante y sudorosa, regresó a la jaula, el corro de espectadores la premió con una ovación; aunque la pobre no parecía estar precisamente contenta, pues el sufrimiento la consumía por entero, Silvia pudo ver como una sonrisa de triunfo se dibujaba en su cara. Y, una vez de vuelta dentro de la jaula, como una de las otras chicas, sin duda en un esfuerzo por aliviar el dolor de la azotada, hundía su cara entre las piernas de Marta y comenzaba a lamer y besar su dolorida entrepierna; aunque Silvia no era en absoluto lesbiana, pensó que ojalá alguna hiciese eso mismo por ella cuando llegase el momento. Si es que superaba la prueba, claro; porque era obvio que no todas iban a hacerlo.

Por ejemplo, no la superó la siguiente chica a la que le tocó salir de la jaula; aunque por su aspecto parecía ser la más fuerte del grupo, pues era muy alta y tenía un cuerpo de gimnasta: caderas estrechas, piernas fuertes, pechos pequeños -aunque con su buena ración de azotes, por supuesto- y unos glúteos que parecían duros y firmes. Y eso que se situó en aquella obligada y obscena postura casi con desafío, mirando a los hombres con desprecio mientras se tumbaba, separaba las piernas y alzaba el pubis. Pero bastó el primer golpe, que alcanzó de lleno su clítoris, para que cambiase de actitud por completo: comenzó a rodar por el suelo llorando, e implorando clemencia, y por más que el verdugo se lo exigió, varias veces, no fue capaz de volver a colocarse en la posición requerida. Así que, finalmente, desistieron de ello: dos de los hombres la llevaron, sujetándola por ambos brazos, hasta un olivo próximo; una vez allí pasaron una cuerda por una rama alta y gruesa, a más de dos metros del suelo, y luego ataron con ella los pies de la chica. Tras lo que, tirando de la cuerda, la alzaron hasta que quedó colgada, boca abajo, de la rama; luego sujetaron el otro extremo de la soga al tronco del mismo árbol, y regresaron al corro de espectadores.

Con la siguiente chica, una morena de formas voluptuosas, sucedió casi lo mismo: ya salió muy asustada, pidiendo clemencia, y aunque logró soportar los dos primeros golpes, incluso numerándolos y dando las gracias, una vez que el tercero cayó, inmisericorde, sobre su sexo abierto ya no pudo más; se quedó doblada sobre sí misma, llorando y gimiendo, hasta que dos de aquellos hombres la levantaron, y fueron a colgarla cabeza abajo de otro olivo. Entonces llegó el turno de Silvia: aunque notaba que le temblaban las piernas, consiguió ir hasta el lugar indicado y adoptar la posición; tras lo que cerró los ojos, y se dispuso a esperar el castigo. El golpe, que no tardó, le hizo dar un tremendo chillido, y salir rodando por el suelo como a todas las demás; mientras aullaba como un animal herido, Silvia recordó los azotes que le habían dado cuando perdió su tercer combate, y pensó que nada dolía tanto como los golpes en la vulva. Ni siquiera los que había recibido en los pechos, de parte de alguno de los espectadores; y eso que, cuando el terrible látigo que emplearon impactó en ellos, logró incluso dejarla sin respiración. Pero aquello era, sin duda, mucho peor, pues la vara, por ser tan dura, resultaba aún más dolorosa; sin embargo, cuando el verdugo le ordenó recuperar la posición Silvia, sorprendiéndose a sí misma, logró hacerlo, numerar el golpe y agradecérselo. Y lo mismo hizo tras el segundo, el tercero y el cuarto, pese a la terrible agonía por la que estaba pasando. Aunque el peor momento para ella llegó cuando, tras el cuarto azote, el verdugo le dijo que se colocase de nuevo en posición; Silvia ya no se veía con fuerzas para recibir más castigo, y se torturaba a sí misma al pensar que el siguiente no iba a ser, aún, el último que recibiese. Por lo que hizo como si no oyera la orden, y siguió retorciéndose de dolor en el suelo.

El hombre del pelo blanco la advirtió por segunda vez, sin éxito; ella le oyó, pero siguió gimiendo, encogida en el suelo y sin siquiera intentar volver a colocarse en la posición requerida. Sin embargo, cuando vio por el rabillo del ojo como dos de los hombres se incorporaban e iban hacia ella, levantó la mirada hacia aquellas dos mujeres desnudas que, cabeza abajo, colgaban de sendos olivos; y comprendió que, por más que el dolor de los dos golpes que le faltaban por recibir iba a ser terrible, siempre sería menos que soportar los cuatro que ya llevaba, y un montón de latigazos después. Así que, haciendo un esfuerzo sobrehumano, recuperó la obscena postura, agradeció el cuarto golpe y, casi al momento, recibió otro terrible trallazo en sus labios mayores, que la mandó de vuelta al suelo. Pero esta vez no le costó tanto volver a colocarse y agradecer el anterior, pues sabía que el que le faltaba era el último; en cuanto recuperó la voz, después de que el sexto azote alcanzase de lleno su clítoris y le hiciese dar un tremendo aullido de dolor, dijo “Seis, gracias Amo” , y se quedó allí en el suelo, con las piernas dobladas sobre su vientre y sumergida en su intensísimo sufrimiento. Tanto, que al final dos de los hombres tuvieron que devolverla a rastras a la jaula, pues ella era incapaz de hacerlo por su propio pie; una vez dentro Silvia se quedó en un rincón, gimoteando entre lágrimas, mientras el tormento de la quinta chica comenzaba. Y no se dio cuenta de lo que sucedía a su alrededor hasta que Marta, la que primero había sufrido el castigo, se le acercó; al ver que miraba hacia su vientre, Silvia comprendió lo que su compañera le estaba ofreciendo, y mientras le hacía una mueca -que quiso ser una sonrisa de agradecimiento- separó las piernas tanto como el dolor de su entrepierna se lo permitía, ansiosa por sentir la lengua de la chica en sus tumefactos labios. Pese a que nunca había sentido atracción alguna por su mismo sexo, cuando Marta comenzó a lamer y besar su vulva notó como el tremendo dolor que sentía iba disminuyendo, para ser substituido por cierta excitación; aunque no alcanzó orgasmo alguno, pues estaba demasiado cansada. Y, sobre todo, demasiado dolorida.

IX

Al final, cuatro de las chicas superaron la terrible prueba, y los cazadores las dejaron tranquilas en su jaula durante el resto de la tarde; pues dedicaron su tiempo, y sobre todo sus esfuerzos, a azotar con saña a las cinco que no lo habían conseguido. Aunque sin cambiar su incómoda postura, colgadas cabeza abajo, añadieron un detalle, sin duda para poder alcanzar mejor sus espaldas con los látigos: les soltaron las manos, que seguían teniendo esposadas atrás, y se las volvieron a esposar por delante. Para luego clavar unas estacas en el suelo, justo una debajo de cada chica, a las que ataron sus manos esposadas; con lo que los cuerpos desnudos de las cinco infortunadas quedaron, además de invertidos, extendidos por completo, y totalmente expuestos a la acción de los instrumentos de tortura. Cada uno de los hombres eligió uno: látigos cortos o largos, finos o gruesos, fustas, varas, … Silvia contó al menos una veintena de verdugos dispuestos a castigar a las cinco mujeres, quienes no hacían más que suplicar clemencia y prometerles, si las soltaban, toda clase de placeres. Pero para nada les sirvió; a una señal del que parecía el jefe, los cazadores comenzaron a golpearlas, yendo de árbol en árbol para poder fustigarlas a todas. Así estuvieron hasta que se cansaron de pegarles; para cuando se retiraron de nuevo al interior del cortijo, ninguna de aquellas desgraciadas había recibido menos de un centenar de azotes, y sus cuerpos desnudos estaban cubiertos de estrías, cortes y hematomas.

Allí quedaron colgadas un buen rato, incluso cuando todos los hombres, concluido ya lo que fuese que hicieron dentro del cortijo, subieron a un autobús que había venido a recogerlos, y se marcharon de allí. Para cuando ya era muy oscuro llegó, otra vez, la misma furgoneta que las había traído al lugar, y dos de los guardias comenzaron a descolgar a las chicas de los olivos y meterlas en ella; cuando las cinco estuvieron dentro, y esposadas a la barra del techo, sacaron de la jaula a las otras tres que estaban dentro de ella con Silvia, y las trasladaron también al vehículo. Pero, una vez que metieron en él a Marta, la tercera que retiraron de allí, el conductor cerró el portón trasero de la furgoneta, arrancó y se marchó; dejando a Silvia sola en la jaula. Aunque no por mucho rato, pues una vez que el vehículo se perdió de vista uno de los guardias vino a buscarla; aunque, por sus heridas, le costaba mucho andar, el hombre la sujetó de un brazo y la obligó a ir trastabillando hasta el cortijo. No tuvo más opción que acompañarlo; una vez dentro del edificio, la llevó hasta lo que parecía un despacho, donde al entrar pudo ver que, tras la mesa, se sentaba el mismo hombre que había presenciado su inspección en la casa de Marko, y que la había recibido al llegar a aquella finca. El hombre, al verla, comenzó a hablar: “Tengo un problema, Silvia, y a la vez también lo tienes tú. Me resulta imposible devolverte con Marko, porque desde hace unas horas ese cabrón está muerto; y bien muerto, diría yo, pues con los negocios en los que andaba metido, lo raro es que eso no le hubiera pasado antes. El caso es que ahora no sé bien qué hacer contigo; ¿tú qué me sugieres?” .

Silvia, cansada y muy dolorida, le respondió sin pararse a pensar: “Muy sencillo; quíteme estas esposas, deme algo de ropa, y lléveme de vuelta a mi casa, que yo ya me espabilaré” . El hombre sonrió, y después de repasar con la mirada el cuerpo desnudo de la chica, deteniéndose sobre todo en las muchas marcas de latigazos que lo decoraban, le contestó “Eso sería lo más fácil, sí; pero tú eras propiedad de Marko, y puede que los mismos que le han liquidado te reclamen. Vamos, que no quisiera ser yo el siguiente en su lista de víctimas. Así que déjame que primero haga algunas averiguaciones; mientras tanto vas a permanecer aquí, pero no te preocupes: mi médico cuidará de tus heridas, y no tendrás que hacer nada más que descansar hasta mi regreso. Lo siento, pero comprenderás que no puedo correr el riesgo de dejarte ir tan pronto” . Dicho lo cual tocó una campanilla que tenía sobre la mesa, y el mismo hombre que la había traído hasta allí entró en el despacho; tras recibir instrucciones de su jefe, llevó a Silvia a una de las habitaciones del primer piso del cortijo, donde la hizo entrar, le quitó las esposas y, al salir, cerró la puerta con llave. La chica se quedó sola en la gran habitación, y lo primero que hizo fue explorarla; estaba muy bien amueblada, con muebles rústicos pero de calidad, y tenía un balcón que daba sobre el patio en el que estaba la jaula que, hasta poco antes, había sido su residencia. La cama, inmensa, parecía cómoda, y por una puerta lateral accedió a un cuarto de baño totalmente equipado; de inmediato se preparó un baño caliente, y en cuanto la bañera estuvo llena se metió en ella.

Allí seguía cuando oyó abrirse la puerta de entrada, y segundos después un hombre con bata blanca se paró en el quicio de la puerta del baño; la miró y, con cara muy seria, le dijo “No debías hacer eso, primero hemos de tratar tus heridas. Sal del agua, sécate y ven conmigo” . Silvia, ya casi por costumbre, le obedeció en el acto; salió de la bañera, se envolvió en una gran toalla con la que se frotó hasta secarse y, una vez lista, pasó a la habitación. El hombre la esperaba sentado sobre la cama, y cuando la vio negó con la cabeza mientras le decía “¡Quítate esa toalla! Mientras permanezcas aquí no debes cubrir tu desnudez con nada; tanto porque así tus heridas curarán antes, como porque a los guardias nos encanta ver tu cuerpo. Es un auténtico pecado esconder tanta belleza, ¿sabes?; las chicas guapas como tú deberían permanecer siempre desnudas…” . Silvia se quitó la toalla y la tiró sobre la cama; por primera vez en mucho tiempo notó que se sonrojaba, pero no contestó nada, y siguió a aquel hombre, desnuda por los pasillos del cortijo, hasta la enfermería. Allí, y siempre siguiendo sus instrucciones, se tumbó sobre una camilla; el hombre procedió entonces a darle un masaje, usando una especie de aceite balsámico, que la relajó por completo, y casi hizo desaparecer el dolor de sus heridas. Además de eso, untó su inflamada entrepierna con otra crema, que también aplicó a las heridas del látigo más profundas; y luego le dijo “Mientras no salgas de la finca, ni cubras tu cuerpo, eres libre de hacer lo que quieras. Los criados te avisarán para las comidas, y yo cuando tengas que venir a tratamiento; puedes tomar el sol tanto como quieras, que esta loción tiene factor de protección 50. Incluso irá bien para tu curación tomarlo; pero procura mojarte lo menos posible, al menos hasta que todo haya cicatrizado” .

Durante casi un mes la vida de Silvia consistió en pasar el tiempo sobre todo en la piscina, donde tomaba el sol y leía libros que sacaba de la biblioteca del cortijo; sin otras distracciones que las comidas, siempre muy sabrosas, y las visitas a la enfermería para el tratamiento. El cual, conforme pasaban los días, cada vez era más efectivo; al cabo de unos quince días el dolor había ya desaparecido, y los tres masajes diarios que el hombre de la bata le daba, cada vez le provocaban una mayor excitación. Hasta el punto de que, justo después, no podía evitar masturbarse hasta lograr uno, o más, orgasmos; en más de una ocasión el criado, al acercarse a anunciarle una de las comidas, la había pillado en plena faena. Lo que al principio la avergonzaba terriblemente, aunque con los días se fue acostumbrando; para cuando el mes casi estaba completado, ya se masturbaba incluso delante de los jardineros, mientras estos cuidaban de los setos que rodeaban la piscina. Una actividad a la que, desde que Silvia exhibía en ella su desnudez durante la mayoría de las horas al día, cada vez se dedicaban durante mayor tiempo. De hecho, no solo las manos del hombre de la bata la excitaban; también lo hacía, muy a su pesar, la obligación de estar siempre desnuda. Pues, aunque ningún otro de los muchísimos hombres que trabajaban en el cortijo -criados, jornaleros, operarios, jardineros, …- le puso jamás las manos encima, las miradas de deseo que todos le dirigían la estaban volviendo cada vez más exhibicionista. Algo que Silvia, en el fondo, sabía que siempre había sido.

Por otro lado, y disponiendo de tantas horas para pensar, Silvia terminó por comprender que lo que realmente echaba de menos no era a Don Carlos en concreto, sino el hecho de tener un amo; no un amo cualquiera, claro, pues con Marko había podido comprobar lo desagradable que era ser propiedad de un hombre a quien no le importaba. Pero sí tener uno que fuese con ella a la vez cruel y cariñoso; un hombre que supiera, como había sabido Don Carlos, hacerle sentir el dolor y el placer, tratándola a la vez con perversidad y ternura. Y que supiera emplear una u otra cuando correspondiera, o incluso las dos juntas; pues, por ejemplo, pocas cosas la habían excitado tanto, en toda su vida, como la costumbre de Don Carlos de besar el lugar de su cuerpo donde le acababa de dar un azote. Por terriblemente doloroso que el golpe hubiese sido, cuando Silvia notaba los labios de su Amo sobre la herida recién abierta se estremecía de deseo; y un espasmo recorría todo su cuerpo, como si de una corriente eléctrica se tratase, obligándola a pedir más y más castigo. Hasta el punto de que, siempre, tenía que ser Don Carlos quien decidiese parar de azotarla; si por ella hubiese sido, y mientras cada golpe hubiese conllevado el inmediato beso, su castigo habría continuado, y cada vez más severo, hasta provocarle lesiones irreversibles. Pues la combinación de placer y dolor era, para Silvia, una droga a la que cada vez se sabía más adicta; sobre todo, y de eso se daba perfecta cuenta, eso era lo que más necesitaba para ser feliz. Viniese de Don Carlos, o de quien fuera.

Así que al final se decidió. Aprovechando una visita del dueño del cortijo, cuyo nombre seguía sin conocer -los empleados siempre le llamaban “el señor Marqués”- pidió para verle. Cuando un criado la acompañó al mismo despacho donde, tras la cacería, él le había explicado que Marko estaba muerto, Silvia llegó con su discurso aprendido y ensayado; así que, una vez estuvo sentada frente al hombre, en un tresillo junto a la mesa de trabajo, casi ni esperó a que él acabase de alabar el buen aspecto que su cuerpo desnudo presentaba para soltárselo. Ruborizándose un poco, y tras separar las piernas -que por error había cruzado, privando así a su amo de la visión de su sexo, ya por completo recuperado de los azotes recibidos- Silvia comenzó a hablar: “Señor Marqués, estos días he podido pensar mucho, y he llegado a una conclusión: solo soy feliz siendo la esclava de un hombre; pero ha de ser un hombre que sea capaz, a la vez, de quererme y de castigarme. De someterme y de mimarme; de llevarme hasta el límite de mi capacidad de sufrimiento, y luego de hacer que me sienta orgullosa de haberlo superado. Ya sé que eso no es fácil; de hecho, así era Don Carlos, a quien perdí, y no sé si nunca volveré a conocer a otro hombre así. ¿Sabe usted de alguno? Le aseguro que me entregaría a él sin reservas… Pero, en fin, dígame; ¿Cómo van sus gestiones? ¿Ha logrado usted saber algo más sobre los que mataron a Marko?” .

La reacción de él fue, justo, la que Silvia esperaba. Sin decir una palabra se levantó de la butaca, se acercó a su mesa y, tras abrir un cajón, sacó de él una vara de madera, fina y de casi un metro de longitud. Con ella en una mano regresó hasta el tresillo, se sentó junto a la chica y le dijo “No te preocupes por eso, los que mataron a Marko no te buscan para nada. Pero ahora vamos a lo que importa: levanta tus pechos con las dos manos, y ofrécemelos. Quiero comprobar si esta vara es tan terrible como me dijo el que me la vendió; vamos a probarla en tus dos senos. Espero que te estarás lo bastante quieta como para que pueda acertar en tus pezones; estoy seguro de que es donde más te va a doler” . Silvia sonrió, e hizo de inmediato lo que el hombre le ordenaba; cuando el primer golpe cayó sobre su pezón izquierdo, desatando un torbellino de dolor que recorrió toda su desnudez, logró mantener la posición, mientras una lágrima caía por su mejilla. Pero cuando, poco después, el hombre acercó su cara y besó el pezón terriblemente lacerado, las lágrimas se convirtieron en un torrente. Y la cara de Silvia se iluminó con una sonrisa de oreja a oreja; sin soltar sus pechos, que seguía ofreciendo abiertamente al tormento, se limitó a decir: “Amo, una vez que vea mis dos pezones lo bastante castigados, ¿puedo pedirle que pruebe esta vara sobre los labios de mi sexo? Así estarán bien amoratados, para cuando le apetezca a usted penetrarme…” .