El secreto del limoncello (2)

La calma es un estado de la mente y el espíritu que no dura eternamente. Ingrid cree haberla alcanzado, pero nuevos acontecimientos harán que su vida vuelva a dar un giro.

Nota de la autora:

Presento la segunda entrega de la saga, recomiendo leer la historia desde el principio. Gracias por seguirme y transmitirme vuestras impresiones.

8

Cafetería 56. Situada en el cruce principal de la carretera que comunica el centro del pueblo con las afueras.

Es un local pequeño, ambientado al estilo americano de los años cincuenta, con grandes bancos tapizados en cuero rojo entre mesas rectangulares blancas.

En las paredes hay decenas de fotografías de pizzas y panettones, junto al olor a crepes recién hechas, hace que mis tripas rujan. Coloco mis manos sobre el vientre y lo presionó para acallarlo. No quiero que nadie advierta que hace un par de días que solo me alimento a base de fruta.

—¡Ingrid! ¡Ya estás aquí! –La voz de una mujer saliendo de la cocina desvía mi atención.

«¿Por qué parece que aquí todo el mundo me conoce?»

Asiento mientras recibo el efusivo saludo de la dueña del local; una mujer mayor con el pelo blanco y el rostro tan arrugado que me pareció estar viendo a mi abuela.

—Te presento a Antonio, y yo soy María.

El anciano con delantal que debía ser su marido, se acerca para darme dos besos en las mejillas. Instintivamente me aparto antes de que logre rozarme y le ofrezco la mano con cautela.

Él percibe en el acto la indirecta y me estrecha la mano con cuidado; se lo agradezco.

—¿Has desayunado? –Me pregunta intuyendo mi pensamiento.

—Lo cierto es que no… —giro el rostro avergonzada.

—Pues vamos a remediar eso ahora mismo –el anciano me invita a ocupar una mesa y se dirige a la cocina a paso ligero.

—Todavía falta un poco para que empiecen a llegar los clientes, así que no te preocupes.

María se sienta junto a mí en la mesa.

Antonio aparece con un enorme plato de tortitas y una taza de café con leche humeante.

—¡Vaya! Muchas gracias –contesto con timidez.

—Nos sentimos muy agradecidos de que hayas venido a ayudarnos, Antonio y yo estamos mayores para dedicar tantas horas a este negocio, contigo aquí podremos descansar un poco.

Sonrío con amabilidad mientras acepto de buen grado el desayuno que me han preparado.

—Estoy encantada de poder ayudarles, aunque me sorprende que no hayan encontrado a nadie antes.

María mira a Antonio con pesar.

—La verdad es que no hay muchos candidatos. De vez en cuando viene mi sobrino a echarnos una mano, pero él está abriendo un negocio en el centro y el pobre no puede aportar mucho… ¿Marcello te ha comentado algo del salario? –Pregunta cambiando drásticamente de tema.

Niego con la cabeza.

—Solo podemos pagarte quinientos euros al mes más las propinas, y no tendrás que preocuparte por la comida, podrás coger de aquí todo lo que te haga falta.

Enseguida empiezo a hacer cálculos mentales: quinientos euros menos cien a pagar a los extorsionadores, luego estaría la luz, el agua, el gas, productos de higiene y de limpieza… apenas tendría para sobrevivir el mes.

Miro a los dueños que me observan con tristeza, realmente les supone un sacrificio pagarme, pero siento que me necesitan, sus esperanzas están puestas en mí y eso me intimida un poco. Miro a los ojos de María y mi corazón se encoge. Comprendo entonces que no puedo negarme y a la vez siento una excitante sensación de satisfacción; quiero empezar ¡ya! De hecho esto supone un desafío para mí porque nunca he trabajado en hostelería.

Sonrío sin dejar de desayunar. Atrás quedan los tiempos en los que hacía horario de oficina cobrando mil trescientos euros al mes. Ahora todo ha cambiado, ¿a caso no era eso lo que quería, que nada pudiera recordarme a mi vida anterior y todo lo que había perdido? Sé que una de las cosa buenas de trabajar aquí es que tendré prácticamente todas las horas del día ocupadas, apenas dispondré de tiempo para pensar y ahogarme en los problemas. Todo parece estar hecho a mi medida y eso es algo bueno.

—Está bien. Estoy deseando empezar, ¿Qué debo hacer?

Ambos sonríen sorprendidos de que haya aceptado. Ella se levanta para abrazarme. Acepto su contacto aunque no con la misma efusividad. Luego insisten en enseñarme detenidamente cada rincón del local y dejo que me guíen para familiarizarme con el entorno cuanto antes.

En ese momento no sé decir qué es lo que me pone tan contenta, lo que me emociona y sobrecoge. Quizás sea el hecho de empezar a construir un nuevo comienzo desde cero. Esa emoción previa es la que me excita y me da fuerzas para seguir, pese a que nada se me plantea fácil.

Me coloco la bata sin mangas roja y beige que me ofrece María y me recojo el pelo en un moño desaliñado.

Suspiro hondo un par de veces y miro atentamente a mí alrededor.

«Tengo que coger confianza con este lugar. Eso sin contar que deberé practicar el idioma si quiero atender debidamente a los clientes… pero estar aquí me resulta fascinante, me invade la alegría, la emoción… ¡uf! tengo muchas ganas de empezar...»

La campanilla del establecimiento suena no bien un matrimonio joven con dos hijos abre la puerta de cristal.

Sonrío y me acerco a ellos enseguida para tomar nota de su pedido.

María me ha enseñado a utilizar la cafetera, limpiarla después del servicio y desmontarla. Es una tarea que me gusta hacer, y mientras la hago puedo pensar en mis cosas, rodeada del intenso aroma a café. Siempre me ha gustado el olor del café y ahora permanezco el día entero sumergida en él.

—Debes de ser Ingrid Montero. La española.

Me giro sobresaltada y veo a un chico joven frente a mí. Tiene el pelo rizado, ojos claros y una cuidada perilla que no duda en masajear mientras me dedica una atenta y desconcertante mirada.

—Sí… ¿Y tú eres…?

—Me llamo Iván –se inclina para darme dos besos pero yo me aparto desconfiada.

—Perdona, no sé quién eres… —digo eludiendo descaradamente el primer contacto.

—¡Lo siento! –Dice exhibiendo una gran sonrisa— Soy el sobrino de María y Antonio. A veces vengo al bar para ayudar.

Se cuela dentro de la barra y me veo obligada a retroceder para dejarle espacio. Lo miro con descaro en cuanto se acerca más de lo que considero necesario. Es muy alto y delgado. Lo observo desde un pequeño rincón haciendo un gran esfuerzo para que no me roce lo más mínimo mientras camina de aquí para allá recogiendo cosas.

Pasa por el pasillo que le he facilitado dirigiéndose al almacén. Minutos más tarde reaparece con dos cajas de refrescos que apoya sobre la barra.

Me mira sonriendo y abre las neveras que se encuentran delante de nosotros. Poco a poco, empieza a meter una a una las botellas en su interior.

—Tengo entendido que vives en la casa de las afueras, la de la señora Villa.

Asiento con los ojos muy abiertos.

—¿La conocías? –Pregunto sorprendida.

—No demasiado –reconoce mientras continúa metiendo los refrescos en la nevera—. De niño solíamos ir allí y colarnos en su finca. Era un reto que nos marcábamos para demostrar nuestra valentía, ya sabes…

Arqueo las cejas.

—Era una mujer con un humor de perros, no se llevaba bien con nadie. La gente dice que no estaba demasiado bien de la cabeza… de hecho ninguno de nosotros sabía que tenía familia fuera de Italia.

Suspiro.

—Yo tampoco sabía de su existencia hasta hace poco. Me enteré cuando recibí la herencia.

—No se relacionaba mucho con la gente. Siempre sola, sin familia ni amigos…

—Sin embargo sí sabía quién era yo. Firmó el testamento poniéndolo a mi nombre.

Iván se encoge de hombros, se recuesta despreocupado sobre las neveras de bebidas y me mira con atención.

—Seguiría en silencio los pasos de sus familiares. Tengo entendido que era tu tía abuela.

Asiento.

«¡Dios!, ¿cómo sabe tantas cosas?»

—Seguramente siempre supo de ti, pero ya sabes… no estaba bien. –Me recuerda haciendo un gesto con la mano que evidencia su locura.

Permanezco reflexiva un instante. Luego reacciono y me dispongo a ayudarle con las bebidas.

Él me deja espacio para que campe a mis anchas sin colisionar con él. Chico listo. Me cae bien.

—Tu tía dice que estás abriendo tu propio negocio.

Me mira sorprendido y su rostro cambia, le brillan los ojos de satisfacción.

—Es un pub. Pretendo que sea el más exclusivo de la ciudad, he invertido mucho, la verdad. Espero que funcione. Por cierto, lo inauguramos dentro de un mes. ¿Vendrás, no?

Le miro extrañada.

«¿Yo en un pub?»

—No creo –me apresuro a responder—. No soy muy dada a ese tipo de actividades nocturnas –especifico con humor.

Él se ríe y sigue mirándome, retándome con sus enormes ojos azules.

—Insistiré. En Italia somos tozudos.

—Empiezo a darme cuenta...

Continuamos hablando mientras hacemos las tareas más pesadas juntos, como llevar las enormes bolsas de basura al exterior, apilar cajas de botellines vacios en la trastienda, llenar el congelador, limpiar la cocina…

El tiempo pasa rápido. María nos sonríe contenta de que su sobrino y yo nos llevemos bien. A mí también me sorprende, será que últimamente me siento más relajada e intento con todas mis fuerzas encajar.

Pasan los días y regreso ilusionada a la cafetería. Olvido el hecho de que he caminado más de treinta minutos para llegar al trabajo. Después de todo, vivo en una zona retirada, donde ni siquiera llega el autobús.

María me recibe muy contenta.

—¿Todo bien?

—¡Perfectamente! –Digo guiñándole un ojo.

Cojo mi bata roja y beige y me la pongo. Saco una goma del bolsillo y me recojo el pelo en una cola antes de empezar a hacer cosas.

Estoy concentrada en las tareas del bar, colocando los vasos del lavaplatos en la estantería, mientras María y Antonio se organizan en la cocina para atender las primeras comandas de los clientes.

Dejo de colocar platos cuando percibo que el murmullo de la gente cesa progresivamente. Alzo la vista y la clavo en la puerta que acaba de abrirse precedida por su habitual tintineo de campanitas.

Entonces, entra él con sus acompañantes.

Mi ceño se frunce y mis ojos se achinan clavándose en las tres personas que acaban de irrumpir en el local.

Avanzan con lentitud y sonríen para tranquilizar a los clientes. Marcello alza su mano derecha, donde resplandecen los diminutos rubís de su anillo y toca su hombro derecho rápidamente, a modo de señal, a continuación la gente se vuelve para seguir hablando, cada vez más alto, como si nada hubiese ocurrido.

No dejo de observar al grupo intrigada por la expectación que generan. Toman asiento en la mesa más alejada y me encuentro con su mirada severa, que me escruta, me recorre haciéndome sentir cada vez peor. Parece que tras una extraña pausa, nuestra rivalidad natural ha vuelto a alzarse sobre nosotros.

Aparto rápidamente los ojos con desdén.

—Pienso tardar en servirles —me digo a modo de venganza personal.

Percibo los ojos de Marcello pese a que no le miro. Siento esa punzada invasiva sobre mi cuerpo e intento disimular mi desagrado moviéndome de un lado a otro mientras continuo colocando los platos, ignorando su abrupta aparición.

«Apuesto a que nunca se lo ha hecho nadie. He observado el temor con el que todo el mundo abandona sus quehaceres a la espera de una señal que les permita continuar. Intuyo que, como en el reino animal, hay una jerarquía en la que Marcello y los suyos están en la cima.

Todos tienen asumido su papel y no parece importarles, nadie siente la necesidad de revelarse contra lo que les ha sido impuesto. Lo peor de todo no es el conformismo que exhalan, sino  que parecen felices así. En pleno siglo XXI todavía quedan lugares en los que conviven nobles y plebeyos, reyes y esclavos. Es de lo más extraño».

María sale enérgicamente de la cocina, pero su cuerpo se paraliza en cuanto se percata de la llegada de Marcello. Veo como deposita sobre la barra los platos limpios que pensaba guardar y se encamina a paso ligero hacia su mesa para tomarles nota.

Luego regresa, no dice nada pero sé que mi osadía al no atenderles nada más entrar, no le ha sentado demasiado bien. Pone una bandeja sobre la barra y me da órdenes de todo lo que tengo que poner sobre ella; Dos cafés solos y uno con leche, un trozo de tarta de manzana y dos pedazos de tarta de pasas y nueces.

—Ahora llévaselo –me ordena colocando sobre la bandeja un manojo de servilletas antes de volver a desaparecer.

Suspiro. Cojo fuerzas y avanzo por la sala con la bandeja en la mano.

—Buenos días –les digo de pasada mientras vacio su pedido en la mesa.

La afilada mirada de Marcello se clava en mí de nuevo. Está enfadado porque le he hecho esperar, comprendo que eso debería intimidarme, podría ser capaz de hacer cualquier cosa, lo sé, pero miedo no es precisamente el sentimiento que me despierta.

Después de servirles el desayuno, me voy.

Empiezo a limpiar la barra con la bayeta y a rellenar los servilleteros, a la espera de que algún cliente reclame nuevamente mi atención.

Marcello se levanta y se acerca a la barra, consciente de que todos nos miran descuadrados. Posiblemente por mi falta de respeto hacia ellos, y porque él es quien se alza y se acerca a mí para pedirme explicaciones, seguramente.

Le miro esperando a que empiece a hablar y me reprenda, pero no parece estar por la labor. Coge un par de sobres de azúcar y vuelve a su sitio sin tan siquiera mirarme; eso me molesta.

Las semanas pasan rápidamente y cada vez se me da mejor mi nuevo empleo.

—Ingrid, cógelo –Iván me lanza un sobre al vuelo y lo cojo al tiempo que arqueo las cejas, sorprendida.

—¿Qué es?

—¡Ábrelo! –dice con una sonrisa apretada en el rostro.

Lo abro enseguida y me encuentro una tarjeta negra con letras doradas y escrupulosamente esculpidas en relieve que pone: La notte.

Giro la tarjeta y leo que se trata de una invitación para la inauguración de su local. Vuelvo a meter la tarjeta en el sobre al tiempo que hago un gesto de disculpa.

—Ni una palabra –se adelanta acercándose a mí, pero sin traspasar mi distancia de seguridad—. Quiero que vengas, ese día necesito rodearme de caras conocidas.

Me echo a reír.

—No hace ni un mes que nos conocemos, hemos coincidido menos de diez veces…

—Bueno, suficiente. Me caes bien. Y siento que de algún modo me relajas. Eres tranquila, equilibrada, sensata e inteligente… ¡Te necesito en mi inauguración!

—Aunque quisiera ir, no puedo. No me conozco lo suficiente esto…

—¡Por eso no te preocupes! Mi hermana se ha ofrecido a llevarte en coche. Vaaamos, ¡di que sí!

Lo pienso durante un rato y le doy la espalda mientras me acerco a la barra.

—No –digo con determinación.

—A los italianos no nos gustan las negativas, Ingrid. Además, deberías hacer algo más que trabajar, ¿cuántos años tienes? ¿Noventa?

Capto su broma y me giro para mirarle con severidad, haciendo esfuerzos para ocultar mi sonrisa.

—Resulta que tengo veinticinco.

—¿Veinticinco?

Noto como se acerca vacilante y me observa con curiosidad. Cuando está lo suficientemente cerca de mí me mira de arriba abajo y no puedo evitar echarme a reír; me hace gracia, es todo un conquistador y lo lleva en la sangre. Sus ojos presionan con seguridad a sus presas, las atrapa y luego, ¡zas! Pero conmigo es diferente, noto cierto cariño fraternal en sus ojos. No me acorrala como a alguna de las clientas jóvenes que vienen a la cafetería, siento que a mí me respeta, se esfuerza por entenderme y es paciente conmigo. No puedo pedirle más.

—No aceptaré una negativa. Todavía no sabes lo pesado que puedo llegar a ser.

Me echo a reír. Le miro con complicidad antes de girarme hacia la barra y coger una galleta del tarro que hace unos minutos acabo de rellenar.

—Solo iré si eres capaz de llevarte una de estas a la boca y decir Pamplona de una vez sin soltar una sola miga.

Estalla en carcajadas. Pero para mi sorpresa acepta divertido.

—¿Es una tradición Española? —Dice arrebatándome la galleta de las manos.

—Bueno... se podría decir que sí.

—Pues Pamplona... ¡allá vamos!

Oírle pronunciar esa palabra con su arraigado acento italiano vuelve a desatar nuestras risas. Miro con mucha atención como se introduce una galleta en la boca, la mastica e intenta apelmazarla en el paladar con la lengua para poder superar el reto propuesto.

Sin más, en cuanto tiene un momento de seguridad empieza con el desafío:

—Pam... —asiento divertida tras ver que ha empezado sin soltar una sola miga.

«No, si al final lo va a conseguir».

— plo... —Ahora sí. Me aparto estallando en carcajadas, acaba de perder la apuesta— ¡Oh mierda! —continúa con la boca llena–. ¡Pamplona! —Completa acabando de vaciar su boca a apropósito. Las migas salen esparciéndose por todas partes.

En cuanto acabo de reír, me enjugo las lágrimas y le miro.

—Has perdido.

—Pero el intento bien lo merece, ¿no?

Niego con la cabeza

En ese momento, aparece en el bar una chica rubia con un mapa en la mano. Mira a ambos lados, parece perdida.

Iván se gira para ver aquello que ha distraído mi atención, su cuerpo se yergue mientras la observa con atención.

Sé lo que se dispone a hacer; nunca falla.

—Bueno, Ingrid… esta conversación aún no ha terminado. Voy a ver si tengo suerte.

Me mira únicamente para guiñarme un ojo, yo sonrío y me dirijo hacia las mesas para acabar de limpiarlas.

El bar empieza a llenarse poco a poco. Descubro con asombro que ya empiezo a distinguir rostros familiares y anticipar sus desayunos.

Pero a lo que no termino de acostumbrarme es a la visita semanal de Marcello. Cada lunes, él y sus dos secuaces vienen a desayunar un pedazo de tarta. Se sientan en la misma mesa de siempre y esperan, sin mediar palabra alguna, a que les sirva.

Según María, antes no solían venir, pero ahora parece haberse convertido en un hábito. Ella se siente orgullosa de tener al pequeño de los Lucci como cliente habitual, en cambio para mí, eso supone un fastidio. A parte de lo que representa, no tengo nada en contra de él, es más, por un fugaz espacio de tiempo pareció incluso ser mi único amigo. Sin embargo ahora, somos incapaces de dirigirnos la palabra. Bueno, vale, no es que yo esté muy receptiva y predispuesta a conversar con él tampoco. Por mi parte está clara mi animadversión hacia su persona, después de todo, el incidente en mi casa no lo he olvidado. Y para colmo este mes ya he tenido que pagar el dichoso impuesto que no hace más que incrementar mi odio hacia ellos.

Le observo cuando tengo la certeza de que desde la distancia me está mirando. Nos encontramos un rato y luego uno de los dos aparta la vista. De esta forma, entre nosotros se establece un patrón: entra. Le sirvo un café junto a un pedazo de tarta. Miradas de soslayo. Silencio. Más miradas. Más silencio.

Al cerrar el bar, cojo la enorme bolsa de basura y me dirijo al callejón trasero como cada noche. En cuanto vuelvo a entrar, Antonio, María e Iván me observaban con una inmensa sonrisa dibujada en el rostro.

—¿Qué ocurre? –Pregunto al percatarme de sus miradas.

—Ya hace un mes que trabajas con nosotros –Dice María acercándose a mí para sostener mi mano—.  Nos hemos dado cuenta de que vives algo lejos. Cada mañana vienes caminando haga frio o calor, aun así nunca has llegado tarde.

Sonrío sin saber muy bien a qué viene todo esto.

—Mañana es tu día libre.

—¿Cómo? –Pregunto extrañada.

—Sí, es justo que mañana te tomes un segundo día libre porque tenemos un regalo para ti.

—No hace falta que…

—¿No quieres saber qué es? –Me pregunta Antonio interrumpiéndome.

Me encojo de hombros pero acepto sin saber qué puede ser aquello que desean regalarme.

María coge una caja de debajo de la máquina registradora y me entrega unas llaves.

—¿Qué es esto? –Pregunto sorprendida.

—Es una moto –declara Antonio.

—¿Una moto? –Repito anonadada.

—Sí. Es un trasto viejo que teníamos por casa y no sabíamos qué podíamos hacer con ella. Fue idea de Iván repararla y dártela. Ahora funciona divinamente.

—¡Vaya! Realmente no sé qué decir…

—¡No digas nada y ve a probarla!

Juntos salimos al exterior y ahí, en la zona del aparcamiento me espera una Vespa negra. Algo antigua, sí, pero un vehículo después de todo.

—¿Realmente es para mí?

María me abraza y asiente con alegría.

—¿Te gusta?

No puedo reprimir una sonrisa de oreja a oreja.

«¡Madre mía, una moto! Como cuándo tenía dieciséis años… hace tanto de aquello… sin embargo volvería a aquella etapa de mi vida sin pensarlo».

—¡Claro! ¡Es genial! ¡Me encanta! —Respondo con entusiasmo.

—Pues es tuya –interviene Antonio abrazando a su mujer. Se sienten contentos tras mi reacción—. Y mañana tienes el día libre para probarla.

—¡Muchísimas gracias! De verdad, no sé cómo… —miro otra vez la moto, estoy a punto de echarme a llorar. La emoción hace vibrar mi cuerpo entero y es que nunca me han regalado nada— ¡Es genial!

—¡Vamos, enciéndela! –me empuja Iván.

Observo como viene detrás de mí y me explica todo lo que tiene mi moto, la velocidad que alcanza, cuánta gasolina gasta… la verdad es que no le escucho demasiado. Me siento abrumada tocando con mano trémula el sillín, los faros, el frío metal… estoy maravillada.

Me siento sobre ella y empiezo a dar inseguras vueltas por el aparcamiento sin dejar de contemplar mi reciente adquisición.

9

—Mi segunda moto.

Repito esa frase una y otra vez. Miro mi Vespa negra de segunda mano y la acaricio. Antonio y María no únicamente me han dado una moto en buenísimas condiciones, sino que además, han pagado el seguro a mi nombre durante el primer año. Así que no tengo nada de lo que preocuparme.

«¡Qué ganas tengo de ponerla en marcha otra vez!»

Cojo mi casco negro y blanco. Huele a mí. Me encanta. Eso sin contar la de recuerdos que me trae de Barcelona.

Sin posponerlo más, decido ir a dar una vuelta para probarla bien. Tengo el día libre y pienso disfrutarlo al máximo. Ahora puedo ir a cualquier lugar, sin duda, este ha sido el mejor regalo que podían hacerme.

Me pongo unos vaqueros y una chaqueta ancha de neopreno abrochada hasta el cuello. Me miro al espejo y sonrió. Luego me recojo el pelo, me enfundo el casco y me subo en la moto. Estoy muy emocionada, no recuerdo haberme sentido así en mucho, mucho tiempo.

La adrenalina corre por mis venas no bien pongo la moto en marcha. Doblo las muñecas dándole gas y acelero un poco antes de frenar bruscamente.

Me siento algo insegura todavía. Esta vez consigo respirar pausadamente antes de volver a acelerar y curiosamente, no siento la necesidad de frenar.

Mi cuerpo se adaptaba perfectamente a la forma de la moto, es como si ya formara parte de ella mientras avanzo a velocidad media por los estrechos senderos de tierra.

Mi llegada no pasa inadvertida en el pueblo. La gente me mira con estupefacción e incluso me señalan. Me giro continuamente para ver a todas las personas que, atónitas, me observan.

«¿Qué pasa? ¿Nunca han visto una moto o qué?»

Acelero un poco más y asciendo una cuesta pronunciada sintiendo como los desgastados adoquines me hacen temblar.

Me muerdo el labio inferior; la velocidad me encanta.

Después de recorrer un gran número de calles, no puedo negar que Nápoles es preciosa, algo antigua también, pero con mucho encanto. La gente parece no haber evolucionado en este lugar, sigue aferrada a sus tradiciones y costumbres como el primer día. No he hecho muchas amistades todavía, pero me siento de alguna manera acogida, perteneciente a este lugar tan distinto y alejado de todo cuanto conozco. No es más que un simple sentimiento que me dice que este es mi sitio, aquí es justo donde debo estar.

Me deleito con las estatuillas de la virgen que hay en las fachadas, las flores coloridas colgando de los balcones y ese característico olor a orégano que lo envuelve todo y siento que, no hay un lugar mejor en el mundo. Me sorprende también ver en muchos de los cristales de los establecimientos la foto de Maradona. Hago una mueca, no entiendo de futbol. Seguramente Iván podrá aclararme por qué está presente en este lugar, como la virgen y los santos.

Me giro ligeramente al percibir un ruido familiar a mi espalda. Me exalto al ver dos motos negras que me siguen de cerca. No dudo en acelerar para dejarlas atrás. He salido de lo que parece ser una pequeña urbanización y la zona asfaltada ha terminado, pero eso no me detiene, sigo ascendiendo el camino empedrado eludiendo el hecho de que esas motos no tardarán en darme alcance.

«¿Dónde diablos me estoy metiendo?»

Las motos de mayor cilindrada que la mía se colocan rápidamente a ambos lados. Abro los ojos sorprendida cuando uno de los hombres que me persigue es Marcello.

—¡Quítate el casco! –Me ordena con severidad.

Me giro bruscamente, decido acelerar un poco más ignorando su petición, pero él también acelera para acoplarse a mi marcha.

—¡Quítate el casco ahora mismo! –Repite elevando el tono.

Le miro sin comprender a qué viene esa extraña petición. No puedo quitarme el casco porque a este tío se le antoje, ¡quién coño se cree!

Dispuesta a salirme con la mía, giro el rostro dirigiéndolo únicamente al frente.

Marcello me mira intensamente pero esta vez no dice nada, en lugar de eso se pone de pie en la moto y salta en mi dirección, desestabilizándome. Su moto cae al suelo haciendo un ruido estrepitoso, él se sube a la mía y empujándome con brusquedad me hace caer al suelo.

La moto rueda alejándose unos cuantos metros, mientras yo quedo presionada entre el suelo y el cuerpo de este hombre insufrible. Me revuelvo inquieta intentando alejarlo de mí, me agita la ansiedad junto a la desesperación que su contacto me ocasiona. El estómago se me revuelve y emito un chillido mientras lucho con todas mis fuerzas para despegarlo de mí. Sus manos abandonan mi cintura y me arrebata el casco de un brusco estirón. El pelo se me alborota mientras el calor asciende por todo mi cuerpo hasta alojarse en mis mejillas.

—¡Eres tú! –Exclama arrugando el entrecejo.

—¡No me toques! ¡Suéltame! —Chillo mientras pataleo debajo de él hasta que se hace a un lado.

Rueda hacia la izquierda rápidamente, luego hace un gesto con la mano a su amigo indicándole que puede marcharse. Este se resiste, pero tras una amenazante mirada suya, finalmente cede. Coge su moto y se aleja.

Me siento sin dejar de respirar con ansiedad. Intento por todos los medios serenarme pero el corazón, atemorizado, no deja de latir desaforadamente contra las paredes de su concavidad.

Él se levanta y se sacude el polvo de los pantalones. Luego me ofrece su mano para ayudar a incorporarme. La rechazo y me pongo en pie sin ayuda.

Alza las manos hacia arriba, dándome por una causa perdida y tuerce el gesto.

—Nada de contacto. Entendido.

—¿Por qué has hecho eso? –Pregunto dolina una vez he vuelto a recuperar toda mi fortaleza.

—¡Los cascos están prohibidos! –comenta como si hubiera cometido un grave delito.

—¿Pero qué dices? ¡El casco es obligatorio!

—No aquí, ya se lo he dicho.

Camino hacia mi moto e intento levantarla. Marcello se adelanta para ayudarme. Con mi habitual autosuficiencia hago un gesto impidiéndole acercarse más; puedo sola. En cuanto consigo ponerla en pie le echo un rápido vistazo.

—¡Mira lo que has hecho! ¡Se ha rayado, no tenías ningún derecho a detenerme de ese modo! –Le recrimino con el dedo acusador.

—Le ordené que se retirara el casco y no me hizo caso. No tuve alternativa.

—¡Yo no tengo por qué seguir tus órdenes! Acepté a pagar el impuesto pese a que no estoy de acuerdo, pero que intentes controlar mi vida y cada cosa que hago... eso no lo haré. Ni ahora ni nunca. Ya puedes llamar a tus matones o a quién te dé la gana.

—¡Señorita Montero, tranquilícese! Yo no intento nada y tampoco voy a llamar a mis matones, como dice usted. Simplemente, cuando decida salir en moto deje el casco en casa. Aquí todos somos transparentes, sospechamos de los que se quieren ocultar. Deberá aprender a seguir las normas si no quiere tener problemas.

—¡Increíble! Vamos... ¡lo que me faltaba por ver, que un ravioli vuelva a amenazarme! ¡Ah no, eso sí que no! ¡Por ahí no paso! –comento en voz baja para mí.

—¿Acaba de llamarme ravioli ?

Su cara de sorpresa me hace gracia. Obviamente no me río, estoy demasiado enfadada.

—¡Sí! —Respondo con contundencia.

Arruga el entrecejo, hace una mueca y sacude incrédulo la cabeza delante de mí.

en cuanto logra recomponer su expresión suspira, se relaja y me mira. Parece haber recuperado la seriedad que siempre le precede, decide omitir mis provocaciones.

—Será mejor que me haga caso en esto. No se oculte cuando vaya en moto.

—¡Yo no me oculto de nada! ¡Por Dios, solo es un casco!

Impulsivamente me subo en la moto e intento darle gas bajo la atenta mirada de ese italiano corrupto y controlador. Salir corriendo de ahí me parece la mejor opción.

Giro varias veces la muñeca intentando ponerla en marcha, pero esta no responde.

«No sé por qué no me sorprende…»

Le dedico una mirada llameante.

—¡Genial! No funciona…

Él me contempla con los labios prietos. Esforzándose por mantener una expresión impasible.

—¿A ver? Déjeme a mí… —Dice mientras espera a que me aparte para tomar el relevo.

Marcello se abre paso e intenta ponerla en marcha, sin éxito.

—¿De dónde ha sacado esta chatarra? –Me pregunta riendo.

—¡No es ninguna chatarra! –Espeto ofendida— Era una moto estupenda hasta que te encargaste de romperla.

Le hago un gesto con la mano indicándole que se baje. Cojo el ciclomotor del manillar y me dispongo a bajar la cuesta presionando levemente la palanca del freno.

Él me contempla atónito un rato, hasta que decide volver a perturbar mi paz.

—¿Piensa llegar así hasta su casa?

Emito un bufido.

—¿Ves algún otro medio de transporte por aquí?

Marcello ríe y me sigue divertido colina abajo, mientras observaba como invierto todo mi esfuerzo y energía en reconducir la moto por el vasto terreno de tierra.

—¿Es consciente de que tardará como tres horas en llegar al pueblo con ese trasto?

Muerdo mi labio inferior con fuerza y profiero por lo bajo un insulto que Marcello capta en el acto.

—¿Qué me ha llamado señorita Montero? –Pregunta desencajado, ocultando una maliciosa sonrisa.

—Ca – pu – llo. –Separo cada sílaba con contundencia.

No me da miedo. Ni siquiera me intimida un poco en este momento, así que no tengo motivos para ocultar el rechazo que me inspira.

Él me mira anonadado. Le echo un vistazo de soslayo y percibo sus ojos claros crispados, aunque también hay una chispa de humor negro en ellos.

—Pasaré su insulto por alto por segunda vez porque entiendo que esté enfadada. Pero será la última señorita Montero. Diríjase a mí con más respeto a partir de ahora.

—No tengo por qué respetarte. El respeto se gana, no se exige.

—Bueno, bueno, bueno... ¿ahora va a darme lecciones de moralidad? ¿Le recuerdo todos los favores que he hecho desinteresadamente por usted?

—Después de darme una monumental paliza, claro...

Abre la boca. Percibo su enfado y comprendo que eso debería acobardarme, pero esta vez me siento fuerte. Decidida a no ceder ni dejarme intimidar por nadie, por mucho poder que tenga.

—Yo jamás la he tocado.

—Pero sí ordenaste a otros que lo hicieran. Es más, insistes en torturarme llevándolos cada lunes al bar, no vaya a ser que se me olvide todo lo que me hicieron.

Sus ojos se abren nuevamente sorprendidos, lo cual me desconcierta.

Bufo desesperada parándome en seco para cuadrarme enérgicamente frente a él. En cuanto nuestros ojos se encuentran de pleno, me doy cuenta de su aflicción.

Decido hablar y concentrarme en el presente:

—Ahora que ya has conseguido que me quite el casco ¿Por qué no te largas y me dejas en paz? –Espeto irritada, vacilándole, demostrándole que no me intimida en absoluto. Ni él, ni sus estúpidos secuaces.

Marcello vuelve a recuperar la expresión de antes. Ríe y niega varias veces con la cabeza, atónito.

—Ahora en serio, Ingrid, debería tratarme con más respeto. No soy de los que se dejan maltratar de ese modo por una mujer.

—No me hables de maltrato… —le digo retándole.

—De acuerdo –admite—. Ya estoy cansado. ¿Quiere que me vaya?

Le miro reprendiéndole.

—Haz lo que quieras, al fin y al cabo, tú mandas ¿no?

—Está bien.

Da la vuelta y se dirige hacia su moto. Yo sigo caminando sin mirar atrás.

Cuando quiero darme cuenta lo tengo al lado. Incluso aminora la marcha para acompasar mi paso.

—Suba. Puedo acercarla hasta su casa  –me ofrece con voz dura, todavía molesto.

¿Cómo hace para que su ofrecimiento suene tan autoritario? Supongo que son años y años de tener a gente a su servicio, comiendo de la palma de su mano y obedeciéndole en todo. Eso es lo que le otorga cierto poder. Pero por muy firme que sea su voz, no pienso hacer lo que me pide.

—No, gracias. Ya me las apaño yo sola.

—Sopese bien sus opciones, Ingrid. Le ofrezco llevarla una vez más, si se niega, no volveré a decírselo, me iré sin más.

Le miro dudando.

«Lo cierto es que caminando puedo tardar horas hasta llegar a casa, eso sin contar que se hace de noche y mi sentido de la orientación es algo… ¿cómo decirlo? Lamentable. ¡Joder, joder, joder! ¿Por qué no llegará el transporte público hasta aquí? Odio tener que darle la razón, encima me está contemplando con una sonrisa socarrona».

—Usted decide –me recuerda demandando una respuesta.

Su regocijo me exaspera, me dan ganas de negarme solo por dejar de ver esa cara de sabelotodo.

Finalmente claudico. Le miro con recelo y opto por dejar la moto sobre el suelo.

«Tengo que ser realista. Además, es completamente imposible que pueda cargar semejante peso por toda Nápoles. Me duele el cuerpo entero y... ¡a la mierda! estoy a punto de endeudarme más con este indeseable, pero ya puestos... decido aprovecharme de él».

—No se preocupe por la moto. Diré que vengan a buscarla.

Asiento y subo detrás de Marcello con resignación.

—Será mejor que se coja fuerte, me gusta la velocidad. ¡Ah! Y a mí no me importa que me toque...

Le carbonizo con la mirada.

«¡Cabrón!»

Me subo a ese cacharro infernal. Es enorme y nada más me coloco detrás de él, la forma del sillín  me obliga a deslizarme hacia delante. Siento un escalofrío al estar tan cerca de él, de un hombre otra vez. Un ser torturador que no duda en hacer añicos el amor de las mujeres. Siento una rabia infinita hacia su persona y hacia su sexo. Pero ahora me obligo a no pensar en eso. Me propongo simplemente ignorarlo. Me aferro fuerte a su cintura con ambas manos. Cuando él percibe mi contacto empieza a acelerar. Encima le veo sonreír por el espejo retrovisor. Me dan ganas de pellizcarle fuerte y borrarle esa estúpida sonrisa de la cara.

La moto desciende rápidamente sorteando los pequeños obstáculos hasta llegar al camino asfaltado. Cierro los ojos con fuerza en cuanto el viento me azota la cara y alborota mi cabello debido a la excesiva velocidad que ha alcanzado su vehículo en carretera. Paso unos minutos angustiosos. Estoy terriblemente tensa hasta que la velocidad disminuye progresivamente y su voz, tranquila, añade:

—Ya hemos llegado.

Abro los ojos y me sobresalto tras comprobar que, efectivamente, estoy frente a la verja oxidada de mi finca.

—¡Ay! –Exclama desconcertándome.

Enseguida me doy cuenta de que sigo abrazada fuertemente a su cintura y eso me hace enrojecer. Deshago rápidamente el abrazo agradeciendo que no me haya tocado para deshacer el nudo.

—¡Perdona! –Me obligo a decir a regañadientes.

—No hay nada que perdonar, ha sido… interesante.

—¿El qué? –Pregunto a la defensiva.

—Parece que yo no puedo ni tan siquiera rozar su piel, pero usted sí puede agarrarse con fuerza a mí. Así que la teoría de la alergia por contacto queda descartada —me mira descaradamente— ¿Qué otra cosa puedes ser?

Aprieto los labios y me dispongo a abrir la reja. Antes de entrar en mi terreno escucho:

—Buenas noches.

Me giro, asiento forzosamente. Él sonríe y da un pequeño acelerón a su moto para desaparecer rápidamente de mi vista.

En cuanto me veo sola me permito el lujo de respirar aliviada. No sé qué voy a decirle a María mañana, cuando vea que voy al trabajo a pie. Me da vergüenza admitir que en un solo día me he cargado la moto que tan amablemente me regaló.

Me levanto. Me ducho y hago lo mismo que todos los días para esconder las curvas de mi cuerpo. Poniendo un gran esmero, me oprimo cuidadosamente el pecho con una venda y decido vestirme con una sudadera ancha y unos vaqueros. Mientras me pongo los pantalones observo que he perdido algo de peso, pero desengañémonos, sé que siempre llevaré a cuestas unos quilos de más.

Miro mi cuerpo y sencillamente lo odio. Odio mis pechos demasiado grandes para esta cintura estrecha. Ahora me fijo en mis caderas que van en consonancia con el tamaño de mis pechos y mi trasero respingón. Me asaltan unas enormes ganas de llorar porque las formas de mi cuerpo no me hacen pasar desapercibida.

«No me extraña que Lucas me dejara. De hecho me sorprende que aguantáramos dos meses juntos».

Me enfundo la sudadera y la dejo caer por debajo de mis caderas asegurándome que quedan bien ocultas.

Cojo todo lo necesario y en cuanto salgo por la puerta, me quedo paralizada.

Mi moto está justo delante, de un color negro intenso, sin ralladuras ni golpes. No únicamente me han arreglado los desperfectos, la han mejorado. El tapizado del sillín ya no está desgastado y los faros han sido substituidos por otros más modernos.

Pero lo que más llama mi atención es un casco jet que cuelga del manillar, de los que dejan la cara completamente al descubierto.

Despego un trozo de papel con celo pegado en él.

“Casco especial para la Señorita Montero. Así todos contentos. M.L.”

«¡Idiota! Se estará riendo ahora mismo».

La rabia por saber que este favor procede de él, ensombrece la astucia de la broma.

«¡Genial, Ingrid! Ya has conseguido estar en deuda con él. Una vez más. Tú ve acumulando que ya se encargará de pasar factura».

Sin pensármelo dos veces arrojo el casco al suelo y me subo en la moto. Debo reconocer que las mejoras son significativas. Y si no fuera por la rabia que siento ahora mismo, incluso podría estar contenta y feliz.

CONTINUARÁ...