El secreto del limoncello (7)

Vienen días de calma para nuestros protagonistas. Nos hacen partícipes de su complicidad, de ese momento idílico en el que se encuentran todas las parejas cuando comienzan una relación. Disfruten de la calma, un pequeño receso de lo que se avecina...

Nota de la autora: Estimados lectores, como muchos de vosotros sabéis, ha sido una semana movidita. Estoy publicando también en Wattpad y agradezco que muchos de vosotros me sigáis también por ese medio. Después de la tormenta viene la calma, de ahí que quiera publicar estos capítulos precisamente ahora, todos necesitamos respirar, soñar y vivir a través del amor de nuestros protagonistas. Disfruten.

(Recuerdo que esta entrega forma parte de una serie que recomiendo leer desde el principio)

Una vez más, gracias por los consejos recibidos, la ayuda, los comentarios y las valoraciones.

29

Llegamos a mi casa por la tarde, después de comer.

Marcello entra el coche en la finca y lo aparca escondiéndolo un poco de las miradas indiscretas.

—Mis hombres vendrán en media hora —comenta mientras guarda su teléfono móvil en el bolsillo del pantalón—. Tendremos que buscarles una habitación en la casa hasta que construyamos una caseta fuera.

—Bueno, eso no será problema.

Abro la puerta y entro acompañada de una ilusión desbordante. En cuanto doy la luz, esta parpadea un par de veces y se apaga.

—¿Qué ocurre?

—No lo sé, la luz no va.

—Serán los plomos. Abramos todas las ventanas.

Hago lo que dice, pero cuando entra la luz del exterior. Nos miramos una décima de segundo con el rostro descompuesto. Hay goteras por todas partes, la lluvia se ha infiltrado por las paredes creando enormes surcos de humedad.  No sé qué decir.

—Solo es una sugerencia pero... podemos ir a mi casa.

—Yo quiero quedarme aquí.

Suspira y vuelve a sacar el móvil del bolsillo.

—Entonces será mejor que llame a un lampista.

Camino enérgicamente por el comedor. No me da tiempo a llegar a la cocina que piso un charco y resbalo. Mi cuerpo cae hacia atrás y mi cabeza impacta bruscamente contra el suelo. Emito un involuntario chillido mientras llevo una mano a la cabeza.

—¡Ingrid!

Marcello corre hacia mí y me ayuda a levantarme.

—¿Te has hecho daño? Déjame ver.

—No, no ha sido nada.

Aparta mi mano y me examina. No tengo sangre, ni siento demasiado dolor, solo el propio de un golpe.

—Creo que ya hemos tenido bastante. Tú decides: o mi casa o un hotel, pero aquí no nos quedamos esta noche.

Miro a mi alrededor. Todo está en ruinas. Es más evidente el deterioro de la casa después de haber estado en la espectacular mansión de Marcello.

—Tienes razón. No puedo creer que quiera meterte aquí... será mejor que haga la maleta.

Sus manos me impiden avanzar hacia las escaleras.

—A mí me da igual, pero no veo por qué tienes que estar en un sitio así. Mereces mucho más. Yo puedo dártelo, ¿por qué te cuesta tanto aceptar eso?

Miro al suelo. Me siento fatal.

—Yo tengo lo que tengo. No necesito cosas que no me he ganado.

Sus manos ascienden por mis brazos. Sus ojos se dulcifican y se acerca a mí para besarme.

—Esto es lo que me gusta de ti, que no te interesa mi un ápice mi dinero —vuelve a besarme y yo siento como si me derritiera—. Por eso quiero dártelo absolutamente todo. Ahora mismo nos vamos a vivir a mi casa. Te dejo carta blanca para remodelarla y hacerle los cambios que quieras, incluso si prefieres la tiro abajo y hago que nos construyan una réplica de esta. Lo que sea con tal de que seas feliz, pero aquí no nos quedamos.

—Pero...

—No hay peros que valgan. Ya va siendo hora de que vivas como la reina que eres. Coge lo que creas imprescindible o déjalo todo. No necesitas nada, ahora mismo nos vamos de compras.

—¿Qué? ¡No! —Chillo alterada al mostrarme sus intenciones.

—Esta vez no cederé. Eres mía, —Dice mientras alza la mano en la que llevo puesta la pulsera— Si quiero comprarte cosas no me lo vas a impedir.

Tira de mí conduciéndome hacia la salida.

—¡Espera! —Le detengo— No quiero dejar aquí los vestidos que me regaló tu madre y... tengo que coger algunas cosas...

—Está bien —acepta dejándome libre—, sería una pena dejar aquí ese vestido azul, o aquél rosa pálido —Se muerde el labio inferior y se acerca con sutileza—. Tengo que llevarte a cenar a un sitio elegante donde puedas lucirlo. Me muero de ganas de volver a verte con él puesto...

—¡Qué dices!—Me separo con timidez—No es para tanto.

—No es para tanto porque tú ya estás acostumbrada a verte, pero para el resto de los mortales no es así.

Niego con la cabeza. Es increíble que no pueda dejar de sonreír. Subo rápidamente las escaleras y saco una maleta para meter aquello que me resulta imprescindible. Todo lo demás se queda por el momento.

Y aquí es donde se acaba una etapa de mi vida. Esta maleta me lo recuerda constantemente: me la entregaron cuando ingresé en el orfanato, luego la hice para independizarme, pasaron largos años antes de que volviera a abrirla y venir a vivir a Italia, y ahora la lleno una vez más, se avecina otro cambio sustancial en mi vida, lo presiento.

Marcello me contempla recostado en el marco de la puerta con los brazos cruzados sobre el pecho. Su cuerpo es el de un Adonis ahora mismo. Cojo todas las prendas de ropa que me gustan y las meto con cuidado en la maleta. Observo un rato mi camisa blanca. Recuerdo la expectación que generó en el bar la primera vez que me la puse, así que se me pasa una idea descabellada por la cabeza. Me emociono solo de pensar en esta locura, pero tengo muchísimas ganas de ver su reacción. Intento no mirarle mientras me quito la insulsa camiseta que llevo puesta y la tiro al suelo. Luego me pongo la camisa. Abrocho los botones uno a uno con la picardía de dejar los tres primeros desabrochados, siendo plenamente consciente de que realza mi pecho al tiempo que se ciñe estratégicamente a mi cintura.

Le miro fugazmente, tiene el rostro encendido y sé que no ha dejado de mirarme. Destensa los brazos, camina hacia mí para detener mis manos en el momento justo en el que iba a cerrar la cremallera de la maleta.

Mi corazón late enloquecido.

—Me gusta lo que acabas de hacer. Parece que empiezas a tenerme confianza, ya no te escondes de mí.

—Tengo un brazalete que lleva tu nombre, no tiene mucho sentido esconderme.

—Eso mismo pienso yo —ciñe sus manos a mi cintura—. Eres muy sexy Ingrid Montero. Me dan ganas de hacerte el amor a todas horas.

Sonrío e intento zafarme de sus brazos, pero él me retiene aún más fuerte.

Entonces sus manos se levantan y me desabrocha los botones, rozando con su dedo índice el canalillo de mis pechos.

—¿Qué haces? —Pregunto fingiendo sorpresa.

—Solo interpretar tus señales, créeme son evidentes a kilómetros a la redonda.

—¿Ah, si? ¿Y qué dicen? —Le provoco.

—Que ahora mismo me deseas...

Me muerde el cuello con delicadeza. Se me escapa la risa tonta por el cosquilleo y me separo de él un poco, pero Marcello me sujeta una vez más para que no me escape. Vuelve a besarme con insistencia mientras siento que me derrito como un caramelo al sol.

Él se separa lo justo para quitarse la camiseta y quedarse a torso descubierto delante de mí. Sus manos vuelven a sujetarme, atrayéndome muy despacio hacia él.

—Eres tan impulsivo...

Carpe diem...

Acaba de desnudarme con muchísimo cuidado. Se contiene conmigo, lo sé, y eso me gusta.

En cuestión de segundos estamos tendidos sobre la cama. Él me mira y yo le miro, como si fuera la primera vez.

Es tan condenadamente guapo... apuesto a que no sabe lo exótico que es, lo penetrante que es su mirada. Me  encantan sus ojos raros, hacen que no pueda dejar de mirarlos. Su nariz recta y simétrica, la sensualidad de sus labios... ¡madre mía si es que es perfecto! Le acaricio la nuca con el pulgar mientras entrelazo los dedos en su cabello. Él echa la cabeza hacia atrás y ahoga un excitante gemido que me vuelve loca.

Nuestros cuerpos se unen una vez más. No puedo creer lo fácil que resulta ahora, una vez que se han superado todos los obstáculos, incluso me veo capaz de hacer cosas que jamás pensé que haría.

Me mira fijamente desde las alturas, mientras su cuerpo se hunde dentro de mí desatando todo ese deseo. Puede que haya malgastado muchos años de mi vida, pero ahora no pienso desaprovechar ni un día más, voy a recuperar el tiempo perdido. Así que prepárate Marcello, porque aprendo rápido.

—¿De qué te ríes? —Me demanda jadeante. Yo me ciño más a él, me aprieto hasta que exhala un gratificante suspiro.

—Todavía no me creo lo que estoy haciendo, ha sido todo más rápido de lo que imaginaba.

—Te lo dije. El miedo solo está en tu cabeza. Y por lo que a mí respecta, pienso encargarme de que no vuelvas a tenerlo nunca más.

Madre mía ya es oficial: estoy embelesada con este hombre. Cierro los ojos y me dejo llevar por las mágicas sensaciones que me poseen. Él acerca su boca a la mía para absorber cada uno de mis gemidos. Me acaricia la cara, el pelo, la barbilla, los labios... sus manos me recorren con detenimiento mientras me hace el amor de forma dulce. Tranquila. Sin impacientarse. Quiero volver a sentir otra vez la prisa de esta mañana, esas ganas locas de moverme sobre él, de elevarme hasta séptimo cielo y sostenerme ahí durante un tiempo, pero en esta ocasión es diferente. Es como si quisiera alargar al máximo este momento, retenerlo todo lo posible para que no termine nunca. Así que me adapto a su ritmo, me dejo llevar por su experiencia mientras me pierdo en la profundidad de sus ojos distintos, que no se apartan de los míos. Me impone un poco, pues todavía me cuesta desenvolverme en situaciones así, aunque cada vez requiere menos esfuerzo.

Intentando aplacar la insistencia de un corazón enloquecido, me doy la vuelta. Sus dedos se entretienen en pincelar la línea curva de mi espalda. Primero desciende hasta llegar a la rabadilla, esquivando las marcas de cigarrillo que grabaron en mi piel hace tantos años. Luego recorre mi cuerpo en dirección opuesta hasta la nuca. Me separa el pelo, se acerca y me besa el cuello. Me encojo ante su contacto, pero esta vez no digo nada. Entonces sus manos palpan mi cicatriz, el escalofrío me recorre el cuerpo poniendo la piel de gallina. Me giro hacia él, cojo su mano y la desplazo para que se entretenga en otro lugar de mi cuerpo.

—¿Cómo te la hiciste? —Pregunta con la voz apagada. Está intrigado.

—Con un cuchillo de sierra.

Su rostro cambia inmediatamente. Parece traspuesto tras la respuesta. Sus ojos me piden más información, suspiro sonoramente antes de proceder.

—Yo solía esconderme. Eso a él le cabreaba muchísimo. A veces incluso pasaban largas horas antes de que consiguiera dar conmigo, pero cuando lo hacía... —cierro los ojos y trago saliva— Un día, después de buscarme durante toda la tarde me agarró del pelo y me condujo hacia la cocina. Me puso sobre la mesa. Abrió el cajón y sacó un cuchillo de sierra, clavó la punta sobre mi cuello. Recuerdo lo que dijo justo antes de clavármelo: "Por mucho que huyas de mí, siempre me llevarás contigo." Entonces empezó a cortar, creí que moriría ahí mismo, pero no. El corte no fue tan profundo para quitarme la vida pero sí para dejarme esta espantosa señal, la inicial de su nombre. La letra "C" —alzo el rostro y la expresión de su cara no tiene nombre— ¿Sabes que no hay nada que pueda borrar los cortes producidos por un cuchillo de sierra?

Me incorporo en la cama cubriéndome con la sábana mientras busco mi ropa con la mirada; la urgencia del momento se ha desvanecido. Él permanece largo rato inmóvil, en silencio.

Encuentro mi ropa y empiezo a ponérmela rápidamente. En cuanto estoy a punto de saltar de la cama, Marcello sujeta mi mano con firmeza.

—Por favor Ingrid, pídemelo.

Frunzo el ceño.

—No sé qué quieres decir...

—Dame tu permiso. ¡Pídemelo! —Ruge y su mano se ciñe aún más fuerte a mi muñeca. Mi corazón se acelera como mecanismo de defensa.

—¿Qué quieres que te pida? —Pregunto con la voz engolada, presa del pánico.

—Pídeme que lo mate. Puedo hacerlo. Líbrate de ese problema, táchalo para siempre de tu vida.

—¡¿Qué estás diciendo?! ¡Has perdido la cabeza!

Estiro el brazo con fuerza para deshacerme de él.

—No hay justicia si un individuo así sigue con vida. Piénsalo, será limpio y eficaz. Te lo prometo.

—¡Pero yo no puedo vivir el resto de mi vida sabiendo que soy responsable de la muerte de alguien!

—¡Maldita sea, ese cabrón se lo merece! ¡Da igual, no necesito tu puto permiso, lo haré de todos modos!

—¿Qué? ¡No! ¡Marcello ni se te ocurra!

Mi cara es el vivo retrato del pánico en estado puro. Él se enfunda los pantalones con energía y se acerca al suelo para recoger su camisa.

—Dame solo una razón, una por la que no debería hacerlo y tal vez me lo piense.

—¡Porque eso ya es agua pasada, además, no es asunto tuyo!

—¡Oh, claro que lo es! Ahora tú eres asunto mío y todo lo que te rodea también.

—¡Esto no! Marcello, por favor. Él ya está pagando por lo que hizo.

—No es suficiente.

—No hagas que esto sea una carga más en mi espalda. Me conozco, no lo superaría.

Marcello suspira sonoramente. Me mira y sus ojos brillantes me indican que está a punto de ceder, pero entonces vuelve a mirarme con severidad.

—La cicatriz del cuello, las señales de tu espalda... también abusó de ti, ¿verdad?

Aprieto los labios y me cuadro frente a él con el semblante más serio que puedo mostrar.

—No. Hagas. Nada –le advierto en tono amenazante–. Me ha costado mucho sobreponerme a eso y lo último que necesito es que alguien se empeñe en remover mi pasado. Yo soy lo que ves –extiendo los brazos–, me has conocido así, con mis traumas, mis defectos y mis inseguridades, nada de lo que hagas podrá hacer de mí una persona diferente porque el daño ya está hecho. Si hasta ahora no te ha importado y has decidido estar conmigo a pesar de todo eso, acéptalo y déjalo en el olvido, donde debe estar.

Nunca me había atrevido a hablar a alguien así, Marcello también parece sorprendido  por mi firmeza, tanto es así que me aparta la mirada, bufa con resignación y pasa las manos por su cabello alborotado.

—Está bien. Pero lo que sí que voy a hacer y no admite discusión, es tenerle vigilado. Y cuando acabe de cumplir condena impedirle la entrada a Italia de por vida. No quiero tenerle a menos de tres mil quilómetros de ti.

—Me parece bien —hago esfuerzos por esconder la sonrisa tras haberme salido con la mía. Me acerco lentamente y le acaricio el rostro, su ceño continua fruncido— ¿Por qué siempre me proteges? Incluso desde el primer día.

Se encoge de hombros. Se distancia un poco de mí para acabar de abrocharse la camisa.

—Será mejor que salgamos. Necesito que me dé un poco el aire.

Corro hacia la maleta y antes de que pueda cogerla, Marcello la retira de mi alcance para llevarla él.

—¿Adónde vamos? —Pregunto mientras me coge de la mano y me acompaña a paso ligero por las escaleras.

—Nos vamos de compras. ¿No te acuerdas?

Su humor ha vuelto a cambiar. Ha recobrado la energía y parece mucho más contento.

Y otra vez esas tiendas, repletas de elegantes vestidos y gente amable por todas partes. He perdido la cuenta de los sitios en los que hemos entrado, en todos ellos Marcello ha encargado un montón de ropa, ropa exclusivamente para mí.

Me siento como el juguete nuevo de una familia adinerada. Se empeñan en vestirme y peinarme como si fuera una muñequita de porcelana.

—Yo  no quiero todo esto...

—Me da igual, yo quiero dártelo.

—Estás gastando demasiado en mí, no me gusta nada.

—No es demasiado. Además, es lo menos que mereces.

Caminamos a paso ligero por esas calles adoquinadas, con los guardaespaldas detrás. Le obligo a detenerse unos minutos. No veo qué prisa hay para que tengamos que correr tanto.

Justo en ese momento, como una llamada del destino, diviso en una tienda a mi izquierda un  letrero en el escaparate que pone: "Se necesita dependienta"

Es una tienda de libros de segunda mano. Abro la puerta de cristal y hierro para dirigirme a su interior.

—Vaya... —digo impresionada.

Hay altas estanterías repletas de libros, algunos incluso deben ser importantes pues están en vitrinas de cristal. Lo que más me llama la atención del lugar es el olor, los libros huelen de maravilla, me traslada a un mundo agradable.

—¿En qué puedo ayudarla? —Pregunta el dueño, tan anciano que deberá tener por lo menos unos cien años. En cuanto distingue a Marcello detrás de mí su rostro se contrae. Marcello asciende su mano colocándola sobre el hombro. Un día tengo que preguntarle por ese gesto.

—He venido por lo del anuncio.

Marcello me mira enojado.

—¿Quieres trabajar aquí? —Me pregunta extrañado.

—No veo por qué no. Necesito hacer algo, tener algún tipo de ingreso para ser independiente, ¿no crees?

—Eso es una tontería. Sabes que conmigo no va a faltarte de nada. Además, a partir de ahora yo te mantengo.

—No quiero. Mis gastos los pago yo. Además, tengo que empezar por devolverte todo lo que me has comprado hoy.

Su rostro se crispa en el acto.

—No tienes que devolverme nada. ¿Es que no lo entiendes? Tus gastos corren de mi cuenta y no hay nada más qué hablar.

—¡Pero yo necesito sentirme útil! No puedo no hacer nada...

Sus ojos se suavizan. Bufa y se centra en el dependiente que contempla nuestra discusión atónito.

—Está bien Ingrid, haz lo que quieras...

Me dirijo al dueño para pedirle información. Tras entregarme su tarjeta quedamos en vernos pronto, después de preparar mi currículum y realizar una pequeña entrevista.

Salgo de la librería mucho más contenta. Ver que puedo abrirme camino yo sola me enorgullece. Por otra parte, Marcello se muestra más ausente de lo habitual, no le ha hecho gracia que hiciera eso sin consultárselo, pero lo cierto es que no me importar. De aquí a la semana que viene tiene tiempo de sobra para hacerse a la idea.

Y esta es la última tienda que nos queda por ver. ¡Gracias a Dios! Llevamos tantas que incluso he perdido la cuenta.

Un hombre se aproxima sonriente hacia nosotros, ya sabía de nuestra llegada por lo que nos tiende amablemente la mano indicándonos el camino hacia los vestidores.

—Está bien señorita, si me permite le tomaré las medidas.

Mis ojos se dilatan. Miro a Marcello y él se limita a sonreír.

El hombre se acerca con la cinta métrica, está a punto de tocarme y me aparto rápidamente antes de sentir sus dedos sobre mí.

—¿Podría venir una de las chicas a tomarle las medidas?

El dependiente se queda congelado un par de segundos.

—Claro señor, como guste.

—Gracias.

Respiro hondo en cuento abandona la habitación. Percibo como a Marcello le divierte mi reacción.

La chica entra enérgicamente, toma mis medidas y se las apunta en una pequeña libreta.

—Bien. ¿En qué estabais pensando? —Pregunta dirigiéndose únicamente a Marcello, como si yo no tuviera ni voz ni voto en este asunto.

—Necesitados de todo un poco: ropa cómoda y funcional, vestidos de cóctel, zapatos, pijamas y ropa interior.

—Bien. ¿Por dónde quiere empezar?

—Creo que por hoy ya hemos tenido bastante. Simplemente quiero que encuentre varias prendas de todo lo que le he dicho y las lleve mañana mismo a esta dirección. —Dice extendiendo una tarjeta— Antes de las diez de la mañana.

—¿Pero no me da ningunas directrices acerca de lo que quiere?

—No. Confío en su criterio. Usted se dedica a esto, apuesto a que después de ver a Ingrid ya se hace una idea de lo que le puede resultar más favorecedor.

—Está bien señor, agradezco su confianza.

—Además, me preguntaba si usted podría incluir también algunos perfumes, bolsos, complementos y ese tipo de cosas que usan las mujeres como cremas, suavizantes para el cabello, maquillaje...

—Por supuesto señor.

—Genial. Esperamos el pedido para mañana a primera hora, pues.

—Descuide.

Marcello le sonríe y ella se ruboriza. Supongo que es el mismo efecto que ocasiona en mí.

—Perdone señor, ¿Cuál es el presupuesto?

—No se preocupe por eso. Únicamente le pido que tenga buen ojo.

Marcello me coge de la mano y juntos nos dirigimos hacia la salida. Yo no dejo de observarle.

—Eres un tanto exagerado, ¿no crees?

—¡Para nada! Quiero que no te falte de nada.

—¿Y es necesario todo lo que acabas de hacer? ¿Crees que con eso vas a comprarme?

Me mira con diversión. Pero yo no he dejado de retarle, manteniéndome fiel a mi postura.

—No, Ingrid. A estas alturas ya me ha quedado claro que lo material te importa una mierda. No pretendo comprarte, solo hacer que te sientas mejor. Esa es mi única intención, te lo aseguro.

—Sí, esa es otra forma de decirlo...

Marcello sonríe y me besa sin preaviso.

—Y ahora tengo algo que decirte –me mira sonriente–. Mañana por la noche tenemos un compromiso. Mi familia nos espera para cenar.

Y tras sus últimas palabras mi cuerpo se paraliza, me quedo boquiabierta mientas mis ojos se abren desmesuradamente. Estoy a punto de entrar en estado de shock.

30

El día ha pasado volando y todo ha sido perfecto, pero ahora me encuentro frente a un gran dilema:

Entro en el vestidor. Anudo fuertemente la toalla que envuelve mi cuerpo y me quedo petrificada mientras observo cómo gran parte de las estanterías están dedicadas a mí.  Marcello ha ordenado que clasifiquen toda mi ropa, que como no, ha llegado puntualmente a las diez de la mañana. Su sección es mucho más pequeña.

Las cremas y maquillajes están perfectamente colocados sobre el tocador. Me cuesta creer que todo esto sea para mí. Distingo marcas como Ralph Lauren, Dior, Cristina Rizzi, Scada, Victorio y Lucchino... Debe haberle costado una fortuna. Intento no pensar demasiado en eso por mi propio bien, mientras hago un esfuerzo por concentrarme en qué debo ponerme para esta noche.

Marcello entra en la habitación, se dirige directamente hacia su lado del vestidor y coge un traje oscuro.

—¿Necesitas ayuda? —Me pregunta aguantando la risa al verme tan perdida.

—Hay tantas cosas... no sé qué... —suspiro frustrada— Yo no estoy hecha para llevar este tipo de vida.

—Te acostumbrarás —espeta sin el menor atisbo de duda.

Camina hacia mí, medita un rato y luego saca del armario un vestido negro de satén, es largo y muy llamativo.

—Este me gusta —propone pasando la mano por encima de él para palpar la suavidad del tejido.

—De acuerdo —arrugo el entrecejo— ¿No es demasiado elegante?

—No, teniendo en cuenta dónde vamos.

—Ah.

Se lo arrebato de las manos y me estremezco; me asustan las sorpresas y las situaciones nuevas que no puedo controlar.

Enseguida me doy cuenta de que ese vestido no se puede poner con sujetador, pues tiene un cuello caído, haciendo elegantes bolsas sobre el escote. Resbalarían por los brazos de no ser por unos finísimos hilitos que van anudados a la espalda manteniendo la estructura. Intento alcanzarlos con las manos, pero no soy capaz. Salgo de la habitación enfurecida. Marcello ya está prácticamente vestido. Me observa entrar como un huracán y se queda atónito.

—Necesito ayuda. Soy incapaz de abrocharme esto.

—Claro...

Me vuelvo y espero a que él anude los lacitos, consciente de que se está tomando más tiempo del habitual.

—¿Has tenido ocasión de mirarte en el espejo?

—No, ¿Por qué?

—Esto no me lo pierdo —me coge de la mano y vuelve a conducirme hacia el vestidor, una vez allí, me sitúa frente a un gran espejo ovalado, donde puedo verme de cuerpo entero.

Mi piel morena se acopla elegantemente a este color, es un vestido precioso. Me cuesta reconocer que ese cuerpo torneado y esbelto que se proyecta en el reflejo es el mío. Lo que más llama la atención es mi espalda, tan fina, lisa y ligeramente curvada. La verdad es que no me queda nada mal.

—Espectacular. De verdad. Si me permites una sugerencia... —alza sus manos y me recoloca el cabello hacia un lado— creo que deberías recogerte así el pelo. Esta espalda está perfecta completamente al descubierto.

Mis mejillas se tornan de color carmesí. Soy incapaz de acostumbrarme a que él me observe de ese modo, a que me diga esas cosas... me da muchísima vergüenza.

—Será mejor que me vaya —sonríe quedamente.

Se aleja de mí dejándome sola frente al espejo. Invierto un poco más de tiempo observándome, acostumbrándome a mí. Luego, me pongo un par de horquillas ocultas para que el pelo me caiga cómodamente hacia un lado. Ahora solo queda maquillarme.

Elijo tonos claros, pero ante todo, discretos. En cuanto termino, cojo un pequeño bolso de mano, me calzo los zapatos de tacón y salgo fuera.

Él tampoco está nada mal. Su americana oscura le queda perfectamente entallada a la cintura. La lleva sobre una camisa blanca con la tirilla de los botones de un color azul oscuro. La camisa también tiene doble cuello, bajo el blanco impoluto sobresale un pequeño filo azul conjuntado con la línea abotonada. Sus pantalones, a juego con la americana, se ajustan sutilmente a los sitios estratégicos, por lo que no puedo evitar fijarme en la forma de su perfecto trasero.

Tras acabar de abrocharse el cinturón, se coloca la americana proporcionándole un par de estirones secos para acabar de ajustársela a los hombros, seguidamente se abrocha el botón del centro. Cuando levanta el rostro se sobresalta al encontrarme ahí parada,  no me ha visto venir.

—Uuuuaaaauuuu. Me dejas sin palabras —me dedica una sonrisa provocativa.

Me coge de la mano, me aprieta junto a él y me planta uno de sus besos, de esos efusivos con un toque de ansiedad. Pero antes de que la insistencia de nuestro encuentro nos haga perder el control sobre nuestros cuerpos, se retira. Sus labios han quedado ligeramente manchados de mi carmín, alzo la mano y se lo retiro con los dedos sin dejar de reír.

—Eres la tentación personificada. Voy a tener que cuidarte incluso más de lo que pretendía.

—No digas tonterías...

—¡No lo son!, eso es lo peor de todo: que no exagero un ápice.

Mientras vamos en el coche, conducido por Rafael, yo no puedo evitar retorcer una y otra vez mis dedos. Estoy muy nerviosa, además, no entiendo a qué viene tanta prisa. Por qué va a presentarme a su familia cuando solo hemos estado tres días juntos. Me parece una locura pero me abstengo de hacérselo saber. Está ilusionado y no quiero hacer nada que pueda chafarle este momento, pero... ¡puuffff! esto me cuesta horrores.

Marcello coge una de mis manos y la sujeta para impedir que siga retorciéndomelas. Se acerca a mi oreja, muerde el lóbulo y susurra:

—Como sigas así vas a ponerme nervioso a mí también.

Cierro los ojos, inspiro y expiro. Así una vez, dos, tres... Él se ríe de mí. Yo no puedo corresponderle.

—¿Qué te asusta?

—No lo sé. ¡Todo! ¡Absolutamente todo! —Ya no puedo parar— ¿Cómo se te ocurre arrastrarme a algo así? ¿Por qué tengo que acompañarte? ¡Casi ni nos conocemos! Además, es una reunión familiar yo no debería estar presente.

—Para un momento Ingrid, no te aceleres —sus labios esbozan una cautivadora sonrisa de medio lado. Levanta mi mano, mostrándome la pulsera que rodea mi muñeca—. A donde voy yo, vas tú. Tranquilízate, hasta ahora mi familia no se ha comido a nadie.

Pongo los ojos en blanco. Su broma no me hace gracia. Solo quiero que el tiempo pase rápido y volver a estar en casa. A veces tengo la sensación de que Marcello no me da tregua, es como si no recordara lo mucho que me cuesta abrirme a la gente, que me miren y demás.

Me recuesto contra el respaldo. Cierro los ojos sin dejar de inspirar profundamente.

—Ya hemos llegado —anuncia divertido. Por su semblante, sé que no me ha quitado ojo durante todo el trayecto— ¿Preparada?

Arrugo la frente.

—¡Qué remedio!

Me da un rápido beso en los labios y sonríe. Está contento. Lo sé. Y justo en este momento su felicidad es la mía.

Sostengo el brazo que me ofrece dejando la mente en blanco. Él eleva exageradamente el rostro y me mira por encima del hombro esperando a que yo haga lo mismo. Estallo en carcajadas tras ver su cara; lo ha conseguido, adiós a los nervios. Alzo mi rostro imitándole, no puedo parar de reír, seguramente mañana tendré tortícolis por esta postura tan antinatural.

El restaurante está lleno. Debe ser muy exclusivo porque todos visten trajes de chaqueta y corbata, excepto los más jóvenes. Las mujeres tampoco se quedan atrás, pues lucen sus peinados enrevesados y vestidos hechos a medida, siguiendo las últimas tendencias.

Marcello hace su habitual gesto con la mano. Un camarero se acerca a nosotros, tras saludarnos, nos retira las chaquetas y las lleva a otro lugar. Otro empleado nos guía por medio de la sala, la atravesamos ante la atenta mirada de decenas de personas que no pierden detalle de nuestros movimientos. El silencio es perturbador. Me cuesta caminar con seguridad subida a estos zapatos, aunque eso no es lo peor, el momento más desconcertante llega cuando Marcello alza mi mano que lleva la pulsera y la coloca sobre sus labios para besarla. Hubiese pasado por un gesto inocente, afectuoso y casual, pero no. Bajo ese acto se esconde unas intenciones mucho más profundas. No solo me exhibe ante los demás, les muestra mi reluciente pulsera remarcando su significado con un beso posesivo.

Una vez más se confirma mi teoría: No soy más que un juguete. O al menos yo me siento así, como el juguete deseado que recibe un niño por Navidad.

Estoy preparada para decirle algo, recriminar al menos su actitud, pero su mirada eufórica y complacida me desarman. Jamás había visto esa desmedida ilusión en el rostro de ningún hombre, ese orgullo y deseo a la misma vez.

«Realmente soy importante para él. No lo comprenderé jamás, pero acabo de descubrir que esto me gusta. Ser capaz de provocar todos estos sentimientos en alguien como él  me hace sentir poderosa e imprescindible».

Antes de traspasar la puerta del reservado que tiene su familia, se detiene. El camarero nos deja atrás y sigue avanzando sin percatarse de nuestra ausencia.

—Eres mía Ingrid, mía y de nadie más —sus manos me sujetan el rostro y me besa con vehemencia. Cuando se retira, necesito unos segundos para recobrar el aliento.

Decido no llevarle la contraria ahora, se le ve demasiado contento, aunque detesto cuando dice ese tipo de cosas.

Entonces coloca una mano cálida sobre la piel desnuda de mi espalda y la mantiene ahí mientras avanzamos por el pequeño pasillo que conduce hacia la sala.

Todos los miembros de su familia se han puesto en pie al vernos entrar. Yo estoy completamente roja. Hay demasiada gente ahí: sus padres, sus hermanos y las esposas o amantes de estos. Mis ojos se desvían hacia sus muñecas tras reconocer un joya en particular... es la misma pulsera que llevo yo.

Monic es la única que no parece complacida al verme, lo cual me extraña. Me mira de arriba a abajo, evaluándome, y luego se queda petrificada tras ver mi pulsera. Marcello me sujeta ahora de la mano y vuelve a elevarla para besarla. Aunque en realidad lo que está es exhibiéndome como si fuera una de esas enormes truchas de río que acabara de pescar.

Como odio que haga eso...

—Buenas noches —digo fingiendo toda la cortesía del mundo.

—Buenas noches, Ingrid —responde Monic sin dejar de estudiarme.

Los hombres se acercan para darme la mano y besármela. Como no, mi cuerpo se tensa, pero consigo mantener el temple.

—Esta es Ingrid Montero —me presenta.

—La recordamos. Estuvo en la fiesta de papá. —Su hermano sonríe de medio lado— Eres más listo de lo que pensaba hermanito, te nos has adelantado a todos...

La cara me arde. Marcello frunce el ceño y está a punto de decir algo, pero Monic interviene previendo las intenciones de su hijo.

—¡Tranquilízate Claudio! Ingrid está con tu hermano.

Bajo el rostro avergonzada.

—Me complace verla aquí de nuevo, con nosotros. —Stephano parece sincero, me sonríe afablemente y yo le devuelto la sonrisa.

—Gracias. Para mí es un honor —Marcello finge que tose para ocultar las ganas de reír, le dedico una fulminante mirada que corta su diversión en el acto.

Una vez en la mesa, nos traen los entrantes. Son unas ovaladas bandejas de ensalada con marisco. Una langosta de tamaño considerable viste el centro, los lados son adornados por medias conchas de mejillones al vapor, alternadas con vieiras y ostras. Los camareros se afanan por servirnos a la par que rompen estratégicamente el caparazón del marisco para que una vez depositado en nuestro plato, no nos cueste comérnoslo.

Aprovecho el vaivén del servicio para hacer un rápido estudio de la familia de Marcello.

Presidiendo la mesa se encuentran Stephano y Monic. A la derecha de Stephano está el hermano mayor, Antonello. Es bastante alto y con algunos quilos de más, no se parece en nada a Marcello. Lleva el pelo castaño claro repeinado hacia un lado, contrasta fuertemente con su tez blanca como la cal y sus ojos miel. Mientras le observo me acuerdo de la primera vez que le vi en el pub de Iván, recuerdo que estaba rodeado de mujeres y entre todas ellas, ninguna era su esposa: France. Ella es guapísima, está a su lado, poco concentrada en la conversación dado que no deja de reprender a sus dos hijos gemelos, Petter y Mario. No tendrán más de diez años, pero por su comportamiento parecen mucho más pequeños.

Siguiendo hacia la izquierda, está el segundo hermano, Claudio. Lleva el pelo ondulado y engominado hacia atrás, tanto su mirada oscura como su barba incipiente le dan aspecto de chico rebelde, supongo que eso forma parte de su atractivo. Pero ahí va lo mejor: está acompañado por dos mujeres, ambas con brazalete pero ninguna de ellas es su mujer, porque Claudio no está casado. Las chicas se llaman Berta y Chiara, como no, ambas son dos supermodelos delgadísimas, altas y esculturales.

Luego está Paola, la hija menor. Está sentada al lado de su madre y es encantadora. Sus ojos vivarachos lo observan todo, apuesto a que no se le escapa detalle. Tiene veinte años aunque aparenta menos. Al mirarla descubro que se parece bastante a Marcello, aunque a diferencia de él, sus dos ojos son del mismo color azul turquesa. Mientras cenamos, nuestras miradas se cruzan y ella no duda en sonreírme, me transmite muchísima confianza.

En lo referente a Marcello, solo pudo decir que está inusualmente callado esta noche. Advierto que estos encuentros familiares no son de su agrado, o tal vez el desafortunado comentario de su hermano respecto a mí aún continúa dando vueltas en su cabeza, ¡a saber! A veces tengo la sensación de que jamás acabaré de entenderle del todo.

Nos sirven el segundo plato, unos exquisitos medallones de ternera con una salsa de almendras que está increíble. Prácticamente se deshace en la boca. Marcello espera a que llenen mi copa, esta vez con vino tinto, para posteriormente, alzarla y chocar el cristal contra la mía. No sé qué tipo de vino es este, pero por su textura y sabor duradero debe ser muy, muy caro.

—Estás radiante... y debo decir que ese ligero rubor en las mejillas te hace adorable.

Dejo la copa en la mesa. Aunque su comentario ha sido dicho entre susurros, miro a mi alrededor, temerosa de que alguien más haya podido escucharlo. Por suerte para mí, están enfrascado en otros temas de conversación ajenos a nosotros.

—Hoy no has dejado de adularme, debes querer algo... –me atrevo a añadir en voz baja.

—Puedes apostar que sí —cojo mi copa otra vez, entorno la mirada sobre el fino cristal del borde mirando a cada una de las personas que componen la mesa—. Tengo unas ganas locas de llegar a casa y follarte.

El sorbo de vino queda atrancado a mitad de garganta. Toso tapándome la boca con la mano mientras intento sofocar el picor que se extiende por la laringe. Marcello no abandona la sonrisa mientras me da pequeños golpecitos en la espalda esperando a que se me pase.

—Oh, vamos, esto ya no es nuevo para ti Ingrid...

—No. Pero yo no lo habría dicho de ese modo.

Se encoge de hombros al tiempo que coge una servilleta y la despliega para limpiarse la boca con delicadeza.

—Ya te he hecho en amor varias veces, pero todavía no te he follado —remarca utilizando otra vez esa espantosa palabra—, y resulta que ahora tengo muchas ganas.

Pongo mirada de interrogante.

—¿Qué diferencia hay?

Se acerca demasiado a mí. Mi vello se eriza por su cercanía. Su cálido aliento roza el lóbulo de mi oreja mientras susurra:

—Te lo enseñaré cuando lleguemos a casa.

Y así queda dicho, como una promesa de lo que me espera. Ese comentario y todo el misterio que suscita debería aterrarme. Era lo propio en mí, sin embargo ese pellizco en el bajo vientre indica las ganas que tengo por saber a qué se refiere exactamente. Quiero conocer todas las formas y vertientes de hacer el amor y si follar es una de ellas... ¡adelante!

La diversión se esfuma de mi rostro en cuanto me doy cuenta de que Monic no nos quita ojo. Parece muy interesada en conocer aquello que cuchicheamos. Me pongo completamente roja y bajo la mirada mientras pincho un minúsculo trocito de carne en salsa.

El postre es una espléndida copa de chocolate blanco con zumo de fresa y arándanos. Clavo una cuchara en la mousse exquisitamente decorada para probarla. El contraste del dulzón del chocolate con el ácido de la fruta es una mezcla increíble para mi paladar, tal vez para ellos esto sea lo normal, pero yo, que nunca he probado este tipo de cosas, me quedo impresionada con cada nuevo sabor.

Me ladeo hacia Marcello, él se inclina facilitándome la acción.

—Esto está buenísimo.

Me sonríe mientras se lleva una cucharada a la boca, luego, dejándome pasmada se acerca a mí y me besa recorriendo con su lengua cada rincón de mi boca. Percibo la dulzura del chocolate mezclado con su saliva, los minúsculos trozos de fruta campan a sus anchas, fundiéndose con el beso. En cuanto se separa recobro el aliento.

—Justo lo que le faltaba a mi postre, un ligero toque de Ingrid.

Hace esfuerzos por contener la risa, aunque no es por lo que acaba de hacer, sino más bien por la cara de espanto que se me ha quedado. Parece que su arrebato ha pasado desapercibido para todos, menos para una persona, que ahora mismo tiene la misma cara atónita que yo.

Los cafés, los chupitos... no recuerdo haber cenado tanto en toda mi vida.

Marcello intuye mi distracción y me coge de la mano por debajo de la mesa, la lleva hasta su rodilla y la deja ahí, tranquila, mientras entrelaza sus dedos en los míos. Le miro de reojo. Parece no prestarme atención, pues está hablando con Claudio, pero sé que por encima de todo, está pendiente de mí.

—¿Y bien, Ingrid, qué habéis decidido hacer? Dado que mi hijo y tú habéis formalizado vuestra relación, ¿viviréis en casa de Marcello o os trasladaréis a la residencia familiar?

Monic da un pequeño sorbo a su café. Su actitud me confunde, algo ha cambiado respecto a la última vez que nos vimos. Antes parecía ser mi amiga, incluso si hoy estoy aquí, en parte es gracias a ella, sin embargo... me vigila como lo haría con su peor enemigo.

Marcello se centra en nosotras y contesta por mí.

—No madre, viviremos temporalmente en mi casa.

—¿Temporalmente?

—Todavía es un tema que tenemos por tratar. Tal vez nos traslademos a la casa de Ingrid, ya veremos...

—¿¿¿Qué??? —Monic desciende tan rápidamente su taza, que hace un estridente ruido al chocar bruscamente contra el platillo. El sonido paraliza a la mesa entera, que progresivamente va descendiendo el tono de voz para prestarnos toda su atención—. Debes estar de broma. ¿Por qué ibais a hacer eso?

—He buscado un trabajo en el centro —Intento justificarme.

—¿Un trabajo? ¿De qué?

Marcello aprieta los labios y alza las cejas en mi dirección animándome a que continúe. Pero su mano se ha deshecho de la mía, me siento insegura...

—Bueno, todavía no es definitivo. La semana que viene tengo una entrevista en una librería.

Unas incómodas risitas desvían mi atención, Claudio se esconde de mí.

—¿Una librería? Marcello, dime que no es cierto.

—Me temo que sí.

—Pero... tu trabajo es cuidar de mi hijo, es lo único que debe preocuparte ahora.

—¡Por favor madre! No necesito que nadie me cuide y si Ingrid quiere trabajar, no veo por qué no puede hacerlo.

—¡No dices más que sandeces! Ningún miembro de nuestra familia ha realizado esa clase de trabajos, no están a la altura —su mirada pasa de su hijo a mí—. ¿Por qué quieres hacer algo así?

Mi respiración se altera. No me gusta que nadie me ponga límites, que se atreva a decirme qué puedo o no puedo hacer. Yo soy la única capaz de marcar mis propios límites. Nadie más.

—Porque mientras pueda seguir valiéndome por mí misma, por poco que pueda hacer o aportar, lo haré. No he nacido para ser la mantenida de nadie.

Su mirada desafiante se suaviza. Pero sigue retándome, se niega a hacer a un lado sus arraigados principios. Lo que no entiende es que todas esas tradiciones absurdas, no hacen más que condenar a las mujeres o tratarlas como simples objetos a merced de un hombre, y eso no van conmigo. He tenido que luchar mucho en mi vida para hacerme valer, no pienso abandonarlo todo por un romance inesperado.

Ahora devuelve la mirada a su hijo.

—¿Le has dicho lo que va a conllevar su capricho?

—¡Trabajar no es un capricho, sino un derecho y un deber de las personas honradas!

La mesa me observa con atención. Apuesto a que nadie se ha atrevido a hablarles con tanta claridad como lo hago yo, pero siento que estoy en uno de esos momentos de mi vida en que no tengo ganas de callarme nada.

—¿No te ha comentado que tu trabajo supondrá para nosotros muchas más pérdidas que ganancias? Aumentar la seguridad, la vigilancia de los clientes que acudan a la tienda o traten contigo...

—Por favor madre, no sigas por ahí...

—¡No Marcello! ¡Ponle desde el principio las cosas claras!

—¡Basta! Deja de decirme lo que tengo que hacer. ¡Yo se lo he autorizado, no lo veo mal, así que no hay más que hablar!

—No me puedo creer que tú hayas cedido en algo así.

—Pues ya lo ves, será que al final me he ido modernizando con los tiempos.

—¿Estás siendo sarcástico? ¿Te atreves a hablarme de ese modo?

—¡Está bien! —Marcello se pone en pie de un salto y tiende la mano en mi dirección, mi cuerpo reacciona apartándose por la sorpresa— Nos vamos Ingrid, no pienso continuar con esta conversación.

Miro a Stephano, que continua callado sin atreverse a intervenir. Monic está que echa humo y los demás no saben si reír de la situación o apaciguarla de algún modo.

—¿Ingrid? —Me reclama Marcello bajo la atenta mirada de los suyos.

—No, Marcello, no vas a irte así. Debes quedarte para solucionar las cosas —me pongo en pie, sobre los tacones me veo altísima, me dan cierta seguridad—. Pero yo sí debería irme, creo que el trasfondo de esta conversación pendiente no únicamente tiene que ver con el hecho de que quiera trabajar.

Su gesto se ensombrece.

—Hablaré con mi madre a solas, pero ni se te ocurra marcharte —su seriedad me hace pestañear aturdida. Lo ha dicho en un tono tan intimidante que infunda un profundo respeto.

—No veo por qué tengo que quedarme –espeto con chulería–. Mi presencia aquí no es necesaria.

—¡He dicho que te quedas y no hay nada más que hablar!

Su tono me enerva.

—Y yo he dicho que me voy.

Me mira. Yo le miro. Nos retamos. Ambos tiramos de los extremos de una cuerda que está a punto de romperse.

—No lo voy a permitir. Si te vas iré a buscarte, te arrastraré si es preciso y te traeré de vuelta.

—No serias capaz —contesto desafiante.

—Soy capaz de eso y de mucho más, créeme. Ahora voy a ausentarme un momento, espero encontrarte aquí cuando regrese.

Mi cara refleja la más profunda indignación. ¿Cree que puede amenazarme? Me siento como una niña pequeña a la que le han prohibido salir de casa. Solo tengo ganas de enfadarme, dejarle las cosas claras e irme de allí sin mirar atrás. Pero algo me dice que no es el momento de llevar las cosas al límite, hoy no al menos. Así que bajo su atenta mirada y la de los demás presentes, me siento en la silla.

«Juro que esto no va a quedarse así, no ha nacido persona que me dé órdenes».

Una vez aclarado esto, se acerca a Monic y juntos se dirigen a una pequeña sala de reposo, contigua a la nuestra.

Miro a mi alrededor. Creo que lo peor ha pasado ya, pero entonces no entiendo cómo puedo estar tan nerviosa. Me sujeto las piernas por debajo de la mesa porque no puedo dejar de moverlas.

—Tienes huevos —me sobresalta Claudio de forma inesperada. Se sienta en la silla que hasta hace poco ocupaba Marcello y me ofrece la botella de limoncello. Niego con la cabeza mientras cubro la copa con la mano—. Supongo que se debe a que en realidad no nos conoces.

—¿Y qué más me queda por conocer?

Claudio se ríe y da un sorbo a su copa.

—Solo has descubierto la punta del iceberg. Hay mucho más bajo la superficie.

—Prefiero ignorarlo. Con lo que ya sé me basta y me sobra.

Su sonrisa se hace inmensa, pestañeo aturdida un par de veces antes de desviar la mirada.

—Me gusta cómo eres Ingrid. Muy auténtica.

Mis pómulos empiezan a arder.

Me atrevo a echar un vistazo a las dos amantes que le observan de lejos, impasibles, obedientes. Yo sería incapaz de actuar como ellas, ¿a esto es a lo que están acostumbrados? Esto no es más que otro indicio que demuestra que yo jamás podría encajar en un mundo como este.

Claudio se aleja con su copa y rodea a sus mujeres con ambos brazos. Ellas sonríen, parecen felices así, compartiéndole a la vez que acatan cada uno de sus caprichos.

Paola me sonríe y se acerca trotando como un potrillo hacia mí. En cuanto me tiene delante se sienta, flexiona los codos sobre la mesa para sostener su cabeza.

—No te preocupes por lo que acaba de pasar... no es nada. Marcello y mamá siempre están igual.

—¿Ah, sí? —pregunto incrédula.

—Sí. Es que te has ido a fijar en el ojito derecho de mi madre. Marcello siempre ha sido su niño del alama, por lo de la enfermedad y todo eso.

—¿Enfermedad?

—De niño, superó una meningitis. Era prácticamente un bebé, creo que por eso le sobreprotege tanto. Además, Marcello siempre ha sido diferente, no se parece en nada a Antonello o Claudio —se le escapa una tierna sonrisita infantil—. Me gusta que seas tú la que esté con él. Desde que va contigo parece mucho más feliz. Mi padre también está encantado, dice que por fin se está implicando en asuntos de la familia que hasta ahora no hacía más que evitar. Es como si de repente sí tuviera un motivo para ser un Lucci, con todo lo que ello conlleva.

La miro frunciendo el ceño.

—¿Y qué me dices de ti?

Se echa a reír.

—Bueno, para mí es diferente –se encoge de hombros–. Soy una mujer.

La miro atónita.

—¿Y?

—Pues que yo no tengo las mismas responsabilidades que ellos, gracias a Dios.

—Ya veo... aquí las mujeres sois más un elemento decorativo que otra cosa... No te ofendas, pero desde fuera es eso lo que parece.

Sonríe.

—No es así. Dime una cosa Ingrid, ¿Te gusta sentir que tu sola presencia forma parte de un todo para otra persona? ¿Te gusta que te cuiden, te mimen, simplemente te adoren y lo único que esperen de ti es que estés a su lado, que le ayudes y formes parte de todos los momentos de su vida. Que te traten como una reina por ser el motor que pone en marcha un engranaje, que sientan que sin ti el puzle no encaja? Es una responsabilidad muy grande ser uno de los pilares maestros que sostienen una compleja estructura. A veces ellos dan la cara mientras que nosotras ponemos el cerebro. Si somos quienes somos, en parte es por las mujeres de nuestra familia, que están en la sombra, pero no por ello son menos importantes. —Mis ojos incrédulos buscan los suyos— Bueno, —suspira— al menos eso es lo que siempre dice mi madre.

Y sí. Esa es la canción que cada uno de ellos tiene aprendida desde la cuna, Marcello me contó algo parecido tiempo atrás, pero todavía no acabo de entenderlo y creo que no lo haré nunca.

—Aun así, no veo que tiene eso de incompatible con el trabajo.

—Será porque tu atención se dispersa de lo que es realmente importante. Supongo que tu deber por estar con mi hermano es renunciar a todo lo demás. Siempre se ha hecho así, además, ya sabes lo posesivos y controladores que son los italianos, pues si eso lo multiplicas por cien y lo elevas al cubo, te sale uno de los Lucci como resultado.

Bufo con pesar. Realmente no me he planteado todo lo que esta relación va a suponer. ¿Por qué lo tienen que hacer todo tan complicado?

—Bueno jovencitas, ¿nos vamos a por unas copas?

Paola se levanta de un salto y abraza a su padre con fuerza.

—¿Un cóctel? —Pregunta con entusiasmo.

—Pero solo uno.

Paola se aleja sonriente. Yo me quedo ausente observando a Stephano. Parece un hombre sensato y flexible. Confieso que la imagen que tenía de él estaba equivocada. De hecho no parece un gran líder, es muy cercano, lo cual me extraña.

—¿Más tranquila? —Pregunta al tiempo que me tiende el brazo para que le acompañe a la otra sala. Se lo cojo, haciendo alarde de una gran confianza, dejo que me guíe hacia la otra habitación sin tan siquiera inmutarme.

—Estoy inquieta... espero que todo esté yendo bien entre Monic y Marcello.

—No te preocupes, yo sé que sí. Lo cierto es que tengo que darte las gracias.

—¿A mí? ¿Por qué?

—Por hacer que Marcello se quede. No es bueno que ninguno de los dos se vaya enfadado, el problema se magnifica y luego solucionarlo cuesta el doble. Además, me has ahorrado un buen problema con Monic esta noche —se acerca a mi oreja y automáticamente aguato la respiración—. Si quieres saber un secreto, no hay quien la aguante horas después de que discuta con Marcello. Por eso yo procuro mantenerme al margen de estos temas. Ya se aclararán entre ellos.

Me echo a reír. ¡Qué imagen más cotidiana! Debe ser algo normal entre familias tan grandes. Conocer los defectos y las debilidades de cada uno para actuar en consecuencia.

Stephano me suelta en cuanto llegamos a la barra. La iluminación de la sala es mucho más íntima. Antonello y su mujer ya han dejado a los niños en manos de una cuidadora y ahora se disponen a beber tranquilamente su copa en unas amplias butacas.

—Ahora si me disculpas, voy a saludar a un compañero.

Asiento rápidamente. En cuanto me quedo sola me siento en un alto taburete junto a la barra. Cruzo las piernas y me coloco lo mejor que puedo para no caer de bruces contra el suelo.

—¿Qué le pongo señorita?

Miro el enorme número de botellas que hay detrás del camarero y hago una mueca.

—Algo muy suave...

—¿Martini con limón?

—Vale.

El camarero me sonríe. Coge el vaso, pone los cubitos y el licor, luego añade el limón y una colorida pajita.

Estoy a punto de beber cuando el contacto de unos labios sobre mi hombro me lo impide. Mi cuerpo se estremece y me giro rápidamente para plantar cara a quien sea que haya tenido semejante confianza. Mis pulmones expulsan rápidamente el aire cuando veo plantado a Marcello frente a mí.

—No me acordaba de lo hermosa que eres... ha sido volver a verte y el corazón me ha dado un vuelco.

Se me escapa una sonrisilla traicionera. Yo que quería estar seria... Por suerte Marcello está de mucho mejor humor y eso me reconforta.

Sus manos recogen las mías, separándolas del vaso y las masajea sin dejar de mirarme a los ojos.

—Venía dispuesto a enfrentarme contigo. Pero se me acaba de olvidar todo lo que quería decirte.

Se acerca y me planta un beso. Pero no es un beso normal, detecto un deseo oculto, fuerte e invasivo.

—¿Por qué querías enfrentarte conmigo? —Me obligo a preguntarle en cuanto recobro la consciencia.

Él se pone serio de repente. Lo cual hace que me arrepienta en el acto de lo que acabo de preguntar.

—No me gusta que me lleves la contraria en público. La verdad, no entiendo por qué eres tan terca —empalidezco. Estoy a punto de contestar pero él alza una mano y  me lo impide—. Pero tenías razón, solucionar las cosas en el momento nos ha venido bien. Le he dejado claro a mi madre que tú y yo tenemos una relación recíproca; al igual que tú renuncias a cosas por mí, es justo que yo también lo haga por ti. Quiero alterar tu vida lo mínimo posible, y si ella no es capaz de aceptar eso, más vale que mire para otro lado.

—¡Madre mía Marcello me va a coger manía a partir de ahora!

Gira mi rostro con la mano hasta colocarlo a escasos centímetros de él.

—Yo me encargo. No pienso permitir que nadie coja manía a la mujer que está conmigo.

Suspiro y me aparto de él con toda la delicadeza de la que soy capaz.

—De todas maneras eso ya da igual, he estado pensando y creo que no merece la pena tanto revuelo por un trabajo. No iré a la entrevista. Lo tengo decidido.

—¿Por qué dices eso? Te vas a presentar. Es lo que quieres.

—No... era lo que quería –puntualizo–, ahora ya no estoy tan segura...

Me mira sin comprender.

—No descarto la posibilidad de trabajar, pero por ahora será mejor que haga esto con tiento. Acabamos de formalizar algo y todavía me queda mucho por conocer de ti, de vosotros, en realidad.

—Yo me enamoré de ti por tu forma de ser. No quiero que eso cambie nunca, aunque vaya en contra de todo lo que creo o quiero para ti.

Enamorado... lo ha dicho... la adrenalina empieza a ascender aturdiéndome.

—Sigo siendo yo. Pero creo que todo esto ha ocurrido tan deprisa que necesito concederme un tiempo para asimilarlo bien y no... bueno... —Me encojo de hombros— llenar mi mente con otras cosas —utilizo las mismas palabras que empleó Paola antes. Marcello me mira con atención, intentando adivinar si mi cambio de opinión se debe a una amenaza por algún miembro de su familia. Sonrío y me acerco a él para abrazarle, ahora solo tengo esa fuerte necesidad. En cuanto mis brazos le rodean me siento repleta, a gusto, y por encima de todo, importante.

—Me gustaría que fueses feliz.

—Por eso no te preocupes, por primera vez en toda mi vida lo soy.

Ahora su mirada no tiene precio; dice sin palabras que me quiere de verdad.

—Es una lástima que esto no lo hubieses pensado antes —sonríe quedamente mientras recoge la mano que descansa sobre mis rodillas— Nos hubiésemos ahorrado un mal trago.

—¿Por qué? —Pregunto alterada.

—¿Qué haces hermanito, le estás pidiendo a Ingrid que te preste tus huevos?

Marcello me suelta y sonríe mirando al suelo.

—¿Ves? Esto es a lo que me refería...

Se levanta de un salto y sin mediar más palabra le asesta un puñetazo a Claudio que está justo detrás de él. Cuando este se vuelve, va directo a su mandíbula. Los dos se sujetan imponiendo su fuerza hasta que caen al suelo y siguen golpeándose.

Me levanto mientras camino temblorosa hacia ellos. Mi corazón está a punto de estallar, no entiendo a qué viene todo esto.

—Ven, Ingrid —Monic entrelaza su brazo con el mío y me obliga a dar media vuelta—. Stephano se encarga. Estos dos siempre están igual...

Miro de reojo hacia atrás. Stephano ha vertido una botella de agua fría encima de sus cabezas y se han separado. Ambos se ayudan mutuamente a incorporarse. Los miro extrañada desde la distancia.

—A veces son como niños —Monic sonríe mientras me acompaña hacia una mesa. Las dos nos sentamos juntas. Trago saliva y suspiro hondo—. Siento haberme puesto así antes. No me malinterpretes por favor, no tengo nada en contra de ti —suspira por la nariz antes de volver a centrarse en mí—. Solo quiero lo mejor para mi hijo.

—Lo comprendo —mi mirada se entristece—. Sé que piensa que yo no soy la mejor opción, pero puede estar segura de que mi intención no es hacer nada que pueda perjudicar a Marcello.

—Lo sé —sonríe y me retira el pelo de la cara colocándolo detrás de la oreja—. Además te equivocas Ingrid, mi hijo no podría haber elegido mejor. Lo supe desde el primer momento en que te vi, pero no me esperaba que todo fuera tan rápido. Solo es eso, me ha pillado por sorpresa porque hasta hoy pensaba que lo vuestro no había cuajado.

Asiento en silencio. La entiendo a la perfección.

—He decidido no trabajar, de momento —Le aclaro, esperando que con esto sellemos la paz.

Monic suspira.

—Mira, quiero serte sincera. No puedo consentir que mi hijo se aleje de mí, de su familia. En cuanto oí que quizás os trasladabais fuera de nuestras propiedades se me nubló el entendimiento. Nosotros lo tenemos todo acondicionado, nuestras tierras están vigiladas y vivimos cerca los unos de los otros. Si él se va... no podré estar tranquila pensando en todo lo malo que le puede pasar.

Mantengo los ojos muy abiertos sin dejar de escucharla. Es tan controladora como me había dicho Marcello, pero lo cierto es que me parece que en eso, los dos son exactamente iguales. No me atrevo a añadir nada, Monic coge aire y continúa sin darme opción:

—Hay una cosa que debes saber. Marcello es del todo imprevisible, no tiene el mismo criterio ni responsabilidad que el resto de sus hermanos, él es demasiado leal y noble. El orden de sus prioridades está alterado y ahora mismo, tú estás en la cima. Esto no sería algo tan grave si él no fuera un Lucci. ¿Entiendes? Tú debes ser su parte racional, la que le centra y le devuelve al camino al que pertenece cuando intenta desviarse.

—¿Y crees que a mí me hará caso? Es bastante tozudo...

Monic sonríe.

—A ti será la única a la que hará caso. Hoy me ha quedado claro —coge la mano que descansa sobre mi falda, acaricia la pulsera y suspira con nostalgia—. ¿Sabes lo que esto significa?

—Sí. Me lo ha explicado.

Arquea las cejas.

—Mejor dicho, ¿sabes lo que esto significa para Marcello?

Frunzo el ceño.

—Eres importante cariño. Él no se la pondría a cualquiera. Así que si significas tanto para él, también lo significas para mí.

Me he quedado helada. No sé qué decir...

—Gracias... —susurro en voz baja.

Nos miramos en silencio un buen rato, Monic parece a punto de llorar, sus ojos claros hacen aguas frente a los míos. No sé qué hacer para aliviarla, tampoco sabría decir en qué momento de su discurso empezaron a aflorar esos sentimientos.

Marcello no tarda en localizarnos, se acerca con su andar elegante para hacerse un hueco justo entre nosotras. Tiene el pelo mojado, se lo ha colocado con los dedos hacia un lado. Además, se ha cambiado de ropa, lo cual me extraña muchísimo.

—Ahora que están juntas las dos mujeres más importante de mi vida, ya me siento un poco mejor.

—Oh, cariño —su madre le da un beso fugaz y le acaricia el rostro antes de ponerse en pie—.  Voy a ver qué hace tu padre.

Nos sonríe una última vez más y se aleja dejándonos a solas.

—¿Qué te ha dicho?

—¿Quién?

Pone los ojos en blanco mientras se ladea en mi dirección.

—¿Quién va a ser? Mi madre.

Sonrío con timidez.

—Ha dicho que si yo soy importante para ti, también lo soy para ella.

Arquea las cejas sorprendido.

—¡Ves! Ya te dije yo que nadie iba a cogerte manía.

—Por cierto —le miro fijamente con semblante serio—, ¿qué pasa entre tu hermano y tú?

Ríe al tiempo que se relaja en la silla. Me envuelve los hombros de forma despreocupada con el brazo.

—Claudio es un completo gilipollas. Ha estado buscándome toda la noche.

—¿En serio? No me había dado cuenta.

—¿Ah, no? Pues no ha sido nada discreto, la verdad. No ha dejado de comerte con los ojos durante la cena. Lo que en realidad le jode es que yo esté contigo, así que solo necesitaba una excusa para atacar, y la ha encontrado.

— Lo que acabas de decir no tiene ningún sentido –aparto el rostro con timidez.

Marcello me dedica una sonrisa de medio lado.

—Puede que no te acuerdes, pero créeme, yo sí tengo viva en la mente el recuerdo de la fiesta de cumpleaños de mi padre. Claudio es ese ser irritante que no hacía más que ir detrás tuyo contándote chorradas —hago memoria. Aquél día hablé con mucha gente, seguramente Claudio fue uno de ellos pero estaba tan nerviosa y pendiente de Marcello que apenas recuerdo haber estado con nadie más—. Y tú no has tenido que aguantarle los días posteriores a la fiesta, preguntando a todo el mundo si te conocían, dónde podía encontrarte... —Su malévola sonrisa se intensifica— Naturalmente no le dije nada de ti, de hecho no ha vuelto a saber de tu existencia hasta esta noche —mi perplejidad le hace sonreír de nuevo—. Hoy le ha quedado claro que eres mía Ingrid, mía y de nadie más.

Mis mejillas arden, por enésima vez. Miro a Claudio de soslayo junto a sus dos esculturales conquistas, yo no podría estar jamás a la altura de unas mujeres así.

—Vaya, no sé qué decir... no tenía ni idea y tenéis una forma tan rara de entender las relaciones...

—Ya lo sé —vuelve a sonreír, pero esta vez se acerca y me besa de forma intensa. Yo me muestro cohibida, tengo la sensación de que muchos pares de ojos nos observan— ¿Nos vamos?

Me separo lo suficiente como para asentir. Nada me apetece más que salir de aquí y poder relajarme. Los nervios me han acompañado durante toda la noche, sin darme tregua. Necesito desconectar.

31

Una hora más tarde, salimos del coche y corremos hacia la entrada de su casa entre risas. Marcello cierra la puerta de un golpe. Me suelta y entonces sí me arrincona contra la pared del recibidor. La adrenalina fluye libre por todo mi cuerpo, estoy atenta a todos sus movimientos, expectante.

Sus manos se aferran a mis muslos y ascienden el vestido con sensualidad, muevo la pierna facilitándole el camino hacia mi trasero. Sus besos persistentes buscan mis labios con anhelo. Jadeo, le rodeo los hombros con los brazos y lo atraigo hacia mí.

—Ingrid... –procede con voz ronca– llevo toda la noche aguantándome, quiero follarte aquí mismo.

Se me escapa la risa. No puedo escucharle decir eso y actuar como si nada.

—¿Puedo?

—¿Me estás pidiendo permiso?

Su boca abandona mi oreja para mirarme a los ojos. Ahora siento frío tras su lejanía.

—Siempre –confirma.

Me muerdo el labio inferior. ¿Por qué es tan condenadamente seductor? No hay nada que pueda negarle a este hombre, con la de defectos que tiene y todo me parece insignificante frente a lo que me hace sentir.

Asiento enérgicamente, deseosa de que vuelva a tocarme, a desearme de ese modo tan particular que me hace sentir inmensamente especial.

No me decepciona. Sus labios vuelven a colocarse junto a mi oreja, me muerde el lóbulo haciéndome gemir de deseo. Su urgencia me resulta excitante. Esta vez no hay mimos, ni cariño, su deliciosa lentitud se ha transformado en morbosa impaciencia. Incluso yo misma no quiero que se demore en los detalles, prefiero que pase directamente a la acción y perderme en esa intensa oleada de placer que solo él logra provocar en mí.

Sus manos me aprietan el trasero hasta que me alza sin esfuerzo y me coloca encima de la cajonera del recibidor, de espaldas al espejo. Su respiración ansiosa me desarma, me mira un instante, luego me besa con vehemencia. Por primera vez deja fluir una pasión desmedida sin miedo a que le rechace, una pasión que logra fundirnos a ambos. Entonces coloca sus manos sobre mis rodillas, las separa y acaricia la parte interior del muslo hasta alcanzar mi ropa interior.

Emite un gruñido salvaje y, en un movimiento veloz, ha roto el tanga dejando mi vulnerabilidad al descubierto. Me excita muchísimo verle tan enloquecido, soy incapaz de apaciguar mi agitada respiración. Me arrastra al filo de la cajonera, se encaja entre mis piernas y suspira sobre mis labios. Percibo la protuberancia que tensa la tela de su ropa y vuelvo a gemir ansiosa. Marcello se desabrocha el cinturón y el pantalón sin dejar de besarme, se acerca a mí y siento todo ese calor adicional sobre mi sexo, está tan cerca que puedo apreciar el suave roce de su erección, pero antes de dar el paso decisivo, su rostro se ensombrece.

Me invade una sensación de vacío indescriptible.

—No te muevas, voy a por un preservativo.

Antes de que dé media vuelta, le detengo. Estoy muy excitada y jadeante, no quiero que se vaya junto ahora.

—¡No! —Digo mientras separo aún más mis piernas, deseando que con esto reconsidere la opción de quedarse.

Sus labios vuelven a acercarse a los míos, parece que mi ofrecimiento ha dado resultado y ahora es incapaz de detenerse.

—Eres mi perdición... —sentencia ahogando un jadeo.

Y por fin lo noto. Duro, caliente y deslizante. Marcello me sujeta las caderas con fuerza, me acerca a él e introduce su miembro lentamente. Su invasión me alivia; sentirle era justo lo que necesitaba. Dejo caer la cabeza contra el cristal a la vez que me arqueo para recibirle más adentro, él aprovecha mi último movimiento para centrarse en el cuello. Lo lame, lo mordisquea y lo besa con una pasión desmedida mientras me arremete una y otra vez con profundidad. No puedo describir el cúmulo de sensaciones que me poseen al mismo tiempo. Esto es, sencillamente, increíble.

En cuanto mi cuerpo se adapta a él, varía el ritmo. Su urgencia incrementa al mismo tiempo que se intensifican nuestros gemidos. Una mano asciende de mi cadera al escote del vestido y lo abre para hacer visible el pecho. Su caricia va en consonancia a sus fuertes embestidas, que me obligan a hacer fuerza para mantener nuestros cuerpos unidos.

Estoy a punto de correrme, las cosquillas empiezan a recorrer mi vientre y sé lo que eso significa. En un intento desesperado de retener esa sensación me aprieto a él con fuerza contrayendo todos los músculos. Gime sobre mis labios y detiene el ritmo de sus movimientos.

—No hagas eso... –susurra conteniendo la respiración.

—¿El qué? –Pregunto con voz entrecortada.

Estoy fuera de mí, mi necesidad de él es insaciable. Su cabeza se entierra en mi cuello y siento la presión de sus dientes en mi hombro.

Su cuerpo sigue rígido, no se mueve, únicamente soy yo la que me muevo, no demasiado, lo justo para guiar su miembro en mi interior mientras le oprimo desde dentro hasta desatar mi orgasmo.

—Joder...  –jadea al tiempo que sus manos se ciñen con fuerza a mi cintura y noto el calor de sus fluidos dentro de mí.

—¿Qué pasa? –pregunto recobrando la compostura momentáneamente perdida.

—No quería correrme –sonríe junto a mi cuello.

No ha dejado de abrazarme y ni siquiera se ha separado un milímetro de mí, con lo que no he podido ver su rostro.

Transcurrido un tiempo que me parece inusualmente largo, se separa y me mira. Me besa con ternura y se retira con exquisito cuidado. Me siento rara. Vacía.

—¿Te encuentras bien? —Me pregunta preocupado.

Lo cierto es que no sé qué responder a eso. Todavía me sorprende a mí misma lo que acabo de hacer.

Su mano bajo mi barbilla me obliga a mirarle.

—Perdóname.

Frunzo el ceño.

—¿Por qué?

—Me he comportado como un animal. Lo siento.

Se me escapa una risotada, él me contempla extrañado. Verle tan perdido me hace reír todavía más.

—¡No seas tonto! Ha sido increíble. ¡Dios, si hasta me has apretado con fuerza y no me ha importado! Es más, ¡me ha gustado! —Ver la emoción reflejada en mi rostro le tranquiliza y esboza una frágil sonrisa. Vuelvo a sentir ese cosquilleo en el estómago... ¡volvería a repetir ahora mismo sin dudarlo!, pero entonces me concentro en el espejo topando de bruces con la realidad.

— ¿Puedo darme una ducha?

Arquea las cejas sorprendido.

—¿Necesitas mi autorización para eso?

Me encojo de hombros.

—Estoy en tu casa...

Él resopla.

—Si supieras lo mucho que me molesta que digas eso...

Sonrío divertida y le doy un rápido beso en la mejilla antes de salir corriendo hacia el baño.

En cuanto vuelvo a entrar en la habitación con mi pijama nuevo y el pelo húmedo, Marcello me está esperando en la cama. Está completamente desnudo. Me acerco con cuidado conteniendo la risa.

—¿Qué haces?

—Ahora lo verás —responde divertido—. Ven conmigo.

Me tiende una mano y yo la acepto.

Me ayuda a tumbarme sobre la cama, se pone encima de mí y me mira con mucha atención. Sus ojos desiguales me recorren entera proporcionándome un escalofrío.

—¿En qué piensas? ¿Ahora vas a hacerme el amor? —Me burlo.

—Mmmmm... no exactamente.

Relajo la cabeza en la almohada. Aunque no puedo evitar la tentación de alzar la mano y acariciar su pecho. Estoy fascinada, jamás pensé que el torso desnudo de un hombre pudiera ser tan excitante.

Marcello me ayuda a alzar los brazos para quitarme el camisón. Me besa los pechos muy despacio, su lengua los recorre con delicadeza al tiempo que los masajea con ambas manos, reavivando otra vez mis ganas de él. Desciende sutilmente dibujando un camino de besos por mi cuerpo hasta detenerse en el ombligo.

—¿Qué haces?

—Shhhh... relájate Ingrid.

—Ya, pero esto no me gusta.

levanta la cabeza y me mira con atención.

—¿El qué? —Pregunta conmocionado.

Noto como el calor abrasador que envuelve mis mejillas me delata.

—Tienes que ser más concreta, ¿qué cosas no te gustan?

Suspiro frustrada. Verbalizarlo me cuesta un  mundo.

—¿Que haga esto?

Su lengua vuelve a dibujar el contorno de mi ombligo. Me entra un escalofrío tan fuerte que no puedo reprimir la sacudida.

Gimo e intento apartarme, pero no tengo suficiente espacio y él me retiene con astucia.

La cálida caricia de su lengua desciende un poco más, está justo encima de mi monte de Venus.

—¡Esto! —Espeto rápidamente mientras me retuerzo como una anguila debajo de él.

Me mira tras un interrogante.

—¿No te gusta que haga esto? —Uno de sus dedos me acaricia de arriba a abajo y entra poco a poco dentro de mí, sus labios exhalan un suspiro sobre mi sexo. Jadeo y vuelvo a retorcerme para frustrar sus intenciones.

—No... —Susurro con la voz entrecortada.

—¿Por qué? —retira los dedos y separa mis labios para llenar ese espacio con la intrusión de su lengua experta. Me convulsiono de forma involuntaria en cuanto percibo su húmeda caricia— Yo creo que sí te gusta.

—No... para —agarro su cabello y lo estiro hacia arriba para despegar su cabeza de mi cuerpo—, quiero que hagamos el amor juntos, que tú también puedas disfrutarlo.

Me dedica una arrebatadora sonrisa de medio lado que me descoloca por completo.

—¿Piensas que de esta forma yo no lo disfruto?

No sé qué responder a eso. Él sonríe, niega con la cabeza y vuelve a lamerme. Las mariposas aletean dentro de mi estómago, no puedo dejar de moverme. Marcello retiene  mis caderas con las manos acariciando con sus labios esa parte tan sensible de mi cuerpo.

Empiezo a verlo todo borroso.

—Te aseguro que yo lo estoy disfrutando, aunque al parecer, tú no eres capaz de relajarte y quedarte quietecita.

—Es que me da cosa que...

—Shhh... piensas demasiado Ingrid –me reprocha por enésima vez–. Tú solo siéntelo y disfruta.

Vuelvo percibir su dedo acariciándome la vulva y se introduce lentamente para trazar círculos dentro de mí. Su lengua me pilla desprevenida cuando presiona el clítoris y lo estimula sin dejar de penetrarme con sus largos dedos. Nunca había sentido nada igual en mi vida, ese cosquilleo constante, esas ganas de dejarme llevar y eliminar mis prejuicios para entregarme libremente a vivir la intensidad de esta experiencia.

La vergüenza me hace cubrirme con las manos para impedirle el acceso completo a mi intimidad.

—Eres mía, toda tú. Y quiero que disfrutes.

—Me resulta muy difícil.

—Pero ¿por qué?

—Porque no está bien.

Arruga el entrecejo.

—¿El qué no está bien? Cualquier tipo de placer está bien, además, yo deseo hacer esto, no sabes cuánto.

Sus palabras parecen sinceras, me tranquilizan un poco.  El brillo adicional de sus ojos también hace que empiece a creerme que todo cuanto dice es cierto.

—Déjame, por favor...

Trago saliva. Dudo.

—Ingrid... me encanta como sabes.

Sus palabras morbosas despiertan cosas extrañas en mí. Quiero relajarme, pero simplemente no puedo. Me da muchísima vergüenza.

Suspira. Su cuerpo se coloca sobre el mío y me besa. Primero en los labios, degusto mi sabor en ellos y eso me pone tensa. Luego se centra en la mandíbula, el cuello, los pechos... a medida que desciende, mi respiración se acelera. Su lengua me lame sin descanso, estremeciéndome. Hace una breve pausa para susurrarme:

—Por favor... déjame estar entre tus piernas.

Estoy nerviosa. Marcello desciende un poco más, se detiene a la altura del ombligo esperando a que le dé acceso a algo más.

—Vamos pequeña, ¿por qué no confías en mí?

—Confío. Es solo que... que...

—Shhhh.... tranquila —coloca sus manos en mis caderas. Las masajea con los dedos—, sé que es algo nuevo para ti, pero no tengas miedo. Te aseguro que esto te va a gustar tanto a ti como a mí.

Suspiro. Estoy a punto de ceder, de abandonarme a él dejándole tomar el control de mi cuerpo. Pero la vergüenza otra vez me lo impide. Demasiadas sensaciones nuevas en poco tiempo, todavía hay mucho que procesar...

—¿Puedo interpretar tu silencio como un ? —Insiste.

Estoy a punto de contradecirle cuando sus manos se despegan de mis caderas y van directas a mi vagina. Separa los labios con mucho cuidado y yo ahogo un gemido. Me siento húmeda, con ganas de él, eso no da demasiada credibilidad a mi negativa. Finalmente dejo caer la cabeza bruscamente sobre la almohada, rindiéndome al placer. Él sonríe satisfecho y no pierde tiempo. Pasa su lengua de arriba a abajo de mi sexo varias veces. Es fascinante. No puedo creer que haya querido perderme esto a causa de mi arraigada timidez.

Uno de sus dedos también me estimula rítmicamente mientras su lengua se entretiene con el clítoris, me entran ganas de gritar, pero me contengo. Me muevo, él me sostiene con más fuerza y hunde  su lengua en mí. Ahora acelera la intensidad, sus lametazos se vuelven más duros mientras sus manos se cuelan por debajo, alzando mi trasero para conseguir mayor profundidad. Empiezo a sentir el cosquilleo previo al orgasmo, esas ganas locas de moverme, de aliviarme con él. Entonces mi cuerpo se arquea y él hunde un dedo curvado en mi interior. Noto que me falta el aire, empiezo a hiperventilar en cuanto lo retuerce dentro de mí. Su pericia me descoloca, interpreta mi cuerpo a la perfección, como si fuera un libro abierto, sabe exactamente dónde tocar para volverme loca y debo confesar, que esta extraña compenetración entre él y mi cuerpo me asusta. Mi mente es la única que aún tiene reservas e insiste en  privarme de vivir plenamente esta experiencia.

Me falta poco para perder el control y él lo sabe. Aumenta el ritmo a la espera de que alcance el cielo, pero antes de desatarme le detengo. Alzo su cabeza con ambas manos  y le obligo a mirarme a los ojos. Jadea, parece tan excitado como yo, entonces mis necesidades hablan por mí en ese momento:

—Fóllame.

Casi no reconozco mi propia voz, estoy prácticamente al borde de la desesperación. No quiero que pare, pero ahora más que nunca me complacería sentirlo dentro de mí.

Me mira extrañado, intentando descubrir si realmente he querido decir lo que he dicho.

—Fóllame —repito y tiro de él hacia arriba, le rodeo la cintura con las piernas hasta que él cede y me penetra. Nada más sentirle, mi cuerpo vuelve a apretarse en torno a él y libero un gemido de placer mientras desato el orgasmo más intenso de todos cuanto he experimentado hasta la fecha.

—Joder, joder, Ingrid...

Se mueve un poco, pero prácticamente no hace nada. Su cuerpo se estremece, incluso tiembla sobre el mío al alcanzar el clímax dentro de mí.

Los dos intentamos coger aire al mismo tiempo, como si lleváramos horas sin poder respirar. En cuanto empezamos a recomponernos poco a poco él murmura cerca de mi cuello:

—Al final no me has dejado acabar contigo —sonríe junto a mi oreja, luego la besa—. No sé cómo lo haces pero me resulta preocupante.

—¿Preocupante?

—Eres demasiado estrecha y... me cuesta mucho prolongar el momento de... ya sabes.

Sonrío al saber a lo que se refiere.

—Por mí no hace falta que te preocupes. Te aseguro que jamás he vivido nada igual...

Marcello me besa con ternura mientras se coloca a mi lado concediéndome espacio para respirar.

—Y eso es algo que me encanta —su sonrisa me parece un tanto exagerada. Me acerco a su cuerpo, perfectamente esculpido, y me abrazo a él con fuerza, asegurándome que sigue ahí, conmigo, por difícil que parezca.

32

Estiro los brazos mientras bostezo. La luz de la mañana ha empezado a filtrarse por la ventana a medio cerrar. Me llevo un susto cuando entra Marcello en la habitación, como siempre, parece que hace una eternidad que está despierto. Se ha duchado y vestido con esa americana entallada que tanto me gusta. Me mira sonriente mientras avanza hacia la ventana y descorre la cortina para que entre el sol. Veo el filo del puño blanco de la camisa dos centímetros más larga que la americana, le da un toque moderno a su atuendo habitualmente clásico. Luego se acerca a mí y me acaricia el rostro fugazmente con el dorso de la mano y percibo el roce de su anillo. Sus manos también son mi debilidad, me encanta el ligero relieve que marcan sus venas, haciéndolas masculinas pero a la vez, son suaves y delicadas. Podría estar observándolas durante un día entero sin cansarme.

—Te he traído esto —saca una pequeña pastilla de dentro de un sobre y me la entrega junto al vaso de agua que descansa sobre la mesita.

—¿Qué es?

—Supongo que no querrás quedarte embarazada.

Mis ojos se abren desmesuradamente por la sorpresa.

—Ayer no tuvimos cuidado y eso no puede volver a pasar. A partir de hoy debemos mentalizarnos en utilizar siempre anticonceptivos. Ya discutiremos en otro momento cuál nos resulta más cómodo.

—Vaya... siempre estás en todo.

Me dedica una sonrisa pilla y se sienta junto a mí en la cama.

—Uno de los dos tiene que estarlo. No podemos dejarnos llevar así, Ingrid.

Me siento avergonzada. Al fin y al cabo fui yo la que llevé las cosas al extremo la pasada noche sin pensar en las consecuencias, y eso que yo sería la mayor perjudicada si pasara algo para lo que no estoy preparada.

—Tienes razón... — miro la pequeña píldora rosa, me la llevo a la boca sin pensar mientras cojo el vaso de agua que me entrega.

—¿Qué hace esta pastilla exactamente?

—Te provoca la menstruación.

—Ah —me giro avergonzada porque él entienda más que yo en estos asuntos.

—Y ahora vístete. Tenemos mucho qué hacer.

El móvil de Marcello suena. Se levanta de la cama y sale al jardín.

¡Genial! ese "tenemos mucho qué hacer" no me ha gustado ni un pelo. No sé dónde quiere llevarme ahora. Me estiro en la cama y me ladeo para mirarle. No sé con quién habla, pero sonríe. Está feliz, encima hoy se ha puesto muy guapo. No aparto mis ojos de él mientras camina, gesticula de forma divertida y vuelve a reír. Sonrío como una tonta. ¡Me encanta!

En cuanto se despide, vuelve a entrar. Al verme todavía sobre la cama sonríe, corre hacia mí y se tira en plancha haciéndome botar sobre el colchón. Se me escapa la risa y ya estamos otra vez: felices, despreocupados, sin nada que perturbe nuestra paz.

—No seas tan perezosa, va, levántate.

—Solo un ratito más...

—¡Ni hablar! —sonríe— Ahora mismo vas al baño, te das una ducha rapidita y te pones el vestido que te he dejado preparado en el vestidor.

—¿Me has preparado la ropa y todo?

—Sí.

Achino los ojos. ¡Dios como puede ser tan, tan... MANDÓN!

—¿Y si yo quiero ponerme otra cosa?

Me mira, esconde una sonrisa y se acerca.

—No sabes a dónde vamos, pero si te apetece más ponerte otra cosa... ¡adelante! En eso no me voy a meter. Todo lo que hay en tu armario me gusta.

—Dirás armario. No es mío —le recuerdo.

—Ingrid...

—Marcello...

—No empecemos, ¿vale? —Se pone en pie en cuanto intuye que la conversación se empieza a tensar, no quiere discutir.

Yo hago lo mismo. Me encamino hacia el baño profiriendo un largo suspiro. No me gustan las sorpresas ni que no me diga lo que vamos a hacer. Abro el grifo del agua caliente y la dejo correr.

—¿Y adónde se supone que vamos hoy? —Le digo desde el baño, sabiendo que él todavía sigue en la habitación.

—Hoy hemos quedado con mi familia y unos amigos.

«¡Mierda!»

—¿Con mucha gente?

Se echa a reír. Yo no le veo la puñetera gracia por ningún sitio.

—Yo quería celebrar una gran fiesta y de paso presentarte. Pero luego pensé en que tú estarías incómoda y entonces decidí hacer algo muy, muy íntimo. Solo mi familia que ya conoces y mis amigo más allegados. Así que no te preocupes, tu identidad sigue oculta y casi nadie sabrá de tu implicación conmigo, por el momento. Iremos poco a poco, ¿vale?

¡Poco a poco dice! ¡Y ya piensa presentarme a sus amigos! ¿Qué más le queda? ¿Hacer pública nuestra relación a todo el país? ¿Lanzar incluso un comunicado a nivel mundial? ¡Por Dios, esto no hay quién lo aguante!

De mala manera me meto dentro de la ducha bajo el agua caliente. Me enjabono con fuerza y bufo. Suspiro. Doy golpes. Maldigo en voz baja. No quiero ir, ¿por qué no es capaz de entenderlo?

—¿No dices nada? —Me pregunta divertido desde la otra punta.

—Prefiero no abrir la boca en este momento, si no te importa. Estoy tan furiosa que podría escupir fuego.

Sus carcajadas me enfurecen todavía más. ¡Maldito ravioli !

—Será algo muy íntimo, te lo prometo. No va a ser una presentación formal ni nada por el estilo, así que tranquila...

—¿Es que si seguimos juntos voy a tener que hacer una presentación oficial o algo así?

—Por supuesto que sí —su voz tan cerca me hace dar un respingo. Acaba de entrar en el baño y apoyándose contra la pica del lavabo me observa—. La presentación oficial será en cuanto te lleve a alguno de los actos públicos a los que mi familia y yo solemos acudir. Entonces ya pasarás de ser Ingrid a Ingrid,la pareja de Marcello —sonríe y a mí me hierve la sangre—. Suena bien, ¿eh? –se mofa.

Me aclaro la espuma. Continúo enfadada, tengo los labios apretados y el ceño fruncido. Todo esto va a poder conmigo. ¿Por qué tiene que ser todo tan rápido? ¿Por qué ya tenemos que formalizar las cosas? ¿Qué significa esto, que soy su novia o algo así? Pero él no me lo ha preguntado siquiera. Lo da todo por sentado y eso a mí me exaspera. No aguanto más, mi cabeza va a estallar, tengo demasiadas dudas, hay demasiadas cosas que no entiendo y tengo la impresión de que él no es claro conmigo.

—Pero vamos a ver, Marcello, lo que tú y yo tenemos está bien, pero no deja de ser sexo. Creo sinceramente que te estás precipitando con todo esto, prácticamente ni me conoces y ya quieres presentarme en tu entorno como una más, es demasiado...

En cuanto salgo de la ducha y me cubro con la toalla, le miro. Su rostro me estremece. Está serio, pensativo, incluso me atrevería a decir enfadado.

—¿Eso es para ti? —Le miro confusa. Me acabo de quedar en blanco. ¿Qué demonios le pasa ahora?— No sé por quién me tomas Ingrid, pero sí, puede que tengas razón en una cosa, tal vez me estoy precipitando.

Y con esa contundente afirmación se vuelve, cerrando la puerta tras su marcha de un fuerte portazo. Me quedo blanca. Temblando y sin saber qué contestar. Mi comentario le ha ofendido, pero no he dicho más que la verdad.

En cuanto acabo de vestirme, peinarme y maquillarme como cada puñetero día desde que estoy con él, me dirijo hacia el comedor. Está leyendo la prensa, al reparar en mí se pone en pie sin decir nada. Y eso que me he puesto el vestido verde oscuro que él ha escogido especialmente para mí. Es ajustado, corto y se anuda al cuello con un par de corchetes. Los brazos están desnudos pero como intuyo, iremos a sitios que están perfectamente climatizados, por lo que no hace falta llevar chaqueta.

—¿Nos vamos ya? —Pregunta en tono serio.

Asiento. Prefiero no decir nada. Sigue molesto.

El coche nos deja en la puerta de un restaurante lujoso. Esta vez no entramos por la entrada principal como en otras ocasiones, vamos por un callejón estrecho y cruzamos una pequeña puerta trasera que está abierta. Sus matones, como no, van detrás.

—Buenos días, señor.

Marcello sonríe y espera a que este le acompañe a una habitación que tiene reservada. La sala es grandiosa y está muy iluminada. Su familia se levanta y sonríe al vernos llegar, el recibimiento es mejor que el de ayer. Sus hermanos me saludan efusivamente y yo les correspondo, luego, Stephano me besa cariñosamente la mano.

—Felicidades cariño  —Monic se acerca a Marcello y le planta dos sonoros besos en las mejillas. Me quedo ojiplática contemplando la escena.

—Felicidades Marcello —Paola le abraza y él le corresponde. De repente me siento mal. Muy mal—. Quiero que primero abras mi regalo.

Marcello sonríe, le acaricia el rostro y se deja guiar por ella a una mesa repleta de regalos envueltos con papel dorado. Una punzada de dolor me penetra el pecho. Ahora entiendo su ilusión de esta mañana y todo lo que ha hecho por incluirme en sus planes sin que me sintiera mal. Después de todo, solo ha decidido hacer una celebración íntima para que yo también estuviera a gusto. Soy una tonta.

Paola le entrega una caja enorme. Marcello la abre con energía y de su interior saca un árbol de madera. Ha sido tallado y pintado a mano, pues se notan las imperfecciones. Sobre este, cuelgan diminutos marcos de fotos. Él de pequeño, con su familia, jugando con sus hermanos... Paola le abraza y él le agradece el detalle.

Su madre se acerca con otra caja. Marcello la mira con complicidad, la abre y dentro hay una elegante bufanda, blanca y gris, tejida a mano con sus iniciales bordadas. No puedo ni parpadear de lo mucho que me sorprenden este tipo de detalles. Son todos artesanales, nada especial, pero elaborados con muchísimo mimo. Es natural, teniendo en cuenta que ellos tienen de todo, que se pueden comprar cualquier cosa que deseen, solo se sorprenden con este tipo de detalles que el dinero no puede comprar.

Me sacude una oleada de tristeza, me enternece ver su compenetración, su dedicación y cariño hacia su familia. Verles juntos es conmovedor.

Claudio se acerca risueño. Coge un paquete rectangular y se lo entrega a su hermano. Sus dos mujeres se miran y sonríen, aunque se quedan dos pasos por detrás.

—El mío te va a encantar, hermanito...

—Miedo me da descubrirlo.

Stephano se echa a reír.

—Ya lo puedes decir, ya...

Marcello retira el papel y se encuentra frente a un libro.

—Manual de sexo para pardillos —empieza a reír a carcajadas. Lo abre y dentro las páginas están escritas a mano, en ellas también hay dibujos explícitos, recortes y fotografías de posturas junto a comentarios divertidos...

—Creo que lo vas a necesitar —Claudio mira en mí dirección y yo me pongo completamente roja. Todos empiezan a reír y Antonello, dándose cuenta de la incómoda situación que ese libro ha generado, le entrega el suyo para distraer la atención.

Abre la caja que le entrega y en ella hay regalos de plastilina además de dibujos hechos por los niños. Marcello agradece el detalle, besa a su cuñada y seguidamente se abraza juguetón a los niños. Los levanta dándoles vueltas en el aire hasta casi marearlos, ellos ríen y tiran de él para que siga jugando. En cuanto logra zafarse de los pequeños, mira al grupo y dice:

—Muchas gracias a todos, de verdad. Sois increíbles.

—Cariño, tú te lo mereces todo —su madre vuelve a besarle.

—¿Qué os parece si empezamos a comer? ¡Tengo un hambre que me muero!

Nos acercamos a la mesa. Con disimulo los camareros han ido colocando unas bandejas con comida, en España le llamaríamos tapas, aquí todo está mucho más elaborado y en cada bandeja hay cosas rarísima: patatas bañadas en extrañas salsas y gratinadas con queso, pasta de todas las formas y colores posibles, marisco, risotto...

Nos sentamos en la misma posición en la que lo hicimos el día anterior. Las manos de los pequeños se abalanzan sobre la comida con desesperación y su madre les reprende. En cuestión de segundos, empiezan a hablar. La conversación es discernida, amena, pero yo soy incapaz de abrir la boca. He pasado de la lástima hacia Marcello al enfado en un segundo.

—¿Por qué no me has dicho que era tu cumpleaños? –Susurro por lo bajo.

Él me mira. Sonríe forzosamente y añade:

—¿Por qué debería hacerlo? Es solo sexo —me recuerda antes de volver a girarse hacia su familia y continuar con la conversación.

Madre mía... estamparía el plato en su cabezota ahora mismo. Es el ser más rencoroso que hay, además de machista, dominante y controlador... ¡Vamos, toda una joya!

Inspiro profundamente y mi enfado crece y crece...

Monic me observa. Ella no es tonta, sabe que algo pasa pero no dice nada. Incapaz de callarme, continúo picándole:

—¿Y tengo que enterarme de los años que cumples por las velas del pastel?

Sonríe con resentimiento. Se vuelve hacia mí y contesta:

—Treinta y uno.

Me acomodo en la silla; Bueeeeeno, al manos ya ha dicho algo.

Seguimos comiendo. Sonrío, asiento y digo pequeñas frases aquí o allá, disimulo mi malestar lo mejor que puedo, pero siento que no es suficiente. Marcello, en cambio, sí es un buen actor, pese a que está tan incómodo como yo habla como si nada, bromea y sigue los diálogos. En el fondo me alegro de que sea así.

El postre, como no, es una gran tarta. Tras la tradicional canción de cumpleaños feliz, retiran las velas y los camareros nos llenan los platos con una porción de pastel, que a juzgar por el color debe ser de limón. Adornan el plato con sirope de fresa y virutas de chocolate blanco antes de entregarnos uno a cada uno.

Yo apenas lo pruebo. La verdad es que no tengo mucho apetito. En cuanto acabamos de brindar por el anfitrión – que por cierto, se ha negado a chocar mi copa el muy capullo–, los padres de Marcello son los primeros en levantarse. El resto les siguen poco después.

—Ingrid, Marcello... espero que lo acabéis de pasar bien con vuestros amigos. Nosotros nos vamos ya.

Miro a Marcello extrañada. Pero este asiente y abraza a su familia para despedirse. Yo le sigo. No entiendo por qué se van, no quiero que lo hagan, temo quedarme sola con Marcello y sus amigos, teniendo en cuenta que él no me habla.

Monic debe advertir algo porque no duda en acercarse a mí, y tras un beso, susurra:

—Tranquila cariño, son buena gente. No temas.

Asiento y casi estoy a punto de llorar. Tanta presión acabará por volverme loca. Naturalmente hago un último esfuerzo por sonreír, demostrándole que estoy bien.

En cuanto nos quedamos solos, se dirige a paso ligero hacia otra sala. Yo le sigo como un perrito faldero, pero lo cierto es que ya me estoy hartando de su estúpido comportamiento.

—¿No vas a dirigirme la palabra en todo el día?

Se gira para mirarme, casi me tropiezo con él cuando se para en seco.

—¿Qué quieres que te diga?

Resoplo.

—¿Por qué sigues tan enfadado?

Vuelve a sonreír con malicia. No me gusta nada cuando hace eso porque su cara se transforma de tal manera que da miedo.

—No estoy enfadado. ¿Por qué iba a estarlo?

—¡Oh vamos!, estás así desde que hemos hablado esta mañana.

—A ver, Ingrid. Nosotros solo tenemos sexo, y ahora no es uno de esos momentos, con lo cual... —Se encoge de hombros ante mí— continúo con mi vida con naturalidad.

—¡Ah no! No me vengas con esas ahora...

—¡Marcello! —Unos chillidos inesperados interrumpen nuestra conversación, ambos nos giramos, Marcello sonríe y corre hacia sus amigos que acaban de llegar. Juntos entran en la habitación.

Miro al techo pidiendo clemencia, ¿Es que no habrá ni un minuto de paz?

Me quedo un rato petrificada en el pasillo, maldiciéndole. Pero como no sé qué más hacer, camino remugando hacia esa sala.

Está muy oscura y la música demasiado alta. Los guardaespaldas esperan impacientes a que por fin cruce el umbral, no quieren meterme prisa, pero intuyo que les pone nerviosos no tener a Marcello dentro de su campo visual. Me hago a un lado y observo como todos sus amigos le abrazan y bromean. Hay algunas chicas, novias de estos que tampoco se cortan un pelo en deshacerse en caricias con él. Encuentro un rincón donde quedarme para pasar desapercibida y me siento en una butaca de cuero.

La fiesta empieza. La gente está animada. Bebe, baila y no paran de abrazarse entre ellos. De pronto siento que me duele la cabeza. Me recuesto en el respaldo y coloco la mano sobre mi frente. Este es con diferencia uno de los peores momentos de mi vida. En cuanto tenga la menor oportunidad, le diré a ese engreído todo lo que pienso. ¡Vamos! No voy callarme absolutamente nada.

Estoy absorta viendo a toda esa gente cuando uno de sus amigos empieza a dar vueltas como un loco por la pista con el cubata en la mano.

Los demás se ríen, pero este no controla sus movimientos y al final, como había imaginado, acaba cayéndose de bruces contra el suelo justo delante de mí.

No salgo de mi asombro, se ha pegado un buen talegazo pero él no deja de reírse.

Se levanta dando un traspié, advierte que se ha volcado el vaso que sostenía encima y continua riéndose de su torpeza a mandíbula batiente.

—¡Pero qué torpe soy! —Dice dirigiéndose a mí— Me llamo Frank.

Tiende su pegajosa mano en mi dirección. Me limito a mirarle, rechazando la idea de tocarle, y elevando la voz, digo:

—¿Te encuentras bien?

Vuelve a reír.

—Ahora que te he encontrado, sí.

Se acerca un poco más, tambaleándose y luego se deja caer en una butaca a mi lado.

—¡Pero qué guapa eres!

Suerte que con esta luz no puede ver el rubor de mis mejillas. Por más tiempo que pase, no logro acostumbrarme a los constantes halagos de los italianos.

—Estás borracho —confirmo, consciente de que eso a él le da exactamente igual.

—Bueno, he estado mejor otras veces, eso no te lo voy a negar.

Deja su vaso vacío sobre la mesa y me mira.

—¿Quieres bailar?

—Me temo que no —respondo secamente.

Sonríe.

—¿Tan feo soy?

Marcello, que no ha dejado observarnos se acerca. Rodea a su amigo por los hombros y hace el intento de levantarlo del sofá.

—Vamos Frank, Necesitas una copa, pero de agua —sonríe—, hoy te has pasado.

Lo conduce hacia donde están el resto de sus amigos y sigue la fiesta. ¡Uuuuuufffff! ¡Qué rabia me da! No lo aguanto más. Me pongo en pie. Marcello me mira desde la distancia. Entro en el baño echa una auténtica furia y abro el grifo al máximo. Me lleno las manos de agua y me refresco un poco. ¿Hasta cuándo piensa comportarse así conmigo? Cojo una hojas de papel del dispensario para secarme la cara.

En ese momento se escucha la cadena de uno de los váteres, se abre la puerta y aparece una chica muy guapa. Tiene una larga cabellera pelirroja y unos ojazos verdes increíbles. Me sonríe. Saca de su pequeño bolso un lápiz de labios color granate, empieza a retocarse frente el espejo y luego me mira a través de este. Sus ojos se centran en mi pulsera. Incómoda,  la retiro de su vista. Me dispongo a irme pero ella empieza a hablar y me detengo.

—¿Estás con Marcello? —Pregunta cerrando su barra de labios.

Suspiro. No sé qué responder a eso, así que simplemente asiento y vuelvo a hacer el intento de marcharme.

—Marcello no es para ti, guapa —alzo una ceja. ¿De qué coño va esta tía?— Solo hace falta verte para saber que este no es tu sitio y nunca lo será.

Inspiro profundamente. Estoy a punto de perder los nervios.

—Pero sí es el tuyo, ¿no?

Ella sonríe, cuadrándose frente a mí.

—Salta a la vista que sí. Tú solo dame tiempo y esa pulsera que ahora llevas ocupará esta muñequita de aquí —agita su mano delante de mi cara, por un momento me da la impresión de que me va a pegar, la espero, quiero que me toque un pelo para tener una excusa y tirarme a por ella sin contemplaciones. Pero no lo hace.

Cojo toda mi rabia y toda mi ira concentradas y solo puedo añadir:

—Muy bien, que tengas suerte.

Salgo del baño. El corazón me va a mil. Marcello me mira, en cuanto cruzo mi mirada con la suya la aparta. Camino hacia mi rincón, dispuesta a sentarme. Pero entonces me detengo. ¡Y una mierda! Cojo mi bolso y salgo rápidamente de la habitación. Camino por el pasillo por el cual hemos venido, cruzo el restaurante y salgo por la puerta principal. No tengo ni idea de dónde estoy pero alzo mi mano y rápidamente acude un taxi.

Una vez en casa todo se ve diferente. Respiro hondo. Vuelve ese olor a humedad, pero ahora no tengo ganas de limpiarlo. Me quito los incómodos zapatos y los dejo por ahí, me bajo las medias mientras camino dejándolas en las escaleras y continúo ascendiendo. Me desabrocho los dos corchetes del cuello para desprenderme del vestido. Hago lo mismo con mi ropa interior, para cuando entro en el baño, ya estoy completamente desnuda.

Salgo como nueva. Al terminar de secarme, me aplico la crema hidratante por todo el cuerpo y paso la mano por mi escaso vello púbico. Me gustaría quitármelo. Se me ocurre que si me aplico la cera un poco más abajo... sonrío. La idea me emociona.

Saco las bandas de cera del cajón, la caliento previamente con las manos, despego las tiras  y... ¡Dios dame fuerzas! Las coloco cuidadosamente por la zona peluda, cuento hasta tres, luego hasta cinco... finalmente decido que diez es el tope y... ¡zas!

—¡¡¡Joder!!! ¡Me cago en la leche como duele!

Empiezo a dar saltitos por el baño, luego me miro. La zona está algo enrojecida pero ha quedado sin un pelo y muy suave; ha valido la pena.

Repito el proceso una vez más.

—¡Mierda! Sigue doliendo..

Cuando ya no queda ni un solo pelo, me aplico crema hidratante para calmar el escozor. Poco a poco el color rojo va disminuyendo. Sonrío mientras tiro las bandas de cera usadas a la basura.

Estoy tan tranquila contemplando mi nuevo aspecto frente al espejo, que me quedo sin respiración justo en el momento en que la puerta se abre de par en par.

Un hombre me apunta con una pistola. Emito un enorme chillido y sin pensármelo dos veces le lanzo el bote de crema a la cabeza. Cojo rápidamente una toalla para cubrir mi desnudez mientras él se sujeta la cabeza con la mano.

Marcello reaparece en la habitación poco después con el rostro desencajado. Estoy muy asustada, por lo que poco a poco he ido retrocediendo hasta encogerme en una esquinita del baño.

—¡Santo cielo Ingrid! ¿Estás bien? —Viene corriendo hacia mí y se agacha para estar a mi altura.

—No... —digo con la voz entrecortada, a punto de llorar— Me has dado un susto de muerte.

Marcello hace un gesto con la mano para que sus guardaespaldas se vayan. Luego suspira. Se sienta a mi lado y me abraza.

—Lo siento... —Hace una pausa, le noto tenso— De pronto te perdí de vista, fue solo un instante, pero me giré y ya no estabas. Mis hombres tampoco se habían dado cuenta. Me volví loco Ingrid, creí que... —me aprieta fuertemente contra él. Yo todavía estoy intentando recomponerme— ¿Por qué no me dijiste que te ibas? ¿Cómo se te ocurre marcharte sin decirme nada? ¿Te haces una idea de lo mucho que me he preocupado?

Ya me he recuperado. La realidad ha vuelto a mí en forma de bofetón.

—¡Venga ya! Si no me has hecho caso en todo el puñetero día.

—¡Estaba enfadado! —Intenta excusarse.

—Bueno, pues ahora la que está enfadada soy yo. Así que si no te importa, ahora que ya me has encontrado y sabes que estoy bien, vete a tu casa.

—Ingrid...

—No. No digas nada. Si no te importa necesito estar sola.

Sus ojos vidriosos se clavan en mí. Yo le sostengo la mirada, no me amilano pese a su ceño fruncido y esa cara de evidente cabreo.

—¿No quieres saber por qué estaba enfadado?

Apoyo la cabeza contra la pared. Me estoy empezando a cansar, pero ya que está dispuesto a hablar...

—A ver, dime, ¿por qué?

—Me molestó mucho que dijeras que lo único que hay entre nosotros es sexo. ¡Porque eso no es así! Yo no meto en mí casa a todas las mujeres a las que me tiro, ni las persigo hasta la saciedad, ni les doy esa pulsera —su tono se eleva gradualmente—. Pero entonces tú vas y dices eso y pienso: ¡Joder! A ver si el único de los dos que está poniendo de su parte soy yo y ella solo busca eso de mí. Me hiciste sentir estúpido, como un tonto. De hecho todavía estoy muy, pero que muy molesto, así que será mejor que me aclares cuáles son tus intenciones de una vez para que pueda dejar de hacer el capullo a todas horas.

Intento reprimir la risa. Ahora le entiendo un poco más, pero en lugar de hablar así desde el primer momento ha tenido que montar todo este numerito innecesario. Aunque reconozco que después de escucharle me siento mucho mejor.

—¿Y bien? ¿Ahora la que no va a hablarme en toda la puñetera noche vas a ser tú?

—Mmmm... no lo sé. Me lo estoy pensando.

Él maldice y yo empiezo a reír. Eso le tranquiliza.

—Tienes razón —admito— Para mí no es solo sexo, ya deberías saberlo. No he estado con nadie más en tooooda mi vida, por algo será que contigo es diferente —trago saliva, me retiro el pelo de la cara y continúo—. Pero es que sencillamente no logro entenderlo. Yo no cuadro en esta ecuación —me encojo de hombros—, hoy he visto a tus amigos y... me veo tan distinta, tan poca cosa que...

—¡Pero qué dices! Eso no es así.

—Sí lo es. ¡No lo niegues! Soy inferior: vengo de una familia humilde, con antecedentes, además. No he recibido vuestra educación, ni conozco vuestro mundo, me encuentro muy perdida y...

—¡Vale ya! —Me sujeta de las manos con firmeza— A mí no me importa nada de eso y no considero que seas inferior. ¿Acaso yo te he tratado alguna vez como si lo fueras? —Niego con la cabeza— ¿Y mi familia, te ha dicho algo que te hiciera sentir así? —Vuelvo a negar— ¡Pues ya está! Como todo lo demás, el problema solo está en tu cabeza. Eres tú la que se lo cree, dime una cosa: ¿Por qué te pones tantos impedimentos para ser feliz?

Abro los ojos de par en par. Nadie hasta ahora me ha hablado con tanta claridad. Ahí me ha pillado. No sé qué diablos responder a eso.

Finalmente cedo. Me calmo y recuesto la cabeza sobre su hombro. Es lo único que puedo hacer para demostrarle mi cariño. Me he quedado sin palabras.

Él me aprieta las manos para hacerme reaccionar.

—Será mejor que te pongas algo de ropa, o al final vas a coger frío.

Otra vez tiene razón don sabelotodo. Asiento y me pongo en pie anudándome más fuertemente la toalla al cuerpo. Me acerco a la puerta, pero antes de abrirla me detengo.

—¿Qué ocurre? —Pregunta a mí espalda.

—Uno de tus guardaespaldas me ha visto desnuda —Marcello se coloca a mi lado, me vuelvo en su dirección y con los ojos desorbitados, añado:— completamente desnuda.

Una sonora carcajada sale de él. Se cubre los ojos con la mano e incluso retira un par de lágrimas prófugas que han invadido sus mejillas.

—¡Pues qué suerte ha tenido! —Responde cuando ha conseguido recomponerse.

—Me muero de la vergüenza.

Sus manos me rodean y me abraza con ternura.

—Tranquila Ingrid, después del tastarazo que le has dado en la cabeza apuesto a que lo ha olvidado todo.

Suspiro. No me queda otra más que aferrarme a esa remota posibilidad. Finalmente salgo del baño, me visto en la habitación y en cuanto termino voy en busca de Marcello, que se ha negado en rotundo a que me quede en mi casa. Quiere que vuelva a su mansión y yo, decidida a firmar la paz, no pongo resistencia.

Después de cenar una ensalada. Nos tumbamos un rato en el sofá. Ha puesto un canal donde una italiana con enormes pechos chilla sin parar. Es una especie de concurso, pero no le presto la mínima atención. Digamos que ahora mismo tengo otro tipo de cosas en mente...

Sonrío con malicia para mí. Lo cierto es que mira tú por donde, después de todo lo vivido durante el día de hoy, necesito liberar tensión. Pero como de costumbre, mi impulsividad sexual es cero. Me da cosa acercarme a él sin más y hacer algo tan insignificante como plantarle un beso, no me siento lo suficientemente segura todavía.

Entonces empiezo a urdir un plan que me allane el camino a mi objetivo, que no es otro que el de provocar a Marcello.

No creo que sea algo tan difícil después de todo, ya lo hice una vez en mi habitación al quitarme la camiseta, pero aquí... no se me ocurre nada.

Le miro de soslayo. A diferencia de otros días, hoy parece cansado. No quita ojo a la televisión mientras la italiana tetona grita y grita y mueve los hombros para agitar sus pechos con descaro. Me muerdo el labio inferior y empiezo a retorcerme las manos, me está entrando calor solo de pensarlo.

—Voy a lavarme los dientes —anuncio sin más.

—Ve y punto, no hace falta que lo digas —responde.

Me lavo los dientes. Me cepillo el pelo enérgicamente y voy al vestidor. Recuerdo haber visto un camisón azul cielo que me dio vergüenza nada más verlo. Lo busco, lo encuentro y  sin pensármelo mucho me lo pongo.

Después de mirarme en el espejo compruebo que no me queda nada mal. Me pongo el tanga que tengo a juego y observo cómo se transparenta a través de la tela. Hago una mueca; jamás imaginé que llegaría a ponerme algo como esto alguna vez.

Cojo mi móvil junto al cargador y camino descalza hacia el comedor.

Marcello está concentrado en ese programa, no sé qué le ve, ni siquiera se ríe de las bromas. Me acerco con sigilo por detrás. Él no advierte mi presencia, menos mal. En mi mente acabo de planear todos los movimientos que voy a realizar a continuación y los ejecuto con precisión.

Camino enérgicamente, sin dar importancia a mi vestimenta tan, pero tan fuera de lo normal. Sin mirarle rodeo el sofá, me coloco delante de la televisión y me arrodillo sobre la mullida alfombra para alcanzar un enchufe que hay bajo el televisor. Me inclino hacia delante para conectar el cargador de mi móvil. En cuanto me levanto, doy un pequeño respingo al sentirlo pegado a mí. Intento contener la risa para que no descubra mi plan. Bloquea mi espalda impidiéndome dar la vuelta. Percibo cómo sus manos acarician mis brazos pasando de los hombros a las muñecas mientras entierra la cabeza en mi cuello y aspira mi aroma. ¡Qué fácil ha sido!

Sus fuertes manos ciñen ahora mi cintura y me atrae hacia a él con ímpetu. Me estremezco al sentir su erección detrás de mí, sobre mis nalgas. Decido jugar un poco, y haciéndome la tonta añado:

—No he encontrado en el armario ni un solo pijama qué ponerme, creo que esto es lo más parecido que hay.

—No sabes cuánto me alegro de que no hayas encontrado nada mejor.

Sonrío para mí al constatar que está mordiendo el anzuelo.

Sus manos siguen recorriéndome entera desde atrás. Ahora suben por mi estómago y buscan mis pechos.

Poco a poco me voy dando la vuelta, su cabeza desciende y nuestras narices casi chocan. Está a punto de besarme, quiero que lo haga, pero me puede más la diversión del momento y saber si puedo llegar todavía más lejos. Lo cierto es que estoy empezando a ser consciente de mi poder y cómo puedo influir en él, conociendo sus puntos débiles es mucho más fácil mover los hilos que deseo. Toda esta situación hace que arda en deseos de experimentar, de poner a prueba mi habilidad y su resistencia.

Me retiro con sutileza, me recoloco el sinuoso vestido donde ya se perciben mis pezones endurecidos.

—¿Nos sentamos a mirar el programa?

Marcello parpadea confuso. Se gira hacia la televisión, recoge el mando del sofá y la apaga. Mi alter ego comienza a dar saltitos de alegría frente a lo que me espera, pero la parte más dura de mí, le arrebata el mando y vuelve a encenderla; he decidido seguir jugando..

—Me gusta este programa —menciono de pasada dirigiéndome hacia el sofá.

Él me sigue. Se sienta a mi lado, pero de repente las tetas de la italiana gritona no le interesan. Ahora prefiere las mías. No deja de mirarme, se acerca y alza un dedo índice que presiona ligeramente mi labio inferior, luego lo desliza por la barbilla, el cuello y llega hasta el centro del pecho, una vez ahí abre la mano y abarca la totalidad de mi seno izquierdo, lo masajea y yo estoy a punto de dejarme llevar, como en otras ocasiones. Pero no, me he prometido sobrepasar nuevos límites.

—Vaya, parece que al final ese tío va a llevarse el coche —comento sin dejar de mirar la televisión. Marcello ni se inmuta. Se acerca un poco más y me besa un hombro. Mi corazón late muy fuerte, le deseo con todas mis fuerzas. Como siempre, su delicadeza me deja paralizada a la par que anhelante, pero esta vez me resisto a caer en la tentación. Cogiendo fuerzas de donde no tengo me aparto, me vuelvo a centrar en la televisión e incluso subo el volumen. Lo lamento, Marcello, pero no, no quiero delicadeza ahora, quiero que aguantes hasta que no puedas más, me cojas y me hagas tuya sin contemplaciones.

Al ver que yo no pongo de mi parte, cambia de táctica. Me coge la mano, la besa y la masajea un tiempo, cuando se cansa, la deja caer sobre su muslo muy cerca de su entrepierna. Abro unos ojos como platos. Retiro la mano rápidamente dándole a entender que no me he dado cuenta de nada. Marcello suspira, está empezando a ponerse nervioso. Yo le miro como diciendo: "¿Qué pasa?", él no responde. Vuelve a suspirar frustrado, coge un cojín y se lo planta sobre las piernas, posiblemente para que yo no vea su erección. Entonces ya no puedo aguantarlo más, empiezo a reír a carcajada limpia y él me mira muy serio, intentando averiguar qué me hace tanta gracia. Finalmente consigo disimular fingiendo que lo que me ha hecho reír es el programa.

Me recuesto nuevamente sobre el sofá. De reojo percibo que aún me mira. Así que estiro las piernas, paso distraídamente las manos entre mis suaves muslos, incluso me atrevo a ajustarme las gomas del tanga a las caderas con disimulo.

Noto como Marcello coge aire. Le miro. Él me contempla con los ojos encendidos y sin más, deja el cojín a un lado y me dice:

—Lo siento, Ingrid, pero vamos a hacer el amor, luego ya puedes ver el dichoso programa si quieres.

Me quedo muy seria. No me toca, no invade mi espacio, pero me acecha como un puma agazapado, sé que al mínimo movimiento me atrapará y me hará suya.

Sonrío.

—Yo no quiero que me hagas el amor —le suelto frente a su cara desconcertada.

Divertida y plenamente consciente del deseo que en este momento siente por mí, abro poco a poco mis piernas dejando a Marcello impresionado en cuanto capta la indirecta de mis palabras. Entonces se abalanza sobre mí, sus labios aplastan los míos sin piedad, su lengua abrasadora me invade y yo simplemente correspondo a su fervor. Sus manos me envuelven con frenesí abarcando cada parte de mi cuerpo; ese es él. Así es como lo vi aquella noche en el pub frente  a esa chica. Él es pasional, ardiente y tremendamente impulsivo.

Sus manos se infiltran dentro de mi diminuto vestido, me acaricia los pechos, los aprieta y yo jadeo sintiéndome la fuente de su placer. Me colma con cada roce, caricia, beso... en cuanto llega al tanga, lo desliza rápidamente hacia abajo. Sus manos siguen acariciándome y al palpar algo que no le cuadra se detiene.

—¿Te has depilado? —Me pregunta jadeante.

—Sí —contesto y empiezo a reír.

Sus dedos me acarician haciéndome cosquillas.

—Eres increíble —dice y arrancándome del sofá, me levanta. Yo enrosco las piernas alrededor de su cintura. Me aprieto contra él deseosa de percibir el alivio que solo él puede proporcionarme.

Me lleva hasta la pared. Yo me lanzo y le beso. Le beso con desesperación. Sus manos se separan de mí, pero yo sigo enroscada como una serpiente a su fuerte cuerpo. Saca un preservativo de sus pantalones,  se los desabrocha y abre el paquetito plateado con los dientes antes de enfundárselo. No acaba de desenrollarlo hacia abajo me ya me penetra de una estocada rápida, dura y posesiva. Me gusta como mi cuerpo le recibe. Él emite un gemido gutural y empieza a moverme clavándome a la pared una y otra vez sin compasión.  Me penetra con fuerza una, dos, tres, diez veces. Pierdo la cuenta. Estoy a punto de dejarme llevar. Cierro los ojos y gimo, no puedo más. Mi necesidad es muy fuerte y hace que me libere rápidamente desatando un ansiado orgasmo. Él está a punto también, apoya su mano contra la pared mientras la otra sigue aferrada a mi trasero, entonces sus movimientos salvajes se hacen más fuertes, llega hasta el centro de mi placer una vez más, entre convulsiones siento que vuelvo a alcanzar el clímax y extasiada, recuesto la barbilla en su hombro y le susurro:

—No pares.

—Ingrid...

Sus movimientos incrementan, me vapulea, las piernas me tiemblan mientras chillo dejándome ir por segunda vez. Marcello tiembla entre mis muslos, emite un último gruñido varonil y da paso al placer.

Estamos exhaustos, traspuestos tras el esfuerzo. En cuanto me deposita sobre el suelo, siento que me duelen todas y cada una de las extremidades por haberme adherido tan fuerte a él. Pero no me importa. Esta forma loca de hacer el amor también me gusta, hoy incluso la he disfrutado más que ayer. Cada vez estoy más desinhibida y por primera vez, dejo de cuestionármelo todo para concentrarme únicamente en disfrutar: buscar mi placer y el suyo.

—¿Te encuentras bien?

No me había fijado en que estaba mirándome. Siempre pendiente de mí...

—Perfectamente. Lo necesitaba.

Arquea las cejas.

—¿Lo necesitabas?

Asiento y voy divertida hasta el sofá.

—¿Por qué crees que me he puesto este vestido?

—¿Lo habías planeado?

Empiezo a reír de mi travesura.

—Más o menos.

Se sienta junto a mí. Parece impresionado.

—Pero no me hacías ni caso cada vez que te tocaba.

—Es que quería despertar tu lado salvaje.

Me mira con los ojos muy abiertos. Luego se gira hacia la televisión y otra vez incrédulo hacia mí.

—Veo que estás aprendiendo muy rápido...

Me echo a reír. Cojo su mano y la beso.

—Tengo un buen maestro.

Su rostro se enternece. Me besa con suavidad y recuesta su cabeza en mi pecho mientras sus brazos rodean mi cintura. Acaricio incansablemente su cabello revuelto tras la agitación. Para qué negarlo, no solo estoy enamorada de él, le quiero. Le quiero tanto que ahora el miedo a que me toque se ha transformado en miedo a que me deje.

Bajo mi cabeza y beso su pelo, huele de maravilla, como todo él. Sigo acariciándole, sintiendo su calor encima de mi cuerpo mientras pienso que este momento a su lado no lo cambiaría por nada del mundo. Y es que la sensación de sentirse querido, de poder tener entre las manos a la persona que más quieres, tocarla, mimarla, percibir su calor... es mil veces mejor que el sexo.

Después de un buen rato, cuando el cansancio empieza a hacer mella en nosotros, me obligo a despertar de golpe. No quiero dormirme. Miro la hora: 23:30. Todavía tengo tiempo. Me muevo debajo de él, sus ojos me indican su agotamiento pero obviando ese detalle, tiro tiernamente de él obligándole a incorporarse.

—Vamos a la cama —sugiero.

Marcello bosteza, se estira y se pone torpemente en pie. Juntos nos dirigimos hacia la habitación.

Le espero en la cama con impaciencia. Escucho el agua del baño correr y me obligo a tener paciencia.

En cuanto sale del baño con un pantalón de pijama a cuadros, se me escapa la risa; está guapísimo. Él se mete en la cama y corre rápidamente a mi encuentro. Me encanta que me abrace, que me muestre constantemente su cariño. Me siento amada, como nunca antes. Cada vez que tiene ese tipo de detalles, que  muestra abiertamente sus sentimientos hacia mí, me entra un "no sé qué" por todo el cuerpo... Jamás había pensado que él era así. La imagen de chico duro y chulo que tenía de él se ha desmontado por completo.

Correspondo rápidamente a su abrazo pero me niego a quedarme solo ahí. Ruedo hasta colocarme encima de él. Me acerco lentamente a su mandíbula y la mordisqueo, luego hago lo mismo con su cuello hasta que logro despertar su deseo.

Él se echa hacia atrás dándome libre acceso mientras sus manos sujetan mi cintura con delicadeza, automáticamente me entra un cosquilleo increíble en el estómago. Me incorporo un poco, sentándome encima de él y le acaricio el pecho.

Desciendo lentamente por su cuerpo, juntando mi pecho al suyo. Él arrastra mi vestido hacia arriba hasta quitármelo por completo para sentir nuestras caricias piel con piel.

—Me encanta tu cuerpo... —susurra junto a mi oreja produciéndome un escalofrío.

Vuelvo a besarle y entonces me doy cuenta de que ambos estamos a punto de perder el control sobre nuestros cuerpos para dejarnos llevar.

—Quiero que te quedes muy, muy quieto... —le ordeno en voz baja y para que entienda lo que quiero decir, estiro sus brazos presionándolos contra el colchón para que no pueda tocarme.

Marcello sonríe. Soy consciente de que me muestro algo insegura, pero estoy haciendo todo lo que puedo y comprendiendo mi esfuerzo, él no pone objeción alguna, me concede la oportunidad de llevar a cabo mi experimento.

Cojo aire. Estoy algo rígida y mis caricias temblorosas se lo demuestran. Vuelvo a besarle, después de todo, sus labios son un refugio seguro. Me entretengo en ellos largo rato hasta recobrar la confianza. Él me obedece y no vuelve a tocarme, simplemente se deja hacer.

Me separo poco a poco, arrastro su pantalón hacia abajo para liberar sus piernas. Descubro su erección y eso me impresiona, no creí que pudiera ser tan rápido. En vistas de mi asombro él empieza a reír,  a mí me entra la vergüenza, ya empezaba a echarla de menos...

Me obligo a recomponerme. Inspiro profundamente y me coloco a horcajadas sobre él, moviéndome arriba y abajo de su erección pero sin dar opción a la penetración. Le estimulo mientras le beso, me agarro fuertemente a sus manos separándolas y entrelazando mis dedos entre los suyos sin dejar de moverme sobre él. En cuanto percibo su respiración acelerada, soy consciente del esfuerzo que hace por no tocarme respetando mi deseo.

Vuelvo a separarme, y esta vez beso su perfecto y definido pecho, continúo por sus abdominales y... me detengo solo para mirar su expresión. Parece confuso tras captar mis intenciones. Sonrío para tranquilizarle y entonces lo hago.

Beso cuidadosamente su falo, esto también es nuevo, así que simplemente me dejo llevar por mi deseo y dejo a mi cuerpo tomar las riendas de la situación. Paso mi lengua por toda su longitud, escucho un gemido ahogado y eso aviva mi deseo. Alzo una mano y le acaricio, él cierra los ojos, se arquea buscándome. Muevo su miembro de arriba a abajo sin pensar en nada más que en su placer, que ahora también es el mío y me lo llevo a la boca. Introduzco la punta, tiene un sabor peculiar, pero no es malo. Presiono suavemente el glande y percibo como el bello de su cuerpo se eriza. Verle en ese estado precipita el cosquilleo de mi vientre. No quiero detenerme, así que hundo un poco más su miembro en mi boca, hago un enorme esfuerzo por  introducírmelo en su totalidad mientras sello los labios a su alrededor. Me retiro de él en un movimiento lento, lubricando con mi saliva todo el mástil antes de volver a hundirlo en mi garganta. Repito la maniobra varias veces y varío el juego, acariciando únicamente el glande con la lengua o repasándolo con los labios antes de volver a engullirlo en su totalidad. Marcello respira con dificultad, sus manos se convierten en fuertes puños y ver su excitación me hace feliz. Vuelvo a lamer con insistencia, su sabor se ha intensificado al tiempo que su cuerpo vibra bajo mis caricias, demandando más.

—Ingrid, súbete encima de mí.

Le miro, sus ojos brillan y cuando lo hacen con tanto fervor casi parecen del mismo color. Quiero hacerlo, me muero de ganas de sentirlo dentro, pero debo aguantar, no he acabado el experimento.

—Relájate. No pienses en nada y disfruta –le susurro.

Sonríe. Recuerda esa misma frase salida de sus labios días antes. Regreso a su miembro incrementando el ritmo, cubro mis dientes con los labios y presiono con más fuerza, deslizándolo dentro y fuera de mi boca para desatar su orgasmo. Sus jadeos me vuelven loca, son el aliciente que necesito para continuar.  Entonces ya no lo aguanta más, emite un gruñido grave y se retira rápidamente corriéndose fuera de mí.

Asciendo y me coloco junto a él en la cama.

—Feliz cumpleaños.

Marcello no contesta, me mira y se levanta rápidamente de la cama para meterse en el baño. Aparece poco después con una toalla mojada.

—Déjame ver —dice y empieza a limpiar partes de mi cuerpo que han quedado expuestas a la manifestación de su placer.

—¿Por qué haces esto? —pregunto riendo de la preocupación que refleja su rostro.

—No quería correrme encima de ti.

Arrugo el entrecejo.

—¿Y por qué no has continuado? Yo no quería que te retiraras.

Bufa y cierra los ojos un instante. Su actitud me confunde.

—Es  que... bueno  —suspira—, yo he llevado una vida sexual muy movidita todos estos años, he hecho cosas que... –niega con la cabeza– No quiero hacer contigo lo mismo que he hecho con otras mujeres, tú eres diferente —sostiene mi barbilla para que no pueda zafarme de su penetrante mirada– , contigo todo es diferente, incluso la forma de tener sexo.

—¿Y eso es bueno?

Se echa a reír.

—Para mí sí.

Esbozo una frágil sonrisa; ojalá pudiera colarme dentro de su mente algunas veces.

En cuanto apaga la luz, se acerca para abrazarme. Sus manos me enroscan limitándome el movimiento pero no me importa; estoy feliz.

—Te quiero –dice en voz muy baja.

Sus palabras  me cortan el aliento. Me vuelvo rígida como una tabla entre sus brazos. Él me besa el cuello antes de recostar la cabeza en mi pecho y hacerse un mullido hueco.

—Respira... —me recuerda en tono divertido. Cojo una gran bocanada de aire y lleno de aire mis pulmones.

—¿Cuándo te has dado cuenta de eso?

Alza el rostro para ofrecerme un cálido beso en los labios.

—Te quise desde que te conocí. ¿A caso no te has dado cuenta?

Me quedo en estado de shock, eso no es posible.

—Iba a verte cada día al bar, siempre intentando buscar un momento para hablar contigo, me he preocupado por ti, he intentado que estuvieras bien hasta poder tenerte junto a mí. ¿En serio pensabas que todo eso lo hacía únicamente por un sentimiento de amistad?

Parpadeo incrédula.

—Bueno, siempre lo vi raro, pero no pensaba que... en fin, ¿quién iba a fijarse en mí? es ridículo.

—Tienes muchas cualidades para que los hombres se fijen en ti. Y no estoy hablando únicamente de tu físico. Al menos es el efecto que desde el primer día produjiste en mí y pensé: "Vaya, por fin una chica que vale la pena. Ayudarla a descubrirse debe ser increíble, no quiero perdérmelo".

Soy incapaz de articular palabra ante lo que acabo de escuchar. Recuesto mi cabeza sobre la suya, le beso. Últimamente me he vuelto muy cariñosa y es que Marcello despierta ese sentimiento en mí, como todos los demás. Ha fundido mi corazón de hielo y ahora me he convertido en una persona completamente diferente. Aunque lo más difícil para mí, es quererle y ser lo bastante valiente para dejar de él me quiera, a pesar de todos mis problemas.

Continuará......

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