El secreto de mi esposa. 1

Relato corregido y reeditado

Aquella tarde regresé a casa antes de la hora habitual. Quería sorprender a mi esposa María, pues acababa de regresar de uno de mis viajes semanales que solían durar tres o cuatro días. Así pues, paré en la floristería de la esquina, compré un ramito de violetas que era su flor favorita y, además la fragancia natural de mi mujer era similar a la de esas flores o al menos el suave perfume floral que usaba con toques por todo el cuerpo; me hacía soñar que abrazaba un jardín tropical cuando nos revolcábamos desnudos en la cama.

Abrí la puerta del piso, pero la casa estaba vacía. Me despojé de la chaqueta, dejé las flores en la mesita del salón y la bolsa en el sofá. Entonces escuché ciertos ruidos extraños que procedían del dormitorio conyugal.  Sonreí al imaginar que María preparaba la cama para nuestro reencuentro, porque hasta que iniciaba otro viaje el sexo con mi mujer era intenso e inacabable. Prácticamente no salíamos de la cama.

Mas cuando abrí la puerta del dormitorio mi mujer no se sorprendió, simplemente ni me vio. Un tío de gran tamaño sujetaba su rostro con las manazas, al tiempo que una oscura polla entraba y salía de su boca. Las piernas de otro hombre se mostraban peludas bajo el cuerpo de María, mientras que un tercero follaba con violencia la abierta vagina. Justo en ese momento noté en mi espalda el cuerpo apretado de otro hombre, a la vez que su brazo casi estrangulaba mi cuello y que un objeto punzante se apoyaba en el riñón derecho.

—¡Vaya, llegaste antes de lo previsto! – exclamó riendo el que estaba sobre la cabeza de mi esposa – Aunque no importa, que sepas que estamos preparando a tu mujer para que la encuentres bien jugosa, follada por todos los huecos. Hemos descubierto que el culo lo tenía virgen y ni te imaginas, Luis, lo que le gusta el sexo anal. ¿Verdad, zorra?  –  preguntó sacudiendo la cara de María. Ella me miró de reojo pues la punta de la polla seguía alojada entre sus labios. Asintió.

—¡Oye, Paco! ¿A mí cuándo me toca? – gritó el individuo que estaba a mi espalda – No la he follado desde ayer y solo me corrí dos veces.

—¡¡¡Joder con los moros de mierda!!! – se quejó el tal Paco, que aún seguía follando la boca de María, además de retorcer los firmes pezones de los abultados senos de mi mujer–. Venga Mohamed, saca ya la polla de la zorra que llevas más de una hora con el mete saca, joder.

Pude ver como Mohamed sacaba lentamente la polla tiesa de entre los muslos de mi esposa y también me obligué a mirar los labios vaginales que apuntaban hacia afuera y el agujero vaginal abierto y ensanchado cuál cráter de un volcán en plena erupción. Aunque antes de que se colase entre las piernas de María el moro que había estado a mi espalda, pude apreciar el color púrpura de la vulva.

La ira me arrasó. Ver a los cuatro tíos turnándose follando a la mujer de mi vida por todos los agujeros – porque el que estaba debajo seguro que se la estaba metiendo por el culo–, casi me empujó a liarme a hostias con los abusones. No obstante, la razón imperó frente al impulso “ ¿qué podía hacer yo ante cuatro tíos? además de follar a mi mujer, me iban a moler a hostias. Eso era irremediable. Así pues, no me quedó otro remedio que seguir mirando cómo los cuerpos se retorcían sobre la cama conyugal. ¡La estaban reventando a polvos!

No puedo ocultar que, la visión de mi mujer empalada por tantas pollas y manoseada por seis manos me produjo una extraña sensación. Mi erección era manifiesta, sobre todo cuando ella abrió aún más las piernas y apoyó los tobillos casi en la cintura del moro que la taladraba. Los jadeos y gemidos resonaban en mis oídos, para terminar con un grito agudo de la mujer, quien miró fijamente mis ojos y me lanzó un suave beso a distancia, aunque sus uñas rasgaban la espalda del moro que la follaba, agarrada a él como a una tabla de salvación. Pero mi sorpresa aumentó al máximo cuando escuché los gemidos y aullidos de María, quién no paraba de convulsionarse presa de continuos orgasmos.

La ira que minutos antes me arrasaba se transformó en un vendaval de sorpresas. No pude entender que, si los energúmenos la estaban forzando, follándola como a una perra, ¿por qué mi esposa alzaba con desespero las caderas buscando la penetración más profunda? Y no solo eso, su lengua relamía el prepucio de Paco que seguía entrando y saliendo de su boca y amasando las hinchadas tetas de mi pobre esposa.

—¡¡¡Venga Abben, métela hasta el fondo!!! – gimió mi mujer – Dilátame bien el ano porque mi marido va a entrar esta noche por ahí. Aunque solo sea para borrar las huellas de la enculada...

Continuaron durante más de una hora turnándose los fulanos en rellenar los huecos de mi esposa, aunque ella pareció tomar el control de la orgía, pues en un momento dado ella se montó sobre el cuerpo estirado de Abben e inició un caliente 69, al tiempo que Paco la ensartaba desde detrás no sé si por el culo o por el coño, pero el caso es que consiguieron otra oleada de orgasmos, mientras Mohamed se la cascaba de pie y también depositó los chorros de semen sobre la espalda, el cabello y los glúteos de mi mujer.

Al fin el cuerpo de María quedó desmadejado sobre la cama, cubierto en su totalidad por chorros de leche, incluso de sus labios surtían regueros de crema blanquecina. Cuando los violadores se vistieron dispuestos a marcharse, Paco susurró a mi altura:

—Luis, tienes un problema con esta mujer. ¡¡¡Es insaciable!!!

Dicho eso, todos se marcharon dando un portazo en la salida. Corrí a la cama para abrazar el maltrecho cuerpo de mi esposa, pero antes de estrecharla se levantó para introducirse en el baño.

—Cariño, voy a ducharme, llevo semen hasta en las uñas de los pies – dijo en tono angustiado –. Vuelvo enseguida... y hablamos.

Observé su cuerpo desnudo mientras se dirigía al cuarto de baño. Era cierto que su piel estaba cubierta por múltiples trazos de materia blanca y viscosa, aun así, la imagen de los atributos deMaría, me cautivaron. La espalda acariciada por la melena azabache que llegaba casi a la cintura. A su término las fértiles caderas que encerraban los firmes glúteos que se apoyaban sobre los redondos muslos. Pero, antes de abrir la puerta del baño se giró hacia mí mostrando los pechos rotundos, el pubis adornado por la matita de vello oscuro sutilmente recortado; todo ello ensuciado por las corridas de los cuatro hombres que la follaron hace escasos minutos:

—Luis, ve quitándote la ropa. Necesito sentir tu calor y tus caricias. ¡Hoy más que nunca! – exclamó, con un sollozo profundo.


Mi mujer no paraba de llorar con el rostro hundido en el hueco de mi cuello, ahogada por las lágrimas que rodaban por sus mejillas. Así, poco a poco, recuperó parcialmente el control mientras mi mano acariciaba la espalda intentando desenredar su melena mojada. Quería obtener respuestas a muchas preguntas que corroían mi mente. En especial al motivo de sus incontables orgasmos y exclamaciones de los que yo había sido testigo cuando miraba como la follaban los delincuentes, aunque antes debía calmarla.

—¡Nena, cálmate! Ya todo ha pasado, debemos vestirnos para ir a la comisaría de policía y denunciar la violación...

—¿Cómo qué a la policía? Si ya estoy avergonzada de hablar de eso contigo ni te cuento como me sentiría relatándolo ante extraños. Además, seguro que sería noticia en la prensa y vete a saber lo que imaginaría la gente...

— María, tú no tienes de qué avergonzarte. No tienes la culpa de que los cerdos te asaltasen y abusaran de ti. Porque fue así, ¿verdad?

—Bueno... eh... sí... más o menos – balbució ella, removiéndose en la cama estrechando el abrazo que me daba.

—¿Más o menos? Cielo, debes contarme con detalle lo que ocurrió: cuándo, cómo y el porqué.

—¡Vale! ¡Que pesado eres! Pues mira, ayer mañana sobre las diez andaba hacia las galerías arrastrando el carrito de la compra para reponer la nevera y prepararte las cenas que tanto te gustan, cuando un señor me preguntó por una calle. Yo le indiqué amablemente la dirección que debía tomar, es más le expliqué que yo estaría en las galerías y si no la encontraba que no dudase en volver para que yo se lo explicase mejor...

—¡A ver! ¿Cómo vestías, María? – la interrumpí – Seguro que llevabas puesta alguna de tus minifaldas y una blusa medio desabrochada...

—¡Pues no! Vestía el short azul y la camiseta gris entallada que me regalaste hace apenas dos semanas. Sé que no te gusta que llame la atención, excepto cuando voy colgada de tu brazo.

—Aun así, doy por seguro que ni siquiera llevabas braguitas ni sujetador. Sabes bien que los pezones despuntan en esas camisetas y que tus rajitas se marcan en esos pantalones tan cortos.

—¡¡¡Y qué quieres que haga, Luis!!! A mis 35 años, aún soy una mujer joven, orgullosa de mi cuerpo. ¿Qué culpa tengo de que los hombres me desnuden con sus miradas y sueñen con follarme hasta partirme en dos?

—¡Vale, María! Tú misma has respondido a mi queja. Sigue contando lo que ocurrió.

—Bueno, pues resulta que un rato después el hombre apareció en el supermercado de las galerías y dijo que no encontró la calle que le indiqué. Amablemente me ayudó con las bolsas que colgaban de mi mano pues el carrito estaba lleno de productos de limpieza y claro ante su amabilidad lo invité a tomar café en casa para volver a explicar lo de la calle. – hizo una larga pausa – Se presentó así mismo como Paco y en tono bajo dijo que no iba solo, señalando con el mentón a cuatro chicos que le acompañaban, bueno, prácticamente me rodeaban. Tres de ellos me parecieron árabes y el cuarto era un rubio guapísimo de aspecto nórdico, pero todos ellos limpios y sonrientes. Sabes Luis, que nunca he sido racista, así que extendí la invitación a los cinco. Se trataba de tomar café, ¿qué más daba dos que seis? Así que tras pasar por caja anduvimos hasta nuestro hogar, ellos cargados con la compra y yo agarrando la mano de Iván, el rubio macizo que caminaba a mi lado...

—¡Oye, tan solo vi a cuatro y ninguno era rubio! – exclamé, cada vez más confundido.

—Es que Iván, cuando llegaste había bajado a la calle para vigilar tu llegada. Yo les avisaba que mi marido estaba a punto de llegar, pero parece que a ellos les daba igual...

—O sea, a ver si lo he entendido. Quieres decir, nena, que desde ayer por la mañana has estado follando con cinco tíos ¡más de 24 horas!...

—Bueno... uufff... sí. Es verdad que ayer sobre las diez de la noche paramos un ratito para cenar algo, aunque las pizzas quedaron sin casi catarlas sobre la mesa de la cocina, pues todos estaban tan hambrientos de mis carnes que allí mismo en el suelo siguieron destrozándome, ¡los muy animales!

—Claro y tú gritando y quejándote – no pude evitar mi tono mordaz – Lo que me extraña es que no acudiesen los vecinos.

—¿Sabes qué te digo, Luis?

—¿Qué?

—Pues que en las últimas 24 horas me he corrido más veces que en los últimos dos años. ¿De qué te extrañas? ¡No pongas esa cara de sorpresa! –Chilló María mirándome furiosa– Claro, tus malditos viajecitos semanales en los que siempre me abandonas, aquí, tirada en la cama. Tú, que siempre cumples con el ritual semanal de echarme el insípido polvete sabático sin tener en cuenta mis íntimas necesidades como mujer...

—¡¡¡Venga ya, María!!! –resoplé cabreado y dolido ante las torpes explicaciones de mi esposa. Al tiempo que me levanté de la cama paseando cabizbajo por el dormitorio, arriba y abajo–.  El resumen de lo que me cuentas es que, así tranquilamente, te llevaste a cinco tíos a nuestro lecho conyugal. Te los has follado a todos con intensidad y alevosía. Lo has hecho durante más de un día y, según tú, te has corrido más veces que en no sé cuantos años. Mientras tu marido trabajaba, como un esclavo.

—¡Luis, por favor, no te lo tomes así! –gimió ella– No fui yo la que empezó con este desventurado desastre. Tan solo pretendía ser amable e invitarlos a tomar un café. Pero ellos tenían otras intenciones, así que, terminado el café Paco me agarró la camiseta y la rasgó, quedando mis pechos al aire, a la vez que Iván tiraba de los shorts azules con lo que mis vergüenzas quedaron al descubierto y todos ellos me empujaron con violencia al dormitorio. ¿Qué podía hacer yo? Ante mí se mostraban cinco hombres jóvenes y musculados y yo tan sólo era una mujer débil y asustada. Por lo tanto, intenté relajarme y me dejé hacer, aunque te juro que mientras ellos maltrataban mi cuerpo, yo sólo pensaba en ti. Mi marido, el hombre de mi vida...