El secreto del limoncello (9) DESENLACE!!

Marcello vivo o muerto? Quienes le retienen? Qué hará Ingrid? Este es el final de mi obra, espero que os guste tanto o más que las entregas anteriores.

Nota de la autora: siempre da pena escribir un final, porque es una historia que ha estado viviendo en mi mente a lo largo de mucho tiempo y es como si al final, tuviera que dejarla marchar, aunque quizás no se vaya para siempre... Sólo espero cumplir vuestras espectativas con este desenlace y agradecer como siempre la ayuda recibida, los ánimos, consejos y comentarios que me han animado a continuar y concluir mi trabajo como debe ser, poniendo un punto y final (o a parte) a la historia.

36

La puerta se abre causando un gran revuelo. Entra Stephano con sus hijos y los guardaespaldas. Parecen cansados.

—¿Qué ha pasado?  —Pregunto corriendo en su dirección.

—Allí no hay nada. Solo armas. Hemos revisado cada pequeño rincón de la nave y nada.

Ahogo un gemido angustioso.

—¡Joder! —Stephano se dirige hacia el sofá y se deja caer con toda su rabia— Ahora no sé por dónde buscar. Estoy perdido...

—Todavía queda tiempo. Nos quedan dos días —Interviene Claudio.

—¿Y qué podemos hacer en dos días? ¡No sabemos ni por dónde empezar!

—¡Señor!

La mujer del servicio entra apresuradamente en la habitación.

—Han dejado un paquete en la puerta a nombre de Marcello.

—¿Para mi hijo? ¿Cómo diablos ha pasado los controles de seguridad?

Uno de los guardaespaldas mira a Stephano con pesar.

—Ha burlado la vigilancia de los detectores porque ha venido por Drone –le muestra el pequeño aparato que lleva en las manos–, es lo suficientemente pequeño para no activar los sensores de movimiento.

—¿Quién lo manipulaba? ¿Se está haciendo una búsqueda?

—Sí, nuestros hombres están trabajando en eso ahora mismo y algunos coches han salido a inspeccionar la zona.

—Bien.

Le arrebata el paquete que lleva precintado el Drone  y corre hacia una mesa cercana. Todos dejan sus quehaceres y rodean la mesa esperando ver el contenido de la diminuta caja.

—No tiene ningún mensaje —Observa el guardaespaldas— Podría tratarse de una trampa.

Stephano se pasa las manos por la cabeza.

—¿Una bomba?

Todos se miran entre sí.

—¿Llamamos a los artificieros? –Propone Claudio.

—No tenemos tiempo de esperarles. Y yo no puedo más con esta intriga, es desesperante. ¡Dame los guantes!

Leonardo se los entrega.

Stephano suspira sonoramente, se siente inseguro pero el cansancio y la impaciencia juegan en su contra. Sin pensárselo más, desgarra el papel con los dedos. Todos permanecemos expectantes sin atrevernos a decir una sola palabra mientras desenvuelve la diminuta cajita.

Abre la tapa enérgicamente y su cuerpo se tambalea tras ver el contenido.

De la caja extrae un trozo de tela cubierto de sangre. Mi corazón bombea con fuerza, el llanto se acumula en las puertas de mis ojos, estoy a punto de entrar en un estado de nervios irreversible.

Desdobla los pliegues con cuidado, todos tememos ver qué habrá dentro de ese pedazo de tela. En cuanto lo abre, descubre una pequeña memoria USB. La eleva y se la entrega a un segundo hombre que también la sostiene con guantes.

—Antonello, lleva a analizar todo esto. ¡Ya!

Antonello coge todas las pruebas y sale disparado de la habitación. Yo sigo a Stephano mientras avanza y se coloca frente al ordenador, esperando saber qué revelará el contenido del USB que lleva el nombre de su hijo.

El técnico inicia una reproducción. Se me congela el aliento al ver a Marcello arrodillado en el suelo, con la cabeza gacha y las manos anudadas tras la espalda.

Las personas que hay tras la cámara empiezan a hablar con voz distorsionada.

—Esto no es una broma. Estamos a mitad del plazo y aún no hemos obtenido respuesta acerca de nuestro acuerdo. ¿Debemos interpretar vuestro silencio como un no ?

La cámara se mueve. La dejan fija sobre algo y las figuras de dos personas aparecen en un primer plano. Visten de negro, llevan guantes y sus rostros están cubiertos por pasamontañas y gafas de sol. Además, el cuarto en el que graban está tan oscuro que resulta muy difícil distinguirlos. No hay ventanas, y la iluminación únicamente proviene del foco de la cámara. Vuelvo a fijarme en Marcello, sé que es él pese a que aún no ha alzado el rostro.

Uno de los hombres descubre un bate de base ball . Ahogo un chillido, cubriéndome la boca con la mano cuando este impacta bruscamente sobre la espalda de Macello. Él chilla y cae al suelo derrotado. Ellos no se detienen ahí, le asestan un segundo golpe en las costillas. Todos vemos como se revuelve en el suelo y escupe sangre.

Me cuesta seguir mirando, las lágrimas no cesan mientras observo como el segundo hombre lo agarra del pelo obligándole a levantar la cabeza dirigiéndolo hacia la cámara. Marcello aprieta fuertemente los ojos mientras realiza una mueca de dolor escalofriante. El hombre a su espalda empuja su cabeza contra el suelo una, dos, tres, cuatro veces. Cada vez más fuerte. Tras la última sacudida vuelve a alzar su rostro, está lleno de sangre, seguramente le han roto la nariz.

Los sollozos me salen descontrolados, no soy capaz de refrenarlos y empiezo a temblar.

Tras ese último plano, lo dejan tendido sobre el suelo, medio inconsciente. Abren un estuche negro, lo despliegan poco a poco ante la cámara y muestran un surtido de cuchillos afilados y de distintos tamaños, junto a otros instrumentos de tortura. No puedo seguir mirando, pero me obligo a hacerlo. No quiero perderme ningún plano de él porque mientras siga respirando en esa grabación, seguirá con vida, y eso significa que aún tenemos una posibilidad.

—La próxima vez no dudaremos en utilizar todo esto. Veremos realmente la resistencia que tiene un Lucci.

La cámara vuelve a moverse, enfoca directamente a Marcello que tose mientras se arrastra por el suelo de cemento.

Cuando el video se detiene, todos nos hemos quedado traspuestos, sin saber qué decir.

—Traedme los papeles ahora. Voy... a...

Nos giramos para mirar a Stephano. Aprieta su puño izquierdo varias veces y se cae de rodillas al suelo.

El médico se acerca rápidamente.

—¡Le está dando un infarto! ¡Rápido, llevémoslo a la habitación y traigan mi maletín!

Me quedo petrificada frente al ordenador, incapaz de reaccionar por todo lo que está pasando mientras la habitación no deja de dar vueltas a mi alrededor; estoy a punto de desmayarme.

Cada uno de los pilares de esta enorme fortaleza se están derrumbando produciendo caos a su alrededor. Como las piezas de un dómino van cayendo una encima de la otra sin que se pueda hacer algo para detenerlo. Ahora entiendo perfectamente a lo que se refería Marcello, entiendo cuando me decía que había nacido acarreando ciertas responsabilidades que no podía eludir. Con él he descubierto la importancia de una familia que se apoya para formar algo más grande que ellos mismos, la complejidad de una estructura firme pero a la vez quebradiza, que no puede subsistir sin una sola de sus piezas.  Los Lucci podrían superar prácticamente cualquier cosa estando juntos, pero no podrían seguir adelante, un solo día más, si uno de ellos cayera.

Llevan a Stephano a una sala acondicionada para darle la asistencia médica que precisa. El doctor lo monitoriza y le inyecta un sedante. Claudio está con él, ayudando a la enfermera a desvestir a su padre con premura. Las cosas no pueden ir peor, ahora me doy cuenta.   Me pican los ojos y tengo la boca seca. Me vuelvo hacia el ordenador. Un hombre está revisando uno a uno los fotogramas del USB, intentando buscar cualquier pista. Me acerco a él.

—Quiero una copia —le ordeno con firmeza.

—Lo siento señorita, pero ningún Lucci me lo ha autorizado.

Le doy la vuelta bruscamente haciendo girar su silla.

—No te lo volveré a repetir. Quiero una copia de ese video o te juro que no cesaré en mi empeño de poner a los Lucci de mi parte para que te echen a patadas de aquí. No tienes ni idea de lo que soy capaz de hacer cuando estoy cabreada.

Sus ojos me contemplan desorbitados, asiente mostrando todo su respeto y efectúa rápidamente la copia que le he pedido. En cuanto me la entrega, doy media vuelta, cojo la bolsa con mis pertenencias, saco mi teléfono móvil y llamo a Rafael.

—Necesito que me lleves a casa de Marcello.

—Enseguida señorita.

Una vez en casa cierro la puerta. Estar sola me ayuda a pensar, me relaja y empiezo a ver las cosas con claridad. Me apoyo en la pared intentando poner mis pensamientos en orden; esto aún no ha acabado.

Me dirijo hacia el comedor, me arrodillo frente al televisor e introduzco el USB en la ranura del reproductor.

«Será doloroso, lo sé, pero tengo que verlo otra vez, necesito encontrar algo, una pista, un indicio, lo que sea que me ayude a abrir otra línea de investigación».

Esto no es una broma. Estamos a mitad del plazo y aún no hemos obtenido respuesta acerca de nuestro acuerdo. ¿Debemos interpretar vuestro silencio como un no?

Paro la imagen y vuelvo a rebobinar.

Esto no es una broma. Estamos a mitad del plazo y aún no hemos obtenido respuesta acerca de nuestro acuerdo. ¿Debemos interpretar vuestro silencio como un no?

Sigo mirando, esta vez me concentro en los detalles que hay en la habitación, intentando no mirar a Marcello.

Esos dos hombres son irreconocibles, van tan tapados que no queda al descubierto ninguna parte de sus cuerpos.

La habitación en la que se encuentran es pequeña y húmeda ya que las paredes están chorreando. Debe tratarse de un sótano.

Marcello emite un chillido desgarrador. Se me encoge el alma. Cierro los ojos y respiro hondo varias veces. Cuando vuelvo a abrirlos me concentro en la sangre. Ha salpicado el suelo, el reguero rojizo se pierde en un punto en el centro de la habitación, como si hubiera un desagüe.

Estoy empezando a desesperarme, todo esto no me sirve para nada.

Rebobino hacia delante y congelo la imagen antes de reproducirla a cámara lenta.

La próxima vez no dudaremos en utilizar todo esto. Veremos realmente la resistencia que tiene un Lucci .

Sigue respirando. No está muerto, aguanta pese a que sus posibilidades de sobrevivir en ese estado son escasas. Tose un par de veces y se mueve levemente. Vuelvo a congelar la secuencia. Estudio con detenimiento la habitación, hay algo al fondo. Cojo el mando del reproductor, es tan sofisticado que me deja incluso ampliar la imagen.

Trago saliva mientras acerco un poco más, intentando descubrir qué es ese objeto del fondo. La imagen se ve algo pixelada pero sé que se trata de una caja de cartón mediana.  No tiene nada especial, es una simple caja cualquiera, no merecería mi atención de no ser por la punta de un objeto de plástico que sobresale. No sé qué es exactamente, pero es de un llamativo color rosa y ese color no me cuadra para nada en ese escenario.

«Ese color rosa metalizado me suena, los he visto antes, ¿pero dónde?»

Me devano los sesos intentando encontrar dónde he visto esa punta de plástico. Es la única nota de color que hay en el video, un trozo de plástico alargado que se curva un poco en el extremo...

Entonces lo siento. El interruptor de mi cabeza se enciende y ahogo un chillido cuando la nítida imagen de ese detalle se exhibe en mi mente a la perfección. Sé lo que es, ¿cómo no me he dado cuenta antes? El llanto no tarda en salir, tengo mucha rabia acumulada, impotencia y odio; una mala combinación.

Corro por la casa hasta llegar al baño. Respiro hondo mientras me lavo, me peino y me maquillo un poco con mano trémula intentando recomponer mi aspecto.

Decido cambiarme de ropa. Vaqueros y camisa blanca, con una chaqueta color burdeos. Me acuerdo de una cosa que puede serme útil, aunque no creo que tenga el valor necesario para utilizarla, decido llevármela por si acaso.

Ya estoy lista. Sé lo que tengo que hacer. Pero ahora mi duda es si debo o no confesarle mi descubrimiento a los Lucci. Hay demasiado en juego, tengo que asegurarme primero y ante todo, no precipitarme.

Mi corazón late desaforado, estoy muy nerviosa y no tengo ni idea de si estoy obrando bien, pero algo me dice que debo acudir yo sola y actuar con la templanza que ahora mismo no tienen los Lucci.

Bajo las escaleras y llego hasta el parquin. Está lleno de coches, algunos no los había visto nunca antes. Entre ellos descubro un pequeño Chévrolet. Parece lo bastante discreto como para pasar desapercibida conduciéndolo. Las llaves de todos los vehículos están puestas en el contacto. Entro dentro, abro la guantera donde está el mando del parquin y lo presiono para que se abran las puertas.

Pongo primera y arranco. No veo el momento de llegar y fruto de esa impaciencia, empiezo a correr sobrepasando los límites de velocidad. El guarda de la entrada me mira y al reconocerme asiente abriéndome la barrera, parece que Marcello ya le dejó claro que yo tenía libre acceso a su residencia. Acelero la marcha hasta llegar al núcleo urbano. Por suerte todo está en calma, apenas hay tráfico, por lo que puedo moverme con mucha más rapidez.

Ya es de noche aunque no demasiado tarde. Aparco el coche en las inmediaciones del lugar y recorro los pocos metros que me separan a pie.

Debo controlar mi respiración. ¡No puedo delatarme justo ahora!

Repaso una vez más el plan: qué es lo que he venido a hacer aquí y creo saber cómo proceder. Emito un bufido nervioso, puedo equivocarme, no estoy segura de nada, pero debo intentarlo.

Aprieto el botón del portero automático consciente de que a estas horas no espera a nadie y puede que se resista a contestar. Pero yo sé que está ahí, la luz está encendida y pase lo que pase, no pienso darme por vencida.

37

—¿Si? —Tras escuchar su voz, mi corazón vuelve a latir con fuerza.

—Soy Ingrid, ¿me abres?

Se hace una pausa al otro lado. Duda. Finalmente escucho es sonido de la puerta al desbloquearse y entro sin pensar.

—¡Ingrid! ¿Qué haces aquí?

—Necesito una copa, por favor...

—¡Claro! Pasa...

Caminamos juntos hasta la barra. Me siento en un taburete alto y espero a que él me prepare lo que considere oportuno.

En cuanto deposita el vaso de tubo frente a mí, le soy un sorbo.

—Es toda una sorpresa verte aquí, ¿a qué se debe esta visita?

Entrecierro los ojos en cuanto el líquido abrasador desciende por mi garganta; lo necesitaba.

—Tenías razón Iván, tenía que haberte escuchado, pero estaba tan ciega que... –interrumpo mi discurso para liberar unas apropiadas lágrimas.

—¿Qué ha pasado?

—El último día que nos vimos te dije que tenía una cita con Marcello horas más tarde –procedo descendiendo la mirada, apenada.

—Sí —confirma mostrando todo su interés.

—No salió bien. Desde aquél día no he vuelto a verle.

—¿Ah, no?

—No. Parece que ya no quiere saber nada más de mí, me ha utilizado, como me dijiste que haría, y se ha ido sin más.

—¿Por qué me lo cuentas ahora?

—Decidí dejar pasar un tiempo para poder pensar y asimilar las cosas, además, me daba vergüenza admitir que me había equivocado y que tú tenías razón.

Él ladea la cabeza, parece reconsiderar mi argumento antes de animarse a intervenir.

—Marcello se personó en el bar de mi tía al día siguiente, diciendo que a partir de ahora ya no ibas a volver. En su lugar le dio el número de una mujer a la que le interesaba el puesto. Di por sentado que era porque estabais juntos.

—Pues no. Lo único que ha hecho es ponerme obstáculos, joderme la vida porque no quise acatar sus condiciones.

—¿Qué condiciones son esas?

Hago una mueca y vuelvo a beber.

—No quiero pensar en eso ahora, lo cierto es que estoy hecha polvo.

Él suspira mientras da la vuelta a la barra para sentarse junto a mí.

—Lo siento. Ese malnacido jamás debió conocerte.

Sus palabras son como una puñalada a traición en mi frágil corazón. Realmente tiene algo de razón en eso, si no me hubiese conocido seguramente no se encontraría en esta situación: a punto de perder la vida por pura estupidez.

—Ahora ya da igual —me obligo a decir, sorbiendo por la nariz—, estoy empezando de cero.

—Haces muy bien Ingrid. Me alegro de que me lo hayas contado. Si puedo ayudarte en algo...

—Gracias, siempre has estado ahí. Lamento no haber acudido antes, pero estaba tratando de asimilarlo y...

—No te preocupes por eso, siempre vas a poder contar conmigo, pero verás —se pasa las manos por la cabeza—, me has pillado en un mal momento, justo ahora tengo que acabar unas gestiones, así que si no te importa... te llamo mañana y continuamos con esto.

Su evasiva me desconcierta.

Realmente me esconde algo o de lo contrario jamás actuaría así conmigo. Sea como sea no puedo irme todavía, no sin resolver todas mis dudas. Tengo que abordar el tema sí o sí para poder ver su reacción.

Me armo de valor. Cojo su mano que descansa flácida sobre la barra. Iván me contempla perplejo.

—Por favor, ¿puedes abrazarme?

Mi pregunta parece un ruego. Me contempla extrañado, no entiende por qué en esta ocasión me atrevo a sobrepasar los límites pero no me decepciona, con cuidado se acerca a mí y me estrecha entre sus brazos. Me aprieto fuerte a él, inspiro su aroma que me evoca tiernos recuerdos de nuestras bromas y esos recuerdos también duelen.

—He pasado unos días bastante raros –procedo sin mirarle, negándome a apartarme de él–. No solo por el desplante de Marcello, sino por lo de su desaparición y demás...

Sus manos intentan soltarme, pero insisto para prolongar un poco más el abrazo.         —Pero ahora todo eso ha quedado atrás –me apresuro a contestar y ahora sí, me separo un poco.

Le sonrío y él intenta corresponderme, aunque no lo consigue. Está tenso.

—Tengo que trabajar, Ingrid –me recuerda–. Realmente me apena tener que despedirme de ti así, pero no puedo demorarme más. Te llamo mañana sin falta, ¿de acuerdo?

Y me rechaza otra vez, en cuanto le hablo de Marcello su actitud cambia. Cojo mi bolso y me lo pongo cruzado sobre el pecho. Le miro con sutileza, entornando la mirada mientras vuelvo a acercarme. Mi corazón está a punto de estallar, de repente sé lo que tengo que hacer.

Rompo el espacio que nos separa para abrazarle de nuevo, lo hago fuerte mientras cierro los ojos y se me escapa una lágrima prófuga, no espero más, y antes de separarme hundo la punta del bolígrafo en su brazo y aprieto el clip para liberar el veneno que le dejará paralizado en cuestión de minutos.

—¿Qué me has hecho? —Iván me contempla ojiplático. Su cara refleja un miedo inconmensurable mientras mueve su brazo con rigidez.

—Lo siento —me disculpo con sinceridad–. No sé por qué lo has hecho, no logro entender cómo has sido capaz de hacer algo así...

—No es lo que piensas –responde con dificultad.

Niego con la cabeza.

—¿Dónde está?

Desciende los párpados con pesar.

—El...El... sótano –hace un esfuerzo por detenerme antes de dar un paso.

—¿Cómo lo has...? –El paralizante comienza a hacer efecto y no puede moverse, se arrodilla y queda tendido sobre el suelo.

No tengo tiempo para esto.

Recorro el local intentando encontrar una puerta que me conduzca hacia el sótano. Estudio todos los rincones, la última habitación me lleva a un pequeño despacho lleno de papeles y a los pies del escritorio hay una trampilla de hierro. Muevo la mesa enérgicamente y la abro. Está muy oscuro. Me siento en el borde, para descender uno a uno los peldaños de la escalera de madera. En cuanto llego abajo descubro un interruptor, lo pulso con el corazón encogido.

—¡Marcello!

Corro hacia él sin poder refrenar el llanto. Me tiro al suelo y sostengo su rostro con ambas manos.

—¿Ingrid? —No pude verme, la hinchazón de los ojos le impide abrirlos. Los sollozos se atrancan en la garganta. Le acaricio con mano trémula intentando retirar parte de la sangre seca que tiene adherida al rostro.

—Voy a llevarte a casa. ¿Puedes levantarte?

—No lo sé. Me duelen las costillas y el brazo.

Se ladea para enseñármelo. Me llevo la mano a la boca, está completamente retorcido. Cojo el cordel que sujeta sus manos y lo desato. Solo mueve uno de los brazos, el otro continua rígido hacia atrás, fuera de su sitio.

—Dios mío, ¿Qué te han hecho?

—Busca ayuda.

Saco mi móvil del bolsillo. No tardo en descubrir que en el sótano no hay cobertura.

—Mi teléfono no tiene señal aquí abajo.

—Sal de aquí y pide ayuda –ordena mientras intenta ponerse en pie.

—No pienso irme sin ti.

—¡Debes irte! —Repite de inmediato— No quiero que te encuentren aquí.

Entonces recuerdo el video. Eran dos personas las que le golpeaban, Iván podría ser una de ellas, pero ¿y la otra?

—Entonces será mejor que nos demos prisa. Apóyate en mí.

Intento ponerle en pie, pero él se queja y regresa al suelo, donde se siente seguro.

—No creo que pueda...

—Por favor Marcello, he llegado yo sola hasta aquí, ahora necesito que tú hagas el resto.

Suspira y se arrodilla con dificultad. Su quejido es estremecedor. Poco a poco le ayudo a incorporarse, está doblado hacia un lado, pero junto a mí, logra mantener el equilibrio.

Caminamos lentamente hasta colocarnos al pie de las escaleras.

—Ingrid... no puedo subir por ahí.

—¡Yo te ayudaré! —Le animo.

—En cualquier momento van a venir...

Sostengo firmemente la barandilla de madera y subo el primer escalón. Él me sigue haciendo un esfuerzo hercúleo por no caer. Intenta sujetarse, pero carece de la fuerza necesaria ya que tiene varios huesos rotos. Subo un segundo escalón, no pienso soltarle, así que hago doble esfuerzo intentando subirnos a ambos al mismo tiempo.

Un tercer escalón y un cuarto, Marcello ya no puede más y queda paralizado a mitad de ascenso.

—Para un momento, por favor...

Le hago caso. Me detengo y espero pacientemente a que esté preparado para continuar.

—Si continuo nos caeremos los dos. Hazme caso, sal de aquí y llama a mi familia.

—Te lo he dicho antes, no voy salir de aquí sin ti, tengo miedo de que alguno de ellos aproveche mi ausencia para matarte.

—Si te quedas, nos matarán a los dos.

—Me da igual.

Alza el rostro en la dirección de mi voz. Yo aprieto fuertemente los labios para reprimir un sollozo que está a punto de salir. Su cara está cubierta de sangre, llena de moratones hinchados. Mirarle es estremecedor.

Marcello se arma de valor y asciende un escalón más, yo le ayudo a alcanzar el siguiente. Me agarro lo más fuerte que puedo a su cuerpo impidiéndole caer, mientras que con la otra mano me aferro al pasamano de madera descascarillado que incrusta astillas bajo mi piel.

Seguimos subiendo lentamente, sin prisa. En cuanto saco mi cabeza de la trampilla, me muevo rápidamente, sin soltarle. Llego a la cima y tiro de su brazo sano con fuerza. Él chilla en respuesta pero no se detiene hasta que ha conseguido salir y tumbarse sobre el suelo del despacho.

Le ayudo a incorporarse. Se aferra a mí con todas sus fuerzas, me cuesta mucho seguir adelante sin tambalearme. Abro la puerta con una mano y cuando salimos fuera, Iván nos está apuntando con una pistola.

—No puedo dejar que se vaya... —dice con dificultad.

Jamás en toda mi vida me he sentido tan traicionada, confiaba en él, le tenía cariño y en poco tiempo empecé a verle como un hermano.

—¿Por qué, Iván? ¿Por qué has hecho todo esto?

—Tú no lo entiendes. No tenía elección –espeta entre sollozos.

—¿Qué vas a hacer ahora? ¿Matarnos a los dos?

Arrastra los pies para acercarse a nosotros. Gruñe mientras intenta controlar su cuerpo cada vez más pesado. No entiendo por qué sigue andando, puede que no le haya administrado correctamente la dosis.

—¿Realmente piensas que yo he tenido algo que ver en todo esto?

Le miro con atención. Si él no ha sido ¿quién?

—Solo soy un cómplice, un maldito chivo expiatorio. Pero yo no le he tocado...

Empieza a sollozar y eso me confunde aún más. Tengo que moverme, debo seguir avanzando hasta que Marcello esté a salvo, eso es lo único que me importa ahora.

—Van a matarme Ingrid. En cuanto se den cuenta de que él no está.

Suspiro mientras sujeto a Marcello con firmeza; necesito librarme de él y continuar con mi camino.

—Ahora mismo tienes muchos problemas. Vas a morir de todas formas si no es a manos de esos bárbaros será a manos de los Lucci. Pero tú solito te has metido en este embrollo, ¿cuánto tiempo crees que tardarán en hallar las mismas pruebas que yo y exigirte explicaciones?

Me mira confundido.

—¿Cómo lo supiste?

Niego con la cabeza. Me parece increíble que sea tan estúpido.

—Solo hay en ese agujero un objeto que te incrimina, pero no me costó mucho reconocerlo.

—¿Cuál?

—¿Te acuerdas de la caja con los objetos de fiesta que utilizamos para decorar la sala? Una patilla de las gafas rosas fue lo que me condujo hasta aquí.

Agacha la cabeza confuso, no creyó que pudiera recordar ese detalle.

Sus rodillas ceden y acaba cayendo al suelo emitiendo un golpe seco. Se ha negado a seguir luchando y ha aceptado su destino. Verle ahí tendido, completamente indefenso, me genera remordimientos.

—Yo no he sido Ingrid, tienes que creerme, por favor...

Le aparto con el pie para que Marcello no tropiece con él al pasar.

—No sé por qué, pero te creo –comento mientras me encamino hacia la salida–. No te veo capaz de hacer sufrir a alguien de esta manera. Aunque no entiendo cómo has podido ser partícipe de una cosas así.

Respira nerviosamente, pero permanece quieto, sin poder moverse.

—¿Qué vas a hacer ahora? –pregunta con la voz temblorosa– ¿Delatarme?

Emito un bufido.

—No sé lo que voy a hacer, tengo que pensarlo.

Marcello, que permanece ausente, no se atreve a hablar pese a que ha escuchado cada una de las palabras que nos hemos dedicado. Cuando consigo llevarle hasta al exterior, acerco el coche a la entrada del pub y le ayudo a subirse en el asiento trasero, tumbándolo con delicadeza.

Mi teléfono empieza a vibrar mientras circulo.

—¡Tengo a Marcello! ¡Lo he encontrado! Está muy mal herido, ¿adónde lo llevo?

—Dirígete a la residencia familiar lo más rápido que puedas. Lo tendremos todo dispuesto.

Corro a toda velocidad, esquivo coches, omito señales de tráfico e ignoro semáforos. Necesito llegar lo antes posible. Hace rato que ya no le oigo quejarse y eso me hace pensar que, tal vez, he llegado demasiado tarde.

Las verjas de la enorme residencia de los Lucci están abiertas de par en par. Entro haciendo derrapar el coche mientras me dirijo hacia la casa. Una camilla y varias personas vestidas de blanco nos aguardan impacientes. Abren las puertas del coche, sacan a Marcello y lo conducen rápidamente hacia el interior. Camino detrás de ellos y mientras oigo hablar a los médicos de su estado, me relajo, pues él sigue vivo y se recuperará.

Me sorprende ver a Stephano en pie. Acompaña a Marcello a la habitación pero se mantiene al margen mientras todo el personal cualificado le atiende.

Paola ayuda a Monic a bajar las escaleras. Está muy débil, pero no quiere perderse el regreso de su hijo. En ese momento me dedica un asentimiento de cabeza, comunicándome todo aquello que no puede expresar con palabras.

Entra en la habitación con su hijo y permanezco un rato esperando fuera, observando desde la distancia esa familia grande y poderosa, unida de nuevo.

Mi cuerpo se tambalea un poco. Es como si después de tanta tensión me hubiera quedado sin fuerzas, además, he perdido la cuenta de las horas que he pasado sin dormir. Empiezo a ver borroso, las imágenes se amontonan y mi cuerpo se mueve rápidamente, pero antes de tocar el suelo unos brazos fuertes me sostienen.

—Tranquila —me llevan hacia el sofá en volandas y me acuestan entre los mullidos cojines. Sigo sin poder ver bien, aunque ese rostro difuminado me recuerda al de Marcello, asciendo la mano para palpar su cara. Percibo una barba incipiente y dura que provoca que me aparte rápidamente.

—¿Cuánto tiempo hace que no comes?

—No me acuerdo.

Suspira y llama a una mujer del servicio.

—Tráeme caldo caliente y algo de pan, por favor.

—Enseguida, señor.

—¡No, no! —Chillo alterada— Estoy bien.

Intento incorporarme pero sus brazos me lo impiden.

—Necesitas comer algo y dormir. Por ese orden. Al final te has arriesgado demasiado...

Le miro extrañada. Ahora sí distingo con nitidez el rostro de Claudio.

—No me digas lo que tengo que hacer.

Sonríe y se aparta de mí. Deja que me siente a su lado.

—Tengo que agradecer tu insistencia, terquedad y perseverancia. Gracias a eso has traído de vuelta a mi hermano. Siempre he sabido que tú lo conseguirías.

—Ya.

Entra la cocinera con una bandeja, me ofrece una taza de caldo caliente y deposita un plato con pan y entremeses sobre la mesa que hay junto al sofá .

—Bébetelo todo.

Tengo ganas de acabar con esto, así que por no oírle, hago lo que me pide. El apetito se despierta a medida que me voy recomponiendo y devoro todo lo que han traído.

—¿Te encuentras mejor?

Asiento.

—No vuelvas a descuidar tu salud, ¿entendido?

Le miro con los ojos envueltos en llamas.

—¿Ahora eres médico o algo así? Porque hablas como si lo fueras.

Se echa a reír, lo cual me irrita todavía más.

—Deberías ir a dormir. Creo que te lo mereces y por encima de todo, lo necesitas.

Cierro los ojos derrotada, la verdad es que carezco de fuerzas para continuar con la conversación.

Es obvio que la familia Lucci querrá interrogarme acerca del sitio donde encontré a Marcello, ahora están pendientes de su hijo, pero mañana querrán conocer de mi boca todos los detalles. Sea como sea y sin que sirva de precedente, Claudio tiene razón: necesito descansar.

«Él está bien. Le atienden en este momento y tiene a decenas de personas pendientes de sus dolencias; mi presencia ya no es necesaria».

Me levanto y me dirijo hacia Rafael, que como todos, está en la sala sin quitar ojo a los acontecimientos que se producen en la habitación de al lado. Claudio está justo detrás de mí, tiene miedo de que vaya a caerme, pero lo cierto es que ahora estoy bastante mejor.

—Rafael... ¿Puede llevarme a casa, por favor?

Claudio le dedica un asentimiento de cabeza y él responde:

—¡Claro que sí, señorita!

Me acompaña por la sala. Salimos al exterior en silencio. Me abre la puerta de su coche, pero en esta ocasión subo en el asiento del copiloto. Necesito la compañía de alguien. En cuanto él se coloca a mi lado y arranca el motor, le miro.

—Quiero ir a casa.

—Por supuesto.

—Me refiero a casa —matizo.

Me mira extrañado unos segundos.

—Pero Marcello ordenó que...

—Rafael... por favor, necesito descansar. Solo en mi casa conseguiré hallar la tranquilidad necesaria.

—Como guste, señorita.

—Gracias.

Al entrar en mi hogar, me abofetea el fuerte olor a humedad. Hace días que se infiltró el agua y no he abierto ninguna ventana para ventilar.

Subo al piso superior, llego hasta la habitación y me tiro literalmente sobre la cama. Aquí siento que vuelvo a ser yo otra vez. Se acabaron los juegos y el fingir.

Esta casa es el vivo reflejo de mi personalidad: es un desastre, está prácticamente en ruinas, no hay lujos ni adornos, está vacía. Además de solitaria. Pero es mi hogar, el único sitio donde me permito el lujo de ser yo misma. A mi casa no le importa como visto, ni lo que digo, ni si como o no, es un lugar tranquilo y sencillo.

38

Parpadeo un par de veces adaptándome a la luz. Me levanto solo para ir al baño y regreso a la cama.

No sé qué hora es, pero es de noche otra vez. Me dirijo a la cocina con más hambre de la que he tenido en toda mi vida, encuentro un paquete de galletas y como unas cuantas. El cansancio vuelve a apoderarse de mí tras engullir la última y regreso al dormitorio.

Me despierto sobresaltada y confusa al escuchar el estrépito de unos golpes dentro de mi propiedad. Un pitido agudo atraviesa el interior de mi cabeza y presiono la sien con la mano, intentando inútilmente mitigarlo ¿Cuánto tiempo llevo dormida? Los golpes vuelven a producirse y en esta ocasión distingo con claridad que provienen de la planta baja, alguien está aporreando la puerta de entrada sin piedad.

Camino con torpeza, dando tumbos hasta encontrar el reloj que he dejado sobre la cómoda. Marca la una del mediodía.

Siguen llamando a la puerta y me entra el pánico. ¿Quién puede ser a esta hora? Desciendo las escaleras, agarrándome con fuerza al pasamanos para no caer. Una vez en el comedor tropiezo con la silla, ignoro el dolor que me he hecho en el pie y sigo hasta el recibidor. Giro la lleve que está dentro de la cerradura y abro una pequeña rendija para ver quién es. La luz del sol me ciega, desvío la vista al suelo mientras abro un poco más para no perder detalle de la persona que hay frente a mí.

Lo primero con lo que me encuentro cuando consigo adaptarme a la claridad que procede del exterior, es con el rostro afligido de Marcello. Me quedo embobada mirándole. No entiendo nada. Tiene buen aspecto aunque todavía siguen presentes sus heridas; Los ojos ya no están hinchados, aunque sí se aprecia en ellos la sangre invadiendo gran parte de su globo ocular, su mirada roja me produce escalofríos. Alrededor de ellos se extiende un hematoma purpúreo que le da un aspecto todavía más aterrador. Cuando miro su boca me doy cuenta que la brecha de su labio inferior sigue abierta, aunque ya no sangra. Del mismo modo su barbilla tiene una herida  que mantienen unida con tiras de sutura. Desciendo la mirada hacia su cuerpo: Lleva un brazo en cabestrillo y se intuyen los vendajes del torso a través de la ropa. Se apoya en una muleta para mantenerse erguido. Intento no dar importancia al hecho de que va enfundado en una ridícula bata blanca de hospital.

A su espalda aguarda un séquito de personas que nos miran sin perder detalle de nuestras reacciones. Distingo a médicos, guardaespaldas, enfermeras... una de ellas lleva a cuestas una silla de ruedas vacía.

«¿Qué es todo esto?»

Me cuesta procesar la información que captan mis sentidos. Trago saliva con nerviosismo, acabo de despertarme y no sé por qué Marcello está aquí y me mira así.

«Y ahora, ¿qué va mal?»

Me centro exclusivamente en él, que no ha dejado de mirarme con severidad, intimidándome, y por instinto empiezo a temblar.

—Marcello... –susurro sin apartar mis ojos de los suyos.

Veo un destello de decepción en su rostro y entonces comprendo que merece una explicación. ¿Por qué actué de esa manera? ¿Por qué no revelé a su familia dónde lo encontré y la implicación de Iván en su secuestro? He estado postergando el tema todo lo que he podido hasta hallar una solución que nos beneficie a todos, pero aún no he tenido tiempo de pensar en eso y ahora me doy cuenta de mi gran error.

—Lo..., lo... siento –tartamudeo intentando ordenar mis pensamientos–, sé que no ha sido la mejor manera de proceder, tendría que haberlo dicho pero no encontré la forma... Estabas malherido y eso era lo importante, lo demás podía esperar.

Su ceño se frunce, está molesto y puedo entenderle.

—Y lo dices así, como si nada...

— ¿Y cómo quieres que te lo diga?

—Han pasado dos días, podías haber venido a verme y explicarme los motivos.

—¿Dos días? –Pregunto confusa, tocándome la cabeza– No tenía ni idea de que habían pasado dos días, he dormido desde que... –interrumpo mi discurso para mirarle, está tan distante que me recuerda a nuestros primeros encuentros.

—No lo entiendo, Ingrid, ¿por qué?

Entrecierro los ojos.

—Ya sabes por qué.

Desciende el rostro y suspira.

—Sabía que mi mundo no era para ti, ojalá pudiera volver atrás en el tiempo, no dejo de pensar que si no me hubiera separado de tu lado tal vez ahora... Pero para qué engañarme, lo mejor para los dos hubiese sido que  jamás nos hubiéramos conocido.

Me duelen sus palabras hasta un punto inimaginable.

—¡Pues yo no me arrepiento de haberte conocido! Y siento tener la templanza que no tiene ninguno de vosotros para pensar las cosas dos veces antes de cometer cualquier locura. Iba a contarlo, pero no en caliente, hay cosas que analizar porque no me cuadran y sé lo que sois capaces de hacer sin medir las consecuencias, de ahí mi silencio.

Su ceño se frunce todavía más.

—¿De qué cojones estás hablando? ¿Se lo ibas a contar a mi familia antes que a mí? Y ¿qué cosas no te cuadran? Es una ecuación sencilla maldita sea, ya no quieres estar conmigo por los motivos que sean, tal vez porque todo esto te ha superado, y lo entiendo, pero tengo derecho a saberlo de tus labios.

Le miro extrañada; creo que estamos hablando de cosas diferentes.

—Yo nunca he hablado de dejarte.

—Eso es verdad, técnicamente no has dicho una palabra al respecto.

—¿Entonces? –pregunto desesperada.

Marcello emite un bufido frustrado. Deja la muleta a un lado, mete la mano sana en el bolsillo de su bata y saca la pulsera plateada con incrustaciones rojas que un día me entregó.

—¿Qué significa esto?

Le miro sin saber bien qué decir.

—Un momento... ¿has venido hasta aquí dolorido, descalzo y con una bata de hospital como atuendo, con un grupo de personas que están mirando tu culo ahora mismo, solo porque has visto la pulsera en tu casa y has pensado que iba a dejarte?

—Marcello, por favor, esto ya ha durado bastante, regrese a la silla, no debería moverse. Necesita mucho reposo para sanar la costilla rota y...

—¡Cállate! —Exclama con severidad. Vuelve a girarse en mí dirección, parece que está muy enfadado ahora mismo— ¿Puedo pasar? Ya sabes, para que dejen de mirarme el culo...

Asiento enérgicamente escondiendo una sonrisa y le dejo entrar. Le sigo de cerca asegurándome que no se cae mientras llega hasta una silla cercana y empieza a doblar las piernas para poder sentarse. Su mueca de dolor me oprime el pecho. Trago saliva y coloco una silla frente a él.

—Pregunté por ti y me dijeron que te habías ido a casa. No quise molestarte pero me extrañó que al día siguiente no vinieras a verme. Entonces me dijeron que habías regresado aquí, confieso que eso no me lo esperaba. Pero luego decido ir a asegurarme y encuentro esto en la mesa —vuelve a enseñarme la pulsera— ¿Qué querías que pensara?

—Sé lo que parece. Pero no es así.

—Bueno, entonces, tal vez podrías explicármelo, la verdad es que estoy ansioso.

Transluce un tono irónico en sus palabras que me pone tensa.

Me rasco la cabeza con nerviosismo. No sé por dónde empezar. Tengo muchas cosas que contarle que no le van a gustar.

—Estos días han sido horribles y yo... bueno, yo me he visto en la obligación de hacer cosas inimaginables por intentar encontrarte.

—¿Qué cosas? —Me pregunta con voz tajante.

Le explico a grandes rasgos lo acontecido: Las pruebas de las que disponíamos, las pistas falsas, la fiesta de Francesco... no omito nada, pues sé que tarde o temprano se enterará. Una vez que rompo mi silencio y me lanzo a hablar, no puedo parar. Marcello me contempla estupefacto, por la expresión de su ostro sé que todavía nadie le ha comentado nada, así que me escucha atentamente sin añadir una sola palabra.

Continúo con lo del USB, cómo exigí una copia y analicé en su casa la grabación hasta encontrar algo a lo que aferrarme. Le explico también cómo conseguí que Iván se delatara a través de sus expresiones. No me dejo absolutamente nada. La verdad fluye de mí sin más, como el agua por una presa abierta.

En cuanto termino, alzo el rostro para encontrarle. No me ha quitado ojo. Su enfado es palpable y la tensión que hay entre ambos se puede cortar con un cuchillo.

—Ahora que ya lo sabes —prosigo mostrando toda mi entereza—, seguramente eres tú quien quiere dejarme.

Se frota los ojos con la mano.

—Ya, ya sé que he hecho cosas que no están bien —vuelvo a pasar las manos por mi larga y enmarañada melena, intentando excusar mi comportamiento—,  pero tenía que intentarlo. Hacer todo cuanto estuviese en mi mano para traerte de vuelta.

—¿Por qué lo has hecho? Mi familia ya me estaba buscando.

Suspiro y cierro los ojos, agotada.

—Porque te quiero —susurro en voz baja. Es la primera vez que se lo digo y siento un miedo al rechazo espantoso, sigo siendo extremadamente insegura, después de todo.

Escucho un pequeño quejido de Marcello y alzo el rostro para mirarle. Él se inclina un poco hacia mí, me coge de la mano, la estira y, con delicadeza, me coloca de nuevo la pulsera. El metal está frío, resbala por mi muñeca liberando el hueso al mover la mano.

—No me dejes nunca, Ingrid. Por favor... prométemelo.

Sonrío tímidamente. En este momento su miedo e inseguridad es tan grande como el mío.

—Nunca te dejaré.

Su cara refleja una ápice de ilusión. Se pone en pie con cuidado, yo hago lo mismo para acompañarle. Sus brazos se abren en mi dirección y yo recorro el paso que nos separa para darle un fugaz abrazo.

—Creí que después de esto te había perdido para siempre, no podía soportarlo, necesitaba verte y convencerte de que volvieras porque eres demasiado importante para mí.

—Vas a hacerme llorar... —digo reprimiendo una sonrisa.

—Pues ya somos dos.

Me separa un poco y entonces descubro sus ojos brillantes. Parpadea delante de mí y libera dos gruesas lágrimas. Ambos empezamos a reír mientras nos enjugamos los ojos al mismo tiempo.

—Soy consciente del esfuerzo que has hecho y todo lo que esta historia ha supuesto para ti. Te doy las gracias.

Niego con la cabeza.

—No se merecen —estallamos en carcajadas otra vez tras nuestra pequeña broma privada.

—Pero por favor, nunca vuelvas a exponerte, ni por mí ni por nadie. Si te hubiese pasado algo por mi culpa, no me lo perdonaría.

—Pues entonces debes tener más cuidado con lo que haces, no puedo prometerte que no volveré a actuar del mismo modo si te ocurre algo similar. Así que por lo que más quieras, nunca, jamás, vuelvas a salir sin escolta.

Marcello suelta una carcajada, pero se detiene enseguida, cuando el movimiento le resiente las costillas.

—Ahora te pareces a mi madre.

Me acerco para besarle, pero me detengo a mitad de camino. Me siento sucia por haber besado a otro hombre y ahora no puedo actuar como si nada de eso hubiese ocurrido.

—Tendrías que estar en la cama —le digo reprendiendo su actitud—. Ha sido imprudente venir aquí tal y como estás.

—Únicamente regresaré si tú lo haces conmigo.

Me vuelvo enérgicamente en su dirección; ya estamos otra vez con el mismo cuento.

—Me ducho, me cambio y voy a verte.

—No hay trato.

Suspiro.

—¿Qué quieres?

—Que vengas conmigo ahora. Para quedarte.

Abro los ojos de par en par.

—Marcello...

—Si no vienes, de aquí no me muevo.

—Pero ¿por qué?

—Ya te lo he dicho de mil formas diferentes pero tú no me escuchas. Te quiero en mi vida, a mi lado, conmigo, juntos... no sé de qué otra forma decírtelo.

Los ojos se me vuelven a llenar de lágrimas; está loco.

—Vale, vámonos a tu casa.

Emite un cómico suspiro de alivio y chasquea la lengua. Yo sonrío al ver que vuelve a ser él, incluso debajo de toda esa fragilidad.

—A NUESTRA casa —corrige con contundencia—. Vamos, anda.

39

Termino de ducharme. Me pongo un vestido corto blanco con una chaqueta a juego y me arreglo el pelo. Tengo buen aspecto, no es para menos después de haber dormido dos días enteros.

Rafael me espera frente a la casa de Marcello, tiene órdenes estrictas de llevarme a la residencia familiar en cuanto termine.

Antes de entrar en el coche mi teléfono móvil empieza a sonar y lo descuelgo rápidamente sin mirar el número.

—¿Si?

—Hola Ingrid, soy María.

Mi cuerpo se tensa.

—María...

—Siento mucho molestarte, pero es importante que hablemos. Es sobre Iván –duda–. Me ha contado lo que ha pasado.

Empieza a llorar y me veo en la obligación de consolarla.

—María, tranquila, no llore, por favor...

—Es que nosotros no teníamos ni idea de esto, ha sido como una puñalada y ahora tenemos miedo de que... –interrumpe su discurso para seguir llorando, me siento impotente al no poder decir nada para aliviarla–, por favor Ingrid, no dejes que le hagan daño. Él no es más que un pobre ingenuo, confió en la gente inadecuada, se aprovecharon de él y no supo reaccionar, pero tú sabes que no es un mal chico, jamás haría daño a nadie.

—Él es cómplice de todo esto, no dijo ni hizo nada mientras maltrataban a Marcello.

—Lo sé, es imperdonable. Pero desde que sus padres fallecieron he cuidado de él, el destino no quiso darme hijos y él es lo más parecido a un hijo que tengo y no podría soportar la idea de que muriera. Eres mi única esperanza, Ingrid, tú eres buena y justa, sabrás castigar su agravio, pero por favor, no dejes que los Lucci... –no puede continuar, vuelve a llorar y esta vez logra contagiarme.

María no se merece esto y tal vez yo tenga la llave para aliviar su dolor. De hecho no hacía falta que me lo pidiera, yo misma he tratado de buscar un pretexto en mi mente para impedir que la familia de Marcello se tome la justicia por su mano, pero no soy la única que sabe que Iván estaba detrás de todo esto y temo haber llegado tarde para alcanzar un acuerdo.

Como no sé lo que ha ocurrido estos dos días que he estado ausente, debo resignarme y esperar. Tranquilizo a María prometiéndole que haré todo lo que pueda por mantener a Iván a salvo, les debo eso al menos, pues siempre me han tratado bien, me han acogido con los brazos abiertos como a una más y me siento en deuda con ellos.

Entro en el coche enérgicamente y dejo que Rafael me lleve junto a Marcello.

Tras llamar al timbre de la residencia familiar, la puerta se abre y me recibe Claudio.

—Vaya, vaya, vaya... mira quien se ha despertado tras una hibernación.

Me echo a reír.

—¡Así es! ¿Dónde está?

—Por ahí –me señala una habitación que permanece cerrada.

—Gracias.

Me encamino divertida hacia ella y entro sin llamar. Marcello está tumbado, acompañado de toda su familia. En cuanto me ven, se levantan. Claudio se me adelanta desde atrás y se inclina para susurrarle en la oreja algo a su hermano. Ambos se echan a reír, pero Marcello le detiene agarrándole con la mano antes de que se vaya.

—Es solo mía –sentencia.

Claudio hace una divertida mueca y alza las manos a modo de rendición.

Mi rostro arde al hacerme una ligera idea de cuál era el motivo de su cuchicheo.

—Bienvenida, Ingrid —Monic se acerca para besarme. Su aspecto ha mejorado notablemente desde la última vez que la vi, vuelve a ser la mujer de antes y eso me hace inmensamente feliz.

—Os dejamos solos un momento, por si queréis hablar —comenta Stephano tras una sonrisa picarona.

—¿Cómo se encuentra? —Le pregunto recordando el amago de infarto.

—Muy bien. Por suerte los médicos estaban cerca. Aunque a partir de ahora debo tomarme las cosas con mucha calma.

—Me alegro que todo haya quedado en un susto.

Stephano se acerca para darme un beso en la mejilla. Cierro los ojos para sentir su contacto, es tan paternal... Ojalá alguien me hubiese tratado así en mi niñez, me habría ahorrado un montón de problemas sociales en el futuro.

En cuanto la habitación se queda vacía, Marcello me sonríe.

—Ven aquí.

Corro a su lado para darle un beso fugaz en la mejilla.

—Entra en la cama.

—¿Cómo?

—Acuéstate conmigo —me ordena abriendo la sábana para que entre dentro. Me lo pienso unos segundos, pero finalmente acabo quitándome los zapatos y le hago caso.

Me abrazo a él intentando no presionar sus vendajes.

—Quiero que me beses, Ingrid.

Le miro extrañada.

—Ya te he besado.

—¿Te refieres a ese beso infantil en la mejilla? ¡Vamos! Apuesto a que puedes hacerlo mucho mejor.

Me muerdo el labio inferior mientras sonrío.

Ladeo mi cuerpo un poco y empiezo a acercarme.

—No. Así no —me detengo a medio camino tras su intervención. Su sonrisa se expande por toda su cara— Quiero que coquetees conmigo primero.

Mi rostro se ensombrece de repente. Sé exactamente lo que pretende, aunque no entiendo cómo puede ser tan masoquista. Quiere contemplar cómo me insinué para otras personas, qué fue lo que vio Francesco al tenerme delante.

—Vamos Ingrid, a mí también me gusta que una mujer se me insinúe de tanto en tanto. Soy un hombre —se excusa.

—Tienes una mente retorcida, ¿lo sabías?

—Y eso que contigo me contengo –sonríe–, ¡vamos, te estoy esperando nena!

Pongo los ojos en blanco; es increíble, el primer día que estamos juntos tras su cautiverio y ya me entran ganas de estrangularle.

—Se me da de pena.

—Bueno, eso todavía no lo sé.

Niego divertida con la cabeza, pero finalmente cojo aire y cedo a su deseo. Debo confesar que delante de él me siento ridícula, no es lo mismo que hacerlo con un desconocido. Siento que él me conoce demasiado como para saber que ese es un papel que yo torpemente interpreto.

Presiono el labio inferior con los dientes, esta vez con toda la intención, para luego soltarlo poco a poco mientras miro sus ojos a través de las pestañas. Alzo un dedo índice y lo dejo caer sobre su barbilla y voy descendiendo por su largo cuello. Su respiración se ha vuelto más dura, pero no deja de mirarme mientras me acerco, ladeo el rostro y le susurro con la voz más sensual que soy capaz de reproducir:

—Está bien señor Lucci, así que quiere que coquetee un poco.

Paso mis labios de forma suave por su mejilla hasta detenerme en la comisura de los suyos.

—Está usted mal de la cabeza.

Gruñe un poco. Yo sonrío y desciendo lentamente por la suave piel de su cuello. Paso la punta de la lengua dibujando un camino descendente  hasta el hueco de la clavícula.

Me detengo ahí. Espero un rato y le pellizco delicadamente con los dientes. Gime en respuesta. Tras comprobar sus reacciones, el juego me resulta más interesante.

Vuelvo a ascender, rozando con los labios su mandíbula, muy atenta a su respiración inestable. Su boca está entreabierta, me sitúo justo encima de sus labios pero sin tocarlos.

—¿Quiere que le bese?

—Oh, ya lo creo... —asiente sonriente.

—Pues yo prefiero hacerle sufrir un poco más.

Marcello cierra los ojos. Me vuelvo lentamente y presiono el lóbulo de su oreja izquierda con los dientes, por lo que mi cuerpo queda ligeramente encima del suyo, aunque tengo mucho cuidado en no ejercer la más mínima presión. Luego me entretengo en el interior de su oreja. Él se estremece debajo de mí.

Me muevo por su rostro hasta llegar a sus anhelantes labios. Los perfilo con la lengua y sin darle tiempo a reaccionar, le beso. Me muevo despacio pero concienzudamente. Emito un jadeo, es increíble lo mucho que le deseo, el inmenso placer que me produce tenerle debajo de mí sintiendo la electricidad que me transmite su cuerpo.

Me retiro porque nuestra urgencia se dispara y no es momento para dejarse llevar.

—¡Cielo santo Ingrid! Tienes suerte de que esté convaleciente porque de lo contrario, no hubiera permitido que te separaras —me echo a reír—. Dime solo una cosa, eso que me has hecho... en fin... también se lo has hecho a...

—¡Marcello!

—Tienes razón. Perdona —se apresura a responder—. En realidad no quiero saberlo. Soy más feliz viviendo en la ignorancia.

—Con él no fue así. Todo era fingido, más... forzado. Además, yo únicamente perseguía un fin, no podía pensar en otras cosas —acaricio su rostro.

—¿Y ahora sí piensas en otras cosas?

Me echo a reír y, siguiendo su propio juego, me acerco a su oreja para narrarle algunas de las perversiones que me vienen a la mente. Todo aquello que me gustaría hacerle sobre esa cama, o esa misma habitación si pudiera dar rienda suelta a mi imaginación.

Me escucha con mucha atención y por el brillo adicional de sus ojos, comprendo que se ha excitado.

—Estoy por llamar al médico y que me quite estos putos vendajes de una vez... –estallo en carcajadas– Madre mía, ¿todo eso es lo que me estoy perdiendo por estar lisiado?

Amortiguo el sonido de mis carcajadas con una mano mientras me recuesto a su lado. A medida que transcurren los minutos, todo vuelve a su lugar y podemos pensar con claridad.

Marcello es el primero en romper la barrera del silencio y ladeo el rostro para prestarle atención.

—Hoy han venido mis hombres a interrogarme —comenta en tono serio—, querían que les diera información de mis atacantes. Les he dicho que no sé quiénes son porque no les vi la cara. Aunque si te soy sincero, sé el nombre de uno de ellos.

Trago saliva. Me pongo repentinamente tensa porque sé a quién se refiere.

—¿Por qué no se lo dijiste? —Pregunto impresionada.

—Les he dicho que yo estaba demasiado aturdido pero que tú podrías ofrecerles más información ya que mantuviste una breve conversación con él –me mira intensamente a los ojos–, siento ponerte en este aprieto pero estoy deseando saber qué vas a hacer. Sé que era amigo tuyo y que le tenías cierto cariño, pero ahora mírame y dime que esa persona no merece un castigo.

Empalidezco.

— ¿Vas a dejar esta enorme responsabilidad en mis manos?

Se lo piensa durante un rato.

—Pues sí –confirma sin más–. Voy a darte el poder de decidir, quiero ver cuáles son tus sentimientos. Puedes negarlo y no decir nada, pero tú y yo siempre sabremos la verdad y de alguna manera, según la decisión que tomes, tendrá repercusiones en nuestro futuro.

Mis ojos le miran con intensidad.

—¡Maldita sea Ingrid! Yo mismo lo aniquilaría con mis propias manos si estuviese en tu lugar, ¿cómo puedes mantener la compostura sabiendo lo que me ha hecho?

—¿Es una especie de prueba? ¿Quieres saber si al final seré capaz de delatar a mi amigo por ti?

—Quiero saber hasta qué punto te importa ese tipo.

Mi respiración se congela.

—Me parece rastrero lo que haces.

Entrecierra los ojos, evaluando mi expresión.

—¿Preferirías que les dijera su nombre y así odiarme por haberlo dicho? Lo siento pero no, no voy a decir absolutamente nada, todo depende de ti.

Llaman a la puerta. Automáticamente me pongo en guardia. Marcello se recoloca en la almohada y les permite la entrada.

—Buenas tardes —saluda dedicándoles media sonrisa a sus hombres de confianza— justo a tiempo, señores.

Le miro con ira. Ha sido una encerrona y lo peor de todo es que he caído en la trampa, además, apenas he tenido tiempo de pensar nada al respecto. Apuesto a que el muy astuto se las ha apañado para que eso sea así.

Entra su familia y unos cuantos guardaespaldas, entre ellos Leonardo. Se colocan en línea mientras me miran con insistencia. Me pongo en pie para mantenerme más o menos a la misma altura. Estoy muy nerviosa y creo que todos pueden apreciar mi cambio de actitud.

—Está bien Ingrid, creo que no deberíamos demorarnos más. Necesitamos saber dónde y cómo encontró a Marcello.

Stephano me habla con cuidado, pero su tono denota cierta impaciencia.

—Sí. Tenemos que hablar —trago saliva. Miro de reojo a Marcello, que permanece impasible mirando al frente—. Me llevé una copia del video a casa. Reconocí un pequeño detalle, decidí salir y asegurarme de que estaba en lo cierto.

—¿Por qué no nos informaste?

—No quería generar falsas esperanzas, después de todo, no estaba segura —miro directamente a todos los miembros de la familia Lucci, uno por uno antes de continuar—. La cuestión es que estaba en lo cierto. Lo descubrí y clavé el bolígrafo que me entregó Antonello a uno de los implicados para poder registrar tranquilamente el local. Marcello estaba encerrado en el sótano.

—¿Quién fue? —Me pregunta Antonello con impaciencia.

—Los auténticos culpables no los conozco –reconozco con pesar–. No estaban allí.

—Pero sí había una persona...

—Había una persona. Sí —trago saliva de nuevo—. Una persona encargada de vigilar para que él no se escapara. Pero no es el auténtico culpable de toda esta artimaña.

—Sea como sea, necesitamos que nos digas su nombre. Esa persona va contra nosotros y por lo tanto, no vamos a tener clemencia con él.

—Estoy de acuerdo. Pero antes de ir a por él deberíamos llegar a un acuerdo.

—¿Un acuerdo? —Stephano no sale de su asombro— ¡Ingrid! Marcello ha estado a punto de morir, ¿es que no te importa?

—¡Claro que me importa! Y si lo hubiésemos perdido posiblemente no estaríamos manteniendo esta conversación, pero teniendo en cuenta que yo os he devuelto a Marcello, me gustaría pedir algo a cambio.

—¿Algo a cambio? ¡No entiendo absolutamente nada! ¿En qué bando estás, Ingrid?

—¡Con vosotros! —Espeto a la defensiva— Pero no creo que vayamos a solucionar nada matándole. Necesitamos llegar a un entendimiento para que nos diga el nombre de los auténticos culpables. No podemos vengarnos y dejar impugnes a los que se han atrevido a secuestrarle, chantajearos y maltratarle. Él sabe que va a morir, por eso no hablará con vosotros y os dejará siempre con la duda, a menos que...

—¿Qué?

—A menos que hagamos un trato. Esos nombres a cambio de su vida.

—¿Qué le dejemos en libertad? –Stephano está que se sube por las paredes.

—¡No sin un castigo! —Intervengo rápidamente.

—No hay castigo en el mundo que pueda equipararse al daño que le han hecho a mi hijo.

—Stephano... —Monic sujeta el brazo de su marido para tranquilizarle— Quiero oír qué es lo que propone.

Le doy las gracias a Monic con la mirada.

—Una vez nos haya confesado todo lo que necesitamos saber, le desterraremos de Nápoles. No volveremos a saber nunca nada de él, le impediremos la entrada en el país si hace falta.

—¿Por qué no quieres que lo matemos?

Suspiro. Miro a Marcello y cierro los ojos mostrando todo mi afligimiento.

—Él ha sido amigo mío. Tanto él como su familia me han ayudado al poco de venir aquí. Se lo debo. No justifico para nada lo que hizo, también desconozco los motivos que le llevaron a hacer tal cosa, pero él no es el responsable y si alguien debe pagar... son sus secuestradores.

Nadie está muy convencido, se miran entre ellos, luego fijan su mirada en mí de nuevo, están confusos. No entienden  que me resista a facilitarles ese nombre cuando en teoría habían retenido y torturado a la persona que más quiero en el mundo. Ni yo misma me entiendo. Por un momento he estado tentada a darles ese nombre y desentenderme por completo del asunto, pero luego me acordé de María y Antonio, además de las situaciones vividas en el bar junto a Iván y... Todo es muy complicado. Tener la responsabilidad de decidir sobre la muerte o la vida de una persona es algo demasiado grande.

El ambiente es hostil mientras llevo el coche hacia el local nocturno de Iván. Bajamos del vehículo y voy hacia la puerta. Llamo y él abre sin contestar; ni quiera se ha molestado en huir porque sabe que acabarán encontrándole y será peor.

Su semblante es serio, ha pasado largas horas bebiendo, posiblemente tratando de asimilar su muerte.

En cuanto entramos, nos quedamos de pie en la gran sala principal. Nadie se atreve a decir nada. Iván está muerto de miedo, por lo que me armo de valor e intervengo por él.

—Iván ha mantenido oculto a Marcello en su sótano todo este tiempo. Fue amenazado por los secuestradores —digo a Stephano, que aún no se ha pronunciado.

—¿Por qué has participado en eso? —Pregunta dirigiéndose únicamente a Iván. Yo me hago a un lado, deseosa de conocer la respuesta.

—Tuve una deuda de juego con ellos. Aquella noche bebí mucho y... me lo jugué todo.

—¿Cómo la otra vez? —Pregunta Stephano y yo me quedo a cuadros.

—Sí —confirma Iván—. Aposté demasiado, no podía pagar mi deuda —me mira, como si quisiera pedirme perdón—. Un día vinieron con Marcello. Estaba inconsciente y me dijeron que si lo mantenía oculto durante una semana mi deuda quedaría anulada y podría continuar con mi vida.

—Increíble...

Iván traga saliva, nervioso.

—Yo no sabía cuáles eran realmente sus intenciones, pero no quería perderlo todo y... cedí.

—¿Quiénes eran?

Iván me mira. Está a punto de llorar y a mí se me encoge el alma.

—¿Van a matarme verdad?

Silencio. Nadie responde. Yo miro a los miembros de la familia Lucci que están en la sala.

—Iván solo os revelará el nombre de los verdaderos culpables si perdonáis su vida.

—Lo siento, no puedo prometerte eso. A mi modo de ver solo hay dos maneras para que el chico hable: por las buenas o por las malas.

Él cierra los ojos. Está derrotado.

—Ha hecho muy mal. Pero su muerte no servirá de nada, él se ha visto empujado por una situación que le quedaba grande, pero no es un secuestrador y mucho menos un asesino.

—¿Quieres que le dejemos irse de rositas, Ingrid? ¿Estás completamente segura de lo que estás diciendo?

—No se irá de rositas —digo concentrándome en mi amigo, que únicamente es capaz de mirarme a mí— Deberá abandonar su hogar para empezar en otro lugar y no volver jamás. Estará lejos de todo lo que conoce, lo que ama y no tendrá el respaldo de nadie.

—¿Tanto te importa su puñetera vida? —Ahora es Claudio quien me habla. Me centro en él.

—Él y su familia me acogieron sin conocerme, fueron buenos conmigo y eso no he podido olvidarlo. Al igual que nunca olvidaré lo que ha hecho con la persona que más me importa en este mundo —me vuelvo hacia Iván—. Si consigo salvar tu vida hoy, saldo la deuda. Es lo único que puedo hacer por ti, porque el dolor que me has causado al ser partícipe en algo así, va a quedar de por vida en mi memoria.

Vuelvo a mirar a los Lucci. Aún no me han dado su palabra.

—¿Podemos respetar su vida a cambio de la información que necesitamos?

Antonello y Claudio miran a su padre. Pero solo es Claudio quién se pronuncia ahora:

—Si Marcello está en casa, sano y salvo es gracias a ella. Puede que él nos dé exactamente igual, pero estaremos eternamente en deuda con Ingrid, se ha arriesgado más que cualquiera de nosotros y no ha parado hasta encontrarle. Le debemos al menos este favor que nos pide.

Stephano suspira. No está muy  convencido, me mira, luego mira a Iván y finalmente asiente.

—Está bien, ninguno de nosotros le tocará un solo pelo. Pero a partir de mañana él abandonará Italia. Mis hombres no le perderán de vista hasta que eso ocurra y confirmen que jamás volverá a poner un pie aquí. Así que ahora, habla. Dinos de una vez quién se ha atrevido a hacernos esto.

Iván cierra los ojos y se le escapa un bufido.

—Fueron Alejandro y Fernando.

—¡¿Cómo?!

Stephano parece descolocado. Yo les miro sin comprender, no me suenan de nada esos nombres.

—¿Estás seguro de eso?

—Sí —confirma Iván—. Después de que Marcello les despidiera llevaban semanas intentando vengarse, me consta que le seguían la pista.

—¿Quiénes son? —Pregunto al ver que nadie me dice nada.

Stephano se retira para hablar por teléfono. Claudio me mira y responde:

—Eran los guardaespaldas de Marcello, los mismo que un día fueron a tu casa y...

Ahogo un chillido llevándome las manos a la boca. Ahora lo entiendo todo, esos hombres que siempre acudían con él al bar hasta que un buen día dejaron de venir... así que Marcello los despidió, sabía que me costaba verlos tras lo ocurrido y se deshizo de ellos sin más. Permanezco lívida por la impresión, siento que todo a mi alrededor da vueltas. Me agarro al respaldo de una silla y presiono la cabeza con la mano que me queda libre.

—Has hecho bien en decírnoslo. Ahora Leonardo te acompañará al aeropuerto. Recoge tus cosas y desaparece de nuestra vista antes de que cambiemos de opinión.

Claudio se aleja con su hermano. Miro a Iván, que ahora se siente avergonzado.

—Gracias...—Susurra.

—No me hables Iván. Te odio tanto o más que ellos, ¿cómo diablos has podido ser tan estúpido?

Me alejo de la habitación porque no puedo soportar verle. Stephano ha movilizado a su equipo para ir en busca de esos dos hombres. Las lágrimas no me dan tregua. Me duele haber confiado en alguien que me ha traicionado, pero más me duele que por mi culpa Marcello haya estado a punto de perder su vida. Me enjugo las lágrimas con la manga de la chaqueta.

Algunos de los hombres que nos acompañaban se han ido. Stephano y Antonello han salido apresuradamente de la habitación. Seguramente tienen una pista del paradero de esos dos bárbaros. Claudio, junto a dos de sus hombres acaban de registrar el local de Iván, al terminar, se acercan a mí.

—Deberíamos Irnos —empieza Claudio sin dejar de estudiar mi expresión— ¿Te ocurre algo?

Niego con la cabeza antes de ponerme en marcha; quiero irme de aquí lo antes posible.

—Ingrid... ¿qué pasa? Hemos hecho lo que tú querías, hemos perdonado la vida a ese hombre, ¿por qué estás así?

Intento contener el llanto, una vez más.

—Me siento idiota. Le consideraba mi amigo, mi único amigo aquí —me pican los ojos, los aprieto fuerte para evitar desbordarme.

—Entiendo..., la verdad es que esta es una lección que debes empezar a aprender:  no puedes fiarte de nadie y menos a partir de ahora.

Asiento con la cabeza.

—Venga, no es momento para pensar en eso —sus brazos rodean mis hombros y yo cojo aire. No me gusta que se tome esas confianzas y me toque—. Vamos a casa,  Marecello estará ansioso por verte.

—Está bien —acepto—, aunque no creo que esté ansioso por verme, solo hace un par de horas que nos hemos separado.

Claudio se gira en mi dirección con los ojos muy abiertos.

—¿Bromeas? Es tiempo más que suficiente para que esté inquieto pensando dónde estás y qué estás haciendo.

—¿Cómo lo sabes? —Digo y se me escapa la risa.

—Porque yo estaría así si estuviese en su lugar —Frunzo el ceño. ¿A qué ha venido eso?—, impotente si la persona que quiero se ha ido a enfrentar cara a cara con el responsable de mi cautiverio, que además, es  su amigo y no sé hasta qué punto lo que les une es solo una inocente amistad.

—¡Por supuesto que ERA una inocente amistad! —Matizo, molesta— ¿Qué insinúas?

Claudio se ríe, se aparta de mí mientras niega divertido con la cabeza. Hace los mismos gestos que Marcello, es increíble que hasta eso se pegue.

—Esto es lo que yo estaría pensando: Perteneces a esa clase de mujeres con las que hay que tener cuidado, a la mínima os podéis escapar entre nuestros dedos sin que podamos hacer nada para evitarlo, porque a vosotras nada os detiene ni os retiene.

—¡No exageres!

—No lo hago. Hay muy pocas como tú, y demasiados depredadores alrededor, preparados para hincaros el diente a la menor oportunidad.

Pongo los ojos en blanco.

—Creo que deliras...

Se echa a reír, pero yo no soy capaz de acompañarle.

—Me alegra que aún no te hayas dado cuenta, eso dará tiempo a Marcello para acabar de conquistarte.

—Marcello ya me ha conquistado. Y a mí solo me gusta él. Conociéndome, es y será siempre el único.

Claudio asiente con satisfacción y me acompaña hacia la salida. Este hombre no es más raro porque no puede. ¿A qué ha venido esta conversación? O mejor dicho... ¿Qué sabe que yo ignoro?

Decidida a dejar pasar el tema, me meto en el coche y dejo que me lleven a la residencia familiar.

40

—¡Ingrid! —Marcello deja el plato de comida a un lado y abre los brazos en mi dirección, sonrío y corro a su encuentro como una niña pequeña— Te echaba de menos. ¿Cómo ha ido todo?

—Bien —desvío la mirada, pero él pone un dedo bajo mi barbilla y me obliga a mirarle.

—¿Demasiado duro?

Me encojo de hombros.

—Ahora ya es agua pasada.

—Bien.

—Bien —repito y vuelvo a enterrar la cabeza en su cuello—. Supongo que ya te lo han explicado todo...

—Me ha llamado Antonello —confirma emitiendo un largo suspiro—. No me lo podía creer.

—¿Estás muy enfadado?

—¿Enfadado? –pregunta mirándome con mucho interés.

—Por lo de Iván.

—Ah. Eso –suspira y se lleva una mano a la cabeza–. Yo hubiera actuado diferente, pero tú no eres como yo, eres más... –hace un gesto con la mano mientras busca la palabra que me defina–, como lo dijiste antes... ¡ah, sí! Templada. Entiendo por qué lo has hecho y la verdad es que me quedo un poco más tranquilo si ese tío no vuelve por aquí.

—Gracias –contesto sin atreverme a mirarle.

—Por cierto... ¿Has comido?

—No tengo hambre.

Él me retira de su lado con cuidado.

—Tienes que comer —dice en un tono que no admite discusión.

—No insistas, soy mayorcita.

Hace una evidente mueca de disgusto ante mi terquedad.

—Has perdido peso —comenta mientras estudia mi cuerpo con detenimiento. Sonrío, le acaricio el rostro y me acerco para darle un beso.

—Bueno, me sobraban unos quilos...

—No te sobraba nada. Ahora te faltan.

Se me escapa la risa.

—¿Buscas pelea?

Marcello sonríe mientras niega con la cabeza. Coge su plato  y pincha un trozo de rape en salsa.

—Abre la boca.

Me echo a reír.

—¡Ni hablar, es tu comida!

—Abre la boca –repite risueño–, no volveré a repetirlo.

Me acerco un poco más a él, cojo el tenedor que me ofrece y lo conduzco decidida hacia su boca. Él lo acepta, pero entonces me lo arrebata de las manos, pincha otro trozo y vuelve a insistir. Me rindo y abro la boca dejando que me dé de comer. Es la eterna manía que tiene por controlarlo todo, pero ahora no quiero discutir.

—Está muy bueno —apruebo—. Por cierto ¿dónde está tu madre y tu hermana?

—¡Uuuufff, calla! No me han dejado en todo el día, las tengo las veinticuatro horas pegadas a mi culo y ya no podía más. Por su propio bien y el mío les he pedido que me dejen solo un rato.

—Vaya... y ahora la que acaba de llegar para pegarse a tu culo soy yo —sonrío, él me coge de la mano y la besa.

—Tú eres una excepción, no me molesta que te quedes, creo que hasta lo necesito para recuperarme.

Se me escapa una carcajada, aparto el plato de su regazo y me siento a su lado, él me abraza, me mima, me quiere y yo simplemente me dejo querer.

—Creo que me pasa algo, esto no es normal...

Preocupada desvío la mirada intentando encontrar qué es aquello que le perturba. Sus labios se curvan mostrando media sonrisa, luego, desvía su mirada hacia abajo y yo la sigo. Me echo a reír no bien aprecio su visible erección a través de la sábana.

—¡Marcello! —Grito y me aparto sin parar de reír.

—No puedo evitarlo. Tengo una costilla y un brazo roto, me duele la cara y en ocasiones hasta la cabeza, pero eso no me impide seguir deseándote. Te he echado tanto de menos...

Su mano rodea mi cintura y tira de mí.

—Vamos... ¿no quieres aliviar a un pobre enfermo?

—¡¿Qué dices?! —Mi risa estalla y él me sujeta más fuerte– No eres pobre, y tampoco estás enfermo.

Me besa el cuello y sube hasta alcanzar mis labios, se detiene en ellos mientras susurra:

—Súbete encima de mí.

—¿Te has vuelto loco? Cualquier mal movimiento podría...

—No me importa, ahora mismo puede más la necesidad que la sensatez. Te pondría debajo de mí para acallar todas tus dudas, pero no puedo.

Su mano vuelve a enredarse en mi cintura, moviéndome en su dirección. Suspiro y obedezco, es increíble la influencia que ejerce sobre mí.

Me pongo a horcajadas sobre él y mi inclino lentamente hacia delante.

—Puede vernos alguien... —susurro y él me besa apasionadamente haciéndome callar.

—Nadie nos molestará. Te lo prometo.

Su mano acaricia mis piernas, palpa las medias, se detiene en la goma de encaje que rodea mi mulso y suspira.

—Eres muy, muy sexy. No entiendo cómo lo haces, pero es mirarme y ya me tienes listo y preparado para ti.

Su voz me produce un cosquilleo estremecedor. Sus dedos hacen mi tanga a un lado y me acarician la vulva. Me estremezco al sentir ese calor familiar. Excitada, empiezo a subir su bata para liberar su exultante erección.

—No tenemos protección —me recuerda sin apartarme de su lado—. Primer piso, segunda puerta a la derecha en el cajón de la mesita.

Empiezo a reír. Le beso, le beso y sigo besándole hasta que encuentro las fuerzas para retirarme lentamente.

—Enseguida vuelvo —anuncio divertida mientras salgo corriendo de la habitación.

Subo las escaleras. Parece que no hay nadie. Entro en la habitación que me ha dicho. ¡Madre mía qué habitación! Pero ahora solo tengo ojos para esa enorme cama que está entre las mesitas. Abro el primer cajón y encuentro lo que busco.

En cuanto regreso a la primera planta, cruzo el comedor y llego junto a él, pero en esta ocasión, no está solo. Claudio está a su lado y le entrega un sobre. Los dos se giran al mismo tiempo al verme entrar.

—¡Acércate, Ingrid!

Avanzo insegura. Claudio tose forzosamente hacia un lado intentando enmascarar una sonrisa. Marcello, al percatarse, reprende a su hermano con la mirada, pero también sonríe. ¿Es que se ha dado cuenta de algo? Automáticamente me pongo roja como un tomate. Claudio se va, pero antes de abandonar la habitación me guiña un ojo y ese gesto me mosquea sobremanera.

—¿Qué pasa? —Pregunto no bien volvemos a quedarnos solos.

—Quiero darte una cosa —me dice y su rostro risueño cambia, ahora permanece expectante, sin apartar los ojos de mí.

—No entiendo nada...

Marcello, que se percata de mi confusión, me hace un gesto con la mano para que me acerque. Me siento a su lado mientras espero a que proceda.

—No quiero que te enfades. Ni que me recrimines absolutamente nada. ¿Entendido?

—Me estás asustando...

Él se ríe, sostiene firmemente mi rostro entre ambas manos y me planta un sonoro beso en los labios.

—Toma.

Me entrega el sobre. Le miro y él me invita a abrirlo, así que lo hago. Dentro hay unos papeles, sigo sin saber qué son. Hay diversos documentos firmados, pero la letra es poco clara y muy pequeña. Me pongo nerviosa, ¿qué es esto?

—No sé qué es... —digo mirándole a los ojos.

Sonríe, me besa una y otra vez mientras yo me muestro reticente. Entonces se desliza hasta mi oreja y susurra mientras sus manos se aferran fuertemente a las mías:

—He puesto mi casa a tu nombre —me separo de él incrédula.

—¡¿Qué has hecho qué?!

—Técnicamente ahora es tan mía como tuya. Figuras en las escrituras.

Me quedo atónita.

—¡¿Pero qué dices?! ¿Cómo has podido hacer algo así? ¿De qué vas?

Me pongo nerviosa.

—Ya te lo he dicho, quiero que sientas que lo mío es tuyo, así que a partir de ahora no quiero volver a oír eso de: "tú casa" y que me pidas permiso para ducharte, salir de la habitación o leer en el estudio, porque a partir de este momento, la casa también es tuya.

—¡Esto es innecesario! ¡Yo no quiero nada!

—Lo sé —me acaricia la cara con dulzura, estoy a punto de perder toda mi fuerza cada vez que sus dedos me rozan—. Por eso quiero dártelo absolutamente todo. Y antes de que digas nada más, aclaro de antemano que no pretendo comprarte, que ya nos conocemos...    —Pero esto es...

—Shhhh... ya basta —se acerca a mis labios y los besa—. Nada de eso es realmente importante ahora. Solo cuenta que nos queremos, ¿verdad? —Asiento— Pues ya está. Lo demás queda en un segundo plano, no vale la pena seguir hablando de este asunto.

—Eres tan... –hago un gesto con la mano– exagerado para todo...

—Lo sé –sonríe–. Siempre he sido así, no puedo evitarlo.

Su sonrisa me aturde, se la devuelvo y me lanzo nuevamente a por sus besos.

La puerta se abre obligándonos a recomponernos de nuevo. Entra Claudio, con su habitual sonrisa que dice algo como: "Yo sé más de lo que pensáis" y se acerca hacia nosotros.

—Bueno hermano, punto uno: solucionado el tema de tus atacantes. Ya te contaré los detalles más adelante. Punto dos y más importante: Después de mucho insistir lo he conseguido. Me llevo a toda la familia a tomar un café, os quedáis solos —anuncia y su sonrisa se ensancha. Me pongo roja—. Calculo que estaremos fuera un par de horas —camina hacia la salida, pero antes de irse, anuncia:— Me debes una.

Marcello empieza a reír en cuanto se cierra la puerta, yo le miro incrédula.

—Dime que no ha pasado lo que creo que ha pasado...

—Bueno –se encoge de hombros con fingida inocencia–, solo tenemos dos horas. ¡Pienso aprovechar hasta el último segundo!

Me coge con fuerza con su brazo sano y me estira hasta que vuelvo a ponerme encima de él.

—No sabes cuánto te deseo...

Me agacho para besarle y él me aprieta contra su palpitante erección al tiempo que emite un placentero gruñido. Mi cuerpo reacciona enseguida, corresponde a su efusividad mientras me muevo en su regazo buscando más.  Me deshago con sus caricias, sus roces, sus besos... Ahí estamos otra vez, enredados, sofocando nuestros acompasados jadeos, buscando nuestro propio placer en un mar de deseo.

Prólogo

El bar del viejo motel de carretera al que solía ir, está lleno de borrachos. Mira a través de la ventana y divisa una pelea que se está produciendo en el callejón de atrás. Sonríe; todo está tal y como lo recordaba.

Pese a ser un lugar lúgubre, sucio y repleto de ex convictos, él siempre se sintió a gusto ahí. Era un buen sitio para cerrar negocios turbios sin levantar sospechas y, quitando alguna redada ocasional, jamás había sufrido algún percance.

Desvía la mirada a la jarra de cerveza que tiene sobre la mesa y le da un largo trago, seguidamente coge el cigarrillo que hay tras su oreja para llevárselo a la boca.

—¿Hace mucho que me esperas?

Entrecierra los ojos para poner rostro a esa voz que procede desde las alturas.

—No te preocupes, me gusta estar aquí y saborear mi libertad. ¿Qué me traes?

—Muchas cosas, has estado demasiado tiempo fuera del mercado, además, te recuerdo que todavía tienes una deuda pendiente que te conviene saldar cuanto antes.

Se echa a reír, enciende su cigarrillo y lo observa detenidamente haciéndolo girar entre los dedos.

—De sobras sabes que esa deuda ya no la podré saldar, el producto sigue en paradero desconocido.

Su compañero se echa a reír.

Elproducto ha cambiado con el paso de los años, pero está localizado.

—¿Bromeas?

—En absoluto.

Le hace entrega de un sobre cerrado, antes de que Carlos pueda abrirlo, añade:

—Hay algo más...

—¿Más?

—Sí. No te vas a creer lo que he descubierto.

—¡Adelante! —Le anima— ¡Cuéntame!

—Está relacionada con la mismísima mafia italiana —su rostro desencajado se alza. Le mira sin acabar de creerse sus palabras—. Uno de los miembros de la familia más influyente de toda Italia se ha encaprichado de ella.

—¿De mí Ingrid? –Pretende asegurarse.

—Sí.

—Vaya, vaya, vaya, esto sí que no me lo esperaba. Mi pequeña es una caja de sorpresas.

—Y ahora que lo sabes, ¿qué vas a hacer?

Sonríe. Guarda el sobre en una bolsa y mira atentamente a su leal compañero.

—Ahora con más razón pienso reclamar lo que es mío. Yo también quiero un trozo del pastel.

~ F I N ~

Nota de la autora: Queridos lectores, ya que habéis llegado hasta aquí y como podéis intuir, estaba pensando hacer una secuela para plasmar la historia de Ingrid, narrada desde el personaje masculino Marcello. Pero no está escrita y de momento mi imaginación va por otros lares, pero no descarto retomarla alguna vez.

Un beso y gracias a todos, me despido hasta el próximo desafío.

Lepi.